8

En las proximidades de Navidad ocurría la acostumbrada visita de don Ramón Osuna. Aparecía, infaltablemente, con las alforjas de su peón llenas de quirquinchos salados; bajaba desde su estancia «La Escondida», cuya extensión presumía desconocer. Allá en los valles de las Serranías de los Choiques, tenía esta «suerte de estancia», cuyo título, habido por merced real a sus tatarabuelos, rezaba: «Cuatro leguas a la redonda del cerro Palau-Mahuida, con haciendas e indios que en ellas hubiere».

No bien llegaba, la Chischica preparaba el brasero del mate y la pava de agua hervía ya hasta su partida.

Aquel verano seguí sus pasos con docilidad perruna. Escuchaba extasiado la modosa charla; le veía acariciar los tupidos bigotes muy blancos, salvo en un diluido círculo marrón que marcaba el habitual lugar del cigarrillo, que armaba él mismo. En la cara curtida por los vientos cordilleranos sus ojillos azules se abrían con desgano en una sola pinta, como flores de alfalfa. Las bombachas caían sobre las botas negras, a las que ajustaba un par de espuelas de oro. Al cruzar las piernas, sus destellos caracoleaban en la penumbra del cielo raso. Durante su corta estada mi vista saltaba de sus bigotes, que apenas dejaban ver el labio inferior seco y resquebrajado, a las espuelas que atraían mi asombro ilimitado, mientras en vano trataba de recordar alguna otra persona que poseyera tan suntuoso atavío.

En el grupo familiar que ocupaba los sillones de la galería principal sólo veía a abuela y a don Ramón que, como todo hombre atlético, siempre parecía mal sentado; los demás éramos comparsas de poco ensayo. Charlaba alzando ligeramente la cabeza; las manos, capaces de pialar como el mejor de sus peones, esbozaban ligeros ademanes. De súbito, los ojos le chispeaban irónicamente y estallaba en sonoras carcajadas, que luego contenía con mesurado movimiento de excusa, mientras abuela adoptaba postura de circunspección.

Doña Pancha murmuraba que estas visitas de cortesía tenían un romántico comienzo: «Allá por los años después del terremoto de Mendoza, don Ramón había pretendido a la señora pero el francés le ganó de mano». Nunca supe qué había de cierto, ni jamás logré sorprender el menor gesto capaz de traicionarle. Terminé; por creer que eran infundios de la Pancha.

Sin embargo, como si existiera un tácito convenio —uno de esos «se cuenta el milagro, pero no el santo»…, de tía Joaquina—, pocas veces se lo nombraba y esas contadas, en ausencia de abuela, para mentar sus legendarias espuelas de oro o su desprecio soberano por los gringos, como él llamaba a cuantos no hablaran el castellano. Desprecio que alcanzaba a toda idea que de ellos proviniera. No quiso alambrar su estancia; sembrar era cosa de gringos y nunca el arado rompió sus tierras. Su caserón enjalbegado, de treinta cuartos y espaciosos patios y corredores, en los cuales ofertaba señorial hospitalidad, estaba rodeado por cerco de pirca cuyas piedras apiladas llegaban a la altura de un hombre.

Pastaban sus ganados a la buena de Dios. En el otoño reunía dos mil vacunos y los enviaba a Chile por los pasos de la Cordillera; la ganadería era el único medio de vida compatible con la hidalguía de un señor criollo. A su pesar, los cerdos pululaban en el campo hasta convertirse en animales salvajes y, al caer la noche, de todos los matorrales y alpatacos surgían pollos y gallinas; también ignoraba su número y ¡guay!, del peón que hubiera perdido el tiempo en calcularlo.

Si un criollo se acercaba a comprarle, exclamaba con gesto altanero que rubricaba el tintinear de las espuelas:

—¡Llevate las que quieras! ¡Yo no vendo gallinas!

Y volviendo las espaldas se adentraba en las sombreadas habitaciones de espesas paredes, pálido de rabia porque alguien le creyera capaz de vender gallinas.

Al caer el sol mandó ensillar. Partió enhiesto en su caballo zaino, cuyo apero criollo enchapado en plata rebrillaba.

Plantado en el puente del callejón, le vi alejarse. El pecho me temblaba de orgullo, de coraje, de fuerza contenida. Me decía quedamente: «Yo también soy criollo, como don Ramón Osuna».

Para Nochebuena todos contemplaron el Pesebre del Niño Dios, que habíamos armado en la sala. La Pancha encontraba tiempo para venir a rezar un Padre Nuestro y, en cada oportunidad, argüía que un camello, por más que fuera de juguete, no podía ser más chico que el Rey Melchor.

A la luz de los candelabros cantamos en desentonado coro un villancico de las provincias del Norte, que comenzaba así:

Ya viene la vaca

por el callejón,

trayendo la leche

para el Niño Dios…

Al irnos a dormir, sentí que había desaparecido la vergüenza que experimentaba al recordar lo sucedido en la viña.

El Año Nuevo, con su algazara, el estampido de las botellas de champaña y la corta visita de tío Ignacio, que aprovechaba las fiestas, alejaron mis preocupaciones aun más, y cuando los nuevos almanaques que pululaban en todos los rincones de la galería del sur marcaron el 5 de enero, esa tan esperada Noche de Reyes, no tuve el menor empacho en agregar los míos a la impresionante hilera de zapatos; que, al fin y al cabo, ya no quedaba nadie en la casa sin saber qué y cuánto pondrían los Reyes en cada par de zapatos.

La noche fue destemplada. A la mañana siguiente, cuando nos preparábamos para la misa, mi madre y tía Elvira aparecieron resfriadas, y en la gruta del Nacimiento, muy orondamente echado, mí gato; cosa que confirmó a la Pancha en las suposiciones de que los gatos tienen algo que ver con el mandinga.

Al terminar la Avenida Mitre nos detuvimos ante la vieja capilla, que bien podía tomarse como un cuerpo de edificio de la vecina bodega, a no mediar la cruz de hierro y el pórtico humilde con dos pesadas columnas.

Tañeron las campañas con voz aguda; los hombres, que agrupados cuchicheaban en el atrio, entraron en el recinto; unos pocos, de aquellos que a boca llena decían «la Iglesia es cosa de mujeres», atravesaron la calle para tomar ubicación de ateos, en una modesta confitería de vidrieras adornadas con retorcidos papeles de colores y amarillas flores de polvo insecticida; otros quedaron a la sombra de los coposos carolinos.

Entramos por el centro de la única nave, donde se alineaban en dos hileras los crujientes bancos. Abuela nos precedía saludando comedidamente a diestro y siniestro, con ese saludo que parecía ir diciendo: «El respeto debido a la casa de Dios, no me permite ser más expansiva».

Las botas, que me complacía en calzar a toda hora, resonaban sobre las baldosas para desesperación de mi madre.

Llegamos así al primer banco de la hilera derecha, que en su reclinatorio lucía una placa de bronce, donde, en hermosa letra inglesa, se podía leer: Dolores Segura de Thevenet.

Escoltado por dos monaguillos de caras rubicundas, hizo su entrada el señor cura.

Fuera de sus menesteres, el Padre Romero tenía fama de alegre, dicharachero y retozón. Era bien capaz, y lo tenía probado, de arremangarse la sotana y encararse con los socialistas —esos «mala palabra» de abuela—, o plantarse delante de un bodeguero en defensa de sus peones criollos, y hasta fabricar versos para las vidalas de algún feligrés enamorado, que ocurría a sus conocimientos; y, si mucho le apuraban, en los bautizos de rancherío demostraba que el cantar misa no le impedía entonar con la guitarra. Bien plantado, tenía fama de no achicársele a ningún redomón, por más mula chúcara y mañosa que fuera.

En las muy espaciadas visitas que hacía a la finca —abuela, en la sonriente opinión del Padre Romero, no era una beata santera—, era acogido con respetuosa solemnidad, respeto que en mí llegaba a la admiración debido a que, propalado por el mismo don Ramón Osuna, el padre Romero era uno de sus contados amigos. Una vez al año se hospedaba por varios días en «La Escondida», para tomar parte en las famosas cacerías de guanacos.

La concurrencia sé puso en pie. El armonio, cuyo sonido más audible era el crujir de sus pedales, dejó oír algo muy semejante a la marcha triunfal de Aída.

Quise reír, me contuvo la vista de aquellas flores de trapo o de papel, un candelabro derrengado, el pulcro mantel que aún mostraba los dobleces del planchado, el altar de madera de álamo pintada de blanco con guardas doradas, que trazaban las más caprichosas curvas: por fin, aquellas pueriles imágenes de yeso coloreado. Todo resultaba tan puro, tan humilde, visto a la luz de los altos tragaluces por donde el viento traía a veces ráfagas con olor a mosto, que el pecho se me apretó de ternura.

Al llegar el Evangelio, volvióse el Padre Romero, mientras los feligreses tomaban asiento para escuchar el sermón. Como para darles tiempo, sacó del bolsillo interior un inmaculado pañuelo, sonó con fuerza y cesaron los murmullos, tal si fuera una señal convenida. Su tema favorito era la «Huida de la Sagrada Familia a Egipto», motivo bíblico del que extraía las más inesperadas moralejas, al tiempo que «repartía palos en todas direcciones», y en especial para los ricos que hacían oídos sordos a sus pedidos de limosna para construir la nueva iglesia.

Retumbaba imponente su vozarrón, cuando una pareja de gorriones entró por la primera banderola; revolotearon asustados y el señor cura perdió la atención del auditorio, cuyas cabezas seguían de un extremo a otro el vuelo de los pájaros.

De nuevo tuve ganas de reír, pero me encontré con la mirada imperiosa de abuela; para escaparla volví la cabeza. Me estremecí. Sentada tres bancos más atrás, estaba la mujer que había besado en la viña. No supe cuánto tiempo quedé mirándola, en el olvido más absoluto del lugar en que me hallaba, hasta que María Mercedes me dio un codazo. Mi madre tenía los ojos fijos en mí.

El sermón había terminado; los gorriones escaparon luego de golpear varias veces en el cielo raso de arpillera encalada. Creí que la misa duraba una eternidad; en su transcurso no tuve coraje para volver la cabeza, por más que sentía su mirada en la nuca. Terminada la ceremonia, abuela permaneció arrodillada unos minutos; luego, nos retiramos en el orden de entrada.

Miré de soslayo, al pasar junto al banco de la tercera fila. Estaba vacío.

En el atrio, un grupo de señoras y señores vino a saludarnos. Sin poderlo evitar, busqué con la vista. Ella no estaba. Desilusionado me dirigí hacia el coche, que Eulogio había guarecido a la sombra de un carolino. Salté la acequia y estuve a punto de llevarme por delante las ruedas de un sulqui. En el asiento, un chiquillo moreno sonreía graciosamente.

—Buenos días, joven…

Me volví con ligereza. En actitud de subir por el estribo posterior, estaba ella.

—Buenos días —balbucí, mientras la mujer trepaba con agilidad. Tomó, las riendas, e inclinándose para recoger el látigo del piso de tablas dijo en voz baja:

—A la siesta iré a las higueras del Fortín…

El chiquillo se abrazó a su cintura y el coche partió.

Caminé unos pasos como autómata. Sonó estridente una bocina. Di un brinco innecesario; el auto pasó a varios metros.

—¡Buen julepe le dio el turco! —exclamó Eulogio, riendo.

Le miré temeroso de que me hubiera visto conversar.

—¡Maldito turco, algún día le romperé la cabeza! —mascullé con fingido furor, mientras montaba en el pescante.

Bailaban en mi cabeza sus palabras: «A la siesta iré a las higueras del Fortín»… Esta vez, sus labios no estaban resecos, sino húmedos, y, al recordar esa humedad, una sensación de malestar me arañaba el cuerpo.

Crujió la puertecita del coche, que cabeceaba en los elásticos al peso de cada persona que subía.

—Te has portado muy mal en misa —fueron las primeras palabras de mi madre—. Además no estabas correcto con pantalones de montar.

Abuela, con un movimiento de cabeza, reforzó la queja.

—Henri de Courtenay también estaba de breeches —contesté malhumorado. El argumento me parecía decisivo.

—¡Henri es un hombre grande! —arguyó mi madre con fastidio.

—Yo soy tan alto como él. Además, don Ramón Osuna…

Abuela me interrumpió con tono imperioso:

—¡Alberto! ¡No sea impertinente! ¡No conteste a su madre!

Agaché la cabeza y ya no dije palabra en todo el viaje, que fue un obsesionado repetir, mentalmente, lo dicho por la mujer del sulqui.

Al llegar a la altura de la viña, divisé su cochecito. Me pareció que Eulogio también la había visto y azuzaba los caballos como si deseara adelantarse. Al pasar no me atreví a mirar. En ese momento y para mi estupor, Eulogio murmuró apretando los carrillos:

—En misa… ¡la muy zorra!

Bajé la cabeza como si la expresión me tocara de lleno.

Eulogio la conocía, ¡sabía quién era! Con desesperación, me volví hacia él para interrogarle; pero me contuve al recordar el tono despectivo de su exclamación.

Una vez más, el almuerzo me pareció interminable. Las empanadas de la Pancha, ¿eran, acaso, las mismas? Ni aun tía Elvira lograba cautivar mi atención; en cambio mi madre, que casó muy joven, «apenas salida de las monjas», escuchaba con delectación el relato de las fiestas del «otro tiempo» de tía Elvira, que por fuerza no podía ser lejano, pero que a mí se me antojaba legendario. Fiestas de rumboso señor criollo, que ofrecía un lejano pariente en su palacete rodeado de viñedos en el Cuadro Nacional, y cuyos invitados de Mendoza llegaban en tren expreso.

Aquellos relatos de tía solían llevarme hasta los salones donde, entre el romántico encanto de sus valses, discurrían graciosas mujeres. Nunca con la incomparable donosura de tía Elvira. La veía junto a una consola dorada, cuyo coronamiento se perdía en la penumbra del artesonado con el talle fino muy ceñido por el corselete de encaje, tal cual estaba en esa fotografía de Streich que guardábamos en nuestra casa de Buenos Aires.

—¡Y le llaman baile a ese zamarrearse de ahora! —concluía tía Elvira, con su muletilla favorita.

Terminado el postre, abuela abandonó la cabecera de la mesa y, a poco, nos hallamos en nuestras habitaciones.

Simulé dormir, hasta que Luis respiró acompasadamente. Obligado por una fuerza que me enervaba hasta hacerme ajustar las mandíbulas, me levanté en puntillas. Al girar la falleba de la ventana, de nuevo la vergüenza se apoderó de mí. Corrí hasta la cama y me arrojé de bruces.

—¡No debo ir, no debo! —me repetí hasta el cansancio. Mis palabras y las suyas se entremezclaban. Luego las de Eulogio: «En misa… ¡la muy zorra!», llenaban con su hosquedad el silencio del cuarto. ¡Cuánto hubiera dado por que despertara mi primo y me obligara a quedar!

De pronto tomé una resolución: iría a contarle todo a Cirilo. Además, si Eulogio la conocía Cirilo también debía saber quién era.

El sol de la siesta me hizo restregar los ojos. Una lagartija verde —viviente cogollo de sauce— corrió hasta esconderse bajo una piedra. Di un largo rodeo por el monte de frutales, para evitar que Victorio me descubriera y se empeñara en hacerme compañía. Precaución innecesaria, pues apenas tuve tiempo de esconderme tras la empalizada del corral cuando le vi dirigirse hacia el maizal y perderse en él.

Su andar sigiloso me llamó la atención, estuve tentado de seguirle, pero de nuevo volví al escondite. Sabina la sirvienta, recorrió el camino hecho por el mensual y cautelosamente se internó a su vez en la plantación.

Las cañas se agitaron en dos lugares que denunciaban el andar de la pareja, luego en una sola y movible senda; por fin, cesó todo movimiento.

Dudé un instante; luego, levantándome, exclamé con rabia sofocada:

—¡Victorio, sos un puerco!

Sin importarme ya de que me notaran, como deseando olvidar lo que había visto y lo que imaginaba, eché a caminar resueltamente. No quería confesarlo, pero con insistencia volvía la cabeza hacia el maizal que rumoreaba a mis espaldas. Apreté el paso para vencer el ansia de retroceder.

Me detuve junto al alambrado divisorio de la «posesión» del bajo, la respiración entrecortada, la cara cubierta de transpiración.

Sólo se oía el monocorde chirriar de las chicharras. Las parras retorcían sus troncos pardos en lascivas posturas.

Busqué en vano, Cirilo no estaba acostado bajo el sauce donde solía dormir la siesta. Cansado, me apoyé sobre el alambre que vibró centelleando al sol; alargué la mano y cogí del parral vecino, que se inclinaba desvencijado sobre el alambrado, un racimo de uvas. Su contacto me produjo voluptuosa sensación de tibieza. Lo acerqué a la mejilla, los granos rozaron mi cara calenturienta, y lo estrujé con fuerza. El mosto caliente, agrio aún, penetró en la comisura de mis labios, luego, como un hilillo de sangre, corrió por la barbilla, por el cuello, y fue a caer en el pecho, entre la camisa abierta.

Creí estar borracho, como en la mañana de la viña. Debía de ser el sol. La chorrera de jugo al secarse marcaba mi piel con repulsiva molestia de cicatriz. Arrojé el racimo y me acerqué a la orilla del canal. Echándome de bruces sobre el borde de champas, según esa costumbre que me llenaba de placer, hundí las manos y la cabeza; luego, incorporándome, limpié cachacientamente la greda y arena que me había quedado en la cara. Terminé por dejarme caer de espaldas, con fuerza distendí brazos y piernas; las coyunturas se me agarrotaban. Las matas de hinojo perfumaban el aire refrescado por la sombra de sauces y álamos.

A lo lejos, sobre la barranca, agitaba el maizal sus penachos con susurro de géneros, de sedas, de trapos de mujer… ¡Allí mismo, en aquel momento, estaban Victorio y Sabina! Sabina con ese delantal celeste que un día la lluvia, al empaparlo, le ciñó al cuerpo…

Crispé las manos sobre las champas. «A la siesta, iré a las higueras del Fortín».

Un sendero bordeaba el canal; sin saber cómo, me hallé caminando en él.

Anduve trastabillando para luego acelerar el paso. Crucé el canal por la compuerta del Fortín; el alfalfar ocultó mis botas hasta rozarme las caderas. Se apoderó de mí sensual deseo de revolearme entre el pasto fresco. Seguí, ya no podía detenerme.

Recortándose sobre el fondo de un bosque de higueras y en la cresta de la barranca, apareció la maciza construcción. Rodeé los tapiales del corral hasta encontrarme frente a la única torre, en cuya base se abría la entrada principal; el puente levadizo, arrancado de su quicio, rasgaba sus gruesas tablas al sol, junto al foso casi lleno de escombros que circundaba el Fortín. Los muros, con adobones de un metro y medio de espesor derrumbados en parte, dejaban entrever una huertecita cercada de cañas, donde las amapolas estremecían el rojo sangre de sus flores. El sol envolvía todo en imponderable luminosidad.

La antigua casa-fuerte tenía la imponencia de un castillo y, como antaño sucedía a los indios, al acercarme experimenté raro temor. Algo me decía que aquella tarde era indigno de pisar su recinto.

Apresuré el paso hasta encontrarme en el higueral. Rondé entre los cenicientos troncos llenos de cifras, marcas y cicatrices; varios metros arriba pendían las últimas brevas rasgadas, dejando ver la carne roja que los gorriones picoteaban con avidez.

Avancé temeroso. Deseaba que la mujer del sulqui no hubiera existido o que, al menos, faltara a la cita. Quedé en silencio contemplando el Fortín de abuelo Thevenet, el higueral que él mismo había hecho plantar. En uno de los troncos habían grabado el contorno de mi pie cuando tenía un año. Desde que recordaba, venía todas las vacaciones para verlo crecer y deformarse al par de la corteza.

Busqué con ansiedad, como si ese fuese el motivo de mi presencia. Allí estaba la enorme higuera, la marca debía encontrarse en el lado opuesto. Al rodear el tronco me detuve en seco. Recostada entre las gruesas raíces que nervaban la tierra, estaba ella.

—Buenas tardes, joven —dijo con soltura—. ¡Bien haiga! Ya creí que no venía…

—Buenas tardes —balbucí—. No pude salir antes.

—¿Y no se sienta, pues…?

Señaló un lugar a su lado. Como atontado hice lo que me indicaba. Incorporándose algo, apoyó la mano muy cerca de la mía. Al notar su movimiento quedé sorprendido. Estaba pálida, los ojos le brillaban con molesta insistencia, pero accionaba con naturalidad. Pensé en lo que había dicho esa misma mañana Eulogio y exclamé bruscamente:

—¿Qué es lo que quiere de mí?

Después de un momento de silencio, sonrió apenas.

—Y… nada, pues… nada, joven Alberto.

—¿Cómo sabe mi nombre? —interrumpí extrañado.

Sonrió con picardía por única contestación.

—Y usted, ¿cómo se llama?

—Y d’iay, Dolores, como la señora su abuelita…, ella es mi madrina.

Sin explicarme aún la causa, la mención de abuela me disgustó; tuve ganas de abofetearla.

—Hablemos de otra cosa. Sí ella supiera…

—¿Si supiera qué?

No atiné qué decir, mientras para mis adentros pensaba que Eulogio tenía razón, era bastante zorra… Quise decirlo, pero me contuvieron sus ojos, se me antojaron en ese instante infinitamente tristes. No. No podía ser tan zorra; ya ni siquiera tenía esa pizca de picardía que me había chocado.

—¿Cuántos años tiene? —pregunté una vez más para disimular mi creciente turbación.

—Diecinueve, ¿parezco más?

—Sí.

De nuevo mi contestación fue cortante.

—Parece que no está a sus anchas… ¿Está enojado conmigo? Ya sé que no está bien el que li’haya hablao… pero como en la viña…

—No, no estoy enojado… estoy… —no supe cómo terminar la frase.

Nos miramos en silencio; se apoderaba de mí torpe desazón. Una ramita seca crujió al quebrarse; hice un movimiento involuntario y su mano quedó bajo la mía que temblaba.

Movido por esa fuerza que se había posesionado de mí en la viña, avancé el torso y tomándola entre mis brazos la estrujé, como lo hacía con la almohada. Apartó mi cabeza con sus manos; cerré los ojos para no ver brillar los suyos. Sentí su boca ardiente sobre mis labios apretados.

Permanecimos largo rato echados, muy juntos. No me cansaba de mirarla; a cada momento descubría en ella algo ignorado. Su mejilla estaba tan cerca de mi boca, que la respiración agitaba su pelusilla leve y morena.

Como eco lejano, las higueras movían sobre nuestros cuerpos sus hojas blancuzcas de polvo. De tiempo en tiempo, la besaba sin atreverme a decir palabra; tenía miedo de que escapara como liebre asustada. Su cuello era más moreno, como si el color de la carne naciera al terminar los cabellos y fuera desparramándose hasta atenuarse en la blancura sonrosada de los pómulos; esos pómulos que al tacto de mis labios tenían la consistencia de una taza de porcelana entibiada por la tisana de cedrón. ¡Hasta poseía el olor suave de esa planta de mi San Rafael!

No atinaba a juntar el nombre de las cosas que llegaban a mi imaginación. Apretando los labios recorría en silencio sus facciones, como si tuviera miedo de que las negras y arqueadas pestañas hubieran de escabullirse entre el cuchicheo de las hojas.

Tenía las manos listas, los músculos tensos. Actitud de otear perdices cuando salíamos a cazar con tío Ignacio y su escopeta de dos caños.

La miraba y remiraba con placer sólo comparable al que me produjo aquella primera locomotora eléctrica, redonda y reluciente, que años atrás me había regalado mi padre.

Aun sin rozarla, sentía el contacto físico de su presencia; penetraba en mí por el hecho de entrar yo en su órbita: dos santos, de estampa policromada, debían sentir igual al unirse sus radiantes aureolas.