Con el sonido de las sombrías palabras de Henri el Impreciso en los oídos, Cale cayó en un sueño triste y profundo al tiempo en que salía el sol. Cuando despertó, quince horas ~después, el tañido de las campanas de la iglesia sustituía a las palabras de Henri. Pero aquel tañido no era el melodioso aviso que invitaba en las fiestas de guardar a los fieles de Menfis, en general poco entusiastas, sino un repiqueteo estridente y enfurecido. Cale salió de la cama, cruzó la puerta descalzo y se lanzó por los corredores hacia los apartamentos de Arbell. Fuera había ya diez guardias Materazzi, y otros llegaban por el corredor en la dirección opuesta.
—¿Quién es?
—Cale. Abre.
La puerta se abrió y apareció Riba, aterrorizada. Desde detrás, con delicadeza, Arbell la hizo a un lado.
—¿Qué sucede?
—No lo sé. —Cale dirigió un gesto a los guardias Materazzi, y la hizo volver al interior de la estancia.
—Cinco de vosotros, aquí dentro. Mantened las cortinas cerradas y no os dejéis ver. Que ellas permanezcan en ese rincón de la estancia, lejos de las ventanas.
Arbell volvió a salir al corredor.
—Quiero saber qué sucede. ¿Y si es mi padre?
—Volved dentro —gritó Cale ante aquel temor completamente razonable—. Y haced lo que se os dice de una maldita vez. ¡Cerrad la puerta!
Riba agarró con suavidad el brazo de la consternada aristócrata y la hizo retroceder, seguida por los cinco guardias, que se extrañaban y asustaban de ver que se dirigían en aquel tono a Arbell Cuello de Cisne. Cale hizo un gesto de cabeza dirigido al comandante de la guardia, al tiempo que sonaba tras él el cerrojo de la puerta.
—Enviaré noticias en cuanto las tenga. Que alguien me dé una espada.
El comandante de la guardia hizo seña a uno de sus hombres para que le entregara un arma.
—¿Qué os parecerían también unos pantalones? —añadió, para regocijo de los demás soldados.
—Cuando vuelva —dijo Cale—, no os reiréis tanto.
Y con esta amarga respuesta, se marchó corriendo. Cogió la ropa de su cuarto, y en menos de treinta segundos bajó dos tramos de escalera y salió al patio del palacio. Henri el Impreciso y Kleist habían ya dispuesto guardias en torno a las murallas y, armados de arco y ballesta de un pie, se disponían a unirse a ellos.
—¿Qué se sabe? —preguntó Kleist.
—No gran cosa —respondió Henri—. Un ataque en algún punto más allá de la quinta muralla. Hombres que parece que llevan hábitos. Aunque tal vez sea una falsa impresión.
—¡En nombre del cielo!, ¿cómo pueden haber llegado tan cerca los redentores?
La explicación era sencilla: Menfis era una ciudad comercial que llevaba décadas sin sufrir un ataque, y que tampoco parecía sufrir amenazas. La gran cantidad de mercancías que se compraban y vendían cada día en la ciudad necesitaba pasar con libertad a través de seis murallas interiores diseñadas para impedir ese paso durante un sitio, la última de las cuales había sido erigida hacía cincuenta años. Las murallas interiores se habían convertido en tiempo de paz en una considerable molestia, y por eso las habían atravesado gradualmente con numerosas entradas y salidas, además de túneles para la salida de desperdicios, aguas y excrementos, de tal manera que su función defensiva estaba muy debilitada. Kitty la Liebre había chantajeado a un superintendente del alcantarillado (los pecados de las ciudades de la llanura eran castigados por los Materazzi casi tan severamente como por los redentores) y era él quien había introducido a unos cincuenta redentores hasta la quinta muralla. Sin embargo, no se iba a permitir que nadie pudiera establecer ninguna conexión entre el ataque y Kitty la Liebre: en el momento en que se lanzaba el ataque contra el palacio, el superintendente del alcantarillado yacía boca abajo metido en un cubo de basura y con la garganta cortada. De este modo, el intento de Bosco de provocar un ataque de los Materazzi a costa de unos pocos indeseables y pervertidos conducía a una lucha desesperada en el vigilado corazón de Menfis. El ataque tras la quinta muralla había sido un amago obra de unos diez redentores, pero los otros cuarenta se habían abierto camino por debajo del palacio y habían salido al patio por una tapa de alcantarilla. Al tiempo que salían con sus negros hábitos, como un enjambre de cucarachas, Cale envió a Kleist y Henri el Impreciso, armados de arco y ballesta, a lo alto de la muralla, mientras se preguntaba qué hacer con los doce Materazzi que estaban a su lado. Entonces observaron boquiabiertos a los cuarenta redentores que se extendían como una mancha que avanzaba hacia ellos.
—¡Formad una fila! ¡Una fila! —gritó Cale a sus hombres, y entonces atacaron los redentores. Cale le lanzó un grito a Kleist, pero era demasiado arriesgado lanzar flechas en una lucha cuerpo a cuerpo. Entonces un grupo de redentores intentó traspasar por sus bordes la fila de Materazzi y llegar a la puerta del palacio. Se oyeron los silbidos de flechas y saetas cuando los redentores dejaron las filas, pues entonces Henri y Kleist podían disparar de manera más segura. El grito de uno de ellos, que se agarró el pecho como si se le hubiera metido una avispa tigre en la camisa, llamó la atención de Cale, que retrocedió de la fila y corrió hacia la puerta del palacio, golpeando a un redentor en el tendón del talón, y lo mismo a un segundo, pero el tercero de los que tenía delante recibió una flecha en la parte superior del muslo. El hombre se tambaleó hacia atrás, mientras una estocada de Cale, mal calculada, le daba en la boca, seccionándole la mandíbula inferior y la columna vertebral. Entonces Cale atravesó la multitud hasta alcanzar la fachada del palacio, y se volvió para encarar a los atacantes. El ataque había quedado contenido, pues los atacantes, asustados por las flechas y saetas, se habían puesto a cubierto tras una pared que llegaba a la altura de la cintura de una persona, y que llevaba hacia el palacio formando una V. Cale se plantó delante de ella, esperando a que acudieran a él los redentores. Ahora los redentores podían agacharse para protegerse de aquella espantosa lluvia que caía de la muralla, y de ese modo se iban acercando lentamente a Cale. Este se metió en una maceta de casi dos metros de altura, que contenía un viejo olivo que decoraba la entrada, cogió las piedras del tamaño de un puño que estaban primorosamente colocadas dentro y empezó a tirárselas. No se trataba de un ataque infantil: aquellas piedras les pegaban en los dientes y las manos, y forzaban a los redentores a levantarse y exponerse así a las flechas y saetas que llegaban de arriba. Desesperados, los cinco redentores que quedaban ilesos se lanzaron contra Cale. Él les pegaba con el codo, les lanzaba patadas, los mordía, y ellos caían, pero incluso en medio de la lucha mortal, una parte de él estaba pensando que allí había gato encerrado. Aquella sensación fue creciendo mientras él resistía como el héroe de un libro de cuentos, mandando a sus contrincantes a la muerte como si no fueran otra cosa que hierbajos muy crecidos: puñetazo, bloqueo, cuchillada, golpe mortal y asunto concluido. Los guardias Materazzi, reducidos a solo tres, habían hecho retroceder a sus oponentes, y entonces los sacerdotes, desanimados, trataron de echar a correr, pero morían bajo la espada de los Materazzi, que los perseguían, o de Kleist y Henri, cuando se alejaban de Cale, que guardaba la puerta, y eliminaban a cualquier redentor que diera la impresión de querer llegar hasta la alcantarilla y escapar.
Entonces llegó para Cale el fin de la batalla, con sus palpitaciones y sus torrentes de sangre. Ante él, el patio parecía moverse, tan pronto acercándose como alejándose: la mirada de horror y agonía en el rostro de un redentor, un guardia Materazzi que se sujetaba las tripas para evitar que cayeran al suelo, el «¡sí, sí!» casi susurrado de otro que celebraba la vida, la victoria, la hazaña de haber sobrevivido de manera no vergonzosa, y el joven rostro de un redentor que, con la piel pálida como cera santa, veía acercarse a un Materazzi dispuesto a matarlo. Y la sensación de que había allí algo completamente erróneo. Intentó gritar al guardia Materazzi para que no asestara al redentor el golpe de gracia, pero lo único que le salió fue un chillido exhausto que no pudo evitar el horrendo grito ni el pie que quedaba temblando en la tierra.
—¿Estáis bien, hijo? —preguntó un guardia. Cale ahogó un grito y tomó aire.
—Decidles que se detengan. —Señaló a los Materazzi que se desplazaban entre los heridos, rematándolos—. Quiero hablar con ellos. ¡Ahora!
El guardia les gritó y se fue para obedecer su orden. Cale se quedó sentado en el bajo muro, observando una polilla que se posaba en el borde de un negro charco de sangre, lo probaba con precaución y, encontrándolo satisfactorio, empezaba a beber.
—¿Qué te pasa? —preguntó Kleist caminando hacia Cale—. Al fin y al cabo estás vivo, ¿no?
—Algo no encaja.
—No te has acordado de dar las gracias.
Cale se le quedó mirando:
—Ve a ver si hay supervivientes.
Kleist estuvo tentado de preguntarle de qué había muerto su último esclavo, pero en Cale había algo más raro de lo habitual, y se lo pensó mejor.
Henri el Impreciso ya había empezado a comprobar los cuerpos, contando las saetas e implorando que sus víctimas estuvieran muertas. Vio que Kleist hacía lo mismo. Sin embargo, los Materazzi se daban prisa en rematar a cualquiera que siguiera moviéndose.
—¡Cale! Ven a ver esto —gritó Kleist al darle la vuelta a un cuerpo que tenía una de sus flechas clavadas en la espalda. Henri el Impreciso observó mientras Cale se acercaba, aunque, incómodo, solo lo hizo hasta cierta distancia—. Mira: es Westaby. —Cale observó el rostro muerto de un muchacho de dieciocho años que, hasta donde le alcanzaba la memoria, había visto todos los días en el Santuario.
—Aquí está uno de los gemelos Gaddis —dijo Henri el Impreciso. Hubo un breve silencio mientras él tiraba de un cuerpo que había junto a él y le daba la vuelta—. Y aquí está su hermano.
Del final del patio, cerca de la tapa de la alcantarilla, llegaron algunos gritos, mientras cuatro Materazzi comenzaban a dar patadas y puñetazos a un redentor que había estado tendido. Los tres muchachos se acercaron corriendo y trataron de apartarlos, pero los Materazzi los empujaron a ellos a su vez, hasta que Cale sacó la espada y los amenazó con descuartizarlos si no retrocedían. Kleist y Henri el Impreciso retiraron al redentor ante el enojo de los Materazzi.
Ese enojo acabó cuando otro guardia Materazzi se acercó hasta los cuatro blandiendo una espada curvada en forma de L:
—¿Queréis ver esto? —insistía—. ¿Queréis ver esto?
Lentamente, Cale lo evitó y se acercó a Kleist y Henri, que seguían sin perder de vista a los cuatro Materazzi.
Cale, Kleist y Henri el Impreciso se plantaron ante el redentor, que yacía inconsciente con la espalda contra el muro del palacio, con la cara hinchada, los labios abultados, sin dientes.
—Me suena —observó Henri el Impreciso.
—Sí —confirmó Cale—. Es Tillmans, el acólito de Navratil.
—¿Del Padre Bumfeel? —dijo Kleist, observando más de cerca al hombre inconsciente—. Sí, tienes razón. Es Tillmans. —Kleist chasqueó los dedos dos veces ante el rostro de Tillmans.
—¡Tillmans! ¡Despierta! —Lo agitó por los hombros y entonces Tillmans gimió. Abrió los ojos lentamente, pero sin enfocarlos.
—Lo quemaron.
—¿A quién?
Al redentor Navratil. Lo asaron en una parrilla por tocar a los niños.
—Lo lamento. Al fin y al cabo, era un tipo bastante decente —comentó Cale.
—Sí, mientras no apartaras la espalda de la pared —dijo Kleist.
—Una vez me dio una chuleta de cerdo —añadió Cale. Aquel era el recuerdo más elogioso que podía dedicar a un redentor.
—Yo no podía soportar sus gritos —dijo Tillmans—. Tardó casi una hora en morir. Entonces me dijeron que a mí me harían lo mismo si no me presentaba voluntario para venir aquí.
—¿Quién te vigilaba por el camino?
—El Padre Stape Roy y los suyos. Cuando emprendimos camino hacia aquí, nos dijeron que habría espías de Dios que lucharían de nuestro lado, y que si lo hacíamos bien seríamos perdonados. ¡No me matéis, señor!
—No vamos a matarte. Pero dinos lo que sepas.
—Nada. No sé nada.
—¿Quiénes eran los otros?
—No lo sé. Eran como yo, no soldados. Quiero… —Los ojos de Tillmans comenzaron a moverse de manera extraña, uno perdiendo el foco, y el otro mirando por encima del hombro de Cale, como si pudiera percibir algo en la distancia. Kleist volvió a chasquear los dedos, pero esta vez no hubo respuesta, salvo que su mirada se volvió aún más perdida y su respiración más irregular. Entonces, por un instante, pareció recobrarse—: ¿Qué es eso? —preguntó, y la cabeza se le cayó a un lado.
—No pasará de esta noche —comentó Henri el Impreciso—. Pobre Tillmans.
—Pobre Tillmans —repitió Kleist—. Y pobre redentor Bumfeel. ¡Qué manera de dejar este mundo!
Cale tuvo que esperar para ver a Vipond mucho más que otras veces que había acudido al despacho del Canciller: casi tres horas sentado en una sala de espera abarrotada. Le habían mandado presentarse a las tres y mantener la boca cerrada. Cuando por fin le hicieron pasar, Vipond apenas lo miró.
—Tengo que admitir que tenía mis dudas cuando predijisteis que los redentores intentarían atacar a Arbell en Menfis. Me preguntaba si no lo diríais tan solo para buscaros una ocupación para vos y vuestros amigos. Mis excusas.
Cale no estaba acostumbrado a que nadie con autoridad admitiera su equivocación, y menos cuando no estaba realmente equivocado, y se sintió incómodo. Vipond entregó a Cale un panfleto impreso, en el que había un tosco dibujo de una mujer con los pechos desnudos bajo un titular: «LA PUTA DE MENFIS». El panfleto describía a Arbell como una puta de cabeza rapada, notoria corruptora que se prostituía a sí misma y a todos los inocentes, en orgías masivas en las que se veneraba al demonio y se le ofrecían sacrificios. «¡Ella es un pecado —terminaba el panfleto—, que clama venganza a los cielos!».
Cale se estrujó el cerebro en busca de una explicación.
—Los atacantes de fuera de las murallas dejaron estos panfletos por todo el camino —explicó Vipond—. Esta vez no hay por qué mantenerlo en secreto. Al fin y al cabo, todo el mundo considera que Arbell Materazzi es más pura que el agua.
Aunque esto ya no era totalmente cierto, las grotescas mentiras del panfleto le resultaban tan desconcertantes a Cale como a Vipond.
—¿Tenéis alguna idea del sentido que tiene esto? —preguntó Vipond.
—No.
—He oído que interrogasteis a un prisionero.
—A lo que quedaba de él.
—¿Tenía algo que decir?
—Solo lo que era ya evidente. No se trató de un ataque serio. Ni siquiera eran auténticos soldados. Nosotros conocíamos a unos diez de ellos: cocineros de campaña, oficinistas, algunos soldados que hacían el vago un poco más de la cuenta… Por eso resultó tan fácil.
—No debéis decir eso fuera de aquí. Se supone que los Materazzi han conseguido una gran victoria contra un cobarde ataque llevado a cabo por lo más granado de sus asesinos.
—Lo más granado de sus porquerizos.
—Hay mucha indignación por lo sucedido, y gran consideración por la habilidad de nuestros soldados y su heroísmo al repelerlos. No debéis decir nada que contradiga esa visión de los hechos. ¿Entendido?
—Bosco quiere provocaros para que le ataquéis.
—Bueno, pues lo ha logrado.
—Es una idea estúpida darle a Bosco lo que anda buscando. Y no estoy diciendo ninguna mentira.
—Eso es una novedad. Pero os creo.
—Entonces tenéis que decirles que si se creen que enfrentarse a un verdadero ejército de redentores será algo parecido a esto, se van a llevar un buen chasco.
Por primera vez, Vipond miró directamente al muchacho que tenía enfrente.
—¡Dios mío, Cale, si supierais con qué poco sentido se dirige el mundo! No ha habido desastre en la humanidad que no fuera advertido por alguien. Nunca, en toda la historia del mundo. Y jamás el que ofreció las advertencias sacó ningún provecho cuando se vio que tenía razón. Los Materazzi no soportarán advertencias en este asunto, y menos procedentes de Thomas Cale. Así es el mundo, y no podrá hacer nada al respecto un don nadie como vos; ni siquiera un don alguien como yo.
—¿No vais a decir nada para intentar detenerlos?
—No, no voy a hacerlo, y vos tampoco. Menfis es el corazón del mayor poder que existe en la tierra. Algunas fuerzas muy simples, Cale, mantienen ese poder cohesionado: el comercio, la avaricia, y la creencia general en que todo ello hace a los Materazzi demasiado fuertes para ser desafiados. Esperar tras las murallas de Menfis a que los redentores sitien la ciudad no es una opción. Bosco no puede ganar, pero nosotros podemos perder. Lo único que se necesita para ello es que nos vean cómo nos escondemos de él. La ciudad de Menfis podría aguantar un sitio de cien años, pero no pasarían seis meses hasta que brotaran revueltas desde aquí al Reino de Trapisonda. Es la guerra, así que será mejor que empecemos de una vez.
—Yo sé cómo lucharán los redentores.
Vipond lo miró, exasperado.
—¿Y qué esperáis? ¿Ser consultado? Los generales que planean la campaña no solo han conquistado la mitad del mundo conocido, sino que o han luchado con, o han sido entrenados por Solomon Solomon, aun cuando la mayor parte de ellos no sintieran mucho aprecio por él. Pero vos… un muchacho… un don nadie que pelea como un perro hambriento… Podéis olvidaros de eso. —Despidió a Cale con impaciencia, con un gesto de la mano, y añadió un comentario como para mandarlo a paseo—: Deberíais haberle perdonado la vida a Solomon Solomon.
—¿El lo habría hecho por mí?
—Desde luego que no… Mayor motivo para aprovecharos de su debilidad. Si le hubierais dejado vivir, os habrías ganado una magnífica consideración por parte de los Materazzi, al tiempo que lo poníais a él a la altura del betún. La fuerza es tan despiadada con quien la posee como con quien la sufre: a este lo aplasta, al primero lo envenena. Lo cierto es que nadie conserva mucho tiempo esa habilidad que vos tenéis. Aquellos a quienes se la concede el Destino confían demasiado en ella y pronto son derrotados.
—¿Lo habéis averiguado por vos mismo, u os lo ha dicho alguien que nunca ha tenido que estar delante de una multitud que no tiene nada mejor que hacer esa tarde que ver cómo le sacan las tripas a uno?
—¡Pobrecito! Vos no teníais por qué haber ido allí nunca, y lo sabéis.
Irritado, en parte porque no tenía una buena respuesta, Cale se volvió para marcharse.
—Por cierto, el informe sobre lo sucedido la pasada noche disminuirá de manera significativa vuestra contribución y la de vuestros amigos. Y sin protestar.
—¿Y eso por qué?
—Después de vuestra actuación en la Opera Rosso, os habéis convertido en alguien muy odiado. Pensad en lo que os acabo de decir y lo comprenderéis. Y si no lo comprendéis, da igual: os cuidaréis mucho de decir nada sobre lo que sucedió ayer.
—Me da igual lo que piensen los Materazzi.
—Ese es vuestro problema, que no os preocupa lo que piense la gente. Pero debería preocuparos.
Durante la semana siguiente, fueron llegando a Menfis muchos Materazzi procedentes de sus haciendas. Moverse se hacía casi imposible para los caballeros con sus escuderos, sus esposas y los criados de sus esposas; y también para el gran número de ladrones, granujas, rameras, jugadores, extorsionadores, oportunistas, usureros y comerciantes ordinarios, todos los cuales acudían a la oportunidad de amasar grandes cantidades de dinero de la guerra. Había otros trapicheos que no concernían al dinero: complicados asuntos de prioridad entre la nobleza que había que solucionar. Dónde se colocaba a alguien en el orden de batalla era un signo de lo que ese alguien era en la sociedad Materazzi. Un plan de batalla Materazzi era, en parte, una cuestión de estrategia militar y, en parte, algo muy parecido a colocar a los invitados en el banquete de una boda real. Las ocasiones para sentirse ofendido eran infinitas. Por eso, pese a todos los urgentes asuntos bélicos, el Mariscal se pasaba la mayor parte del tiempo entre cenas y reuniones de todo tipo destinadas a enderezar peligrosos entuertos, explicando a uno y a otro que lo que parecía un desaire era en realidad un honor de la mayor importancia.
En uno de estos banquetes, al que había sido invitado Cale (a petición de Vipond, como parte de sus intentos por rehabilitarlo), los acontecimientos dieron un giro inesperado. Pese al deseo general del Mariscal de no ver a Simón, y menos en público, tal cosa no resultaba siempre posible, especialmente cuando Arbell imploraba que se le invitara.
El Señor Vipond era un controlador de la información, de la verdadera y de la falsa. Contaba con una considerable red de individuos en todos los niveles de la sociedad de Menfis, desde los grandes señores a los limpiabotas. Si deseaba que todo el mundo supiera algo o que creyera saberlo, se les contaba a esos informadores la historia, fuera cierta o falsa, y ellos se encargaban de propagarla. Semejante medio de diseminar rumores útiles y negar los inconvenientes ha sido empleado, naturalmente, por todos los gobernantes, desde el ozymandiano Rey de Reyes al Alcalde de Nuncaennada. La diferencia entre Vipond y todos esos otros profesionales del oscuro arte del rumor consistía en que Vipond sabía que para que a esos informadores se les creyera cuando realmente importaba, casi todo lo que decían debía ser cierto. El resultado era que cuando Vipond deseaba que se creyera en algo, lo conseguía sin esfuerzo. Había invertido en Cale una considerable parte de aquel valioso capital porque era perfectamente consciente del espíritu de venganza que había prendido en las personas emparentadas o próximas a Solomon Solomon. Su asesinato se daba ya casi por hecho. Vipond, pese a lo que le había dicho a Cale, había hecho público que Cale había luchado valerosamente junto con los Materazzi para proteger a Arbell, y gracias a eso había disminuido considerablemente, aunque no desaparecido, la amenaza de que Cale resultara envenenado o apuñalado por la espalda en algún callejón solitario. Si le hubieran preguntado a Vipond por qué perdía tanto tiempo en alguien sin importancia, no habría podido explicarlo. Pero no había nadie que se lo preguntara.
Vipond y el Mariscal Materazzi habían permanecido reunidos durante varias horas en un frustrante intento de crear un plan de batalla que tuviera en cuenta todas las complicadas cuestiones de estatus y poder que planteaba manejar a los Materazzi en el campo de batalla. Lo cierto era que echaban en falta a Solomon Solomon, cuya heroica reputación como soldado le había convertido en el hombre más valioso posible a la hora de negociar y comprometerse entre las diversas facciones Materazzi que defendían sus prioridades en la línea de fuego.
—¿Sabéis, Vipond? —dijo con tristeza el Mariscal—, con todo lo que admiro la sutileza con que tratáis estos asuntos, tengo que decir que, a fin de cuentas, hay pocos problemas en este mundo que no puedan resolverse con un buen soborno o empujando al enemigo de noche por un precipicio.
—¿Qué queréis decir con eso, mi Señor?
—Ese muchacho, Cale. No estoy defendiendo a Solomon Solomon… Sabéis que intenté detenerlo… Pero a decir verdad, no pensé que ese muchacho tuviera posibilidades de vencer luchando contra él.
—¿Y si hubierais comprendido que sí las tenía?
—No hay motivos para utilizar ese tono altanero, Vipond. No me digáis que vos siempre hacéis lo correcto en vez de lo más prudente. El caso es que necesitamos a Solomon Solomon; él podría arreglar todo esto poniendo firmes a esos bastardos. La cosa es sencilla: necesitamos a Solomon Solomon, y no necesitamos a Cale.
—Cale salvó a vuestra hija, mi Señor, y casi pierde la vida al hacerlo.
—Efectivamente. Pero de todos los hombres que conocéis, soy el que menos derecho tiene a apreciar las cosas desde la perspectiva de su interés personal. Sé lo que hizo Cale y le estoy agradecido, pero solo como padre. Como gobernante puedo observar que el estado necesita a Solomon Solomon mucho más que a Cale. Eso no es más que la obvia verdad, y no tiene sentido que lo neguéis.
—¿Y qué es lo que lamentáis, mi Señor? ¿No haberle empujado por un precipicio antes del combate?
—¿Queréis subirme los colores para que me desdiga? Antes que nada, le habría ofrecido una buena bolsa de oro y le habría dicho que se fuera a freír espárragos y no volviera. Que, por cierto, es exactamente lo que pienso hacer en cuanto termine la guerra.
—¿Y si él se niega?
—Eso me haría recelar mucho. Al fin y al cabo, ¿por qué demonios sigue aquí?
—Porque vos le ofrecisteis un buen empleo en el mismo centro del kilómetro cuadrado más protegido del mundo entero.
—Entonces ¿es culpa mía? Bueno, pues si lo es, tendré que corregir lo que he hecho mal. Ese muchacho es una amenaza. Creo que es gafe, como el tipo ese del vientre de la ballena.
—¿Jesús de Nazaret?
—El mismo. En cuanto solucionemos el follón este de los redentores, Cale tendrá que irse y sanseacabó.
Lo que también había puesto al Mariscal de muy mal humor era la perspectiva de tener que sentarse al lado de su hijo durante toda la noche. La humillación casi superaba el límite de lo soportable.
Pero el banquete fue bien. Los nobles presentes parecían dispuestos y hasta deseosos de olvidar viejos resentimientos y rencillas para presentar un frente unido ante la amenaza que los redentores suponían para Menfis, en general, y Arbell Cuello de Cisne, en particular. Durante toda la cena ella se mostró tan dulce, tan amable, tan divertida y tan asombrosamente bella que convertía el grotesco retrato que de ella habían hecho los redentores en un motivo cada vez más poderoso para dejar de lado insignificantes rencillas ante la amenaza de aquellos fanáticos religiosos.
Durante todo el banquete, ella intentó de manera desesperada no mirar a Cale. Lo amaba y deseaba de modo tan intenso que estaba convencida de que sus sentimientos resultarían evidentes hasta para el más ciego. Por su parte, Cale estaba enfurruñado porque interpretaba aquella actitud como rechazo hacia él. Ella se avergonzaba de él, estaba claro, y le resultaba embarazoso encontrarse cerca de él en público. Por otro lado, los temores que albergaba el Mariscal de que lo avergonzara Simón resultaron infundados. Desde luego, el muchacho permanecía allí sentado sin decir nada, pero parecía haber desaparecido su habitual expresión de alarma y de aterrorizado desconcierto. De hecho, ahora la expresión de su rostro parecía completamente normal: de vez en cuando una mirada que revelaba interés o regocijo. El Mariscal se sentía cada vez más incómodo por no poderse aliviar tosiendo la irritación de garganta que le había producido, probablemente, tener que hablar tanto con los inacabables demandantes.
La otra cosa que enfadaba al Mariscal era el joven que estaba sentado al lado de Simón. No lo reconocía, y no dijo nada en toda la noche, pero no paró de mover incansablemente la mano derecha durante toda la cena, en una enloquecedora serie de indicaciones, círculos, toques y demás. Al final consiguió ponerle los nervios de punta al Mariscal, hasta el punto de que se disponía a decirle a su criado Pepys que le pidiera que se estuviera quieto o se fuera, cuando el joven se levantó y aguardó que hicieran silencio, un gesto tan sorprendente, teniendo en cuenta la gente entre la que se hallaba, que los murmullos de risas y conversaciones casi se acabaron.
—Soy Jonathan Koolhaus —anunció—, tutor lingüístico del Señor Simón Materazzi. El Señor Simón desea decir algo.
Al oír esto, el salón entero se quedó en silencio, más por asombro que por respeto. Entonces Simón se levantó y empezó a mover la mano derecha del mismo modo peculiar en que lo había estado haciendo Koolhaus durante toda la cena. Koolhaus tradujo:
—El Señor Simón Materazzi dice: «He estado sentado delante de Provost David Lascelles toda la noche, y durante este tiempo Provost Lascelles se ha referido a mí en tres ocasiones como “imbécil”». —Simón sonrió con una sonrisa amplia y alegre—. «Pues bien, Provost Lascelles, en lo que se refiere a ser un imbécil, yo os aseguro que, como dicen los niños: “Cada cual reconoce a su igual”».
Las risas que siguieron a esto estaban alimentadas tanto por la gracia en sí como por la cara colorada y los ojos desorbitados que puso Lascelles. La mano derecha de Simón no paraba de moverse.
—El Señor Simón Materazzi dice: «Provost David asegura que es un gran deshonor estar sentado delante de mí». —Simón hizo una burlona inclinación ante Provost David, y Koolhaus lo imitó. La mano de Simón empezó a moverse de nuevo—. «Yo os aseguro, Provost Lascelles, que el deshonor es mío».
Entonces Simón se sentó, sonriendo con benevolencia, y Koolhaus se sentó a continuación.
Durante un momento los comensales se quedaron mirando anonadados, aunque hubo algunas risas y aplausos. Y entonces, como por algún extraño acuerdo tácito, todos los invitados decidieron ignorar lo que acababan de ver y hacer como si no hubiera sucedido. Entonces volvió a prender la chispa de la conversación y el jolgorio, y todo siguió como antes, al menos en la superficie.
La cena concluyó a su debido tiempo, los invitados fueron saliendo a la calle, y el Mariscal, acompañado por Vipond, se dirigió a sus aposentos privados casi corriendo. Allí había mandado que lo esperaran sus dos hijos. Apenas había terminado de cruzar la puerta, cuando preguntó:
—¿Qué es lo que sucede? ¿Qué clase de truco cruel ha sido ese? —Y miró a su hija.
—Yo tampoco entiendo nada de esto. A mí me resulta tan incomprensible como a vos.
Mientras tanto, el asombrado Koolhaus movía los dedos dirigiéndose a Simón con toda la discreción posible.
—Vamos a ver, ¿qué estáis haciendo?
—Es un… es un lenguaje de signos, Señor.
—¿Qué queréis decir?
—Muy sencillo, Señor. Cada gesto de mis dedos equivale a una palabra o una acción. —Koolhaus estaba tan nervioso y hablaba tan rápido que apenas se le podía entender.
—¡Más despacio! —gritó el Mariscal. Koolhaus, temblando, repitió lo que acababa de decir. El Mariscal lo miró sin podérselo creer, mientras su hijo le hacía algunos signos a Koolhaus.
—El Señor Simón dice… eh… que no debéis enfadaros conmigo.
—Entonces explicadme esto.
—Es sencillo, Señor. Como he dicho, cada signo equivale a una palabra o una emoción. —Koolhaus se tocó en el pecho con el pulgar—: «Yo». —A continuación cerró el puño y se frotó el pecho con él en un movimiento circular—: «Lamento». —Levantó el pulgar sin abrir el puño, señaló con él hacia arriba e hizo un movimiento de martillo, antes de señalar al Mariscal con el dedo—: «Haberos…». —Entonces movió el puño rápidamente hacia delante y atrás—: «Enojado». —A continuación lo repitió todo tan aprisa que apenas se le podían ver los gestos—: «Lamento haberos enojado».
El Mariscal miró a su hijo como si eso le fuera a revelar la verdad. En su rostro quedaban patentes tanto la incredulidad como el anhelo de creer. Entonces respiró hondo y miró a Koolhaus.
—¿Cómo puedo estar seguro de que habla mi hijo y no vos?
Koolhaus empezó a recuperar parte de su habitual seguridad.
—No hay modo, mi Señor. Tampoco nadie puede estar seguro de que no sea él el único ser que piensa y siente, y todos los demás meras máquinas que solo fingen que sienten y piensan.
—¡Dios mío! —exclamó el Mariscal—. Nunca he escuchado a nadie con más pinta de haber salido del Cerebrero.
—De allí provengo ciertamente, Señor. Pero, aun así, digo la verdad. Vos sabéis que los demás piensan y sienten como vos porque con el tiempo vuestro buen juicio os enseña la diferencia entre lo real y lo no real. Del mismo modo veréis, al hablar con vuestro hijo por mi mediación, que aunque sea lastimosamente inculto, su mente es tan buena como la vuestra o la mía.
Resultaba difícil no quedar impresionado con la insultante sinceridad de Koolhaus.
—Muy bien —dijo el Mariscal—. Permitid que Simón me cuente cómo ha sido organizado todo esto, desde el comienzo hasta el banquete de esta noche. Y no pongáis nada de vuestra parte ni le hagáis parecer más sabio de lo que es.
Durante los siguientes quince minutos, Simón mantuvo su primera conversación con su padre, y su padre con él. De vez en cuando el Mariscal hacía alguna pregunta, pero la mayor parte del tiempo escuchaba. Y para cuando Simón terminó, las lágrimas le caían por el rostro, y también caían por el de su asombrada hermana.
Al final se levantó y abrazó a su hijo.
—Perdonadme, muchacho. Lo siento mucho.
Entonces mandó que uno de sus guardias fuera a buscar a Cale. Koolhaus escuchó aquella orden con sentimientos encontrados. En opinión de Koolhaus, la explicación ofrecida por Simón había dado mucha importancia al sencillo lenguaje de signos que le había enseñado Cale, y se la había restado al hecho de que Koolhaus había convertido aquella elemental serie de signos en un lenguaje auténtico y vivo. Daba la impresión de que aquel vándalo de Cale le iba a robar todo el mérito. Cale había quedado, naturalmente, tan anonadado como los demás por lo sucedido durante el banquete, pues no tenía ni idea de los avances que habían hecho Koolhaus y Simón, especialmente porque el primero había hecho al segundo jurar que mantendría el secreto, con la intención de dar una brillante sorpresa y llevarse la gloria.
Cale se esperaba una bronca, y quedó algo aturdido cuando lo recibieron como a su salvador tanto Arbell como el Mariscal, al cual le remordía su decisión ingrata, pero no forzosamente descaminada, de deshacerse de Cale. Pero también Arbell tenía remordimientos. En los días que siguieron a los terribles acontecimientos de la Ópera Rosso, había pasado con Cale noches de lascivia, devorando con pasión cada centímetro de su cuerpo; pero también había pasado los días horrorizada, escuchando a sus visitas la narración de la muerte de Solomon Solomon. Como en el pasado ella había expresado tan solo disgusto ante su misterioso escolta, nadie se mordía la lengua a la hora de describir lo ocurrido con todo detalle. Algunas de las cosas que contaban podían considerarse tan solo tendenciosas habladurías a favor de uno de los suyos, pero cuando hasta la veraz y bondadosa Margaret Aubrey dijo: «No entiendo cómo me quedé allí. Al principio me daba pena, de tan pequeño que parecía en medio de la arena. Pero te aseguro, Arbell, que en mi vida había visto nada tan frío y brutal. Estuvo hablando con él antes de matarlo. Vi cómo sonreía. Mi padre comentó que él no trataría ni a un puerco de ese modo».
Tras escuchar aquello, los sentimientos de la joven princesa fueron encontrados. Ciertamente, se sentía herida por el ataque a su amante, pero ¿acaso no había visto con sus propios ojos aquel extraño comportamiento asesino? ¿Quién iba a culparla si lo más recóndito de su corazón se estremecía en silencio, secretamente? Pero todos aquellos pensamientos horribles fueron desechados al descubrir que Cale había educado a su hermano, sacándolo del reino de la nada. Ella le cogió la mano y se la besó tanto con sorpresa como con maravilla, y le dio las gracias por lo que había hecho. No cambió apenas las cosas el hecho de que Cale reconociera el mérito de Koolhaus: Arbell y el Mariscal (este con mucho carraspeo, para aclararse la garganta) dieron las gracias al secretario, pero después se volvieron para añadir más elogios y agradecimientos sobre Cale. Koolhaus se sintió traicionado, olvidando que había sido Cale quien había descubierto la inteligencia oculta de Simón Materazzi, y quien había discurrido el modo de liberarla. Los esfuerzos que hacía Cale por incluirle en el clima general de parabienes y agradecimientos eran tan solo un medio, empezó a pensar Koolhaus, de apartarlo para siempre de la vista. Y de ese modo, el día que Cale se ganó finalmente a dos escépticos, compensó aquello conquistando un nuevo enemigo.