Al cruzar el jardín, Douglas Spaulding rompió una tela de araña con la cara. Una línea aérea, invisible y única, le tocó la frente y se quebró en silencio.
Así, con el más sutil de los accidentes, Douglas supo que aquel día sería distinto. Sería también distinto porque, como explicaba su padre mientras lo llevaba con su hermano Tom, de diez años, fuera del pueblo, había días que eran sólo un aroma, y el mundo entero entraba y salía por la nariz. Y otros, dijo después, eran días de oír las trompas y trinos del universo. Algunos días eran buenos para gustar, y otros para tocar, y otros para todos los sentidos a la vez. Y ese día, asintió Douglas, olía como si una huerta enorme y anónima hubiera crecido de noche más allá de las colinas, cubriendo el mundo con su cálida frescura.
El aire olía a lluvia, pero no había nubes. De pronto un hombre cualquiera podía reír en los bosques, pero reinaba el silencio.
Douglas miró la tierra que pasaba. No había olor a huertas, no se sentía ninguna lluvia, pues faltaban los manzanos y las nubes. Y aquel desconocido que reía en los bosques…
Y sin embargo —Douglas se estremeció—, éste era un día especial. El coche se detuvo en el centro mismo del bosque.
—Muy bien, chicos, y tranquilos.
Tom y Douglas habían estado dándose codazos.
—Si, señor.
Los niños descendieron llevando los azules baldes de latón del camino sucio y solitario al olor de la lluvia caída.
—Buscad abejas —dijo el padre—. Las abejas rondan las uvas como los chicos las cocinas.
Douglas alzó rápidamente los ojos.
—Estás a un millón de kilómetros —dijo el padre—. Despierta. Camina con nosotros.
—Sí, señor.
Y caminaron por el bosque, el padre muy alto, Douglas a su sombra, y Tom, muy pequeño, trotando al amparo de Douglas. Llegaron a una pequeña elevación y miraron adelante. Aquí, aquí, ¿veis?, señaló el padre. Aquí los grandes y tranquilos vientos del verano vivían y se paseaban en las profundidades verdes, como ballenas fantasmales, invisibles.
Douglas miró rápidamente, no vio nada, y se sintió burlado. Su padre, como el abuelo, vivía de adivinanzas. Pero… Pero sin embargo… Douglas hizo una pausa y escuchó.
Sí, algo va a ocurrir, se dijo, ¡lo sé!
—Helecho medicinal. —El padre caminaba y el balde de latón golpeaba como una campana en su puño—. Sentidla. —Pasó el pie por la tierra—. Un millón de años de hojas caídas. Pensad, cuántos otoños.
—Formidable —dijo Tom—. Camino sin hacer ruido, como los pieles rojas.
Douglas sintió que la tierra húmeda escuchaba, esperaba. ¡Estamos rodeados!, pensó.
¡Ocurrirá! ¿Qué? Se detuvo. Salgan ustedes, ¡salgan!, gritó en silencio.
Tom y papá se paseaban ante él, por la tierra callada.
—El encaje más fino es éste —decía papá quedamente.
Y señalaba con la mano mostrando cómo los árboles se entretejían con el cielo, o cómo el cielo se entretejía con los árboles, no lo sabía. Pero ahí está, sonrió, y el tejido sigue creciendo, verde y azul. Si os fijáis veréis la susurrante lanzadera del bosque. Papá hablaba cómodamente de esto y aquello, la palabra fácil. Todo era más fácil aún porque de cuando en cuando se reía de sí mismo. Le gustaba escuchar el silencio, decía, si el silencio puede escucharse. Uno puede oír entonces la caída del polen de las flores silvestres, en el aire donde se fríen las abejas. Dios, ¡el aire donde se fríen las abejas! ¡Escuchad! ¡El torrente de un canto de pájaros más allá de esos árboles!
Ahora, pensó Douglas, ¡ahí viene! ¡Corre! ¡No lo veo! ¡Corre! ¡Está casi sobre mí!
—¡Moras! —dijo papá—. Tenemos suerte, ¡mirad!
—¡No! —jadeó Douglas.
Pero Tom y papá se inclinaron y hundieron las manos en el matorral, rompiendo el encanto.
El vagabundo terrible, el corredor magnífico, el saltarín, el que estremecía las almas, se desvaneció.
Douglas, perdido y vacío, cayó de rodillas. Vio que los dedos se le hundían en una sombra verde y salían manchados, como si los hubiese metido en una herida del bosque.
—¡Hora de almorzar, muchachos!
Con los baldes casi llenos de moras y frutillas silvestres, seguidos por abejas que eran, no más, no menos, dijo el padre, que el canturreo del mundo, se sentaron en un leño musgoso masticando sandwiches y tratando de oír el bosque. Douglas sintió que su padre lo miraba en divertido silencio. El padre empezó a decir algo, pero se metió en la boca otro trozo de sandwich y disertó sobre él:
—Los sandwiches al aire libre ya no son sandwiches. No saben como entre cuatro paredes, ¿notasteis? Tienen más gusto. Saben a menta y savia de pino. Abren maravillosamente el apetito.
La lengua de Douglas titubeó sobre el pan y el jamón. No… no… era sólo un sandwich.
Tom masticó y movió la cabeza afirmativamente.
—¡Es cierto, papá!
Casi ocurrió, pensó Douglas. No sé qué era, pero era grande, caramba, ¡era grande! ¿Dónde está ahora? ¡Detrás de esa mata! ¡No, detrás de mí! No, aquí, casi aquí.
Douglas se tocó secretamente el estómago.
Si espero, volverá. No me hará daño. Sé, de algún modo, que no está aquí para hacerme daño. ¿Para qué entonces? ¿Para qué?
—¿Sabes cuántos partidos de béisbol jugamos este año, el año pasado, el otro? —dijo Tom a propósito de nada.
Douglas miró los labios de Tom que se movían rápidamente.
—¡Anótalo! ¡Mil quinientos sesenta y ocho partidos! ¿Cuántas veces me cepillé los dientes en diez años? ¡Seis mil! ¿Cuántas me lavé las manos? Quince mil. Dormí: cuatro mil veces, sin contar las siestas. Comí seiscientos duraznos, ochocientas manzanas. Peras, doscientas.
No me gustan las peras. Nombra algo, te daré la estadística.
Las cosas que he hecho en diez años suman un billón de millones.
Ahora, pensó Douglas, se acerca otra vez. ¿Por qué? ¿Porque habla Tom? ¿Pero por qué Tom? Tom que charla, con la boca llena de sandwich. Papá ahí, atento como un gato montés en el leño, y Tom que deja que las palabras le suban a la boca como burbujas de agua gaseosa.
—Libros que he leído: cuatrocientos. Películas que he visto: cuarenta de Buck Jones, treinta de Jack Hoxy, cuarenta y cinco de Tom Mix, treinta y nueve de Hoot Gibson, ciento noventa y dos cómicas del gato Félix, diez de Douglas Fairbanks, ocho veces El Fantasma de la Opera, de Lon Chaney, cuatro de Milton Sillse, y una de amor de Adolphe Menjou. Pasé noventa horas en el baño del cine esperando que terminara la de amor para ver El gato y el canario o El murciélago donde todos se agarran de todos y gritan durante dos horas.
Durante ese tiempo sumé cuatrocientos caramelos, setecientos helados.
Tom siguió sin detenerse otros cinco minutos, y al fin el padre dijo:
—¿Cuántas frutillas has recogido hasta ahora, Tom?
—¡Doscientas cincuenta! —dijo Tom instantáneamente.
El padre se rió y terminaron el almuerzo y fueron otra vez a la sombra, a recoger moras y minúsculas frutillas. Se inclinaban, los tres, y las manos iban y venían, y los baldes pesaban cada vez más. Douglas retenía el aliento, y pensaba: Sí, sí, ¡se acerca otra vez! ¡Lo siento en la nuca, casi! No mires. Trabaja. Recoge, llena el balde. Si miras, lo asustarás. ¡No lo pierdas! ¿Pero cómo, cómo podrás traerlo a este lado, y verlo, de frente? ¿Cómo?
—Tengo un copo de nieve en una caja de fósforos —dijo Tom, sonriéndole al guante morado de la mano.
¡Cállate!, quería gritar Douglas; Pero no, si gritaba despertaría los ecos, y aquello se iría.
Y, espera… cuanto más hablaba Tom, más se acercaba. No temía a Tom. Tom lo atraía con su aliento. ¡Era parte de Tom!
—Fue en febrero —dijo Tom, y se rió entre dientes—. Alcé una caja de fósforos en la tormenta, esperé a que entrara un copo, la cerré, fui corriendo a la casa, ¡y metí la caja en la heladera!
Cerca, muy cerca, Douglas clavó los ojos en los labios temblorosos de Tom. Quería escapar, correr. Una ola enorme se alzaba detrás del bosque. En seguida caería sobre ellos, aplastándolos para …
—Sí, señor —murmuraba Tom recogiendo moras—. Soy el único en Illinois que tiene un copo de nieve en verano. Precioso, como un diamante, sí. Mañana abriré la caja. Douglas, tú podrás mirar, también…
Cualquier otro día, Douglas hubiera golpeado, negado, reído. Pero ahora, con aquello ya muy cerca, solo podía asentir cerrando los ojos.
Tom, preocupado, dejó de recoger frutillas y se volvió para mirar a su hermano.
Douglas, doblado sobre sí mismo, era un blanco ideal. Tom saltó, aullando, y cayó. Los dos rodaron, golpeándose.
¡No! Douglas cerró con fuerza la mente. ¡No!, pero de pronto… Sí, todo estaba bien. ¡Sí! La confusión; el contacto de los cuerpos, los vuelcos y caídas no habían alejado la ola marina.
Y la ola rompía, en ese mismo instante, avanzando y arrastrándolos a lo largo de la playa de hierbas, por el bosque. Douglas sintió en la boca el golpe de unos nudillos y luego el sabor herrumbroso de la sangre tibia. Agarró a Tom, lo inmovilizó, y se quedaron así tendidos en la tierra, los corazones agitados, las narices siseantes. Y al fin, lentamente, temiendo no encontrar nada, Douglas abrió un ojo.
Y todo, absolutamente todo, estaba allí.
El mundo, como el iris gigante de un mundo aún más gigantesco, que también acababa de abrirse, agrandándose para abarcarlo todo, le devolvía la mirada. Douglas supo que había saltado sobre él y ya no se iría.
Estoy vivo, pensó.
La temblaron los dedos, brillantes de sangre, como los jirones de una extraña bandera, recién encontrada y nunca vista, y se preguntó a qué país debería agradecer el homenaje.
Reteniendo a Tom, pero sin saber que estaba allí, se tocó esa sangre como si pudiera pelarla, sostenerla, darla vuelta. Luego soltó a Tom y se acostó de espaldas con la mano en alto, y en su cabeza los ojos miraron como centinelas por las troneras de un raro castillo a lo largo de un puente, su brazo, los dedos donde el brillante penacho de sangre temblaba a la luz.
—¿Estás bien, Douglas? —preguntó Tom.
La voz venía de un pozo de moho verde, de algún lugar sumergido, secreto, alejado.
La hierba murmuraba bajo el cuerpo de Douglas; Bajó el brazo, con su vaina de pelusa, y sintió, muy lejos, allá, los dedos que crujían en los zapatos. El viento suspiró en los caracoles de las orejas. El mundo se deslizó brillantemente por la superficie vidriosa de los ojos, como imágenes centelleantes en una esfera de cristal. Las flores eran de sol y encendidos puntos celestes, esparcidas por el bosque. Los pájaros aleteaban como piedras que golpeasen la superficie del vasto e invertido estanque del cielo. El aire pasaba con violencia entre los dientes, entrando como hielo, saliendo como llamas. Los insectos conmovían al aire con una claridad eléctrica. Diez mil cabellos crecieron un millonésimo de centímetro en la cabeza de Douglas. Oyó los corazones gemelos que le golpeaban los oídos, el tercer corazón que le golpeaba la garganta, los dos corazones que latían en las muñecas, el corazón real en el pecho. La piel se le abrió en un millón de poros.
—¡Estoy realmente vivo!, pensó. ¡Nunca lo supe, y si lo supe no recuerdo!
Aulló en silencio una docena de veces. Piénsalo, ¡piénsalo! ¡Doce años y ahora lo descubro!
Este raro reloj, este brillante mecanismo dorado que debe marchar durante años, dejado bajo un árbol, encontrado en una pelea.
—Doug, ¿qué te pasa?
Douglas aulló, agarró a Tom, y rodó con él.
—¡Doug, estás loco!
—¡Loco!
Rodaron loma abajo, el sol en las bocas, en los ojos como vidrio hecho trizas, boqueando como truchas en la playa, riéndose hasta gritar.
—Doug, ¿estás loco?
—¡No, no, no, no, no!
Douglas, con los ojos cerrados, vio unas manchas de leopardo en la oscuridad.
—¡Tom! —Luego, en voz baja—: Tom… ¿saben todos en el mundo… que están vivos?
—Claro. ¡Diablos, sí!
Los leopardos trotaron en silencio por tierras más oscuras adonde los ojos no podían seguirlos.
Espero que sí —susurró Douglas—. Oh, seguro que sí.
Douglas abrió los ojos. El padre se alzaba sobre él, en el cielo de hojas verdes, riéndose, con las manos en la cintura. Se encontró con su mirada. Despertó. Papá sabía. Todo estaba planeado. ¡Nos trajo aquí a propósito, para que me pasara esto! Lo sabía, lo sabe todo. Y ahora sabe que sé.
Una mano bajó y lo alzó. Tambaleándose, junto a Tom y su padre, todavía magullado y estrujado, preocupado y angustiado, cruzó tiernamente los brazos extrañamente huesudos, y se pasó satisfecho la lengua por los labios. Luego miró a su padre y a Tom.
—Llevaré los baldes —dijo—. Esta vez quiero llevarlo todo.
Le pasaron los baldes con sonrisas enigmáticas.
Douglas se tambaleó un poco. Las manos sostenían los pesados jarabes del bosque. Quiero sentirlo todo, pensó. Permitid que me canse, ahora. No debo olvidar. Estoy vivo, sé que estoy vivo. No debo olvidar esta noche o mañana o pasado mañana.
Las abejas lo siguieron, y el aroma del verano amarillo y las moras lo siguió mientras se alejaba con su pesada carga, embriagado, con los dedos maravillosamente encallecidos, entumecidos los brazos, trastabillando. El padre lo tomó por el hombro.
—No —murmuró Douglas—, estoy bien. No es nada…
Pasó media hora antes que en las hierbas, las raíces, las piedras, la corteza del leño enmohecido, se borraran las marcas que habían dejado sus brazos, sus piernas, su espalda.
Mientras lo pensaba, lo olvidaba, lo dejaba atrás, su hermano y su padre le seguían permitiendo que los guiara a través del bosque, hacia la increíble carretera por donde volverían al pueblo…