15

Comía uvas con semillas y hollejos. Cirilo ya no podría llamarme aporteñao, riendo del cuidado que ponía en arrojar las semillitas por ridículo temor a la apendicitis. Hasta lograba soplar los hollejos a cinco pasos de distancia, como él lo hacía con mirada sobradora; pero Cirilo no estaba allí para verme, continuaba esquivándome y no lograba comprender por qué razón era el único incapaz de perdonarme.

Un día que rondaba su huerta, Filomena me dijo, bajando los ojos, con esa voz tan suya, tan querendona: —El Cirilo se jué pa l’Agua de los Terneros, al puesto del compadre Güenceslao… ¿Y cómo no li’ha dicho, jovencito, con lo mucho que lo quiere?

Estaba seguro; no quería verme, pues nada tenía que hacer por esos andurriales en esta época del año.

En las tardes, cuando lograba apartarme de mis hermanos, caminaba por la orilla del río; miraba el agua turbia como si ella hubiera de reflejar el cuerpo que tanto me había turbado aquel verano. Si alguien me hubiese detenido en aquel vagar, y preguntado la causa de él, luego de mirar con ansiedad sus ojos, le habría dicho desganadamente:

—¡Nada!… No tengo nada y nada me pasa…

Luego, hubiera escapado hasta el grueso soporte de cemento donde apoyaba su extremo el puente —ese pilar en cuya base el agua chocaba formando remolinos, donde las piedras pómez giraban en alegre ronda, donde hervía la espuma como en los chocolates mañaneros; pilón que el sol del atardecer apenas lograba recalentar en su costado sur—; correr hasta él y abrazarlo… Él, por lo menos, estaría allí siempre; siempre a la hora en que deseara estar a su lado; siempre para escuchar mis palabras vanas e incoherentes que sólo un pilote de cemento entibiado por el sol podía comprender.

¡Y cómo hubiese reído Osvaldo Sierra! No eran cosas de hombre pegarse a un pedazo de manipostería y hasta llorar… ¡y qué no haría él por realizar sólo cosas de hombre!… ¡Cómo odiaba a este ser repugnante! Pero nada podía…, si le atacara, mis manos habrían de ceñirse instintivamente a su garganta y ya no soltarían hasta que… hubiera desaparecido de su boca esa risa taimada, hasta que la lengua saliendo entre los dientes amarillentos se retorciera como la lengua de las víboras o de los ahorcados.

Brillaba, aquel anochecer, esa estrella que tío Ignacio conocía el nombre y nos aseguraba era un planeta. ¿Podía ser palabra tan tosca, tan dura, esta maravillosa luz? Tío Ignacio podía decirnos: «Tienes la lengua sucia, necesitas una purga», pero no hablar de las estrellas; me dolía oír transformarlas en números, en miles o millones de años luz. No escuchaba las cifras, sólo quedaba imaginando lo que era un año de luz, de esa luz de San Rafael que llenaba de colores las cosas y las gentes.

De pronto, escuché el canturreo de Modón; apareció entre unos sauces tambaleándose. Al verlo, me acurruqué tras de un pie de gallo brotado. Repetía monótonamente la tonadilla de palabras incomprensibles, hasta llegar a la frase final:

—… ¡todas las mujeres son unas hijas de… el mandinga!

Se acercó hasta la orilla, por un momento me pareció que se inclinaba para tirarse al agua, pero, de nuevo, se enderezó trabajosamente y arrojó una piedra que golpeó con un chasquido en las del fondo del río. Una tras otra, fueron levantando un copete de agua hasta que terminó arrojando una con mayor fuerza; luego, con torpe movimiento, se limpió las manos en la ropa andrajosa y siguió su camino; aquel sendero que yo había recorrido con tanta emoción al principio del verano. Su voz aguardentosa fue perdiéndose a lo lejos hasta desaparecer cubierta por el monótono bramido del río.

El pobre Modón había perdido para mí su interés… Ahora sabía que el misterio de su vida era cosa que podía suceder a cualquiera, incluso a mí mismo.

Pasaron los días, con el desgano de viejas que desgranan maíz frotando los marlos.

Por todas partes y en cualquier lugar se hablaba de la cosecha; yo, en cambio, prestaba poca atención, para esa fecha ya estaríamos en Buenos Aires, como sucedía todos los años.

—¡Ha de ser mala a causa de la piedra, pero algo es algo! —decían unos, alzando los hombros.

—De qué nos sirve, si todavía no hay precios… ¡Yo no sé qué hace el gobierno! —contestaban otros.

Hablaban algunos hasta de abandonar la uva en las cepas; y estas eran las charlas que oía en mis viajes a San Rafael, cuya gente bullía.

Todas las mañanas, cuando Victorio llegaba de la estafeta trayendo la correspondencia y los diarios, tía Joaquina buscaba ansiosamente en las páginas de Los Andes:

—¡Cuatro pesos veinte el quintal!… —dijo una tarde, con desaliento. A mí me pareció una suma fabulosa. Abuela no hizo comentarios, quedó mirando el jardín, con esa mirada ausente que me hacía creer que estaba muerta y sentada, allí, en la galería norte de su casona.

—Va a ser un año duro —musitó—, apenas habrá para los gastos y quién sabe si alcanza para el Banco… ¿Cuatro pesos, en la cepa? —preguntó con ansiedad.

—No mamá, puesta en bodega.

Tía Joaquina tenía en los ojos la misma tristeza de abuela, miraba de un lado a otro como si acariciara las plantas con los ojos. Con lentitud, guardó los lentes de leer.

Junto a abuela, a pie firme, era ella, también, uno de esos pilotes del puente que, año tras año, aguantaban las crecientes sin ceder una pulgada.

Sentí deseos de abrazarla y no con ese abrazo de bienvenida ni aquel de despedida de todos los veranos. Avancé unos pasos y me detuve, casi con rabia exclamé:

—Pero tía, ¡el Banco no puede quitarles la tierra que les dio San Martín!

Rio con su risa medida y sin alegría.

—Al Banco no le importa nada todo eso, m’hijito

Pobre tía Joaquina, dijo con tal dulzura la palabra hijito que me hizo doler la garganta.

—No es para tanto —interrumpió abuela—, ya encontraremos dinero en alguna parte… No es la primera crujida que nos da la viña —terminó dulcemente.

Tomé el diario, busqué con rabia el suelto, pero me detuve en un recuadro con noticias de la Capital Federal. Estuve a punto de gritar de alegría: La iniciación de las clases se postergaba hasta el 15 de abril, debido a la difteria. Olvidé todo. ¡Casi un mes más en San Rafael!

El turco, con su auto rojo, escandalizó un día la quietud de la casa. Abuela deseaba echarle los perros, en cambio se llevó un contrato para la compra de la uva, a menos precio, porque ella prefirió vender la uva puesta en los camellones a lidiar con el acarreo hasta la bodega.

—¡Ese gringo es un aprovechado y un confianzudo! —exclamó abuela, cuando él se alejaba—. ¿Qué se habrá creído?, ¡venir a darme la mano!

Durante una semana, la casa se llenó de extraordinaria animación. Se abrieron las dos puertas de la despensa, aun la que miraba al sur trancada con una gruesa barra de quebracho. De un rincón, Victorio, Eulogio y dos peones más sacaron una pesada máquina hasta ubicarla bajo los sauces de la lavandería, a contados pasos de la represa.

Rondamos, llenos de curiosidad, la máquina de hierro y madera: un eje vertical sostenía invertido una especie de amplísimo taburete de piano, que, al girar los manubrios, descendía dentro de un cerco redondo de estacas de madera; así debería ser el corsé de Isabel Pereyra, pero no tendría aquella canaleta que rodeaba su base, ni reposaba sobre tan macizo caballete.

—A ver…, déjense de andar como moscas poteras —interrumpió la Pancha—. ¿Nuan visto nunca una prensa di’uva?…

Don Benito iba y venía desde la viña, en su carretela, pintada de verde, hasta que por fin, después de incontables viajes, un día exclamó:

—¡Signora, per domani…, per mañana van lo cosechadore!

Tía Joaquina fue, entonces, hasta el dormitorio de abuela, trajo una caja de madera, bastante capaz, y se la entregó.

—Tenga cuidado don Benito, ya sabe que el turco no tiene pelo de tonto…

—¡Déquelo per la mia cuenta a ese gringo! —exclamó Benito con su media lengua; y no pudimos menos de reír al escucharle la palabra gringo.

Durante la noche me fue casi imposible dormir. ¡Al fin vería una vendimia! Cuando desperté eran ya las 9 de la mañana.

—¡Vaya con el madrugador! —comentó mi madre al verme en la galería—. Te hemos hecho llamar dos veces y como si nada… Los chicos ya están en la viña…

Corrí hasta el apeadero, monté de un salto y salí al galope.

Traspuse la puerta de la viña, abierta de par en par; olivos y nogales corrieron a mi lado vertiginosamente. Al llegar a la cabecera, el bayo se detuvo, la boca llena le espuma y los ijares mojados de sudor.

En el camellón principal aparecía una larga fila de carros y camiones, forrados interiormente con gruesas carpas; algunos estaban semicargados y, trepado sobre el montón de racimos, un peón los arreglaba con una horquilla de alzar pasto.

—¡El moscatel rosado de la primera filera, al primo carro!… —gritó Benito.

Contestando los comedidos saludos, me acerqué al contratista, quien comentó entre aspavientos:

—¡Eh…, |coven Alberto, se le pegaron la sábana!…

—Así parece —respondí sonriendo, mientras él me estrujaba la mano.

En las diez primeras hileras del cuartel, los cosechadores se inclinaban sobre las cepas como enormes langostas de variados colores; había hombres de bombachas o remendados pantalones, las mangas de la camisa arrolladas sobre el codo; las alpargatas oscuras, de vez en cuando, dejaban salir a la intemperie un ledo pulgar con la uña llena de tierra negruzca; mujeres tocadas con pañuelos y faldas de vivos colores, a veces, desgarradas. Abundaban chicos de toda edad que ayudaban a sus padres; les veía desaparecer bajo las cepas, y husmear los pequeños racimos escondidos entre la hojarasca de un verde intenso. Hombres y mujeres, en cuclillas, buscaban afanosamente los racimos, casi todos machucados por la piedra, los tomaban con la mano izquierda, se escuchaba el ruido seco de la tijera de podar, que empuñaban en la otra, y con veloz movimiento colocaban las uvas en los tachos de latón, o en los canastos de mimbre tejido, que, una vez repletos, cargaban sobre el hombro. Caminando a duras penas sobre la tierra floja de las araduras venían a vaciarlos en las canecas de madera alineadas en el camellón, cuya alfalfa recién segada mostraba los tallos que crujían al ser pisados; otras veces, los recipientes eran directamente volcados en los carros y camiones, donde ya empezaba a escurrirse el mosto formando barro oscuro en las junturas de la carrocería.

Por cada tarro lleno que traían los cosechadores, el hijo mayor de Benito les entregaba un disco de metal, que tomaba del cofre de tía Joaquina. Los discos de aluminio, semejantes a una moneda, tenían en el anverso una cifra y en el reverso el nombre de abuela.

Son las fichas…, al fin del día se les paga según la cantidad que tengan.

—¡Pero las mujeres tendrán menos! —argüí.

—¿Las mujeres?… Hay muchas que son más rápidas que los hombres… ¡Mi hermana Giovanna vale por dos criollos! —exclamó fanfarrón; luego, rápido y tratando de hacerse disculpar, agregó—: Mejorando los presentes… Yo no quiero decir que los criollos sean flojos, ¡li’aseguro don Alberto!

Me causó gracia su azoramiento y el sonoro don que me obsequiaba a manera de desagravio. El hijo de Benito tenía razón. «Los criollos no somos muy guapos pa’estos menesteres, eso di’andar cortando racimitos son cosas pa’los gringos y las mujeres —había dicho Eulogio—. Ahora, lidiar con toros, jinetear potros, trenzar tientos de cuero crudo, marcar animales, eso son cosas di’hombre»; y hasta si se trataba de dar una manito para cargar las canecas, entonces se ajustaban el cinto o la faja, acomodaban el cuchillo en la cintura, y «no le hacían asco a juerciar un poco».

En algunos de los surcos se veía acostado, a la sombra de la parra, un sonrosado bebé rubio que abría y cerraba las manos regordetas. De improviso, una gringa sudorosa se acercaba, tiraba el tacho junto al niñito y, desprendiéndose el corpiño, sacaba al aire un pechazo henchido; el hijo se prendía con fuerza de cachorro, quedaba bamboleante en el regazo, mientras ella seguía con su podadora cortando racimos. Otra vez, se escuchaba un tendal de juramentos en dialectos del sur de Italia, y un gringo se abalanzaba a moquetes sobre un rapaz que descansaba pachorriento en el fondo de una acequia.

Los «criollos de pura cepa» imitaban a los extranjeros, tentados por ese mes de cosecha en el cual podían ganar, si traían a todos los hijos, más que en el resto del año. Trabajaban en silencio, me parecía que un tanto avergonzados al verse entreverados con los gringos, peleando con ellos alguna cepa más cargada y a la cual la piedra con sus caprichos había respetado. Veía, sobre todo, a sus mujeres de negros cabellos lacios partidos al medio, el cutis curtido por el sol y resquebrajado; a los hijos rotosos y desgreñados que se echaban a descansar, tirados indolentemente bajo los sauces, y que, al verme con «mi laya’e patrón» agachaban la cabeza y volvían silenciosamente al trabajo. Sin embargo, por nada del mundo les hubiera dicho una palabra de reprensión. También me gustaba tirarme en el fondo arenoso y fresco de las acequias, quedarme contemplando el cielo y escuchando el murmullo de los álamos… A veces, sentía ganas de abofetear a uno de esos gringos que los miraban despectivamente y gritarles:

—Está bien que ellos no sirvan para estas cosas; pero en cambio ustedes no son capaces de muchas que ellos hacen, de esas cosas para las cuales han nacido… Al fin y al cabo ¡ustedes andan a caballo como unas gallinas!

Caminaba entonces entre las hileras con la misma prestancia de don Ramón Osuna. A cuanto criollo encontraba le sonreía afectuosamente y ellos contestaban con un saludo cortés. Levantaban los hombres sus negros sombreros chatos, descoloridos por el sol y la tierra de los caminos; las mujeres hacían relampaguear los ojos negros y, luego, agachaban los párpados con modestia… Andaba entre ellos a mis anchas, sentía dentro de mí que eran «mis criollos». Nos pertenecíamos.

Cerca de mí, en la hilera vecina, una mujer con el busto inclinado llenaba su tacho, las manos embarradas por el jugo de los racimos y el polvo.

Me estremecí al reconocer esa nuca, ese busto, ese cuerpo que había tenido en mis manos.

—¡Dolores!

Se dio vuelta con rapidez, al verme bajó la vista y volvió a su labor sin decir palabra. No supe qué actitud adoptar, como si repitiera las sensaciones del primer encuentro en la viña. Miré ansiosamente su cuerpo, hice ademán de cruzar los alambres de la hilera que nos separaba; pero me contuve al sentir que arrojaba con fuerza las tijeras en el tacho y, colocándolo sobre el hombro, se alejaba presurosa. Caminaba sobre los cascotes; las espaldas de su blusa azul tironeaban de un lado a otro requeridas por los pechos bamboleantes.

—¡Alberto!, ¿dónde te has metido? —gritó mi hermano, apareciendo entre las cepas con la frente sudorosa y el pelo rubio alborotado.

Sin contestar, avancé en dirección a un sauce, a cuya sombra pacían los caballos.

—Yo te traje el bayo, junto con los nuestros —dijo Eduardo.

—Gracias —balbucí, tratando de ocultar mi turbación.

Al llegar a la cabecera de la viña, mis hermanas y Luis vinieron a nuestro encuentro.

—¿Dónde andaba el Romeo dormilón? —chanceó María Mercedes con picardía que no era común entre nosotros. Tuve intención de reprenderla, pero me contuvo esa sonrisa suya y los ojos muy negros que le bailoteaban.

—¡Don Benito…, ya están enllenadas las diez canecas! —gritó, muy cerca de nosotros, una voz de hombre.

Benito se acercó y revisó por arriba el contenido.

—Está bien, Tubalcaín, son para la Signora… ¡hay que cargarlas!

Al vemos, Tubalcaín hizo un tímido saludo. Era talludo, el cutis moreno y casi sin barba se le ceñía en la cara huesosa; un cinto con monedas de plata ajustaba sus bombachas. Caminaba con aplomo de gallo entre requeridoras gallinas.

Ayudado por el carretero, fue cargando las canecas llenas de moscatel rosado. Vi salir de entre las cosechadoras a Dolores, con un tacho lleno de uva rosada; decidida, se dirigió hacia la caneca que en ese momento sopesaba Tubalcaín. Me pareció descubrir en sus ojos la mirada que harto conocía.

—Buenos días, Tubalcaín —susurró con coquetería.

—Buenos días —contestó él.

Las mejillas de Tubalcaín se coloreaban, mientras Dolores, arrimándosele en forma que sentí en el pecho, vaciaba el contenido de su tacho en la caneca ya colmada. La mayoría de los racimos cayeron al suelo cuando él, haciendo gala de fuerza, cargó al hombro la caneca. Por un momento creí que se doblaría bajo el peso, pero, afirmando las piernas, se dirigió sueltamente hacia el carro. Dolores pasó junto a mí, sin mirar, sonriendo levemente, las mejillas arrebatadas.

El carrero montó en una de las muías laderas, mientras Tubalcaín se trepaba de un salto en la parte trasera del carro. Restalló el largo látigo y el carro se puso en marcha, haciendo crujir el eje del cual pendía un reverbero a querosén. Un perro muy flaco dio vueltas ladrando alrededor de las muías y, luego, fue a colocarse tras del vehículo, la cabeza tan pegada a él que ya, a cierta distancia, parecía una colgante alforja.

¿Dónde había visto la cara de Tubalcaín? No podía recordar y en vano trataba de hacerlo.

Tomé uno de los racimos que habían caído de la caneca y lo fui desgranando. ¿Era posible que Dolores?… —¡Claro que es!— exclamé con rabia, arrojando el racimo.

Desde la puerta de la viña llegó el ruido de un automóvil, que aceleró el motor al pasar la acequia regadora. Entre los olivares distinguí la carrocería roja.

—Vamos… ¡ahí viene ese! —exclamé, volviéndome hacia mis hermanos.

Como obedientes a un resorte y con el mismo aire de majestades ofendidas, nos dirigimos hacia los caballos, montamos para llegar al sitio donde estaba Benito, en el preciso instante en que lo hacía el turco en su automóvil.

—¡Adiós Benito!… —gritamos, al pasar, recalcando el nombre del contratista para que no hubiera posible equivocación. De reojo vi que el único pasajero del auto, el tan sin razón odiado turco, cortaba el más amable y sonriente de los saludos.

Desde la galería del sur, divisaba la descarga de las canecas. Tubalcaín, el carrero y Victorio las reunían bajo el sauce de la lavandería. Abuela, de vez en cuando, daba indicaciones que la Pancha transmitía en voz alta. Mi madre, las tías y la «gente menuda», como nos llamaba tía Joaquina, permanecíamos algo más lejos.

El sol de las once caía de lleno sobre las muías sudorosas. Con asombro divisé a Cirilo trepado en la plataforma de la prensa.

Corrí lleno de alegría; al llegar al lado de abuela me detuve cohibido. Me pareció impropio el entusiasmo pero, sin poderme contener, grité:

—¡Cirilo!, ¿vos por aquí, otra vez?…

El peoncito, confuso, saludó apenas y siguió su trabajo; luego, con salto demasiado ágil, hecho como para esconder la turbación, se apartó de la prensa. Tubalcaín, auxiliado por Victorio y el carrero, volcó en ella el contenido de una caneca.

—¡Fanfarrón! —me dije—. Bien se ve que ahora no está Dolores para que lo admire hacer el forzudo.

Por la parte inferior comenzó a brotar el jugo de, la uva: un hilillo de mosto que se perdía en el recorrido circular de la canaleta. Vaciaron una y otra barrica hasta llenar la prensa, mientras Cirilo, con una horquilla de hierro, emparejaba los montones de racimos. Victorio y Tubalcaín empuñaron las manivelas y comenzaron a girar como en una noria. La plancha de la prensa descendió con facilidad, se oyó entonces ruido semejante al que produce un perro al atravesar un cerco de ramas secas, y las canaletas se llenaron de zumo que brotaba espumoso y se escurría en un tacho de aluminio. El chorro golpeó en el fondo con fuerza de desagüe en días de lluvia, y el tono del sonido metálico fue descendiendo a medida que aumentaba el nivel. Rodeamos al tacho, mientras la Pancha permanecía vigilante.

—Abuelita ¿podemos tomar un poco? —suplicó María Inés.

—Bueno, m’hijita, pero no mucho…

Mientras la Pancha hacía un gesto de contrariedad, corrimos hacia el comedor. Cada cual se proveyó de un vaso, una jarra o una taza, y al regresar nos encontramos con abuela, quien, riendo, se retiraba con lo que nosotros llamábamos en compensación: su «Estado Mayor».

En el alboroto, por ser el primero, poco faltó para que echáramos al tacho a doña Pancha, quien protestaba en vano tratando de hacerse respetar:

—¡Si son unos sotretas! ¡San Antonio bendito!… ¡Si parecen una indiada! —masculló por fin, mientras anudaba el delantal que había perdido en la refriega. En eso oímos la voz de mi madre, desde la galería—: ¡A ver!… ¡Obedezcan a la Pancha o van todos al corredor del norte!

La amenaza surtió efecto y la Pancha sentenció: —¡No, si’estos son hijos del rigor!

Bebí sin respirar casi la mitad de la jarra; un sabor muy suave llenó mi boca de frescura; respiré, entonces, con fuerza haciendo cloquear la lengua.

—¡Tomen nomás! ¡Ya verán cuando les fermente en la panza! —luego, mirándome, agregó—: ¡Y vos, pedazo de sanguango, en lugar di’ayudar sos el pior! ¡Ya no van a dejar ni gota, pal arrope!

—¡Pero Pancha, no seas «desajerada»… —dije, imitándola—, sí hay hartaza uva, como pa darle a tuitas las santas ánimas del purgatorio!

—¡Ave María purísima! —exclamó, alzando las manos—. Esos son los desplantes qui’aprendés del descreido de tu tío Ignacio…

—Pancha, dejate de zandeces, ¡si es jugo de uva!

—Bueno…, ya verán cuando les fermente, van a quedar toditos lo mismito que Mo… —la Pancha se contuvo y agachó la cabeza.

—¡Decilo nomás…, vamos a quedar borrachos como Modón!… ¡Viva Modón!

—¡Viva! —gritaron a coro mis hermanos y Luis, quien trataba de encontrar en el tacho del mosto sus anteojos. Llené de nuevo la jarra y, al ir a beber, me hallé con la mirada de Cirilo fija en mí.

—¡Cirilo!… No sabés cuánto te eché de menos —y, pasándole la jarra, se la puse a la altura de la boca—, tomá un poco, es riquísimo…

—Doña Pancha tiene razón, el mosto se fermenta y hace daño… Yo no tomo nunca vino, no quiero ser como…

—¡No seas tonto! —de nuevo volví a empinar la jarra, mientras mis hermanos se habían alejado y me miraban con algo de miedo—. ¡Viva Modón!

Nadie coreó mi grito. Cirilo guardó silencio, su mirada ya no era la misma de otras veces, tenía una dureza que me desconcertaba; luego, bruscamente, giró sobre sus talones y dijo:

—Voy a juntar leña para las hornallas.

Se alejó. Doña Pancha no dijo palabra y esto era raro, pues junto a la hornalla donde herviría el mosto hasta convertirse en arrope había un gran montón de leña hachada.

Al volver la cabeza encontré la mirada de Tubalcaín, parecía reprocharme algo; estuve tentado de interpelarlo, pero luego quedé pensando dónde había visto esa cara,

¿Qué diablos les pasaba a todos?

—¡Saquen el orujo! ¡Ve, pues, ya están flojiando! —rezongó la Pancha.

Tubalcaín y Victorio fueron sacando con las horquillas los hollejos y escobillos de los racimos.

Mis hermanos, cohibidos por mi desparpajo, desaparecieron. Quedaron sus vasos alineados en la tabla de una de las bateas. De improviso, ordené:

—¡Pancha, dale un vaso de mosto a Tubalcaín y otro a Victorio!

Ya vería ese gallito que no le tenía miedo.

Me desabroché el cuello de la camisa, sentía calor; miré el sol haciendo pantalla con la mano; debían de ser más de las doce.

—¿Tubalcaín es su gracia? —preguntó la Pancha, al tiempo que le alcanzaba el vaso y con ese tono que usaba para aparentar despreocupación cuando más deseaba averiguar.

—Tubalcaín Sosa, para servirla, doña…

—¡Sosa!… Sí, pues… ¿de los Sosas de Rama Caída?

El peón dudó antes de contestar.

—Sí, pues… Anduve por las cremerías del sur y, también, por otros pagos del litoral, para las cosechas…

La Pancha comenzó a caminar de un lado para otro; creí adivinar la causa de su inquietud pero estaba equivocado. No fue hacia la caseta de adobes pintada de blanco y oculta por el gallinero; en cambio, como si llevara recado urgente, se dirigió hacia la casa. En lugar de encarar la escalinata que, con sus peldaños carcomidos por el uso, la llevaba hacia la cocina, trepó por la de la derecha y entró resueltamente en la pieza de abuela.

¿A qué se debía esta disparada? ¡Estaba chiflada!… pero tenía razón al decir que el mosto fermentaba en la panza… Esfumada vi la cara de Victorio; muy serio nos miraba alternativamente a Tubalcaín y a mí…