Cuando Florence llegó al dormitorio, soltó la mano de Edward y, apoyándose en uno de los postes de roble que sostenían el dosel de la cama, se encorvó primero hacia la derecha y después hacia la izquierda, inclinando un hombro con gracia cada vez, a fin de quitarse los zapatos. Eran el par de viaje que había comprado con su madre una tarde lluviosa y pendenciera en Debenhams; para Violet era inusual y estresante entrar en una tienda. Eran de piel flexible y color azul claro, con tacones bajos y un lazo diminuto en la parte delantera, habilidosamente entrelazado en una piel de un azul más oscuro. La recién casada no se apresuraba en sus movimientos; era otra de aquellas tácticas dilatorias que la comprometían aún más. Era consciente de la mirada embelesada de su marido, pero por el momento no se sentía tan agitada ni presionada. Al entrar en el dormitorio, se había zambullido en un estado de malestar y ensueño que la entorpecía como un traje de buceo antiguo en agua profunda. Sus pensamientos no parecían suyos: se los insuflaban, sustituyendo al oxígeno.

Y en aquel estado había tenido conciencia de una frase musical simple y majestuosa, que sonaba y se repetía a la manera inaprensible y penumbrosa de la memoria auditiva, y que la siguió hasta el borde de la cama, donde sonó de nuevo mientras ella sostenía un zapato en cada mano. La frase conocida —alguien habría dicho incluso que famosa— constaba de cuatro notas en ascenso que parecían estar planteando una pregunta tentativa. Como el instrumento era un violoncelo en lugar de su violín, el interrogador no era ella misma sino un observador imparcial, ligeramente incrédulo, pero asimismo insistente, pues tras un breve silencio y una respuesta prolongada y poco convincente, el chelo hizo otra vez la pregunta en términos diferentes, con un acorde distinto, y luego la reiteró una y otra vez, recibiendo cada vez una respuesta dudosa. No era una serie de palabras que ella pudiese emparejar con las notas; no era como algo que se estuviese diciendo. El interrogante no tenía contenido, era tan puro como un signo de interrogación.

Era la obertura de un quinteto de Mozart, la causa de cierta disputa entre Florence y sus amigos porque tocarlo había requerido incorporar otra viola y los demás preferían evitar complicaciones. Pero Florence se empeñó, quería a alguien para aquella pieza y cuando invitó a una amiga del mismo pasillo a unirse a ellas para un ensayo y una repentización completa, el chelista, naturalmente, en su vanidad se entusiasmó y las demás enseguida sucumbieron al sortilegio. ¿Quién no? Si la frase de obertura planteaba una cuestión difícil sobre la cohesión del cuarteto Ennismore —llamado así por la dirección de la residencia femenina—, Florence la zanjó frente a la oposición, una contra tres, con su firmeza y con su inflexible sentido del buen gusto propio.

Mientras cruzaba el dormitorio, todavía de espaldas a Edward e intentando ganar tiempo, y depositaba con cuidado los zapatos en el suelo, al lado del ropero, las cuatro notas le recordaron aquella otra faceta de su carácter. La Florence que dirigía el cuarteto, que fríamente imponía su voluntad, nunca se sometería dócilmente a las expectativas convencionales. No era un cordero para que la acuchillaran sin quejarse. O para que la penetrasen. Se preguntaría a sí misma qué quería exactamente y qué no quería del matrimonio, y se lo diría en voz alta a Edward, y esperaba llegar a algún tipo de transacción con él. Desde luego, lo que cada uno deseaba no lo obtendría a expensas del otro. El propósito era amar y que los dos fueran libres. Sí, tenía que decir lo que pensaba, como hacía en los ensayos, y ahora iba a hacerlo. Hasta tenía esbozada una propuesta que podría formular. Separó los labios y respiró. Después se volvió, al oír el sonido de una tabla del suelo, y Edward iba hacia ella, sonriente, con su hermoso rostro un poco sonrosado, y la idea liberadora —como si ella nunca la hubiese concebido— se esfumó.

El vestido de recién casada era de un liviano algodón veraniego, azul claro, una combinación perfecta con sus zapatos, y descubierto sólo al cabo de muchas horas recorriendo aceras entre Regent Street y Marble Arch, por suerte sin su madre. Cuando Edward estrechó a Florence no fue para besarla, sino primero para apretar el cuerpo contra el suyo y después para ponerle una mano en la nuca y buscar la cremallera del vestido. La otra mano la puso plana y firme contra los riñones de Florence y le estaba cuchicheando al oído, tan alto y tan cerca que ella sólo oyó un rugido de aire caliente y húmedo. Pero no se podía desabrochar la cremallera con una sola mano, no, por lo menos, los primeros centímetros. Había que sujetar con una mano la parte superior del vestido para desabrocharlo, pues de lo contrario la tela fina, al fruncirse, se enganchaba. Ella, para ayudarle, se habría pasado la mano por encima del hombro, pero tenía los brazos atrapados y, además, no estaba bien mostrarle cómo había que hacer. Ante todo no quería herir la susceptibilidad de Edward. Con un suspiro agudo, él tiró más fuerte de la cremallera, con intención de forzarla, pero ya había llegado al punto en que no se movía hacia arriba ni hacia abajo. Florence pareció por un momento atrapada dentro del vestido.

—Oh, Dios, Flo. Estate quieta, ¿quieres?

Ella se paralizó, obedeciendo, horrorizada por la agitación que detectó en su voz, y tuvo la certeza automática de que la culpa era suya. Al fin y al cabo, era su vestido, su cremallera. Pensó que podría haber ayudado zafarse y darle la espalda, y acercarse más a la ventana para que hubiese más luz. Pero esto podría parecer desafección, e interrumpirle delataría la magnitud del problema. En casa recurría a su hermana, que era diestra con los dedos, a pesar de que era pésima al piano. La madre no tenía paciencia para nimiedades. Pobre Edward: notó en los hombros los trémulos esfuerzos que hacían sus brazos al emplear las dos manos, y se imaginó los gruesos dedos masculinos forcejeando entre los pliegues de tela fruncida y obstinado metal. Le compadecía y a la vez estaba un poco asustada. Quizá le enfureciera aún más hasta la más tímida sugerencia. Por tanto, aguardó pacientemente hasta que al fin él la soltó con un gemido y retrocedió.

De hecho, se había arrepentido.

—Lo siento de verdad. Es un lío. Soy torpísimo.

—Cariño. A mí me ocurre muchas veces.

Fueron a sentarse juntos en la cama. Él sonrió para darle a entender que no la creía, pero que agradecía el comentario. Allí, en el dormitorio, por las ventanas abiertas de par en par se veía el mismo panorama de césped del hotel, bosque y mar. Un cambio brusco de viento o marea, o quizá fuese la estela de un barco que pasaba, les llevó el sonido de varias olas rompiendo en sucesión, recios impactos contra la orilla. Después, con la misma brusquedad, las olas volvieron a ser como antes, un tintineo y un rastrilleo suave a través de los guijarros.

Ella le rodeó el hombro con el brazo.

—¿Quieres saber un secreto?

—Sí.

Ella le tomó el lóbulo de una oreja entre el pulgar y el índice, le tiró de la cabeza con suavidad hacia ella y susurró:

—La verdad es que estoy un poco asustada.

No era estrictamente exacto, pero, reflexiva como era, nunca habría podido describir el abanico de sus sentimientos: una seca sensación física de encogimiento tenso, una repulsión general hacia lo que pudieran pedirle que hiciera, vergüenza ante la perspectiva de decepcionar a Edward y de revelarse como un engaño. Se disgustaba ella misma, y cuando susurró la confesión, pensó que las palabras le silbaban dentro de la boca como las de un villano de teatro. Pero era mejor decir que estaba asustada que reconocer aversión o vergüenza. Tenía que hacer todo lo posible para empezar a rebajar las expectativas de su marido.

Él la estaba mirando y nada en su expresión denotó que la hubiese oído. Incluso en medio del atolladero, a Florence le maravillaron los ojos castaño claro de Edward. Qué bondadosa inteligencia y clemencia. Quizá si los miraba fijamente y sólo los veía a ellos pudiese hacer cualquier cosa que él le pidiera. Se entregaría a él sin reservas. Pero era una fantasía.

—Creo que yo también —dijo él por fin. Mientras hablaba colocó la mano justo encima de la rodilla de Florence, la deslizó por debajo del dobladillo del vestido y la descansó en la cara interior del muslo, tocando justo las bragas con el pulgar. Ella tenía las piernas desnudas y tersas, y morenas de solearse en el jardín y en partidos de tenis con antiguas condiscípulas en las pistas públicas de Summertown, y en dos largas comidas campestres con Edward en las colinas floridas encima del hermoso pueblo de Ewelme, donde estaba sepultada la nieta de Chaucer. Siguieron mirándose a los ojos: en esto eran maestros. Ella tenía tal conciencia del contacto de Edward, de la presión cálida y pegajosa de su mano contra la piel, que imaginaba, veía con nitidez el largo y curvado pulgar en la penumbra azul debajo de su vestido, acechando paciente como una máquina de guerra al otro lado de las murallas de la ciudad, la uña bien recortada rozando la seda color crema arrugada en festones diminutos a lo largo de la cenefa de encaje, y tocando también —estaba segura, lo notaba claramente— un pelo curvilíneo que asomaba por el borde.

Hacía todo lo posible para impedir que se le tensara un músculo de la pierna, pero era algo ajeno a su voluntad, actuaba sin su permiso, tan inevitable y poderoso como un estornudo. Aquella pérfida franja de músculo no le dolió al contraerse en un leve espasmo, pero sintió que la estaba delatando, dando la primera indicación de la gravedad de su problema. Él sin duda notó la pequeña tormenta que bullía debajo de su mano, porque ensanchó los ojos una pizca, y el arco de sus cejas y la insonora separación de sus labios sugirieron que estaba impresionado, incluso sobrecogido, al confundir con ansiedad la zozobra de Florence.

«¿Flo…?» Dijo su nombre con cautela, con un altibajo, como si quisiera serenarla, o disuadirla de una acción impetuosa. Pero él también estaba aplacando una pequeña tempestad propia. Su respiración era superficial e irregular, y una y otra vez despegaba la lengua del paladar, con un sonido blando y viscoso.

Es vergonzoso a veces que el cuerpo no quiera, o no pueda, ocultar emociones. ¿Quién, por decoro, ha frenado alguna vez el corazón o sofocado un rubor? Indisciplinado, el músculo de Florence brincaba y se agitaba como una polilla atrapada debajo de su piel. En ocasiones tenía una dificultad similar con el párpado. Pero quizá el alboroto estaba remitiendo; no lo sabía seguro. Recurrió a la ayuda de los elementos básicos, y los enunció en silencio con una claridad estúpida: él tenía allí la mano porque era su marido; ella la dejaba estar porque era su mujer. Algunas amigas suyas —Greta, Hermione, en especial Lucy— llevarían ya horas desnudas entre las sábanas y habrían consumado aquel matrimonio —ruidosa, jubilosamente— mucho antes de la boda. En su afecto y generosidad, incluso tenían la impresión de que era exactamente lo que Florence había hecho. Ella nunca les había mentido, pero tampoco les había aclarado las cosas. Al pensar en sus amigas, percibió el extraño sabor no compartido de su existencia: estaba sola.

En vez de avanzar, la mano de Edward —tal vez le había puesto nervioso lo que había desencadenado— se meció ligeramente en su sitio, manoseando con delicadeza el muslo de Florence. Quizá por esta razón el espasmo estaba cesando, pero ella ya no prestaba atención. Tuvo que haber sido accidental, ya que Edward no podía haberlo sabido mientras su mano le palpaba la pierna, la yema del pulgar pulsaba contra el pelo señero que asomaba curvilíneo por debajo de las bragas, y lo columpiaba de un lado para otro, lo removía en su raíz, a lo largo del nervio del folículo, un mero asomo de una sensación, un inicio casi abstracto, tan infinitamente pequeño como un punto geométrico que creciese hasta formar una minúscula mota de borde liso, y siguiera creciendo. Ella lo dudó, lo negó, no obstante sentir que se hundía y se doblaba interiormente en dirección a aquel punto. ¿Cómo podía la raíz de un pelo solitario imantar su cuerpo entero? Al ritmo acariciante de la mano de Edward, en latidos constantes, aquel único punto de contacto se esparció por la superficie de la piel, le cruzó el vientre y descendió palpitante hasta el perineo. No era una sensación del todo desconocida: algo entre un dolor y un picor, pero más tenue, más cálido y, de algún modo, más vacío, una dolorosa vacuidad placentera que emanaba de un folículo rítmicamente estimulado, se extendía en círculos concéntricos por todo su cuerpo y ahora se adentraba más aún en él.

Por primera vez, su amor por Edward estuvo asociado a una definible sensación física, tan irrefutable como un vértigo. Antes sólo había conocido un caldo reconfortante de emociones cálidas, un espeso manto invernal de bondad y confianza. Aquello le había parecido suficiente, un logro en sí mismo. Ahora despuntaban por fin los albores del deseo, preciso y ajeno, pero claramente suyo; y, más allá, como suspendido encima y detrás de ella, justo fuera del alcance de su vista, estaba el alivio de ser igual que todo el mundo. A los catorce años, desesperada por su tardío desarrollo y por el hecho de que todas sus amigas ya tenían pechos mientras que ella parecía todavía una niña de nueve años gigantesca, tuvo un instante de revelación semejante delante del espejo, la noche en que por vez primera discernió y sondeó una nueva y tirante turgencia alrededor de los pezones. Si su madre no hubiera estado preparando su clase sobre Spinoza en el piso de abajo, Florence habría gritado de júbilo. Era innegable: ella no era una subespecie aislada de la especie humana. Triunfal, pertenecía al género.

Ella y Edward aún se sostenían las miradas. Hablar parecía descartado. Ella fingía a medias que no pasaba nada, que él no tenía la mano debajo del vestido, que el pulgar no estaba columpiando de un lado para otro a un pelo púbico extraviado y que ella no estaba haciendo un importantísimo descubrimiento sensorial. Detrás de la cabeza de Edward se extendía una vista parcial de un pasado lejano —la puerta abierta, la mesa del comedor junto a la puertaventana y los residuos en torno a la cena intacta—, pero no se permitió desviar la mirada para captarla. A pesar de la sensación agradable y del alivio, subsistía la aprensión, un muro alto que no era fácil demoler. Tampoco ella quería hacerlo. No obstante la novedad, no se hallaba en un estado de abandono delirante, ni quería que le apresurasen hacia ello. Quería demorarse en aquel momento espacioso, en aquella tesitura, plenamente vestidos, con la suave mirada castaña y la caricia tierna y la emoción creciente. Pero sabía que era imposible y que, como decía todo el mundo, una cosa tenía que llevar a otra.

Edward tenía aún la cara extrañamente rosada, las pupilas dilatadas, los labios despegados, la respiración igual que antes: superficial, irregular, rápida. La semana de preparativos de boda, de contención enloquecida, empezaba a pesar fuerte sobre la joven química de su cuerpo. Florence era tan preciosa y vívida ante él y no sabía muy bien qué hacer. En la luz menguante, el vestido azul del que no la había conseguido despojar brillaba oscuro contra el cobertor blanco de la cama. Cuando tocó por primera vez el muslo interno, la piel de Florence estaba sorprendentemente fría, y por alguna razón esto le había excitado intensamente. Al mirarla a los ojos, tenía la sensación de caerse hacia ella, en un movimiento de vértigo constante. Se sentía atrapado entre la presión de su deseo y el fardo de su ignorancia. Aparte de las películas, los chistes verdes y las anécdotas soeces, casi todo lo que sabía de las mujeres procedía de la propia Florence. La perturbación que percibía bajo la mano bien podía ser una señal elocuente a la que cualquiera podría haberle dicho cómo reconocer y reaccionar, una especie de precursor del orgasmo femenino, quizá. Del mismo modo, podían ser nervios. No lo sabía, y le alivió que aquello empezara a remitir. Recordó una vez en que, en un vasto trigal a las afueras de Ewelme, estuvo sentado a los mandos de una cosechadora, tras haber alardeado ante el granjero de que sabía manejarla, y no se atrevió a tocar una sola palanca. Simplemente, no era ducho en estas lides. Por un lado, había sido ella la que le condujo al dormitorio, la que se descalzó con aquel abandono y le dejó que le pusiera la mano tan cerca. Por otro, sabía por larga experiencia lo fácil que un movimiento impetuoso podía dar al traste con sus posibilidades. Además, mientras tenía la mano allí posada, palpando el muslo, ella siguió clavándole una mirada tan invitadora —se le dulcificaron las facciones acusadas, entornó los ojos y luego los abrió de par en par para encontrar los de Edward, y ahora Florence echó hacia atrás la cabeza— que su cautela era sin duda absurda. Aquella indecisión era una locura suya. Estaban casados, cielo santo, y ella le estaba alentando, apremiando, ansiosa de que él tomara la iniciativa. Pero él aún no había olvidado los recuerdos de la época en que había interpretado mal los signos, el más espectacular de todos en el cine, en la proyección de Un sabor a miel, cuando ella se había levantado de un salto y había salido al pasillo como una gacela sobresaltada. Costó semanas reparar aquel error único: fue un desastre que él no osó repetir, y era escéptico respecto al hecho de que una ceremonia nupcial de cuarenta minutos creara una diferencia tan profunda.

El aire en el dormitorio parecía haberse enrarecido, era inconsistente y costaba trabajo respirar. Le azoró un acceso de bostezos nerviosos, que reprimió frunciendo y ensanchando las ventanas nasales: no ayudaría en nada que ella pensara que se estaba aburriendo. Le dolía terriblemente que su noche de bodas no fuera simple cuando su amor era tan obvio. Consideraba tan peligroso su estado de excitación, ignorancia y titubeo porque no se fiaba de sí mismo. Era capaz de una conducta estúpida, y hasta explosiva. Sus amigos universitarios le tenían por uno de esos tipos callados, propensos a ocasionales erupciones violentas. Según su padre, ya en su más tierna infancia había tenido rabietas tremendas. En sus años escolares y en su época universitaria de vez en cuando le había atraído la libertad salvaje de una pelea a puñetazos. Desde los combates en el patio de escuela, alrededor de los cuales niños vociferando como locos formaban un corro de espectadores, hasta una cita solemne en un claro del bosque, cerca del límite del pueblo, Edward encontraba en pelearse un albur emocionante y descubría un ego espontáneo y decisivo que le esquivaba en el resto de su tranquila existencia. Nunca buscaba aquellas situaciones, pero cuando surgían, determinados aspectos —los amigos que le incitaban o le contenían, la puesta en guardia, la pura rabia del oponente— eran irresistibles. Le invadía algo como una visión de túnel y una sordera, y de repente entraba de nuevo en liza, se sumía en un placer olvidado, como emergiendo a un sueño recurrente. Como en una borrachera estudiantil, el dolor llegaba después. No era un gran pugilista, pero poseía el útil don de la temeridad física, y estaba bien colocado para subir las apuestas. También era fuerte.

Florence nunca le había visto aquella insania y él no tenía intención de hablarle de ella. No se había peleado desde hacía dieciocho meses, desde enero de 1961, en el segundo trimestre de su último curso. Fue un suceso unilateral, e insólito en el hecho de que Edward tenía cierto motivo, un grado de justicia de su lado. Caminaba por Old Compton Street hacia el French Pub de Dean Street con otro estudiante de tercer año de historia, Harold Mather. Era al atardecer y salían de la biblioteca de Malet Street para reunirse con unos amigos. En el colegio donde estudió Edward, Mather habría sido la víctima perfecta: era bajo, un metro sesenta y tres escaso, llevaba gafas gruesas, tenía unos rasgos cómicamente aplastados y era exasperantemente locuaz e inteligente. En la universidad, sin embargo, brillaba, gozaba de un gran prestigio. Poseía una importante colección de discos de jazz, editaba una revista literaria, Encounter le había aceptado un cuento, aunque aún no se lo había publicado, era hilarante en debates formales del sindicato y un buen imitador: imitaba a Macmillan, Gaitskell, Kennedy, Jrushov en un falso ruso, y también a dirigentes africanos y a humoristas como Al Read y Tony Hancock. Reproducía todas las voces y sketches de Beyond the Fringe, le consideraban con mucho el mejor alumno del grupo de historia. Edward juzgaba que era un progreso en su vida, un testimonio de una nueva madurez, el hecho de que valorase su amistad con un chico al que en otro tiempo quizá se hubiera esforzado en evitar.

A aquella hora, al atardecer de un día laborable de invierno, Soho justo empezaba a animarse. Los pubs estaban llenos pero los clubs aún no habían abierto y las aceras no estaban concurridas. Fue fácil ver a la pareja que caminaba hacia ellos por Old Compton Street. Eran rockers: él era grandote, de unos veinticinco años, con patillas largas, chupa de cuero tachonada de clavos, vaqueros prietos y botas, y su novia regordeta, que le agarraba del brazo, vestía un atuendo idéntico. Al pasar, y sin detener la marcha, el hombre balanceó el brazo para asestar un manotazo fuerte con la palma en la nuca de Mather, que le hizo tambalearse y le lanzó las gafas Buddy Holly patinando a través de la calzada. Fue un acto de eventual desprecio por la estatura y el aspecto estudioso de Mather, o por el hecho de que parecía judío, y lo era. Quizá el tipo pretendía impresionar o divertir a la chica. Edward no se paró a pensarlo. Cuando avanzó a zancadas detrás de la pareja, oyó a Harold gritarle algo como «no» o «deja», pero era precisamente la clase de súplica para la que ya era sordo. De nuevo estaba en el sueño. Le habría resultado difícil describir su estado: su cólera se había elevado y ascendía en espiral hacia una especie de éxtasis. Con la mano derecha agarró al tipo del hombro y le obligó a darse vuelta, y con la izquierda le aferró la garganta y le empujó contra una pared. La cabeza del rocker produjo un ruido satisfactorio al chocar contra una tubería de hierro. Sin soltarle el cuello, Edward le golpeó en la cara, un solo golpe, pero muy fuerte, con el puño cerrado. Después volvió para ayudar a Mather a buscar las gafas, uno de cuyos cristales se había roto. Siguieron su camino y dejaron el otro sentado en la acera, tapándose la cara con las dos manos mientras su novia se inclinaba a atenderle.

Edward tardó un rato aquella noche en comprender que Harold Mather no le estaba agradecido, y después en percatarse de su silencio, o de su silencio con respecto a él, y aún más tiempo, un día o dos, en entender que su amigo no sólo lo desaprobaba, sino algo peor: estaba avergonzado. En el pub ninguno de los dos contó a los amigos el episodio, y posteriormente Mather no habló del incidente con Edward. Una reprimenda habría sido un alivio. Sin hacer ostentación, Mather le rehuía. Aunque se veían en compañía de otros y Mather nunca se mostraba claramente distante de Edward, la amistad entre ambos nunca volvió a ser la misma. Edward se atormentaba al pensar que a Mather le había repugnado su conducta, pero no tenía el valor de suscitar el tema. Además, Mather se aseguraba de que no se quedaran a solas. Al principio creyó que su error fue haber lastimado el orgullo de Mather presenciando su humillación, que Edward después había agravado actuando como su defensor y demostrando que él era un hombre recio y Mather, por el contrario, un alfeñique vulnerable. Más adelante, Edward comprendió que lo que había hecho no era correcto, y su vergüenza fue tanto mayor. Las peleas callejeras no casaban con la poesía y la ironía, el bop o la historia. Era culpable de una falta de gusto. No era la persona que él pensaba que era. Lo que creía que era una rareza interesante, una virtud tosca, resultaba ser una vulgaridad. Era un chico del campo, un idiota provinciano que pensaba que un puñetazo con el puño desnudo podía impresionar a un amigo. Fue una reconsideración humillante. Estaba dando uno de los pasos típicos de la primera madurez: el descubrimiento de que había nuevos valores por los que prefería ser juzgado. Desde entonces, Edward se había mantenido al margen de peleas.

Pero ahora, en su noche de bodas, no tenía confianza en sí mismo. No estaba seguro de que la visión de túnel y la sordera selectiva no le asaltarían de nuevo, de que no le envolvieran como una niebla invernal en Turville Heath y oscureciesen su yo más reciente y complejo. Llevaba más de minuto y medio sentado al lado de Florence, con la mano debajo de su vestido, acariciándole el muslo. Su dolorosa ansia crecía hasta un punto intolerable y le asustaban su propia impaciencia salvaje y las palabras o acciones furiosas que pudiera provocar, y con ello el fin de la velada. Amaba a Florence, pero quería despertarla con un zarandeo o desarmar de una bofetada su rígida postura, como la que adoptaba ante el atril de música, sus convenciones de North Oxford, y hacerle ver lo sencillo que en realidad era: allí tenían, al alcance de la mano, una ilimitada libertad sensual, incluso bendecida por el vicario —Te adoraré con mi cuerpo—, una sucia, jubilosa libertad de miembros desnudos, que subía en su imaginación como una vasta catedral etérea, en ruinas quizá, sin tejado, con bóveda de tracería, hasta los cielos, que ascenderían ingrávidos en un abrazo poderoso y se poseerían, se ahogarían mutuamente en las oleadas de un embeleso apasionado y ciego. ¡Era sencillísimo! ¿Por qué no estaban los dos allá arriba, en vez de allí sentados, reprimidos por todas las cosas que no se atrevían a decir o no sabían cómo decirlas?

¿Y qué se interponía entre ellos? Su personalidad y su pasado respectivos, su ignorancia y temor, su timidez, su aprensión, la falta de un derecho o de experiencia o desenvoltura, la parte final de una prohibición religiosa, su condición de ingleses y su clase social, y la historia misma. Poca cosa en definitiva. Edward apartó la mano, estrechó a Florence y la besó en los labios, con toda la contención de que fue capaz, reteniendo la lengua. La tendió de espaldas en la cama de tal forma que la cabeza de Florence quedó recostada en su brazo. Se tumbó a su lado, apoyado en el codo del mismo brazo, y la miró. La cama crujía lastimeramente cuando se movían, un recordatorio de otras parejas que habían yacido allí, sin duda todas más expertas que ellos. Edward contuvo un súbito impulso de reírse al pensar en una cola solemne de parejas que, a lo largo del tiempo, llegaba hasta el pasillo y bajaba hasta la recepción. Era importante no pensar en ellas; la comedia mataba el erotismo. También tuvo que ahuyentar la idea de que él aterraba a Florence quizá. Si lo creía no podría hacer nada. Ella se mostraba dócil en sus brazos, con los ojos aún clavados en los suyos, la cara fláccida y una expresión incierta. Su respiración era regular y profunda, como la de un durmiente. Él susurró su nombre y volvió a decirle que la amaba, y ella pestañeó y separó los labios, quizá asintiendo, o incluso correspondiendo. Él empezó a despojarle de las bragas con la mano libre. Ella se tensó, pero no se resistió, y levantó de la cama las nalgas, o las levantó a medias. Se oyó de nuevo el triste sonido de los muelles del colchón o el bastidor de la cama, como el balido de un cordero pascual. Ni siquiera con la mano libre estirada al máximo era posible seguir acunando la cabeza de Florence mientras le pasaba las bragas por las rodillas y alrededor de los tobillos. Ella le ayudó doblando las rodillas. Una buena señal. Él no osó un nuevo intento con la cremallera del vestido y así el sujetador, por el momento —de seda azul claro, había él vislumbrado, con un fino ribete de encaje—, debía permanecer en su sitio. Adiós al ingrávido abrazo de miembros desnudos. Pero la veía hermosa como estaba, tendida sobre el brazo de Edward, con el vestido recogido en torno a los muslos y mechones de pelo revuelto esparcidos sobre el cobertor. Una reina del sol. Se besaron otra vez. Él sentía náuseas de indecisión y deseo. Para desvestirse habría tenido que alterar aquella prometedora postura de sus cuerpos y arriesgarse a romper el sortilegio. Un ligero cambio, una combinación de factores minúsculos, pequeños céfiros de duda y ella podría cambiar de idea. Pero él creía firmemente que hacer el amor —y la primerísima vez— sin nada más que desabrocharse la bragueta era poco sensual y burdo. Y descortés.

Al cabo de unos minutos, se escabulló del lado de Florence y se desvistió apresuradamente junto a la ventana, dejando libre de toda banalidad semejante una zona preciosa alrededor de la cama. Se pisó los talones de los zapatos para descalzarse y se arrancó los calcetines con rápidos movimientos de los pulgares. Observó que ella no le miraba a él, sino hacia arriba, al dosel combado que había encima. En cuestión de segundos él se despojó de todo menos la camisa, la corbata y el reloj de pulsera. En cierto sentido, la camisa, en parte encubriendo y en parte recalcando su erección, como un monumento público cubierto por una colgadura, reconocía educadamente el código impuesto por el vestido de Florence. La corbata era a todas luces absurda, y al volver hacia la cama se la quitó con una mano mientras se aflojaba con la otra el botón superior. Fue un movimiento de arrogancia confiada, y por un instante recobró una idea de sí mismo que tuvo en otro tiempo, la de un muchacho tosco pero básicamente decente y capaz, y luego se esfumó. El fantasma de Harold Mather le inquietaba aún.

Florence optó por no incorporarse y ni siquiera cambió de postura; tumbada de espaldas, miraba el paño plisado de color galleta, sostenido por postes que pretendían evocar, supuso, una antigua Inglaterra de castillos de piedra fría y amor cortés. Se concentró en la trama desigual de la tela, en una mancha verde del tamaño de una moneda —¿cómo habría llegado allí?— y en una hebra colgante, mecida por las corrientes de aire. Procuraba no pensar en el futuro inmediato, o en el pasado, y se imaginó aferrada a aquel momento, el precioso presente, como un escalador sin cuerda en un acantilado, apretando fuerte la cara contra la roca y sin osar moverse. Un agradable aire frío transitaba entre sus piernas desnudas. Escuchaba las olas lejanas, los graznidos de las gaviotas argénteas y el sonido de Edward desvistiéndose. Aquí volvía el pasado, de todos modos, el pasado indistinto. Era el olor del mar el que lo invocaba. Tenía doce años y estaba tumbada así, esperando, tiritando en la estrecha litera con bruñidos lados de caoba. Tenía la mente en blanco, se creía deshonrada. Al cabo de una travesía de dos días, estaban una vez más en la calma del puerto de Carteret, al sur de Cherburgo. Era tarde en la noche y su padre se movía en el oscuro camarote apretado para desvestirse como Edward ahora. Recordaba el susurro de las ropas, el tintineo de un cinto al desatarse, o de llaves o de monedas sueltas. Su única tarea consistía en mantener los ojos cerrados y pensar en una canción que le gustaba. O en cualquier canción. Recordaba el olor dulzón de comida casi podrida en el aire viciado de un barco después de un viaje tempestuoso. En la travesía solía marearse muchas veces y era una perfecta inútil para su padre como tripulación, y sin duda era esto la causa de su vergüenza.

Tampoco pudo evitar los pensamientos sobre el futuro inmediato. Confiaba en que, ocurriera lo que ocurriese, recobraría alguna modalidad de aquella sensación placentera y expansiva, que crecería hasta inundarla y sería un anestésico para sus miedos y la libraría de la deshonra. Parecía improbable. El auténtico recuerdo de la sensación, de habitarla, de conocer realmente cómo era, ya se había quedado reducido a un árido hecho histórico. Había acontecido una vez, como la batalla de Hastings. Con todo, era su única posibilidad, y por ende era preciosa, como un cristal antiguo y delicado, que era fácil dejar caer al suelo y otro buen motivo para no moverse.

Notó que la cama se hundía y vibraba cuando Edward se subió encima y su cara, suplantando al dosel, ocupó el campo de visión de Florence. Amablemente, levantó la cabeza para que él pudiese de nuevo deslizar el brazo por debajo para que le sirviera de almohada. La estrechó fuerte contra todo su cuerpo. Ella tenía a la vista la oscuridad de las fosas nasales de Edward y un pelo solitario y torcido en la izquierda, como un hombre inclinado delante de una gruta, que temblaba con cada exhalación de aire. A Florence le gustaban las líneas, claramente definidas, de aquella hendidura en forma de insignia sobre el labio superior. A la derecha del hemistiquio del labio había una mancha rosa, la turgencia diminuta de un alfilerazo, los inicios o las huellas evanescentes de un lunar. Florence percibió contra la cadera la erección, palpitante y dura como un palo de escoba, y, para su sorpresa, no le importó mucho. Lo que no quería, al menos no todavía, era verla.

Sellaron su reunión, él bajó la cabeza y se besaron; la lengua de Edward apenas rozó la punta de la de Florence, y ella se lo agradeció de nuevo. Conscientes del silencio en el bar de abajo —ni radio ni conversación—, se susurraron «Te quiero». La tranquilizó enunciar, aunque en voz baja, la fórmula perenne que les vinculaba y que demostraba, en efecto, que tenían intereses idénticos. Florence se preguntó si incluso llegaría a sobreponerse y a ser lo bastante fuerte para fingir de un modo convincente, y más adelante, en sucesivas ocasiones, reducir sus inquietudes a fuerza de pura familiaridad, hasta que sinceramente pudiese recibir y dar placer. No era necesario que él lo supiera, al menos no hasta que ella se lo contara, desde el fondo cálido de su nueva confianza, como si fuera una historia divertida: en aquel entonces, cuando ella era una chica ignorante, desdichada en sus miedos insensatos. Ahora ni siquiera tuvo reparos en que él le tocase los pechos, cuando en otro tiempo se hubiese retraído. Había esperanza, y al pensarlo Florence se estrechó más contra el pecho de Edward. Supuso que se había dejado puesta la camisa porque tenía los anticonceptivos en el bolsillo superior, al alcance de la mano. Con una de ellas le recorría la longitud del cuerpo y le estaba remangando hasta la cintura el dobladillo de la falda. Edward siempre había sido discreto sobre las chicas con las que había hecho el amor, pero ella no dudaba de que poseía una abundante experiencia. Sintió que el aire estival que entraba por la ventana abierta le cosquilleaba el vello púbico al descubierto. Ya se había adentrado demasiado en un territorio nuevo para volver atrás.

Florence nunca había pensado que los preámbulos del amor se realizasen como una pantomima, en un silencio tan vigilante e intenso. Pero aparte de las dos palabras obvias, ¿qué podía decir ella que no sonase afectado o idiota? Y como él estaba callado, pensó que debía de ser la pauta convencional. Habría preferido que hubiesen murmurado las ternezas tontas que solían decirse cuando pasaban la tarde vagueando tumbados en el dormitorio de Florence en North Oxford, totalmente vestidos. Ella necesitaba sentirse próxima a él para dominar al demonio del pánico que sabía que se aprestaba a aplastarla. Tenía que saber que él estaba con ella, a su lado, y que no iba a utilizarla, que era su amigo y era bueno y tierno. De lo contrario todo saldría mal, todo sería muy solitario. Dependía de él para que le infundiese seguridad en sí misma, más allá del amor, y al final no pudo reprimir una orden estúpida:

—¡Dime algo!

Un efecto inmediato y benéfico fue que la mano de Edward se detuvo en seco, no lejos de donde estaba antes, a unos centímetros del ombligo. Miró a Florence, con un ligero temblor en los labios: nervios, quizá, o una sonrisa incipiente, o un pensamiento en proceso de convertirse en palabras.

Para alivio de Florence, él captó el mensaje y recurrió a la forma de estupidez familiar. Dijo, solemne:

—Tienes una cara preciosa y un carácter hermoso y codos y tobillos sexis, y una clavícula, un putamen y un vibrato que todos los hombres tienen que adorar, pero tú me perteneces totalmente y yo me alegro y estoy orgulloso.

—Muy bien, puedes besarme el vibrato —dijo ella.

Él le tomó la mano izquierda y le chupó una tras otra las yemas de los dedos, y puso la lengua sobre los callos de violinista que había en ellos. Se besaron y fue en aquel momento de relativo optimismo para Florence cuando notó tensos los brazos de Edward y de pronto, en un hábil movimiento atlético, él rodó encima de ella y aunque cargó su peso sobre todo en los codos y los antebrazos plantados a ambos lados de la cabeza de Florence, ella se sintió inmovilizada e indefensa, y un poco sofocada debajo de su corpulencia. Se sintió decepcionada de que él no se hubiese entretenido en acariciarle otra vez la región púbica y desencadenar aquel extraño y expansivo escalofrío. Pero su preocupación inmediata —una mejora sobre la repulsión o el miedo— era guardar las apariencias, no desairarle a él ni humillarse ella o parecer una pálida sombra comparada con todas las mujeres que él habría conocido. Iba a sobrellevar aquello. Edward nunca sabría el esfuerzo que le costaba aparentar calma. Su único deseo era complacerle y que la noche fuera un éxito, no tenía ninguna otra sensación que una conciencia de la punta del pene, extrañamente fría, que repetidamente chocaba y empujaba contra y alrededor de su uretra. Pensó que tenía controlados el pánico y el asco, amaba a Edward y lo único en que pensaba era en ayudarle a que tuviera lo que tan ardientemente deseaba y que la amase tanto más por ello. Fue con este ánimo como deslizó la mano derecha entre la ingle de Edward y la suya. Él se alzó un poco para abrirle paso. Le complació a sí misma haber recordado que el manual rojo decretaba que era perfectamente aceptable que la novia «mostrara al hombre el camino».

Primero encontró los testículos y, sin ningún temor ahora, curvó los dedos con suavidad alrededor de aquel extraordinario bulto erizado que había visto en diferentes formas en perros y caballos, pero que nunca había creído del todo que encajase cómodamente en adultos humanos. Recorrió con los dedos la parte inferior y llegó a la base del pene, que palpó con un cuidado extremo porque ignoraba lo sensible o robusto que era. Pasó los dedos por su longitud, advirtiendo con interés su textura sedosa, hasta la punta, que acarició levemente; y luego, asombrada por su propia audacia, los deslizó un poco para cogerlo con firmeza, como a la mitad de su largura, y lo empujó hacia abajo, un ligero ajuste, hasta que notó que le tocaba los labios.

¿Cómo podría haber sabido el terrible error que estaba cometiendo? ¿Habría tirado de lo que no debía? ¿Habría agarrado demasiado fuerte? Él lanzó un gemido, una complicada sucesión de vocales angustiadas en crescendo, un sonido similar al que ella había oído una vez en una película cómica donde un camarero que se tambaleaba a un lado y a otro parecía a punto de dejar caer una pila imponente de platos de sopa.

Soltó el pene, horrorizada, mientras Edward, incorporándose con una expresión desconcertada, arqueó en espasmos la espalda musculosa y se derramó encima de Florence en cantidades vigorosas pero decrecientes de gotas que le llenaron el ombligo y le bañaron el vientre, los muslos y hasta una parte de la barbilla y de la rótula con un líquido tibio y viscoso. Fue una calamidad y ella supo de inmediato que era culpa suya, que era una inepta, una ignorante y estúpida. No tenía que haber interferido, no debería haber creído lo que decía el manual. No le habría parecido más horrible si a Edward se le hubiese reventado la yugular. Qué típico de ella, aquel exceso de confianza con que se entrometía en cuestiones de tremenda complejidad; debería haber sabido de sobra que allí no pintaba nada la actitud que adoptaba en los ensayos del cuarteto de cuerda.

Y había otro elemento, mucho peor en sí mismo y por completo ajeno a su control, que evocaba recuerdos que ella había decidido mucho tiempo atrás que no le pertenecían de verdad. Tan sólo medio minuto antes se había enorgullecido de dominar sus sentidos y aparentar calma. Pero ahora fue incapaz de reprimir su repugnancia primaria, su horror visceral a que la rociara el líquido, el limo de otro cuerpo. En cuestión de segundos, la brisa del mar había enfriado el fluido sobre su piel, y sin embargo, como ella preveía, parecía quemarla. Nada en su ser habría podido contener aquel grito de repulsión instantáneo. Sentirlo circular por su piel en regueros gruesos, sentir su ajeno espesor lechoso, su íntimo olor almidonado, que arrastraba consigo el hedor de un secreto vergonzoso encerrado en una reclusión mohosa…, no pudo evitarlo, tenía que deshacerse de aquello. Mientras Edward se encogía ante ella, Florence se volvió y se puso de rodillas, agarró una almohada de debajo de la colcha y se limpió frenéticamente. Al hacerlo sabía lo aborrecible, lo descortés que era su conducta, sabía que agravaba la desdicha de Edward ver la desesperación con que ella se eliminaba de la piel aquella parte de él mismo. Y de hecho no era tan fácil. Se le adhería al esparcirlo, y en algunas partes se le estaba ya secando como una pasta agrietada. Era dos personas: una, exasperada, que se restregaba con la almohada, y la otra que al verlo se detestaba por su comportamiento. Era insoportable que él la observase, que viese a la mujer despiadada e histérica con la que había cometido la estupidez de casarse. Ella podía odiarle por lo que él estaba presenciando y nunca olvidaría. Tenía que alejarse de Edward.

Saltó de la cama en un impulso frenético de ira y de vergüenza. Y no obstante, su otro yo que observaba parecía decirle con calma, aunque no del todo con palabras: Pero si estar loca es exactamente esto. No podía mirar a Edward. Era una tortura estar en la habitación con alguien que la había visto de aquel modo. Cogió de un manotazo los zapatos del suelo y cruzó corriendo el cuarto de estar, sobrepasó las ruinas de la cena y salió al pasillo, bajó la escalera, franqueó la puerta principal, rodeó el lateral del hotel y atravesó el césped musgoso. Y ni siquiera dejó de correr cuando por fin llegó a la playa.