5

Doña Pancha escuchaba mis argumentaciones sonriendo, con mueca justa para no dejar escape a la bombilla del mate; daba pequeños sorbos y quedábase mirando la bandada de gansos que rondaba cerca de los hornos de adobes.

—¡Yo qué sé!… Además, la señora nos tiene prohibío qui’hablemos d’eso

Con parsimonia colocó un terrón de azúcar en la boca del cuenco y, con la punta de la cucharilla, espolvoreó un poco de yerba que, luego, flotó espumosa en el agua hirviendo.

—Y d’iay… ¿Querís uno?

Dudé un instante; no me gustaba ese diente sarroso que tenía la Pancha en medio de la boca. Sin decir palabra, interpretando mi cavilación, echó un chorrito de agua en el pico de la bombilla.

Respiré satisfecho, aunque en el fondo me sentía humillado ante su perspicacia. Para disculparme recordé los consejos de tío Ignacio: «¡No hay que tomar mate con la bombilla de las personas mayores!». Aquel chorrito de agua llenaba sus requisitos y requilorios antisépticos.

Distraídamente tendí la mano, apenas había tocado el mate, cuando la retiré haciendo castañetear los dedos. La Pancha rio ladina; sus labios, descoloridos como la pulpa de un descarozado, se unieron casi en una circunferencia con las cejas pobladas; recogiéronse las aletas de su nariz aguileña, tal como la falda de los vestidos de broderie de tía Elvira, al cruzar una acequia.

—¡Ve pues, chei… parece que estaba calientito!

De nuevo me ofreció el mate, pero envuelto en el paño de servir lleno de manchas verdosas.

Sorbí con fuerza, quería hacerle olvidar mi anterior vacilación, y «un río de fuego» —como ella decía— me quemó la boca y el pecho llenándome los ojos de lágrimas. Me guardé bien de gritar; entre nubes —¡cuadros vivos del colegio semivelados por un telón de tul!— columbré su risa silenciosa. Me rehíce sin demostrar enojo, seguro de que ella esperaba esta reacción para dar fin al diálogo; volví a la carga:

—Pancha, ¡no seas así! Contame lo de Modón.

—Tome el’mate di’una vez antes que se ponga llorón. ¡Vaya con los criollos estos!

Por aquel camino no conseguiría ni una palabra. Una idea vino en mi ayuda.

—Pancha, ¿a que no conocés el último milagro de San Antonio? Lo leí en la revista del colegio.

Había acertado. Su cara se iluminó de esa beatitud angélica con que atendía a todo lo que fuera religioso:

—No, chei… no lo sé, ¡a ver contámelo! —y, mientras alzaba los ojos cenicientos al cielo, terminó la frase con su habitual—: ¡Santo bendito!

Removió sus asentaderas —que se desparramaban como flan al salir del molde— en la crujiente silla de totora y se dispuso a escucharme. Recordando la táctica de tío Ignacio, permanecí en silencio un momento, di el último sorbo al mate, rezongó la bombilla, y la Pancha, cosa extraordinaria, ni siquiera protestó.

Temblando la mano, brillantes los ojos, tomó el mate que le tendía. Comprendí que había llegado el momento.

—Te lo diré, encantado, creeme Pancha, encantado… si me contás lo de Modón.

Se echó hacia atrás —como al destapar la puerta del homo caldeado— visiblemente decepcionada; en el ansioso silencio me pareció que se repetía la bíblica lucha del primer pecado. De sólo suponer que la imaginaba como Eva se hubiera ruborizado escandalizada. Tomando la bombilla con sus dedos deformados por los panadizos, revolvió nerviosamente el mate.

—Sólo sé di’oidas… —exclamó al fin, mientras miraba en derredor—. Dicen que antes jué domador… El mejor de todo San Rafail, y estos rafailinos son guapazos pal caballo… Después, le dio por curarse y no hacer cosa de provecho… si pues…

—Eso ya lo sé —interrumpí molesto—. ¿Pero por qué se emborracha?

La Pancha se contentaba con mover la cabeza de un lado a otro, luego, como si le costara «un ánima del purgatorio», agregó casi en un suspiro.

—La hija se le jué…

—¿Se le fue?… Bueno, pero esa no es una razón.

—Si pues, jué para el año en que la helada quemó la viña, a ver… uno antes que se casara la señorita Elvira… ¿Si’acuerda qué linda estaba la señorita Elvira?

—Pancha, me parece que ya estás escondiendo la leche, como la vaca rocilla, ¿no es así como vos decís?… ¿Por qué se fue la hija de Modón?

—Sí…, ya van para los cinco años… —luego, tomando una decisión heroica, cortó— y no sé más… ¡Vaya, pues, con el curioso!… —Tomó el mate y comenzó a cebarlo nuevamente.

Había perdido la partida. No entendía por qué me ocultaban infinidad de cosas, tal si me encerraran en una campana de cristal; furioso sentencié:

—¡Entonces, te quedás sin el milagro de tu San Antonio!

Volvió a menear la cabeza, esta vez con aire de resignación.

—Me lo contará la señora… Ya es l’hora del qui’hacer

Me levanté y estuve a punto de llevar por delante a Victorio, que, con los brazos cruzados sobre el pecho, me contemplaba sonriendo con suficiencia. Estuve tentado de largarle cuatro frescas.

—¿Va a la Colonia? —preguntó con ese tono socarrón, que, sin duda, le había aprendido a la Pancha.

—No. No voy. El coche va lleno. Y a vos ¡qué te importa!

Traspuse de un salto el desnivel de la galería y eché a caminar en dirección de la huerta. Victorio me seguía con la constancia de una vieja pedigüeña; poniéndose a la par, dijo insinuante:

—Decía… por si quiere ir al río… Tengo la tarde libre.

—¡Dejame de fastidiar con el río! ¡Ya estoy harto!

Victorio, sin inmutarse, prosiguió en voz baja:

—A lo mejor vemos el rancho de Modón…

—¿Me llevarás? —temblaba de emoción. Asintió—. Esperame en la puertita que da al carril, voy a arreglarlo todo. Vos me esperás allá, ¡no te vayas a ir solo porque me las pagás caro! ¡Ya sabés como soy yo!

Sin aguardar respuesta, y dando un rodeo por el galpón, llegué al apeadero en el momento en que salía el break. En el pescante iba, como de costumbre, tío Ignacio y, en el interior, distinguí a abuela, a tía Joaquina y, junto a la portezuela, a mi madre, que entre el ruido de los; arneses levantaba la voz para recordarme:

—¡Portate bien! Tenés que dar el ejemplo… ¡Háganle caso a Nicolasa!

El coche desapareció en el recodo, entre las alegres despedidas de mis hermanos; la ocasión no podía ser más propicia y escapé por el dédalo de caminitos del jardín. Corriendo me interné en los camellones de los frutales, hasta llegar al portillo que se abría en el cerco, donde las rosas silvestres mezcladas con zarzamoras se enroscaban en los troncos de álamos y eucaliptos, cuyas copas se mecían, como dedos de gigantesca mano, a veinte metros de altura. Abrí la puertecita. Sentado en el borde de la acequia me esperaba Victorio.

—¡Ya está! Vamos… —me contuve indeciso; recordaba al amenazante hombre del río. Creo que a Victorio le sucedió otro tanto, pues, sin decir palabra, comenzó a caminar detrás de mí.

El ruido del río Diamante se me antojaba más fuerte que lo acostumbrado. No podía alejar la imagen desarrapada de Modón. Nos paramos delante de un alambrado. Victorio lo cruzó arrastrándose sobre la arena y la greda seca de una acequia. Ya del otro lado, mientras nos sacudíamos la ropa, pregunté como buscando una excusa para retroceder:

—¿No bajará una creciente?

Victorio me miró extrañado. Comprendí que mi pregunta era estúpida, pero tenía necesidad de escuchar mi voz y la suya.

—No, joven… —su tono vacilante aumentó la compartida intranquilidad.

Seguimos la marcha; se dejó alcanzar y caminamos apareados. La alfalfa del potrero comenzaba a ralear entre el ripio. Volví la cabeza. A nuestras espaldas, sobre la barranca y perdido entre el boscaje, se divisaba el techo, la chimenea de ladrillos y el tanque de agua para el baño. ¡Qué bien se estaba en casa de abuela!

Las hojas de una cortadera rayaron mi cuello. Nos encontrábamos en un bosquecillo de sauces brotado de las estacas y pie de gallos. De allí mismo arrancaba el talud formado por bolsas de alambre tejido llenas de piedras, que, al terminar, rodeaba el basamento del pilote inicial del puente.

Bordeando el agua castaña que, de trecho en trecho, formaba profundos remansos donde giraban las piedras pómez, seguimos río arriba; tras de un matorral de jarillas apareció una senda muy estrecha. Nos paramos en seco. Miré a Victorio; estaba pálido. El rancho no podía encontrarse lejos.

Un estampido de fusil; las barrancas del río repitieron el chasquido. Agarrados del brazo, nos tendimos en el suelo detrás de un alpataco y quedamos en acecho, temblando de miedo. ¿De dónde habría sacado esa escopeta Modón?

A unos cincuenta metros removíase el jarillal. Victorio se me arrimó cuanto pudo. Oculté la cabeza entre los brazos y, sin pensarlo, quedé mirando los pocitos que mi respiración ansiosa abría en la arena. Recordé la expresión de miedo que ponían los artistas en el cine. Asombrado, me di cuenta de que tenía ganas de reír; ganas locas, como sí hubiera olvidado todo.

Victorio me dio una palmada en la espalda, al tiempo que soltaba una carcajada. Resoplando, con la nariz llena de arena, levanté la cabeza y miré en la dirección que señalaba su dedo sucio. Di un respingo, vi un hombre alto, descarnado y con expresión de persona qué dice: por aquí se quema algo. El doctor Thomas Holden, médico del Ferrocarril Trasandino y amigo de tío Ignacio, vestía el temo de montar más estrafalario qué se pueda imaginar: pantalón y cazadora verdes, de un verde rabioso, chaleco amarillo, polainas grises y sombrero duro de paja. Desde lejos parecía un enorme mamboretá de patas entablilladas, que saltara entre los arbustos.

Voló una perdiz. Se repitió la descarga y el animalito cayó a tierra con el mismo sonido del bolso para los botones, que guardaba abuela en su costurero; unas cuantas plumas color ceniza descendieron hamacándose en el aire, con la donosura de aquel columpio del cuadro de Watteau, cuyo grabado adornaba la chimenea del comedor. Cogió la presa y la depositó en el morrión que pendía de su hombro izquierdo; todo con ceremoniosa solemnidad que debía de estar señalada en el catálogo del negocio donde compró sus artículos de caza; luego se alejó sin inmutarse por nuestras carcajadas, como si en realidad no hubiéramos existido.

Seguimos. Victorio reía y el mechón rubio se le balanceaba en la frente, con la precisión de un péndulo. De ese péndulo del reloj Segundo Imperio —bronce y mármol negro repartidos entre ángeles, pedestal y ánfora— que lucía en la misma chimenea del comedor desde que abuelo Ignacio lo trajera de Francia. Al reloj unía siempre la imagen difusa de aquel profesor de francés que, cuando yo tenía cinco o seis años, daba lecciones a tía Elvira. Monsieur Tripier, señalando el viejo reloj decía: Ça c’est une pendule. Y el movimiento oscilatorio de su brazo dejaba en el aire perfume impreciso, mezcla de naftalina, almidón y rapé, que ya para siempre me pareció encontrar en todos los profesores de francés.

Victorio continuaba con su cháchara jocosa. Yo no le prestaba ninguna atención, ni él parecía solicitarla. Olvidé por completo la razón de nuestro paseo; de pronto, me extrañó su silencio, como hubiera extrañado que el río apagara su monótono resuello. Le vi detenerse tras de una chilca; avancé un trecho. A pocos pasos, en un descampado, había un rancho, más bien una tapera, en cuyo techo de barro lleno de huracos crecían los yuyos. Me estremecí.

—¡El rancho de Modón! —balbuceó el mensual con voz opaca de miedo.

Golpeaba mi corazón; la gruesa arteria que me recorría el cuello debía palpitar alocadamente.

En el patio, cortado por tres cepas raquíticas, había una cama de hierro cuyo desvencijado colchón elástico rozaba el suelo. Un hombre, muerto o borracho, dejaba colgar una mano inmóvil; cerca de los dedos, como si hubiera arañado con ellos, aparecía un montoncito de tierra movida.

Victorio retrocedió; por temor a imitarle hice lo contrario y avancé mecánicamente; me encontré casi a los pies de la cama. Dos ojos pequeños me atraparon con ferocidad animal. Quedé allí fascinado, hasta que con lentitud, como si aquella cuja con su rotosa y revuelta frazada criolla fuera un porrón de miel que se pegará a su cuerpo, Modón se incorporó. Estaba descalzo, los pantalones sujetos por una faja de lana colorada y arremangados hasta la mitad de la canilla; la camisa sucia y deshilachada se perdía en la maraña de la barba grasienta, donde la tierra formaba una pasta oscura alrededor de los labios agrietados.

No sé cuánto tiempo estuvimos sin decir palabra; poco a poco me fue abandonando el miedo y el asco. La tierra se endurecía bajo mis pies después de haber sido fofa y gelatinosa. Aquella tierra de cuya posesión me jactaba tanto, tierra dura y áspera que mis abuelos habían conquistado al indio, y que sólo había tenido por señores a los de mi sangre, me emborrachaba con esa suerte de coraje del criollo, al afirmarse en los estribos, para aguantar el estirón del pial.

—Abuela Dolores me envía a visitarle —dije por fin con altanería.

Al escuchar el nombre de abuela, Modón se puso en pie y bajando la vista miró en derredor como si buscara algo; al fin se agachó y recogiendo el sombrero rotoso se puso a jugar con él entre las manos.

—Yo la voy pasando…, así es nomás. ¿Y la señora, cómo la trató el invierno?… Ha sido tan desparejo, pues…

Hablaba con tono tan comedido que me sorprendió. Avergonzado de mi arrogancia, contesté:

—Abuelita está muy bien, para sus años…

¡Criolla’e pura cepa!… —exclamó acentuando las primeras sílabas de las palabras—. Si Su Mercé mi’hace gracia…

Nuevamente miró como buscando algo. Comprendí que deseaba ofrecerme asiento.

—No se moleste; estoy bien, Modón. —Diciendo esto me ubiqué en una redonda piedra de afilar, que aparecía medio hundida en la tierra apisonada del patio. Como permanecía en pie, le hice ademán de sentarse; dio unos pasos indecisos y por fin ocupó la punta del catre.

—Me disculpará Su Mercé, si no puedo ofertarle nada…

El repetido tratamiento me hizo ruborizar. ¿De dónde sacaría Modón esas donosuras?

—Muchas gracias, acabo de tomar el té.

Sin poderlo evitar me sentía incómodo; no sabía qué decir; por momentos hubiera preferido que Modón se comportara en otra forma, hasta que me hubiera tirado piedras, como lo hacía con el resto de los muchachos. Todo, menos aquella cortesía inesperada.

Le sorprendí mirándome con desconfiada fijeza, como si tratara de descubrir hacia qué lado del potrero ha de escapar un potro arisco, o de aquerenciarlo por el pelaje.

¿Hijo’e la niña Mercedes, pues?

—Sí, el mayor —contesté, mientras Victorio se allegaba temeroso a mis espaldas.

Entonces, ante mi asombro, Modón comenzó a hablar con soltura; las frases llenas de imágenes me deslumbraban. ¿Cuánto tiempo haría que no conversaba en esta forma? Le escuchábamos pendiente de su cara que, poco a poco, perdía la repulsión del primer instante.

Había llegado a esos pagos cuando los viñedos y alfalfares eran sólo campos de jarilla. Al encanto de su narración veía surgir, de entre las ruinas, el antiguo Fortín Thevenet, plantado en lo alto de la barranca, con su torre cuadrada y el foso profundo salvado por un puente que, al levantarse, cerraba el portalón de entrada.

—Sí, pues…, yo solito alzaba el puente… —recalcó, esperando un gesto de incredulidad— y tenía por aquel entonces ocho años… Sí, pues, su abuelo tenía mucha cabeza… Me bastaba una mano pa dar vuelta la rueda, mismita como la de un molejón del maiz, pa levantar el puente… —agregó con picardía.

Me aguijoneó la curiosidad; quedé en acecho esperando el momento propicio de una pausa. Esta llegó y no pude contenerme:

—¿Y usted no se casó nunca?

Frunciendo el entrecejo, su cara tomó el aspecto habitual.

—Sí —contestó con brusquedad; luego, serenándose, concluyó—: La señora jué la madrina…

Alzando la cabeza, permaneció un momento con la vista fija en la trinchera de álamos que bordeaba la barranca.

—Me casé siete años antes que la niña Mercedes… Al poco tiempo, a mí pobre mujer se la llevó Dios…

—¿Tuvo hijos, verdad?

De nuevo, una chispa de rabia brilló en sus ojos. Volvió la cabeza hacia el río, cuyo rodar ponía monótono y ronroneante fondo a la conversación. Atardecía. Sin mirarme, prosiguió:

—Cinco, pa servirle; los dos primerizos se los llevó Dios… los otros dos, grandaron… y a la hembra… —su voz se quebró, le temblaron los labios y, como si maldijera, borboteó—: ¡La hembra jué mala! ¡Se la llevó el mandinga!

Poniéndose en pie, osciló como álamo que están hachando para el aserradero. ¿Estaba borracho? Con movimiento mecánico llevó la mano a la faja, tanteó algo en ella, luego, metiendo los pies en sus alpargatas ludidas, dijo, balbuceando:

—Me disculpará, joven, tengo… un negocito con el turco… el del boliche, pues…

No supe qué contestar; me sentía anonadado; tenía deseos de pedirle disculpas y, sin embargo, no atiné a nada.

Restallaron sus ojotas en el patio de tierra apisonada. Se volvió por última vez para decir, los ojos gachos:

—Tengo una majadita a medias con el turco… —levantó la cabeza, la cara mustia de yuyo marchito—. Saludos a mi señora Dolores…, que Dios le dé muchos años… ¡por buenaza y por criolla!

Tomó el sendero. El aire fresco del oscurecer tocaba mi cara con suavidad de vellón. En todo el Oeste, la Cordillera de los Andes acentuaba la negrura de los valles y quebradas. Victorio me siguió en silencio.

Las palabras de Modón daban vueltas en mi cabeza: «¡La hembra jué mala, se la llevó el mandinga!». ¿Podía ser mala la hija de Modón?

Retumbó una nueva descarga de la escopeta de mister Holden, las barrancas repitieron una vez más el estampido. Sólo a él se le ocurría andar cazando a esas horas.

Sin darme cuenta caminaba, al igual que Modón, arrastrando los pies. Con claridad vino a mi memoria un diálogo que había escuchado en el colegio:

—Te digo que esa es… ¡una mala mujer!

—¡Dejate de mariconadas!… Mala mujer, ¡una gran puta! ¡Eso es!

Dijo Osvaldo Sierra, llenándose la boca con aquella sucia palabra. La abyecta petulancia con que fue pronunciada golpeó mis oídos, como ahora el disparo de mister Holden. Durante aquel recreo, me pareció que en cada una de las baldosas rojas del patio estaba escrita, con tiza blanca, aquella palabra.

Pero, la hija de Modón, ¿podía ser una… «eso»? ¡No podía! En Buenos Aires sí…, allá quizás…

En una ciudad, todo era posible; pero en la tierra de abuela… ¿Es que acaso podrían seguir tan altos y tan frescos los álamos?

La presencia de Victorio me fastidiaba. Quería estar solo. Pensar solo. Sin saber lo que hacía me puse a correr, a huir. Las palabras y las cosas me perseguían acosándome. Las jarillas y cortaderas me chicoteaban la cara, y las manos se me llenaban de rojos cintazos. Corría sin sentir ningún dolor hasta que tropecé en una piedra.

Caí de bruces sobre la arena húmeda; mi mano derecha se hundió en el río. Mi cuerpo era un pingajo. Arrastrándome un trecho sumergí con furia la cabeza en el agua… Allí me hubiera quedado una eternidad; esa eternidad del Catecismo, tiempo hecho nada.

Tomándome del cuello, me arrojaban de espaldas. Quedé tendido, apretando con fuerza dos puñados de arena húmeda. Entreabrí los párpados; la arena me los cosquilleaba. No atinaba a decir palabra; los ojos clavados en una estrella, inmovilizados como los de la Chischica durante sus ataques de epilepsia.

—¡Joven Alberto! ¿Qué le pasa? ¡Hable!

¿Acaso lo sabía yo? Me pareció que Victorio gritaba desde muy lejos. Quería llorar, llorar y decirlo a todo el mundo. ¿Pero junto a quién podía tan sin valedero motivo? Cirilo. A estas horas apartaba los terneros en el corral. Victorio miraba asustado; su rizo rubio se hamacaba en la frente, semejante al péndulo del reloj Segundo Imperio que lucía sobre la chimenea del comedor desde que «el Abuelo lo trajo de Francia». Todo era como antes. De pronto me incorporé y grité con furia incomprensible:

—¡Nada me pasa, nada! Tenía sed, ¡nada más! ¿No puedo tener sed?