6

Terminamos los quince días de vacaciones; tío Ignacio volvió a Mendoza, mientras yo me preguntaba si valía la pena trabajar tanto para descansar tan poco, pero respiré como si me quitara un chaleco demasiado estrecho.

Creo que toda la gente menuda experimentó igual sensación de alivio.

En el andén de la estación apenas lograba ocultar mi alegría, alegría artificial, pero que me había obligado a sentir. Cuando el tren se perdió tras los álamos y casas de una curva, me di cuenta de que algo faltaba; pensé que por el resto del verano mis escapadas a la hora de la siesta habían perdido la mitad de su encanto. Engañar a mi madre era demasiado simple; ir a pescar sin la ansiedad y los cuidadosos preparativos de tío Ignacio, no era ir de pesca.

Luego, él sabía tanto de caballos, de maneras de montar. Tío Ignacio sabía de todo. Era como perder un cómodo bastón en medio de los cerros.

El break regresaba al trote de sus caballos alazanes; me sentía horriblemente abatido. Arrellanado en el asiento del pescante, crucé las piernas y hubiera quedado contemplando incansable las trincheras de álamos si tía Joaquina, consultando un apunte, no me hubiese interrumpido:

—Alberto, ¿compramos el alcohol carburado para las lámparas?

—Sí, tía, aquí está —contesté, golpeando con el tacón de la bota el tambor de lata.

Eulogio azuzó los caballos con un chasquido del látigo. Eran las doce. El sol reverberaba sobre el carril recién regado; calor de manteca crepitando en la sartén chamuscaba las hojas de los álamos hasta convertirlas en cucuruchos blanquecinos. Distraídamente, me puse a jugar con las maneas, esas maneas que un día tío Ignacio me ordenó quitar a los caballos.

¿Acaso no era obligación del cochero? Él tenía lista su respuesta: «El patrón debe saber lo que manda a los peones».

¡Y esa mañana en que nos mandó seguirle hasta el potrero donde araban dos peones! Hizo detener el trabajo; nos miramos sorprendidos, sabíamos que algo tramaba.

—Quítense las camisetas —ordenó tajante—, el sol les hará bien a los pulmones.

Obedecimos sin chistar.

—¿Son capaces de arar? —preguntó. La tarea me pareció tan desusada que, por un instante, creí que no se dirigía a nosotros; pero no cabía duda, debíamos arar. Pensé que era demasiado; si estuviera mi madre no; le permitiría, o ¡vaya a saber!

En silencio nos dirigimos hacia los arados, mientras los peones nos contemplaban con sonrisita burlona; con esa expresión sin igual con que la gente de campo mira a los de la ciudad. Luis y mi hermano Eduardo tomaron entre ambos uno de los arados. Desafiante, hice lo propio con el otro. En aquel momento, apareció Cirilo con una damajuana de agua fresca para los peones. Al verle, tío ordenó:

—Ponte al lado de Alberto por si los bueyes se desvían —volviéndose hacia uno de los peones, agregó—: Vos, Narciso, acompañá a los más chicos.

Cirilo vino a colocarse junto a mí. Empuñando la mancera del arado, grité sin mirarle:

—¡Listo!

¡Ya vería tío Ignacio de lo que era capaz!

—¡Vamos Manchado! —gritó, a su vez, Cirilo.

Crujió el yugo, uncido a los animales con correas de cuero sobado; la cadena se puso tensa. Un fuerte sacudón estuvo a punto de voltearme. La reja del arado continuó destrozando la tierra; la seguía saltando entre los terrones del surco recién abierto; coleteaba como bagres del río; en vano me esforzaba por mantenerla en línea recta, mientras los bueyes impasibles avanzaban balanceando sus largas y relucientes lenguas cubiertas de baba, que introducían alternativamente en los huecos de sus narices.

—Fuerza, Alberto, ¡húndalo! —exclamó Cirilo, haciendo ademán de ilusoria ayuda. Fue inútil, el arado dio un brinco abandonando el surco; la reja de acero, pulida como espejo, quedó brillando al sol. La mancera escapó con violencia de mis manos y fue a golpear en la cadera de Cirilo. Los bueyes se detuvieron mansamente.

El peoncito, muy pálido, apretó los dientes y, sin dejar escapar un quejido, se inclinó para tomar el arado. Los bueyes se pusieron en marcha otra vez. Un recio surco se abría en la tierra; los yuyos se tambaleaban un instante; crujían las raíces para cortarse con seco chasquido. Gusanos y lombrices se escurrían entre la tierra húmeda que exhalaba un vaho penetrante, con sabor a mañana de corral. Puse la mano junto a la de él, sobre el mango que cimbraba como si a cada momento hubiera de rajarse. De nuevo, experimenté la extraña sensación que me producía Cirilo; tenía vergüenza de mí mismo, sentía que yo, con «las tierras de abuela», era menos que aquel muchacho capaz de ararlas. De adivinarlos, tío hubiera saboreado mis pensamientos.

—¿Te lastimé? —interrogué con el tono más humilde—. Perdoname, Cirilo… yo… no sirvo para nada.

—No, joven, no m’hizo nadita…

Deslicé mi mano hasta colocarla sobre la suya.

—Sos muy bueno, Cirilo, pero muy bueno…

Aramos toda la mañana; la transpiración me corría por el pecho desnudo, y ¡con qué orgullo la dejaba correr! Cuando pasábamos frente a tío, que ya había llamado al descanso a Luis y Eduardo, Cirilo se apartaba jubiloso para que todos me vieran.

A tío Ignacio —parado al rayo del sol, mientras los otros descansaban bajo un sauce junto a la acequia—, se le henchía el pecho de satisfacción. Yo sabía que él era capaz de ararse todo el potrero; como lo sabía capaz de andar cincuenta leguas a caballo de una sentada.

Unos golpecitos en el hombro me sacaron del ensimismamiento.

—Dice tía Joaquina si te acordaste de las mechas para las lámparas —preguntó mi hermana Margarita. Asentí, golpeando el bolsillo izquierdo de mi chaqueta.

El coche disminuía la marcha para tomar, en amplia curva, el puente de entrada al callejón de las casas; puente que en opinión de mi madre y tías era muy estrecho, aunque a mí me parecía lo contrario. Cuando estábamos por cerrar la curva, un sulqui se atravesó en el camino.

Vi apenas el rápido movimiento de manos con que Eulogio recogió las riendas, desviando los caballos. Creí que todo desaparecía en mi derredor, porque en ese coche, sentada como entonces, ¡estaba aquella mujer! La mujer que había visto, más allá del puente del río, en el camino a Cañada Seca.

Giraron las cosas como en remanso que tuviera por centro la cara de aquella mujer. Sólo atiné a mirar sus ojos, unos grandes ojos negros, suaves y brillantes.

El break entró en el puente de la cuneta, luego en el del canal, cuyos troncos retumbaron como un trueno lejano cubriendo el ruido del sulqui que se alejaba.

Aquellos ojos giraban con alocado vértigo. De pronto me parecieron cosa propia, algo ya conocido. Tuve la certidumbre de que me eran familiares. Anhelante, traté de recordar. La misma sensación de ansiedad que me produjo una de esas preguntas que, a los postres, gustaba hacer tío Ignacio: «¿Cuál es la capital de Islandia?». Lo sabía perfectamente, veía con nitidez el mapa de la isla lejana; en uno de sus golfos meridionales giraba, sin poderlo atrapar, el nombre lleno de consonantes y, al girar, las letras comenzaban a tomar cuerpo. Igual giraban aquellos ojos sobre el mapa de otro cuerpo que conocía. Reykjavik, capital de Islandia, murmuré entre dientes. Repetía maquinalmente la endiablada palabra. De pronto, quedé alelado: ¡aquellos ojos eran iguales a los de Cirilo!

El coche se detuvo frente a la escalinata, en el patio del apeadero. Ante el asombro de todos, eché a correr hacia la huerta de los frutales, donde Cirilo debía estar limpiando los camellones.

Me planté ante él lleno de ansiedad. Los mismos ojos, iguales pestañas arqueadas —brillantes bigotes de mi gato—. Ojos suaves y negros. Tierra mojada al oscurecer. Cohibido bajó los párpados.

—Cirilo, ¡mirame! —ordené, tomándole con ambas manos de los hombros.

Obedeció asombrado, mientras yo farfullaba:

—¡Son los mismos…, los mismos!

—Ya me voy, joven… es l’hora di’almorzar.

Echó al hombro el azadón y, sin mirarme, se alejó rumbo al galpón. Estuve tentado de correr tras de él, correr y pedirle me dejara mirar otra vez sus ojos. Sin darme cuenta repetía mecánicamente: —Reykjavik, capital de Islandia…

Remota, escuché la campana que anunciaba el almuerzo.

Al pasar junto a la represa, corté el cogollo muy verde de una rama de sauce y lo llevé a la boca.

Apenas terminamos de almorzar, dando las buenas tardes salí; deseaba estar solo. Mi actitud debió sorprender porque, a poco, mi madre y hermanos entraban en el dormitorio.

—¿Qué te pasa? —brillaba en su mano el estuche del termómetro—. ¿No tendrás fiebre?

—Pero mamita, si no tengo absolutamente nada —como la respuesta no pareció convencerla, agregué—. Estoy cansado… —y seguí acariciando el lomo del gato, echado a mí costado largo a largo, en un salto que abarcaba desde mis rodillas a las axilas.

Cuando mi madre parecía dispuesta a retirarse, María Inés preguntó:

¿Qué te sucedió en el coche? —y, dándose aires, concluyó—: ¡Me pareció que tenías fiebre!

—Nada, te digo que nada me pasó.

Sin atender a la explicación, mí madre se arrimó para palparme la frente. Todos guardaron silencio. No me atrevía a mirarla, por temor de encontrar sus ojos parecidos… a los de la mujer del sulqui. Con los míos semicerrados vislumbré los dos anillos de compromiso, el suyo y el de mi padre, que desde su viudez usaba juntos en el anular. Por fin, luego de cerrar el postigo de la ventana, se retiraron de puntillas. Estaba solo.

En la semipenumbra, me volví boca abajo; el gato, con ronroneo de protesta, saltó a la cama de Luis que estaba vacía, sin duda por precaución de tía Nicolasa, y allí se entretuvo en afilar las uñas, con movimiento semejante al de la Pancha cuando amasaba.

Restregué la cara contra la almohada que terminé abrazando. Las palabras de mi hermana se entrelazaban con el brillar de los ojos de aquella mujer. Mordí el género; me pareció que incontables álamos frotaban sus frescas hojas en el aire caldeado por la resolana.

Las piedras al sol debían quemar. De pronto recordé los ojos grandes y negros de María Mercedes…, ellos eran también semejantes a los de la mujer del sulqui. Casi con repulsión rechacé el pensamiento.

¡Siempre aquellos ojos! Mi madre debía de tener razón; era fiebre que temblando me recorría el cuerpo. Traté de tomar mis pulsaciones; en vano recorrí con la mano derecha mi muñeca, no lograba encontrar la arteria. Sin darme cuenta, terminé acariciando el brazo tostado por el sol; las callosidades que en la mano me habían dejado el azadón, la sierra o el arado, me encrespaban la piel.

Esos ojos me obsesionaban. Por momentos hubiera deseado tenerlos allí —en ese lugar que ocupaba la reproducción de un cuadro de Millet, sobre la pared blanca con su guarda pintada en azul, con dibujos semejantes a los de las enaguas de la Pancha—, y que se acercaran con lentitud, con aquella parsimonia enervante del cine hasta alcanzar un primer plano. De nuevo aspiré el perfume íntimo, lozano, de la almohada; de un manotón desabroché la camisa.

Los párpados se me caían con lentitud. Los ojos negros se transformaban en dos cubetas rebasantes de petróleo donde cabriolaba el sol. Giraban. Giraban las piedras pómez en un remanso del río, con pausa de valses. Las cortaderas agitaban al viento su airón de garzas blancas.