35

A las tres horas, un granjero de las cercanías había recogido a Conn Materazzi. Lo habían metido en cama y le habían recompuesto la pierna, entablillándola rígidamente con cuatro palos de avellano y ocho tiras de cuero. Conn Materazzi había vuelto a perder el conocimiento y a quejarse lastimeramente durante la hora más o menos que le había costado a Cale enderezarle satisfactoriamente la pierna, y todavía no había vuelto en sí. Por supuesto, al final de todo estaba tan blanco que no parecía que la fuera a recobrar nunca.

—Cortadle el pelo —le dijo Cale al granjero— y enterrad la armadura en el bosque por si se acercaran los redentores. Decidles que es un jornalero. Si consigo llegar a Menfis, enviarán gente a por él. Os pagarán. Si no lo hacen, lo hará él cuando esté recuperado.

El granjero miró a Cale:

—Guardaos vuestros consejos y vuestro dinero.

Y diciendo esto, el granjero salió y los dejó solos. Poco después, Conn despertó. Se quedaron un rato mirándose el uno al otro.

—Ahora recuerdo —dijo Conn—: Os pedí socorro.

—Sí.

—¿Dónde estamos?

—En una granja, a dos horas de la batalla.

—Me duele la pierna.

—Tendrá que seguir así seis semanas. Y no sabemos si quedará recta.

—¿Por qué me salvasteis?

—No lo sé.

—Yo no habría hecho lo mismo por vos.

Cale se encogió de hombros.

—En estas cosas, uno nunca sabe hasta que ocurren. Pero el caso es que lo hice, y no hay que darle más vueltas.

Ninguno de los dos dijo nada durante un rato.

—¿Qué vais a hacer ahora?

—Partiré para Menfis por la mañana. Si llego, enviaré a alguien.

—¿Y después?

—Cogeré a mis amigos y nos iremos a algún lugar en que los soldados no sean locos e imbéciles. No pensé que fuera posible perder una batalla en semejantes condiciones. Si no lo veo no lo creo.

—No caeremos de nuevo en el mismo error.

—¿Y qué os hace pensar que tendréis la oportunidad? Princeps no se quedará en Silbury admirándose en el espejo: se presentará en las puertas de Menfis pisándoos los talones.

—Nos reagruparemos.

—¿Cómo? Ya han muerto tres de cada cuatro Materazzi.

Conn no pudo responder nada. Se quedó tendido, con tristeza, y cerró los ojos.

—Quisiera haber muerto —dijo al fin.

Cale se rio.

—Tenéis que aclararos. Eso no es lo que decíais esta mañana.

Conn dio la impresión de quedarse aún más abatido, si eso era posible.

—No soy desagradecido —musitó.

—¿No sois desagradecido? —preguntó Cale—. ¿Eso significa que sois agradecido?

—Sí, soy agradecido. —Conn volvió a cerrar los ojos—. Todos mis amigos, todos mis parientes, mi padre, todos han muerto…

—Con mucha probabilidad.

—Con toda certeza.

Seguramente aquello era cierto, así que a Cale no se le ocurrió qué decir.

—Deberíais dormir. No hay nada que podáis hacer salvo recuperaros y responder a los redentores como podáis. Recordad que la mejor venganza es la venganza.

Y tras ofrecerle este sabio consejo, Cale dejó a Conn a solas con sus tristes pensamientos.

Al despuntar el alba a la mañana siguiente, Cale salió a caballo tras decidir que no era necesario despedirse de Conn. Ya había hecho, pensaba, más que suficiente por él y estaba algo avergonzado de haber arriesgado la vida por alguien que, según admitía él mismo, no habría hecho lo mismo por él. Recordaba un comentario hecho por IdrisPukke una noche que fumaban juntos bajo la luz de la luna, en el Soto: «Resiste siempre el primer impulso: suele ser generoso». En aquel momento, Cale pensó que no era más que otro de los chistes de humor negro de IdrisPukke. Ahora comprendía lo que había querido decir.

Pese a su impaciencia por regresar a Menfis para asegurarse de que Arbell Cuello de Cisne se hallaba a salvo, Cale se dirigió hacia el nordeste, trazando un amplio arco a mucha distancia de la ciudad. Por allí habría demasiados redentores y Materazzi deambulando en medio de la confusión, y ninguno de ellos sería muy puntilloso con respecto a quién mataba. Evitó ciudades y pueblos, y compró comida tan solo en las granjas aisladas que se encontraba en el camino. Aun así, las noticias de la gran batalla habían llegado a todos, aunque unas hablaban de una gran victoria y otras, de una gran derrota. El aseguraba no saber nada al respecto, y se iba enseguida. El tercer día se volvió al oeste y se dirigió a Menfis. Al final dio con la vía de Agger, que iba de Somkheti a la capital. Estaba desierta. Esperó en los árboles, por encima de la carretera, durante una hora, y, como no pasaba nadie, decidió correr el riesgo e ir por ella. Este resultó ser su tercer error en cuatro días. Cuanto más se acercaba a Menfis, más incómodo se sentía. Al cabo de diez minutos, una patrulla Materazzi apareció de repente al doblar una curva muy cerrada, y no tuvo posibilidad de evitarlos. Al menos no eran redentores y se sintió aliviado, aunque sorprendido, al ver que el hombre que mandaba la patrulla era el capitán Albin, aunque no podía comprender qué pintaba allí el jefe del servicio de inteligencia Materazzi. Pero la incomprensión se convirtió en sobresalto cuando los veinte hombres de Albin sacaron sus armas. Cuatro de ellos eran arqueros a caballo, y sus flechas le apuntaban directamente al pecho.

—¿Qué sucede? —preguntó Cale.

—Mirad, esto no es decisión nuestra, pero estáis arrestado —explicó Albin—. Sed buen chico, no os resistáis. Vamos a ataros las manos.

Cale no tenía elección, solo podía hacer lo que se le mandaba. Seguramente, pensó, el Mariscal estaba molesto con él por haber dejado a Arbell con Kleist y Henri el Impreciso. Una idea lo sobresaltó de repente:

—¿Está bien Arbell Materazzi?

—Está perfectamente —respondió Albin—, aunque tal vez deberíais haber pensado en eso antes de largaros a donde quiera que os largarais.

—Fui a buscar a Simón Materazzi.

—Bueno, eso a mí no me incumbe. Ahora vamos a taparos los ojos, no deis problemas.

—¿Por qué?

—Porque lo digo yo.

Lo que le pusieron en la cabeza fue un saco pesado que olía a lúpulo. La arpillera de que estaba hecho era tan gruesa que no solo no dejaba pasar la luz, sino casi tampoco el sonido.

Cinco horas después, sintió que el caballo que lo transportaba tensaba los músculos, pues el camino se había vuelto repentinamente empinado. Entonces pudo distinguir, a través de la arpillera, el sonido hueco de las herraduras sobre la madera. Estaban entrando en Menfis por una de sus tres puertas. Pese a la arpillera, esperaba oír mucho más ruido una vez entrado en la ciudad, pero, aunque de vez en cuando se oía algún grito apagado, tan solo la sensación de seguir subiendo le indicaba que se encaminaban hacia el castillo. Su preocupación por Arbell le formó un nudo en el estómago.

Al fin se detuvieron.

—Bajadlo —ordenó Albin.

Dos hombres se le acercaron por el lado izquierdo y tiraron de él con cuidado. A continuación lo dejaron en el suelo, en pie.

—Albin —dijo Cale desde dentro de la arpillera—, quitadme esto.

—Lo siento.

Los dos hombres lo cogieron uno por cada brazo, empujándolo hacia delante. Oyó abrirse una puerta y, enseguida, comprendió que se hallaba en el interior. Lo condujeron por lo que parecía un corredor. Otra puerta chirrió al abrirse, y de nuevo tiraron de él con cuidado. Le hicieron detenerse al cabo de unos metros. Hubo una pausa, y a continuación le quitaron el saco de la cabeza.

En parte, por la suciedad del saco que se le había metido en los ojos y, en parte, por haber permanecido en la total oscuridad durante tantas horas, al principio no logró ver nada. Con las manos atadas, se frotó los ojos para quitarse las motas de lúpulo y miró a los únicos dos hombres que estaban en el salón. Uno de ellos distinguió enseguida que era IdrisPukke, que estaba amordazado y tenía las manos atadas. Pero al reconocer al otro hombre, que estaba de pie a su lado, el corazón le dio un vuelco. Era el Padre Militante: Bosco.

Después de los primeros segundos de sorpresa y odio, Cale sintió el impulso de caer de rodillas y ponerse a llorar como un chiquillo. Y lo habría hecho si no fuera porque el odio se lo impedía.

—Ya veis, Cale —dijo Bosco—, que la voluntad de Dios nos trae de nuevo a donde estábamos. Pensad en ello mientras me miráis con la boca abierta, como un perro furioso. ¿Qué habéis conseguido con toda vuestra ira y vuestras correrías?

—¿Qué le ha ocurrido a Arbell Materazzi?

—¡Ah, ella está bien!

Cale no supo, debido a la impresión recibida, si haría bien en preguntar por Kleist y Henri el Impreciso. No lo hizo.

—¿No os preocupan vuestros amigos? —preguntó Bosco—. ¡Redentor! —gritó en voz alta, al tiempo que se abría una puerta al final del salón y hacían entrar a Kleist y Henri el Impreciso, atados y amordazados. No tenían marcas, aunque ambos parecían aterrorizados—. Hay unas cuantas cosas que quiero preguntaros, Cale, y me gustaría perder el menor tiempo posible con las convencionales expresiones de incredulidad. ¿Acaso os he mentido alguna vez?

Le había golpeado de manera salvaje cada semana de su vida y le había obligado a matar en cinco ocasiones, pero, ahora que le hacía aquella pregunta, Cale tenía que admitir que Bosco, por lo que él sabía, nunca le había dicho una simple mentira.

—No.

—Recordadlo cuando escuchéis lo que estoy a punto de contaros. Tenéis que tener claro que la importancia de lo que voy a deciros va mucho más allá de ese tipo de nimiedades. Y para dejaros clara mi buena fe, voy a dejar libres a vuestros amigos: a los tres.

—Demostradlo —dijo Cale.

Bosco se rio.

—En el pasado, semejante tono en la respuesta habría tenido dolorosas consecuencias. —Alargó la mano, y el redentor Roy Stape le entregó un grueso libro encuadernado en piel—. Este es el Testamento del Ahorcado Redentor. —Cale no lo había visto nunca hasta entonces. Bosco colocó la palma de la mano sobre la cubierta—. Juro ante Dios, y empeño en ello mi alma eterna, que las promesas que hago ahora y todo lo que digo hoy es la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. —Miró a Cale—. ¿Estáis satisfecho?

El simple hecho de que entre todas las atrocidades de que le había dado muestras Bosco no se encontrara el perjurio, no urgió a Cale a creerle. Pero un juramento era de importancia central para Bosco. Y, además, no tenía elección.

—Sí —respondió.

Bosco se volvió al redentor Stape Roy:

—Dadles un salvoconducto y lo que necesiten, dentro de lo razonable. Y dejadlos en libertad.

Stape Roy se fue hacia IdrisPukke, lo agarró del brazo y lo empujó hacia Kleist y Henri el Impreciso. Entonces los empujó a los tres hacia la puerta. Cale se sintió bastante convencido de que Bosco podía estar diciendo la verdad: sus instrucciones de que no dieran a los tres demasiado, así como la habitual dureza con que los trataban concedía verosimilitud. Cualquier cosa más generosa, o menos grosera, habría levantado sus sospechas.

—¿Qué me decís de Arbell Materazzi?

Bosco sonrió.

—¿Por qué tanto empeño en descubrir lo engañado que estáis respecto al mundo?

—¿Qué queréis decir?

—Os lo mostraré. Aunque tendréis que consentir que os amordacen y aten, y aceptar quedaros tras esa pantalla, donde no se os vea, y no hacer ningún ruido oigáis lo que oigáis.

—¿Por qué tendría que prometeros tal cosa?

—A cambio de la vida de vuestros amigos, no me parece que sea pedir demasiado.

Cale asintió, y Bosco hizo un gesto a uno de los guardias para que se lo llevara tras el pequeño biombo que estaba en la parte de detrás del salón. Justo antes de llegar al biombo, Cale se volvió hacia Bosco.

—¿Cómo tomasteis la ciudad?

Bosco se rio, quitándose toda importancia.

—Fácilmente y sin luchar. Princeps envió noticias de la gran victoria del Cuarto Ejército en Port Errol en tres horas, y ordenó que la flota se retirara y atacara Menfis sin demora. Aquí la población entera estaba sumida en un canguelo propio de impíos. A ochenta kilómetros de distancia, la flota distinguió barcos que huían de Menfis aterrorizados. Nosotros nos limitamos a llegar sin armar ningún jaleo. Todo ha resultado muy sorprendente pero satisfactorio. Quedaos ahí atrás sin hacer ruido, y lo veréis y oiréis todo.

Diciendo esto, Bosco le hizo una seña para que se escondiera tras el biombo. El guarda se sacó una mordaza del bolsillo y se la mostró a Cale.

—Podemos hacerlo por las buenas o por las malas. A mí me da lo mismo.

Pero Cale estaba impaciente por ver a Arbell y no se resistió. Hubo una pausa de varios minutos. La presencia de Bosco y lo extraño de sus maneras producían en Cale una incomodidad que iba en aumento. Vio cómo colocaban en el centro del salón una mesa y tres sillas. Entonces se abrió la puerta e hicieron pasar al Mariscal y a su hija.

Cale no sabía que era posible experimentar un alivio tan intenso: un potente, jubiloso sentimiento de felicidad. Ella estaba blanca y aterrada, pero no parecía haber sufrido ningún daño, y tampoco su padre, aunque se le veía ojeroso y demacrado. Parecía veinte años más viejo, y veinte años de los peores.

—Sentaos —dijo Bosco con suavidad.

—Matadme a mí —pidió el Mariscal—. Pero os pido con toda humildad que dejéis vivir a mi hija.

—Mis intenciones son mucho menos sanguinarias de lo que imagináis —repuso Bosco con voz todavía suave—. Sentaos, no os lo repetiré. —Esta incómoda mezcla de benevolencia y amenaza intimidó aún más a los dos, e hicieron lo que se les mandaba—. Antes de empezar, quiero que intentéis asimilar que las necesidades y el fervor de aquellos que sirven al Ahorcado Redentor no pueden ser comprendidos por gente como vosotros. No, ni quiero ni busco ser comprendido, pero es necesario, por vuestro bien, que sepáis cómo andan las cosas. —Hizo un gesto de cabeza a uno de los redentores, que acercó la tercera silla, y entonces se sentó él también—. Hablaré con toda claridad: Tenemos el control total de Menfis, y ahora vuestro ejército consiste en no más de dos mil soldados preparados, la mayor parte de los cuales son prisioneros nuestros. Vuestro imperio, con todo lo vasto que es, está empezando a disgregarse. ¿Me creéis cuando digo esto?

Hubo una pausa.

—Sí —dijo al fin el Mariscal.

—Bien. Volveré a entregaros el control de la ciudad de Menfis y permitiré que reconstruyáis un ejército permanente para reinstaurar las estructuras de poder de vuestro imperio, sometido a ciertos impuestos y condiciones cuyos detalles aceptaréis otro día.

El Mariscal y Arbell miraron a Bosco con ojos llenos de esperanza y recelo.

—¿Qué condiciones? —preguntó el Mariscal.

—No me malinterpretéis —dijo Bosco en voz tan baja que Cale apenas le podía oír—. Esto no es una negociación. Vos no tenéis, de hecho, nada con lo que negociar. Sois completamente impotentes y solo tenéis una cosa que quiero.

—¿Qué es? —preguntó el Mariscal.

—Thomas Cale.

—Nunca. Por nada del mundo —dijo Arbell apasionadamente.

Bosco la miró pensativo.

—Qué interesante —comentó.

—¿Por qué queréis hacer tal cosa? —preguntó el Mariscal.

—¿Cambiar a un muchacho por un imperio? Suena un poco raro, lo admito.

—Queréis matarlo —dijo Arbell.

—En absoluto.

—Porque él mató a uno de vuestros sacerdotes, que estaba haciendo algo indescriptible.

—Bueno, tenéis razón: él mató a uno de mis sacerdotes, que estaba haciendo algo indescriptible. Yo no sabía nada de esas prácticas heréticas hasta el día que escapó Cale. Todos aquellos de los que después se descubrió que estaban involucrados fueron purificados.

—Queréis decir ejecutados.

—Quiero decir purificados y después ejecutados.

—¿Por qué pensaba Cale que vos erais responsable?

—Se lo preguntaré en cuanto lo vea. Pero si creéis que yo me desprendería de un imperio para ejecutar a Cale por haber matado a un hereje asesino y pervertido… —se quedó callado, como desconcertado—. ¿Por qué iba a hacer tal cosa? No tiene sentido.

—Podríais estar mintiendo —dijo el Mariscal.

—Eso podría ser. Pero no tengo ninguna necesidad. Encontraré a Cale antes o después, pero preferiría que fuera antes. Vos tenéis el medio para darme lo que quiero, pero llega un momento en que mi paciencia se acaba, y después no queda nada.

—No le escuchéis —dijo Arbell.

—¿Por qué estáis tan preocupada? —preguntó Bosco—. ¿Es porque sois amantes?

El Mariscal miró a su hija fijamente. No hubo exigencias llenas de indignación para que dijera la verdad, ni condenas por haber mancillado la sangre real. Tan solo un largo silencio. Al final, él se volvió hacia Bosco.

—¿Qué queréis que haga?

Bosco tomó aire.

—No hay nada que podáis hacer. No hay mucha gente, si es que hay alguien, en quien confíe Cale, y ciertamente ese alguien no sois vos. Pero sí vuestra hija, naturalmente, y por razones que ahora todos conocemos. Lo que pido es que ella escriba una carta a Cale, que entregará en secreto a uno de sus amigos. En esa carta le pediréis un encuentro fuera de la muralla, en un momento concreto. Yo estaré allí y con los soldados suficientes para que él tenga que rendirse.

—Lo mataréis —dijo Arbell.

—No lo mataré —dijo Bosco, levantando la voz por primera vez—. Yo no lo mataré nunca, por motivos que le explicaré a él en cuanto comprenda que le digo la verdad. El no tiene ni idea de lo que yo tengo que decirle, y, hasta que lo sepa, su vida seguirá siendo como ha sido desde que dejó el Santuario: violenta, tormentosa, una vida que solo puede acarrear una inútil destrucción sobre las cabezas de todo aquel que tenga algo que ver con él. Considerad los estragos que ha hecho en vuestras vidas. Solo yo puedo salvarlo de su condición. Sea lo que sea lo que pensáis que sentís por él, no podéis comprender lo que él es. Intentad salvarlo, algo que no podréis hacer nunca, y todo cuanto conseguiréis es llevar a la ruina a vuestro padre, a vuestro pueblo, a vos misma y, sobre todo, a Cale.

—Debéis escribir esa carta —le dijo el Mariscal a su hija.

—No puedo —repuso ella.

Bosco suspiró compasivamente.

—Sé lo que significa ejercer la autoridad y el poder. La elección que tenéis que hacer ahora es de tal clase que nadie os envidiaría. Elijáis lo que elijáis, siempre os parecerá incorrecto. Debéis escoger entre la destrucción de un pueblo entero y de un padre al que amáis, y un simple hombre al que también amáis. —Ella se quedó mirando a Bosco, como petrificada—. Pero, aunque la elección sea dura, no lo es tanto como teméis. Cale no sufrirá daño en mis manos, y, en cualquier caso, lo encontraré antes o después. Su futuro está demasiado ligado a la voluntad de Dios como para que sea otra cosa más que uno de los nuestros… y forme una parte muy especial de entre nosotros. —Se recostó en el respaldo de la silla y volvió a suspirar—. Decidme, joven, pese a todo vuestro amor por ese joven, un amor que compruebo ahora que es ciertamente genuino… —Se detuvo para permitirle tragar el endulzado veneno—. ¿No habéis notado nada… —se volvió a parar, buscando con cuidado la palabra correcta—… nada fatal?

—Vos le hicisteis así con vuestra crueldad.

—En absoluto —repuso Bosco en tono razonable, como si comprendiera la acusación—. La primera vez que lo vi, cuando él era pequeño, ya había en él algo impactante. Me llevó mucho tiempo comprender lo que era, porque sencillamente la cosa no parecía tener sentido. Era aterrador. Aquel niño me daba miedo. Ciertamente, era necesario moldear y disciplinar lo que había en él, pero ningún ser humano hubiera podido hacer de Cale lo que Cale es. No me considero tan hábil: yo no fui más que un agente del Señor para inclinar su naturaleza a nuestro bien común y al servicio de Dios. Pero vos habéis visto eso en él, y eso os ha aterrorizado, como es normal. Las bondades que habréis visto en él en ocasiones son como las alas de un avestruz, que puede batirlas pero no sirven para volar. Dejádnoslo a nosotros y salvad a vuestro padre, a vuestro pueblo, a vos misma… —Hizo una pausa para crear expectación—… Y a Cale.

Arbell comenzó a hablar, pero Bosco levantó la mano para pedirle que se callara:

—No tengo más que decir. Consideradlo y tomad una decisión. Ya os diré los detalles de la hora y el lugar en que debéis citar a Cale. Vos pensad si escribís o no esa carta.

Dos redentores que permanecían junto a la puerta avanzaron y les hicieron un gesto para indicarles que debían levantarse e irse. Cuando ella pasaba por la puerta, Bosco la llamó como si, a su pesar, sintiera compasión por el difícil dilema en que se encontraba.

—Recordad que sois responsable de miles de vidas. Y os prometo que nunca volveré a levantar la mano contra él ni permitiré que lo haga nadie.

La puerta se cerró, y Bosco se dijo en voz baja, a sí mismo:

—Conseguiré que los labios que ahora le resultan tan dulces como miel le sean pronto tan amargos como el ajenjo y tan afilados como una espada de doble filo.

El Padre Militante se volvió y le hizo un gesto a Cale para que saliera de su escondite a la luz. El guardia le quitó la mordaza y lo condujo hacia Bosco.

—¿Realmente pensáis que os ha creído? —preguntó Cale.

—No sé por qué no iba a creerme: la mayoría de lo que le he dicho es verdad, aunque no sea toda la verdad.

—¿Que es…?

Bosco lo miró como si intentara leer algo en su rostro, pero con una inseguridad que Cale no había visto nunca.

—No —dijo Bosco al fin—. Esperaremos su respuesta.

—¿De qué tenéis miedo?

Bosco sonrió.

—Bueno, tal vez un poco de sinceridad entre nosotros no vaya mal a estas alturas. Naturalmente, tengo miedo de que el amor verdadero pueda con todo y ella se niegue a poneros en mis manos.

De vuelta en su palacio, Arbell Cuello de Cisne sufría los terribles dolores del deseo privado y la pública obligación: la horrible e imposible traición que encerraba aquello que debía elegir. Pero era peor de lo que parecía porque en el fondo del corazón (o en el fondo del fondo) ya había tomado la decisión de traicionar a Thomas Cale. Intentad comprender su pérdida, la abrumadora impresión de que todo cuanto ella había conocido se derrumbaba ante sus ojos. Después comprended el horrible poder que encerraban las palabras de Bosco, que repetían de todas las maneras posibles sus peores pensamientos. Por muchas emociones que le despertara Cale, aquel algo extraño que le atraía de él también le repelía. Cale era tan violento, tan airado, tan letal… Bosco la había calado. Pues dado quien era ella, ¿cómo iba a ser, sino refinada y delicada? Y, no nos confundamos, aquel refinamiento y delicadeza era lo que adoraba Cale; pero Cale había sido vencido en la forma, devorado por espantosos fuegos de terror y dolor inimaginables. ¿Cómo podía permanecer mucho tiempo con él? Había una parte de Arbell, una parte secreta, que de manera inconsciente llevaba tiempo buscando el modo de dejar a su amante. Y, así, mientras Cale esperaba que ella lo salvara, mientras él discurría un modo de salvarla a ella, ella había elegido ya el amargo pero razonable camino del bien de muchos sobre el bien del único. ¿Quién podría, al fin y al cabo, decir que ella se equivocaba? No lo hacía. Seguramente, hasta el propio Cale podría comprenderlo, con el tiempo.