Desde el comedor, y a través de la puerta entornada, escuché un murmullo. El reloj de la chimenea dio cinco campanadas. Con desgano alisé mis cabellos. Tenía la boca reseca y el recuerdo de una siesta llena de pesadillas.
—Ya que está dispuesto, es mejor que se casen lo antes posible.
Era la voz de mi madre. Sentado en la silla hamaca, omití cualquier movimiento a fin de escuchar mejor. La contestación de abuela me despabiló por completo:
—Haré llamar a Modón, ya veremos…
¿A Modón? ¿Para qué? Debía de suceder algo extraño, de otra manera no imaginaba a Modón en la casa y, tan luego, a pedido de ella.
Mi sorpresa creció al ver que Tubalcaín salía del comedor con la cara muy roja y, sin verme, se dirigía al apeadero.
Durante un corto espacio de tiempo cesó la conversación. Luego escuché a tía Joaquina:
—¡Ah, si estuviera Ignacio, él podría arreglarlo todo!… ¡Estas cosas no son para mujeres!
—No te preocupes, ya verán cómo todo se arregla —dijo mi madre con decisión que me pareció desacostumbrada.
—Tiene razón María Mercedes —apuntó abuela—. No hay por qué hacer un mundo…
—Veremos lo que dice Modón…
También estaba tía Nicolasa; resultaba, sin duda, una reunión en pleno. ¿Qué diablos tenía Modón con Tubalcaín?
Decidido a averiguarlo, me dirigí resueltamente hacia el comedor; al tocar la puerta escuché a tía Elvira, que exclamaba nerviosamente:
—Taissez-vous…
Mi entrada produjo silencio embarazoso: comprendí que nada podría averiguar. El taissez-vous de tía Elvira significaba invariablemente: «No es conversación para los chicos». Y esto me fastidiaba sobremanera, porque ya no era un niño… ¡Ellas bien lo sabían! Con la vista fui recorriendo el grupo; una a una fueron esquivando la muda interrogación; intenté hablar, pero abuela, adivinando, cortó al punto:
—Veamos cómo va el arrope.
Con suspiro de alivio, mi madre dijo:
—Dice la Pancha que ya soltó el primer hervor.
Abuela se incorporó, todas la imitaron y, rodeándola, salieron de la habitación. ¡Hasta cuándo me considerarían un chiquillo! Si hacía falta el consejo de tío Ignacio, bien podía servir de algo mi opinión. Al fin y a la postre era el hombre mayor de la casa, ya que tío Enrique estaba en Maipú vigilando la cosecha de su viña.
Furioso atravesé el comedor y salí a la galería del sur; junto a las hornallas y a la sombra del parral divisé a toda la familia. Bajo tres grandes pailas de cobre ardía la leña. En cuclillas, la Chischica avivaba el fuego con la vieja y requemada pantalla de la Pancha, mientras Victorio esperaba una indicación para arrojar al fuego una brazada de sarmientos.
Me acerqué hasta sentir el resplandor. Dentro de las pailas hervía el mosto que, de tiempo en tiempo, espumaba la Pancha, cubriéndose la cara sudorosa con el delantal.
En silencio forzado escuchábamos el crepitar de los sarmientos; lentamente se convertían en ascuas. Al tomar fuego por una punta, en la otra surgía una llamita azulada muy semejante a la de un mechero de gas; de vez en cuando, los nudos estallaban con gozo de cohetes.
Abuela hizo una seña a Victorio, quien acudió solícito: —Mañana, a primera hora, llevarás un recado a Modón.
Al día siguiente recorrí la viña decidido a interrogar a Tubalcaín, pero no pude hallarle. Estaba la misma gente de la mañana anterior, un poco más sucia, con la ropa ya manchada por el mosto que se escurría desde los canastos o tarros dejando una mancha oscura, barrosa, sobre el hombro izquierdo, o derecho; mancha que se estiraba sobre el pecho y las espaldas. Tampoco, divisé a Dolores.
Vanos habían resultado mis intentos de hacer hablar a la Pancha; permaneció insensible aun ante la promesa de regalarle una Vida de los Santos, encuadernada en rojo y con cantos dorados, que había ganado en el colegio como premio de historia.
—¡Io no sé nada!… ¡Esas son cosas de la Señora!…
De allí no lograba apartarla, salvo cuando, fastidiada por la insistencia, respondía irónicamente:
—¡Io no sé que tanto l’interesan mis zandeces!
Era inútil, si abuela le ordenaba callar ya podían estaquearla al sol, como cuero de vacuno, pero no soltaría palabra.
Algo nuevo, algo que no había experimentado otros años, desorganizaba y había desordenado mi existencia en casa de abuela. Faltaban ya pocos días, menos de una semana, para nuestro viaje a Buenos Aires; la prórroga había pasado con igual rapidez. Otros años rondaba tristemente por las galerías, recorría casi con unción los caminos del parque, de la huerta; a veces, me acercaba a un viejo duraznero y palmeaba su tronco como sí me despidiera fraternalmente; andaba, la cabeza gacha, de un lado para otro, como perro sarnoso. Quería guardar muy adentro aquellas imágenes; miraba el magnoliero que siempre conservaba, en lo alto de su copa, flores muy blancas; a las palomas que revoloteaban entre las soleras del galpón; miraba la puerta de la despensa que todos los veranos veía envejecer; aquel avispero que se empeñaba en crecer en la rama más baja del pimiento del apeadero. Y hasta esperaba que, por rara casualidad, apareciera don Ramón Osuna para llevarme bien fresca su imagen, que era, con la de mi abuela, encarnación de algo que sentía escaparse sin remedio. Era como si fuera sentado en la plataforma posterior del tren, y el paisaje, que me rozaba por completo, huyera sin darme tiempo a detallar las cosas.
Ahora todo resultaba diferente. No podía irme así. Aunque llegara el momento, no podría irme… No podía, de nuevo, llevar mis manos vacías; mis manos que se pegaban codiciosas al contacto suave de las pieles, de los cuerpos cimbreantes, de los labios rojos. ¡Con qué placer gustaba tocar con la pulpa de los dedos la carne de los labios, esa carne de frambuesa! Había visto posar los dedos con parecida fruición, sobre un libro para ciegos, a aquel cigarrero de la Avenida de Mayo, que llevaba escrito: «Ayudad a este ciego que trabaja».
¡No podía irme a Buenos Aíres así!
Sin embargo, aquella siesta, vi en mi dormitorio el baúl-cabina que había sido de mi padre, con sus cajones abiertos a la espera de mi ropa.
Colgado de la percha estaba el primer traje de pantalones largos, que me compró mi madre hacía ya dos años; era de franela gris, como los que usaba Henri de Courtenay. Allí lo había vestido por primera vez. Recorrí, luego, a grandes zancadas, la habitación; era como jugar a las carreras de embolsados. Mi madre había abierto la puerta, con algo de miedo, se detuvo y miró con arrobo; fue tan sólo un instante, el necesario para que sus ojos, tan dulces, se nublaran por las lágrimas; luego, lo recordaba muy bien, disimulando, me había dicho:
—¿Te va bien el saco?, ¿no te ajusta bajo el brazo? —Quedó en silencio un momento, los ojos gachos, y de nuevo fue su voz verdadera la que dijo, apagadamente—. Ahora, ya sos casi un hombre…
Respiró hondo, como si descansara, como si señalara una pausa ante parte de la tarea cumplida. Me pareció que al mirarme bien plantado, debía pensar: «Este hombrecito lo he llevado en el regazo». Pero ella no lo dijo. Mi madre sólo pensaba esas cosas y era fácil su llanto bueno.
Al atardecer se terminaron las últimas pailadas de arrope y, una vez enfriado, comenzó el trasiego a los botijos de barro cocido. A los que debíamos llevar a Buenos Aires, se les aseguraba herméticamente la tapa. En la galería del sur se alineaban ya tres cajones: dos, cerrados y liados con alambres, estaban llenos con latas, frascos, moldes y tinajas de dulce; el tercero esperaba la provisión de arrope, que hacía nuestras delicias cuando embebíamos en él trocitos de queso fresco.
¡Sólo me quedaban cuatro noches y cinco mañanas de San Rafael! Días y noches que correrían tan rápidos como esas gotas de remedio que caían, casi empujándose, en el gotero de abuela.
Oscurecía. Un triste cielo sucio, con nubes color tierra arada se apoyaba sobre la Cordillera; los relámpagos, diluidos por la distancia, ponían en las crestas plomizas o castañas claror de escarcha mañanera al reflejarse en la nieve.
—¡Está diluviando en la Cordillera!… —dijo la Pancha, con gesto agorero.
Abuela meneó la cabeza:
—¡Sólo esto nos faltaba!… Tendremos creciente en el río… ¡Dios quiera que resistan las tomas del canal! Será prudente que Zoilo baje a tierra las compuertas.
La Chischica trajo una lámpara. Pronto se dio término a la tarea de acomodar el arrope y Victorio aseguró la tapa del cajón.
Un mamboretá muy verde golpeó contra el tubo de la lámpara y quedó sobre la carpeta, semejante a un cogollo de sauce cortado por el viento; enarcó la cabeza hacia arriba y, con sus patas delanteras, señaló el cielo raso donde la pantalla marcaba un círculo de claridad: iluminado mapamundi en el que las filtraciones del techo dibujaban, con trazos de caprichoso contorno, imaginarios continentes.
Apareció mi madre en la puerta del comedor y, dirigiéndose a abuela, exclamó azorada:
—Mamá, ¡ha llegado Modón!
Me sobrecogí. Abuela nos miró con aquella calma de persona que ante nadie teme disminuirse y, volviéndose, desapareció acompañada de mi madre.
Les seguí, y, ante mi asombro, abuela no hizo oposición ni con el menor de sus gestos que bastaba en tales oportunidades.
En la escalinata principal, sin atreverse a subir hasta el último peldaño, estaba Modón bamboleando la cabeza de pelos revueltos. Se diría que dormía en pie.
—¡Pase, Modón! —dijo abuela con tono seguro; y el visitante avanzó, ahora, con balanceo de pasajero que camina por el pasillo de un coche ferroviario.
—Tenga buenas noches, mi Señora…
Nos envolvió chocante tufo de vino.
—Buenas noches, Modón —contestó ella.
Desde el comedor y a través de la puerta, una lámpara iluminaba de lleno sus facciones y le hacía pestañear.
—Para lo que mande, mi Señora… —murmuró con humildad.
—Te he mandado llamar porque Tubalcaín Sosa quiere casarse con tu hija…
Los ojos enrojecidos se dilataron de asombro y rabia, parecía un basilisco.
—Tubalcaín, Tubalcaín…, ¡ese!… —gritó, agitando la barba enmarañada y reluciente por la saliva—. Ese…, con perdón de su Merced…, que se ganó a mi rancho como amigo y…
—Modón… —cortó imperiosa, al tiempo que golpeaba con el tacón de su botina en las baldosas. El hombre se encogió; recordé su cara del río, tuve miedo de que se arrojara sobre ella y di un paso hacia adelante; pero él quedó aplastado.
—Tranquilízate, Modón… Es mejor que suceda así… Ya hemos arreglado la ceremonia, será pasado mañana, aquí mismo, en mi casa, y les daré una «posesión» para que vivan como Dios manda. ¿Estás conforme?
Modón no habló, se obstinaba en mirar el suelo como si contara las baldosas negras que alternaban con las blancas. Yo le miraba mientras pensaba recordando la escena de la viña que Tubalcaín era un sinvergüenza; se iba a casar con la hija de Modón y andaba requiriendo a Dolores… Modón murmuró al fin con un suspiro:
—Si así le parece a su Merced, así se hará nomás…
Muy lejos se escuchó el retumbar de un trueno.
Abuela volvió la cara hacia mí; desde la penumbra vi su perfil iluminado; luego, sin traslucir un gesto, prosiguió:
—Como soy la madrina de tu hija Dolores, tengo la obligación, ante Dios, de velar por su felicidad…
Ligero resplandor iluminó el alto penacho de las palmeras que, de nuevo, se hundieron en la oscuridad. El trueno rodó entre los árboles, atronó retumbando en el espacio y temblaron los vidrios en las ventanas. Mi pecho fue una ventana más.
—Está bien, mi Señora…
—Eso es todo, Modón… y, Dios quiera, no me equivoque.
Abuela tendió la mano; Modón miró con asombro, como si nos interrogara. Mi madre asintió con un movimiento de cabeza que pareció darle ánimos; avanzó, entonces, restregando su mano derecha en el saco raído, e, inclinándose, rozó apenas la mano que se le ofrecía.
—Dios la conserve muchos años, mi Señora… —balbuceó otras palabras que no pude escuchar; luego, lleno de prisa, volvió la espalda. Trastabillando bajó la escalinata, tal si estuviera más borracho que al entrar; al pie de ella se inclinó como si perdiera el equilibrio; luego, le vi erguirse; en su mano izquierda llevaba, ahora, una damajuanita de vino.
Como autómata, como espejo, había visto desarrollarse la escena desde que escuché el nombre de Dolores… ¡Dios mío! ¡Era posible que Dolores fuera la hija de aquel hombre!
En vano quise dormir, estaba abrumado de dolor, de vergüenza, de no sabía cuántas encontradas emociones. Los truenos retumbaban a lo lejos; al retumbar era mi pecho el que recibía las descargas, las sentía dentro de mí. Desde chico, las tormentas eléctricas me fascinaban con esos estallidos que hacían tremolar mis entrañas.
«Tengo obligación, ante Dios, de velar por su felicidad». Abuela, desde todos los rincones de la habitación y en las pausas entre los truenos, dejaba escuchar su voz. ¿Cómo pude hacerlo?, me preguntaba a mí mismo desesperado y revolcándome en la cama.
De pronto, los truenos cesaron. Quedé en silencio escuchando el ritmo acelerado de mi respiración; poco a poco se fue convirtiendo en sonido ronco, que aumentó hasta llegar a sordo bramido de potencia aterradora.
—Es el río… —me dije—, ¡baja creciente!
Escuché con nitidez el estruendo del torrente. Sentado en la cama, los puños prietos, imaginé las aguas turbias crecer y henchirse como nubes encajonadas entre cerros; las vi arrastrando ramas, troncos y árboles desarraigados. A veces, arrasando con las defensas, el turbión socavaba las orillas, variaba el curso con caprichosas desviaciones y, sobre las barrancas, los alambrados quedaban en largos trechos, colgantes en el aire. Había visto, también, a mis álamos de feble raigambre arrancados de cuajo, rotas, con monstruoso mordisco, las líneas muy rectas de sus trincheras, mientras la acequia que corría a sus pies volcaba su hilillo de agua formando un surco en la barranca derruida.
Agotado, me dejé caer de espaldas; largo tiempo quedé con los ojos muy abiertos, hasta que llegaron a dolerme; entonces los párpados se me cerraron pesadamente, como si echara sobre mis pupilas una de las gruesas frazadas criollas. Durante el sueño no cesaron de rondar las caras que me acosaban: la de Dolores ofrecíase con gestos tiernos o lascivos y, al ir a tomarla, se tomaba en la repulsiva de su padre, que repetía como un sonsonete: «¡La hembra fue mala… y el mandinga se la llevó!». «La hembra fue mala»…
Me levanté somnoliento. En la galería principal se paseaba abuela; con asombro, la vi casi impaciente.
De súbito, en la puerta del pasillo, apareció la Pancha seguida por toda la servidumbre:
—¡Señora! ¡San Antonio bendito nos asista!
Entre el grupo divisé a Eulogio; muy pálido se adelantó:
—Señora, la creciente se llevó el rancho de mi compadre…
—¡El rancho de Modón! —exclamó abuela—. ¿Entonces, Modón?…
Eulogio asintió con un movimiento de cabeza.
—¡Estí’año no van a parar las desgracias! —murmuró la Pancha y, luego, alzando las manos, agregó—: El Señor si’apiade d’él…
Todo el día se buscó, en vano, su cadáver.
Nadie recordaba una creciente tan grande: el agua había pasado sobre el puente, cortando largo trecho del terraplén.
Brillaban las piedras como pulidas en paciente labor; las cortaderas tumbadas hundían sus blancos penachos en la greda del embanque. Donde se levantaba el rancho de Modón corría, ahora, el brazo principal del río. Ni rastros, ni tan siquiera un pequeño remolino de agua señalaba el lugar ocupado por la miserable tapera. Entre el agua negruzca, que paulatinamente volvía a su nivel primitivo, asomaba de vez en cuando la cabeza, los cuadriles o la panza hinchada de un animal ahogado. Sobre el puente y entre la tirantería de acero, montado a horcajadas con gracia de chiquillo, había quedado un pie de gallo. En todo el largo del primer tramo, y enganchados en las barandas, se veían yuyos y plantas marchitas; parecían adornos de un corso de flores ya sucedido. Las cuadrillas de camineros habían plantado sus banderines y trabajaban con prisa; golpeaban los picos y las palas en el pedregal que antes formaban los cimientos del terraplén. Largo rimero de camiones descargaba montañas de ripio y tierra.
En la barranca, la gente señalaba en los troncos de los carolinos una marca de espuma.
—«Hasta aquí llegó la creciente»…
Al oscurecer, abuela hizo rezar un rosario por el alma de Modón, y la Pancha encendió todos sus cirios benditos por las ánimas del Purgatorio. Don Zoilo, el tomero, llegó para confirmar nuevas y desconsoladoras noticias: el río se había llevado las tomas del canal y destruido parte de las compuertas.
Abuela permaneció impasible; de nuevo era la mujer que no se permitía desfallecimiento, la misma que había acompañado a su marido para plantar un fortín en medio de la indiada. Ahora estaba seguro de conocer el gesto que tendría en el largo y fatigoso viaje de 70 leguas a bordo de las rechinantes carretas, de las saltarinas sopandas de rizados muelles; la veía en pie, siendo apenas una mujer, con ese mismo gesto de confianza, en el vasto patio del Fortín, mientras los hombres, fusil en mano, vigilaban desde la torre.
—Más que nunca, es necesario el casamiento de Dolores… Modón, ayer mismo, consintió en que así fuera. Avísenle a ella y a Tubalcaín, yo les daré una carta para el Jefe del Registro Civil y, pasado mañana a las nueve, aquí mismo, vendrá el Padre Romero.
Eulogio y Zoilo asintieron, abuela prosiguió:
—Deseo que vengan todos los de la familia.
Triste fue la charla de sobrecomida. Luego de retirarse mis hermanos y mi primo, tía Joaquina, con sus lentes calados, sacaba cuentas y consultaba viejas facturas atadas con cintas enmoñadas.
Por primera vez, me dejaban asistir a esta clase de reuniones. Pocas veces se hablaba de dinero en casa de abuela y nunca en presencia de los nietos. Yo permanecía en silencio, como si asistiera a una ceremonia solemne; miraba con algo de pudor las caras serias de la familia.
—Se van a necesitar cuatro o cinco mil pesos más, para las tomas del canal… —afirmó tía Joaquina.
—Mamá, ya sabe que Enrique puede prestarle el dinero que necesite; y usted nos devuelve cuando le venga bien… —dijo tía Elvira con vehemencia.
—Elvira, ya saben también que no acostumbro pedir plata a nadie y menos a mis yernos, por buenos que sean… Ya me arreglaré. El año que viene han de mejorar las cosas, si Dios quiere… Siempre hay un año de calamidades, parece que todas se juntan… Ya he visto otro pero…
Mi madre hizo ademán de intervenir, pero abuela la contuvo con gesto dulce e imperioso a la vez:
—No, María Mercedes, tus hijos necesitan lo que tienes.
Sentada en la cabecera de la mesa, cerca de la lámpara de pie que iluminaba de lleno sus cabellos blancos, abuela me anonadaba con cada una de sus respuestas. Sin poderme contener rogué:
—Abuelita, ya que me han dejado estar con ustedes cuando hablan de esto…, yo… yo tengo una libreta en la Caja de Ahorro Postal…
—Gracias m’hijito… —alcanzó a murmurar.
Vi entonces que sus ojos se humedecían; en el rabillo de cada uno brilló un puntito luminoso; luego, dos lágrimas se escurrieron por las grandes ojeras.
Me sobrecogí: ¡abuela había llorado!
Apenas clareó, comenzaron los preparativos para la ceremonia. En una mesa de la galería se preparó el altar: sobre el mantel de encaje, dos candelabros de bronce escoltaban el Crucifijo antiguo; los floreros de la chimenea del comedor, colmados de magnolias, completaban la simple decoración.
Poco antes de la hora indicada, comenzaron a llegar los parientes de los novios; después de saludar a las señoras quedaban en pie, arrimados a la pared del comedor, con respetuoso temor de incomodar.
Alrededor de las nueve se escuchó en el callejón el ruido del break en el cual Eulogio y Tubalcaín traían al Padre Romero, quien descendió entre muestras de reverencia de los concurrentes. Abuela le recibió en la escalinata principal. Después de saludar a sus parroquianos, pasó a la sala para vestir los ornamentos y esperar la llegada de la novia.
Eduardo, muy nervioso, hacía las veces de monaguillo.
Abuela, con retintín, anunció al señor Cura que ya se habían cumplido «todos los requisitos y requilorios del Registro Civil, todas esas payasadas del gobierno que de nada sirven ante Dios».
De nuevo se escuchó mido de carruajes en el callejón.
Seguido de mi hermano, el Padre Romero abandonó la sala y fue a ubicarse ante el altar improvisado.
Dudé un instante, tuve ganas de encerrarme en el dormitorio para, desde allí, contemplar la ceremonia; luego sentí vergüenza, me pareció que obraría cobardemente y quedé allí, a pie firme, mezclado entre los últimos concurrentes, que discretamente se acercaban hacia el altar, frente al cual ya se encontraba Tubalcaín.
Hubo un instante de expectativa; luego, por el corredor del apeadero, apareció Dolores. Al llegar a la galería se detuvo muy pálida, hasta me pareció que temblaba sin atreverse a mirar a nadie. Sin tocado, llevaba un vestido negro que dejaba traslucir el color del viso. Tía Nicolasa, adelantándose, le colocó sobre la cabeza un chal de encaje negro.
La miraba sin poder quitar la mirada; la sentía una mujer distinta a la que había tenido; por un momento llegué a dudar si era la misma persona. No había conocido jamás a esta Dolores que avanzaba temblando, los ojos gachos, apoyada en el brazo de un muchacho, un brazo fuerte con el puño cerrado… A duras penas logré sofocar un grito. ¡Aquel brazo de muchacho, que ostentaba un brazal de crespón, era el de Cirilo! Me creí víctima de esas pesadillas que me despertaban bañado en transpiración. Respiraba fatigosamente el aire puro y calmo de la mañana.
¡Cirilo!
Sólo yo, tan ciego para todo lo que no fuera yo mismo, no había podido comprender la razón de la semejanza de aquellos ojos cuyo parecido me turbaba. Allí estaban apareados, avanzando casi a la misma altura, con parecida expresión de vergüenza y timidez. Ojos tan iguales, en mi obsesión de los ojos, como una sola tormenta negra trizada de relámpagos sobre dos vecinos alfalfares. Como aquel día, cuando estuve a punto de ahogarme en el río, desfilaron en un instante las caras mustias, tímidas y doloridas de Cirilo, cada vez que’había mencionado a Modón… Alelado, quedé sin movimiento. Era como esas tortugas de los pozos de balde, golpeadas por cada cubo que la gente baja para sacar agua fresca.
La ceremonia fue muy breve. Terminada, acercándose a Tubalcaín y luego de tenderle la mano, abuela le entregó un sobre cerrado.
Miraba privado de movimiento. De pronto reconocí en la cara muy pálida de Tubalcaín, la de aquel hombre que se había cruzado conmigo en la calle de los Sauces, cerca del Fortín, el día en que Isabel me había visto besar a Dolores.
Algo dentro de mí se esfumaba. La linterna mágica de una noche y la palabra que en Dolores cobró vida se diluía, borroneándose, alargándose, como el reflejo de un letrero luminoso en el agua del Río de la Plata. Había visto ese letrero flotante sobre las aguas calmas del balneario de San Fernando, o de Vicente López, no sabía precisarlo; pero veía las rojas letras mecerse en las aguas turbias, barrosas, agitadas apenas por la brisa del anochecer… Ya no deseaba correr, huir, sino estar sentado, sentado y solo en una enorme poltrona… Con desesperación, me pareció asistir al momento en que una ráfaga de aire ardiente arrebataba el andamiaje enlonado que cubría el frente deslumbrante de un edificio recién construido. Ya no se quedarían mis ojos, mis manos y mis labios pegados solamente en la tierra, en el agua, en los álamos de la finca de abuela. Tenía la boca seca, la garganta apretada y, sin embargo, miraba a los seres reunidos allí como si estuviera en un palco de teatro.
El coche de abuela partió llevando a los recién casados hasta la «posesión» que ella les cedía. La concurrencia, luego de saludar a la dueña de casa, se retiró en silencio; desde que pisaban el apeadero parecían respirar con mayor holgura.
Sentado en la pila de adobes del galpón, encontré a Cirilo; abstraído miraba hacia el potrero de las lecheras.
Le hice señas de seguirme. Caminamos hasta internarnos en la huerta; sentía sus pasos tras de mí. Al llegar a un viejo manzano, perdido entre el monte de frutales, me detuve y, mirando al suelo, porque aún no me había atrevido a mirar su cara, exclamé: —Perdoname, Cirilo… Perdoname… ¡Yo no sabía!… ¡Yo nunca sé nada! Soy un bruto asqueroso… ¡Todo lo que llega a mis manos lo tomo, lo bebo, lo rompo o lo ensucio!— exclamé, alzando al fin la vista. Ahora era él quien bajaba la suya y me escuchaba en silencio. —¡Mirame Cirilo!… ¿Por qué no me pegás?… ¿Por qué no me rompés la cara, como lo merezco?… ¡Hablá!… ¿O no querés hablarme?— grité, casi implorando.
—Alberto —dijo al fin con su voz opaca—, io no tengo nada que perdonarle, nada… Usted no podía saber… —hizo una pausa dolorosa y agregó—: Io sé cómo es la Dolores…, ella no me quiso hacer caso, cuando l’alvertí… Así jué siempre, dende que se jué con el Tubalcaín… Si yo no l’echo nadita’e culpa, joven…, ni’a ella tampoco… Así, nomás, había’e suceder… Io también tuve culpa, porque no m’animé, tuve vergüenza de decirle qu’era mi hermana…
Inclinada la cabeza, me senté en el suelo. Cirilo hizo otro tanto y, mientras con un palito seco trazaba rayas en el suelo duro —que bajo el árbol, a manera de isla, dejaba el arado para no estropear las raíces—, continuó: —Io también lu’engañé cuando le dije qu’era un guacho…, pero era como si lo juera, porque mi tata no quería verme pa nada… Ni’a mí, ni’a la Dolores… Ni’a naides.
Junto a una cruz trazada con el palito, cayó una lágrima que se transformó en redonda bolita de tierra mojada. Hice ademán de acercarme, pero me contuve.
—Alberto, io no tengo nada que perdonarle… naides en las casas me ha tratado como usted…, con ser tan buena la señora… Mi pobre tata donde esté, estará lleno de contenteza… La Dolores ya sentará cabeza…
Emoción más serena, ternura profunda, se trepó a mi garganta y me raspó los ojos:
—No, Cirilo, ¡soy una porquería!… Me haces dar vergüenza de haberte conocido…
El sol del mediodía inundaba de luz la huerta y brillaba en las hojas nuevas brotadas después del granizo. No sé cuánto tiempo quedamos así. Miraba yo, de nuevo, los árboles; miraba los altos álamos abanicarse contra el cielo de añil; miraba la tierra morena volcada por la reja del arado; escuchaba el murmurar del agua en la acequia regadora, el chiar de los gorriones que saltaban columpiando las ramitas; el aíre con olor de alfalfa me llenaba el pecho calmo. De súbito, recordé la cara y la risa taimada de Osvaldo Sierra y, con claridad, le escuché decir: «¡Dejate de mariconadas!»… Pero su risa compadre ya no sublevó mi cuerpo… Sentí piadosa sensación; veía su cara estirada, los labios finos y tirantes; le miraba con atención, como si ya hubiera descubierto el mecanismo, el falso artificio, que me crispaba; le miraba seguro de estar en una tierra, en un lugar firme hasta donde él no sabía cómo llegar, ¡donde no llegaría jamás! Poco a poco su risa fue desapareciendo, y su cara quedó vacía. Este Osvaldo Sierra que me odiaba tan mezquinamente, ya ni valía la pena de despreciarlo. Respiré hondo, mis nervios se aflojaron.
Cirilo se levantó; los ojos irritados aún, resplandecían. Lentamente, y mirando a los míos, alargó su mano derecha, la apreté con fuerza. La palma de mi mano era casi tan callosa como la suya.
Tía Joaquina quedó encantada al recibir mi gato de regalo, y era feo el pobre gato negro manchado de blanco.
En silencio, partimos hacia la estación mi madre y hermanos. Abuela y el resto de la familia permanecería aún en San Rafael, hasta que terminara la cosecha y sus gajes.
Rodaba el break por el carril Thevenet; escuchaba el monótono ruido de las llantas de acero como si quisiera conservarlo para siempre en mis oídos. A mi lado, en el pescante, manejaba con soltura los dos pares de riendas, Cirilo, quien por primera vez había conseguido tamaña responsabilidad.
—Es una temeridad… —había dicho tía Joaquina.
—Eulogio tenía 17 años cuando comenzó a manejar mis coches… Cirilo ya se pondrá práctico… —contestó abuela.
En el interior del vehículo todos permanecían callados. Llegábamos ya a la última trinchera de álamos, que señalaba el límite de la viña y el de la finca; saqué la cabeza, quería ver por última vez los álamos de abuela. Un estremecimiento recorrió mi cuerpo, apreté los dientes, mientras mis manos se agarraban en la manija del pescante; en medio de la calle transversal dos carros cargaban troncos. Durante un minuto inacabable escuché el ruido seco de las hachas, vi tambalearse un álamo del que tiraban, con tensa cuerda, tres hombres de brazos musculosos. Cayó pesadamente. Una paloma torcaza, color ceniza, como escapada de la cruz que contra las tormentas hacía la Pancha, dio una voltereta en el aíre y fue a posarse en otro álamo.
Sin saber lo que pedía, ni lo que de ella esperaba, miré con ansiedad a abuela.
—Los tuve que vender, ¡también se los lleva el turco para hacer cajones fruteros! —musitó, irguiendo imperceptiblemente la cabeza.
Ya no escuché más que el seco golpetear de las hachas, mezclado al monótono rumor de las llantas del coche. Golpeaban las hachas. Sentía retumbar el golpe duro, macizo. Retumbaba. Retumbaba como golpes de sangre.
Con el pie en el estribo de su auto rojo, el turco hacía anotaciones en una libreta. Uno, tras otro, caían los álamos de mi adolescencia.