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—¿Vendrás pasado mañana?… —pregunté con ansiedad; asintió con un movimiento.

Tumbé la cabeza en su regazo, mi cara se pegó a la piel tibia del antebrazo. Al reverberar, el sol me hacía fruncir los ojos; al fin los cerré lentamente, con gozo de deslizarme en una barranca cubierta de pasto verde.

Todo había sucedido en menos de dos meses. Me parecía imposible. Y sin embargo, había tenido la intuición, casi la certeza, de que ese algo extraño que ahora cambiaba mi vida llenándome a veces de embeleso y deleite, otras de turbación y vergüenza, había de llegar a mí y posesionarse de todo mi cuerpo en aquel verano.

El brazo tibio, que me ceñía el pecho, ya lo había sentido en mí, dentro de mi cuerpo, antes de poseerlo; era como si lo hubiera llevado preso en la sangre y, de pronto, se revelara tomando enmorenecida forma.

Inclinó la cara de mejillas ardientes y la dejó reposar sobre la mía. En la siesta del viaje, había apoyado mi cara en el repecho de la ventanilla recalentado por el sol.

Voló la imaginación entre los álamos, que había visto alineados mientras el tren corría marcando los durmientes, en esa última parte del viaje a San Rafael, de Mendoza. Deseaba, a veces y desde niño, ser pájaro para volar en inesperadas curvas bordeando las enhiestas copas de los álamos tan verdes; botar en las nubes como un mullido colchón de sueños y quedar, luego, colgante en medio del espacio, frente a la Cordillera de los Andes, con esa actitud de la paloma del Espíritu Santo en el púlpito del colegio.

Veía pasar la tierra castaña. El humo de la locomotora jugaba a las «montañitas rusas» en los hilos telegráficos que bordeaban la línea férrea. En figura de contradanza venían a rendir pleitesía las rectas hileras de los viñedos. De vez en cuando, chicos desarrapados saludaban con las manos, sonreían, reían a todo carrillo los otros y algún gandul ensayaba ademanes procaces.

Una y otra vez cruzábamos viñas, huertas de frutales y trincheras de álamos; el tren, como enorme lanzadera, entretejía los brillantes hilos verdes en el bastidor de acero de las vías.

Terminaba la siesta y con ella el viaje. Abrí con dificultad la ventanilla —crujió la tapa de mi banco escolar— en el preciso momento en que nuestro coche atravesaba un paso a nivel. El compartimiento se llenó de tierra; mi madre exclamó entre toses y sin abandonar la valija de mano, que arreglaba:

—¡Pero hijo! ¿Quieres ahogarnos en tierra?

Valijas, cajas y paquetes se amontonaban sobre uno de los amplios asientos.

—Alberto, vos te encargás de que no se nos olvide algo… —prosiguió mi madre, mientras yo trataba de alisar mis pantalones arrugados.

Tía Joaquina llegó desde el compartimiento vecino para ayudar a «la pobre Merceditas de Aldecua y su cáfila de hijos», como decía Isabel Pereyra. Éramos cinco; tres mujeres y dos varones. Con quince años y medio, yo era el mayor; María Mercedes había cumplido trece. Margarita once, diez María Inés y nueve el menor, Eduardo.

Mi gato —un enorme animal negro moteado de blanco, que viajaba a todas partes desde hacía cinco años, un poco por llevar la contra y mucho por costumbre— se puso a maullar desaforadamente dentro del canasto. Mi hermana María Inés, fascinada por la idea de ser contrabandista, se encargaba de traerle comida y sacarlo de vez en cuando para que afilara las uñas en los asientos de cuero. El gato, en lugar de calmarse con los mimos, aumentó los maullidos. María Inés, los ojos negros muy asustados, se acurrucó a mi lado:

—Ves, ¡va a venir el Inspector y nos baja a todos! —exclamó.

—¿Bajamos a nosotros? ¿Quién se va a animar? ¡Para qué te crees que viajamos con la abuelita!

Tía Joaquina, desistiendo de la ayuda, dio dos vueltas sobre sí y optó por sentarse en el extremo más apartado; se apoltronó como gallina que ha escogido el nido para empollar y, sujetando sus lentes con un golpecito del índice derecho, exclamó:

—¡Dios mío, qué temeridad! ¡Venirse con ese gato de albañal, desde Buenos Aires!

Mi madre, con el traje negro de viuda casi emblanquecido por el polvo del viaje, se volvió hacia tía; me pareció que por un momento estuvo tentada de unirse a ella; en realidad, detestaba al cargoso animal, que un día se coló por la reja del jardín de nuestra casa, en la calle Obligado, e ingresó muy orondamente en la familia. Buenas razones tenía para unir el acostumbrado reproche a los de su hermana; sin embargo, con voz resuelta dijo:

—Eso prueba que el chico tiene buenos sentimientos…

Hubiera querido agradecer su gesto, pero sólo atiné a protestar:

—¿Chico?… Pero mamita, usted se olvida siempre que ya tengo pantalones largos ¡desde hace dos años!

Ambas rieron; tía Joaquina sacó de su bolso un pañuelito blanco que tenía bordada una canastilla de flores y, secándose los lagrimales por debajo de los lentes, agregó:

—¡Tenés razón, siempre nos olvidamos que ya hay un hombre para compañía durante el verano!

Unos golpes discretos en la puerta del camarote interrumpieron la conversación; mi madre cerró su valija; se abrió la puerta y el guarda, con exagerada cortesía —no en vano viajábamos en compartimientos especiales—, exclamó:

—Faltan dos minutos para San Rafael. ¿Desean algo las señoras?

Tía Joaquina, que era soltera, dio un respingo y, tomando el maletín donde guardaba las joyas de abuela y los contratos de los arrendatarios, se dirigió presurosa al camarote vecino. Mi madre me hizo una señal con la cabeza. Con aire displicente llevé la mano al bolsillo y entregué al guarda un billete. Había pensado una frase pomposa: «Tome buen hombre, es para usted…», pero no dije palabra y volví tímidamente a mi asiento, sin escuchar su bisbiseante agradecimiento.

El tren disminuía la marcha; a corta distancia surgían, entre los coposos carolinos, los techos de zinc de dos aguas, que cubrían los rectangulares cuerpos de edificio de las bodegas. Las últimas viñitas se entrelazaban con las huertas de legumbres. El convoy tomó una curva; rápidamente conté los vagones: un furgón y tres coches de pasajeros; tren magro en cuyos costados llenos de polvo los chicos de las estaciones habían dejado al pasar las huellas corridas de los cinco dedos. Apareció, al fin, la ansiada estación, con la única planta apoyada en dos galerías de tejas rojas con verdes pilares de hierro.

Chirriaron los frenos. Por la ventanilla se deslizaron las caras de la plataforma; una mano tosca, seguida por la manga de una blusa azul, se prendió a la de nuestro camarote. Lentamente, con suavidad de maestro, el maquinista detuvo el tren; en cualquier estación del trayecto de seis horas hubiera admirado la maniobra, pero en San Rafael faltaba tiempo para esas minucias. Sólo aquí tenía prisa por bajar del tren. En cambio, al regresar a Buenos Aires era el último en descender: hurgaba todos los rincones del camarote por si hubiéramos dejado algo, pero lo hacía, en realidad, para quedarme un momento más; mirar por última vez el reluciente lavabo de metal, el botellón de agua que mi madre nos prohibía tocar, las redes del equipaje aún vencidas por el peso que habían soportado, como dejaba a la red de pescar la correntada del río Diamante; quería oler ese perfume de tren, que era para mí el perfume de viajes remotos, y, para mi madre, nada más que olor de pintura, aserrín y engrudo.

Como autómata comencé a pasar los bártulos; el changador de todos los veranos sonreía, entre el respiro que le dejaba una valija y otra. Mis hermanos reían llenos de gozo y nuestra madre lograba, con dificultad, mantener el orden. ¡San Rafael! Quería a la ciudad casi tanto como abuela, que había luchado a la par de su marido para verla nacer. Nuestro año de Buenos Aires transcurría descontando meses, luego días, para ese viaje a la tierra de la abuela materna.

En los grados primarios, cuando el profesor de Catecismo nos hablaba de Adán y Eva en el Paraíso y recalcaba que sólo «tenían necesidad de extender las manos para recoger toda clase de excelentes frutos», en seguida situaba aquel lugar en mi San Rafael, y hasta guardaba secreta esperanza de que la Biblia se hubiera equivocado en la tal situación geográfica. La media hora de religión, que dictaba aquel hermano de ojos alegres, se esfumaba y ya no veía el infierno negro que era el pizarrón en la clase de aritmética.

Ya crecido, entrar en la finca de abuela equivalía a olvidar los problemas del año; nada de matemáticas, ni de física, ni de religión —tema indiscutido e indiscutible en la familia—; no pensar durante tres meses en lo que sería cuando fuera grande. Entrar desnudo en un bosque umbroso, de extrañas plantas con hojas suaves y acariciantes, flores rojas y frutos maduros que al andar me golpeaban el pecho, como si fueran badajos de campanas o senos de mujeres.

En el andén nos esperaba tío Ignacio.

—¡Llegaron a horario! —fueron sus primeras palabras, mientras acariciaba el cristal de su pesado cronómetro de oro, que luego volvió al bolsillo del chaleco donde se codeaba con el estuche del termómetro. Tío Ignacio era médico y afirmaba que la medicina era su esposa, «porque, como a todas las mujeres, no terminaba nunca de estudiarla».

Abuela Dolores, enfundada en su guardapolvo de viaje, apareció por fin en la plataforma del coche; apoyándose en la barandilla echó una mirada circular, como si dudara en descender. Tío Ignacio le ofreció la mano y ella apeóse con galanura. Parecía nacida para descender de esas austeras sopandas que había visto en el Museo de Luján, la escena en el ferrocarril se me antojaba anacrónica. Tras de ella bajó tía Joaquina, luego la niñera con el bebé de tía Elvira en brazos, y por fin, tía Elvira y Enrique, su marido. La familia ocupó buena parte del andén con sus bultos. Mi madre nos reunió a duras penas entre la gente. Con ojos siempre inquietos y azorados de cuidar hijos, hacía la cuenta; terminada la nuestra, siguió con los bultos.

Automóviles y camiones esperaban en la rotonda posterior. En medio de ellos llamaba la atención el conjunto del break de la abuela, atalajado con magnífico tronco de caballos alazanes de relucientes arneses, el milord de altas ruedas y un carro con su yunta de bueyes. Abuela detestaba los automóviles y sólo subía al de tío Enrique, cuando agotaba todos los pretextos y lo hacía de tan poco grado, que su yerno trataba de excusarse arguyendo que los viajes a las propiedades, que poseía en distintos departamentos de la Provincia, le obligaban a tenerlo.

El cochero y el picanero se adelantaron para saludarnos. Eulogio, el cochero del break, respondía por ambos a las preguntas de abuela, mientras con el mango del látigo golpeaba nerviosamente las botas que enfundaban sus bombachas de diablo fuerte. Tenía bigote de guías caídas y habla reposada y bonachona.

Abuela agradeció los cumplidos con ceremoniosa cortesía. Mientras los viajeros trataban de ubicarse, Eulogio suspiró satisfecho. ¡No era acción de poca monta enfrentar a abuela!

Al fin le caí en cuenta; me miró de arriba abajo:

—¡Joven Alberto! ¡Vaya, pues, si está guapazo el criollo! —con olvido del protocolo familiar, me dio un abrazo—. ¡Grandote, como palo’e bajar chinches! —agregó, y, riendo de su chuscada, se arrimó a los caballos para quitar las maneas de cuero sobado. Antes de subir, se volvió:

—Mire quien está ahí, pues… —con un movimiento de cabeza señaló al cochero del milord.

—¡Cirilo! —grité lleno de alegría.

El muchacho bajó de un salto; sonreía vergonzosamente, mostrando los dientes que parecían más blancos en la cara curtida por el sol.

Mi’alegro’e verlo bueno, joven —dijo, tendiendo la mano.

Sin poderme contener, lo estreché en un fuerte abrazo.

Tío Ignacio, que ya había subido al pescante, nos interrumpió sacando de nuevo el reloj:

—¿Estamos?… Se hace tarde. ¿Qué esperas, Alberto?

No sé qué esperaba; pero no tenía ganas de viajar en el break, donde ya se apretujaba la familia. Hice una guiñada a Cirilo y, sin contestar a tío, exclamé:

—Abuelita, será mejor que vaya en el milord, ya no queda sitio ahí…

Asintió con un gesto, mientras tío Ignacio alzaba los hombros y mis hermanos miraban con envidia.

El break se puso en movimiento; mi madre sacó la cabeza por la portezuela:

—No vayas a manejar vos. Esperen a que salgan los automóviles —entre el polvillo mezclado de carbón, escuché su última recomendación—. ¡Hacele caso a la Pancha!

El milord ostentaba dos escaños tan altos que daban la impresión de viajar en andas; en el posterior tomó ubicación la Pancha, acomodó en el regazo una pequeña jaula con la urraca favorita, y sacando de la cartera un paquete con trocitos de carne cruda, que ya tenía un color negruzco, se los dio al pájaro, acompañados con mimos y exclamaciones de cariño. Junto a la Pancha, la doméstica de mi madre y la niñera de tía Elvira. Sobre el piso de tablas desiguales se acomodó la Chischica, la criada de abuela.

Mientras esperaba la entrega del equipaje de furgón, me ubiqué junto al canasto del gato, que la Pancha no quería recibir en el coche por temor de que se comiera a la urraca. El suelo trepidaba aún bajo mis pies. Sentado en el corredor trasero de la estación, miraba ir y venir a los changadores llevando hasta el carro los pesados baúles.

Para mi gozo, nuestro viaje desde Buenos Aires se prolongaba dando la vuelta por la ciudad de Mendoza, donde vivía abuela Dolores y en cuya compañía hacíamos siempre el último tramo, luego de descansar una noche, en aquella su casa de una sola planta con tres patios corridos, el último de los cuales tenía por cielo el complicado andamiaje de un parral. Tres ventanas enrejadas, dos a la izquierda, escoltaban el ancho portalón de cedro, cuyas molduras, de rancio dibujo, recogían el polvillo.

Todos los años, el frente de la casa aparecía nuevamente pintado al aceite, con discreto color verde oscuro que se aclaraba en comisas y ménsulas.

Terminado el zaguán, cerraba el paso una esbelta puerta cancel, con sus cristales gruesos, ornados de guardas biseladas, donde se entrelazaban las iniciales de abuela.

Las puertas de las habitaciones principales se abrían sobre el primer patio embaldosado y la galería, por uno de cuyos pilares se trepaba hasta el techo una enredadera de Santa Rita, cuyas flores rojimoradas se desprendían continuamente y ensuciaban el patío, para vana desesperación de la Pancha, porque tal enredadera era la planta favorita de abuela. Ella compartía sus cuidados personales con un filodendro que, empotrado en su tinaja de madera, ocupaba el ángulo más alejado de la galería. Las grandes hojas de la exótica planta, al abanicarse muellemente, daban frescura al moblaje claro de la galería.

La sala, de once metros de largo por seis de ancho, en tiempos de la soltería de mi madre y tías se había abierto para grandes saraos; ahora permanecía casi siempre cerrada. Gustaba entrar en ella cuando nadie me observaba, abría una rendija en un postigo y, en la semipenumbra, caminaba a pasos lentos y voluptuosos, hundiendo mis pies en la muelle alfombra, del rosa más bello que jamás había visto, y que cubría la totalidad del piso crujiente. Leve olor de naftalina parecía desprenderse de ella, de sus guardas de flores y follaje verde pálido, casi blanco, que desaparecían a cada instante bajo las mesas, sillas, banquetas y sillones Luis XV. Dos consolas, doradas a fuego, ornaban los testeros principales; sobre una de ellas, en cuyo espejo se reflejaba uno de los largos y pesados cortinados de damasco de seda, que colgaban en puertas y ventanas, descansaba un reloj del siglo XVIII, que se me antojaba maravilloso.

En una mesilla estaba el álbum de fotografías familiares con sus tapas de terciopelo rojo y guarniciones de plata, oro y esmalte. Sobre el damasco de seda que tapizaba las paredes, unos cuadros, que también «el abuelo había traído de Francia», alternaban con los que mi madre y mis tías habían pintado en las clases de adorno de las Monjas de María.

—¡Vamos, joven! ¿Si’ha quedao arriba’el homo? —gritó la Pancha.

Atravesamos la ciudad por una callé de poco tránsito. El milord no tenía capota, y el sol de las cinco de la tarde se metía poco a poco en los trajes y cosquilleaba la piel con pasos de mosca. Tratando de guarecernos a la sombra de las interminables hileras de álamos que bordeaban las cunetas de la Avenida Thevenet, seguirnos el macadam, que debíamos recorrer durante una legua hasta el fundo.

Había llegado el momento. La Pancha explicaba a nuestra sirvienta porteña, que allí comenzaba la propiedad de la señora. Ponía tal énfasis en las palabras, que cualquiera creería hablaba de algo propio; ella lo sentía así.

Acercándome a Cirilo, y ante su asombro, pasé los brazos entre los suyos y me apoderé de las riendas. La Pancha, perorando sobre la magnificencia de nogales y olivares, no se dio cuenta del cambio.

En dirección contraria a la nuestra, apareció a gran velocidad un auto pintado de rojo. Al pasar bramando, una nube de tierra nos envolvió. Sin poderlo evitar, cerré los ojos: sentí un fuerte tirón en las manos y las riendas escaparon. Me pareció que el coche se deslizaba sobre las ruedas del costado izquierdo; crujió la destartalada carrocería y, de pronto, me encontré tirado sobre uno de los montones de arena y greda, que regadores y camineros sacaban de la cuneta al desembancaría.

En medio del limbo de tierra que nos envolvía, escuché a la Pancha que gritaba:

—¡San Antonio bendito nos asista!

Cuando el viento se llevó la nube de tierra y la dejó como suspendida sobre los alfalfares, vi a la Pancha que, agarrada a una de las manijas de su asiento, enarbolaba en la otra mano la jaula de la urraca, como si la tomara por testigo de sus juramentos:

—¡Ya te vi manejando! ¡Santo Dios! —cortó al verme sentado y cubierto de tierra—. ¿Ti’ha pasado algo?

—¡Nada! —grité furioso, escupiendo arena, mientras me ponía en pie y sacudía la ropa. ¿Quién es ese animal del auto?

Cirilo, que de un salto había abandonado el pescante y llevando de la brida al caballo sacaba de la cuneta el coche, bajó la cabeza y contestó asustado:

—Es el turco, ese que tiene la bodeguita al otro lao del río, joven,

—¡Bestia de porquería! Ya le voy a decir a la abuelita. —Yo le voy a decir, antes, lo que has hecho. ¿Por qué le quitaste las riendas al Cirilo?— exclamó la Pancha, mientras trataba de calmar a la urraca que chillaba despavorida.

—¡Callate! ¡Sos una cuentera, nada más que una vieja cuentera!

Con las asentaderas doloridas volví al coche, mientras las sirvientas cuchicheando, sin atreverse a levantar la voz, hacían coro a la Pancha.

—¡Ya va a ver ese gringo! —volviéndome hacia la Pancha agregué—: ¿Y vos te creés que no sé manejar? Todo porque nos agarró en este pedazo del carril que están arreglando… ¡y, después de todo, no tengo que darte explicaciones a vos!

La Pancha no pudo soportar más:

—¡Ya vas a ver, sotreta, le voy a decir a la Señora que me has faltao al respeto!

Con esto cesó la discusión, porque en verdad le había faltado. Aunque fuera la cocinera, y sin duda porque lo era desde tiempo inmemorial, exigía le fueran guardados ciertos miramientos de los que era puntillosa en extremo, miramientos que la misma abuela le acordaba.

Mientras Cirilo, intimidado, revisaba los arneses, yo, la cabeza alta, contemplaba las dos trincheras de álamos que casi se juntaban a lo lejos, dejando ver entre ellas la cresta de un cerro, enclavada como la mira de un fusil. A la izquierda y en el límite de la calle, un talud de champas contenía el canal para el regadío de la finca, donde viejos sauces mojaban las puntas de sus ramas. De trecho en trecho, a manera de enormes hongos, surgían al borde tinas de aclarar agua; al pie de cada una bajaba un senderito, se borraba al cruzar el macadam y, al reaparecer, llegaba hasta la puerta de las casas de frente encalado.

—¡Gringo del diablo! —mascullé. Bajé la cabeza, rojo por lo que se me antojaba espantosa humillación. Le pediría a abuela que le echara del pueblo. ¿Acaso ella no lo podía? ¿Para qué, entonces, el largo carril que recorríamos, el pueblo todo, llevaban el nombre de abuelo? Calmado por esta solución, crucé las piernas tratando de disimular las rodilleras de mis pantalones y, recordando la mayestática solemnidad de aquel retrato de Luis XIV, que ilustra la Historia de Malet, traté de sobrepasarlo en altanería, mientras recorría con la vista cuanto lograba abarcar de las tierras de abuela.

Cirilo volvió a ocupar su lugar en el pescante y, cuando de nuevo emprendíamos la marcha, sentí la voz de la Chischica, entre quejosa y ladina:

—Y d’iay, joven…, ¡se deja el canasto’el gato, pues!…