Esa noche Arbell Materazzi tuvo a Cale en sus brazos habiendo desterrado todas sus prevenciones. ¡Qué valeroso era él, y qué ingrata había sido ella albergando dudas! Ahora había operado aquel milagroso cambio en su hermano. ¡Qué generoso con los demás parecía ahora, y qué inteligencia tan penetrante la suya! Al hacer el amor aquella noche, Arbell casi se consumía adorándolo, venerándolo con cada gramo de su cuerpo grácil y exquisito. Qué magia salvadora obró ella en el alma corroída de Thomas Cale, inundándola de felicidad y maravilla. Y después, cuando él yacía envuelto en los bellos brazos y las interminables piernas de ella, empezó a sentir como si las capas más profundas de su gélida alma fueran alcanzadas por el sol.
—No os harán daño. Prometédmelo —dijo ella después de casi una hora de silencio.
—Vuestro padre y sus generales no tienen intención de dejar que me acerque a la lucha. Yo tampoco tengo ninguna intención de hacerlo. Esa guerra no tiene nada que ver conmigo. Mi trabajo consiste en cuidaros. Eso es lo único que me importa.
—Pero ¿y si me ocurriera algo?
—Nada os sucederá a vos.
—Ni siquiera vos podéis estar seguro de eso.
—¿Qué ocurre, Arbell?
—Nada. —Le sujetó la cara con las manos y lo miró a las pupilas como si buscara algo en su interior—. ¿Os acordáis de ese cuadro que cuelga en el muro de la estancia contigua?
—¿El de vuestro bisabuelo?
—Sí, en el que está con su segunda mujer, Stella. Si lo mandé poner ahí fue por una carta que encontré cuando era niña, un día que estaba revolviendo entre viejos recuerdos de la familia que había encontrado en un baúl. No creo que nadie lo hubiera abierto en cien años. —Se levantó y se fue hacia un mueble que había al final del dormitorio, desnuda como Dios la trajo al mundo, una visión capaz de detener los latidos del corazón de cualquier hombre. Cómo es posible, se preguntó Cale, que semejante ser me ame a mí. Ella hurgó un instante en un cajón y regresó con un sobre. Extrajo de él dos hojas de densa escritura y las observó embargada de tristeza—. Es la última carta que mi bisabuelo le escribió a Stella antes de morir en el sitio de Jerusalén. Quiero que oigáis el último párrafo porque hay algo que quiero que comprendáis.
Se sentó al pie de la cama y empezó a leer:
Mi muy amada Stella:
Hay claras indicaciones de que volveremos a atacar en unos días, tal vez mañana mismo. Por si no puedo volver a escribiros, me siento impulsado a enviaros estas líneas que verán vuestros ojos cuando yo ya no esté aquí.
Stella, mi amor por vos es inmortal, y me ata a vos con fuertes cadenas que solo Dios podría romper. Si no regreso, Stella querida, no olvidéis cuánto os amo. Cuando en el campo de batalla exhale mi último aliento, será para pronunciar vuestro nombre.
¡Pero, Stella! Si los muertos pueden regresar a esta tierra y acercarse sin ser vistos a aquellos que aman, entonces permaneceré a vuestro lado para siempre. En el día esplendoroso y en la noche impenetrable, siempre, siempre. Soplará una suave brisa en vuestra mejilla, y será mi aliento; o si el fresco aire alivia el latido de vuestras sienes, será mi espíritu que pasa junto a vos.
Con lágrimas en los ojos, Arbell levantó la mirada.
—Ella no volvió a saber nada más de él. —Arbell se acercó a Cale desde los pies de la cama, y lo abrazó fuerte—. Yo también estoy atada a vos. Recordad siempre que, suceda lo que suceda, siempre estaré cerca, siempre siempre podréis sentir mi espíritu, velando por vos.
Herido en el corazón por aquella hermosa y apasionada joven, Cale no supo qué decir. Pero las palabras no tardaron en resultar innecesarias.