Eran jóvenes, instruidos y vírgenes aquella noche, la de su boda, y vivían en un tiempo en que la conversación sobre dificultades sexuales era claramente imposible. Pero nunca es fácil. Acababan de sentarse a cenar en una sala diminuta en el primer piso de una posada georgiana. En la habitación contigua, visible a través de la puerta abierta, había una cama de cuatro columnas, bastante estrecha, cuyo cobertor era de un blanco inmaculado y de una tersura asombrosa, como alisado por una mano no humana. Edward no mencionó que nunca había estado en un hotel mientras que Florence, después de muchos viajes de niña con su padre, era ya una veterana. Superficialmente estaban muy animados. Su boda, en St. Mary, Oxford, había salido bien; la ceremonia fue decorosa, la recepción alegre, estentórea y reconfortante la despedida de los amigos del colegio y la facultad. Los padres de ella no se habían mostrado condescendientes con los de él, como habían temido, y la madre de Edward no se había comportado llamativamente mal ni había olvidado por completo el objeto de la reunión. La pareja había partido en un pequeño automóvil que pertenecía a la madre de Florence y llegó al atardecer al hotel en la costa de Dorset, con un clima que no era perfecto para mediados de julio ni para las circunstancias, aunque sí plenamente apropiado; no llovía, pero tampoco hacía suficiente calor, según Florence, para cenar fuera, en la terraza, como habían previsto. Edward pensaba que sí hacía calor, pero, cortés en extremo, ni se le ocurrió contradecirla en una noche semejante.
Estaban, por tanto, cenando en sus habitaciones delante de las puertaventanas entornadas que daban a un balcón y una vista de un trozo del Canal de la Mancha, y a Chesil Beach con sus guijarros infinitos. Dos jóvenes con esmoquin les servían de un carrito estacionado fuera, en el pasillo, y sus idas y venidas por lo que, en general, se conocía como la suite de la luna de miel hacían crujir cómicamente en el silencio los suelos de roble encerados. Orgulloso y protector, el joven acechaba atentamente cualquier gesto o expresión que pudiera parecer satírica. No habría tolerado unas risitas. Pero aquellos mozos de un pueblo cercano trajinaban con la espalda encorvada y la cara impasible, y sus modales eran vacilantes, las manos les temblaban al depositar objetos en el mantel de lino almidonado. También estaban nerviosos.
No era aquél un buen momento en la historia de la cocina inglesa, pero a nadie le importaba mucho entonces, salvo a los visitantes extranjeros. La comida formal comenzaba, como tantas en aquella época, con una rodaja de melón decorada con una sola cereza glaseada. En el pasillo, en fuentes de plata sobre un calientaplatos con velas, aguardaban lonchas de buey asado hacía horas en una salsa espesa, verdura demasiado cocida y patatas azuladas. El vino era francés, aunque no se mencionaba ninguna región concreta en la etiqueta, embellecida por una golondrina solitaria en veloz vuelo. A Edward no se le habría pasado por la cabeza pedir un tinto.
Ansiosos de que los camareros se marcharan, él y Florence se volvieron en sus sillas para contemplar un vasto césped musgoso y, más allá, una maraña de arbustos florecientes y árboles adheridos a un talud empinado descendiendo hasta un camino que llevaba a la playa. Veían los comienzos de un sendero al final de unos escalones embarrados, un camino orillado por hierbas de un tamaño desmedido: parecían coles y ruibarbo gigantescos, con tallos hinchados que medían más de un metro ochenta y se inclinaban bajo el peso de hojas oscuras y de gruesas venas. La vegetación del jardín se alzaba con una exuberancia sensual y tropical, un efecto realzado por la luz tenue y grisácea y una bruma delicada que provenía del mar, cuyo regular movimiento de avance y retirada producía sonidos de débil estruendo y después el súbito silbido contra los guijarros. Tenían pensado ponerse un calzado resistente después de la cena y recorrer los guijarros entre el mar y la laguna conocida con el nombre de Fleet, y si no habían terminado el vino se lo llevarían para beber de la botella a tragos, como vagabundos.
Y tenían muchos planes, planes alocados, que se amontonaban en el futuro nebuloso, tan intrincadamente enredados y tan hermosos como la flora estival de la costa de Dorset. Dónde y cómo vivirían, quiénes serían sus amigos íntimos, el trabajo de Edward en la empresa del padre de Florence, la carrera musical de Florence y lo que haría con el dinero que le había dado su padre, y lo distintos que serían de otras personas, al menos interiormente. Era todavía la época —concluiría más adelante, en aquel famoso decenio— en que ser joven era un obstáculo social, un signo de insignificancia, un estado algo vergonzoso cuya curación iniciaba el matrimonio. Casi desconocidos, se hallaban extrañamente juntos en una nueva cumbre de la existencia, jubilosos de que su nueva situación prometiera liberarles de la juventud interminable: ¡Edward y Florence, libres por fin! Uno de sus temas de conversación favoritos eran sus respectivas infancias, no tanto sus placeres como la niebla de cómicos malentendidos de la que habían emergido, y los diversos errores parentales y prácticas anticuadas que ahora podían perdonar.
Desde aquella nueva atalaya veían claramente, pero no podían describirse el uno al otro ciertos sentimientos contradictorios: a los dos, por separado, les preocupaba el momento, algún momento después de la cena, en que su nueva madurez sería puesta a prueba, en que yacerían juntos en la cama de cuatro columnas y se revelarían plenamente al otro. Durante más de un año, Edward había estado fascinado por la perspectiva de que, la noche de una fecha determinada de julio, la parte más sensible de sí mismo ocuparía, aunque fuese brevemente, una cavidad natural formada dentro de aquella mujer alegre, bonita y extraordinariamente inteligente. Le inquietaba el modo de realizarlo sin absurdidad ni decepción. Su inquietud específica, fundada en una experiencia infortunada, era la de sobreexcitarse, algo que había oído denominar a alguien «llegar demasiado pronto». La cuestión estaba siempre en su pensamiento, pero si bien el miedo al fracaso era grande, mayor era su ansia de éxtasis, de consumación.
A Florence le preocupaba algo más serio, y hubo momentos durante el viaje desde Oxford en que creyó que estaba a punto de reunir el valor de sincerarse. Pero lo que la angustiaba era inexpresable, y apenas era capaz de formulárselo ella misma. Mientras que él sufría simplemente los nervios convencionales de la primera noche, ella experimentaba un temor visceral, una repulsión invencible y tan tangible como un mareo. La mayor parte del tiempo, a lo largo de todos los meses de alegres preparativos de boda, logró hacer caso omiso de aquella mancha sobre su felicidad, pero cada vez que sus pensamientos se centraban en un estrecho abrazo —era la expresión que prefería—, el estómago se le contraía secamente y sentía náuseas en el fondo de la garganta. En un manual moderno y progresista que en teoría era útil para novios jóvenes, con sus signos de admiración risueños y sus ilustraciones numeradas, tropezó con algunas expresiones y frases que casi le dieron arcadas: membrana mucosa, y la siniestra y reluciente glande. Otras frases ofendían su inteligencia, sobre todo las referentes a entradas: No mucho antes de penetrarla… o, ahora por fin la penetra y, felizmente, poco después de haberla penetrado… ¿Se vería obligada la noche de boda a transformarse para Edward en una especie de portal o sala a través del cual pudiese él actuar? Casi con igual frecuencia había una palabra que sólo le sugería dolor, carne abierta por un cuchillo: «penetración».
En instantes de optimismo trataba de convencerse de que sólo sufría una forma agudizada de aprensión que acabaría pasando. Sin duda, pensar en los testículos de Edward, colgando debajo de su pene tumefacto —otro vocablo horrible—, tenía por efecto que ella frunciera el labio superior, y la idea de que alguien la tocara «ahí abajo», aunque fuera alguien querido, era tan repugnante como, pongamos, una intervención quirúrgica en un ojo. Pero su aprensión no se extendía a los bebés. Le gustaban; algunas veces había cuidado a sus primos pequeños y había disfrutado. Pensaba que le encantaría que Edward la dejase embarazada y, al menos en abstracto, no le asustaba el parto. Ojalá pudiera, como la madre de Jesucristo, llegar por arte de magia a aquel estado de hinchazón.
Florence sospechaba que había en ella alguna anomalía profunda, que ella siempre había sido distinta y que al fin estaba a punto de ser descubierta. Creía que su problema era más grande, más hondo que el mero asco físico; todo su ser se rebelaba contra una perspectiva de enredo y carne; estaban a punto de violar su compostura y su felicidad esencial. Lisa y llanamente, no quería que la «entraran» ni «penetraran». El sexo con Edward no sería el apogeo del placer, pero era el precio que había que pagar.
Sabía que debería haber hablado mucho antes, en cuanto él se le declaró, mucho antes de la visita al párroco sincero y de voz suave y de las comidas con sus respectivos padres, antes de invitar a los invitados de la boda, de confeccionar y entregar en unos grandes almacenes la lista de regalos, de contratar la carpa y a un fotógrafo y de todos los demás trámites irreversibles. Pero ¿qué podría haber dicho ella, qué términos podría haber empleado cuando ni siquiera sabía exponerse la cuestión a sí misma? Y ella amaba a Edward, no con la pasión caliente y húmeda sobre la que había leído, sino cálida, profundamente, a veces como una hija y a veces casi maternalmente. Amaba acurrucarle y que él le rodeara los hombros con su brazo enorme, y que la besara, aunque le asqueaba que Edward le metiera la lengua en la boca, y sin decir palabra lo había dejado claro. Pensaba que era un joven original, distinto a todas las personas que ella había conocido. Siempre llevaba un libro en rústica, por lo general de historia, en el bolsillo de la chaqueta, por si acaso se encontraba en una cola o en una sala de espera. Marcaba lo que leía con un lápiz. Era prácticamente el único hombre que Florence había conocido que no fumaba. Sus calcetines nunca emparejaban. Sólo tenía una corbata, estrecha, de punto, azul oscuro, que llevaba casi a todas horas con una camisa blanca. Ella adoraba su mente curiosa, su leve acento del campo, la inmensa fuerza de sus manos, los giros y virajes imprevisibles de su conversación, su amabilidad con ella y el modo en que sus tenues ojos castaños, descansando en ella mientras hablaba, le hacían sentirse envuelta en una amistosa nube de amor. A los veintidós años no dudaba de que quería pasar el resto de su vida con Edward Mayhew. ¿Cómo podría arriesgarse a perderle?
No había nadie a quien decírselo. Ruth, la hermana de Florence, era demasiado joven, y su madre, absolutamente maravillosa a su manera, era demasiado intelectual y quebradiza, una literata anticuada. Cada vez que afrontaba un problema íntimo, tendía a adoptar la actitud pública de una sala de conferencias y a emplear palabras cada vez más largas y a hacer referencias a libros que ella pensaba que todo el mundo debería haber leído. Sólo cuando el asunto formaba un envoltorio bien atado y seguro se relajaba hasta la afabilidad, aunque era raro, e incluso entonces no se sabía qué consejo estaba impartiendo. Florence tenía algunas amigas del colegio y el conservatorio que planteaban el problema opuesto: les encantaban las intimidades y las deleitaban los problemas ajenos. Todas se conocían y estaban demasiado ávidas de sus llamadas telefónicas y cartas mutuas. No podía confiarles un secreto, pero no se lo reprochaba porque ella misma pertenecía a aquel grupo. Ella tampoco habría confiado en ella misma. Estaba sola ante un problema que no sabía cómo abordar, y la única orientación de que disponía era la guía en rústica. En sus tapas de un rojo chillón había dos figuras risueñas cogidas de la mano, delgadas como palillos y con los ojos saltones, torpemente dibujadas con tiza blanca, como por la mano de un niño inocente.
Comieron el melón en menos de dos minutos mientras los mozos, en lugar de esperar en el pasillo, se quedaron de pie al fondo, cerca de la puerta, toqueteándose la pajarita y el cuello apretado y jugueteando con los puños. La inexpresión de su cara no cambió mientras observaban cómo Edward ofrecía a Florence, con un floreo irónico, la cereza glaseada.[1] Pícaramente, ella la succionó de los dedos de Edward y le sostuvo la mirada mientras la masticaba despaciosamente, dejándole ver la lengua, consciente de que al coquetear con él de aquel modo se lo estaba poniendo más difícil a sí misma. No debía iniciar lo que no podría seguir, pero era una ayuda complacer a Edward de todas las formas posibles: no se sentía del todo una completa inútil. Ojalá comer una cereza pegajosa fuera lo único que había que hacer.[2]
Para mostrar que no le turbaba la presencia de los camareros, aunque estaba deseando que se fueran, Edward sonrió al recostarse de nuevo con el vino y llamó por encima del hombro:
—¿No hay más de éstas?
—No, ninguna, señor. Lo siento.
Pero la mano que sostenía la copa de vino tembló al esforzarse en contener su dicha súbita, su exaltación. Florence parecía brillar delante de él, y era encantadora, hermosa, sensual, talentosa y de una bondad increíble.
El chico que había hablado se adelantó para retirar cosas de la mesa. Su colega estaba en el pasillo, junto a la puerta, sirviendo el asado en los platos. No era posible introducir el carro con ruedas en la suite nupcial para servir directamente de él, debido a una diferencia de nivel de dos escalones entre la habitación y el pasillo, a consecuencia de una mala planificación cuando la alquería isabelina fue «georgianizada» a mediados del siglo XVIII.
La pareja se quedó un momento a solas, aunque oían las cucharas que rascaban los platos y a los mozos hablando junto a la puerta abierta. Edward posó la mano sobre la de Florence y dijo en un susurro, por centésima vez aquel día: «Te quiero», y ella le dijo a él lo mismo, y lo dijo de verdad.
Edward se había licenciado en historia en el University College de Londres. En apenas tres años estudió guerras, rebeliones, hambrunas, pestes, la ascensión y caída de imperios, revoluciones que habían consumido a sus hijos, penurias agrícolas, miseria industrial, la crueldad de las élites dirigentes: un desfile vistoso de opresión, desdicha y esperanzas fallidas. Comprendía cuán constreñidas y exiguas podían ser las vidas, una generación tras otra. En la visión grandiosa de las cosas, los tiempos pacíficos y prósperos que Inglaterra estaba viviendo ahora eran insólitos, y dentro de ellos la alegría de Edward y Florence era excepcional y hasta única. En el último año había hecho un estudio especial de la teoría histórica del «gran hombre»: ¿realmente estaba pasado de moda creer que individuos enérgicos forjaban el destino nacional? Su tutor, desde luego, lo pensaba: en su opinión, fuerzas ineluctables impulsaban la Historia con mayúsculas hacia fines necesarios, inevitables, y pronto este tema se estudiaría como una ciencia. Pero las vidas que Edward examinó al dedillo —las de César, Carlomagno, Federico II, Catalina la Grande, Nelson y Napoleón— más bien indicaban lo contrario. Edward había argumentado que una personalidad implacable, un oportunismo y una buena suerte manifiestos podían desviar el destino de millones de personas, una conclusión descarriada que le valió un aprobado y que casi puso en peligro su licenciatura.
Un descubrimiento casual fue que incluso los éxitos legendarios deparaban escasa felicidad, tan sólo una inquietud redoblada, una ambición corrosiva. Aquella mañana, mientras se vestía para la boda (frac, chistera, un profuso asperjado de colonia), había decidido que ninguna de las figuras de su lista podía haber conocido el mismo tipo de satisfacción que él. Su euforia era en sí misma una forma de grandeza. Hete aquí a un hombre gloriosamente realizado, o casi. A los veintidós años ya los había eclipsado a todos.
Ahora miraba a su mujer, miraba las motas intrincadas en sus ojos avellana, aquellos blancos oculares puros, punteados por un destello del más leve azul lechoso. Las pestañas eran gruesas y oscuras, como las de un niño, y también había algo infantil en la solemnidad de su cara en reposo. Era una cara preciosa, con una expresión esculpida que a una luz determinada recordaba a una india norteamericana, una squaw linajuda. Tenía la mandíbula fuerte y la sonrisa, amplia y sin doblez, le llegaba hasta los pliegues en los rabillos de los ojos. Era de huesos grandes: algunas matronas habían hecho en la boda comentarios entendidos sobre sus caderas generosas. Sus pechos, que Edward había tocado y hasta besado, aunque nunca lo bastante, eran pequeños. Sus manos de violinista eran pálidas y poderosas, al igual que sus brazos largos; en su época de deportes escolares lanzaba con habilidad la jabalina.
A Edward nunca le había interesado la música clásica, pero ya estaba aprendiendo su jerga tan vivaz: legato, pizzicato, con brio. Poco a poco, a fuerza de repetición, empezaba a reconocer y hasta apreciar algunas piezas. Le conmovía en especial una que ella tocaba con sus amigas. Cuando practicaba en casa sus escalas y arpegios, llevaba una cinta en el pelo, un rasgo enternecedor que a él le hacía soñar con la hija que quizá tuvieran algún día. Florence tocaba de una forma sinuosa y precisa, y era famosa por la riqueza de su registro. Un tutor decía que nunca había conocido a una alumna que extrajera un canto más cálido de una cuerda abierta. Cuando estaba delante del atril en la sala de ensayos de Londres, o en su habitación de Oxford, en casa de sus padres, mientras Edward, tendido en la cama, la miraba y la deseaba, ella tenía una postura grácil, la espalda recta y la cabeza erguida orgullosamente, y leía la partitura con una expresión imperiosa, casi altiva, que a él le excitaba. Aquella expresión contenía una gran certeza, un gran conocimiento del camino hacia el placer.
Cuando se trataba de música, nunca perdía el aplomo ni la fluidez de sus movimientos: frotar con colofonia un arco, cambiar una cuerda a su instrumento, reorganizar la habitación a fin de acomodar a sus tres amigos de la facultad para el cuarteto de cuerda que constituía su pasión. Era la líder indiscutida y siempre decía la última palabra en sus numerosas discrepancias musicales. Pero en el resto de su vida era sorprendentemente torpe e insegura, se golpeaba una y otra vez un dedo del pie, derribaba cosas o se daba un coscorrón en la cabeza. Los dedos que sabían ejecutar una doble cuerda en una variación de Bach eran igualmente diestros para volcar una taza de té llena sobre un mantel de lino o para dejar caer un vaso sobre un suelo de piedra. Daba un traspié si creía que alguien la estaba observando: a Edward le confesó que le resultaba un calvario caminar por la calle al encuentro de una amiga situada a cierta distancia. Y cada vez que estaba inquieta o muy cohibida, levantaba la mano repetidamente hacia la frente para apartar un mechón imaginario, con un ademán suave y oscilante que continuaba mucho después de que se hubiese desvanecido la causa del estrés.
¿Cómo podría él no amar a una mujer tan singular y cálidamente especial, tan dolorosamente sincera y consciente de sí misma, una mujer cuyos pensamientos y emociones se veían todos a simple vista, ondeando como partículas cargadas a través de sus gestos y expresiones cambiantes? Incluso sin su belleza corpulenta no habría podido evitar amarla. Y ella le amaba con igual intensidad, con aquella atroz reticencia física. A Edward no sólo se le despertaban las pasiones, exacerbadas por la falta de un desahogo apropiado, sino también sus instintos protectores. Pero ¿de verdad era ella tan vulnerable? Una vez había fisgado en la carpeta de las notas escolares de Florence y había visto los resultados de los tests de inteligencia: ciento cincuenta y dos, diecisiete por encima de la puntuación de él. En aquella época, se consideraba que estos coeficientes medían algo tan tangible como la altura o el peso. Cuando se sentaba a presenciar un ensayo del cuarteto y ella tenía una diferencia de opinión sobre un fraseo, un tempo, una dinámica con Charles, el chelista rechoncho y obstinado en cuya cara brillaba un acné de aparición tardía, a Edward le intrigaba lo fría que podía ser Florence. No discutía, escuchaba con calma y después anunciaba su decisión. Ni rastro entonces del ademán de apartarse un mechón. Conocía su materia y estaba resuelta a dirigir, como debe hacerlo el primer violín. Parecía capaz de conseguir que su padre, bastante aterrador, hiciera lo que ella quería. Muchos meses antes de la boda, el padre, a instancia de ella, había ofrecido un empleo a Edward. Era otro cantar que él lo quisiera realmente o que se atreviera a rechazarlo. Y ella sabía exactamente, en virtud de una osmosis femenina, lo que necesitaba aquella celebración, desde el tamaño de la carpa a la cantidad de tarta, y la suma que era razonable esperar que pagara su padre.
—Ahí vienen —susurró ella, apretándole la mano para que él no incurriera en otra intimidad repentina. Los camareros llegaban con los platos de buey, el de Edward el doble de alto que el de ella. También traían un bizcocho al jerez, queso cheddar y bombones de menta que depositaron en un aparador. Tras musitar instrucciones sobre el timbre de llamada junto a la chimenea —había que pulsarlo fuerte y no soltarlo—, los mozos se retiraron, cerrando tras ellos con inmenso cuidado. Después se oyó un tintineo del carrito que se alejaba por el pasillo y luego, tras un silencio, un grito o un silbido que bien podía proceder del bar de abajo, por fin los recién casados se quedaron totalmente solos.
Un cambio de viento o un viento que arreciaba les llevó el sonido de olas rompiendo, como vasos que se hacen añicos a lo lejos. La niebla, al disiparse, revelaba parcialmente los contornos de las colinas bajas que se curvaban hacia el este sobre la línea costera. Divisaron una planicie gris y luminosa que podría haber sido la sedosa superficie del mar, o la laguna, o el cielo: era difícil saberlo. La brisa alterada aportó a través de las puertaventanas entornadas un incentivo, un efluvio salino de oxígeno y espacio abierto que no parecía concordar con el mantel de lino almidonado, la salsa de harina de maíz endureciéndose y los pesados cubiertos de plata abrillantada que cogían con las manos. La cena nupcial había sido copiosa y prolongada. No tenían hambre. En teoría, eran libres de abandonar los platos, agarrar por el cuello la botella de vino, bajar corriendo a la orilla, descalzarse y exultar en aquella libertad compartida. Nadie en el hotel habría querido detenerles. Eran adultos por fin, de vacaciones, libres de hacer lo que se les antojara. En sólo unos años más, jóvenes perfectamente normales harían cosas así. Pero de momento la época les frenaba. Incluso cuando Edward y Florence estaban solos, seguían vigentes mil normas tácitas. Precisamente porque eran adultos no hacían chiquilladas como dejar una cena que otros habían preparado con esfuerzo. Era la hora de cenar, al fin y al cabo. Y ser pueril no era aún honorable ni estaba de moda.
Aun así, a Edward le turbaba la llamada de la playa, y si hubiera sabido cómo proponerlo o justificarlo quizá hubiese sugerido que bajaran de inmediato. Le había leído a Florence en voz alta un pasaje de una guía que explicaba que miles de años de recias tormentas habían cribado y limado el tamaño de los guijarros a lo largo de los veintinueve kilómetros de playa, cuyas piedras más grandes estaban en el extremo oriental. La leyenda decía que los pescadores locales que desembarcaban de noche sabían con exactitud dónde estaban por el tamaño de los guijarros. Florence había propuesto que lo vieran ellos mismos comparando puñados recogidos en puntos separados por un kilómetro. Recorrer la playa habría sido mejor que quedarse allí sentados. El techo, que ya era bastante bajo, parecía más cerca de la cabeza de Edward y seguía acercándose. De su plato se elevaba, mezclado con la brisa marina, un olor húmedo, como el aliento del perro de la familia. Quizá no estaba tan alegre como él se repetía que estaba. Sentía que una presión terrible le estrechaba los pensamientos, le coartaba el habla, y sufría un agudo malestar físico: los pantalones o la ropa interior parecían haber encogido.
Así que si un genio hubiese aparecido en la mesa para concederle su deseo más acuciante, no habría pedido ninguna playa del mundo. Lo único que quería, lo único en que pensaba era en él y Florence tumbados juntos desnudos encima o dentro de la cama de la habitación contigua, afrontando por fin aquella experiencia imponente que parecía tan alejada de la vida cotidiana como una visión de éxtasis religioso, o incluso como la muerte. La perspectiva —¿ocurriría realmente? ¿A él?— le deslizó de nuevo unos dedos fríos por el bajo vientre, y se sorprendió cediendo a un desmayo momentáneo que ocultó detrás de un suspiro satisfecho.
Como la mayoría de los jóvenes de su época, o de cualquier época, sin desenvoltura ni medios de expresión sexual, se entregaba continuamente a lo que una autoridad ilustrada denominaba «placer solitario». Edward descubrió complacido esta expresión. Había nacido demasiado tarde en aquel siglo, en 1940, para creer que estaba dañando su cuerpo, que perdería la vista o que Dios le observaba con una incredulidad severa cuando él ponía manos a la obra cotidiana. O incluso que todo el mundo se lo notaba en el semblante pálido y retraído. De todos modos, un cierto deshonor impreciso gravitaba sobre sus esfuerzos, una sensación de fracaso y desperdicio y, por supuesto, de soledad. Y el placer era en realidad un beneficio secundario. El objetivo era la liberación: de un deseo apremiante y absorbente de algo que no se podía obtener de inmediato. Qué extraordinario era el hecho de que una cucharada creada por él mismo, manando limpiamente de su cuerpo, le liberase la mente de golpe para asumir de nuevo la resolución de Nelson en la bahía de Abukir.
La única y más importante aportación de Edward a los preparativos de boda había sido abstenerse durante más de una semana. Desde los doce años, nunca había sido tan plenamente casto consigo mismo. Quería estar en perfecta forma para su novia. No era fácil, sobre todo de noche, en la cama, o al despertar por la mañana, o en las largas tardes, o en las horas anteriores al almuerzo, o después de la cena, en las que precedían a la de acostarse. Ahora por fin ya estaban allí, solos y casados. ¿Por qué no se levantaba de la mesa, cubría de besos a Florence y la llevaba hacia la cama de cuatro columnas en la habitación de al lado? No era tan sencillo. Su combate con la timidez de Florence era una historia bastante larga. Había llegado a respetarla, a venerarla incluso, tomándola por una forma de coquetería, el velo convencional de una sexualidad intensa. En conjunto, formaba parte de la compleja hondura de su personalidad y atestiguaba la calidad de Florence. Edward se convenció de que la prefería así. No se lo exponía a sí mismo, pero la reticencia de ella convenía a la ignorancia y la inseguridad de él; una mujer más sensual y exigente, una mujer fogosa, podría haberle aterrado.
El noviazgo había sido una pavana, un desarrollo majestuoso, delimitado por protocolos no convenidos ni enunciados, pero en general observados. Nada se hablaba nunca; tampoco notaban la falta de conversaciones íntimas. Eran cuestiones más allá de las palabras, de definiciones. El lenguaje y la práctica terapéutica, el intercambio de sentimientos prontamente compartidos, mutuamente analizados, no eran aún de difusión general. Aunque se sabía de ricos que se sometían al psicoanálisis, no era todavía habitual considerarse uno mismo, en términos cotidianos, como un enigma, como un ejercicio de narrativa histórica, como un problema aún por resolver.
Entre Edward y Florence, nada había sido apresurado. Los avances importantes, los permisos tácitamente otorgados para ampliar lo que se consentía ver o acariciar, fueron una conquista gradual. El día de octubre en que él vio por primera vez sus pechos desnudos precedió con mucha antelación al día en que pudo tocarlos: el 19 de diciembre. Los besó en febrero, aunque no los pezones, que rozó con los labios una vez, en mayo. Ella se permitió explorar el cuerpo de Edward con una cautela aún mayor. Los movimientos súbitos o las sugerencias radicales por parte de él podían deshacer meses de buen trabajo. La noche en el cine en que vieron Un sabor a miel[3] y en que él le tomó la mano y se la hundió entre las piernas, las de Edward, retrasó unas semanas el proceso. Ella se volvió no gélida o ni siquiera fría —no era su estilo—, sino imperceptiblemente lejana, quizá decepcionada o hasta ligeramente traicionada. Se distanció de él sin inocularle dudas sobre el amor que ella le profesaba. Finalmente se reanudó el progreso: un sábado por la tarde de finales de marzo en que estaban solos y caía una lluvia pertinaz al otro lado de las ventanas del cuarto de estar desordenado de la minúscula casa de los padres de Edward, en las Chiltern Hills, ella posó la mano brevemente en, o cerca de, su pene. Durante menos de quince segundos, con una esperanza y un deleite crecientes, él la percibió a través de dos capas de tela. En cuanto ella retiró la mano él supo que no aguantaba más. Le pidió que se casara con él.
Edward no habría podido imaginar el esfuerzo que le costó a ella poner una mano —era el reverso— en semejante lugar. Ella le amaba, quería complacerle, pero tuvo que vencer una aversión considerable. Fue una tentativa franca: puede que fuera una iniciativa inteligente, pero Florence carecía de astucia. Mantuvo la mano en el sitio todo el tiempo que pudo, hasta que sintió una agitación y un endurecimiento por debajo de la franela gris del pantalón. Percibió una cosa viva, totalmente distinta de su Edward, y retrocedió. Entonces él hizo la proposición, y en la ráfaga de emoción, entre el júbilo, la hilaridad y el alivio, los abrazos repentinos, ella olvidó por el momento su pequeña conmoción. Y a él le maravilló tanto su propia audacia, y a la vez estaba tan envarado por el deseo insatisfecho, que apenas se dio cuenta de la contradicción en que ella empezaba a vivir desde aquel día, la secreta contienda entre el asco y el júbilo.
Entonces se quedaron solos y en teoría libres de hacer lo que se les antojara, pero siguieron cenando sin apetito. Florence posó el cuchillo, extendió la mano hacia la de Edward y se la apretó. Oyeron la radio abajo, las campanadas del Big Ben al comienzo del noticiario de las diez. En aquel trecho de la costa se recibía mal la televisión a causa de las colinas de tierra adentro. Los huéspedes más mayores estarían en la salita, tomando el pulso del mundo con sus libaciones de antes de acostarse —el hotel tenía una buena selección de whiskies de malta— y algunos hombres estarían llenando las pipas por última vez aquel día. Reunirse alrededor de la radio para oír el noticiario principal era un hábito de la guerra que nunca quebrarían. Edward y Florence oyeron los titulares amortiguados y captaron el nombre del primer ministro y luego, un minuto o dos más tarde, su voz familiar pronunciando un discurso. Harold Macmillan había dado una conferencia en Washington sobre la carrera de armamentos y la necesidad de un tratado de prohibición de pruebas. ¿Quién disentiría de que era una locura seguir probando bombas H en la atmósfera e irradiando a todo el planeta? Pero nadie con menos de treinta años —no, desde luego, Edward y Florence— creía que un primer ministro británico tuviese mucha influencia en los asuntos mundiales. Cada año el imperio se encogía a medida que otros países conquistaban su legítima independencia. Ahora casi ya no les quedaba nada y el mundo pertenecía a los norteamericanos y a los rusos. Gran Bretaña, Inglaterra, era una potencia menor: decirlo producía cierto placer blasfemo. Abajo, por supuesto, opinaban distinto. Cualquiera de más de cuarenta años habría combatido, o sufrido, en la guerra y conocido la muerte en un grado infrecuente, y no creería que un declive hacia la insignificancia fuera la recompensa de tantos sacrificios.
Edward y Florence votarían por primera vez en las siguientes elecciones generales y les ilusionaba la idea de una aplastante victoria laborista tan grande como la famosa victoria de 1945. Al cabo de un año o dos, la generación mayor, que todavía soñaba con el imperio, cedería seguramente el paso a políticos como Gaitskell, Wilson, Crosland, hombres nuevos con una visión de un país moderno donde hubiese igualdad y se hicieran realmente cosas. Si Estados Unidos tenía un exuberante y apuesto presidente Kennedy, Gran Bretaña podía tener algo similar: al menos en espíritu, pues no había nadie con tanto atractivo en el Partido Laborista. Se les había acabado el tiempo a los reaccionarios que libraban todavía la última guerra, aún nostálgicos de la disciplina y las privaciones bélicas. Edward y Florence compartían la sensación de que algún día cercano el país cambiaría a mejor, de que las energías juveniles pugnaban por salir, como vapor sometido a presión, mezcladas con la emoción de su propia aventura juntos. Los sesenta eran su primera década de vida adulta y sin duda les pertenecían. Los fumadores de pipa en la salita de abajo, con sus blazers de botones de plata y sus dobles medidas de Caol Ila y sus recuerdos de campañas en el norte de África y Normandía, y sus restos cultivados de jerga castrense, no podían reclamar el futuro. ¡Es la hora del cierre, caballeros!
La niebla creciente seguía desvelando los árboles cercanos, los desnudos acantilados verdes detrás de la laguna y extensiones de un mar plateado, y el suave aire vespertino envolvía la mesa, y ellos siguieron fingiendo que comían, estancados en el instante por inquietudes personales. Florence se limitaba a desplazar la comida alrededor del plato. Edward sólo comía bocados simbólicos de patata, que cortaba con el canto del tenedor. Sin poderlo impedir, escucharon la segunda noticia, conscientes de lo torpe que era por su parte sumar su atención a la de los huéspedes de abajo. Era su noche de bodas y no tenían nada que decirse. Las palabras indistintas se elevaban desde debajo de sus pies, pero captaron «Berlín» y en el acto supieron que hablaban de la historia que en los últimos días había cautivado a todo el mundo. Era una fuga del este comunista al oeste de la ciudad en un barco de vapor requisado sobre el Wannsee, en que los fugitivos se encogían junto a la timonera para eludir las balas de los guardas del este alemán. Escucharon esta crónica y después, intolerable, la tercera, sobre la sesión final de una conferencia islámica en Bagdad.
¡Uncidos a los sucesos del mundo por su propia estupidez! Aquello no era posible. Era el momento de actuar. Edward se aflojó la corbata y posó con firmeza el cuchillo y el tenedor en el plato.
—Podríamos bajar a escuchar como es debido.
Confió en haber sido gracioso, dirigiendo el sarcasmo a los dos, pero sus palabras brotaron con una ferocidad asombrosa, y Florence se sonrojó. Pensó que la estaba criticando por preferir la radio a él, y antes de que él pudiera suavizar o aligerar su comentario ella se apresuró a decir: «O podríamos tumbarnos en la cama», y se apartó nerviosamente de la frente un pelo invisible. Para demostrarle lo mucho que él se equivocaba, le proponía lo que sabía que él más deseaba y ella más temía. En realidad, habría estado más feliz, o menos infeliz, bajando a la sala para pasar el rato en una tranquila conversación con las señoras en los sofás con estampado de flores, mientras sus maridos seguían atentamente el noticiario, absortos en el vendaval de la historia. Todo menos aquello.
Su marido sonrió, se levantó y extendió la mano ceremoniosamente por encima de la mesa. Él también tenía la tez un poco sonrosada. La servilleta se le adhirió a la cintura un momento, absurdamente colgada, como un taparrabos, y después cayó al suelo a cámara lenta. Ella no podía hacer nada, aparte de desmayarse, y era una actriz pésima. Se levantó y tomó la mano de Edward, segura de que la sonrisa rígida con que le correspondió no era convincente. No le habría servido de nada saber que Edward, en su ensoñación, nunca la había visto más bonita. Más tarde, pensando, recordó sus brazos, delgados y vulnerables, y a punto de anillarse con adoración alrededor de su cuello. Y sus hermosos ojos castaño claro, brillantes de pasión innegable, y el leve temblor en el labio inferior de Florence, que incluso entonces ella mojaba con la lengua.
Con la mano libre Edward intentó coger la botella de vino y las copas medio llenas, pero era muy difícil y le distraía: las copas se entrechocaban y el pie de ambas se le cruzaba en las manos y el vino se derramaba. Optó por agarrar la botella por el cuello. Aun en su estado nervioso y exaltado creyó comprender la reticencia habitual de Florence. Tanto mayor causa de alegría, pues, que afrontaran juntos aquella situación trascendental, aquella línea divisoria de experiencia. Y lo más emocionante seguía siendo que fuese Florence la que había propuesto que se tendieran en la cama. Su nuevo estado civil la había liberado. Sin soltarle la mano, Edward rodeó la mesa y se acercó a Florence para besarla. Pensando que era vulgar hacerlo con la botella en la mano, volvió a depositarla.
—Estás bellísima —susurró.
Ella se forzó a recordar cuánto amaba a aquel hombre. Era amable, sensible, la amaba y no le haría ningún daño. Se acurrucó más fuerte dentro de sus brazos, apretada contra su pecho, y respiró su olor familiar, que poseía una textura como de madera y era relajante.
—Soy tan feliz aquí contigo.
—Yo también soy feliz —dijo ella en voz baja.
Cuando se besaron ella sintió su lengua inmediatamente, tensada y fuerte, pasando entre sus dientes, como un matón que se abre camino en un recinto. Penetrándola. La lengua se le encogió y retrocedió con una repulsión instantánea, dejando aún más espacio para Edward. Él sabía bien que a ella no le gustaba aquel tipo de beso, y hasta entonces nunca había sido tan brioso. Con los labios firmemente prensados contra los de ella, sondeó el suelo carnoso de su boca y luego se infiltró en los dientes del maxilar inferior, hasta el hueco donde tres años antes le habían extraído con anestesia general una muela del juicio que había crecido torcida. Era la cavidad donde la lengua de Florence solía adentrarse cuando estaba abstraída. Por asociación, era más parecida a una idea que a un lugar, era más un nicho privado e imaginario que un vacío en la encía, y se le hizo extraño que otra lengua también entrase allí. Era la punta afilada y dura de aquel músculo ajeno, temblorosamente vivo, lo que la repugnaba. Él le apretaba la palma de la mano izquierda encima de los omoplatos, justo debajo del cuello, y le inclinaba la cabeza hacia la de él. La claustrofobia y la asfixia de Florence crecieron cuando más determinada estaba a evitar a toda costa ofenderle. Él estaba debajo de su lengua, se la empujaba contra el velo del paladar y después encima, aplastándola, para luego deslizarse con suavidad sobre los lados y alrededor, como si creyera que podría hacerle un nudo sencillo. Quería que la lengua de Florence realizase alguna actividad propia, engatusarla para que formasen un horripilante dúo mudo, pero ella sólo acertaba a encogerse y concentrarse en no forcejear, contener las arcadas, no sucumbir al pánico. Tuvo el pensamiento disparatado de que si vomitaba dentro de la boca de Edward el matrimonio quedaría disuelto allí mismo y ella tendría que volver a su casa y explicárselo a sus padres. Ella entendía perfectamente que aquel contacto de lenguas, aquella penetración, no era sino un ensayo en pequeña escala, un tableau vivant ritual, de lo que se avecinaba, como un prólogo antes de una vieja obra de teatro que cuenta todo lo que debe ocurrir.
Mientras aguardaba a que pasara aquel momento particular, con las manos descansando en las caderas de Edward, por guardar las formas, Florence comprendió que había topado con una verdad vacua, evidente en retrospectiva, tan primaria y antigua como el danegeld o droit de seigneur, y casi tan elemental que no se podía definir: al decidir casarse, había dado su consentimiento a exactamente aquello. Había convenido en que era correcto hacerlo y que se lo hicieran. Cuando ella y Edward y los padres de ambos habían entrado en la lúgubre sacristía, después de la ceremonia, para firmar el registro, era en aquello en lo que habían puesto sus nombres, y si a ella no le gustaba, era la única responsable, pues todas sus elecciones del año anterior se iban estrechando hacia esto, y toda la culpa era suya, y ahora sí pensaba de verdad que iba a marearse.
Cuando oyó el quejido, Edward supo que su felicidad era casi completa. Tenía una impresión de ingravidez deliciosa, de estar separado varios palmos del suelo y placenteramente situado más arriba de Florence. Había dolor y placer en el modo en que el corazón parecía elevarse hasta producir un ruido sordo en la base de la garganta. Le emocionaba el tacto ligero de las manos de Florence, no tan alejadas de su ingle, y la docilidad de su cuerpo precioso, envuelto en sus brazos, y el sonido apasionado de la respiración que exhalaban rápidamente las fosas nasales. A Edward le deparó un punto de éxtasis desconocido, frío y agudo debajo de las costillas, el modo en que la lengua de Florence se enroscaba suavemente en la suya y se la empujaba. Quizá pudiera convencerla con un día de adelanto —quizás aquella noche, y quizá no necesitara persuadirla— de que se introdujera la polla en su boca blanda y bella. Pero fue un pensamiento que tuvo que ahuyentar lo más rápido posible, pues corría el serio peligro de llegar demasiado pronto. Ya lo sentía empezar, impulsarle hacia la deshonra. Justo a tiempo pensó en el noticiario, en la cara del primer ministro, Harold Macmillan, alto, encorvado, parecido a una morsa, un héroe de guerra, un vejete: era todo lo que no era sexo, e ideal para el propósito. Déficit en la balanza comercial, congelación de salarios, mantenimiento del precio de reventa. Algunos le maldecían por haber entregado el imperio, pero en realidad no había más remedio, con los vientos de cambio que soplaban en África. Nadie habría aceptado este mismo mensaje de un laborista. Y él acababa de despedir a un tercio de su gabinete en la «noche de los cuchillos largos». Hacerlo requería temple. Mac el Cuchilla, decía un titular, ¡Macbeth!, rezaba otro. Gente seria se quejaba de que estaba sepultando al país en una avalancha de televisores, automóviles, supermercados y demás basura. Dejaba que la gente tuviese lo que quisiera. Pan y circo. Una nueva nación y ahora quería que nos uniéramos a Europa, ¿y quién podría afirmar con seguridad que se equivocaba?
Por fin controlado. Los pensamientos de Edward se disolvieron y su persona volvió a ser su lengua, la punta misma, en el preciso momento en que Florence decidió que no aguantaba más. Estaba inmovilizada y sofocada, se asfixiaba, tenía náuseas. Y oía un sonido que aumentaba gradualmente, no paso a paso como en una escala, sino en un glissando lento, y que no era del todo un violín ni una voz, sino algo entre ambas cosas, que aumentaba sin parar, insufriblemente, sin salirse un ápice del campo auditivo, una voz-violín que estaba a punto de revelar un sentido y de decirle algo urgente en sibilantes y vocales más primitivas que palabras. Pudo haber sido dentro de la habitación o fuera en el pasillo o sólo en sus oídos, como un tinnitus. Hasta podía haber sido ella misma la que producía aquel sonido. Le daba igual; tenía que escapar.
Apartó la cabeza de golpe y se zafó de los brazos de Edward. Mientras él la miraba sorprendido, todavía con la boca abierta, y una pregunta empezaba a formarse en su expresión, ella le agarró de la mano y le llevó hacia la cama. Era avieso por su parte, e incluso vesánico, cuando lo que quería era salir corriendo del cuarto, cruzar los jardines y bajar el camino hasta la playa para sentarse allí sola. Incluso un minuto a solas la habría ayudado. Pero su sentido del deber era dolorosamente fuerte y no pudo resistirse. No soportaba la idea de desairar a Edward. Y creía de veras que estaba totalmente equivocada. Si el censo completo de invitados a la boda y de familiares hubieran estado de algún modo invisiblemente apretujados en la habitación, observando, todos los fantasmas se habrían puesto de parte de Edward y de sus deseos acuciantes, razonables. Supondrían que ella padecía alguna anomalía y estarían en lo cierto.
Sabía también que su conducta era lamentable. Para sobrevivir, para escapar de un trance horroroso, tenía que huir hacia delante y obligarse al paso siguiente, dando la impresión errónea de que ella misma lo anhelaba. El acto final no se podía posponer indefinidamente. El momento salía a su encuentro justo cuando ella avanzaba insensatamente hacia él. Estaba atrapada en un juego cuyas reglas no podía cuestionar. No podía huir de la lógica que la había inducido a llevar, o a remolcar, a Edward a través de la habitación hacia la puerta abierta del dormitorio y la cama estrecha de cuatro columnas y el terso cobertor blanco. Ignoraba lo que haría cuando llegasen allí, pero al menos aquel sonido atroz había cesado y en los pocos segundos que tardase en llegar, su boca y su lengua eran suyas, y podía respirar e intentar recuperar el dominio de sí misma.