¿Cómo se habían conocido y por qué eran aquellos amantes tan tímidos e inocentes en una era moderna? Se consideraban demasiado complejos para creer en el destino, pero les seguía pareciendo una paradoja que un encuentro tan trascendental hubiera sido fortuito, tan dependiente de cien sucesos y elecciones nimios. Qué posibilidad tan aterradora que pudiera no haberse producido nunca. Y en los comienzos del amor se preguntaron muchas veces cuán cerca habrían estado de cruzarse sus caminos durante la adolescencia, cuando Edward bajaba de vez en cuando a visitar Oxford desde la lejanía de su sórdido domicilio familiar en las Chiltern Hills. Era excitante creer que debían de haberse rozado en una de aquellas famosas y juveniles festividades urbanas, en la feria de St. Giles la primera semana de septiembre, o el primer amanecer del mes de mayo —un rito ridículo y sobrevalorado, convenían los dos—, o cuando alquilaban una batea en la Cherwell Boat House, aunque Edward sólo lo había hecho en una ocasión; o, cerca ya de los veinte años, ingiriendo una bebida ilícita en el Turl. Él creía incluso que quizá hubiese ido en autobús con otros chicos de trece años a Oxford High, a que les vapulearan en un concurso de cultura general chicas que estaban misteriosa e inquietantemente informadas y eran tan dueñas de sí mismas como adultos. Quizá fuese otra escuela. Florence no recordaba haber formado parte de un equipo, pero confesó que le gustaban esas cosas. Cuando compararon sus respectivos mapas mentales y geográficos de Oxford, descubrieron que eran muy similares.

Después se acabaron los años de la infancia y los escolares, y en 1958 los dos eligieron Londres —el University College él y el Royal College of Music ella— y, naturalmente, no se encontraron. Edward se alojaba en casa de una tía viuda en Camden Town e iba en bicicleta a Bloomsbury todas las mañanas. Trabajaba todo el día, jugaba al fútbol y los fines de semana bebía cerveza con sus amigos. Hasta que llegó a avergonzarse de ello, era aficionado a una gresca ocasional a la salida de un pub. Su único pasatiempo espiritual serio era oír música, aquellos blues eléctricos con garra que habrían de constituir los auténticos precursores y el motor vital del rock and roll inglés; esta música, opinó toda la vida, era muy superior a las tonadillas visionarias de tres minutos de music-hall que, procedentes de Liverpool, cautivarían al mundo pocos años más tarde. Muchas noches abandonaba la biblioteca y bajaba Oxford Street hasta el Hundred Club para escuchar al Powerhouse Four de John Mayall, o a Alexis Korner o a Brian Knight. En sus tres años de estudiante, las noches en el club representaron el apogeo de su experiencia cultural, y durante años consideró que aquella música formó sus gustos e incluso determinó su vida.

Las pocas chicas que conocía —por entonces no había tantas en las universidades— llegaban a clase desde barrios periféricos y se marchaban al final de la tarde, sin duda impelidas por la estricta orden paterna de estar en casa a las seis. Sin decirlo, aquellas chicas transmitían la clara impresión de que se estaban «reservando» para un futuro marido. No había ambigüedad: para tener relaciones sexuales con alguna tenías que casarte con ella. Un par de amigos de Edward, futbolistas pasables, siguieron este camino, se casaron en segundo curso y se perdieron de vista. Uno de aquellos infortunados causó un impacto especial, a modo de un cuento con moraleja. Dejó embarazada a una chica de la secretaría de la universidad y fue, pensaban sus amigos, «arrastrado al altar», y no reapareció hasta un año después, cuando fue visto en Putney High Street, empujando un cochecito de niño, una acción que en aquel tiempo era aún degradante para un hombre.

La píldora era un rumor en los periódicos, una promesa ridícula, otro de los cuentos chinos que llegaban de América. Los blues que había escuchado en el Hundred Club sugerían a Edward que a su alrededor, fuera de la vista, hombres de su edad llevaban una vida sexual explosiva e incansable, llena de gratificaciones de todo tipo. La música pop era insulsa y todavía evasiva sobre el tema, el cine era un poco más explícito, pero en el círculo de Edward los hombres tenían que conformarse con contar chistes verdes, molestas bravuconadas sexuales y la camaradería bulliciosa desatada por excesos alcohólicos que reducían aún más las posibilidades de conocer a una chica. Los cambios sociales nunca avanzan con un ritmo constante. Se rumoreaba que en el departamento de inglés, y en la carretera que llevaba a la SOAS[4] y, bajando Kingsway, a la LES,[5] hombres y mujeres con vaqueros negros prietos y suéters negros de cuello alto practicaban continuamente el sexo fácil sin tener que presentarse entre sí a sus padres. Se hablaba incluso de canutos. Edward daba a veces un paseo experimental desde el departamento de historia hasta el de inglés con la esperanza de descubrir pruebas del paraíso en la tierra, pero ni los pasillos, ni los tablones de anuncios, ni siquiera las mujeres parecían diferentes.

Florence estaba en el otro lado de la ciudad, cerca del Albert Hall, en una gazmoña residencia femenina donde apagaban las luces a las once y las visitas masculinas estaban prohibidas a cualquier hora, y las chicas salían y entraban constantemente de las habitaciones de las otras. Florence practicaba cinco horas al día e iba a conciertos con sus amigas. Prefería sobre todo los recitales de cámara en el Wigmore Hall, en especial los cuartetos de cuerda, y en ocasiones llegaba a asistir a cinco en una semana, tanto a la hora de comer como por la noche. Amaba la seriedad oscura del local, los bastidores con las paredes descoloridas y desconchadas, las maderas relucientes y la alfombra de un rojo intenso del vestíbulo, el auditorio como un túnel dorado y la famosa cúpula sobre el escenario, que le habían dicho que describía el ansia de la humanidad por la magnífica abstracción de la música, con el genio de la armonía representado como una bola de fuego eterno. Veneraba a los personajes de otra época, que tardaban minutos en apearse de un taxi, los últimos Victorianos, que se dirigían a sus asientos renqueando sobre sus bastones, para escuchar con un silencio crítico, alerta, a veces con la manta escocesa que se habían llevado para extenderla encima de las rodillas. Aquellos fósiles, con los cráneos huesudamente encogidos, humildemente inclinados hacia el escenario, encarnaban para Florence la experiencia pulida y el juicio sabio, o sugerían una maestría musical para la que ya no servían unos dedos artríticos. Y estaba la emoción simple de saber que tantos músicos célebres en el mundo habían actuado allí y que grandes carreras habían empezado en aquel mismo escenario. Allí oyó a la chelista de dieciséis años Jacqueline du Pré en su debut musical. Los gustos de Florence no eran infrecuentes, pero sí intensos. El Opus 18 de Beethoven la obsesionó durante una temporada, y luego sus últimos grandes cuartetos. Schumann, Brahms y, en el último curso, los cuartetos de Frank Bridge, Bartók y Britten. Oyó a todos estos compositores a lo largo de un período de tres años en el Wigmore Hall.

En el segundo curso le ofrecieron un trabajo a tiempo parcial entre bastidores, preparando el té para los intérpretes en la espaciosa sala verde y acuclillándose junto a la mirilla para abrir la puerta a los artistas cuando salían del escenario. También pasaba las páginas a los pianistas en las piezas de cámara, y una noche estuvo realmente al lado de Benjamin Britten en un programa de canciones de Haydn, Frank Bridge y el propio Britten. Había un chico soprano y actuó también Peter Pears, que le deslizó un billete de diez libras cuando él y el gran compositor se marchaban. Ella descubrió la sala de prácticas, en la puerta contigua, debajo del salón de pianos, donde pianistas legendarios como John Ogdon y Cherkassky atronaban el aire toda la mañana con sus escalas y arpegios, como estudiantes dementes de primer año. El Wigmore se convirtió en una especie de segundo hogar; se sentía posesiva con respecto a cada rincón sombrío y vulgar, y hasta con los escalones de cemento que bajaban a los lavabos.

Uno de sus cometidos era ordenar la sala verde, y una tarde vio en una papelera unas anotaciones de concierto a lápiz, desechadas por el Cuarteto Amadeus. La letra era estrafalaria y tenue, apenas legible, y hacía referencia al movimiento de obertura del cuarteto de Schubert n.° 15. Se emocionó al descifrar finalmente las palabras: «¡Atacar en el si!» Florence no pudo menos de acariciar la idea de que había recibido un mensaje importante, o un apunte vital, y dos semanas más tarde, no mucho después del comienzo del último curso, pidió a tres de los mejores alumnos del conservatorio que se unieran a su propio cuarteto.

Sólo el violoncelista era un hombre, pero Charles Rodway carecía de todo interés romántico para ella. Los hombres del conservatorio, entregados a la música, ferozmente ambiciosos, ignorantes de todo lo que no fuera el instrumento que tocaban y su repertorio, no eran muy atractivos. Siempre que una chica del grupo empezaba a salir asiduamente con otro estudiante, se esfumaba socialmente, igual que los amigos futbolistas de Edward. Era como si la joven hubiese ingresado en un convento. Puesto que no parecía posible salir con un chico y conservar las antiguas amistades, Florence prefería quedarse con su grupo de la residencia. Le gustaban las bromas, la intimidad, la deferencia, la forma en que las chicas festejaban los cumpleaños de las otras y la dulzura con que trajinaban con teteras, mantas y frutas si atrapabas una gripe. A Florence sus años de estudio le parecieron la libertad.

Los mapas de Londres de Florence y Edward rara vez se solaparon. Ella sabía muy poco de los pubs de Fitzrovia y Soho, y aunque siempre tenía intención de hacerlo, nunca había pisado la sala de lectura del British Museum. Él no sabía nada del Wigmore Hall o de los salones de té del barrio de ella, y nunca había hecho un picnic en Hyde Park ni había remado en una barca en la Serpentine. Para los dos fue emocionante descubrir que habían estado en Trafalgar Square en el mismo momento de 1959, junto con otras veinte mil personas determinadas a lograr la prohibición de la bomba.

No se conocieron hasta que acabaron sus cursos en Londres y volvieron a las casas respectivas de sus padres y a la quietud de la infancia, aguardando una o dos semanas calurosas y aburridas el resultado de los exámenes. Más adelante, lo que más les intrigaba era lo fácil que habría sido que su encuentro no se hubiera producido. Aquel día concreto Edward podría haberlo pasado como casi todos los demás: una retirada al fondo del jardín estrecho para sentarse en un banco musgoso a la sombra de un olmo gigante, y leer a salvo del alcance de su madre. A cincuenta metros de distancia, el rostro materno, pálido e indistinto, como una de las acuarelas que ella pintaba, estaría en la cocina o en el cuarto de estar durante veinte minutos seguidos, vigilándole sin tregua. Él procuraba hacer caso omiso, pero la mirada de su madre era como el tacto de su mano en la espalda o el hombro de Edward. Después la oía en el piano de arriba, tocando una de las piezas incluidas en el cuaderno de Anna Magdalena, la única pieza de música clásica que la madre conocía entonces. Media hora más tarde ya estaba otra vez en la ventana, mirándole fijamente. Nunca salía a hablar con su hijo si le veía con un libro. Años atrás, cuando Edward era todavía un colegial, su padre había aleccionado pacientemente a la madre para que nunca interrumpiera los estudios del hijo.

Aquel verano, después de los exámenes finales, se interesó por los fanáticos cultos medievales y sus cabecillas salvajes y psicóticos, que cada cierto tiempo se proclamaban el Mesías. Por segunda vez en un año estaba leyendo En pos del milenio, de Norman Cohn. Movidas por conceptos del Apocalipsis, del Libro de las Revelaciones y el Libro de Daniel, convencidas de que el Papa era el Anticristo y de que el fin del mundo se acercaba y sólo los puros se salvarían, chusmas multitudinarias barrían el campo alemán e iban de una ciudad a otra matando a judíos cuando los encontraban, así como a curas y a veces a ricos. Entonces las autoridades reprimían violentamente el movimiento y pocos años más tarde surgía otra secta en otro sitio. Empozado en la monotonía y la seguridad de su existencia, Edward leía sobre aquellos brotes de insania recurrentes con una fascinación horrorizada, agradecido de vivir en una época en que la religión se había vuelto, en general, irrelevante. Se preguntaba si haría un doctorado, si su título sería suficiente. Aquella locura medieval podría ser su materia.

En el curso de paseos por los bosques de hayas, soñaba con escribir una serie de biografías breves de personajes asaz oscuros que vivieron de cerca importantes sucesos históricos. El primero sería Sir Robert Carey, el hombre que cabalgó desde Londres a Edimburgo en setenta horas para comunicar la noticia de la muerte de Isabel I a su sucesor, Jacobo VI de Escocia. Carey fue una figura interesante que tuvo la útil idea de escribir sus memorias. Luchó contra la Armada Invencible, fue un espadachín de renombre y mecenas de Lord Chamberlains Men.[6] Era de suponer que su arduo viaje al norte le granjearía un ascenso con el nuevo monarca, pero cayó en una oscuridad relativa.

Cuando estaba de un humor más realista, Edward pensaba que debería encontrar un empleo idóneo, de profesor de historia en un centro de enseñanza secundaria, y asegurarse de eludir el servicio militar.

Si no estaba leyendo, solía recorrer el camino que a lo largo de una avenida de tilos llevaba al pueblo de Northend, donde vivía Simon Carter, un condiscípulo suyo. Pero aquella mañana concreta, cansado de los libros, los trinos de los pájaros y la paz bucólica, Edward sacó del cobertizo la bicicleta descuajeringada de su infancia, subió el sillín, infló las ruedas y se puso en marcha sin un plan particular. Tenía un billete de una libra y dos medias coronas en el bolsillo y lo único que quería era moverse. A una velocidad temeraria, porque los frenos apenas funcionaban, cruzó volando un túnel verde, bajó la cuesta empinada, atravesó la granja de Balham y luego la de Stracey y llegó al valle Stonor, y cuando sobrepasaba embalado las verjas de hierro del parque, tomó la decisión de seguir hasta Hentley, unos seis kilómetros más lejos. Cuando llegó allí, se dirigió a la estación de tren con el vago propósito de ir a Londres a visitar a unos amigos. Pero el tren que aguardaba en el andén iba en la dirección opuesta: Oxford.

Hora y media más tarde, deambulaba por el centro de la ciudad en el calor del mediodía, todavía vagamente aburrido e irritado consigo mismo por malgastar dinero y tiempo. Oxford había sido su capital, la fuente o la promesa de casi toda su excitación adolescente. Pero después de Londres parecía una ciudad de juguete, empalagosa, provinciana y ridículamente pretenciosa. Cuando un portero con sombrero le frunció el ceño desde la sombra de la entrada de un college, a punto estuvo de volverse para interpelarle. Optó por tomarse una cerveza de consuelo. Al pasar por St. Giles rumbo al Eagle and Child, vio un letrero escrito a mano que anunciaba una reunión a la hora del almuerzo en el local de la Campaña pro Desarme Nuclear, y vaciló. No le hacían mucha gracia aquellas reuniones serias, ni tampoco la retórica melodramática ni la rectitud lastimera. Las armas eran horribles, por supuesto, y había que detenerlas, pero nunca había aprendido nada nuevo en una reunión. Con todo, se había afiliado al comité, no tenía nada mejor que hacer y sintió el incierto empuje de la obligación. Era su deber ayudar a salvar el mundo.

Recorrió el pasillo de azulejos y entró en una sala en penumbra, con vigas bajas pintadas y un olor eclesial a polvo y a suelo encerado de madera, a través del cual se elevaba una tenue disonancia de voces. Cuando los ojos se le acostumbraron, la primera persona a quien vio fue Florence, de pie junto a una puerta, hablando con un tipo fibroso y cetrino que tenía en la mano un fajo de octavillas. Florence llevaba un vestido de algodón blanco que llameaba como un vestido de fiesta, y un estrecho cinturón de piel azul muy ceñido alrededor del talle. Por un momento pensó que era una enfermera: de un modo abstracto y convencional, las enfermeras le parecían eróticas porque —como le gustaba fantasear— lo sabían ya todo sobre el cuerpo masculino y sus necesidades. A diferencia de casi todas las chicas a las que miraba en la calle o en las tiendas, ella no apartó la mirada. Tenía una expresión socarrona o chistosa, y posiblemente aburrida y deseosa de entretenimiento. Era una cara extraña, desde luego hermosa, pero de una forma esculpida, de huesos fuertes. En la penumbra de la sala, la singular textura de la luz de una ventana alta, a la derecha de Florence, asemejaba su cara a una máscara tallada, conmovedora y tranquila, y de difícil lectura. No se había detenido al entrar en el recinto. Caminaba hacia ella sin saber lo que diría. Era un perfecto inepto en materia de iniciar una conversación.

Ella le miraba conforme él se acercaba, y cuando estuvo lo bastante cerca cogió una octavilla de la pila de su amigo y dijo:

—¿Quieres una? Es sobre una bomba de hidrógeno que cae en Oxford.

Al tomar él la hoja, Florence deslizó el dedo, ciertamente no de un modo accidental, sobre la cara interna de la muñeca de Edward, que dijo:

—No se me ocurre lectura más interesante.

El chico que estaba con ella le dirigió una mirada venenosa mientras aguardaba a que el otro se marchase, pero Edward se quedó plantado donde estaba.

Ella también estaba inquieta en casa, una gran villa victoriana de estilo gótico, a la orilla de Banbury Road, a quince minutos andando. Su madre, Violet, corrigiendo exámenes finales todo aquel día de calor, era intolerante con los ejercicios cotidianos de Florence: sus reiterados arpegios y escalas, las prácticas de doble cuerda, los tests de memoria. «Chirridos», era la palabra que Violet empleaba, como cuando decía: «Querida, todavía no he acabado. ¿Te importaría dejar los chirridos para después del té?»

Era, en teoría, una broma cariñosa, pero Florence, que aquella semana estaba inusualmente irritable, lo tomó como una prueba más de que su madre desaprobaba su carrera y de su hostilidad hacia la música en general y, por consiguiente, a la propia Florence. Sabía que debía compadecer a su madre. Tenía tan mal oído que era incapaz de reconocer una canción, incluso el himno nacional, al que sólo por el contexto distinguía del «Cumpleaños feliz». Era una de esas personas que no sabría decir si una nota era más baja o más aguda que otra. Era una incapacidad y una desgracia iguales que un pie zopo o un labio leporino, pero después de las libertades relativas de Kensington, la vida en casa le resultaba a Florence continuamente opresiva y no se sentía proclive a la comprensión. Por ejemplo, no le importaba hacerse la cama cada mañana —siempre la hacía—, pero le fastidiaba que le preguntaran en cada desayuno si la había hecho.

Como ocurría muchas veces en que ella había estado ausente, su padre le despertaba emociones conflictivas. Había veces en que lo encontraba físicamente repulsivo y apenas soportaba verle: su calva reluciente, sus diminutas manos blancas, sus proyectos incesantes para mejorar los negocios y ganar aún más dinero. Y su voz aguda de tenor, a la vez aduladora y autoritaria, con sus énfasis excéntricamente repartidos. Ella detestaba oír sus crónicas entusiastas sobre el barco, ridículamente bautizado Sugar Plum, que tenía atracado en el puerto de Poole. La exasperaban las descripciones que él hacía de un nuevo tipo de vela, una radio de barco a tierra, un barniz especial para yates. Solía llevarla a navegar con él, y varias veces, cuando ella tenía doce y trece años, cruzaron el Canal hasta Carteret, cerca de Cherburgo. Nunca hablaban de estas travesías. Nunca se las había vuelto a proponer, y ella se alegraba. Pero en ocasiones, en un impulso de sentimiento protector y de amor culpable, Florence se le acercaba por detrás cuando él estaba sentado, le rodeaba el cuello con los brazos, le besaba la coronilla y le besuqueaba, complacida por su olor a limpio. Hacía esto y después se aborrecía por haberlo hecho.

Y su hermana pequeña la sacaba de quicio con su nuevo acento cockney y su calculada estupidez al piano. ¿Cómo podían complacer a su padre y tocar para él una marcha de Sousa cuando Ruth fingía que no sabía contar cuatro tiempos en un compás?

Como siempre, Florence era una experta en ocultar sus sentimientos a su familia. No le suponía un esfuerzo; se limitaba a salir de la habitación, siempre que fuera posible hacerlo sin exteriorizar lo que sentía, y más tarde se alegraba de no haber dicho nada acerbo ni haber herido a sus padres o a su hermana; de lo contrario, la culpa la tendría desvelada toda la noche. A todas horas se recordaba cuánto quería a su familia y se encerraba más eficazmente en el silencio. Sabía muy bien que las personas se peleaban, a veces tempestuosamente, y luego se reconciliaban. Pero ella no sabía cómo empezar: no conocía ese recurso, la riña que limpiaba el aire, y no lograba creer del todo que fuese posible retirar u olvidar palabras duras. Era mejor no complicar las cosas. Así sólo se echaba la culpa ella, cuando se sentía como un personaje de una tira cómica al que le sale vapor por las orejas.

Y tenía otras preocupaciones. ¿Debía aceptar un trabajo de segunda fila en una orquesta provinciana —podría considerarse sumamente afortunada si conseguía entrar en la Bournemouth Symphony—, o seguir dependiendo otro año de sus padres, en realidad de su padre, y preparar el cuarteto de cuerda para su primer contrato? Esto exigiría vivir en Londres, y era reacia a pedir a Geoffrey un dinero adicional. El chelista, Charles Rodway, le había ofrecido la habitación de invitados en la casa de sus padres, pero era un muchacho perturbador e intenso, que le dirigía miradas fijas y elocuentes por encima del atril. Viviendo en su casa estaría a su merced. Sabía de un empleo a tiempo completo, a su disposición si lo solicitaba, en un trío al estilo de Palm Court en un gran hotel sórdido, al sur de Londres. No tenía escrúpulos respecto a la clase de música que tendría que tocar —nadie escucharía—, pero algún instinto, o el puro esnobismo, la convenció de que no podría vivir en Croydon ni cerca de allí. Se persuadió de que sus calificaciones del conservatorio la ayudarían a decidirse, y entretanto, al igual que Edward a veinticuatro kilómetros de distancia, en las colinas boscosas, hacia el este, se pasaba los días en una especie de antesala, aguardando nerviosa a que la vida empezara.

Al volver de Londres, ya no era una colegiala y había madurado en algunos sentidos que no pareció advertir nadie de la familia. Florence comenzaba a percatarse de que sus padres tenían opiniones políticas bastante censurables, y en esto al menos se permitía disentir abiertamente en la mesa, durante discusiones que se prolongaban en las largas veladas veraniegas. Era una especie de liberación, pero aquellos debates también inflamaban su general impaciencia. A Violet le interesaba sinceramente que su hija fuera miembro del comité pro desarme, aunque para Florence era duro que su madre fuera filósofa. Su calma era para Florence provocativa o, más exactamente, lo era la tristeza que adoptaba cuando escuchaba a su hija hasta el final y luego daba su opinión. Dijo que la Unión Soviética era una tiranía cínica, un estado cruel y despiadado, responsable de un genocidio en una escala que incluso superaba a la Alemania nazi, y de una vasta y apenas comprendida red de campos de presos políticos. Prosiguió hablando de juicios de cara a la galería, de la censura y la inexistencia de un Estado de derecho. La Unión Soviética pisoteaba la dignidad humana y los derechos básicos, era una asfixiante fuerza ocupante de países vecinos —entre los amigos académicos de Violet había húngaros y checos—, era imperialista por doctrina y había que hacerle frente, como a Hitler. Si no se le plantaba cara, porque no teníamos tanques ni hombres para defender la llanura del norte de Alemania, entonces había que disuadirla. Un par de meses más tarde comentó la construcción del muro de Berlín y la reivindicó totalmente. El imperio comunista era ahora una prisión gigantesca.

Florence sabía en su corazón que la Unión Soviética, a pesar de todos sus errores —torpeza, ineficacia, sin duda espíritu defensivo más que mala intención—, era esencialmente una fuerza beneficiosa para el mundo. Luchaba y siempre había luchado por liberar a los oprimidos y resistir al fascismo y a los estragos del ávido capitalismo. Le asqueó la comparación con la Alemania nazi. Veía en las opiniones de Violet la trama típica de la propaganda norteamericana. Su madre la decepcionaba, e incluso se lo decía.

Y su padre tenía los puntos de vista que cabría esperar de un hombre de negocios. Media botella de vino podía aguzar un poco la elección de sus palabras: Harold Macmillan era un idiota por entregar el imperio sin lucha, un puñetero idiota por no imponer una restricción de los salarios a los sindicatos, y un lamentable puñetero idiota por pensar en descubrirse ante los europeos y mendigar el ingreso en su club siniestro. A Florence le resultaba difícil contradecir a Geoffrey. No lograba quitarse de encima un sentimiento de incómoda obligación con él. Entre los privilegios de su niñez estaba la intensa atención que podría haberse dirigido hacia un hermano, un hijo. El verano anterior, el padre, después del trabajo, la había llevado asiduamente en el Humber para que practicara con vistas a su permiso de conducir en cuanto cumpliera veintiún años. No aprobó el examen. Clases de violín desde los cinco años, con cursos estivales en una escuela especial, clases de tenis y de esquí y lecciones de vuelo que ella rechazó, desafiante. Y además los viajes: ellos dos solos, de excursionismo en los Alpes, Sierra Nevada y los Pirineos, y los lujos especiales, los viajes de negocios de una noche a ciudades europeas donde ella y Geoffrey siempre se hospedaban en los mejores hoteles.

Cuando Florence salió de casa después de mediodía, tras una sorda discusión con su madre por una trivialidad doméstica —Violet no aprobaba demasiado la manera en que su hija utilizaba la lavadora—, dijo que iba a franquear una carta y que no volvería a comer. Giró hacia el sur en Banbury Road y se encaminó hacia el centro de la ciudad con el vago propósito de dar una vuelta por el mercado cubierto y tropezar quizá con alguna condiscípula. O quizá se comprase un panecillo allí y se lo comiera en el prado de Christ Church, a la sombra, junto al río. Cuando vio en St. Giles el letrero que Edward vería quince minutos más tarde entró, distraída. Era su madre la que ocupaba sus pensamientos. Después de haber pasado tanto tiempo con amigas afectuosas en la residencia de estudiantes, al volver a casa constató lo físicamente lejana que estaba su madre. Nunca había besado ni abrazado a Florence, ni siquiera cuando era pequeña. Violet apenas había tocado a su hija. Quizá valiese más así. Era delgada y huesuda, y no podía decirse que Florence suspirase precisamente por sus caricias. Y ahora era ya demasiado tarde.

Minutos después de haber abandonado el sol para entrar en la sala, Florence supo claramente que al entrar dentro había cometido un error. Cuando sus ojos se acostumbraron, miró alrededor con el interés ausente que podría haber dedicado a la colección de platería del museo Ashmolean. De repente, un chico del norte de Oxford cuyo nombre había olvidado, un chico de veintidós años, demacrado y con gafas, surgió de la oscuridad y la atrapó. Sin preámbulo, empezó a esbozarle las consecuencias de una sola bomba de hidrógeno que cayera sobre Oxford. Casi un decenio antes, cuando los dos tenían trece años, él la había invitado a su casa en Park Town, sólo a tres calles de distancia, para admirar un nuevo invento, un televisor, el primero que ella había visto en su vida. En una pantalla pequeña, gris y nublada, enmarcada por puertas de caoba labradas, había un hombre en esmoquin sentado a una mesa en lo que parecía una ventisca. Florence pensó que era un ridículo artilugio sin futuro, pero desde aquel día, el chico —¿John? ¿David? ¿Michael?— parecía creer que ella le debía amistad, y allí estaba otra vez, reclamando la deuda.

Su folleto, del que llevaba doscientas copias debajo del brazo, exponía el destino de Oxford. Quería que ella le ayudara a repartirlos por la ciudad. Al inclinarse, ella sintió que le envolvía la cara el olor a gomina. Su tez, como de papel, despedía un brillo de ictericia a la luz tenue, y gruesas gafas reducían sus ojos a finas ranuras negras. Florence, incapaz de ser grosera, compuso una mueca atenta. Había algo fascinante en los hombres altos y delgados, el cómo los huesos de la nuez afloraban tan expuestos por debajo de la piel, y sus caras como de aves, y su encorvamiento predatorio. El cráter que estaba describiendo tendría ochocientos metros de diámetro y treinta metros de profundidad. Debido a la radiactividad, Oxford sería inabordable durante diez mil años. Empezaba a sonar como una promesa de liberación. Pero de hecho, fuera, en la ciudad maravillosa estallaba el follaje de principios de verano, el sol calentaba la piedra de Cotswold de color melaza, el prado de Christ Church estaría en pleno esplendor. Allí, en la sala, Florence veía por encima del hombro estrecho del joven a figuras murmurantes que deambulaban por la penumbra y colocaban las sillas, y entonces vio a Edward que caminaba a su encuentro.

Muchas semanas después, otro día caluroso, tomaron una batea en el Cherwell, remaron río arriba hasta el Vicky Arms y más tarde navegaron de regreso hacia el cobertizo de las barcas. En el trayecto atracaron entre matorrales de espino y se tendieron en la orilla, en la profunda sombra, Edward de espalda, masticando una brizna de hierba, y Florence con la cabeza recostada en el brazo. En una pausa de la conversación oyeron el tamborileo de las ondas debajo de la barca y el impacto amortiguado cuando se balanceaba contra su atraque de tres postes. A intervalos una débil brisa les llevaba el sonido relajante y etéreo del tráfico en Banbury Road. Un tordo cantaba una canción intrincada, repitiendo con cuidado cada frase, y luego desistió en el calor. Edward trabajaba en diversos empleos temporales, sobre todo de encargado en un club de criquet. Florence dedicaba todo su tiempo al cuarteto. No era fácil concertar las horas que pasaban juntos, y por lo tanto eran mucho más preciosas. Era una tarde de sábado robada. Sabían que era uno de los últimos días de pleno verano; estaban a principios de septiembre, y las hierbas y hojas, aunque aún inequívocamente verdes, tenían un aire exhausto. La conversación había vuelto a los momentos, para entonces enriquecidos por una mitología privada, en que por primera vez posaron los ojos el uno en el otro.

En respuesta a la pregunta que Edward había hecho unos minutos antes, Florence dijo finalmente:

—Porque no llevabas chaqueta.

—¿Y qué?

—Hum. Camisa blanca suelta, las mangas remangadas hasta los codos, los faldones casi colgando…

—Tonterías.

—Y pantalón de franela gris con un remiendo en la rodilla, y playeras raídas por las que empezaban a asomar los dedos de los pies. Y el pelo largo, casi por encima de las orejas.

—¿Qué más?

—Porque parecías un poco agreste, como si acabaras de haberte peleado.

—Había montado en bici por la mañana.

Ella se incorporó sobre un codo para verle mejor la cara y los dos sostuvieron la mirada del otro. Era todavía para ellos una experiencia nueva y vertiginosa, mirar durante un minuto seguido a los ojos de otro adulto sin contención ni vergüenza. Él pensó que era lo más cerca que habían estado de hacer el amor. Ella le sacó de la boca la brizna de hierba.

—Eres tan aldeano.

—Vamos. ¿Qué más?

—Muy bien. Porque te paraste en la entrada y miraste a todo el mundo como si fueras el dueño del lugar. Orgulloso. No: osado, quiero decir.

Él se rió al oír esto.

—Pero si estaba enfadado conmigo mismo.

—Entonces me viste —dijo Florence—. Y decidiste retarme con la mirada.

—No es cierto. Me lanzaste una ojeada y decidiste que no merecía otra.

Ella le besó, no profunda, sino tentadoramente, o al menos a él le pareció. En aquellos días del principio consideró que había sólo una pequeña posibilidad de que ella fuese una de aquellas chicas fabulosas de una familia agradable que iría hasta el final con él, y enseguida. Pero desde luego no al aire libre, en aquel trecho frecuentado del río.

Él la acercó hacia sí hasta que las narices casi se tocaron y las caras se les oscurecieron.

—¿Así que pensaste que era un flechazo? —dijo él.

Su tono era desenfadado y burlón, pero ella optó por tomarle en serio. Las inquietudes que habría de afrontar estaban aún lejos, aunque algunas veces se preguntaba hacia dónde se estaba encaminando. Un mes atrás, se habían declarado mutuamente enamorados, y después de la emoción ella pasó una noche medio desvelada por el vago temor de haberse precipitado y desprendido de algo importante, de haber entregado algo que realmente no le pertenecía a ella misma. Pero fue algo tan interesante, tan nuevo, tan halagador y tan hondamente reconfortante que no pudo resistirse, y fue una liberación estar enamorada y declararlo, y no pudo evitar ir más lejos. Ahora, en la ribera del río, en el calor soporífero de uno de los últimos días de verano, se concentró en aquel momento en que él hizo una pausa en la entrada de la sala de reuniones y en lo que ella había visto y sentido cuando miró hacia Edward.

Para agudizar el recuerdo, se echó hacia atrás y se enderezó, y desviando la mirada la dirigió hacia el río lento, verde y fangoso. De pronto dejó de ser plácido. Río arriba, avanzando hacia ellos, vio una escena conocida, una colisión entre dos bateas sobrecargadas y trabadas en ángulo recto al virar en un meandro, acompañada de los consabidos gritos, vocerío de piratas y chapoteos. Los estudiantes universitarios eran tímidamente bullangueros, un recordatorio de cuánto Florence ansiaba alejarse de allí. Incluso en su época de colegialas, ella y sus amigas habían considerado a los estudiantes una molestia, unos invasores pueriles de su ciudad natal.

Intentó concentrarse aún más. La ropa de Edward había sido inusual, pero ella se había fijado en la cara: un óvalo delicado y pensativo, la frente alta, las cejas castañas y de arco amplio, y la quietud de su mirada inspeccionando a los presentes y deteniéndose en ella, como si él no estuviera en la sala sino imaginándola, soñando a Florence. La memoria enturbió el recuerdo insertando algo que ella no pudo haber oído: el leve acento de campo en la voz de Edward, parecido al acento local de Oxford, con su deje del oeste nacional.

Se volvió hacia él.

—Sentí curiosidad por ti.

Pero fue aún más abstracto. A la sazón ni siquiera se le pasó por la cabeza satisfacer aquella curiosidad. No pensó que estaban a punto de conocerse, o que ella pudiese hacer algo para que fuese posible. Fue como si su curiosidad no tuviera nada que ver con ella: en realidad, era ella la que no estaba en aquella sala. Enamorarse era revelarse a sí misma lo extraña que era, la frecuencia con que se enclaustraba en sus pensamientos cotidianos. Cada vez que Edward le preguntaba: «¿Cómo te sientes?» o «¿Qué estás pensando?», ella siempre daba una respuesta forzada. ¿Tanto le había costado descubrir que le faltaba un simple resorte mental que todo el mundo tenía, un mecanismo tan normal que nadie lo mencionaba siquiera, una inmediata conexión sensual con la gente y los sucesos, y con sus propias necesidades y deseos? Todos aquellos años había vivido aislada dentro de sí misma y, extrañamente, también aislada de sí misma, sin querer nunca mirar atrás ni atreverse a hacerlo. En la sala resonante de suelo de piedra y gruesas vigas bajas, sus problemas con Edward ya estuvieron presentes en los primeros segundos de su encuentro, en el primer intercambio de miradas.

Edward nació en julio de 1940, la semana en que empezó la batalla de Inglaterra. Su padre, Lionel, le contaría más tarde que durante dos meses de aquel verano la historia contuvo la respiración mientras decidía si el alemán sería o no el primer idioma de Edward. Cuando cumplió diez años descubrió que aquello sólo había sido una manera de hablar: ocupada toda Francia, por ejemplo, los niños habían seguido hablando francés. Turville Heath era menos que un villorrio y más una dispersión rala de casas campestres alrededor de los bosques y de tierra comunal en un amplio promontorio sobre el pueblo de Turville. A fines de los años treinta, el extremo noreste de las Chiltern, el extremo de Londres, a unos cuarenta y ocho kilómetros de distancia, había sido invadido por la expansión urbana y era ya un paraíso en las afueras. Pero en la punta suroeste, al sur de Beacon Hill, donde un día surgiría una autopista torrencial de coches y camiones a través de un corte en la caliza hacia Birmingham, el paisaje permanecía más o menos igual.

Muy cerca de la casa de campo de los Mayhew, bajando una pista de surcos con peraltes escarpados que atravesaba un hayedo, y más allá de Spinney Farm, se extendía el valle de Wormsley, una hermosura escondida, escribió un autor de paso, que había pertenecido durante siglos a una familia de granjeros, los Fane. En 1940, en la casa todavía se sacaba el agua de un pozo, desde donde se transportaba al desván y se vertía en un depósito. Formaba parte de la tradición familiar que cuando el país se aprestaba a afrontar la invasión de Hitler, la autoridad local consideró el nacimiento de Edward una emergencia, una crisis de higiene. Llegaron hombres con picos y palas, hombres bastante mayores, y encauzaron el agua corriente desde la carretera de Northend hasta la granja en septiembre de aquel año, justo cuando comenzaba el bombardeo de Londres.

Lionel Mayhew era director de una escuela primaria de Henley. Temprano por la mañana recorría en bicicleta los ocho kilómetros hasta la escuela, y al final de la jornada empujaba la bici por el largo repecho empinado hasta el brezal, con papeles y deberes escolares apilados en una cesta de mimbre acoplada al manillar. En 1945, el año en que nacieron las gemelas, compró en Christmas Common por once libras un automóvil de segunda mano a la viuda de un oficial de la marina desaparecido en los convoyes del Atlántico. Por entonces un coche que pasaba justo entre los carros y los caballos de labranza seguía siendo una imagen insólita en aquellos estrechos caminos de caliza. Pero había muchos días en que el racionamiento de gasolina obligaba a Lionel a recurrir de nuevo a la bicicleta.

A principios de los años cincuenta, sus ocupaciones al regresar a casa no eran las típicas de un profesional. Trasladaba sus papeles directamente al salón diminuto, al lado de la puerta principal, que utilizaba como despacho, y los ordenaba meticulosamente. Era la única habitación ordenada de la casa, y para él tenía mucha importancia separar su vida laboral del entorno doméstico. Después atendía a los niños: llegado el momento, Edward, Anne y Harriet iban a la escuela rural de Northend y volvían andando solos. Lionel pasaba cinco minutos a solas con Marjorie y luego preparaba el té y retiraba el desayuno en la cocina.

Sólo a aquella hora, mientras hacían la cena, acababan los quehaceres de casa. Los niños ayudaban, en cuanto fueron más mayores, aunque su ayuda no servía de mucho. Sólo se barrían las partes de los suelos que no estaban cubiertas de trastos, y sólo se ordenaban las cosas necesarias para el día siguiente: sobre todo ropa y libros. Nunca se hacían las camas, las sábanas rara vez se cambiaban, nunca se limpiaba el lavabo en el baño atestado y glacial: se podía grabar tu nombre con la uña en la mugre dura y gris. Ya era bastante difícil atender a las necesidades inmediatas: llevar el carbón a la estufa de la cocina, mantener el fuego del cuarto de estar en invierno, encontrar para los niños ropa escolar medio limpia. La colada se hacía las tardes de domingo y exigía encender un fuego debajo de la caldera. Los días de lluvia, la ropa se secaba desperdigada encima de los muebles por toda la casa. Planchar era un imposible para Lionel: todo se alisaba con la mano y se plegaba. Había intervalos en que alguna vecina actuaba de asistenta, pero no se quedaba mucho tiempo. Las tareas por hacer eran ingentes, y aquellas lugareñas tenían su propia casa que organizar.

Los Mayhew cenaban en una mesa plegable de pino, rodeados por el caos cercano de la cocina. Dejaban siempre el fregar para más tarde. Después de que todo el mundo hubiese agradecido la cena a Marjorie, ella se iba a algunos de sus proyectos y los niños, entretanto, retiraban la mesa y acto seguido la llenaban de libros para hacer los deberes. Lionel iba a su estudio a corregir cuadernos, llevar las cuentas y escuchar las noticias de la radio mientras fumaba una pipa. Alrededor de una hora y media después salía a verificar las tareas de los niños y les acostaba. Siempre les leía, historias distintas para Edward y las niñas. Muchas veces se quedaban dormidos oyendo a Lionel fregar los platos abajo.

Era un hombre afable, de complexión fornida, como un labrador, ojos de un azul lechoso y pelo rojizo, y un corto bigote militar. Era demasiado viejo para que le llamaran a filas: tenía ya treinta y ocho años cuando nació Edward. Lionel rara vez levantaba la voz o pegaba o zurraba con el cinturón a sus hijos, como hacían casi todos los padres. Esperaba que le obedecieran y los niños lo hacían, quizá presintiendo el fardo de las responsabilidades paternas. Naturalmente, daban por sentadas las circunstancias de la familia, a pesar de que a menudo visitaban las casas de sus amigos y veían a aquellas madres bondadosas con el delantal en su feudo fieramente ordenado. Nunca fue obvio para Edward, Anne y Harriet que fuesen menos afortunados que cualquiera de sus amigos. Era Lionel el que cargaba solo con el peso.

Hasta los catorce años Edward no tuvo una comprensión plena de que había algo anormal en su madre, y no recordaba el momento en que, teniendo él unos cinco años, ella había cambiado bruscamente. Al igual que sus hermanas, se habituó al hecho ordinario del trastorno materno. Ella era una figura fantasmal, un duendecillo descarnado y tierno, con el pelo castaño revuelto, que deambulaba por la casa del mismo modo que transitaba por la infancia de sus hijos, a veces comunicativa e incluso afectuosa, y otras veces absorta en sus aficiones y proyectos. Se le oía a cualquier hora del día y hasta en mitad de la noche, toqueteando las mismas piezas sencillas de piano, y titubeaba siempre en los mismos puntos. Pasaba bastante ratos en el jardín, plantando algo en el arriate informe que acababa de abrir en pleno centro del césped estrecho. La pintura, sobre todo las acuarelas —escenas de colinas lejanas y campanario de iglesia, enmarcadas por árboles en primer plano—, contribuía mucho al desorden general. Nunca limpiaba un pincel ni vaciaba el agua verdosa de los tarros de mermelada, ni recogía las pinturas y trapos ni sus diversos cuadros, ninguno de los cuales terminaba. Llevaba puesta su bata de pintar días enteros, mucho después de que se hubiese apagado el arranque artístico. Otra actividad —quizá sugerida en otro tiempo como una forma de terapia ocupacional— era recortar fotos de revistas y pegarlas en álbumes. Le gustaba moverse por la casa mientras trabajaba, y los recortes de papel sobrantes, pisados sobre la mugre de los tablones desnudos, tapizaban todos los suelos. Los pinceles de cola se endurecían en los botes abiertos donde los dejaba, encima de sillas y alféizares.

Otras aficiones de Marjorie eran observar a los pájaros desde la ventana de la salita, tejer, bordar y hacer arreglos florales, y hacía todo esto con la misma intensidad soñadora y caótica. Por lo general estaba callada, aunque a veces la oían murmurar para sí, mientras llevaba a cabo una tarea difícil: «Ahí…, ahí…, ahí».

A Edward nunca se le ocurrió preguntarse si ella sería feliz. Tenía, desde luego, sus momentos inquietos, ataques de pánico en que respiraba a tirones y subía y bajaba los brazos a los lados, y de repente centraba toda su atención en los niños, en una necesidad específica que ella sabía que debía atender de inmediato. Edward tenía las uñas demasiado largas, había que remendar un desgarrón en un vestido, las gemelas necesitaban un baño. Se metía entre los niños, azorándose en vano, les reprendía o les abrazaba, les besaba en la cara o hacía todo esto junto, compensando el tiempo perdido. Casi parecía amor, y ellos se le entregaban muy contentos. Pero sabían por experiencia lo arduas que eran las realidades domésticas: no encontraban las tijeras de uñas y el hilo del color correspondiente, y calentar agua para un baño exigía horas de preparativos. Pronto su madre se adentraba de nuevo en su mundo propio.

Estos arrebatos podrían haber obedecido a algún fragmento de su antiguo ser que trataba de imponer control, reconocía a medias la índole de su estado, recordaba débilmente una existencia anterior y, súbita, terroríficamente, vislumbraba la magnitud de su pérdida. Pero la mayoría del tiempo Marjorie se contentaba con la idea, de hecho un complejo cuento de hadas, de que era una esposa y madre abnegada, que el orden reinaba en la casa gracias a su trabajo y que merecía un poco de asueto cuando completaba todas sus tareas. Y a fin de reducir al mínimo sus malos momentos y no alarmar a aquel residuo de su conciencia anterior, Lionel y los niños colaboraban en la fantasía. Al comienzo de una comida, ella podía levantar la cara con que contemplaba los esfuerzos de su marido y decir dulcemente, apartándose el pelo alborotado:

—Espero que te guste. He intentado hacer un plato nuevo.

Era siempre un plato viejo, porque el repertorio de Lionel era reducido, pero nadie la contradecía y, como un rito, al final de cada comida los niños y el padre le daban las gracias. Era una simulación que les reconfortaba a todos. Cuando Marjorie anunciaba que estaba haciendo la lista de la compra para el mercado de Watlington, o que tenía toneladas de sábanas por planchar, un mundo paralelo de radiante normalidad surgía al alcance de toda la familia. Pero la única manera de mantener la fantasía era no mencionarla. Se acostumbraron a ella, viviendo neutralmente en sus absurdidades porque nunca las definían.

De algún modo la protegían de los amigos que los niños llevaban a casa, al igual que les protegían a ellos de ella. El criterio aceptado en el entorno —o bien era lo que oían decir siempre— era que la señora Mayhew era una artista, excéntrica y encantadora, probablemente un genio. A los niños no les avergonzaba oír a su madre decirles cosas que ellos sabían que no eran verdad. No la esperaba un día atareado, no se había pasado toda la tarde haciendo mermelada de moras. No eran falsedades, sino expresiones de lo que su madre era realmente, y estaban obligados a protegerla, en silencio.

Así pues, para Edward fueron unos minutos memorables cuando a los catorce años se encontró a solas con su padre en el jardín y oyó por primera vez que su madre tenía dañado el cerebro. La expresión era un insulto, una invitación blasfema a la deslealtad. Daño cerebral. Algo no le funcionaba en la cabeza. Si alguna otra persona hubiese dicho aquello de su madre, Edward no habría tenido más remedio que pelearse con ella y darle una paliza. Pero mientras escuchaba en hostil silencio esta calumnia, sintió que se le quitaba un peso de encima. Por supuesto que era cierto, y no podía negar la verdad. Enseguida empezó a convencerse de que siempre lo había sabido.

Él y su padre estaban de pie debajo del olmo grande un día caluroso y húmedo de finales de mayo. Después de varios días de lluvia, enrarecía el aire la abundancia del verano incipiente, el fragor de pájaros e insectos, la fragancia de la hierba segada y acostada en hileras en el prado delante de la casa, la pujante y ansiosa maraña del jardín, casi inseparable del lindero del bosque al otro lado de la cerca, el polen que deparaba al padre y al hijo el primer atisbo de la fiebre del heno y, en el césped a sus pies, losetas de luz de sol y sombra meciéndose juntas en la brisa ligera. En aquel entorno Edward escuchaba a su padre y trataba de imaginar un día amargo de invierno de diciembre de 1944, el andén concurrido de la estación de Wycombe, y a su madre arrebujada en su abrigo, con una bolsa de la compra en la que llevaba los exiguos regalos navideños de tiempo de guerra. Avanzaba al encuentro del tren procedente de Marylebone que la llevaría a Princes Risborough y desde allí a Watlington, donde la esperaba Lionel. En casa, cuidaba de Edward la hija adolescente de una vecina.

Existe un tipo determinado de pasajero confiado al que le gusta abrir la puerta del vagón un momento antes de que el tren se detenga para saltar al andén con un pequeño brinco seguido de una carrerilla. Quizá al apearse del tren antes de que haya concluido su trayecto, este viajero afirma su independencia: no es un bulto de carga. Quizá revitaliza un recuerdo de juventud o simplemente tiene tanta prisa que cada segundo cuenta. El tren frenó, posiblemente un poco más en seco que de costumbre, y aquel pasajero perdió el control de la puerta al empujarla hacia fuera. El grueso canto de metal golpeó la frente de Marjorie Mayhew con fuerza suficiente para fracturarle el cráneo y dislocar en un instante su personalidad, su inteligencia y su memoria. El coma duró un poco menos de una semana. El viajero, descrito por testigos presenciales como un caballero de la City, de aspecto distinguido y unos sesenta años, con bombín, paraguas plegado y periódico, se escabulló de la escena —la joven, embarazada de gemelos, yacía en el suelo, entre unos cuantos juguetes desparramados— y desapareció para siempre en las calles de Wycombe, con toda su culpa intacta, o eso esperaba Lionel, y así lo dijo.

Aquel curioso momento en el jardín —un hito crucial en la vida de Edward— le grabó en la memoria un recuerdo particular de su padre. Tenía una pipa en la mano que no encendió hasta que concluyó su relato. La tenía agarrada con resolución, con el índice curvado alrededor de la cazoleta y la boquilla suspendida a unos treinta centímetros de la comisura de la boca. Como era domingo no se había afeitado: Lionel no tenía creencias religiosas, aunque observaba las formalidades de la escuela. Le gustaba disponer de un día a la semana para él solo. No afeitándose las mañanas de domingo, un acto excéntrico para un hombre de su posición, se excluía a propósito de todo género de compromiso público. Llevaba una camisa blanca arrugada y sin cuello, que ni siquiera había alisado con la mano. Su actitud era cuidadosa, algo distante: debía de haber ensayado aquella conversación mentalmente. Mientras hablaba, a veces apartaba del hijo la mirada y miraba hacia la casa, como para evocar con mayor precisión el estado de Marjorie, o para vigilar a las niñas. Al terminar, puso la mano en el hombro de Edward, un gesto insólito, y recorrió los pocos metros que faltaban hasta el fondo del jardín, donde la desportillada cerca de madera desaparecía bajo el avance de la maleza. Más allá se extendía un campo de unas dos hectáreas, despoblado de ovejas y colonizado por ranúnculos en dos franjas anchas que se bifurcaban como sendas.

Se quedaron al lado el uno del otro mientras Lionel encendía la pipa por fin y Edward, con la capacidad de adaptación de su edad, continuaba haciendo la silenciosa transición del choque al reconocimiento. Por supuesto, siempre lo había sabido. La falta de un término para el estado de su madre le había mantenido en un estado de inocencia. Nunca había pensado que ella estuviera enferma y al mismo tiempo siempre había aceptado que era distinta. La contradicción la resolvía ahora aquel simple enunciado, el poder de las palabras para hacer visible lo que no se veía. Daño cerebral. La expresión disolvía la intimidad, sometía a su madre al frío rasero público que todo el mundo entendía. Un espacio súbito empezaba a abrirse, no sólo entre Edward y su madre, sino también entre él y sus circunstancias inmediatas, y sintió que su propio ser, el núcleo sepultado del mismo al que nunca había prestado atención, cobraba una existencia repentina y cruda, era un puntito brillante del que no quería que nadie más supiera. Ella tenía el cerebro dañado y él no. Él no era su madre y él tampoco era la familia y un día se iría y sólo volvería de visita. Se imaginó que era un visitante ahora y que hacía compañía a su padre después de una larga ausencia en el extranjero, contemplando con él en el campo las amplias bandas de ranúnculos que se bifurcaban justo antes de que la tierra descendiera en suave pendiente hacia el bosque. Fue una sensación solitaria con la que estaba experimentando y se sintió culpable por ello, pero su audacia también le excitaba.

Lionel pareció comprender el rumbo del silencio de su hijo. Le dijo que había sido maravilloso con su madre, siempre amable y servicial, y que aquella conversación no cambiaba nada. Lo único que hacía era dejar constancia de que Edward ya era lo bastante mayor para conocer los hechos. En aquel momento, las gemelas salieron corriendo al jardín, en busca de su hermano, y Lionel sólo tuvo tiempo de repetir: «Lo que te he dicho no cambia absolutamente nada», antes de que las niñas llegaran ruidosamente a donde ellos estaban y empujaran a Edward hacia la casa para que les diera su opinión sobre algo que habían hecho.

Pero por entonces muchas cosas estaban cambiando para él. Estaba en la escuela secundaria de Henley y empezaba a oír a diversos profesores que él podría ser «universitario». Su amigo Simon, de Northend, y todos los demás chicos del pueblo con los que andaba, iban a la escuela politécnica y pronto se marcharían a aprender un oficio o a trabajar en una granja antes de que los llamaran para el servicio militar. Edward confiaba en que su futuro sería diferente. Ya había cierta coacción en el aire cuando estaba con sus amigos, tanto por parte de él como de ellos. Al acumularse los deberes —no obstante su afabilidad, Lionel era un tirano en esta cuestión—, Edward ya no vagaba por el bosque después de clase con los amigos, construyendo campamentos o trampas y provocando a los guardabosques en las fincas de Wormsley o Stonor. Una pequeña localidad como Henley tenía sus pretensiones urbanas y Edward estaba aprendiendo a ocultar el hecho de que conocía los nombres de las mariposas, los pájaros y las flores silvestres que crecían en la tierra de la familia Fane, en el valle recoleto debajo de su casa: la campanilla, la endivia, la escabiosa, las diez variedades de orquídeas, el eléboro y la rara campanilla de invierno. En la escuela, si sabías estas cosas podían tomarte por un palurdo.

Aquel día, la noticia del accidente de su madre no cambió nada exteriormente, pero todos los reajustes y variaciones diminutos en su vida parecieron cristalizar en aquel conocimiento nuevo. Era considerado y amable con ella, siguió ayudando a mantener la falacia de que ella regentaba la casa y de que todo lo que ella decía era cierto, pero ahora él interpretaba un papel a sabiendas, y al hacerlo robustecía aquel nuevo y pequeño cogollo de identidad personal recién descubierto. A los dieciséis años se aficionó a dar largos paseos meditabundos. Le despejaba la mente estar fuera de casa. A menudo recorría Holland Lane, un sendero de caliza hundido y flanqueado por taludes musgosos que se desmoronaban, y bajaba a Turville, y de allí descendía al valle Hambleden hasta el Támesis, cruzando en Henley hacia las colinas de Berkshire. El vocablo «adolescente» aún no había sido acuñado, y nunca se le ocurrió pensar que otra persona pudiera compartir aquella disgregación que sentía y que era a la vez dolorosa y deliciosa.

Sin informar a su padre ni pedirle permiso, hizo autostop a Londres un fin de semana para una manifestación en Trafalgar Square contra la invasión de Suez. Estando allí, en un momento de júbilo decidió que no solicitaría la admisión en Oxford, que era donde Lionel y todos los profesores querían que estudiase. La ciudad se le hacía sobradamente conocida y no lo bastante diferente de Henley. Estudiaría en Londres, donde la gente parecía más grande y ruidosa e imprevisible, y las calles famosas desestimaban su propia importancia. Abrigaba un plan secreto; no quería que causase una oposición temprana. También se proponía eludir el servicio militar, que Lionel había decidido que le sería provechoso. Estos proyectos personales depuraron aún más su sensación de poseer un yo oculto, un apretado nexo de sensibilidad, anhelo y crudo egotismo. A diferencia de algunos de los chicos de la escuela, él no aborrecía su casa y a su familia. Asumía como un hecho los cuartos pequeños y su miseria, y no se avergonzaba de su madre. Simplemente estaba impaciente de que su vida, la historia real, empezara, y tal como eran las cosas no podría empezar hasta que hubiera aprobado los exámenes. Por tanto, trabajó de firme y presentó buenos trabajos, especialmente en historia. Era deferente con sus hermanas y con sus padres, y seguía soñando con el día en que abandonaría la casa de Turville Heath. Pero en un sentido ya la había abandonado.