La Ópera Rosso es un magnífico anfiteatro semicircular con vistas a la Bahía de Menfis capaz de dejar atónito incluso al viajero más experimentado. Las gradas se alzan sobre la arena de manera tan empinada que se sabe que algunos espectadores demasiado apasionados han encontrado la muerte al caer desde las gradas superiores. Pero el propósito de «il Rapido», como se llama a su vertiginosa ascensión, es permitir a una multitud de treinta mil personas reunirse en torno al campo que circunda teniendo la sensación, incluso desde los puestos más elevados, de que la acción transcurre al alcance de la mano.
Los duelos eran de dos tipos: simplex y complex. En los primeros, el mero derramamiento de sangre podía dar por finalizada la lucha; en los segundos, uno de los combatientes tenía que morir. La oposición del Mariscal a los duelos complex se debía no tanto a la compasión, aunque con la madurez había dejado de encontrar placer en semejantes espectáculos sangrientos, como en los enormes problemas que ocasionaban. Las riñas, enemistades y venganzas a que daba origen una lucha a muerte causaban tanto dolor que el Mariscal había decidido emplear todos los medios a su alcance, formales e informales, para asegurarse de que no tenían lugar. Las luchas a muerte eran algo que solo podía causar problemas en general y, en particular, rebajar entre las clases populares el respeto hacia las clases dirigentes. Por aquellos días, a la Opera Rosso se acudía solo a contemplar corridas de toros y hostigamientos de osos, aunque estos últimos habían pasado de moda. También tenían lugar allí los combates de boxeadores profesionales y las ejecuciones. No podían perderse, por tanto, la ocasión de contemplar a sus superiores (y nadie sabía la diferencia que había con respecto a Cale) matándose en público unos a otros. ¿Quién sabía cuándo se volvería a presentar otra ocasión semejante?
Desde primeras horas de la mañana la enorme plaza que había delante de la Opera Rosso estaba ya abarrotada. Las colas ante las diez puertas constaban ya de miles de personas, y los que enseguida comprendían que no iban a entrar pululaban por los mercados y puestos que aparecían en aquellas grandes ocasiones formando una pequeña ciudad. Había policías y antidisturbios por todas partes, atentos a los ladrones y a cualquier otro problema, sabiendo que la frustración por no poder entrar podía dar lugar a duras peleas. Todos los pillos y tribus de la ciudad se encontraban allí: los «cabezas de gamuza», con sus chalecos de rojo y oro y las botas de plata; los «vándalos», con sus tirantes blancos y sombrero negro de copa; los «roqueros», con sus bombines, monóculos y finos bigotes. Las chicas también estaban bien representadas: las «lolardas» con sus largos gabanes, botas hasta el muslo y cabeza afeitada, las «tiquitas» con sus labios rojos en forma de arco de Cupido, sus corpiños rojos ajustados y sus largas medias, negras como la noche. Había llamadas, gritos, risas y abucheos, música repentina y fanfarrias cuando aparecían, rodeados de admiradores, los jóvenes Materazzi.
Y por cada centavo ganado, la mitad iba a parar a Kitty la Liebre.
En las ejecuciones, el vulgo solía arrojar gatos muertos a los condenados. Aunque eso se consideraba totalmente adecuado para criminales y traidores, tal comportamiento estaba estrictamente prohibido en ocasiones como aquella, pues bajo ningún pretexto podía consentirse la falta de respeto a los Materazzi. Sin embargo, tales prohibiciones no impedían que los vecinos lo intentaran y, conforme avanzaba la mañana, iban creciendo ante las diez puertas grandes montones de gatos muertos, junto con comadrejas, perros, armiños y hasta algún cerdo hormiguero.
A las doce sonaron fanfarrias por la llegada de Solomon Solomon. Diez minutos después, Cale, acompañado por Henri el Impreciso y por Kleist, hacía su aparición sin ser reconocido por la multitud, llamando la atención tan solo cuando los policías que vigilaban las colas las hicieron detenerse y observaron con curiosidad morbosa la entrada de los muchachos en la Ópera Rosso.