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La casa de abuela Dolores era el lugar de veraneo de toda la familia. Estaba edificada en un ángulo de la finca, y su galería principal, especie de gran sala, miraba hacia la llanura del norte. La construcción, con sus quince piezas de gruesas paredes, trabadas con vigas de roble por temor a los temblores de tierra, afectaba la disposición de una espaciada letra H.

Escalinatas de mármol salvaban el desnivel entre los corredores de espigadas columnas y el jardín, amplio como un parque. Palmeras, pinos, magnolieros, siempre-verdes y pimientos, aparecían simétricamente dispuestos en camellones, que separaban platabandas de violetas y pensamientos. Hacía el Sur, luego de un gran patio abierto, se alineaban los hornos de adobes, la lavandería y su pozo de aclarar agua. Más lejos aun, gallineros y corrales, ubicados a la sombra de coposos sauces y eucaliptos. Allí, tras un alambre tejido, el parque se convertía en huerta y el terreno comenzaba a descender en muelle pendiente formando la barranca del río, cubierta de árboles frutales: durazneros, perales, guindos y ciruelos, cuyos prodigiosos frutos enviábamos a nuestros amigos de Buenos Aires para gozar con su asombro.

Hacia el naciente y a ras del suelo, la casa extendía un ala de edificación. En ella se acomodaban la despensa, las cocheras y un galpón abierto, que servía de pasillo para vehículos y animales. En el patio del apeadero, formado por esta saliente y el edificio principal, desembocaba el callejón de entrada que, con sus dos cuadras de largo, separaba el parque de los extensos potreros que lo circundaban.

A los cinco días de nuestra llegada, y cuando todavía el caserón era una baraúnda de trastos en movimiento, arribaron de Mendoza tía Nicolasa y su hijo Luis. Al fin estaba completa la familia. Se avisó al fotógrafo para que, en tres días más, viniera a tomamos un grupo que, ampliado, iría a aumentar la colección, con marcos dorados, pendiente en todas las habitaciones; y que para tío Enrique era como una señal de iniciar sus interminables viajes.

Tía Nicolasa también era viuda, vivía preocupada por las enfermedades, y tenía un hijo que había nacido para que mi madre dijera: «¡Por qué no aprendes de él, tan estudioso!». Pensé que esta era la sola utilidad de los, primos hermanos.

Cuándo tía Nicolasa cerraba las puertas y persianas de su habitación, se convertía para mí en un ser extraño y no me hubiera asombrado si al salir, luego de generosa siesta, anunciara que había fabricado oro o conversado con el diablo. Esto, a pesar de que su cuarto olía a lavanda, y a todos esos olores que figuraban en las novelas piadosas que leía tía Joaquina. Las paredes se hallaban cubiertas de cuadros santeros, ornados con ramitas secas del olivo bendito que repartían en la iglesia el día de Ramos.

«¡Una tisana de cedrón, y santo remedio!», era su receta para toda clase de dolores. Quien más, quien menos, todos pasábamos por su taza de cedrón.

Luis era, sin remedio, triste y serio. Discutíamos sobre si era taciturno porque llevaba anteojos, o sucedía que todos los muchachos taciturnos los usaban. Desde pequeño, su vocación era llevamos la contraria; pero en ese primer encuentro veraniego todos fueron almibarados cumplidos. La Pancha preparó para el almuerzo sus famosas empanadas; el «vino bautizado» —más agua que vino— nos fue servido con la relativa abundancia que las prescripciones médicas de tío Ignacio lo permitían. En consideración a mis años, abuela Dolores ordenó que se aumentara el porcentaje de vino. A mi madre no le causó mucha gracia la franquicia, pero ya estaba sobreentendido que, al pisar San Rafael, su autoridad cedía ante el fuero omnipotente; la orden fue cumplida.

De resultas que al llegar la fruta, luego del interminable desfile de viandas, me sentí completamente amodorrado. Por fin, la Chischica comenzó a pasar entre los comensales la palangana de plata que usábamos para enjuagar las manos. Ante uno y otro cumplió su cometido con seriedad de monaguillo. Tío Ignacio las mojó con pulcritud; luego, con ese ritual de los médicos, las secó pacientemente en la toalla que la criada llevaba pendiente en el antebrazo y, tras de una pausa, exclamó:

—¿Quién quiere ir a pescar?

Esta inesperada invitación dicha con el tono seguro del prestidigitador, que está convencido de admirar a su auditorio, causó el esperado efecto. Los varones aceptamos en medio de gran alboroto.

—Las mujeres no van, sólo sirven de molestia —agregó.

Mis hermanas quedaron apabulladas por la inapelable sentencia.

—Bueno, toda la gente menuda a dormir la siesta hasta las cuatro, y que Victo rio, luego de ir a la Estafeta, se encargue de buscar las lombrices.

Tío Ignacio no dijo más y, como lo hacía en los entreactos del teatro, ya que detestaba el cine, encendió un cigarrillo, luego de colocarlo en la boquilla que había retirado del estuche metálico forrado de terciopelo verde, que guardaba en un bolsillo del chaleco inmediatamente arriba del reloj. Obedientes a una indicación de abuela, nos encaminamos hacia los dormitorios, mientras las personas mayores quedaban de sobrecomida. Deprimido, al comprobar que mi situación a ese respecto no había cambiado, me tiré sobre la cama.

A la media hora, todos los ruidos de la casa se habían apagado; podía distinguir el tintinear que producía el agua al caer en el botijón de la destiladera. Mi primo Luis, compañero obligado de pieza, dormía profundamente.

Resultaba tan extraordinario estar levantado cuando debíamos dormir, que no podía resistir la tentación. Sigilosamente gané la ventana que daba al corredor del poniente; al abrirla, las moscas llenaron con su ruido el cuarto; me detuve un momento; luego, con decisión, la traspuse de un brinco. Me deslicé hasta el jardín y, ocultándome entre las plantas, di la vuelta al edificio hasta llegar al patio del sur. Los sirvientes comían en silencio. A la carrera me planté con desenfado junto a la amplia mesa. Me miraron sorprendidos.

En ese momento apareció la Pancha en la puerta de la cocina.

¡Ya’andás levantao, como las lagartijas! ¡Váyase a dormir o li’aviso a su’abuelita!… Dende que llegó nu’anda haciendo más qu’estropicios… ¡Ve pues!…

—No seas así, Pancha… ¿Sabés cuántas empanadas comí hoy? ¡Seis! ¡No hay nadie que las haga como vos…! Si vieras las de Buenos Aires, ¡hasta pasas les ponen!

La Pancha sonrió halagada y, luego de comentar «¡Vaya si son arrevesados estos porteños!», volvió a la cocina, con su andar de pingüino, que me dejaba en la duda si sus zapatillas no estarían llenas de piedrecitas. La seguí. Sobre una mesa cortajeada y llena de quemaduras de brasas, vi el objeto de mi búsqueda: las llaves de la despensa. Retrocedí hasta situarme de espaldas a la mesa, tanteé hasta que pude agarrar la tablilla de la cual pendía la vieja llave de hierro. Cautelosamente la escondí en la pretina del pantalón.

—Bueno, Pancha, si vos lo decís, me iré a dormir… —exclamé con acento compungido, mientras abandonaba la cocina, cuyo techo oscurecido por el hollín apenas lograba distinguirse entre la penumbra que producían los postigos, cerrados a causa de la resolana.

Salí; al pasar junto a Victorio, el mensual, le hice un guiño. Estaba en mi secreto.

La despensa era un amplio galpón, con techo de dos aguas sostenido con profusión de tirantes y soleras que se cruzaban a gran altura, como aparatos de trapecistas de circo; guardaba, desde cajones con libros, que habían pertenecido a mi padre y a mi abuelo, hasta barriles desarmados por la vejez, que parecían, en la semioscuridad, las cuadernas de un barco pirata hundido en el mar.

Colgaban, en clavijas de madera, los fusiles herrumbrados del antiguo Fortín, entremezclados con viejos arados, cuyas rejas carcomidas servían de espejo a las telarañas.

Cuando revolvía los trastos apilados, aparecían las cosas más inverosímiles para avivar mi ansiedad de aventuras; porque hasta entonces no había tenido novela de Julio Verne, Daniel Defoe, Salgan, o Sexton Blake que sobrepasara en emoción a la que me producía esta despensa con su penumbra excitante.

El polvo cubría todos los objetos; al pegarse a mis manos y ropas resultaba un acicate: mientras más sucias quedaban, más había adelantado en la exploración que llevaba años de empezada.

Levanté unos pesados jergones de cuero que rodaron con estrépito. Un casal de palomas voló desde lo alto de la estantería hasta posarse en una solera; allí quedaron mirando, al tiempo que movían acompasadamente la cabeza, como si tío Ignacio les hubiera recetado gargarismos contra una irritación.

Cuando se disipó el polvo, que al caer habían levantado los jergones, vi un arcón de madera blanca que mostraba en sus costados, quemada a fuego, la marca del ganado de la finca: un triángulo con una pequeña cruz apoyada en el cateto inferior, marca que pululaba en el galpón. No recordaba haberlo visto en otra oportunidad; intenté levantar la tapa, cedió unos centímetros y escuché el característico ruido de un candado. El cajón en su cara oculta tenía uno de letras, de esos que es necesario formar una palabra para abrirlos. ¿Cuál sería esa maldita palabra? Tuve intención de tomar un martillo y saltar el cerrojo. ¡Adivinar una palabra! Detestaba ese candado, tanto como los pasatiempos y «juegos de ingenio» de los diarios y revistas. Jamás había resuelto un comprimido, me crispan los nervios. A ellos y a ese candado les hubiera puesto una bomba. El día que tuve conciencia de mí inutilidad en aquellos juegos, me sentí profundamente deprimido. La historia, aquella adorable historia del colegio cuyas páginas devoraba identificándome con todos sus héroes, vino a salvarme. Fui para siempre Alejandro Magno, que de un tajo cortó el nudo legendario. ¡Dios mío, qué pueril satisfacción! ¡Alejandro, el semidiós, era tan inútil como yo para los acertijos! Desde entonces ya pude decir sin ruborizarme: «Y a mí qué me importan esas pamplinas».

Unos golpecitos meticulosos en la puerta maciza —que también había pertenecido al Fortín— me volvieron a la realidad. Temí ver de pronto la talluda figura de tío Ignacio. Siempre imaginaba el Ángel del Juicio Final, con una cara semejante a la del imperioso tío; un Ángel reloj en mano, esperando el minuto exacto.

—Soy yo, joven, ya traje la correspondencia. ¿Quiere que vamos a buscar las lombrices?

Respiré; era la voz de Victorio, esa melódica voz de tenorino que tienen los hijos de italianos.

Dudé un instante entre la maldita palabra del candado y las lombrices. Opté por las últimas, que me ofrecían una decorosa retirada, y hasta me aseguré que buscar lombrices resultaba más interesante que abrir el misterioso cajón.

Las lombrices tratando de escapar entre las champas, o partidas en dos por la pala de Victorio, no me interesaban. Cogí con la punta de los dedos una muy grande y viscosa. Nerón, el perrazo danés de abuela, surgió como por encanto, vino a olfatearla y, extrañado de verme perder el tiempo en semejantes cosas, fue a echarse bajo un duraznero.

Arrojé el gusano en el tarro de lata herrumbrada. Aquello no tenía importancia, el arcón de la despensa no estaba lleno de lombrices.

La Pancha debía conocer su contenido, pero ¿qué gracia tendría, entonces, el abrirlo?

Me senté junto a Nerón e instintivamente acaricié su cabeza; de pronto, y sin darme cuenta muy clara de la causa, retiré la mano con brusco movimiento.

Cayó del árbol un durazno maduro, rodó un trecho; su piel llena de pelusilla se abrió en el lado más rojo y quedó en el fondo de un surco mostrando la carne blanca y jugosa. ¿A qué se parecía esa carne? No quise pensarlo, estiré el brazo y apreté el durazno entre mis dedos; la piel roja y amarilla se desprendió, mientras el jugo recorría mi antebrazo; se detenía un instante en el codo, como hacía el agua en la destiladera, y, por fin, caía sobre mi canilla desnuda.

Con rabia le hinqué los dientes; su pulpa, tibia por el sol, me produjo sensación de carne suave y húmeda. Asqueado, lo arrojé cuan lejos me fue posible.

—Hizo bien, joven, los duraznos calientes dan cólicos…

Victorio me miraba sonriendo; luego vino a sentarse junto a mí. Se quitó el sombrero al tiempo que, con la manga de la camisa, enjugaba la frente. Con un gesto señaló el tarro lleno de lombrices. Quedamos en silencio, frunciendo los ojos a causa de la resolana.

—¡Vaya con el hombre, si tiene las piernas peladas… como una mujer! ¡Mire las mías! —uniendo la acción a la palabra levantó las bombachas, que llevaba abrochadas a la altura del tobillo.

—Sólo tengo quince años y medio —contesté amoscado—; ¡ya tendré pelos cuando tenga diecinueve, como vos!

—Tampoco tiene barba… ¡Bonito como una mujer!

—¡Qué mujer, ni qué diablos! Soy bien hombre, ya verás cuando me bañe en el río esta tarde. ¡Además métase en las cosas que a usted le incumben, gringo confianzudo! —exclamé con la voz más gruesa que pude sacar y recalcando con fuerza las palabras usted y gringo. Victorio dejó de reír, asustado.

—Yo soy bien sanrafailino, joven. Mi padre es gringo, ¡yo no! —susurró; luego, pasándose la mano por la cara, agregó—: Yo me puse grasa e carro pa’que me saliera la barba, grasa que sacaba de los bujes…

—No me interesa —corté en seco.

Bajó la mirada y quedamos en silencio nuevamente. Un mechón ensortijado le dividía en dos la frente; una frente tan blanca que resultaba ajena en esa cara tostada por el sol.

—Y bueno, joven… mándeme, si le he faltao.

—Vamos, Victorio, no es para tanto, fue una broma —a fin de darle más confianza, agregué—: ¿Sabes cómo se abre un candado de letras? ¿Una palabra de cuatro letras?

Mi pregunta lo envaneció, brillaron sus ojos verdes y contestó apocado:

—A lo mejor es «amor»… Los candados que vende la casa Sueta, si’abren con esa palabra…

De un salto me puse en pie. ¿Cómo no se me había ocurrido? Victorio también se levantó, sin duda por no permanecer sentado cuando yo no lo estaba; por ese respeto tan de la gente del campo, que, más que respeto, imaginaba donosa cortesía.

—Me voy al corral, a buscar las cerdas pa las pescas… Se las arrancaré al bayo —agregó socarronamente. Remotas escuché las palabras, mi cabeza bullía ante la idea de conocer el secreto del cajón.

—¡No! ¡Al bayo nunca! Te prohíbo que lo toques —grité y eché a correr en dirección de las casas. No había andado mucho cuando me volví:

—¿Conque «amor»? —sonreí con la mayor malicia de que era capaz, tal cual los «villanos» del cine—. ¿Amor, no? ¡Te creés que no sé que andás mirando a la Sabina! —Sin esperar sus fingidas protestas de inocencia, olvidando la hora sacrosanta de la siesta, corrí de nuevo hacia el estrecho corredor del poniente. De un salto traspuse la gradería; Nerón me seguía ladrando desaforadamente; riendo esquivé sus retozos y, sin percatarme, me encontré en la galería principal.

Me detuve en seco y palidecí: sentado en una hamaca tío Ignacio, con los anteojos de oro calados, leía La Nación. Abandonó el diario; como un relámpago que corre el cielo, me miró de arriba abajo.

—Bueno, veo que al menos en la siesta sos el primero en levantarte. Andá a ver si Victorio buscó las lombrices…

Respiré profundamente, los postigos de las puertas que daban a la galería estaban abiertos. ¡La siesta sacrosanta había terminado! En la puerta de su cuarto apareció abuela, con aquella compostura, que se me antojaba una santa litúrgicamente ataviada y a la espera de un altar. Somnolienta, le seguía la Chischica con el brasero y la pava de agua para el mate, y las crenchas desaliñadas que eran constante motivo de regaños.

La Chischica no tenía padres, al menos nosotros ignorábamos de dónde había salido. A nuestras preguntas contestaba mi madre, con ese tono tan suyo para indicarnos lo inconveniente:

—No sé. Se la dieron a Mamá cuando era chica.

Y pare de contar. Sabíamos que la Chischica iba a la escuela pero no pasaba del primero superior. Abuela decía que era muy ruda. Nosotros, simplemente, que era una burra en dos patas. Una burra de quince años y de yapa bastante «asoleada».

Abuela, luego de saludamos, tomó asiento en su sillón y, volviéndose hacia la criada, comenzó a explicarle por milésima vez cómo debía cebar el mate. Una tras otras se abrieron las puertas, y vinieron a sentarse junto a abuela, mi madre y tías, a medias despabiladas. Joaquina tomó el diario, que acababa de abandonar su hermano, y buscó casi con ansiedad la página del folletín. Dio un golpecito en la montura de los lentes y, luego de mirar por encima de ellos para asegurar la atención de la audiencia, comenzó a leer en voz alta. De trecho en trecho, hacía una pausa para bisbisar, como si mordisqueara un orejón, íbamos en fila india; Victorio hacía de cabeza llevando en un tarro con tierra húmeda las pescas, cuyas lombrices acabábamos de ensartar en las crines, en forma tal que semejaban un collar de viscosas cuentas que, al retorcerse, me producían repugnancia. Tras de Victorio marchaba tío con sus pantalones arremangados, un casco de corcho forrado de brin blanco y la inseparable boquilla con el cigarrillo encendido. Le seguían mi primo Luis, que nunca acertaba con el sendero, y mi hermano Eduardo, estirando sus piernas para esquivar los abrojos que se le prendían en el guardapolvo. Yo cerraba la marcha, tratando de pisar con la mayor fuerza posible sobre las chilquillas, ese maldito yuyo que era una plaga.

La senda que conducía al río atravesaba el «potrero de las lecheras», donde quedaban de noche las vacas necesarias para la casa, torcía a la derecha y, por un portillo, se internaba en la «posesión del bajo», un ranchito enjabelgado que, en, la barranca, parecía una piedra sujeta a la tierra por las cepas de los parrales.

La «posesión del bajo» tenía una hectárea de extensión, que abuela cedía gratuitamente. En ella vivían Cirilo, su padrino Eulogio —el cochero—, con Filomena, su mujer, y los hijos. En la finca había cinco o seis de estas «posesiones», que ocupaban los viejos servidores, algunos de los cuales, durante el verano, venían a completar el servicio de la casa. Doña Filomena, con un chico en brazos y dos más prendidos de la falda, nos recibió junto al portillo. Tío Ignacio, con mesura y delicadeza que nos dejó pasmados, pidió autorización para pasar.

Divisé a Cirilo carpiendo la huerta; abandonó la tarea y vino a saludamos, mientras su tía nos rogaba aceptáramos «cualquier soncerita, un vasito’e vino».

Atravesamos la huerta muy cuidada y los parrales. Tío Ignacio conversaba con doña Filomena animadamente. Por fin, nunca me había parecido tan largo el camino, llegamos a la hijuela del canal, que limitaba, con su infaltable trinchera de álamos y sauces, la posesión. Nos detuvimos ante un puentecito de dos troncos de álamos cubiertos de champas. Tío hizo ademán de despedirse. Sin saber cómo, me acerqué a la mujer —cuyos cachetes, con dos manchas rojas, parecían los viejos sillones de jacarandá, que en la sala mostraban el fondo carmesí a través del aludido tapizado de raso color marfil—, dudé un instante y, sin mirar a tío, le supliqué:

—Filomena, ¿quiere dar permiso a Cirilo? —sentí la mirada de tío y, a modo de explicación, agregué—, conoce muy bien el río…

—Y bueno, joven, porque me lo pide usted… Este Cirilo se está volviendo muy regodón pal trabajo… ¡Amargo! Io no sé que li’anda pasando…

Hundí la pesca en el agua turbia. Cirilo, sentado a mi lado, miraba socarronamente mis esfuerzos para que, el girar del remanso, no me convirtiera en la Chischica revolviendo la paila de cobre donde daba punto al dulce de leche.

—Vaya, pues, con el joven, di’ai va a sacar puros cangrejos, que le van a estropiar la pesca… Présteme un ratito —sonrió, mostrando los dientes blanquísimos.

Sin decir palabra obedecí, puse en sus manos la varilla de guindo. Se levantó y fue a hundirla en el lugar donde una cortadera formaba con sus raíces un manso rincón de agua. Transcurrió un instante en silencio.

—Decime, Cirilo, ¿cómo tenés los dientes tan blancos?

Por toda contestación me hizo señal de callar. La pesca comenzaba a tironear pausadamente. Con un movimiento suave al par que rápido, zarpazo de gato, la retiró y un bagre castaño comenzó a dar saltos en la arena de la orilla; como lo hacíamos nosotros, en un pie, al jugar a la rayuela. Me abalancé sobre el pescado. Sin darle importancia a lo que a mí se me antojaba un triunfo, dijo entre dientes y sonriendo con malicia:

—Los tengo así, de tanto tironear el churrasco… pues…

Entretenido en atrapar al pequeño bagre, la inesperada virtud del asado criollo perdió su importancia. Le miré con ansiedad, comprendió el mudo pedido y de nuevo sonrió condescendiente. Corrí río arriba, brincando sobre el pedregullo y entre las matas de chilca y cortaderas, hasta el lugar donde tío permanecía en devoto silencio. Con la mano derecha en alto agitaba el pescadito, que apenas sobresalía del puño.

—¡Miren! ¡Lo pesqué yo! —grité con desparpajo. Tío, quitándose la boquilla, comentó riendo:

—¡Suerte de novato!

Comenzó a buscar en sus bolsillos hasta que halló el cortaplumas y dividió el pescadito en tres porciones. Estuve a punto de protestar.

—Por lo menos servirá de camada, vamos a ver si pican las truchas… —y, sin importársele un ardite de mí, se puso a desenredar el piolín de los anzuelos.

Cariacontecido regresé a mi antiguo lugar. Cirilo, con movimiento de suficiencia, señaló dos bagres muy grandes, cuyas panzas jadeaban sobre el ripio. Luego me ofreció la varilla; acepté alborozado.

Mientras en una ramita de sauce ensartaba los pescados a través de las agallas y la boca, dijo: —Vamos agua abajo, ai pican más…

Le seguí con docilidad, sentía el placer de alejarme de tío, quien nos lo había prohibido expresamente.

Caminamos largo trecho; terminé por quitarme el calzado. Mis pies se hundían en la arena, ora resquebrajaban una suave capa de greda seca por el sol, ora los encogía al pisar el ripio. Cirilo contaba con modosa voz las innumerables veces que había pescado en el río; inverosímiles tamaños ocupaban sus manos en señalar dimensiones de pescados. Yo sonreía, sin creerle mucho ni poco, extasiado ante la quietud de la tarde. Por fin nos detuvimos. Me estremecí al ver el lugar donde había estado a punto de ahogarme. La toma del Canal Matriz, apoyada en un grupo de pie de gallos —troncos amarrados a manera de un pabellón de fusiles—, dividía en dos la correntada formando amplio remanso.

Sin atreverme a mirar a Cirilo, volvimos a la tarea en silencio. El río con su monocorde cantinela, granizo sobre techo de zinc, me hacía enmudecer.

Uno tras otro, y ya sin la emoción del primero, los bagres quedaban ensartados sobre la orilla.

Interrumpió el silencio un coro de chaco tonas carcajadas: en la orilla opuesta, entre las cortaderas, surgió un grupo de muchachos. Retozaban alegremente, luchando se revolcaban en la arena que se pegaba a sus cuerpos mojados y les vestía con papel de lija. Cirilo musitó apenas:

—¿Quiere que nos bañemos?

—Sí —contesté con voz resuelta, aparentando que había olvidado el último baño en el río. Arrojé la pesca, casi deshecha, me quité la camisa de mangas cortas y el pantalón de brin que llevaba sobre las carnes y, sin esperarle, me interné en el agua hasta la cintura.

—Alberto, aguarde, ¡acuérdese! —gritó, al tiempo que, a grandes saltos, vino a tomarme de un brazo. Otra vez, tenía los ojos de conejo asustado.

Agotados de nadar y chapotear, nos tendimos en la arena. El sol desaparecía tras la cordillera y un vientecillo fresco ponía carne de gallina en piernas y brazos. Cirilo, sin decir palabra, tomó un puñado de arena tibia y me refregó con fuerza.

—¡Basta, bárbaro! Me pican las quemaduras del sol…

De nuevo escuchamos la algarabía. El grupo de muchachos que habíamos visto pasó escapado. Tras de ellos y vociferando corría un hombre mal entrazado; la barba larga y revuelta se mezclaba con el pelo; dos ojillos rojos, de borracho, brillaban entre la pelambre. Cirilo, con movimiento involuntario, no supe si de asco o temor, balbuceó:

—Es Modón.

—¿Modón? ¿Y quién es? —pregunté, con algo de miedo ante la miserable aparición.

—Anda siempre curao, pues; corre a pedradas a los muchachos.

Me pareció notar que le molestaba hablar de eso y, picada mi curiosidad, insistí:

—¿Por qué anda siempre borracho?

Cirilo tomó un puñado de arena y lo dejó escapar entre los dedos y, como si no hubiera escuchado mi pregunta, continuó:

—A lo mejor llueve, el viento del sur trae las tormentas…

—Cirilo, te pregunté…

—¡Ah!… sí, pues —me interrumpió—, vive junto al río, más arriba…

—Pero ¿por qué diablos anda siempre borracho?

Al llegar frente a nosotros, el extraño hombre se detuvo; quedamos mirándonos separados por los ocho metros de agua. Tomó una piedra e hizo ademán de arrojarla. Cirilo, con agilidad de gato montés, me escudó con su cuerpo. El viejo detuvo la mano en el aire, quedó un momento en esa postura y dejó caer la piedra. Volviendo las espaldas echó a caminar pesadamente y desapareció entre las cortaderas.

Asombrado por la inexplicable actitud de Modón y, más aún, emocionado por la de Cirilo, sólo atiné a darle un fuerte abrazo.

Nos vestimos en silencio; mi cabeza bullía, se me anudaba la garganta y no encontraba palabras para expresarme. Me sentía pequeño, despreciable, ante ese peoncito que vivía a mi lado como una cosa, como un álamo más, que también debía pertenecer a la abuela y a sus tierras.

Bajando la cabeza avergonzado, como para evitarme, contestó:

—Siempre anda curao… por cosas que le suceden a uno —sonaron apenas sus palabras.

—Pobre Modón… —logré decir.

Lejanos —¡cómo gustaba en el campo el sonido estirado, casi plañidero, de esas voces que llegan a medias!— escuchamos los gritos de Eduardo y Victorio:

—¡Albertoooo! ¡Ciriiilo!

Emprendimos el regreso apareados; con el brazo derecho rodeaba su cuello. Mi amigo agachó la cabeza, como si buscara los arbustos que fustigaba nerviosamente con la varilla de la pesca.

Nunca había de imaginar el pago que daría a su mansa amistad.