En el año breve que transcurrió entre el encuentro con Florence en St. Giles y la boda en St. Mary, a menos de ochocientos metros de distancia, Edward fue un huésped frecuente de una noche en la amplia mansión victoriana al lado de Banbury Road. Violet Ponting le asignó lo que la familia llamaba el «cuartito», en el piso más alto, castamente alejado del cuarto de Florence, con vista a un jardín tapiado y, más allá, al terreno de un college o una residencia de ancianos: nunca se molestó en averiguar cuál de los dos. El «cuartito» era más grande que cualquiera de los dormitorios de la casita de campo de Turville Heath, y posiblemente más que la salita. Sencillas estanterías pintadas de blanco, con ediciones Loeb de latín y griego, cubrían una pared del cuartito. A Edward le agradaba la asociación con un saber tan austero, aunque sabía que no engañaba a nadie dejando ejemplares de Epicteto o Estrabón en la mesilla de noche. Como en todas las demás partes de la casa, las paredes de su habitación estaban exóticamente pintadas de blanco —no había un solo pedazo de papel de pared, ni floral ni rayado, en el feudo de los Ponting—, y el suelo era de tablas sin barnizar, desnudas. Tenía para él solo el altillo de la casa y un cuarto de baño espacioso en un semirrellano, con ventanas victorianas de cristal coloreado y tejas de corcho esmaltado: otra novedad.

Su cama era amplia y de una dureza insólita. En un rincón, bajo la pendiente del tejado, había una mesa de pino sin barnizar, un flexo y una silla de cocina pintada de azul. No había cuadros, alfombras ni adornos, revistas recortadas ni otros restos de aficiones o proyectos. Por primera vez en su vida hizo un esfuerzo por ser ordenado, porque aquel cuarto no se parecía a ninguno que hubiese conocido, allí era posible tener pensamientos despejados y tranquilos. Fue allí, una brillante medianoche de noviembre, donde escribió una carta formal a Violet y Geoffrey Ponting declarando su ambición de casarse con su hija, y tan seguro estaba de la aprobación de los padres que ni siquiera les pedía permiso.

No se equivocaba. Se mostraron encantados y celebraron el compromiso con un almuerzo dominical en familia en el Randolph Hotel. Edward conocía demasiado poco del mundo para que le sorprendiera la acogida de los Ponting. Educadamente, en su calidad de amigo estable de Florence y después su prometido, consideró normal que, cuando hacía autostop o tomaba un tren de Henley a Oxford, su habitación le estuviera allí esperando, que hubiera siempre comidas en las que se solicitaran sus opiniones sobre el gobierno y la situación mundial, que le hubieran confiado la biblioteca y el jardín, con su campo delineado de croquet y bádminton. Agradecía, pero no le asombraba en absoluto que su colada se mezclara con la de la familia y que sobre la manta en el extremo de la cama apareciese una pila en orden de ropa planchada, gentileza de la asistenta, que venía todos los días laborables.

No era de extrañar que Geoffrey Ponting quisiera jugar al tenis con Edward en las pistas de hierba de Summertown. Edward era un tenista mediocre: tenía un servicio decente que se aprovechaba de su estatura, y de vez en cuando daba un fuerte raquetazo desde la línea de saque. Pero en la red era torpe y bobo, y no pudiendo fiarse de su revés rebelde prefería perseguir las bolas que le llegaban por la izquierda. Tenía un poco de miedo al padre de su novia, le preocupaba que Geoffrey pensara que era un intruso, un impostor, un ladrón que intentaba atracar la virginidad de su hija y desaparecer a continuación: sólo una parte de lo cual era cierto. Cuando iban en automóvil a las pistas, a Edward también le inquietaba el partido: sería de mala educación ganar, y una completa pérdida de tiempo si era incapaz de oponer una resistencia decente a su rival. No había motivo para que le turbara ninguno de los dos temores. Ponting estaba en otra división, era un jugador de golpes rápidos y certeros, y daba brincos de un vigor asombroso para un hombre de cincuenta años. Ganó el primer set por seis juegos a uno, el segundo por seis a nada y el tercero por seis a uno, pero lo más importante era su rabia cada vez que Edward conseguía arrebatarle un punto. Cuando retornaba a su posición, el jugador más viejo se musitaba una arenga que, por lo que Edward alcanzaba a oír desde su campo, contenía amenazas de violencia contra sí mismo. De hecho, de vez en cuando Ponting se asestaba un fuerte golpe con la raqueta en la nalga derecha. No sólo quería ganar, o ganar fácilmente; necesitaba anotarse cada tanto. Los dos juegos que había perdido en el primer y el tercer set y sus pocos errores no forzados casi le hicieron gritar: «¡Oh, por el amor de Dios, hombre! ¡Vamos!» En el trayecto de vuelta a casa estuvo lacónico, y Edward tuvo al menos la satisfacción de pensar que la docena de puntos que había marcado en los tres sets eran como una especie de victoria. Si hubiera ganado de una forma convencional, quizá no le habrían consentido que volviera a ver a Florence.

En general, Geoffrey Ponting, a su manera nerviosa y enérgica, era amable con él. Si Edward estaba en la casa cuando Geoffrey volvía del trabajo, alrededor de las siete, preparaba para los dos sendos gin-tonic de la vitrina de bebidas: igual medida de ginebra que de tónica, y muchos cubitos de hielo. Para Edward era una novedad el hielo en los cócteles. Se sentaban en el jardín y hablaban de política: más que nada, Edward escuchaba las opiniones de su futuro suegro sobre el declive de los negocios británicos, las disputas de jurisdicción en los sindicatos y la locura de conceder la independencia a diversas colonias africanas. Ponting ni siquiera se relajaba cuando estaba sentado; se columpiaba en el borde del asiento, listo para levantarse de un salto, y subía y bajaba la rodilla mientras hablaba o retorcía los dedos de los pies dentro de las sandalias al compás de un ritmo que sonaba en su cabeza. Era mucho más bajo que Edward, pero de una constitución fornida y brazos musculosos, cuya maraña de vello rubio le gustaba exhibir vistiendo camisas de manga corta, incluso en el trabajo. También su calvicie parecía una declaración de poder más que de edad: la piel bronceada, tersa y tirante, como velas tensadas, se extendía sobre el amplio cráneo. Tenía la cara igualmente grande, con labios pequeños y carnosos cuya postura serena era un mohín resuelto, la nariz chata y menuda y los ojos tan separados que, visto a determinadas luces, Geoffrey parecía un feto gigantesco.

Florence nunca dio muestras de querer sumarse a aquellas charlas en el jardín, y quizá Ponting tampoco deseaba su presencia. Que Edward supiera, padre e hija muy pocas veces se hablaban, excepto en compañía, y entonces hablaban de cosas intrascendentes. Pero él pensaba que eran intensamente conscientes uno de otro, y le daba la impresión de que intercambiaban miradas cuando otras personas estaban hablando, como si compartieran una crítica secreta. Ponting siempre rodeaba con el brazo los hombros de Ruth, pero nunca, en presencia de Edward, abrazaba a su hija mayor. No obstante, en la conversación, Ponting hacía muchas referencias gratas a «Florence y tú» o a «vosotros, los jóvenes». A él, más que a Violet, le emocionó la noticia del compromiso de boda y fue él quien organizó el almuerzo en el Randolph y propuso media docena de brindis. A Edward se le pasó por la cabeza la idea, no muy en serio, de que estaba bastante ansioso de librarse de su hija.

Fue por esta época cuando Florence sugirió a su padre que Edward podría ser valioso para la empresa. Ponting le llevó en su Humber una mañana de domingo a su fábrica en el lindero de Whitney, donde se diseñaban y ensamblaban instrumentos científicos provistos de transistores. No pareció preocuparle en absoluto, a medida que pasaban entre el laberinto de mesas de trabajo y entre el olor familiar de soldadura fundida, que a Edward, estupefacto, como era de esperar, por la ciencia y la tecnología, no se le ocurriese hacer ni una sola pregunta interesante. Revivió un poco cuando conoció, en un trastero sin ventanas, al director de ventas, que tenía veintinueve años y una licenciatura en historia por la Universidad de Durham, y que había escrito su tesis doctoral sobre el monacato medieval en el noreste de Inglaterra. Aquella noche, mientras tomaban un gin-tonic, Ponting ofreció a Edward un empleo de viajante en la empresa, con el cometido de conseguir nuevos clientes. Tendría que estudiarse los productos y aprender un mínimo de electrónica, y un poco menos aún de derecho contractual. Edward, que todavía no tenía proyectos profesionales, y que se imaginaba muy bien escribiendo libros de historia en trenes y en habitaciones de hotel entre reuniones, aceptó, más con un espíritu de cortesía que con un auténtico interés.

Los diversos trabajos caseros que se brindó a hacer estrecharon aún más su lazo con los Ponting. Aquel verano de 1961 segó en numerosas ocasiones los diversos céspedes —el jardinero estaba enfermo—, cortó tres partidas de leña para la leñera y llevó con frecuencia al vertedero el segundo automóvil, un Austin 35, cargado de cachivaches del garaje que no usaban y que Violet quería convertir en una ampliación de la biblioteca. Con aquel mismo coche —nunca le confiaban el Humber— acompañaba a Ruth, la hermana de Florence, a casa de amigos y primos en Thame, Banbury y Stratford, y luego la recogía. Hacía de chófer para Violet: en una ocasión la llevó a un simposio sobre Schopenhauer en Winchester, y en el camino ella le interrogó sobre su interés por los cultos milenaristas. ¿Cuántos seguidores habían generado la hambruna o el cambio social? Y con su antisemitismo y sus ataques contra la Iglesia y los mercaderes, aquellos movimientos ¿no podían considerarse una forma temprana de socialismo al estilo ruso? Y después, con la misma intención provocativa, ¿no era la guerra nuclear el equivalente moderno del Apocalipsis del Libro de las Revelaciones, y no estábamos obligados por nuestras historia y nuestra naturaleza culpable a soñar con nuestra aniquilación?

Él contestó nervioso, consciente de que ella estaba sondeando su valía intelectual. Mientras él hablaba atravesaban las afueras de Winchester. En su visión periférica la vio sacar su polvera y empolvarse los ajados rasgos blancos. Le fascinaron sus brazos pálidos, delgados como palos, y sus codos puntiagudos, y se preguntó de nuevo si sería realmente la madre de Florence. Pero estaba obligado a concentrarse, así como a conducir. Dijo que creía que la diferencia entre el antes y el ahora era más importante que la similitud. Era la diferencia entre, por un lado, una fantasía morbosa y absurda, concebida por un místico posterior a la Edad de Hierro, y más tarde embellecida por sus crédulos equivalentes medievales y, por otro, el temor racional a un suceso posible y aterrador que estaba en nuestras manos evitar.

Con un tono seco de reprimenda que tuvo por efecto dar la conversación por terminada, ella le dijo que no la había entendido del todo. La cuestión no era si los milenaristas medievales se equivocaban acerca del Libro de las Revelaciones y el fin del mundo. Por supuesto que se equivocaban, pero creían apasionadamente que estaban en lo cierto y actuaban con arreglo a sus convicciones. Del mismo modo, él creía sinceramente que las armas nucleares destruirían el mundo y actuaba en consonancia. Era absolutamente irrelevante que se equivocara, que la verdad era que aquellas armas mantenían al mundo a salvo de la guerra. Esto, en definitiva, era el propósito de la disuasión. Sin duda, como historiador, habría aprendido que a lo largo de los siglos los delirios colectivos tenían temas comunes. Cuando Edward se percató de que ella estaba equiparando el apoyo que él prestaba a la campaña en pro del desarme con la militancia en una secta milenarista, se retrajo cortésmente y recorrieron en silencio el último kilómetro. En otra ocasión hizo con Violet el trayecto de ida y vuelta a Cheltenham, donde ella dio una conferencia a las alumnas del Ladies’ College sobre los beneficios de una educación en Oxford.

La de Edward progresaba despacio. Durante aquel verano comió por primera vez una ensalada aliñada con limón y aceite y tomó yogur en el desayuno, una sustancia deliciosa que sólo conocía gracias a una novela de James Bond. La apresurada cocina de su padre y la dieta a base de empanada y patatas fritas de sus tiempos de estudiante no le había preparado para las extrañas verduras —las berenjenas, los pimientos verdes y rojos, los calabacines y los tirabeques— que a menudo le ponían delante. Se quedó sorprendido y hasta un poco molesto en su primera visita, cuando Violet sirvió de primer plato un cuenco de guisantes poco cocidos. Edward tuvo que sobreponerse a una aversión, no tanto al sabor como a la reputación del ajo. Ruth se estuvo riendo minutos enteros, hasta que tuvo que salir del comedor, cuando él llamó baguette a un croissant. Antes había dejado boquiabiertos a los Ponting al afirmar que nunca había viajado a ningún sitio salvo a Escocia, para escalar los tres Munros de la península de Knoydart. Probó por primera vez en su vida muesli, aceitunas, pimienta negra fresca, pan sin mantequilla, anchoas, cordero poco hecho, un queso distinto del cheddar, pisto, salchichón, bullabesa, comidas enteras sin patatas y, lo más desafiante de todo, una pasta rosa de pescado: taramosalata. Muchos de aquellos alimentos tenían un sabor ligeramente repulsivo y se asemejaban entre sí de un modo indefinible, pero estaba decidido a no parecer rústico. Algunas veces en que comió demasiado deprisa estuvo a punto de atragantarse.

Se habituó enseguida a algunas de las novedades: café recién molido y filtrado, zumo de naranja en el desayuno, paté de pato, higos frescos. No estaba en condiciones de saber qué insólita situación era la de los Ponting, una profesora universitaria casada con un próspero hombre de negocios, y Violet, amiga en tiempos de Elizabeth David, regentando un hogar en la vanguardia de la revolución culinaria mientras daba clases a sus alumnos sobre mónadas y el imperativo categórico. Edward asimiló aquellas circunstancias domésticas sin reconocer su exótica opulencia. Supuso que así vivían los profesores de la Universidad de Oxford, y no pensaba dejarse sorprender con cara de estar impresionado.

De hecho estaba extasiado, vivía en un sueño. Durante aquel caluroso verano, su deseo de Florence fue inseparable del escenario: las enormes habitaciones blancas y sus suelos inmaculados de madera caldeada por la luz del sol, el fresco aire verde del jardín enmarañado que entraba en la casa por las ventanas abiertas, las flores fragantes de North Oxford, las pilas de libros recientes de tapa dura sobre mesas de la biblioteca —la nueva obra de Iris Murdoch (era amiga de Violet), el último Nabokov, el último Angus Wilson— y su primer contacto con un tocadiscos estereofónico. Florence le enseñó una mañana las válvulas a la vista, de un color anaranjado reluciente, de un amplificador que sobresalía de una elegante caja gris, y los altavoces que llegaban a la altura de la cintura, y le puso a un volumen inmisericorde la sinfonía Haffner de Mozart. La inaugural subida de una octava le arrebató con su osada claridad —toda una orquesta se desplegó de repente ante él—, y levantó un puño y gritó que la amaba desde un extremo de la habitación, sin importarle quién le oyese. Era la primera vez que lo había dicho, a Florence o a otra persona. Ella le devolvió las mismas palabras y se rió encantada de que a Edward por fin le hubiera conmovido una pieza de música clásica. Cruzó la habitación e intentó bailar con ella, pero la música se volvió escurridiza y agitada y se detuvieron, perdido el paso, y se abrazaron envueltos en el remolino sinfónico.

¿Cómo podía fingirse a sí mismo que dentro de su limitada existencia aquellas experiencias no eran extraordinarias? Logró no pensar al respecto. No era de temperamento introspectivo, y deambular por la casa con una erección constante, o eso parecía, en cierto modo embotaba o restringía sus pensamientos. Las normas tácitas de la casa le autorizaban a estar tumbado en la cama de Florence mientras ella practicaba el violín, siempre que la puerta del dormitorio estuviese abierta. En teoría él estaba leyendo, pero lo único que podía hacer era observarla y adorar sus brazos desnudos, la diadema en su pelo, su espalda recta, la dulce inclinación de su barbilla cuando insertaba el instrumento debajo, la curva de sus pechos silueteados contra la ventana, el roce del dobladillo de su falda de algodón contra las pantorrillas bronceadas a medida que arqueaba el cuerpo, y los pequeños músculos que abultaban el sóleo cuando ella se movía y oscilaba. A intervalos suspiraba, contrariada, por una imperfección imaginaria de tono o de fraseo, y repetía el pasaje una y otra vez. Otro indicio de su humor era la forma en que pasaba las páginas del atril, buscando otra pieza con un súbito chasquido brusco de muñeca, o bien, otras veces, despaciosamente, por fin complacida consigo misma o previendo nuevos placeres. A él le emocionaba, casi le impactaba, que ella pareciera haberle olvidado: poseía el don de una concentración absoluta, mientras que él podía pasarse un día entero en una penumbra de aburrimiento y excitación sexual. Bien podía transcurrir una hora hasta que ella parecía recordar la presencia de Edward, y aunque se volvía y le sonreía, nunca se reunía con él en la cama: una fortísima ambición profesional, o alguna ordenanza doméstica, la mantenía al lado del atril.

Daban paseos hasta Port Meadow, río arriba por el Támesis hasta el Perch o el Trout para tomar una pinta de cerveza. Cuando no hablaban de sus sentimientos —a Edward empezaban a parecerle empalagosas estas conversaciones—, hablaban de sus aspiraciones. Él se explayaba acerca de la colección de relatos sobre figuras semiolvidadas que durante un breve tiempo se codearon con grandes hombres, o que habían vivido su propio lapso de notoriedad. Le contó a Florence la frenética cabalgada al norte de Sir Robert Carey, su llegada a la corte de Jacobo I con la cara ensangrentada a raíz de una caída del caballo, y la inutilidad de todos los esfuerzos. Tras su conversación con Violet, Edward había decidido añadir a uno de los milenaristas medievales de Norman Cohn, un mesías flagelante del decenio de 1360, cuyo advenimiento predijeron, según proclamaban él y sus seguidores, las profecías de Isaías. Cristo no pasaba de ser su precursor, porque él era el emperador de los últimos días y también el propio Dios. Sus discípulos autoflagelantes le obedecían como esclavos y le rezaban. Se llamaba Konrad Schmid y es probable que la Inquisición le quemara en la hoguera en 1368, tras lo cual sus numerosos adeptos se disolvieron sin más. Según Edward, cada historia no superaría las doscientas páginas y Penguin Books las publicaría con ilustraciones, y quizá cuando la colección estuviese acabada podrían editarla completa en un estuche especial.

Naturalmente, Florence hablaba de sus planes para el cuarteto Ennismore. La semana anterior habían ido a la antigua facultad y habían tocado entero el Razumovsky de Beethoven para el tutor de Florence, que se había conmovido visiblemente. Les dijo directamente que tenían futuro y que debían permanecer juntos a toda costa y trabajar con el máximo ahínco. Dijo que debían concretar su repertorio, concentrarse en Haydn, Mozart, Beethoven y Schubert y dejar para más adelante a Schumann, Brahms y a todos los compositores del siglo XX. Florence le dijo a Edward que era la única vida que quería, que no soportaría malgastar años en el atril del fondo de alguna orquesta, en el supuesto de que consiguiera una plaza. El trabajo en el cuarteto era tan intenso, la necesidad de concentración tan extrema cuando cada intérprete era como un solista y la música tan hermosa y densa, que cada vez que tocaban una pieza completa descubrían algo nuevo.

Le dijo todo esto a sabiendas de que la música clásica no significaba nada para él. Para él, era mejor escuchada en el trasfondo y a bajo volumen, una corriente de aullidos, raspaduras y pitidos indistintos, que en general se consideraba que transmitía seriedad, madurez y respeto por el pasado, y totalmente desprovistos de interés o de emoción. Pero Florence creyó que su grito triunfante al oír la obertura de la sinfonía Haffner era un gran avance, y en consecuencia le invitó a acompañarla a Londres para asistir a un ensayo. Él aceptó de buena gana: por supuesto, quería verla en acción, pero aún más importante era la curiosidad de averiguar si aquel violoncelista, Charles, al que ella había mencionado demasiadas veces, podía ser un rival en algún sentido. Si lo era, Edward creyó necesario hacer acto de presencia.

Gracias a una tregua estival de reservas, la sala de piano contigua al Wigmore Hall cedía al cuarteto una sala de ensayo por una suma simbólica. Florence y Edward llegaron mucho antes que los demás para que él pudiera dar una vuelta por el Hall. Ni la sala verde, el camerino diminuto, ni siquiera el auditorio y la cúpula justificaban, pensó, la veneración que ella sentía por aquel lugar. Tan orgullosa estaba del Wigmore Hall que era como si lo hubiese diseñado ella misma. Condujo a Edward al escenario y le pidió que se imaginara la emoción y el terror de salir a tocar ante una audiencia entendida. Él no pudo, pero no se lo dijo. Ella le dijo que algún día ocurriría, que había tomado aquella decisión: el cuarteto Ennismore actuaría allí, y triunfaría con un hermoso concierto. Él la amó por la solemnidad de su promesa. La besó y luego bajó de un salto al auditorio, se puso tres filas más atrás, justo en el centro, y juró que pasara lo que pasase él estaría allí aquel día, en aquel mismo asiento, el 9C, y encabezaría los aplausos y los bravos al final.

Cuando el ensayo empezó, Edward guardó silencio sentado en un rincón de la habitación desnuda, en un estado de felicidad profunda. Estaba descubriendo que estar enamorado no era algo estable, sino una sucesión de impulsos u oleadas nuevos, y en aquel momento experimentaba una. El chelista, claramente desconcertado por el nuevo amigo de Florence, era un gordito tartamudo y con la piel terriblemente estropeada, y Edward pudo compadecerle y perdonar generosamente su fijación servil en Florence, porque él tampoco era capaz de apartar la vista de ella. Florence se hallaba en un estado de satisfacción extática cuando se dispuso a ensayar con sus amigos. Se puso la diadema y Edward, mientras aguardaba a que empezase la sesión, cayó en un ensueño no sólo sexual con Florence, sino relacionado con el matrimonio y la familia, y la hija que podrían tener. Sin duda era una prueba de madurez pensar en estas cosas. Quizá era sólo una variación respetable de un viejo sueño de que le amara más de una chica. La niña heredaría la belleza y la seriedad de su madre y su encantadora espalda recta, y con seguridad tocaría un instrumento: el violín, probablemente, aunque no descartaba del todo la guitarra eléctrica.

Aquella tarde concreta, Sonia, la viola del pasillo de Florence, fue a trabajar sobre el quinteto de Mozart. Por fin estuvieron listos para empezar. Hubo un silencio de tensión tan breve que podría haber sido escrito por el propio Mozart. En cuanto empezaron a tocar, a Edward le asombró el volumen puro, la fortaleza del sonido y la intercalación aterciopelada de los instrumentos, y durante minutos seguidos disfrutó realmente la música, hasta que perdió el hilo y le aburrieron, como de costumbre, la agitación remilgada y la monotonía del ensayo. Entonces Florence hizo una pausa y unos comentarios en voz baja, y hubo una discusión general hasta que reanudaron la pieza. Esto ocurrió varias veces, y la repetición empezó a revelar a Edward una dulce melodía discernible, diversos enredos pasajeros entre los intérpretes y audaces descensos y subidas cuya aparición siguiente acechó muy atento. Más tarde, en el tren de regreso, pudo decirle a Florence con plena sinceridad que la música le había conmovido y hasta le tarareó fragmentos. Ella se emocionó tanto que hizo otra promesa: de nuevo, aquella solemnidad estremecida que parecía duplicar el tamaño de sus ojos. Cuando llegase el gran día del debut del Ennismore en el Wigmore Hall, tocarían el quinteto y se lo dedicarían en especial a Edward.

A cambio, él le llevó a Oxford, desde su casita de campo, una selección de discos que quería que ella aprendiera a apreciar. Inmóvil en su asiento, ella escuchó a Chuck Berry pacientemente, con los ojos cerrados y una concentración excesiva. Él pensó que quizá no le gustara «Roll over Beethoven», pero a ella le pareció divertidísima. Él puso sus «torpes pero honorables» versiones de las canciones de Chuck Berry hechas por los Beatles y los Rolling Stones. Ella intentó encontrar algo elogioso que decir sobre cada uno, pero empleó palabras como «alegre» «animado» o «sentido», y él supo que simplemente procuraba ser amable. Cuando él sugirió que ella, en realidad, no «conectaba» con el rock and roll y que no había motivo para que siguiera intentándolo, ella admitió que lo que no aguantaba era la percusión. Cuando las canciones eran tan elementales, casi todas un simple cuatro por cuatro, ¿por qué aquel incesante golpeteo, estrépito y repiqueteo para llevar el compás? ¿A qué venía, cuando ya había una guitarra rítmica y a menudo un piano? Si los músicos necesitaban oír los compases, ¿por qué no utilizaban un metrónomo? ¿Y si el cuarteto Ennismore añadía un batería? Él la besó y le dijo que era la persona más cuadrada de toda la civilización occidental.

—Pero me quieres —dijo ella.

Por consiguiente te quiero.

A principios de agosto, cuando un vecino de Turville Heath cayó enfermo, a Edward le ofrecieron un empleo provisional, a media jornada, de encargado en el club de criquet de Turville. Tenía que trabajar doce horas a la semana y podía distribuirlas como le conviniera. Le gustaba salir de casa por la mañana temprano, antes incluso de que su padre estuviese despierto, y recorrer entre los trinos de pájaros la avenida de tilos hasta el club, como si fuera el dueño del lugar. La primera semana preparó el campo para el derby local, el gran partido contra Stonor. Segó la hierba, pasó el rodillo y ayudó a un carpintero que vino de Hambleden a construir y pintar una pantalla nueva. Siempre que no trabajaba o no le necesitaban en casa, se iba derecho a Oxford, no sólo por el ansia de ver a Florence, sino también porque quería impedir la visita que ella tendría que hacer a su familia. No sabía lo que su madre y Florence pensarían una de otra, o cuál sería la reacción de Florence ante la suciedad y el desorden de la casa. Creía que necesitaba tiempo para preparar a las dos mujeres, pero al final no hizo falta; al cruzar el campo a primera hora de una tarde calurosa de viernes, encontró a Florence esperándole a la sombra del vestuario. Conocía su horario y había cogido un tren temprano y caminado desde Henley hacia el valle de Stonor, con un mapa en la mano a una escala 1:500 y un par de naranjas en una bolsa de lona. Llevaba media hora observando cómo Edward marcaba la línea del fondo. Le estuvo amando a distancia, le dijo cuando se besaron.

Fue uno de los momentos más exquisitos de los primeros tiempos de su amor, cuando subieron lentamente del brazo la gloriosa avenida, caminando por el centro de la calzada para tomar plena posesión. Ahora que era inevitable, la perspectiva del encuentro de Florence con la madre y la casa de Edward ya no parecía importante. Las sombras que los tilos proyectaban eran tan intensas que se dirían de un negro azulado a la luz brillante, y el calor estaba cargado de hierba fresca y flores silvestres. Él hizo ostentación de conocer el nombre campestre de cada una y hasta tuvo la suerte de encontrar en el arcén un ramillete de gencianas de Chiltern. Cogieron sólo una. Vieron pasar volando a un escribano, un verderón y un gavilán, formando un ángulo cerrado alrededor de un endrino. Ella ni siquiera conocía el nombre de aquellos pájaros comunes, pero dijo que estaba decidida a aprenderlo. Estaba exultante por la belleza del paseo y el inteligente itinerario que había escogido: al dejar atrás el valle de Stonor había recorrido el angosto camino de granja hasta el solitario Bix Bottom, rebasado la iglesia de St. James, derruida y cubierta de hiedra, ascendido las laderas boscosas hasta el terreno comunal de Maidensgrove, donde descubrió una extensión inmensa de flores silvestres, y luego había cruzado los hayedos hasta Pishill Bank, donde había una iglesita de ladrillo y sílice y su camposanto hermosamente emplazados en un lado de la cuesta. A medida que ella describía cada paraje —y él conocía muy bien todos ellos—, Edward se la imaginaba allí sola, caminando a su encuentro horas seguidas, y parando sólo para consultar el mapa. Todo por él. ¡Qué regalo! Y nunca la había visto tan feliz ni tan bonita. Se había recogido el pelo con una diadema de terciopelo negro, llevaba tejanos negros y playeras, y una camisa blanca en cuyo ojal había prendido un diente de león desenfadado. Según caminaban hacia la casa ella le tiraba del brazo manchado de hierba para pedirle otro beso, aunque muy liviano, y por una vez él aceptó contento, o al menos tranquilo, que no fueran más lejos. Después de que ella hubo pelado la naranja que quedaba y que compartieron por el camino, la mano de Florence estaba pegajosa en la de Edward. La grata sorpresa del encuentro inesperado les había producido una exaltación inocente, y su vida parecía risueña y libre, tenían todo el fin de semana por delante.

El recuerdo de aquel paseo desde el campo de criquet hasta la casita hostigaba a Edward ahora, un año más tarde, la noche de bodas, cuando se levantó de la cama en la semioscuridad. Sentía la pulsión de emociones contrarias, y necesitaba aferrarse a sus mejores y más afectuosos pensamientos de Florence, pues de lo contrario creía que se vendría abajo, que simplemente se daría por vencido. Sentía una pesadez líquida en las piernas y cruzó el dormitorio para recoger sus calzoncillos del suelo. Se los puso, recogió el pantalón y se quedó un buen rato con él colgando de la mano mientras miraba por la ventana los árboles encogidos por el viento, oscurecidos hasta formar una masa continua de color verde grisáceo. En lo alto había una medialuna humeante que prácticamente no arrojaba luz. El sonido de las olas rompiendo en la orilla a intervalos regulares irrumpió en sus pensamientos, como si de repente se hubieran encendido, y le embargó el cansancio; su situación no alteraba lo más mínimo las leyes y los procesos inexorables del mundo físico, de la luna y las mareas, a los que de ordinario dedicaba un escaso interés. Este hecho tan palmario resultaba crudísimo. ¿Cómo iba a arreglárselas, solo y sin ayuda? ¿Y cómo bajar y enfrentarse a Florence en la playa, donde supuso que ella debía de estar? Los pantalones le colgaban de la mano, ridículos y pesados, aquellos tubos paralelos de tela unidos en un extremo, una moda arbitraria de siglos recientes. Le pareció que al ponérselos retornaría al mundo social, a sus obligaciones, a la auténtica medida de su vergüenza. En cuanto se vistiera, iría a buscarla. Por eso se demoraba.

Al igual que muchos recuerdos nítidos, el del paseo hacia Turville con Florence creaba una penumbra de olvido a su alrededor. Debieron de encontrar sola a su madre cuando llegaron a la casa; el padre y las chicas debían de estar aún en el colegio. A Marjorie Mayhew solía azorarla una cara extraña, pero Edward no conservaba memoria de haber presentado a Florence ni de cómo ella había reaccionado ante las habitaciones atestadas y sórdidas y el hedor de los desagües, más fétido en verano, que llegaba de la cocina. Sólo recordaba fragmentos de la tarde, determinadas imágenes, como postales viejas. Una de ellas, vista a través de la ventana mugrienta y enrejada del cuarto de estar, era la del fondo del jardín, donde Florence y la madre, sentadas en un banco, cada una con un par de tijeras y sendos números de la revista Life, charlaban recortando páginas. Cuando volvieron del colegio, las chicas debieron de llevar a Florence a ver al burro recién nacido del vecino, pues otra imagen mostraba a las tres volviendo unidas del brazo a través del césped. Una tercera era de Florence llevando al jardín una bandeja de té para el padre. Oh, sí, él no debía dudar de que ella era una buena, una buenísima persona, y aquel verano todos los Mayhew se quedaron prendados de ella. Las gemelas fueron a Oxford con Edward y pasaron el día en el río con Florence y su hermana. Marjorie siempre estaba preguntando por Florence, aunque nunca recordaba su nombre, y Lionel Mayhew, con todo su mundo, aconsejó a su hijo que se casara «con esa chica» antes de que se le escapara.

Evocó todos estos recuerdos del año anterior, las postales de la casa, el paseo bajo los tilos, el verano de Oxford, no por un deseo sentimental de exacerbar o alimentar su tristeza, sino de disiparla y sentirse enamorado, y frenar el avance de un elemento que al principio no quiso reconocer, los inicios de un ánimo ensombrecido, un juicio más sombrío, un rastro de veneno que incluso ahora se estaba ramificando en su interior. La ira. El demonio al que había contenido antes, cuando pensó que estaba a punto de perder la paciencia. Qué tentación de darle rienda suelta, ahora que estaba solo y podía estallar. Tras aquella humillación, su dignidad lo exigía. ¿Y qué tenía de malo un simple pensamiento? Mejor solventar el asunto ahora que estaba allí, medio desnudo entre las ruinas de su noche de bodas. Le ayudó en su rendición la claridad que acompaña a una súbita ausencia de deseo. Una vez que el ansia ya no ablandaba ni enturbiaba sus ideas, era capaz de percibir un insulto con la objetividad de un forense. Y vaya insulto que era, qué desprecio hacia él mostró ella con su grito de repulsión y aquel alboroto con la almohada, qué giro del bisturí, salir corriendo de la habitación sin decir una palabra y dejarle con la mancha asquerosa de la vergüenza y todo el fardo del fracaso. Ella había hecho lo que había podido para empeorar la situación, para hacerla irreparable. Él era despreciable para ella, quería castigarle, dejarle solo para que contemplara sus deficiencias sin pensar siquiera en el papel desempeñado por ella. Sin duda fue el movimiento de su mano, de sus dedos, lo que le había incitado. Al recordar aquel tacto, la dulce sensación, un nuevo hormigueo acuciante empezó a distraerle, a alejarle de aquellos juicios tan severos, a tentarle la idea de empezar a perdonarla. Pero resistió. Había encontrado el tema y siguió adelante. Presintió que más allá había una materia más pesada, y allí estaba, por fin la tenía, se abalanzó sobre ella, como un minero que avanza entre las paredes de un túnel más ancho, una lúgubre vía lo bastante amplia para su rabia creciente.

La tenía delante, clara, y era un idiota por no haberla visto antes. Durante un año entero había sufrido pasivamente un tormento, desear a Florence hasta el dolor, y desear también pequeñas cosas, cosas inocentes y lastimosas como un auténtico beso completo, y que ella le tocara y le dejara tocarla. La promesa de matrimonio era su único alivio. Y entonces qué placeres ella les había negado a los dos. Aunque no pudieran hacer el amor hasta después de estar casados, no hacían falta semejantes contorsiones, una contención tan dolorosa. Había sido paciente, no se había quejado: un idiota educado. Otros hombres habrían exigido más o se habrían marchado. Y se negaba a culparse a sí mismo si, al cabo de un año de esfuerzos por contenerse, no había aguantado más y en el momento crítico había fallado. Se acabó. Rechazaba aquella humillación, no la admitía. Era indignante que ella gritara su desilusión, que saliera corriendo del cuarto cuando la culpa era de ella. Él tenía que aceptar el hecho de que a ella no le gustaban los besos ni las caricias, no le gustaba la cercanía de los cuerpos, Edward no le interesaba. Carecía de sensualidad, estaba totalmente desprovista de deseo. Nunca sentiría lo que él. Edward dio los pasos siguientes con una soltura fatídica: ella sabía todo esto —¿cómo no iba a saberlo?— y le había engañado. Quería un marido para disponer de una fachada respetable, o por complacer a sus padres, o porque era lo que hacían todas. O porque pensaba que era un juego maravilloso. Ella no le amaba, no podía amar del modo en que se amaban los hombres y las mujeres, y lo sabía y se lo había ocultado. Era deshonesta.

No es sencillo rumiar verdades tan crudas descalzo y en calzoncillos. Se puso los pantalones y buscó a tientas los calcetines y los zapatos, y volvió a pensarlo todo, suavizando las aristas ásperas y las transiciones difíciles, los pasajes de unión que se elevaban, exentos de sus incertidumbres, y de este modo depuró su alegato y sintió que la ira resurgía. Estaba alcanzando un cierto grado, y no tendría sentido si no la expresaba. Todo estaba a punto de aclararse. Necesitaba saber lo que pensaba y sentía: necesitaba decírselo y mostrárselo a ella. Cogió de un manotazo la chaqueta de la silla y salió rápidamente de la habitación.