Le vio acercarse caminando por la playa, una forma que al principio sólo era una mancha añil contra los guijarros que se oscurecían, y que a veces parecía inmóvil, contornos que destellaban y se disolvían, y otras veces súbitamente más próxima, como una pieza de ajedrez adelantada unas cuantas casillas hacia ella. El último resplandor del día bañaba la orilla, y detrás de Florence, hacia el este, lejos, había puntos de luz en Portland, y la base de la nube reflejaba el débil fulgor amarillento de las farolas de una ciudad lejana. Le miraba deseando que avanzara más despacio, porque sentía un temor culpable y tenía una necesidad acuciante de disponer de más tiempo. Temía cualquier conversación que fueran a mantener. A su modo de ver, no existían palabras para expresar lo que había ocurrido, no existía un lenguaje común con el cual dos adultos cuerdos pudieran describirse aquellos sucesos. Y discutir al respecto rebasaba aún más los límites de su imaginación. No había discusión posible. Ella no quería pensar en el asunto, y confiaba en que él opinara lo mismo. Pero ¿de qué otra cosa hablarían? ¿Por qué, si no, estaban los dos allí? La cuestión entre ellos se extendía sólida como una característica geográfica, una montaña, un cabo. Innombrable, ineludible. Y ella estaba avergonzada. La conmoción de su comportamiento aún retumbaba en su interior, y hasta parecía resonarle en los oídos. Por eso había corrido tan lejos por la playa, cruzando la ardua superficie de guijarros con los zapatos de la fiesta, para huir del dormitorio y de todo lo que había sucedido allí, para huir de sí misma. Su conducta había sido abominable. Abominable. Dejó que esta palabra torpe y mundana se repitiera varias veces en sus pensamientos. Era en última instancia un vocablo clemente —su juego de tenis era abominable; su hermana tocaba el piano de un modo abominable—, y Florence sabía que más que describir su comportamiento lo encubría.
Al mismo tiempo, era consciente de la ignominia de Edward: cuando se alzó sobre ella, con aquella expresión crispada y perpleja y las sacudidas reptilescas de la columna vertebral. Pero procuraba no rememorarlo. ¿Se atrevía a admitir que la aliviaba una pizca que no sólo fuera ella, que también en él había algo anómalo? Qué terrible, pero qué reconfortante sería que él sufriera algún tipo de enfermedad congénita, una maldición de familia, la clase de dolencia que entraña únicamente vergüenza y silencio, como por ejemplo la enuresis o el cáncer, una palabra que supersticiosamente ella nunca decía en voz alta, por miedo a que le infectara la boca; una afección que, por supuesto, ella jamás revelaría. Entonces podrían compadecerse mutuamente, unidos en el amor por aflicciones distintas. Y ella se apiadaba de Edward, pero también se sentía un poco estafada. Si padecía una afección infrecuente, ¿por qué no se lo había dicho, confidencialmente? Pero entendía muy bien por qué no lo había hecho. Ella tampoco se había sincerado. ¿Cómo podría él haber abordado el tema de su deformidad particular, cuáles habrían sido sus palabras iniciales? No existían. Aún no se había inventado un lenguaje para el caso.
Mientras desgranaba minuciosamente estas ideas, sabía perfectamente que en él no había nada anómalo. Nada en absoluto. Era ella, sólo ella. Estaba recostada contra un gran árbol caído, seguramente arrojado a la playa en una tormenta, con la corteza arrancada por la fuerza de las olas y la madera alisada y endurecida por el agua salada. Estaba cómodamente encajada en la horquilla de una rama, y notaba en la región lumbar, a través de la compacta circunferencia del tronco, el calor residual del día. Así podría estar acurrucado un niño, a salvo en el hueco del codo de su madre, aunque Florence no creía que hubiese estado alguna vez acurrucada contra Violet, que tenía los brazos delgados y tensos a fuerza de escribir y pensar. Cuando Florence tenía cinco años tuvo una niñera particular del norte, bastante rechoncha y maternal, con una melodiosa voz escocesa y los nudillos rojos, en carne viva, pero se había marchado a causa de un oprobio indefinido.
Florence seguía observando el avance de Edward por la playa, segura de que él aún no la veía. Podía bajar el talud empinado y volver sobre sus pasos orillando la Fleet, pero aunque temiese a Edward juzgó que rehuirle sería demasiado cruel. Vio brevemente el contorno de sus hombros recortado contra una veta plateada de agua, una corriente que, a la espalda de Edward, adentraba su penacho en alta mar. Ahora ya oía el sonido de sus pasos sobre las piedras, lo que significaba que él oiría los de ella. Habría optado por seguir aquella dirección porque era lo que habían decidido hacer después de la cena, un paseo por el famoso guijarral con una botella de vino. Recogerían piedras en el camino para comparar tamaños y ver si las tormentas habían puesto realmente orden en la playa.
El recuerdo de este placer fallido no la entristeció especialmente, porque de inmediato fue desplazado por una idea, un pensamiento interrumpido de un momento anterior de la noche. Amar y que los dos fueran libres. Era un argumento que aducir, una propuesta audaz, pensó, pero a todos los demás, a Edward, podría parecerle irrisorio y estúpido, y quizá hasta ofensivo. Nunca medía del todo la magnitud de su propia ignorancia, porque en algunas cuestiones se creía bastante juiciosa. Necesitaba más tiempo. Pero él llegaría a su lado al cabo de unos segundos y la terrible conversación comenzaría. Uno de sus defectos era que ignoraba qué actitud adoptar con él, no sentía nada más que el miedo a lo que él dijera y a lo que cabía esperar que ella respondiese. No sabía si debía pedir perdón o aguardar disculpas. No estaba enamorada ni desenamorada: no sentía nada. Lo único que quería era estar allí sola en el crepúsculo, recostada contra el tronco del árbol gigantesco.
Al parecer, él llevaba en la mano una especie de paquete. Se detuvo a varios metros de distancia, lo cual a ella se le antojó hostil, y a su vez se puso belicosa. ¿Por qué había ido a buscarla tan pronto?
En efecto, había exasperación en la voz de Edward.
—Estás aquí.
Ella no tuvo ganas de contestar a una observación tan vacua.
—¿Tenías que irte tan lejos?
—Sí.
—Debe de haber tres kilómetros hasta el hotel.
A ella misma le sorprendió la dureza de su voz:
—Me da igual lo lejos que esté. Necesitaba salir.
Él lo pasó por alto. Cuando desplazó su peso, las piedras tintinearon debajo de sus pies. Ella vio que lo que llevaba en la mano era la chaqueta. Hacía un calor húmedo en la playa, más calor que durante el día. Le molestó que él hubiera pensado en que tenía que llevar una chaqueta. ¡Por lo menos no se había puesto una corbata! Dios, qué irritable se sentía de pronto, cuando minutos antes estaba tan avergonzada. Solía ansiar que él tuviera un buen concepto de ella, y ahora le daba lo mismo.
Él se disponía a decirle lo que había ido a decir y avanzó un paso.
—Oye, esto es ridículo. Has sido injusta al marcharte así.
—¿Sí?
—De hecho, ha sido una puñetera grosería.
—¿Ah, sí? Bueno, ha sido una puñetera grosería lo que has hecho tú.
—¿Es decir?
Ella dijo esto con los ojos cerrados.
—Sabes exactamente a qué me refiero.
La torturaría el recuerdo de su parte en este diálogo, pero añadió:
—Ha sido absolutamente repugnante.
Ella imaginó que le oyó gruñir, como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago. Si al menos el silencio que siguió hubiera sido un poco más largo, la culpa habría tenido tiempo de resurgir en ella y quizá habría agregado algo menos desagradable.
Pero Edward le devolvió un swing.
—Tú no tienes la más ligera idea de cómo estar con un hombre. Si la tuvieras, esto nunca habría ocurrido. Nunca me has dejado acercarme. Tú no sabes una palabra de estas cosas. Te comportas como si estuviéramos en mil ochocientos sesenta y dos. Ni siquiera sabes besar.
Ella se oyó decir con suavidad:
—Sé cuándo hay un fallo.
Pero no quería decir esto, aquella crueldad era impropia de ella. Era simplemente el segundo violín contestando al primero, una defensa retórica suscitada por el ataque súbito y preciso de Edward, el desdén que ella oía en todos sus «tú». ¿Cuánta acusación tendría que aguantar en un breve discurso?
Si le había herido, él no dio la menor muestra, aunque ella apenas le veía la cara. Quizá la oscuridad la había envalentonado. Cuando Edward volvió a hablar, ni siquiera levantó la voz:
—No vas a humillarme.
—Y tú no vas a intimidarme.
—No te estoy intimidando.
—Sí, me intimidas. Siempre lo haces.
—Eso es ridículo. ¿De qué estás hablando?
Ella no lo sabía seguro, pero sí que era la vía que ella estaba emprendiendo.
—Siempre me estás empujando, empujando para que haga algo. Nunca podemos estar tranquilos. Nunca podemos estar felices. Hay una presión constante. Siempre quieres algo más de mí. Es una solicitación interminable.
—¿Solicitación? No comprendo. Espero que no te refieras a dinero.
No se refería a eso. Quedaba lejos de su pensamiento. Qué absurdo mencionar el dinero. Cómo se atrevía. Así que dijo:
—Bueno, muy bien, ahora que lo mencionas. Está claro que lo tienes presente.
Fue el sarcasmo de Edward lo que la había incitado. O su displicencia. Ella se refería a algo más fundamental que el dinero, pero no sabía cómo expresarlo. Era la lengua de Edward empujando más adentro en su boca, su mano internándose más debajo de su falda o de su blusa, su mano tirando de ella hacia las ingles, una manera determinada de mirar a otro sitio y quedarse callado. Era aquel rumiar la expectativa de que ella se entregara más, y como no lo hacía, era una decepción porque lo ralentizaba todo. Cruzara la frontera que cruzase, siempre había otra nueva esperándola. Cada concesión que hacía aumentaba la exigencia, y luego el desencanto. Incluso en sus momentos más felices, siempre estaba la sombra acusadora, la penumbra apenas escondida de la insatisfacción de Edward, perfilándose como una montaña, una forma de tristeza permanente que los dos habían aceptado que era responsabilidad de ella. Quería estar enamorada y ser ella misma. Pero para ser ella misma tenía que decir no a cada paso. Y entonces ya no era ella. La habían arrojado al lado de la enfermedad, como la cara opuesta a la vida normal. La irritaba que él la hubiera perseguido tan deprisa por la playa, cuando debería haberle dejado más tiempo para sí misma. Y lo que tenían delante, en las riberas del Canal de la Mancha, era sólo un motivo menor en un diseño más amplio. Ella ya lo preveía. Reñirían, harían las paces o las harían a medias, la engatusaría para que volviera a la habitación y allí de nuevo depositaría en ella sus expectativas. Y ella volvería a defraudarlas. No podía respirar. Hacía ocho horas de su matrimonio y cada hora era un peso sobre ella, tanto más pesado porque no sabía cómo describir a Edward estos pensamientos. El dinero, por tanto, tendría que constituir el tema; de hecho, vino de perillas, puesto que ahora él se sulfuró. Dijo:
—El dinero nunca me ha importado, ni el tuyo ni el de nadie.
Ella sabía que era verdad, pero no dijo nada. Él había cambiado de posición y ella veía ahora con claridad su silueta contra el resplandor agónico sobre el agua a su espalda.
—Así que guarda tu dinero, el de tu padre, y gástalo en ti misma. Compra un violín nuevo. No lo malgastes en nada que yo pudiera utilizar.
Su tono era tenso. Ella le había ofendido profundamente, aún más de lo que se había propuesto, pero de momento a ella no le preocupaba, y contribuía a ello el hecho de que no le veía la cara. Hasta entonces nunca habían hablado de dinero. El regalo de boda de su padre habían sido dos mil libras. Ella y Edward habían hablado vagamente de emplearlas en comprar una casa algún día. Él dijo:
—¿Crees que te sonsaqué aquel trabajo? Fue idea tuya. Y no lo quiero. ¿Comprendes? No quiero trabajar para tu padre. Puedes decirle que he cambiado de idea.
—Díselo tú mismo. Estará encantado. Se ha tomado muchas molestias contigo.
—Muy bien. Se lo diré.
Se volvió y se alejó de ella hacia la orilla, y al cabo de unos pasos volvió atrás y lanzó a los guijarros puntapiés de una franca violencia, y algunas piedrecillas de la cascada que levantó en el aire aterrizaron cerca de los pies de Florence. La ira de Edward encendió la de ella, que pensó de pronto que comprendía el problema común: eran demasiado educados, contenidos, timoratos, daban vueltas de puntillas alrededor del otro, murmurando, susurrando, aplazando, accediendo. Apenas se conocían, y nunca se conocerían por culpa del manto de cuasi silencio amigable que acallaba sus diferencias y les cegaba tanto como les ataba. Siempre habían temido discrepar y ahora la cólera de él la estaba liberando a ella. Quería herirle, castigarle para distinguirse de él. Era un impulso tan desconocido en ella, encaminado hacia el escalofrío de la destrucción, que no le opuso resistencia. El corazón le latía fuerte y quería decirle que le odiaba, y estaba a punto de decir estas palabras acerbas y prodigiosas que nunca había pronunciado en su vida cuando él se le adelantó. Había vuelto al punto de partida y juntaba toda su dignidad para reprenderla.
—¿Por qué te has ido? Ha sido injusto, e hiriente.
Injusto. Hiriente. ¡Qué lastimoso!
—Ya te lo he dicho —dijo ella—. Tenía que salir. No aguantaba estar allí contigo.
—Querías humillarme.
—Oh, de acuerdo entonces. Si tú lo dices. Intentaba humillarte. No mereces menos cuando ni siquiera puedes controlarte.
—Eres una perra cuando hablas así.
La palabra fue como la explosión de una estrella en el cielo nocturno. Ahora ella podía decir lo que quisiera.
—Si piensas eso, aléjate de mí. Lárgate, ¿quieres? Edward, por favor, vete. ¿No lo comprendes? He venido aquí para estar sola.
Ella sabía que él comprendía que al decir la palabra había ido demasiado lejos y ahora estaba atrapado. Le dio la espalda y tuvo conciencia de que estaba actuando, usando una táctica que siempre había despreciado en sus amigas más expansivas. Estaba cansada de la conversación. En el mejor de los casos, sólo serviría para repetir las mismas maniobras silenciosas. A menudo, cuando se sentía infeliz se preguntaba qué era lo que más le gustaría estar haciendo. En aquel momento lo supo de inmediato. Se vio a sí misma en el andén a Londres de la estación de Oxford, a las nueve en punto de la mañana, con el estuche del violín en la mano, un fajo de partituras y un haz de lápices afilados en la vieja cartera colegial de lona en bandolera, rumbo a un ensayo con el cuarteto, hacia una cita con la dificultad y la belleza, con problemas que podían resolver unos amigos trabajando juntos. Por el contrario, allí, con Edward, no concebía ninguna solución, a menos que ella le hiciera la propuesta, y ahora no supo si tendría el valor. Qué atada estaba, con su vida uncida a la de aquel extraño de un villorrio de las Chiltern Hills que conocía los nombres de las flores silvestres y de los cultivos y de todos los reyes y papas medievales. Y qué extraordinario le parecía ahora haber elegido ella misma aquella situación, aquel embrollo.
Seguía de espaldas. Presintió que él se le había acercado, se lo imaginó justo detrás de ella, con las manos colgando fláccidas a los costados, abriendo y cerrando suavemente los dedos mientras sopesaba la posibilidad de tocarle el hombro. De la compacta oscuridad de las colinas, directamente desde la otra orilla de Fleet, llegaba la canción de un solo pájaro, aflautada y serpeante. De lo bonita que era la canción y de la hora en que la cantaba, Florence habría deducido que era un ruiseñor. Pero ¿los ruiseñores vivían a la orilla del mar? ¿Cantaban en julio? Él lo sabría, pero ella no estaba de humor para preguntárselo. Él dijo, con toda naturalidad:
—Te quería, pero lo haces tan difícil.
Guardaron silencio, envueltos en las insinuaciones del pretérito imperfecto. Al final ella dijo, con un tono interrogante:
—¿Me querías?
Él no rectificó. Quizá él tampoco fuese tan malo para la táctica. Se limitó a decir:
—Podríamos estar tan libres juntos, podríamos estar en el paraíso. Y, en vez de eso, este desastre.
Esta verdad sencilla desarmó a Florence, al igual que el cambio a un tiempo verbal más esperanzador. Pero la palabra «desastre» la devolvió a la inmunda escena en el dormitorio, la tibia sustancia que se secaba en su piel hasta formar una costra crujiente. Estaba decidida a no permitir que volviese a ocurrirle semejante cosa.
Su respuesta fue neutra:
—Sí.
—¿A qué se refiere el sí?
—Es un desastre.
Hubo un silencio, una especie de punto muerto de duración indeterminada, durante el cual escucharon las olas y el canto intermitente del pájaro, que se había alejado y cuyos trinos más débiles eran aún más claros. Finalmente, como ella se esperaba, él le puso la mano en el hombro. El tacto fue amable y le esparció una calidez por la columna y la región inferior de la espalda. No supo qué pensar. Le desagradó a ella misma el hecho de estar calculando el momento en que debía darse media vuelta, y se vio a sí misma como quizá él la viera, tan desmañada y frágil como su madre, difícil de entender, poniendo pegas cuando podían estar a gusto en el paraíso. De modo que debía facilitar las cosas. Era su deber, su deber conyugal.
Al volverse, se puso fuera del alcance de Edward porque no quería que la besara, no inmediatamente. Necesitaba tener la mente despejada para comunicarle su proyecto. Pero aún estaban lo bastante juntos para que ella distinguiera algunas de sus facciones a la luz escasa. Quizá en aquel momento la luna que ella tenía detrás estuviera parcialmente descubierta. Creyó que él la miraba como solía hacerlo —era una mirada de asombro— cada vez que se disponía a decirle que era hermosa. Ella nunca le creyó realmente y le molestaba que se lo dijera porque él quizá deseaba algo que ella sólo podía negarle. Coartada por este pensamiento, no se decidió a decir lo que quería.
Se sorprendió preguntando:
—¿Es un ruiseñor?
—Es un mirlo.
—¿Por la noche? —dijo ella, sin poder ocultar su decepción.
—Debe de ser un lugar privilegiado. El pobre se está esforzando. —Y añadió—: Como yo.
Ella se rió al instante. Era como si en parte se hubiese olvidado de él, de su naturaleza auténtica, y ahora le veía claramente delante, el hombre al que amaba, el viejo amigo que decía cosas imprevisibles y cautivadoras. Pero fue una risa incómoda, porque se sentía un poco furiosa. Nunca había conocido tales altibajos y virajes bruscos en sus sentimientos, sus estados de ánimo. Y estaba a punto de formular una propuesta que desde un punto de vista era totalmente sensata, y desde otro, con gran probabilidad —no podía estar segura—, completamente ultrajante. Se sintió como si estuviera reinventando la existencia. Estaba condenada a equivocarse.
Espoleado por su risa, él volvió a aproximarse a ella, trató de cogerle la mano y ella se apartó de nuevo. Era crucial pensar claro. Empezó a decir lo que había ensayado mentalmente, la declaración trascendental.
—Sabes que te quiero. Mucho, muchísimo. Y sé que me quieres. Nunca lo he dudado. Y me encanta estar contigo y quiero pasar la vida a tu lado y tú me dices que sientes lo mismo. Todo debería ser sencillo. Pero no lo es…, es un desastre, como tú has dicho. Incluso a pesar de todo este amor. También sé que toda la culpa es mía, y los dos sabemos por qué. Debe de ser ya bastante evidente para ti que…
Titubeó; él quiso hablar, pero ella levantó la mano.
—Que no tengo remedio, que soy un caso perdido para el sexo. No sólo soy una nulidad, sino que no parece que lo necesite como otras personas, como tú. Simplemente es algo que no forma parte de mi ser. No me gusta, no me gusta pensar en ello. No sé por qué es así, pero creo que no va a cambiar. Y si no digo esto ahora vamos a estar siempre combatiéndolo y te va a hacer muy infeliz y a mí también.
Esta vez, cuando ella hizo una pausa, él guardó silencio. Estaba a dos metros de distancia, él no era más que una silueta muy quieta. Ella tuvo miedo y se forzó a proseguir.
—Quizá debería psicoanalizarme. Quizá lo que necesito de verdad es matar a mi madre y casarme con mi padre.
Esta broma nimia y valiente, que ella había pensado antes, para suavizar su mensaje o para que sonara menos de otro mundo, no arrancó una reacción de Edward. Formaba una figura de dos dimensiones contra el mar, indescifrable y absolutamente inmóvil. Con un movimiento inseguro y ondulante, ella se llevó una mano a la frente para retirar un imaginario pelo suelto. En su nerviosismo empezó a hablar más rápido, aunque articulaba con claridad las palabras. Como un patinador sobre un hielo que se funde, aceleró para salvarse de morir ahogada. Apresuraba las frases, como si la velocidad bastara para generar sentido, como si pudiera propulsar también a Edward para que dejara atrás las contradicciones, imprimirle un viraje tan veloz sobre la curva de su intención que él se quedara sin reparos que oponer. Como no arrastraba las palabras, por desgracia parecía enérgica, cuando en realidad estaba al borde de la desesperación.
—Lo he pensado detenidamente y no es tan estúpido como parece. Como la primera vez que lo oyes, me refiero. Nos queremos: es un hecho. Ninguno de los dos lo duda. Sabemos ya que nos hacemos felices. Ahora somos libres de elegir por nuestra cuenta, de vivir nuestra vida. En realidad, nadie puede decirnos cómo debemos vivir. ¡Somos muy libres! Y la gente vive hoy de muchas maneras distintas, vive de acuerdo con sus propias normas y principios, sin tener que pedir permiso a nadie. Mamá conoce a dos homosexuales que viven juntos en un piso, como marido y mujer. Dos hombres. En Oxford, en Beaumont Street. Son muy discretos al respecto. Los dos son profesores en Christ Church. Nadie les molesta. Y nosotros también podemos establecer nuestras normas. En realidad puedo decir esto porque sé que me quieres. Quiero decir lo siguiente: Edward, te quiero, y no tenemos que ser como todos, o sea, nadie, nadie en absoluto…, nadie sabría lo que hemos hecho o no. Estaríamos juntos, viviríamos juntos, y si tú quisieras, quisieras realmente, es decir, siempre que ocurriera, y por supuesto ocurriría, yo lo entendería, más que entenderlo, lo querría, lo querría porque quiero que seas libre y feliz. Nunca estaría celosa, siempre que supiera que me quieres. Yo te amaría y haría música, es todo lo que quiero hacer en la vida. En serio. Sólo quiero estar contigo, cuidarte, ser feliz contigo y trabajar con el cuarteto y un día tocar algo, algo bello para ti, como la pieza de Mozart, en el Wigmore Hall.
Se detuvo en seco. No había tenido intención de hablar de sus ambiciones musicales, y pensó que había sido un error.
Él hizo un ruido entre dientes, más parecido a un silbido que a un suspiro, y cuando habló produjo una especie de gañido. Su indignación era tan virulenta que sonó como un triunfo.
—¡Dios mío! Florence. ¿Lo he entendido bien? ¡Quieres que vaya con otras mujeres! ¿Es eso?
Ella dijo, en voz baja:
—No, si no quisieras hacerlo.
—Me estás diciendo que podría hacerlo con cualquiera que me gustara, excepto contigo.
Ella no contestó.
—¿Te has olvidado de que nos hemos casado hoy? No somos dos maricas que viven en secreto en Beaumont Street. ¡Somos marido y mujer!
Las nubes más bajas volvieron a separarse y, aunque no había luz de luna directa, un resplandor débil, difundido a través de estratos más altos, se desplazó sobre la playa e iluminó a la pareja de pie junto al gran árbol caído. En su furor, Edward se agachó para recoger una piedra grande y lisa que estrelló contra su palma derecha y luego contra la izquierda.
Estaba a punto de gritar ahora.
—¡Te adoraré con mi cuerpo! Es lo que has prometido hoy. Delante de todo el mundo. ¿No te das cuenta de lo asquerosa y ridícula que es tu idea? Y qué insultante. ¡Es un insulto para mí! Quiero decir, decir… —buscaba las palabras—, ¿cómo te atreves?
Dio un paso hacia ella, con la piedra en la mano levantada, y después se volvió y en su frustración la lanzó hacia el mar. Antes de que cayera, justo al borde de la línea del agua, volvió la cabeza hacia Florence.
—Me engañaste. En realidad, eres un fraude. Y sé exactamente qué otra cosa eres. ¿Sabes lo que eres? Eres frígida, eso es lo que eres. Completamente frígida. Pero pensaste que necesitabas un marido, y yo fui el primer puñetero idiota que se presentó.
Ella sabía que no se había propuesto engañarle, pero todo lo demás, en cuanto él lo dijo, parecía totalmente cierto. Frígida, la horrible palabra: comprendió que le era aplicable. Ella era exactamente lo que significaba la palabra. Su propuesta era repulsiva: ¿cómo podía ella no haberlo visto antes? Y un insulto evidente. Y lo peor de todo era que había quebrantado sus promesas, formuladas en público, en una iglesia. En cuanto él se lo dijo, todo encajó a la perfección. Era un ser despreciable, tanto para ella misma como para él.
No tenía nada más que decir y abandonó la protección del árbol vomitado por la marea. Para emprender el regreso hacia el hotel, tenía que pasar por delante de Edward, y cuando lo estaba haciendo se paró delante y dijo, con poco más que un susurro:
—Lo siento, Edward. Lo siento inmensamente.
Hizo una pausa, se demoró un momento a la espera de una respuesta y siguió su camino.
Las palabras de Florence, su particular construcción arcaica, le perseguirían durante un largo tiempo. Despertaba de noche y las oía, u oía algo parecido a su eco, y oía su tono ansioso y doliente, y gemía al recordar aquel momento, su propio silencio y la rabia con que se apartó de ella y después estuvo otra hora más en la playa, saboreando la delicia absoluta de la injuria, el agravio y el insulto que ella le había infligido, elevado por una sensiblera concepción de sí mismo como alguien que saludable y trágicamente estaba en lo cierto. Recorrió de arriba abajo el guijarral agotador, tirando piedras al mar y gritando obscenidades. Después se desplomó junto al árbol y se sumió en un ensueño de piedad por sí mismo hasta que de nuevo pudo enardecer la ira. Se quedó en la orilla pensando en Florence, y en su distracción las olas le mojaron los zapatos. Por último regresó caminando despacio por la playa, y se detuvo muchas veces a emitir mentalmente una sentencia severa e imparcial que daba plena satisfacción a su pleito. En su infortunio, casi se sentía noble.
Cuando llegó al hotel, ella ya había recogido su fin de semana y se había ido. No dejó ninguna nota en la habitación. En la recepción él habló con los dos mozos que les habían servido la cena en el carrito. Aunque no se lo dijeron, se mostraron visiblemente sorprendidos de que él no supiera que un familiar había caído enfermo y su mujer había sido reclamada con urgencia en su casa. El subdirector había tenido la amabilidad de llevarla en automóvil a Dorchester, donde ella confiaba en tomar el último tren y hacer un transbordo posterior para Oxford. Cuando Edward se volvió para subir a la suite nupcial, no vio la mirada elocuente que intercambiaron los dos jóvenes, pero se la imaginó perfectamente.
Pasó desvelado el resto de la noche en la cama de cuatro postes, totalmente vestido y todavía furioso. Sus pensamientos se perseguían en un baile circular, en un delirio de constante retorno. Casarse con él, después repudiarle, era monstruoso, quería que él saliese con otras mujeres, quizá quisiera mirar, era una humillación, era increíble, decía que le amaba, él apenas le había visto alguna vez los pechos, le engañó para que se casaran, ni siquiera sabía besar, le había embaucado, le había estafado, nadie debía saberlo, tenía que ocultar aquel vergonzoso secreto, que ella se había casado con él y después le había repudiado, era monstruoso…
Justo antes del amanecer se levantó, fue a la sala y, de pie detrás de la silla, rascó la salsa solidificada de su plato de carne con patatas y se las comió. A continuación vació el plato de Florence, sin importarle de quién fuese el plato. Después se comió todos los bombones de menta y después el queso. Abandonó el hotel cuando despuntaba el alba y recorrió con el cochecito de Violet Ponting kilómetros de carreteras estrechas con setos altos, mientras entraba por la ventanilla abierta el olor de boñiga reciente y de hierba segada, hasta que accedió a la desierta carretera principal a Oxford.
Dejó el coche delante de la casa de los Ponting con las llaves de contacto puestas. Sin echar una ojeada a la ventana de Florence, atravesó deprisa la ciudad, con la maleta en la mano, para atrapar un tren temprano. Aturdido por la extenuación, recorrió andando el largo trayecto desde Henley a Turville, tomando la precaución de evitar el itinerario que había seguido Florence el año anterior. ¿Por qué habría de remedar sus pasos? Al llegar a casa se negó a dar una explicación a su padre. Su madre ya se había olvidado de que estaba casado. Las gemelas le acosaron a preguntas y especulaciones sagaces. Las llevó al fondo del jardín y obligó a Harriet y a Anne a jurar solemnemente y por separado, con la mano en el corazón, que nunca volverían a mencionar el nombre de Florence.
Una semana más tarde supo por su padre que la señora Ponting había organizado eficientemente la devolución de todos los regalos de boda. Lionel y Violet iniciaron entre los dos unos discretos trámites de divorcio a causa de la no consumación del matrimonio. A instancia de su padre, Edward redactó una carta formal a Geoffrey Ponting, presidente de Ponting Electronics, en la que lamentaba haber «cambiado de opinión» y, sin mencionar a Florence, presentaba sus disculpas, su dimisión y se despedía en pocas palabras.
Aproximadamente un año más tarde, cuando su ira había amainado, el orgullo le seguía impidiendo buscarla o escribirle. Temía que Florence estuviese con otro y, no teniendo noticias de ella, llegó a convencerse de que así era. Hacia el final de aquella celebrada década, cuando su vida sufrió la presión de todas las nuevas emociones, libertades y modas, así como del caos de numerosas aventuras amorosas —llegó a poseer por fin una pericia razonable—, pensaba a menudo en la extraña propuesta de Florence y ya no le parecía tan ridícula, y desde luego nada repugnante o injuriosa. En las nuevas circunstancias reinantes, parecía una propuesta liberada y adelantada a su tiempo, inocentemente generosa, y un acto de sacrificio personal que él no había comprendido en absoluto. «¡Vaya oferta, tío!», podrían haberle dicho sus amigos, aunque nunca habló con nadie de aquella noche. Por entonces, a finales de los sesenta, vivía en Londres. ¿Quién habría vaticinado unas transformaciones semejantes: el súbito inocente enaltecimiento del placer sensual, la predisposición sin complicaciones de tantas mujeres hermosas? Edward vagó durante aquellos breves años como un niño confuso y feliz, indultado de un castigo duradero, sin apenas dar crédito a su buena suerte. Quedaban atrás la colección de tomitos de historia y todos los proyectos académicos serios, aunque no tuvo ningún objetivo especial a la hora de tomar una decisión firme sobre su futuro. Como el pobre Sir Robert Carey, salió de la historia para vivir confortablemente en el presente.
Participó en la organización de diversos festivales de rock, contribuyó a abrir en Hampstead un local de alimentos naturales, trabajó en una tienda de discos, no lejos del canal de Camden Town, escribió crónicas de rock para pequeñas revistas, tuvo una sucesión caótica de amantes que se traslapaban, viajó por Francia con una mujer que se convirtió en su esposa durante tres años y medio y vivió en París con ella. Llegó a ser copropietario de la tienda de discos. Estaba demasiado atareado para leer periódicos y, además, por un tiempo observó la actitud de que nadie podía confiar realmente en la prensa «seria», porque todo el mundo sabía que la controlaban los intereses de Estado, militares o económicos, opinión de la que Edward renegó más adelante.
Aunque por entonces hubiera leído los periódicos, habría sido improbable que hubiera hojeado las páginas dedicadas a las artes, las largas y sesudas críticas de conciertos. Su exiguo interés por la música clásica había capitulado totalmente ante el rock and roll. Así que nunca se enteró del debut triunfal del cuarteto Ennismore en el Wigmore Hall, en julio de 1968. El crítico del Times celebró la llegada de «sangre nueva, de pasión juvenil a la escena actual». Alabó la «perspicacia, la intensidad reflexiva, la manera incisiva de tocar» que sugería «una asombrosa madurez musical en intérpretes que aún no habían cumplido los treinta. Dominan con una soltura magistral todo el abanico de efectos armónicos y dinámicos, y la rica composición de contrapunto que caracteriza el último estilo de Mozart. Su quinteto en re mayor nunca ha sido ejecutado con tanta sensibilidad». Al final de la crónica destacaba al primer violín, la directora. «Siguió un adagio de una expresividad abrasadora, consumada belleza y potencia espiritual. La señorita Ponting, por la ternura cadenciosa de su tono y la delicadeza lírica de su fraseo, tocó, si se me permite la expresión, como una mujer enamorada, no sólo de Mozart o de la música, sino de la vida misma».
Y aunque Edward hubiera leído esta reseña, no habría podido saber —la única que lo sabía era Florence— que cuando se encendieron las luces de la sala y los jóvenes intérpretes se levantaron, deslumbrados, para agradecer los clamorosos aplausos, la primera violinista no pudo evitar que su mirada se dirigiese al centro de la tercera fila, al asiento 9C.
Años después, cada vez que Edward pensaba en ella o hablaba mentalmente con ella, o imaginaba que le escribía o que se la encontraba en la calle, se le antojaba que hacer un relato de su propia vida le habría llevado menos de un minuto, menos de la mitad de una página. ¿Qué había hecho de sí mismo? Se había dejado llevar por la corriente, medio dormido, poco atento, sin ambición, sin seriedad, sin hijos, confortable. Sus logros modestos eran sobre todo materiales. Poseía un estudio diminuto en Camden Town, era propietario a tiempo compartido de una casa de campo de dos habitaciones en Auvergne y de dos tiendas de discos especializadas en jazz y rock and roll, negocios precarios que poco a poco iban socavando las ventas por Internet. Suponía que los amigos le consideraban un buen amigo y había vivido una buena época, una época loca, sobre todo los primeros años. Era padrino de cinco niños, aunque no empezó a desempeñar esta función hasta que ellos frisaban o acababan de sobrepasar los veinte años.
En 1976 murió la madre de Edward y cuatro años más tarde él se instaló en la casita para cuidar a su padre, aquejado de la enfermedad de Parkinson, que progresaba rápidamente. Harriet y Anne, casadas y con hijos, vivían fuera. A la sazón, Edward tenía cuarenta años y un matrimonio fracasado a la espalda. Viajaba a Londres tres veces por semana para ocuparse de las tiendas. Su padre murió en casa en 1983 y fue enterrado al lado de su mujer en el cementerio de Pishill. Edward se quedó como inquilino en la casa paterna: sus hermanas eran ahora las propietarias legales. Al principio utilizó el lugar como un refugio de Camden Town, y después, a principios de los años noventa, se mudó allí para vivir solo. Físicamente, Turville Heath, o el rincón que él ocupaba, no era muy distinto del hogar en que había crecido. En lugar de labradores o artesanos, tenía por vecinos a propietarios de segundas residencias o trabajadores que se desplazaban a diario a la ciudad, pero todos ellos eran amistosos. Y Edward nunca se habría considerado una persona infeliz: entre sus amistades de Londres había una mujer a la que tenía mucho afecto; ya entrado en los cincuenta jugaba al criquet en el Turville Park, era un miembro activo de una sociedad de historia de Henley y participó en la restauración de los arriates de berros de Ewelme. Dos días al mes trabajaba para una fundación con sede en High Wycombe que ayudaba a niños con lesiones cerebrales.
Incluso sesentón, un hombre grande y corpulento, con el pelo blanco surcado de entradas y una cara rosada y saludable, conservaba el hábito de las caminatas. Su paseo diario aún incluía la avenida de tilos, y con buen tiempo emprendía un trayecto circular para observar las flores silvestres en el terreno comunal de Maidensgrove o las mariposas en la reserva natural de Bix Bottom, y volvía a través de los hayedos a la iglesia de Pishill, donde pensaba que a él también le sepultarían algún día. Alguna que otra vez, llegaba hasta una bifurcación de caminos en lo profundo de un hayedo y pensaba ociosamente que allí debió de ser donde ella se había parado para consultar su mapa aquella mañana de agosto, y se la imaginaba nítidamente, sólo a unos pocos centímetros y cuarenta años después, determinada a encontrarle. O se detenía delante de una vista del valle de Stonor y se preguntaba si sería allí donde ella había hecho un alto para comer la naranja. Al final se confesaba a sí mismo que nunca había conocido a nadie a quien hubiese amado tanto, que nunca había encontrado a nadie, hombre o mujer, que igualase la seriedad de Florence. Quizá si se hubiera quedado con ella se habría concentrado más en su vida y ambiciones y habría podido escribir aquellos libros de historia. Aunque no era lo que a él le gustaba, sabía que el cuarteto Ennismore era eminente y seguía siendo un conjunto venerado en el campo de la música clásica. Nunca iba a los conciertos ni compraba —ni siquiera los miraba— los álbumes de grabaciones de Beethoven o Schubert. No quería ver la fotografía de Florence y descubrir la obra de los años ni saber detalles de su vida. Prefería conservarla como era en sus recuerdos, con el diente de león prendido en el ojal y la diadema de terciopelo, la bolsa de lona en bandolera y el hermoso rostro de huesos fuertes, con su sonrisa amplia y sin malicia.
Cuando pensaba en ella, lo hacía con cierto asombro de haber dejado escapar a aquella chica del violín. Ahora, por supuesto, veía que la propuesta retraída de Florence era totalmente intrascendente. Lo único que ella había necesitado era la certeza de que él la amaba y la tranquilidad de que él le hubiera dicho que no había prisa porque tenían toda la vida por delante. Con amor y paciencia —ojalá hubiera él tenido las dos cosas a un tiempo— sin duda los dos habrían salido adelante. Y entonces, ¿qué hijos no nacidos habrían podido tener oportunidades, qué niña con una diadema podría haberse convertido en un familiar querido? De este modo podía cambiarse por completo el curso de una vida: no haciendo nada. En Chesil Beach podría haber llamado a Florence, podría haberla seguido. No supo, o no había querido saberlo, que al huir de él, convencida en su congoja de que estaba a punto de perderle, nunca le había amado más, o con menos esperanza, y que el sonido de su voz habría sido una liberación para ella, y habría vuelto. Pero él guardó un frío y ofendido silencio en el atardecer de verano y observó la premura con que ella recorría la orilla y cómo las olitas que rompían acallaban el sonido del avance trabajoso de Florence hasta que sólo fue un punto borroso y decreciente contra la inmensa vía recta de guijarros relucientes a la luz pálida.