Wilfred Penn, llamado «Cincopanzas», vigilante de la ciudad de York, que se encuentra a ciento sesenta kilómetros al norte de Menfis, abría bien los ojos para mantenerse despierto mientras observaba por encima de las murallas de la ciudad. De nuevo un hermoso sol se elevó sobre el bosque que rodeaba la ciudad, y Cincopanzas pensó, pese a lo apagado de su carácter, que no importaba la frecuencia con que se contemplara, el caso era que aquel momento del día le proporcionaba al espectador unas maravillosas ganas de vivir. Fue entonces cuando notó algo tan sumamente raro que, más que alarma, sintió desconcierto. No podía ser que estuviera ocurriendo aquello que le parecía ver. Por detrás de la línea de árboles, a algo más de dos kilómetros de distancia, se elevaba del bosque un enorme objeto negro, alzándose en el cielo arrebolado al tiempo que se acercaba a la ciudad. Aquella cosa negra se fue haciendo más grande y acercándose más rápido hasta que, aturdido como un animal antes de su sacrificio, Cincopanzas vio volar hacia él una enorme roca del tamaño de una vaca. Rotando lentamente sobre su eje, le pasó a menos de seis metros de distancia. Describiendo una curva, la roca cayó en la ciudad, demoliendo cuatro casas grandes al rebotar entre aquel destrozo de polvo y piedras, y fue a pararse en el Jardín Municipal de Ruiseñores.
Durante las dos horas siguientes, los cuatro fundíbulos móviles de los redentores lanzaron otras diez rocas y, al afinar la distancia del tiro, lograron hacer gran destrozo en las murallas. Su diseño era nuevo, no probado nunca en el campo de batalla, y a dos de ellos se les rompió la enorme viga. Los ingenieros pontificios que habían acompañado al Cuarto Ejército del General de Redentores, llamado Princeps, hicieron sus mediciones y evaluaciones de la debilidad de sus nuevas máquinas de guerra. Al cabo de una hora habían recogido ya las vigas rotas e iniciado el regreso a Shotover.
Por la tarde, hacía tanto calor que, aunque los pájaros no cantaban, el sonido de las chicharras resultaba casi ensordecedor. A las tres en punto hubo un breve ataque por parte de doscientos cincuenta soldados de caballería ligera de la ciudad, pensado para ofrecer una respuesta que pudiera darle al comandante de la guarnición cierta idea de aquello a lo que se enfrentaba. Una lluvia de flechas procedente de los árboles les hizo retroceder, y todo cuanto los Materazzi sacaron de su incursión fueron dos muertos, cinco heridos y diez caballos que tuvieron que sacrificar. Sin abandonar la línea del bosque, los redentores contemplaron la retirada de la caballería. Todos sintieron una horrible tensión en el aire, como si algo espantoso estuviera conteniendo el aliento, a punto de embestir. Entonces, todos empezaron a reírse, cuando las criaturas que lo causaban rompieron aquel amenazador silencio: las chicharras, que habían enmudecido ante la llegada de los caballos pero se relajaban ante su retirada, reemprendieron su concierto, como si fueran un solo ser en vez de un millón.
Aquella noche, el verdadero trabajo sucio empezó cuando el sargento mayor, Trevor Beale, y diez de sus hombres, entraron de patrulla en el bosque de Dudley con tanta prevención como podéis imaginar. Al alba, Beale y siete de sus hombres estaban de regreso intramuros, con dos prisioneros redentores, y presentando el informe de su misión nocturna al Gobernador de York.
—¿Por qué demonios nos atacan los redentores?
—Ni idea, Señor —respondió el sargento mayor Beale.
—Era una pregunta retórica, sargento mayor, hecha solo para producir un efecto, no para obtener respuesta.
—Sí, Señor.
—¿Efectivos?
—Entre ocho y dieciséis mil, Señor.
—¿No podéis ser más preciso?
—Nos hemos adentrado por el espeso bosque en la total oscuridad, cagándonos de miedo por entre un ejército muy bien guardado, así que no, Señor, no puedo ser más preciso. Puede que sean más, puede que sean menos.
—Sois muy insolente, sargento mayor.
—He perdido a tres hombres esta noche, Señor.
—Lo siento mucho, pero no es culpa mía.
—No, Señor.
Tres horas después, el sargento mayor Beale estaba de vuelta en el despacho del Gobernador Agostino.
—Todo cuanto hemos podido sacarles —explicó el Gobernador—, o sacarle a uno de ellos más bien, es su estimación de la cantidad de hombres que son. Antes de callar para siempre, el prisionero reveló que había unos seis mil en el bosque, pero que el ejército se dividió hace tres días. Ah, y que al frente se hallaba alguien llamado Princeps.
—Dejadme una hora a solas con él, Señor —terció Beale.
—Dudo mucho de que seáis mejor que Bradford maltratando prisioneros. Ese es su trabajo, al fin y al cabo. Además, quiero que llevéis con otros tres hombres un despacho a Menfis. Debéis ir por caminos diferentes. Vos tomaréis el que parezca más probable para atravesar los piquetes enemigos.
Una hora después de que Beale y sus hombres dejaran la ciudad, los redentores abrían una brecha en la muralla sur, a lo que siguió el enfrentamiento con los trescientos Materazzi en completa armadura que los esperaban. Fueron repelidos con la pérdida de unos veinte hombres, sin que entre los Materazzi hubiera, aparentemente, un solo herido grave. Pero casi una hora después del ataque echaron en falta a tres.
Aún más extraño fue que, unas horas después, en el cielo azul del verano empezaran a elevarse tres penachos de humo del emplazamiento de las máquinas de guerra de los redentores. Un grupo de exploradores volvió poco después para decirle al Gobernador que el ejército redentor se había retirado tras prender fuego a los cuatro fundíbulos que tanto esfuerzo les había costado desplazar hasta York.
Cuando, tres días después, Beale llegó a Menfis, la ciudad ya sabía de la otra mitad del Cuarto Ejército del Redentor General Princeps, y se quedaron igualmente desconcertados al oír las noticias que les llevaba Beale. La segunda fuerza de los redentores, en vez de atacar las tres ciudades amuralladas que había en su camino, todas las cuales eran al menos tan importantes estratégicamente como York, las había pasado de largo y se había encaminado a Fuerte Invencible. El eterno chiste que circulaba entre los Materazzi se refería a que Fuerte Invencible no era un fuerte, pero que eso no importaba, porque tampoco era invencible. Se trataba, de hecho, de un lugar de gran extensión y suaves colinas que de pronto cesaban para ser sustituidas por estrechas gargantas y pasos rocosos. Aquellas dos geografías tan diferentes representaban el mejor y el peor terreno en que pudieran operar la caballería y los soldados con armadura. Como tal, era el mejor lugar posible para entrenar a los Materazzi que entraban y salían de Fuerte Invencible procedentes de todos los lugares del imperio. El resultado era que nunca había allí menos de cinco mil jinetes y soldados de infantería, muchos de los cuales tenían años de experiencia. Para los redentores, atacar Fuerte Invencible no tenía ningún sentido: suponía retar al poder militar Materazzi en uno de los puntos en que resultaban más fuertes, un lugar en el que entrenaban a diario. Cuatro mil redentores se establecieron en formación de combate en las suaves colinas delante del fuerte, provocando a los Materazzi a atacarlos. Que es lo que hicieron. Desgraciadamente para los redentores, una fuerza de mil Materazzi a caballo que volvía de sus ejercicios los pilló por la retaguardia, y el resultado fue una carnicería en la que los redentores perdieron casi la mitad de sus hombres. Luchando por escapar, los restantes dos mil se batieron en retirada hacia las Gargantas Taméticas, y se unieron a los cuatro mil redentores que aguardaban allí. En aquel paraje el terreno era mucho más duro para los caballos, y se acabó la mala suerte de los redentores. El resultado del primer día de batalla fue atroz, aunque ambiguo. No hubo segundo día. Cuando los Materazzi despertaron fue para descubrir que los redentores se habían retirado a las montañas, donde la caballería no podía seguirlos. Lo que no entendían los generales Materazzi en Menfis era qué propósito podía tener el ataque a Fuerte Invencible.
Las noticias que llegaron a Menfis al día siguiente resultaban desconcertantes en otro sentido muy diferente, y eso suponiendo que la palabra «desconcertante» pueda comprender el horror y el espanto. A las siete en punto del undécimo día de ese mes, el Segundo Ejército de Infantería de los Redentores, a cargo del redentor Petar Brzica, entró en burro en Monte Nugent, un pueblo de mil trescientas almas. Hubo solo un testigo de su llegada: un muchacho de catorce años que, loco de amor por una de las muchachas del pueblo, se había levantado temprano y había marchado al bosque cercano para poder llorar sin exponerse a las burlas de sus hermanos mayores. Para el muchacho que observaba desde los árboles, los redentores resultaron una visión extraña, aunque lo inquietante de ver a trescientos soldados que se encaminaban hacia Monte Nugent quedaba atenuado por el hecho de que vestían hábito, algo que él nunca había visto hasta entonces, y que montaban en pequeños asnos, trotando de manera bastante cómica, muy diferente al aspecto magnífico y aterrador de la caballería Materazzi, que había contemplado sobrecogido y boquiabierto en su única visita a Menfis. Cuando los redentores dejaron el pueblo ocho horas después, todos sus ocupantes habían muerto excepto el muchacho. La descripción de la masacre hecha por el Comendador del Condado estaba basada en su relato, y llegó hasta el escritorio de Vipond juntamente con una bolsa de lino:
Los redentores despertaron rápidamente a los aldeanos y les explicaron con la voz amplificada por un megáfono que se trataba solo de una ocupación temporal, y que si cooperaban no se les haría daño alguno. Separaron a los hombres de las mujeres, y también a los niños por debajo de los diez años. A las mujeres las dejaron en el almacén de grano del pueblo, que estaba vacío, porque no se había recogido todavía la cosecha. A los hombres los metieron en el Salón de Reuniones. A los niños los llevaron al Ayuntamiento, que era el único edificio de tres pisos del pueblo, y los metieron en el segundo piso. Cuando llegamos, encontramos que los redentores habían levantado un poste en el centro del pueblo, y que en ese poste se encontraba el instrumento que se adjunta a este informe.
Vipond abrió la bolsa de ropa. Dentro había una especie de guante, pero sin dedos, parecido a los que llevan los comerciantes del mercado en invierno para mantener calientes las manos pero conservando la plena destreza en los dedos. Estaba hecho del cuero más fuerte y grueso, y de la parte más recia, a lo largo del borde de la palma, salía una hoja de unos trece centímetros de largo, suavemente curvada al final, como siguiendo la curva del cuello humano. En la hoja había una inscripción: «Graviso», por el lugar de fabricación. Justo en el interior del guante había una etiqueta con el nombre del propietario, como las que se ponen en la ropa de los colegiales. En esta aparecía el nombre «Petar Brzica» pulcramente bordado en azul. Tembloroso, el Canciller Vipond regresó al informe:
Comenzando con las mujeres y siguiendo con los hombres, los redentores los fueron sacando uno a uno. Los obligaban a arrodillarse. A continuación, un solo redentor, que llevaba el instrumento adjuntado en este despacho, aparecía por detrás, les tiraba hacia atrás de la cabeza para exponer la garganta, y pasaba la hoja, claramente curvada para tal propósito, por el cuello de la víctima. A continuación retiraban el cadáver de la vista, y sacaban a la siguiente víctima del edificio. Solo hemos podido encontrar un testigo vivo: un muchacho. Según él, cada uno de estos asesinatos llevaba no más de treinta segundos desde el principio al final. «Como no conocían su destino, las víctimas parecían temerosas pero no aterrorizadas, y la muerte se llevaba a cabo con tal premura que ninguno gritaba, y de hecho no hubo gritos en ningún momento durante todo ese día. De este modo, los redentores habían matado a todas las mujeres (391) hacia la una en punto. (El testigo podía ver el reloj de la torre del Ayuntamiento). Los hombres del pueblo (503) sufrieron a continuación la misma suerte. Sin embargo, cuando llegaron a los niños menores de diez años (304), perdieron todo cuidado en guardar el secreto de su actividad. De uno en uno y de dos en dos, los niños eran arrojados del balcón más alto para desnucarlos. Ni siquiera se libró el menor de los bebés. En toda mi vida he visto tal cosa». Tras terminar su relato, y antes de que pudiéramos evitarlo, el testigo se fue al bosque corriendo, jurando venganza contra los atacantes.
Geoffrey Menouth, Comendador del Condado de Maldon
Por tres días, durante las horas de luz Cale había estado en los bosques que bordeaban el Parque Real, observando a los hombres del ejército Materazzi, que entrenaban con la armadura puesta. Había cogido una de ellas al peso, en un corredor, mientras su propietario se instalaba en una de las estancias del palacio de Arbell. Debía de ser persona de gran importancia, porque la ciudad ya estaba abarrotada de Materazzi, hasta el punto de que ni el amor ni el dinero ni el rango (que era más importante que los otros dos) podían conseguir una cama decente. Calculó que pesaría más de treinta kilos. Aparte de la protección que pudiera proporcionar, no comprendía cómo semejante carga podía permitir ni la velocidad ni la flexibilidad que daba por sentadas. Pero al verlos entrenar, se dio cuenta de que estaba equivocado completamente. Se quedó anonadado al ver lo rápido que se movían, la ligereza de sus pies y la manera en que la armadura parecía deslizarse con cada movimiento. Podían saltar al caballo y bajarse de él con una facilidad sorprendente. Conn Materazzi incluso subió por una escalera de mano por el lado de abajo y, después, pasó al lado de arriba para introducirse en la torre que hacía como que tomaba al asalto. Los golpes que se propinaban unos a otros habrían cortado en dos a un hombre sin armadura, pero ellos parecían poder soportar incluso los más terribles. Había algunos puntos vulnerables, como la parte superior e interna del muslo, pero sería muy arriesgado intentar atacarlos. Habría que pensar en ello.
—¡BUU! ¡Te pillamos! —dijo Kleist, saliendo de detrás de un árbol con Henri el Impreciso e IdrisPukke.
—Os he oído venir desde hace cinco minutos. Las gordas de la heladería hacen menos ruido que vosotros.
—Vipond quiere verte.
Por primera vez, Cale los miró.
—¿Ha dicho por qué?
—Una flota de los redentores, al mando de ese cerdo de Coates, atacó un lugar llamado Port Collard, incendió la mitad de él y se fue. Uno de los soldados me ha explicado que los locales lo llaman «la Pequeña Menfis».
Cale cerró los ojos como si acabara de oír malas noticias. Y así era. Cuando terminó de explicar por qué, nadie dijo nada durante un rato.
—Deberíamos irnos —propuso Kleist—. Ahora: esta noche.
—Creo que tiene razón —añadió Henri.
—Y yo. Lo que pasa es que no puedo.
Kleist lanzó un gruñido.
—Por Dios, Cale, ¿cómo crees que vais a terminar tú y la marquesa de Carabás?
—¿Por qué no te compras un desierto y lo barres?
—Pienso que deberías decirle eso a Vipond —comentó IdrisPukke.
—Aquí estamos acabados. ¿Por qué no podéis daros cuenta de eso ninguno de vosotros?
—Lárgale eso a Vipond y los tres terminaremos en el fondo de la Bahía de Menfis, alimentando a los peces con la grasa de nuestros riñones.
—Podría tener razón —dijo Henri el Impreciso—. En estos momentos se nos aprecia tanto como a un forúnculo.
—Y ya sabemos de quién es la culpa —comentó Kleist, dirigiendo la mirada a Cale—. Tuya, por si te lo estabas preguntando.
—Hablaré mañana con Vipond. Marchaos vosotros esta noche —dijo Cale.
—Yo no me voy —dijo Henri el Impreciso.
—Sí que te vas —dijo Cale.
—No me voy —insistió Henri el Impreciso.
—Sí que te vas —repitió Kleist, con la misma insistencia.
—Toma mi parte del dinero, y vete tú —dijo Henri el Impreciso.
—No quiero tu parte.
—Entonces no la cojas. Nada te impide ir solo.
—Sé que nada me lo impide, pero no quiero irme solo.
—¿Por qué? —preguntó Henri el Impreciso.
—Porque me da miedo la oscuridad —dijo Kleist. Y tras decirlo, desenvainó la espada y empezó a golpear el árbol más próximo—: ¡Mierda, mierda, mierda!
Y fue de este modo indirecto como estuvieron de acuerdo los tres en quedarse, y en que IdrisPukke acompañara a Cale a hablar con Vipond.
Esta vez Cale no tuvo que esperar cuando se presentó en los aposentos de Vipond, sino que lo hicieron pasar directamente. Los primeros diez minutos los ocupó el relato de Vipond de los tres ataques de los redentores, y de la masacre de Monte Nugent. Le entregó a Cale el guante que habían dejado en el poste del centro del pueblo.
—Dentro figura un nombre. ¿Conocéis a esa persona?
—¿Brzica? Era el verdugo que se utilizaba en el Santuario para las ejecuciones sumarias. Era el que se encargaba de matar a cualquiera siempre que no fuera un Acto de Fe: «Ejecuciones públicas para la edificante contemplación de los creyentes». —El tono en que lo dijo dejaba claro que se trataba de una frase aprendida de memoria—. Los Actos de Fe eran llevados a cabo por redentores más santos que él. Yo nunca lo vi usarlo, pero Brzica era famoso por la velocidad con que mataba utilizando este chisme.
—He tomado como responsabilidad personal —dijo Vipond en voz baja— encontrar a ese hombre. —Se sentó y respiró hondo—. Ninguno de estos ataques parece tener mucho sentido. ¿Hay algo que me podáis contar sobre la estrategia que están empleando los redentores? —Sí.
Vipond se recostó en el asiento y miró a Cale, notando el extraño tono de su respuesta.
—Conozco esas tácticas porque fui yo quien las diseñó. Si me mostráis un mapa, podré explicároslo.
—Teniendo en cuenta lo que me acabáis de decir, no creo que sea prudente dejaros ningún mapa. Primero, explicaos.
—Si queréis que os ayude, necesito un mapa para explicaros qué es lo que pretenden hacer, y ver dónde se les puede detener.
—Explicádmelo por encima. Después veremos lo del mapa.
Cale se dio cuenta de que Vipond era más escéptico que desconfiado: sencillamente, no le creía.
—Hace unos ocho meses, el Padre Bosco me llevó a la Biblioteca de la Soga del Ahorcado Redentor, algo que nunca he oído que hiciera ningún redentor con ningún acólito, y me dejó ver todas las obras que hay allí sobre las tácticas militares de los redentores de los últimos quinientos años. Después me dio todo lo que había recogido personalmente sobre el imperio Materazzi, que era mucho. Me pidió que ideara un plan de ataque.
—¿Por qué vos?
—Durante diez años, me estuvo instruyendo sobre la guerra. Hay una escuela de redentores solo para eso. Somos unos doscientos… Nos llaman los «Peones de la Guerra». Yo soy el mejor.
—Muy modesto.
—Soy el mejor. La modestia no pinta nada aquí.
—Seguid.
Al cabo de unas semanas, decidí descartar el ataque sorpresa. Me gustan las sorpresas… Como táctica, quiero decir, pero no en aquella ocasión.
—No comprendo. Esto es un ataque sorpresa.
—No, no lo es. Los redentores llevan cien años luchando con los antagonistas. Se trata más que nada de una guerra de trincheras, que ahora se encuentra más bien estancada. Las trincheras llevan doce años más o menos en el mismo sitio. Se necesita algo nuevo que rompa esa parálisis, pero a los redentores no les gustan las novedades. Tienen una ley que faculta a un redentor para matar a un acólito en el acto si hace algo inesperado. Pero Bosco es distinto, él siempre está pensando, y una de las cosas en que pensaba era en que yo era diferente y me podía utilizar.
—¿De qué modo puede romper esa parálisis el hecho de atacarnos a nosotros?
—Yo tampoco podía entenderlo, y se lo pregunté.
—¿Y…?
—Nada. Se limitó a darme una buena paliza. Así que seguí con lo que me había mandado. El motivo de que no pensara que la sorpresa pudiera funcionar contra los Materazzi, es que estos no luchan como los demás: ni como los redentores ni como los antagonistas. Para empezar, los redentores no tienen caballería ni armaduras. Los arqueros son fundamentales para ellos. Los Materazzi apenas los utilizáis. Nuestras máquinas de guerra eran enormes y pesadas, y cada una de ellas se construía en el lugar del sitio. Los Materazzi debéis de tener unas cuatrocientas ciudades amuralladas con murallas cinco veces más gruesas de lo que para ellos es habitual.
—Dos de los fundíbulos usados en York fallaron, pero ellos prendieron fuego a los cuatro. ¿Por qué?
—Lograron atravesar las murallas de la ciudad el primer día, ¿no dijisteis eso? —Sí.
—Probaron una nueva arma en combate real, contra un nuevo tipo de enemigo, a mucha distancia de su Santuario. Y aunque dos se rompieran, las otras dos funcionaron.
—Pero dos no lo hicieron.
—Entonces las harán mejor. Por eso lo han hecho todo.
—¿Qué queréis decir?
—No sirve de nada sorprender al enemigo en sus condiciones y su territorio si no se tiene la seguridad de poderlo destruir de manera rápida. Bosco siempre me estaba pegando porque decía que yo tomaba demasiados riesgos innecesarios. Aquí no. Yo sabía que los redentores no estaban listos, que nosotros… —Se corrigió—: Que ellos necesitaban hacer una campaña corta, aprender todo lo que pudieran sobre el modo de luchar de los Materazzi, sobre la calidad de sus armaduras, y retirarse después. Dejadme ver un mapa.
—¿Por qué voy a confiar en vos?
—Estoy aquí y os estoy explicando lo ocurrido, ¿no? Podríamos habernos marchado.
—Suponed que lo que me estáis contando no sea más que mentira con apariencia de sinceridad, y que Bosco os esté manejando y lo haya estado haciendo todo el tiempo.
Cale se rio.
—Buena idea: la usaré algún día. Dejadme ver el mapa.
—Nada debe salir de este despacho —dijo Vipond al cabo de un instante.
—De todas formas, ¿quién iba a escucharme?
—Bien observado. Pero de todas formas, para salir de dudas, quiero que sepáis que si alguien se entera de que habéis sido parte de esto, recibiréis una soga por recompensa.
Vipond se dirigió a un estante al final de la estancia y sacó un rollo de papel grueso. Miró a Cale fijamente mientras volvía a su despacho, como si eso sirviera de algo con alguien que se había pasado la vida ocultando sus pensamientos. Entonces decidió por fin asumir los riesgos y desenrolló el mapa sobre su mesa, sujetando los extremos con pisapapeles de cristal de Venecia y con un ejemplar de El príncipe melancólico, que era su libro favorito. Cale observó el mapa con una concentración intensa, diferente de todo cuanto hubiera visto Vipond en él hasta entonces. Durante la siguiente media hora, Vipond respondió a las detalladas preguntas de Cale sobre los emplazamientos de las cuatro batallas, y el número y disposición de los soldados. Entonces se calló y estudió el mapa en silencio durante diez minutos.
—Quisiera un vaso de agua —dijo Cale.
Le llevaron el agua, y se la bebió de un trago.
—¿Y bien?
—Las ciudades de los Materazzi están cercadas. Yo sabía que sin contar con máquinas de guerra mucho más ligeras, que pudiéramos mover de una ciudad a otra con facilidad, podíamos dedicarnos a tocar la trompeta mientras esperábamos que las murallas se cayeran por sí solas. Le dije a Bosco que los ingenieros pontificios tendrían que construir algo mucho más ligero, y que fuera mucho más fácil de montar y desmontar.
—¿Y las diseñasteis vos mismo?
—¿Yo? No. Yo de eso no entiendo nada. Yo solo sabía qué era lo que necesitábamos.
—Pero él no se mostró de acuerdo, no os dijo que fuera a poner ese plan en funcionamiento.
—No. Cuando oí hablar de esos ataques, pensé que me estaba volviendo… ya sabéis… —Describió con el dedo varios círculos alrededor de la cabeza—… algo majara.
—Pero no hay nada de eso.
—Sigo en perfectas condiciones. En cualquier caso, en York ellos han encontrado lo que buscaban. Por eso se llevaron consigo a los tres Materazzi: les interesaban las armaduras, no los hombres. Ahora estarán a medio camino hacia el Santuario, donde los esperarán los ingenieros para estudiarlas a fondo.
—Os dieron una buena en Fuerte Invencible.
—A mí no: a los redentores.
—A veces os referís a ellos diciendo «nosotros».
—La fuerza de la costumbre.
—De acuerdo, pues, pero vuestro plan recibió una buena paliza en Fuerte Invencible.
—No realmente. Solo se trató de mala suerte. Los Materazzi no tenían la intención de atacar por la retaguardia, solo dio la casualidad de que volvían en aquel momento… en el momento menos adecuado para los redentores. Si queréis que Dios se ría, contadle vuestros planes… ¿No es eso lo que dicen los prestamistas de Menfis?
—Se supone que necesitáis permiso para entrar en el Gueto.
—No me lo dijo nadie.
—Os estáis pasando de listo.
—Sigo vivo por el momento, si es en lo que estáis pensando.
—Sigo opinando que todo fue mal en Fuerte Invencible.
—Os equivocáis.
—¿En qué?
—¿Cuántos redentores murieron?
—Dos mil quinientos, aproximadamente.
—Lucharon dos veces contra vuestra caballería, y los que sobrevivieron escaparon. Habían ido a ver de qué estabais hechos, no a ganar ninguna batalla.
—Y Port Collard…
—¿Por qué la llaman la Pequeña Menfis?
—Fue erigida en un puerto natural, muy parecido a esta bahía. La ciudad fue construida más o menos igual. El diseño se trasladó…
A los provincianos les gusta copiar las cosas… —Se paró en mitad de la frase—. Ya veo, sí. —Suspiró hondo y estornudó—. Perdonad, ¿qué sigue ahora?
Cale se encogió de hombros.
—Yo sé lo que seguía en mi plan. Pero eso no significa que sea lo que van a hacer.
—¿Por qué no? Hasta ahora ha resultado razonablemente bien.
—Mejor que eso: ha salido simplemente bien. Han conseguido todos los objetivos para los que estaba planeado.
Se hizo un silencio incómodo. Sorprendentemente, fue Cale quien lo rompió.
—Lo siento, el pecado de orgullo es muy fuerte en mí, según dice Bosco.
—¿Y está equivocado?
—Seguramente no.
—¿Conocéis a Princeps?
—Lo vi una vez. Entonces era gobernador militar del litoral norte. Allí no hay guerra de trincheras, no hay más que montañas y tal… Por eso lo han puesto a dirigir esta campaña, porque es el mejor de quien disponen para luchar con un ejército en movimiento. Y está a partir un piñón con Bosco, aunque me parece que no es demasiado popular ante nadie más.
—¿Sabéis por qué?
—No. Pero he leído todos sus informes de campaña. El guerrea como pensando por sí mismo. Ese tipo de cosas pone nervioso al Departamento de Intolerancia. Bosco lo protege, según he oído.
—Entonces, ¿por qué necesita el Príncipe que le digáis vos lo que hacer?
—Tendríais que preguntarle a Bosco. —Cale indicó el mapa—. ¿Dónde están ahora?
Vipond señaló un punto a unos ciento sesenta kilómetros del Malpaís, en la punta más septentrional.
—Aparentemente se disponen a cruzar el Malpaís para regresar al Santuario.
—Aparentemente. Pero es demasiado arriesgado hacer cruzar en verano el Malpaís a un ejército, incluso a uno pequeño como es este.
—Entonces ¿eso no es parte de vuestro gran plan?
—Forma parte de mi gran plan que deberían hacer como si se dirigieran al Malpaís a través del bosque de Hessel, para que los Materazzi intentaran llegar allí primero y esperar a que llegaran. Pero una vez en el bosque, debían girar hacia el oeste, cruzar el río aquí, por el puente de Stamford, y dirigirse a Puerto Erroll en la costa este, aquí. La misma flota que incendió la Pequeña Menfis los sacará del puerto. Si eso falla, por lo que leí en la biblioteca, las playas son suaves en este lado. Pueden acercar los botes de remo si fuera necesario. —Señaló un paso en el mapa—. Incluso si el tiempo es malo y la flota se demora, una vez atravesado el estrecho de Baring, unos cientos de redentores podrían mantener a raya durante días a un gran ejército.
Vipond lo miró durante tanto tiempo sin decir nada que Cale se empezó a sentir incómodo y después molesto. Estaba a punto de hablar cuando Vipond le hizo una pregunta:
—¿Esperáis que os crea, que crea que iban a pedir a alguien de vuestra edad, sea la que sea, que elaborara un plan de ataque de este tipo, y que luego llevarían ese plan a cabo hasta el menor detalle? Os creería si me contarais algo más verosímil.
Al principio, Cale simplemente se quedó mirando con rostro inexpresivo, un gesto que hizo que Vipond empezara a lamentar su franqueza, recordando el frío deleite con que había despachado a Solomon Solomon. «Este chico no está muy cuerdo», pensó. Pero entonces Cale se echó a reír con una carcajada breve y repentina.
—¿Habéis visto a los usureros jugando al ajedrez en el Gueto? —Sí.
—Allí juegan montones de hombres mayores, pero también niños, niños mucho más jóvenes que yo. Uno de esos niños gana siempre. Ni siquiera el anciano rabita, con sus tirabuzones y su barba y el curioso sombrero y todo eso, es capaz de vencerlo. Así que el rabita dice…
—Rabino, supongo que queréis decir.
—Ah, no sabía muy bien. En fin, que el rabino dice que el ajedrez es un don de Dios para ayudarnos a ver su plan divino, y ese niño que apenas sabe leer es una señal suya para que creamos en el orden que yace bajo todas las cosas. En cuanto a mí, he recibido dos dones: puedo matar gente con la facilidad con que vos rompéis un plato; y también puedo mirar un mapa o situarme en un lugar y comprender cuál es la mejor manera de atacarlo o defenderlo. Esa comprensión simplemente acude a mí, igual que la estrategia acude al niño del Gueto. Aunque no creo que se trate de un don de Dios. Pero si no me creéis, allá vos.
—¿Y cómo los detendríais? —Se calló un instante—. Si tuvierais que hacerlo…
—Para empezar, no hay que dejarles alcanzar el estrecho de Baring, porque entonces escaparán. Pero necesito un mapa más detallado desde aquí hasta aquí —dijo indicando un trozo de unos cincuenta kilómetros cuadrados—, y dos o tres horas para pensar.
¿Debía dar crédito a aquel extraño chico que tenía delante u olvidarse de todo? Al padre de Vipond le encantaba cierto comentario que aseguraba que cuando se está en dificultades, la mitad de las veces es mejor esperar. «No hagáis nada —decía—. Quedaos ahí».
—Aguardad en la puerta de la estancia contigua, y yo mismo os llevaré los mapas. No os acerquéis a las ventanas.
Cale se levantó y se dirigió al despacho privado, pero, cuando estaba a punto de cerrar la puerta tras él, Vipond lo detuvo para preguntarle:
—La masacre, ¿también formaba parte de vuestro plan?
Cale lo miró con expresión extraña, pero en absoluto ofendida.
—¿Qué pensáis vos? —preguntó con tranquilidad y cerró la puerta.
Vipond miró a su hermanastro.
—Habéis estado muy callado.
IdrisPukke se encogió de hombros.
—¿Es que había algo que decir? O se le cree o no se le cree.
—¿Y vos le creéis?
—Yo creo en él.
—¿Y qué diferencia hay?
—Cale siempre me está mintiendo porque no puede evitar el impulso de correr más riesgos de los necesarios. Ser demasiado creativo es un error a veces, y es un error en el que sigue incurriendo.
—Yo no estoy seguro de que sea un defecto —observó Vipond.
—Pero, como Cale, vos también sois una persona reservada.
—¿Y ahora, qué opináis?
—Opino que ahora dice la verdad —comentó IdrisPukke.
—Estoy de acuerdo.
En cuanto tomó la decisión de intervenir, Vipond empezó a ponerse cada vez más tenso e impaciente por conocer el plan de Cale, que requirió no tres horas, sino más de tres días para estar a punto. «¿Queréis el plan perfecto, o lo queréis enseguida?», le preguntaba Cale en respuesta a su insistente ruego de que le mostrara al menos algo de sus ideas. Si Vipond se mostraba extrañamente impaciente para una mente tan fría como la suya, era porque lo había alterado profundamente la muerte de los aldeanos, y lo que esas muertes confirmaban con respecto a los extraños informes de los refugiados antagonistas que salían del norte. Había algo en el guante de Brzica que le ponía los nervios de punta, como si toda la maldad y el odio del mundo se hubieran materializado en el cuidado con que lo habían diseñado, con que habían bordado su nombre y en la perfección con que habían encajado en el cuero la hoja del cuchillo. Se sentía aún más incómodo porque se consideraba un hombre de mundo, casi cínico y, sin lugar a dudas, un pesimista. Se había acostumbrado a esperar poco de la gente, y raramente sus expectativas se veían defraudadas. Que hubiera asesinatos y crueldades en el mundo no era nada nuevo para él, pero aquel guante era testigo de algo tan terrible que ni siquiera podía concebirse, como si aquel infierno que había descartado hacía tiempo como un engaño para aterrorizar a los niños hubiera enviado un mensajero que no tenía cuernos ni pezuñas, sino la forma de un guante de cuero primorosamente elaborado.
No era tarea fácil para Vipond influir en las tácticas de los Materazzi, que estaban orgullosos, hasta el punto de la histeria, de su preeminencia en tales cosas. Vipond no era soldado sino político, y tanto una cosa como la otra despertaba sospechas contra él.
Además, estaba el problema de que el Mariscal Materazzi se encontraba cada vez peor, pues su irritación de garganta se había convertido en una debilitadora infección de pecho, y cada vez se sentía menos capaz de comparecer en las innumerables reuniones convocadas para debatir sobre las campañas. Vipond debía tratar con una realidad nueva, si bien temporal. Sin embargo, lo logró con su habitual destreza. Cuando los exploradores Materazzi perdieron el rastro del ejército de los redentores en el bosque de Hessel, no hubo gran alarma, dado que esperaban que salieran por el único camino por el que podían dirigirse hacia el Malpaís. Fue entonces cuando Vipond tuvo un encuentro secreto con el número dos del Mariscal, el Mariscal de Campo Amos Narcisse, y le informó de que su red de informadores tenía noticias sobre las auténticas intenciones de los redentores, pero que por razones muy complicadas no deseaba que lo vieran meter las narices en aquellos asuntos. Si Narcisse presentaba aquella información en el consejo de los Materazzi como propia, entonces eso le acarrearía considerable gloria, como lo haría el plan de batalla que también le ofrecería para su consideración, si lo deseaba. Vipond comprendía la preocupación en que se hallaba Narcisse. No era ningún idiota, pero tampoco pasaba de medianamente competente, y se sentía asustado al ver que por causa de la mala salud del Mariscal él quedaba de hecho al cargo de toda la campaña. No lo hubiera admitido ante nadie, pero en el fondo pensaba que él no era el hombre adecuado. Vipond alentó su completa colaboración con veladas pero claras promesas de cambios en la ley de recaudación que beneficiarían enormemente a Narcisse, y del final de un largo pleito concerniente a una gran herencia, pleito en el que Narcisse se había visto envuelto durante veinte años y que parecía a punto de perder.
El Mariscal de Campo no era una persona completamente venal, sin embargo, y no se avendría a una estrategia que pusiera en peligro al imperio. Pasó varias horas estudiando minuciosamente el plan de Vipond, que equivale a decir el plan de Cale, antes de comprobar que sus intereses financieros y su conciencia militar coincidían. Quienquiera que hubiera urdido aquel plan, le dijo a Vipond, sabía lo que se traía entre manos. Dijo algunas cosas no enteramente convincentes sobre no querer llevarse el crédito de otro, pero Vipond le aseguró que se trataba del trabajo de un grupo, y que el verdadero mérito consistía en tener la capacidad de liderazgo del hombre que pone el plan en ejecución. En efecto, a fin de cuentas el plan era de Narcisse. Para cuando lo presentó y defendió ante el consejo, eso no era ya sino la pura verdad, y el factor decisivo para convencer al consejo era que el ejército de los redentores que había desaparecido resultó hallarse justamente donde había predicho Narcisse.
Es un dicho famoso que por suerte las guerras son una ruina, porque si no lo fueran nunca dejaríamos de luchar. A menudo olvidamos que, si bien puede haber guerras justas e injustas, nunca hay guerras baratas. El problema para los Materazzi era que los más expertos financieros del imperio eran los judíos del Gueto. Los judíos, por otro lado, tenían mucha cautela ante las guerras de otros, pues a menudo les acarreaban a ellos el desastre, fuera cual fuese el resultado. Si prestaban dinero al bando perdedor, no había nadie para devolvérselo; y si financiaban al bando vencedor, a menudo se decidía que los judíos habían sido de algún modo responsables de la guerra y que debían ser expulsados. En consecuencia, ya no hacía falta pagarles. De manera poco sincera, los Materazzi aseguraron a los judíos que las deudas de guerra serían satisfechas, mientras que los financieros del Gueto clamaban, de manera igualmente insincera, que no podían conseguir crédito en cantidades tan grandes, aparte de que los intereses serían prohibitivos. Fue durante estas negociaciones cuando Kitty la Liebre vio la oportunidad, y resolvió el problema ofreciendo a los Materazzi la financiación de todas las deudas de la guerra. Esto fue un alivio inmenso para los judíos, que miraban a Kitty la Liebre como una abominación ante el Señor. Era bien sabido que no hacían negocios con él bajo ninguna circunstancia, ni siquiera bajo amenaza de expulsión.
Kitty estaba más preocupado por los Materazzi. Pese a todos sus sobornos, chantajes y corrupción política, él sabía que la opinión pública en Menfis se estaba levantando contra las desagradables prácticas que tenían lugar en Ciudad Kitty, y que iba a ser más o menos inevitable una acción contra él. Calculaba que una guerra, especialmente una guerra en la que estaban tan encendidos los sentimientos de la población, sería como tener en las cartas un triunfo con el que matar cualquier tipo de censura moral contra su negocio. Al financiar lo que pensaba que sería una campaña corta, Kitty la Liebre confiaba razonablemente en que costear la totalidad de la empresa aseguraría su posición en Menfis durante mucho tiempo.
Ahora por fin estaban preparados los Materazzi para ir contra los redentores, y, con el gran plan de Narcisse como guía, cuarenta mil hombres con su armadura completa dejaron la ciudad, despedidos por los vítores de enormes multitudes. Corría la idea de que el Mariscal Materazzi estaba ultimando su estrategia bélica y se uniría más tarde a sus tropas. Esto no era cierto: lo cierto era que el Mariscal se sentía muy mal a causa de la infección de pecho, y era improbable que pudiera tomar parte en la campaña.
Sin embargo, los redentores se encontraban bastante peor a causa de un brote de disentería que había matado a muy pocos, pero debilitado a muchos. Además, el plan para engañar a los Materazzi, haciéndolos esperar ante el Malpaís mientras ellos se encaminaban en la dirección opuesta, había fracasado de manera evidente. Casi en cuanto salieron del bosque de Hessel, una avanzadilla de Materazzi, integrada por dos mil hombres, los siguió por el otro lado del río Oxus. A partir de ese momento, cada movimiento que hacía el ejército de los redentores era observado, y los detalles transmitidos al Mariscal de Campo Narcisse.
Para sorpresa de Princeps, los Materazzi no hicieron ningún intento de retrasar a su ejército y, en menos de tres días, avanzaron unos cien kilómetros. Para entonces los efectos de la disentería habían debilitado considerablemente a más de la mitad de sus hombres, y Princeps decidió descansar durante medio día en Molinos Quemados. Envió una delegación a los defensores de la ciudad, amenazando con masacrar a sus habitantes como había hecho en Monte Nugent, pero diciendo que no les pasaría nada si se rendían de inmediato y proporcionaban comida a sus soldados. Hicieron lo que se les decía. A la mañana siguiente, los redentores prosiguieron su marcha hacia el estrecho de Baring. Ahora Princeps, comprobando el terror que había producido la masacre en la población local, envió una avanzadilla de doscientos hombres, utilizando la misma táctica para proveer a sus aún debilitados soldados con una copiosa cantidad de víveres, la mayor parte de los cuales eran mejores que aquellos a los que estaban acostumbrados, algo que produjo el efecto de elevar los ánimos.
El plan de campaña diseñado por Cale para un ataque exploratorio contra el imperio Materazzi había resultado efectivo hasta el momento, pero el territorio en el que entraban entonces solo estaba cartografiado muy someramente en los documentos conservados en la biblioteca del Santuario. Uno de los objetivos más importantes del plan consistía en llevar a veinte cartógrafos y mandarlos en diez grupos separados para cartografiar con todo el detalle posible el terreno que pensaban atacar al año siguiente. Los tres grupos que cartografiaban el camino que tenían por delante no habían regresado, y Princeps se desplazaba por parajes sobre los cuales solo tenía una idea muy general. Al día siguiente, Princeps intentó atravesar el Oxus con su ejército por Recodo Blanco, pero el ejército que les seguía por el otro lado del río había crecido hasta llegar a los cinco mil hombres. Se vio obligado a desistir del intento, y entrar en una región en la que el camino resultaba duro y donde los pocos pueblos que podrían haber utilizado para aprovisionarse habían sido evacuados por los Materazzi, que no habían dejado nada útil ni de valor en ellos.
Durante los dos días siguientes, los redentores siguieron avanzando, buscando con desesperación creciente un lugar por el que atravesar el río, algo que los Materazzi, desde la otra orilla, estaban decididos a impedir. A cada hora que pasaba los redentores estaban más débiles y fatigados debido a la carencia de víveres y a los efectos de la disentería, y no podían recorrer más que quince kilómetros al día. Pero entonces cambió su suerte. Los exploradores de los redentores habían capturado a un vaquero de la vecindad y a su familia. Queriendo proteger a los suyos a toda costa, el vaquero les habló de un viejo paso, ya en desuso, por donde pensaba que podía cruzar incluso un ejército del tamaño de aquel. Los exploradores regresaron con la noticia de que el paso necesitaba reparaciones y que cruzarlo sería difícil pero posible. Además, estaba completamente desprotegido. Su suerte mejoró más aún: al otro lado del río, unas grandes marismas habían obligado a la guardia Materazzi a separarse del curso del río y alejarse de la vista. Los redentores sintieron entonces revivir sus casi muertas esperanzas. Al cabo de dos horas, habían levantado al otro lado del Oxus una cabecera de puente, y el resto de los redentores reparaban el paso con piedras que cogían de las casas de las inmediaciones. Al mediodía el trabajo estaba concluido, y el ejército empezó a cruzar el Oxus. Al ponerse el sol, el último de los redentores había cruzado ya y se hallaba a salvo en la orilla opuesta. Aunque a una distancia segura aparecieron algunos Materazzi para observar el final del paso del ejército, se limitaban a seguir enviando correos a Narcisse.
Al día siguiente, habiendo avanzado otros cinco kilómetros, los redentores se encontraron ante sí algo que hizo a Princeps comprender que su ejército estaba acabado: los embarrados caminos estaban batidos como campos mal arados, y a diez metros a cada lado las matas estaban aplastadas: antes que ellos habían pasado por allí decenas de miles de Materazzi. Comprendiendo que un ejército varias veces del tamaño del suyo debía de estar esperándolos en algún punto de allí al estrecho de Baring, Princeps hizo cuanto pudo para asegurarse de que no se perdía la información cartográfica que había sido en todo momento el propósito central del plan de Cale. Los cartógrafos supervivientes hicieron todas las copias que pudieron de los mapas que habían trazado, y después Princeps los despachó en una docena de direcciones diferentes, disfrazados, con la esperanza de que al menos uno de ellos consiguiera llegar al Santuario. Escuchó una misa breve, y a continuación reemprendieron la marcha. Durante dos días no percibieron otro atisbo de los soldados enemigos que el río de barro que habían dejado tras ellos. Entonces comenzó a caer un agua fría y torrencial. Bajo la lluvia y el viento, el ejército ascendió por una pendiente pronunciada, en formación, pero, al llegar a la cresta de la cima y observar el terreno llano que se extendía ante ellos, vieron el enorme número de soldados del ejército Materazzi, alineados y aguardando por ellos. Por cada flanco, rebosando de los valles adyacentes, seguían agregándose más hombres. Cesó la lluvia y salió el sol, y los Materazzi desplegaron sus banderines y pendones, que ondearon alegremente al viento sus oros, sus rojos, sus azules. El sol brillaba en la plata de las armaduras.
La batalla era ya inevitable, pese a todos los esfuerzos que había puesto Princeps, el Redentor General, en evitarla. Pero no ese mismo día. Estaba casi oscureciendo, y los Materazzi, tras meter en los redentores el miedo a la muerte y la condenación, se retiraron ligeramente hacia el norte. Al verlo, los redentores también se retiraron un poco, aunque encontraron escaso cobijo. Antes de eso, Princeps ordenó a cada uno de sus arqueros cortar una estaca defensiva de casi dos metros de altura de los árboles que había a los lados. Temiendo que los Materazzi pudieran atacar de noche, Princeps prohibió encender hogueras, para que los posibles atacantes no pudieran distinguir el lugar en que estaban acampados. Empapados, sufriendo el frío y el hambre, los redentores se tendieron donde estaban, se confesaron, oyeron misa, rezaron y se prepararon para la muerte. Princeps caminó entre ellos repartiendo medallas de San Judas, patrón de las causas perdidas, orando por su alma y la de sus hombres, algo en lo que todos lo acompañaban, desde el que cavaba letrinas a los dos arzobispos, en quienes recaía el mando.
—Recordad, hombres —repetía con voz alegre a cada sacerdote y soldado—, que somos polvo y al polvo hemos de volver.
—Y mañana a estas horas empezaremos ese viaje de regreso —comentó uno de los monjes, a lo cual, para sorpresa del arcediano, Princeps se rio.
—¿Sois vos, Dunbar?
—Yo soy —confirmó él.
—Bueno: no creo que os equivoquéis.
La mayoría de los Materazzi se encontraban a menos de ochocientos metros. Ardían sus hogueras, y los redentores podían oír retazos de canciones, insultantes gritos dirigidos contra ellos y, de vez en cuando, alguna frase de ordinaria conversación transportada por el aire en la calma de la noche.
El sargento mayor Trevor Beale se encontraba aún más cerca. Asignado al personal de Narcisse, estaba agachado a menos de cincuenta metros de distancia, tratando de averiguar si podía hacer algo útil.
Triste, empapado, helado, hambriento y aterrorizado por lo que sabía que le aguardaba, el redentor Colm Malik se dirigía a una de las pocas tiendas que el Cuarto Ejército había llevado con ellos.
«Tranquilo —pensó—, es culpa tuya. Tú te empeñaste en presentarte voluntario cuando te podrías haber quedado a salvo en el Santuario, dedicándote a propinar patadas en el culo a los acólitos».
Entró agachado por la puerta de la tienda y se encontró al Padre Petar Brzica, que miraba a un muchacho que tal vez tuviera catorce años y estaba sentado en el suelo, con las manos atadas a la espalda. El muchacho tenía una expresión extraña en el rostro, una palidez causada por el terror, lo cual era comprensible, pero también había allí algo más que Malik no sabía qué era. Odio, tal vez.
—¿Pedisteis verme, Padre?
—Sí, Malik —dijo Brzica—. Me pregunto si podríais hacerme un servicio.
Malik asintió con la cabeza, con toda la falta de entusiasmo que pensaba que podía mostrar sin ser castigado.
—Este muchacho que veis aquí es un espía o un asesino de los Materazzi, porque dice que presenció nuestra actuación en Monte Nugent. Hay que encargarse de él.
—¿Sí? —Malik estaba desconcertado, no meramente tratando de poner pegas.
—He recibido una plena absolución por todos mis pecados del propio arzobispo justo antes de que lo capturaran los piquetes y lo trajeran a mí.
—Comprendo.
—Es obvio que no. Matar a una persona desarmada, sin importar lo muy merecida que tenga su muerte, requeriría una nueva absolución formal. No puedo matarlo yo mismo y pedirle después al arzobispo que me vuelva a confesar. Pensaría que soy imbécil. ¿Vos habéis confesado?
—Todavía no.
—Entonces ¿cuál es el problema? Lleváoslo al bosque y deshaceos de él.
—¿No hay nadie más?
—No. Y ahora lleváoslo.
Y, de ese modo, Malik se llevó al aterrorizado joven a través de la llovizna que caía sobre el campamento, por entre las numerosas misas farfulladas que los monjes se ofrecían unos a otros, y salió de las filas de piquetes para internarse en el cercano bosque. A cada paso, a Malik le daba un vuelco el corazón: una cosa era dar palizas y patadas en el culo a los acólitos, y otra muy diferente rebanarle la garganta a un muchacho que ya había sido testigo de algo de lo que el propio Malik había formado parte y había sido más de lo que podía soportar. Al día siguiente se las vería cara a cara con su Creador. En cuanto llegaron a una espesura en la que quedaban fuera de la vista, Malik cogió al muchacho y le susurró:
—Voy a dejaros escapar. Seguid corriendo en esa dirección y no volváis la vista atrás. ¿Habéis entendido?
—Sí —respondió el aterrorizado muchacho.
Malik cortó la cuerda de las muñecas del muchacho y lo observó alejarse en la oscuridad, sollozando y dando traspiés. Aguardó varios minutos para asegurarse de que en su terror el muchacho no se confundía y volvía hacia la fila de piquetes. Al día siguiente, si alguien se enteraba de lo ocurrido, no tendría ninguna importancia. Y de ese modo, esperando que su acto de caridad pudiera compensar de algún modo los numerosos pecados que había cometido contra otros jóvenes, Malik regresó al campamento, para ir a encontrarse con el cuchillo del sargento mayor Trevor Beale.
Cale se levantó mucho antes del alba, y, para cuando el cielo empezaba a aclarar, llegaron Henri el Impreciso, Kleist y, por último, al alba, IdrisPukke. Estaban en la cima del monte Silbury, desde la cual tenían una buena vista del campo de batalla. El monte Silbury no era un verdadero monte, sino un enorme montículo artificial construido por razones de las que nadie se acordaba y por gente de la que tampoco se acordaba nadie. Su cima plana era una excelente plataforma no solo para contemplar los movimientos del enemigo (aunque el campo de batalla se veía con claridad desde cualquier punto en el que se pusiera uno, desde el lado de los Materazzi), sino por el numeroso séquito cortesano: embajadores, agregados militares, personas importantes que no tenían que ver con el ejército y hasta algunas importantes damas Materazzi. Una de ellas era Arbell Cuello de Cisne, que había insistido en estar presente, pese a la rotunda oposición de su padre y de Cale, quienes habían observado que ella constituía un blanco primordial para los redentores, y que en la confusión de la batalla no se podía garantizar la seguridad de nadie. Ella había respondido que la presencia de otras damas Materazzi convertiría su ausencia en algo vergonzoso, sobre todo porque la guerra se hacía para defender su vida. Aquellos hombres ponían la vida en juego por ella, y solo la cobardía podía explicar que ella no se hallara presente. Esta disputa había proseguido hasta el día anterior a la batalla, y el Mariscal solo tiró la toalla cuando Narcisse confirmó tanto la penosa condición como el pequeño tamaño del ejército de los redentores, y la seguridad que ofrecía el monte Silbury, pues su pendiente era demasiado empinada para ser tomado con facilidad, aparte de ofrecer una vía de escape rápida y segura. A Cale no le hicieron caso, pero tenía planeado que a la primera señal de peligro se la llevaría de allí, a la fuerza si no había más remedio. En cuanto pudo ver alineados aquella mañana a los ejércitos, Cale se tranquilizó en gran medida.
El campo de batalla era un triángulo. El estaba en el monte Silbury, en el ángulo izquierdo de la base, y los cuarenta y cinco mil hombres del ejército Materazzi se extendían en una gruesa línea en el ángulo derecho. Los redentores ocupaban el ángulo más agudo del triángulo. A cada lado había bosques espesos, casi impenetrables, de color negro azulado, y entre ambos se encontraba el campo de batalla, la mayor parte del cual había sido arado recientemente, aunque había una franja de brillante rastrojo amarillo que señalaba la posición de los Materazzi. Calcularon que la distancia entre los ejércitos sería de unos ochocientos metros.
—¿Cuántos crees que son? —le preguntó Cale a Henri el Impreciso, señalando a los redentores.
Tardó en responder al menos treinta segundos.
—Unos cinco mil arqueros; puede que mil trescientos soldados de infantería.
—Narcisse tenía razón —dijo IdrisPukke, bostezando—. Los redentores no pueden batirse en retirada y, si atacan con tal diferencia de número, los harán picadillo. Voy a desayunar algo. —Kleist se dirigió con él hasta un viejo criado que, con la cara tan colorada como un cangrejo, soplaba para prender fuego. Tenía a su lado un plato con huevos de color marrón y un jamón ahumado del tamaño de una pata de caballo. Mientras estaban allí, mirando, se les acercó un setter taheño perteneciente a una de las damas, meneando la cola, con la esperanza de ser invitado al desayuno.
Mientras comían, nadie le presentaba a Narcisse más que quejas personales. Aunque el plan del general contaba con amplio apoyo y admiración, y eso por parte de hombres que tenían mucha experiencia y eran hábiles soldados, otra cosa eran las cuestiones de prioridad en la formación de combate, en las que durante veinte años se habían acostumbrado a que el Mariscal Materazzi tuviera la última palabra. Su lamentable ausencia permitía el rebrote de rivalidades largo tiempo olvidadas y que no tenían fácil solución. Además, Narcisse se había visto obligado a cambiar el plan de batalla en tres ocasiones, algo que les pasaba a menudo incluso a los grandes generales. Eso significaba pedir a nobles de sangre real, que alguna vez habían tenido un papel importante en la primera línea, que aceptaran de repente un mando de importancia vital pero poco vistoso en la retaguardia. Tal cosa parecía una deshonrosa degradación a hombres que se habían mostrado siempre entregados, y cuya vida solo tenía sentido en el heroísmo y la gloria militar. La brillantez de aquel plan que había conseguido meter a los redentores en una encerrona se convertía ahora en una fuente de problemas, al haber demasiados nobles de gran experiencia y valor y no suficientes lugares en donde colocarlos. Cada uno de ellos, además, estaba convencido, y con buenos motivos, de que era el mejor hombre para determinado puesto y que transigir en aras del consenso era un compromiso excesivo, que podía acarrear graves perjuicios al imperio, en cuya protección debían y deseaban morir. Cada hombre tenía sus motivos que alegar, y la mayoría eran de peso. Para llegar a un acuerdo hubieran hecho falta toda la habilidad diplomática y todos los años de autoridad del Mariscal Materazzi, y Narcisse no tenía ni una cosa ni la otra. Al final decidió que todos los nobles más poderosos mandaran una sección en el frente, y que solo aquellos a los que le parecía que podía permitirse ofender ocuparan puestos secundarios. Eso complicaba de manera espantosa la cadena de mando, pero era la mejor solución que podía encontrar, y la situación se volvía más intrincada a cada hora, a medida que llegaban otros nobles que pedían también un lugar apropiado en la disposición general. Narcisse se consolaba pensando que aunque los problemas de Princeps fueran infinitamente más simples, también eran infinitamente peores. Fingiendo que tenía que estudiar el despliegue enemigo, Narcisse abandonó la Tienda Blanca con todas sus disputas, pero al hacerlo vio que Simón Materazzi se había colocado la armadura, lo que provocaba mucho alboroto entre una docena de soldados ante los que mostraba sus conocimientos recién adquiridos en el manejo de la espada. Narcisse hizo a un lado a uno de sus secretarios y le susurró en voz baja:
—Llevad inmediatamente a la retaguardia a ese retoño imbécil del Mariscal, y no dejéis de protegerlo hasta que todo haya acabado. Lo que menos falta me hace es que se meta en la batalla y que lo maten. —Por si acaso, esperó a ver cómo cumplían sus órdenes, ante la ira desbordada pero impotente de Simón. Koolhaus se había ido en aquel momento a beber agua y se perdió el incidente.
Cale y Henri el Impreciso se quedaron mirando y tratando de comprender, pero por mucho que hablaran de lo que harían si estuvieran en el lugar de Princeps, ninguno de ellos encontraba defectos al resumen que IdrisPukke hacía del caso. Empezaron a sentirse más tranquilos.
—Realmente, es tu plan —dijo Henri el Impreciso, admirando la magnífica disposición de armaduras y coloridos pendones.
—La idea es mía, pero la ejecución es de Narcisse. La cosa no tiene mala pinta. Están demasiado apretados, pero bueno… —Pensó con satisfacción en las funestas perspectivas de los redentores. Sin embargo, sintieron odio mezclado con temor al observar que el ejército redentor comenzaba a organizarse en tres secciones de infantería separadas por dos pequeños bloques de caballería. A cada lado, derecha e izquierda, había sendas secciones de arqueros.
Pese a las escasas simpatías que les inspiraban los redentores, Cale y Henri el Impreciso podían ver lo mala que era su situación. Tenían poca o ninguna comida, estaban empapados y ateridos de frío: cuando brilló el sol y empezaron a moverse, se podía distinguir el vapor que salía de ellos.
Para los que sufrían retortijones de vientre, las cosas aún estaban peor: no había posibilidad de huida, y tenían que estar muertos de miedo. Y enfrente de ellos tenían un ejército bien aprovisionado, bien alimentado y al menos diez veces superior en número. Era una perspectiva bastante desagradable.
Bajo ellos, los Materazzi habían sido más o menos separados en dos grupos de infantería, con toda su armadura (aunque algunos no habían acabado todavía de ponérsela). Cada grupo estaba integrado por ocho mil hombres. A cada lado y tras aquellas dos filas, había unos mil doscientos hombres a caballo. Las primeras filas de los Materazzi aún estaban sin formar. Muchos se habían sentado a comer y beber, y había muchos gritos, vítores y risas. Además, había muchos que se colaban o se disputaban el sitio en la primera línea. En las hogueras asaban corderos y hasta un caballo, y de las teteras puestas al fuego salían penachos de vapor. Aquellos que estaban demasiado nerviosos para sentarse a comer cruzando las piernas aún desprotegidas sobre el amarillento rastrojo se colocaban la armadura, ocupaban su posición e intentaban acercarse a la primera línea empujando con más fuerza, aunque ninguno de ellos era tan indisciplinado como para incurrir en disputas.
Dos horas después, nada había sucedido. Se les unió una pálida Arbell Cuello de Cisne, acompañada por Riba, Kleist y el bien desayunado IdrisPukke. Pese a la pérdida de rotundidad que había experimentado su cuerpo en los meses precendentes, Riba seguía contrastando con su señora de manera muy llamativa. Medía unos veinte centímetros menos que ella, era morena, de ojos castaños, y tan abundante y llena de curvas cuanto Arbell era rubia, sinuosa y delgada. Resultaban tan diferentes a la vista como una paloma y un cisne.
Inquieta, Arbell les preguntó qué pensaban que iba a ocurrir, y todos se mostraron de acuerdo en que los Materazzi hacían bien en quedarse donde estaban, porque Princeps se vería obligado a atacar antes o después. Lo mirara como lo mirara, a Cale le parecía que la situación de los redentores era completamente desesperada.
—¿Ha visto alguien a Simón? —preguntó Arbell.
—Estará con el Mariscal —respondió IdrisPukke. Durante los últimos días, Simón y el Mariscal se habían vuelto inseparables.
—Parecen padre e hijo —bromeó Kleist, de manera que no lo pudiera oír Arbell.
Aún preocupada, Arbell estaba a punto de enviar a dos criados en busca de su hermano cuando se les acercó un grupo de cinco soldados montados a caballo. Uno de ellos era Conn Materazzi. No se había acercado a Cale desde su pelea.
—Me envía el Mariscal de Campo Narcisse para comprobar que os encontráis segura.
—Completamente segura. ¿Habéis visto a mi hermano?
—Sí. Creo que sí, hace como una hora. Estaba en la Tienda Blanca con el ganso que le hace de intérprete.
—No tenéis derecho a llamar así a Koolhaus. Os lo ruego, buscad a Simón y aseguraos de que viene aquí.
A continuación, Arbell se volvió hacia sus dos criados y los envió a la Tienda Alta con las mismas instrucciones.
Por primera vez, Conn Materazzi miró a Cale.
—Aquí no correréis ningún riesgo, supongo.
Cale no respondió nada. Conn dirigió entonces la atención a Kleist.
—¿Y vos? Si tenéis el valor suficiente para venir y no dejar que otros luchen en vuestro lugar, os conseguiré un lugar en la primera línea.
Kleist puso cara de interés.
—Vale —respondió en tono amable—. Tengo que arreglar aquí un par de cosas, pero id delante y esperadme, que llegaré en unos minutos.
Conn no tenía mucho sentido del humor, pero hasta él comprendió que se estaba burlando.
—Al menos vuestros empalagosos amigos de ahí tienen el valor de luchar por sí mismos. Vosotros tres os limitáis a quedaros ahí y dejar que otros lo hagan por vosotros.
—¿Para qué vamos a discutir —respondió Kleist, como si hablara con alguien corto de entendederas— si allí se pelean por ponerse delante?
Pero no era fácil burlarse de Conn, pues las burlas le hacían poco efecto debido a que desde niño estaba acostumbrado a considerarse inmensamente valioso.
—Tenéis más motivos que nadie para participar en esta batalla. Si pensáis que es divertido, entonces no necesito la apostilla de un bufón para comprender lo que sois.
Y tras decir él mismo su apostilla, volvió el caballo y se fue. La verdad es que esto hizo poco efecto en Henri el Impreciso, ninguno en absoluto en Kleist, pero sí le molestó a Cale. Su victoria sobre Solomon Solomon le había demostrado que su destreza dependía de un terror que podía aparecer o desaparecer en cualquier momento. ¿De qué servía poseer dones como el suyo si el pánico podía neutralizarlos? Sabía que lo que le mantenía en la cima del monte era el hecho de que aquella no era, estrictamente hablando, su lucha, que el deber tanto como el amor le destinaban a proteger a Arbell Materazzi; pero también lo hacía el recuerdo de sus temblores, su debilidad y sus tripas revueltas: el horrible miedo al miedo.
Entonces se presentó otro visitante en la cima del monte Silbury, alguien cuya aparición causó revuelo y fascinación en las más importantes personas reunidas allí. Aunque había llegado en coche al pie de la colina, había pasado a una silla de manos completamente cubierta, del tipo que usaban las damas Materazzi para viajar por las estrechas calles del corazón de la ciudad vieja, donde no cabían los carruajes. Ocho hombres, claramente agotados por el ascenso, llevaban la silla y otros diez iban vigilando.
—¿Quién es? —preguntó Cale a IdrisPukke.
—Bueno, no puedo decir que se me sorprenda con facilidad, pero esto me maravilla.
—¿Es el Arca de la Alianza?
—No se trata de lo más alto, sino de lo más bajo. Si el demonio mismo pudiera quedar poseído, esta es la criatura que podría lograr semejante cosa: es Kitty la Liebre.
Cale se quedó lógicamente impresionado y no dijo nada por un instante, mientras observaba a los once guardias.
—Parecen peligrosos.
—Deben de serlo. Son mercenarios lacónicos. Deben de costar un dineral.
—¿Qué hace aquí? Creí que se hablaba de él, pero nunca se le veía.
—Seguid burlándoos. Molestad a Kitty, y lo lamentaréis. Seguramente ha venido para echar un vistazo a sus inversiones. Además, hoy tenemos la oportunidad de contemplar un trozo de historia, mientras permanecemos a salvo.
Entonces se abrió la puerta de la silla de mano y salió de ella un hombre. Cale lanzó un gruñido de decepción.
—Ese no es Kitty —explicó IdrisPukke.
—Gracias a Dios. Me preocupaba que Belcebú no tuviera el aspecto adecuado para el cargo.
—A veces se me olvida que todavía sois un niño. Si alguna vez tenéis la oportunidad de conocerlo —añadió IdrisPukke, señalando al hombre—, recordad, jovencito, que será mejor que encontréis un compromiso urgente en otra parte.
—Ahora sí que me dais miedo.
—Sois un gallito de mierda, ¿verdad? Este que veis aquí es Daniel Cadbury. Mirad en el Diccionario General del doctor Johnson, en la entrada «esbirro», y veréis su nombre. Podéis encontrarlo también en «asesino», «magnicida» y en «ladrón de ovejas».
Pero es un tipo encantador, dispuesto a prestarte su culo y quedarse él cagando por las costillas.
Mientras Cale intentaba desentrañar esta interesante afirmación, el sonriente Cadbury se dirigía hacia ellos.
—¡Cuánto tiempo, IdrisPukke! ¿Muy ocupado?
—Hola, Cadbury. ¿Qué os trae por aquí, venís a estrangular a algún huérfano?
Cadbury sonrió como si realmente apreciara la pulla de IdrisPukke y, alto como era, dirigió desde arriba una mirada a Cale llena de satisfacción.
—Es muy chistoso vuestro amigo, ¿verdad? Vos debéis de ser Cale —añadió en un tono que implicaba que eso era algo importante—. Estuve en la Opera Rosso cuando os cargasteis a Solomon Solomon. No podía ser mejor chico. Casi nada, jovencito, casi nada. Deberíamos comer juntos un día, cuando acabe todo este asunto tan desagradable. —Y con una inclinación que mostraba respeto a Cale, pero como procedente de un igual del que era importante recibir ese respeto, se volvió a la silla de mano.
—Parece muy majo —comentó Cale, queriendo decir todo lo contrario.
—Sí, y lo es, hasta que llega el momento en que se ve obligado, con gran dolor del corazón, a rebanarte la garganta.
Henri el Impreciso les gritó para llamar su atención. Había revuelo en las filas de los redentores. En diez filas, los seis mil arqueros y los mil novecientos soldados de infantería avanzaban lentamente. Cincuenta metros más allá, al borde de la parte arada del campo que llegaba hasta los Materazzi, se detuvieron y las filas frontales se hincaron de rodillas.
—¿Qué demonios hacen? —preguntó IdrisPukke.
—Cogen un puñado de tierra —dijo Cale— para recordarse que son polvo y volverán al polvo.
A continuación, la primera fila se levantó y avanzó por el campo arado. La fila de detrás avanzó, se arrodilló, cogió un puñado de tierra y siguió a los de delante, y así hicieron sucesivamente todas las filas. En menos de cinco minutos, todo el ejército de los redentores había vuelto a retomar su formación poco precisa y caminaba lentamente sobre la irregular superficie, sin llevar el paso. Todo cuanto les quedaba por hacer a los Materazzi y los que observaban desde el monte Silbury era esperar y ver.
—¿Cuándo iniciarán el asalto? —preguntó IdrisPukke.
—No lo harán —respondió Henri el Impreciso—. Los Materazzi no tienen arqueros, así que la distancia a la que pueden matar es… ¿qué, dos metros? No tienen necesidad de apresurarse.
Llevaban ya diez minutos avanzando y, habiendo cubierto casi setecientos metros de los novecientos que les separaban antes del frente del ejército Materazzi, los centenarios (cada uno de los cuales controlaba a cien hombres) gritaron una orden. El avance se detuvo.
Se oyeron más gritos apagados procedentes de los centenarios, y los arqueros y soldados de infantería se hicieron a derecha e izquierda para dejar sitio, de manera que la línea frontal ocupó entonces toda la anchura del campo de batalla. En menos de tres minutos, habían terminado la reorganización del orden de batalla y se encontraban separados por menos de medio metro. Las siete filas detrás de la primera se habían colocado en diagonal, para que los arqueros pudieran ver y disparar más fácilmente por encima de las cabezas de los arqueros que tenían delante.
Durante unos minutos había dado la impresión de que cada redentor llevaba lo que parecía una lanza de casi dos metros de longitud. Pero ahora que se habían parado y estaban mucho más cerca, resultaba patente que, fuera lo que fuera aquello, era demasiado grueso y pesado para tratarse de una lanza. Los centenarios gritaron una nueva orden, y entonces pasó a resultar evidente cuál era su utilidad. Durante un buen rato se oyó infinidad de golpes, pues los arqueros estaban clavando en ángulo en el suelo, con pesadas mazas que también llevaban consigo, lo que ahora se veía claramente que eran estacas defensivas.
—¿Para qué preparan esa línea de defensa? —preguntó IdrisPukke.
—No lo sé —respondió Cale—. ¿Y vosotros?
Kleist y Henri el Impreciso se encogieron de hombros.
—No tiene sentido. Los Materazzi los harán picadillo. —Cale miró nervioso a IdrisPukke—. ¿Estáis seguro de que los Materazzi no atacarán?
—¿Por qué iban a desperdiciar semejante ventaja?
En aquel momento los redentores se afanaban en afilar la punta de las estacas.
—Quieren provocarlos para que ataquen ellos —explicó Cale al cabo de un momento. Se volvió hacia IdrisPukke—. Están al alcance de las flechas. Cuatro mil arqueros, seis flechas por minuto: ¿Pensáis que los Materazzi aguantarán veinticuatro mil flechas cada sesenta segundos?
IdrisPukke tomó aire, pensativo.
—Algo más de doscientos metros es una distancia enorme. Me da igual cuántos sean. Los Materazzi van cubiertos de acero de los pies a la cabeza. Una flecha no puede atravesar el acero a tal distancia. No digo que me apetezca encontrarme yo mismo bajo semejante lluvia, pero los redentores tendrán suerte si una de cada cien flechas encuentra algo de carne donde clavarse. Y tan solo tendrán un par de docenas de flechas cada uno, que no serán suficientes para mantener esa lluvia durante mucho tiempo. Si ese es su plan… —IdrisPukke se encogió de hombros para mostrar que no le parecía muy bueno.
Cale miró hacia un grupo de cinco Materazzi señalizadores, que observaban a los redentores desde el mirador de monte Silbury. Uno de ellos partía con la noticia de que estaban clavando en el suelo estacas defensivas, algo que sería difícil de ver desde el frente del ejército Materazzi. Les había llevado bastante tiempo averiguar qué era lo que hacían los redentores, y decidir si era lo bastante importante como para enviar un mensajero.
Tras ver al mensajero desaparecer por el borde de la cima de la colina, Cale se volvió de cara a los redentores. Una docena de portaestandartes levantaban en alto banderas blancas con la efigie del Ahorcado Redentor pintada en rojo. Los centenarios dieron la orden de apuntar, en voz demasiado leve para ser oída con precisión desde allí, pero clara para los miles de arqueros, que tensaron los arcos y apuntaron a lo alto. Hubo una breve pausa, después un breve grito de los centenarios, y cayeron las banderas. Cuatro nubes de flechas describieron en el aire un arco de treinta metros de alto y se dirigieron como rayos contra la fila frontal de los Materazzi.
Tres segundos después las flechas impactaron en los Materazzi, que agachaban la cabeza para evitarlas. Las cinco mil flechas repicaron en el acero y rebotaron en la línea de armaduras. Los Materazzi se encogían ante aquella lluvia de flechas, como hubieran hecho ante una tormenta de viento y granizo. De los flancos llegaban los relinchos de los caballos heridos. Otras cinco mil flechas estaban ya en camino. Y diez segundos después, otras cinco mil más. La lluvia siguió cayendo sobre los Materazzi durante dos minutos. Pocos murieron, y tan solo algunos resultaron heridos. IdrisPukke había tenido razón al pronosticar que la armadura que cubría a los Materazzi resistiría. Pero imaginad el ruido, el tintineo interminable del metal, la breve espera tras la cual vuelven a caer las flechas, los relinchos de los caballos, los gritos de los infortunados a los que una flecha les ha alcanzado en el ojo o en el cuello, y tened en cuenta que ninguno de ellos había soportado jamás una embestida tan terrible. ¿Qué sentido tenía quedarse allí, esperando una flecha de algún cobarde meapilas que no tenía ni la preparación ni la habilidad ni el valor para luchar cuerpo a cuerpo?
Fue la caballería, a los flancos, la que rompió las filas, en primer lugar la del flanco izquierdo, con cierta inseguridad al ver caer a dos de sus estandartes. ¿Se trataba de una señal? No era fácil saberlo entre los relinchos de los caballos heridos, el propio corcel aterrorizado y a punto de desbocarse, y observando el cuadro que lo envuelve a uno por tan solo una rendija del yelmo. Tres de los caballos se lanzaron hacia delante, asustados. ¿Era una carga? Nadie quería parecer cobarde echándose atrás. Como los atletas en una carrera, que observan tensos y cuando uno sale en falso, quiebran todos tras él la línea de salida, así se rompió la formación entera. Los gritos que llegaban desde atrás reclamando que siguieran en su puesto se perdieron en el ruido, y entonces cayó otra tanda de flechas.
Repentinamente, los caballos del flanco izquierdo avanzaron. La impaciencia, la furia, el terror y la confusión los hizo arrancar.
Narcisse, observando desde la Tienda Blanca, lanza maldiciones, pero pronto comprende que no puede hacerlos volver. Entonces decide agitar las enseñas para indicar al flanco derecho que ataque también. Solo entonces llega el mensajero procedente del monte Silbury para advertirle de las estacas clavadas en tierra entre los arqueros de los flancos.
Desde lo alto del monte Silbury, Cale observa, incrédulo y horrorizado, el avance de la caballería, los jinetes que espolean a sus caballos para formar se funden rápidamente en tres filas y, con las rodillas de unos pegadas a las de otros, recorren los más de doscientos metros para arremeter contra la fila de arqueros que tienen delante. Al principio mantienen una velocidad no mucho mayor que la de un hombre que corre, echando el peso sobre los estribos, la lanza bajo el brazo derecho, sujetando las riendas con la izquierda. Durante casi los doscientos metros, recorridos en cuarenta segundos, los caballos mantienen el ritmo, soportando una lluvia de veinte mil flechas mientras se lanzan a la carga. En los últimos cincuenta metros, dos mil puntitos de hombre, bestia y acero se disponen a arrollar a los arqueros.
Los arqueros, saboreando todavía el barro y el miedo, dejan escapar la última flecha. Otros caballos relinchan y caen, aplastando bajo ellos a sus jinetes, quebrándoles el lomo, llevándose consigo a sus vecinos al chocar con ellos. Pero el avance continúa. Y entonces se produce la colisión.
Por propia voluntad, ningún caballo atropellará a un hombre ni se lanzará contra una barricada que no puede saltar. Ningún hombre en sus cabales permanecerá quieto, esperando a un caballo y una lanza que vienen contra él. Pero los hombres pueden elegir la muerte, a diferencia de las bestias. Pueden ser entrenados para morir. Cuando los caballos parecían a punto de lanzarse sobre el enemigo, como una ola que rompe en la costa, los arqueros retrocedieron y se internaron rápidamente en el bosque de afiladas estacas. Algunos resbalaron, otros fueron demasiado lentos y resultaron aplastados o atravesados por una lanza. Los caballos llegaron a lo alto de las estacas con demasiada rapidez y no pudieron esquivarlas. Empalados en ellas, sus relinchos parecían anunciar el fin del mundo. Sus jinetes salían despedidos y se partían el cuello. Al quedar tendidos en el barro, agitándose como peces, los redentores acababan con ellos a golpe de maza, o bien uno sujetaba al Materazzi en el suelo mientras otro le metía un cuchillo en el empalme de dos trozos de armadura, tiñendo de rojo el barro. La mayoría de los caballos esquivaron las estacas. Algunos resbalaron y arrojaron por delante a sus jinetes, pero otros se sujetaron mientras la gran carga se detenía en un instante, volviéndose sobre sí, unos caballos chocando con otros, y algunos se corrieron hacia los lados hasta internarse en el bosque. Los hombres echaban maldiciones, los caballos relinchaban, se daban la vuelta aterrorizados, de una manera que parecería más propia de animales con la mitad de su peso y de su tamaño, y retrocedían, buscando la seguridad de la retaguardia. Los jinetes caían a cientos y, en un instante, los arqueros salían desde detrás de las estacas para machacarles cabeza y pecho a golpes de maza. Cada vez que un Materazzi caía al suelo, antes de que pudiera ponerse en pie y desenvainar la espada, se le acercaban tres redentores de embarrada sotana: lo empujaban, lo derribaban y le metían un cuchillo por entre los empalmes de la armadura y por las rendijas de los ojos. Más allá, entre el bosque de estacas, los arqueros, airados y ya liberados de su temor, disparaban a los jinetes que se retiraban. Caían más caballos heridos, mientras otros salían desbocados en una loca carrera.
Lo peor estaba por llegar: obligado como estaba a apoyar a la caballería, el Mariscal tuvo que enviar a la línea del frente a la infantería para respaldar la carga. Diez mil hombres, en ocho filas, se encontraban ya en camino hacia los redentores cuando la caballería que regresaba, con sus caballos espantados y enloquecidos por el miedo y las heridas, se dieron de bruces contra ellos. Amontonados, y sin poder moverse a causa de los espesos bosques que había a cada lado y por los hombres de armadura, era imposible hacerse a un lado para dejar pasar a los caballos. Intentando desesperadamente evitar el encuentro mortal cuando los caballos desbocados arremetían contra ellos, los soldados se aplastaban unos contra otros, empujando para abrirse paso, agarrándose unos a otros, haciendo olas que se extendían hacia atrás y a cada lado, mientras los hombres caían y se agarraban a los compañeros para no caer.
De ese modo, por todas partes el avance se veía detenido y roto: los hombres resbalaban en el barro batido, maldecían y tiraban unos de otros. Los arqueros redentores, que ahora disponían de tiempo para volver a organizarse, lanzaban las flechas que aún les quedaban. Pero esta vez, con los Materazzi quietos y a menos de ochenta metros de distancia, la punta de las flechas podía en ocasiones, si el disparo era certero, atravesar las armaduras.
Aunque solo algunos cientos de hombres resultaran aplastados por la estampida de los caballos o heridos por las flechas, los miles que quedaban empezaban a doblarse unos tras otros, antes de que sargentos y capitanes, a fuerza de gritos, les hicieran volver a la formación para retomar el avance. Aunque irritados por el desorden y la caminata con treinta kilos de peso a cuestas durante casi trescientos metros de campo arado y embarrado, reconstruyeron entonces la potencia de su ataque. Cincuenta metros. Veinte. Diez. Y cuando apenas les faltaban ya unos metros, echaron a correr, apuntando con la lanza al pecho de los enemigos.
Pero en el momento del encuentro, los redentores, como si fueran uno solo, corrieron hacia atrás unos pocos metros, desconcertando el empuje de los Materazzi. Y de nuevo hubo traspiés y tambaleos cuando unos avanzaban y otros retrocedían; y así, entre amagos y respingos, volvió a atascarse el colosal ímpetu de la embestida.
Pese a toda la confusión del ataque, los Materazzi sabían con certeza que debían ganar (por su armadura, por ser los mejores soldados del mundo y por encontrarse al fin cara a cara con los enemigos, y en una proporción de cinco a uno). Convencidos de la victoria, seguían adelante. El aire, además de los gritos de los hombres, se llenaba del chocar de las lanzas y de los gruñidos que acompañaban al empuje de los Materazzi, que se apretaban aún más, llegando en algunos sitios a juntarse hasta veinte, unos detrás de otros, todos los cuales empujaban para conseguir un puesto en la lucha y la honra. Pero solo los Materazzi que iban delante podían luchar, menos de mil eran los que tenían la suerte de poder descargar algún golpe. Menos numerosos, los redentores tenían espacio suficiente para entrar y salir de la zona de combate, que no tenía más de unos cuatro metros de profundidad. Incapaces de avanzar, los Materazzi de la primera fila eran empujados por los compañeros que iban inmediatamente detrás y, lo que era peor, también por otra docena que los seguía, pues los de la retaguardia no tenían ni idea de qué estaba ocurriendo en el frente y, por eso, seguían empujando; y los que estaban en medio hacían otro tanto. La presión aumentaba: un hombre empujando a otro y este a otro, y otro y otro. Los de delante intentaban hacerse a un lado, o retirarse de los redentores que los cortaban a tajos, pero no tenían lugar al que escapar. Entonces el empuje desde detrás, que tenía una fuerza imposible de resistir, los obligaba a avanzar hacia donde podían alcanzarlos las lanzas y las mazas. Algunos caían, heridos; otros, incapaces de mantener la estabilidad en el barro grasiento con aquellos empujones, resbalaban y causaban que el hombre que iba detrás, empujado a su vez, cayera también y, tras él, otro y otro. Queriendo llegar hasta el enemigo, los Materazzi del medio intentaban avanzar sobre los caídos del frente. Pero, lo quisieran o no, el empuje desde atrás de hombres que no eran conscientes de lo que ocurría les obligaba a pisar a los caídos, con lo que muchos resbalaban y caían en el barro a su vez, o eran incapaces de mantener el equilibrio al pisar a los hombres que, bajo sus pies, se retorcían, agitando brazos y piernas. ¿De qué servía entonces la armadura, no teniendo sitio para moverse? No era más que un estorbo cuando intentaban ponerse en pie o salir de entre el amasijo de dos o tres cuerpos de profundidad. Y proseguían las puñaladas y los terribles golpes.
Aun cuando los redentores cayeran también, ellos podían volver a levantarse con facilidad, a veces ayudados por otros. En tres o cuatro minutos, se habían formado en el frente auténticos muros de Materazzi caídos, que servían para impedir el ataque y, por tanto, protegían a los redentores. Y aún continuaba la presión de los de detrás, pues la masa seguía siendo tan espesa que ninguno lograba enterarse de lo que ocurría delante. Los hombres de la retaguardia pensaban que cada caída en la primera línea suponía un avance, y eso les animaba a seguir empujando. Pocos de aquellos Materazzi que yacían amontonados estaban muertos, y ni siquiera heridos en algún grado, pero entre el barro y los empujones, un caballero sin ayuda encontraba muy difícil volver a levantarse una vez que había caído al suelo. Teniendo a otro encima de él, moverse resultaba imposible. Con otro más, estaba tan indefenso como un chiquillo. Imaginad la rabia y el miedo, los años de entrenamiento y todas las luchas y cicatrices de su pasado, y que todo quedara reducido a morir aplastado o esperar, tendido en el barro, a que algún campesino provisto de maza le destrozara a uno el pecho o bien le metiera un cuchillo por la rendija de los ojos o por el empalme de debajo del brazo. Angustia, terror, indefensión… Y no cesaba el terrible empuje de las veinte filas de Materazzi, convencidas de su victoria y desesperando por dejar su propia huella en la batalla antes de que diera fin. Los mensajeros estacionados alrededor de lo que era ahora la retaguardia del campo de batalla, necesitados de noticias que dar pero incapaces de ver el desastre que acontecía en el frente y que la batalla estaba ya perdida, enviaban la información de que la victoria ya era casi suya, y pedían refuerzos para acabar con ellos.
Al interior de la Tienda Blanca llegaban noticias contradictorias de monte Silbury, desde donde los observadores podían ver con claridad el colapso que tenía lugar en el frente. Pero, incluso allí, tan solo los muchachos e IdrisPukke eran capaces de apreciar plenamente la calamidad que se desplegaba ante sus ojos. Los observadores, inseguros, no podían aceptar que hubiera que aconsejar la retirada de los Materazzi. Tal cosa resultaba impensable, y tal vez se estuvieran equivocando. Y así escribieron mensajes alarmantes, pero repletos de condicionales y adversativas. Narcisse recibía señales del frente pidiendo refuerzos para acabar con ellos, pero también los más sombríos informes de los observadores de monte Silbury, llenos de cautelas y de reticencias a encarar el hecho de que la batalla estaba ya perdida. En contra de su sentido común, Narcisse se había jugado la mayoría de sus fuerzas a una sola carta, contra un enemigo que estaba enfermo y débil además de pobremente armado, haciendo luchar por completo al ejército más poderoso del mundo, que no había perdido una batalla en más de veinte años.
La derrota era absurda. Y así, pese a toda su alarma por los mensajes que llegaban de monte Silbury, el Mariscal de Campo dio rápidamente la orden de que el segundo cuerpo se dispusiera al ataque.
En lo alto de la colina, cuando los muchachos e IdrisPukke vieron el segundo cuerpo dirigirse al frente de batalla, un grito se elevó, exhalado por todos ellos: un grito de incredulidad, estupefacción y rabia.
—¿Qué está ocurriendo? —le preguntó Arbell Cuello de Cisne a Cale.
Su amante levantó la mano y profirió un gemido.
—¿No lo podéis ver? La batalla está prácticamente perdida. Esos hombres se dirigen a la muerte, y ¿quién protegerá Menfis cuando sus cuerpos se pudran en el campo, ahí abajo?
—No puede ser cierto. Decidme que no lo es. No puede ser tan horrible.
—Podéis verlo por vos misma —repuso él, indicando el frente. Ya miles de arqueros redentores pululaban por los alrededores e incluso por la retaguardia de los Materazzi, matándolos con picas y mazas, y causando desplomes, cuando uno que caía se llevaba con él tres o cuatro al suelo—. Tenemos que irnos —dijo Cale en voz baja—. Roland —llamó al mozo de cuadra de Arbell—. Traed su caballo… ¡ahora! ¡Dios mío! —exclamó con espantosa angustia—, ¡si no lo hubiera visto con mis propios ojos, no podría creerlo!
Hizo una señal con la cabeza a Kleist y Henri el Impreciso, que empezaron a dirigirse hacia las tiendas. Pero cuando empezaban a irse, apareció un hombre cojeando, sin aliento, que se dirigía hacia ellos.
—¡Esperad! —gritó.
Era Koolhaus, que llegaba nervioso y colorado.
—Mademoiselle, se trata de vuestro hermano Simón. Se escapó de mí cuando estábamos en la retaguardia, contemplando la caballería. Creí que nos habíamos perdido en la multitud, pero, cuando volví a la tienda, faltaba la armadura que su padre le regaló para su cumpleaños. Hace una hora estaba con ese cerdo del Señor Parson, que le decía en broma que fuera con él en el primer ataque. —Se quedó un segundo callado—. Me temo que esté ahí, en la batalla.
—¿Cómo podéis haber sido tan descuidado? —le gritó Arbell Cuello de Cisne a Koolhaus. Pero al instante se volvió hacia Cale—: Por favor, encontradlo. Traedlo de regreso.
Cale estaba demasiado aturdido para decir nada, pero no así Kleist:
—Si queréis que mueran los dos, no se me ocurre mejor modo de lograrlo. —Kleist le indicó con un gesto el campo de batalla—. En un par de minutos habrá allí veinticinco mil hombres, constreñidos en un campo de patatas. Los redentores han vencido ya. Lo único que vamos a ver en las próximas horas es cómo los van matando. ¿Y queréis enviar a Cale allá? Será como buscar una aguja en un pajar. Pero en un pajar incendiado.
Sin embargo, Arbell no parecía escuchar. Se limitaba a mirar a Cale a los ojos, desesperada e implorante.
—¡Por favor, salvadlo!
—Kleist tiene razón —dijo Henri el Impreciso—. Le ocurra lo que le ocurra a Simón, no hay nada que podamos hacer. —Pero tampoco ahora ella parecía escuchar, y seguía mirando a Cale fijamente. Entonces, muy despacio, perdidas ya las esperanzas, dejó caer los ojos.
—Comprendo —dijo Arbell.
Fue eso, naturalmente, lo que le sentó a él como si se lo hubiera clavado en el corazón, pues le sonó a fe perdida, algo que le resultaba insoportable. Cale sentía que se había convertido en una especie de dios a los ojos de Arbell, y no le resultaba posible renunciar a aquella adoración. Durante toda la conversación, Riba, con ojos como platos, había mantenido la boca callada, confiando en que los demás fueran capaces de contener a Cale. Pero sabía que en lo tocante a Arbell, Cale perdía el juicio. Frente a aquella especie de temor que sentía por su extraño salvador, y frente a lo brusco y habitualmente indiferente que se mostraba él ante ella cuando pasaba a su lado en sus tareas diarias, había visto durante meses que cuando se trataba de Arbell se apoderaba de él una especie de locura.
—No lo hagas, Thomas —dijo Riba con la severidad propia de una madre. Arbell la miró tan extrañada como furiosa de que su criada se atreviera a contradecirla de tal modo. Pero estando en aquello todos contra ella, no le podía decir a Riba que se callara, y, de hecho, no le podía decir nada en absoluto. Pero eso no tenía ninguna relevancia, pues era como si Cale no la hubiera oído.
Cale observó por encima del hombro la demoledora batalla, y el corazón le dio un vuelco. Miró a Kleist y Henri el Impreciso.
—Cubridme lo mejor que podáis, pero no tardéis demasiado en escapar.
—No pensaba hacerlo —comentó Kleist.
Cale se rio.
—Recuerda que si uno de vosotros me alcanza con una flecha, sabré quién ha sido.
—No, si soy yo no lo sabrás.
—Dirigíos a Menfis con los guardias de ella. Yo os seguiré en cuanto pueda.
Corrieron a la tienda en busca de sus cosas. Cale se llevó a un lado a IdrisPukke:
—Si las cosas van mal, acudid al Soto.
—No deberíais ir —dijo IdrisPukke.
—Lo sé.
Kleist y Henri el Impreciso se dieron la vuelta con decisión y empezaron a organizar la defensa. IdrisPukke pidió a uno de los secretarios de Arbell que se quitara su vestidura oficial, una camisa cubierta de dragones de color azul y oro en la que iba bordado el lema familiar de los Materazzi: «Antes Muerte que Mudanza», y le entregó la camisa a Cale:
—Bajad tal como vais, y todo el mundo se lanzará contra vos. Al menos con esto no os atacarán los Materazzi.
—Y si os capturan —dijo Arbell—, se darán cuenta de que pueden pedir un buen rescate por vos.
Al oír esto, Kleist empezó a reírse de modo socarrón, como si fuera el mejor chiste que había oído en su vida.
—No te rías de ella —dijo Cale.
—Más vale que te preocupes por ti mismo, compañero. A ella no le pasará nada, te lo aseguro.
Y entonces Cale se dirigió hacia el borde de la cima de la colina y desapareció por él, deslizándose por la pendiente casi a la velocidad de un corredor. Treinta segundos después, llegaba al campo de batalla. Delante de él, el segundo cuerpo del ejército se internaba ya en el caos brutal del primer ataque: otros ocho mil hombres apretujados en un espacio demasiado pequeño para la mitad de ese número. Ya los redentores se desparramaban por los bordes, cercando a los recién llegados: aquellos refuerzos les proporcionaban simplemente más soldados inmóviles de los que les daba tiempo a matar.
Las atestadas filas de soldados se habían partido aquí y allá por efecto de los empujones, y enormes montones de cuerpos, algunos de hasta tres metros de altura, hacían que la avalancha fluyera a su alrededor, como el mar alrededor de los arrecifes. Cale avanzó con un trote rápido, y al cabo de dos minutos se estaba desplazando por la retaguardia de los Materazzi. En contraste con la vista que se tenía desde la colina, desde allí no se obtenía ninguna impresión de lo que estaba ocurriendo. Algunos de los soldados de la retaguardia se quedaban atrás, inseguros; otros empujaban hacia delante. Solo porque lo había visto desde lo alto de la colina, sabía que en el frente y hacia los lados estaba teniendo lugar una masacre. Allí no había mucho ruido, solo grupos de soldados que avanzaban, cambiando de dirección cada vez que descubrían un hueco o que, después de otro derrumbe en el frente, avanzaban de repente, pensando que habían abierto otra brecha en las filas de los redentores. Y de ese modo se encaminaban hacia su espantosa muerte miles de hombres impacientes que no querían perderse la batalla.
Cale corrió por la retaguardia buscando a Simón, una misión tan imposible como había pronosticado Kleist. Pero si se había estado engañando a sí mismo al empezar a descender monte Silbury, ahora solo le quedaba la desesperanza. Nunca podría encontrar a Simón, suponiendo que estuviera vivo. Las únicas posibilidades eran encontrar la muerte también él o regresar ante Arbell con su fracaso. Aun cuando ella aceptara que no había nada que él pudiera hacer, él no quería que ella tuviera que aceptar tal hecho. No quería perder su adoración.
Entonces tuvo otras cosas de las que preocuparse. Alrededor de una fila de Materazzi que empujaban hacia delante, aparecieron dos docenas de redentores. En grupos de tres, iban atacando a cualquier soldado que estuviera buscando un hueco para acercarse al frente. Uno de ellos le metía la zancadilla con ayuda de una podadera, un segundo le golpeaba con una de las pesadas mazas que habían empleado para clavar las estacas, y un tercero introducía un cuchillo por debajo del brazo o por las rendijas de los ojos del yelmo. Una vez derribados los rezagados, usaban la podadera para tirarles de la pierna a los que empujaban. En medio de aquella aglomeración y de aquel barrizal, y no esperándose un ataque de aquel tipo, soldados que habrían sido casi invulnerables en cualquier otro lugar resbalaban, caían y eran despachados en el lodo, entre mucho movimiento de brazos y piernas, tan indefensos como recién nacidos.
Entonces, vio a Cale un grupo de redentores, y se fueron hacia él para atraparlo por tres lados. Una flecha le dio al de la izquierda en el ojo, y una saeta al de la derecha. El primero cayó en silencio, el segundo lo hizo gritando y arañándose el pecho. El tercero tenía todavía una mirada de sorpresa en el rostro cuando Cale le lanzó un golpe al cuello y le cortó la garganta hasta la médula espinal. Cayó revolviéndose en el barro, al lado del Señor de los Seis Condados al que había matado tan solo unos segundos antes. Entonces Cale se vio envuelto en una segunda lucha: apartó a un lado el brazo de su atacante, pegó con la frente en la cara del redentor y le atravesó el corazón hábilmente. Uno que llevaba podadera cayó con la boca abierta bajo el impacto de una de las saetas de Henri, pero la flecha de Kleist solo le dio al macero en el brazo. Su suerte duró dos segundos, pues Cale, resbalando en el barro, falló el golpe mortal y le dio en la barriga. Este cayó gritando y quedó tendido en el suelo, donde tardaría horas en morir. Entonces, otra oleada de infantería empujó hacia atrás a los redentores que quedaban, y Cale permaneció de pie, cubierto de sangre e impotente, sin saber si ir hacia un lado o hacia el otro. Toda su habilidad se quedaba en nada en medio de tanta confusión. Era tan solo un muchacho en medio de una multitud de moribundos.
Y entonces, justo cuando estaba a punto de volverse, hubo otro derrumbe, el mayor hasta el momento. Cayeron hombres en una longitud de sesenta, unos tras otros, y de ese modo se abrió una brecha que llegaba hasta el frente. Durante un segundo, aterrorizado, pensó si aquella brecha era la boca de la mismísima muerte, que se abría para engullirlo. Pero el temor al fracaso ante los ojos de su amada le impulsó a meterse por aquel hueco abierto un instante y, capaz de correr mucho más rápido que los hombres vestidos de armadura que lo rodeaban, llegó hasta una distancia de tres metros del frente. Pero todo lo que encontró fue un impenetrable muro de Materazzi muertos o moribundos. Delante de él nadie tenía una herida, sencillamente se habían caído unos sobre otros. Estaban aplastados por el peso de los de arriba y empujados por detrás. Por unos instantes, no vio nada más que montones de muertos ni oyó otra cosa que un gemido bajo y extraño. Los yelmos de algunos se habían caído. Otros, atrapados pero con una mano libre, se lo habían quitado en un desesperado intento de respirar. Los rostros estaban amoratados, algunos casi negros. Algunos gemían en un esfuerzo horriblemente sibilante de llenar los pulmones, pero nada podía entrar en su pecho, espantosamente aplastado. En el breve espacio de tiempo que pasó mirando, vio respiraciones que se detenían y bocas que se abrían como la de un pez recién pescado. Algunos le hablaban, susurrando: «¡Socorro, socorro!». Intentó liberar a un par, tirando de ellos, pero era como si los hubieran emparedado en el hormigón con harina de arroz de los muros del Santuario. Se apartó un poco para examinar los montones de muertos y moribundos que lo rodeaban gimiendo.
—¡Socorro! —chirrió una voz. Bajó la mirada hacia un joven que tenía el rostro de un horrible color morado—. ¡Socorro! —Cale apartó la vista—, ¡socorro, Cale!
Sorprendido, Cale volvió a mirar. Y entonces lo reconoció, incluso con aquel rostro hinchado y amoratado, casi negro: era Conn Materazzi. Una flecha le pasó rozando la oreja derecha y sonó al golpear una de las armaduras de los muertos. Se agachó ante él.
—Puedo acabar con vos rápidamente. ¿Queréis o no?
Pero Conn no parecía oírle.
—¡Socorro, socorro! —dijo con un sonido horriblemente flojo y áspero.
Una vez más, más intensamente ahora por la atroz visión de alguien a quien conocía, Cale sintió el espanto de hallarse allí y la inutilidad de su presencia. Mirando nervioso por encima del hombro, pudo ver que el hueco que le había permitido acercarse tanto al frente empezaba a cerrarse, mientras los redentores obligaban a los Materazzi de los bordes a meterse en el medio. Se levantó para escapar.
—¡Socorro!
Los ojos de Conn Materazzi le erizaron los pelos de la nuca: estaba presente en ellos todo el espanto del horror y la desesperación. Cale llegó hasta el montón de cadáveres y empujó con toda su fuerza, una fuerza multiplicada por la rabia y el terror. Pero Conn estaba atrapado entre uno que tenía debajo y tres que tenía encima, por quinientos kilos de peso muerto y planchas de acero. Volvió a tirar. Nada.
—Lo siento, amigo —le dijo a Conn—. Os ha llegado la hora.
Entonces lo derribó al suelo un fuerte golpe que recibió en la espalda. Asustado y sorprendido, se deslizó en el barro mientras intentaba sacar la espada para liberarse de su atacante.
Se trataba de un caballo que lo miraba resoplando, expectante. Cale también miró al animal: su jinete estaba muerto, y parecía buscar a alguien que lo sacara de la batalla. De inmediato, Cale agarró la cuerda atada a la silla, la anudó al fuerte borrén y se apresuró a atarla alrededor del pecho de Conn, por debajo de la axila. Ahora tenía el rostro y los ojos ciegos. Afortunadamente, la cuerda, más ceremonial que práctica, era fina pero muy resistente, y pasó fácilmente por debajo de un brazo y después del otro. Lo ató más rápido que ninguna cosa que hubiera hecho en su vida, y cayó en el barro al intentar saltar a la silla. Más desesperado que antes, agarró el borrén y, viendo cerrarse el hueco, gritó al oído del caballo. Asustado, el caballo echó a correr, resbalando y sacudiéndose en el barro, a punto de caer pero logrando afirmarse finalmente al tirar con la fuerza de un caballo acostumbrado a llevar sobre el lomo ciento cincuenta kilos de peso. Al principio no se movió, pero después, con mucho ajetreo y el chasquido de la pierna derecha de Conn, su cuerpo salió liberado del montón de cadáveres que lo aprisionaban. Con aquel trasiego, el caballo estuvo de nuevo a punto de caer, y Cale de perder su agarre a la silla, pero entonces salieron los tres por el hueco, a una velocidad no mayor de seis u ocho kilómetros por hora. El caballo era fuerte y estaba bien entrenado, y se movía, contento de tener, pese a todo el desastre que lo rodeaba, un jinete sobre el lomo. El instinto que había mantenido al caballo a salvo en sus paseos por el campo de batalla, durante más de quince minutos en medio de la masacre, seguía protegiéndolo. Cale no levantaba la cabeza y pegaba cuanto podía su cuerpo al del animal. Estaba dispuesto a sacar el cuchillo y desprender a Conn si amenazaba con dejarlos atascados. Pero el barro, que había causado la muerte de tantos Materazzi e iba a matar a muchos más, estaba siendo la salvación de Conn. Inconsciente, su cuerpo se deslizaba con facilidad en cualquier dirección en que se lo empujara, casi como un trineo por la nieve. Cale seguía con la cabeza agachada y apremiaba al caballo con los pies, sin ver a los dos redentores que se aproximaban al encuentro del lento animal. Cale ni siquiera los vio caer, gritando de horror y angustia como un solo hombre, muertos por la letal vigilancia de Kleist y Henri el Impreciso. En menos de tres minutos, el caballo se había abierto camino a través de la masa de hombres que eran empujados al centro del campo y, sin ningún alboroto, dejó el campo de batalla, transportando a Cale y arrastrando al inconsciente Conn hasta un estrecho camino entre el monte Silbury y los impracticables bosques que constreñían la batalla. Una vez fuera de la vista, Cale detuvo el caballo y se bajó para examinar a Conn. Parecía muerto, pero respiraba. Rápidamente, Cale le despojó de la armadura y, con gran dificultad, lo subió a pulso y lo colocó bocabajo sobre la silla. Inconsciente, Conn no dejaba de gruñir y gritar a causa del dolor de sus costillas y de la pierna derecha, que estaban rotas. Cale guio al caballo, y cinco minutos después el ruido de la batalla se apagaba y era reemplazado por el piar de los mirlos y el susurro del viento que pasaba por entre las hojas de los árboles.
Una hora después, Cale fue vencido por un repentino agotamiento. Buscó un camino en el bosque y, al no lograr hallar un paso por la masa de brezos y espinos que había entre los árboles, se abrió camino con la espada, aunque al hacerlo se llenaba de cortes en la cara y los brazos. Una vez pasado el borde, sin embargo, los matorrales cedieron el sitio a un mantillo de hojas secas. Ató el caballo y, con cuidado, posó a Conn en el suelo. Lo observó durante un par de minutos, como incapaz de comprender qué era lo que les había llevado a los dos hasta el lugar en que se encontraban. Le colocó la pierna con todo el cuidado de que era capaz y la sujetó con dos ramas que cortó de un fresno. Entonces se tendió en el suelo y se quedó dormido de inmediato, en un sueño profundo y terrible.
Despertó dos horas después, cuando las pesadillas se hicieron insoportables. Conn Materazzi seguía inconsciente, pero ahora estaba blanco como la muerte. Cale comprendía que al menos tenía que encontrar agua, pero seguía agotado, y durante diez minutos permaneció simplemente sentado, como si sufriera un trance espantoso. Pronto Conn empezó a gemir y a moverse nerviosamente; despertó para encontrarse a Cale, que lo observaba. Gritó, horrorizado y confundido.
—Calmaos. Estáis bien. —Aterrorizado, con ojos como platos, Conn intentó alejarse de Cale. Gritó de dolor—. Yo que vos no intentaría moverme —explicó Cale—: Tenéis roto el fémur.
Durante un par de minutos, Conn no dijo nada, pues el terrible dolor de la pierna se calmaba de manera muy lenta.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó al fin.
Cale se lo explicó. Cuando acabó, Conn se quedó callado durante algún tiempo.
—El caso es que no llegué a ver ninguno —explicó cuando por fin se decidió a hablar—. A ningún redentor, quiero decir. Ni uno. ¿Hay agua?
La profunda desesperanza y sufrimiento de Conn, así como el terrible estado en que se encontraba, empezaban a provocar en Cale tanto piedad como irritación.
—Vi algo de humo justo antes de que entráramos aquí —dijo Cale—. Ayer me pareció oír algo sobre una aldea cerca de la colina.
—Regresaré en cuanto pueda. —Le quitó la armadura al caballo, y desprendió todo lo que pudo de la cota de malla de su lomo y flancos antes de sacarlo al camino. Montó y le acarició la parte de arriba de la cabeza.
—Gracias —le dijo al caballo y, entonces, lo puso en marcha.