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Como un rayo que cae sobre un árbol en un bosque reseco, y después devora rápidamente a todos los demás, el alboroto que resultó del encuentro en la bodega del carnicero se extendió por Menfis de casa en casa. Al oír la noticia, el Mariscal Materazzi se puso a lanzar juramentos, hecho una furia. Vipond profirió una maldición. Tanto uno como otro, mandaron buscar a Cale y le pidieron que renunciara a la lucha.

—Pero me han dicho que si me niego a pelear, entonces cualquiera tendrá derecho a matarme en cuanto me vea, sin previo aviso.

Era difícil discutírselo, porque era cierto. Cale era en aquel asunto el lado inocente, y había que estar de acuerdo con él. Así que después el Mariscal y el Canciller lo intentaron con Solomon Solomon, pero, pese al torrente de improperios del primero y las patentes amenazas del segundo de mandarlo al Medio Oriente el resto de su vida a enterrar leprosos, Solomon Solomon no se apeó del burro. El Mariscal estaba furioso.

—Daréis marcha atrás a esto o seréis colgado —gritó el Mariscal.

—Ni daré marcha atrás, ni seré colgado —respondió también a gritos Solomon Solomon. Y tenía razón: ni siquiera el Mariscal podía evitar un duelo cuando ya se habían dado las bofetadas, y tampoco podía castigar a los participantes. Vipond intentó apelar al esnobismo de Solomon Solomon:

—¿Qué os puede traer, aparte de deshonra, matar a un muchacho de catorce años? Él no es nadie. Ni siquiera tiene padre ni madre, no digamos ya un apellido digno de un juicio por combate. ¿En qué demonios estáis pensando para rebajaros de ese modo?

Aquel era un argumento contundente, pero Solomon Solomon simplemente se negó a dar una respuesta.

Y así quedó la cosa. El Mariscal lo echó de allí a gritos y Solomon Solomon se fue con airada solemnidad.

El encuentro de Cale con Arbell Cuello de Cisne estuvo tan envuelto en angustia como pueda imaginarse. Ella le rogó que no luchara, pero como la alternativa era mucho peor, Arbell pronto lanzó una furiosa diatriba contra Solomon Solomon, y se fue corriendo a ver a su padre para pedirle que detuviera aquello. Durante el desgarrador encuentro con Arbell, Cale se había asegurado de llevar a Henri el Impreciso para que respaldara su versión de los acontecimientos. Cuando se marchó la consternada joven, Cale vio que Henri el Impreciso lo estaba mirando a él, y que era evidente que no pensaba nada bueno.

—¿Qué problema tienes?

—Tú.

—¿Por qué?

—Porque hiciste como que no sabías exactamente lo que iba a suceder cuando te preguntó si le discutías su prioridad a elegir la carne.

—Yo estaba primero. Eso lo sabes.

—Vas a matar o morir por… ¿unas piezas de carne?

—No: voy a matar o morir por la docena de palizas que me dio sin motivo. Nadie me volverá a hacer una cosa así.

—Solomon Solomon no es Conn Materazzi, y tampoco es un puñado de redentores medio dormidos que no te vieron llegar. Estás haciendo el imbécil. Puede matarte.

—¿Puede matarme?

—Sí.

—Espero que esté de acuerdo contigo en que soy un imbécil, porque entonces se llevará una sorpresa aún mayor cuando lo haga puré.