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En la historia de los duelos, lo normal es que haya motivos serios para que un hombre se enfrente con otro en una lucha a muerte. Cuáles son esos motivos, sin embargo, es algo que casi nunca se recuerda. Los motivos que conocemos consisten en insultos leves, reales o imaginados, diferencias de opinión sobre la belleza de los ojos de determinada mujer, comentarios no lo bastante elogiosos sobre la honradez con que otro reparte las cartas, y cosas así. El famoso duelo entre Solomon Solomon y Thomas Cale comenzó con la cuestión de la prioridad en la elección de piezas de carne.

Cale se había visto envuelto en este asunto porque el cocinero contratado para dar de comer a los treinta hombres necesarios para proteger día y noche a Arbell Cuello de Cisne se había lamentado de la espantosa calidad de la carne que le entregaban. Criados a base de pies de muertos, los tres muchachos no habían notado que la carne que comían no fuera muy buena, pero los soldados se habían quejado al cocinero, y el cocinero se quejaba a Cale.

Al día siguiente, Cale fue a ver al proveedor y, no teniendo nada mejor que hacer, lo acompañó Henri el Impreciso. Si no fuera porque estaba de guardia, también hubiera ido Kleist, pues el caso es que proteger a una mujer las veinticuatro horas del día, no importa lo bella que fuera, resultaba extremadamente aburrido, especialmente sabiendo que el peligro que la acechaba era casi enteramente inventado. Para Cale era diferente, porque él estaba enamorado, y se pasaba las horas con Arbell Cuello de Cisne, ya fuera mirándola o poniendo en marcha su plan para hacer que ella sintiera lo mismo por él.

Aquel plan seguía funcionando incluso mientras Cale y Henri el Impreciso entraban en el mercado para tratar con el proveedor de carne, pues en sus aposentos, Arbell Cuello de Cisne trataba de arrancarle al reacio Kleist historias sobre Cale. Si se mostraba tan reacio, era porque se daba cuenta de que ella se moría de ganas de oír anécdotas del pasado de Cale que lo mostraran a una luz generosa o misericordiosa, y él se moría a su vez de ganas de no darle a Cale esa satisfacción. Ella era, sin embargo, una inquisidora extremadamente hábil y persuasiva, y además ponía todo el empeño. Al cabo de unas semanas, le había arrancado a Kleist, y a Henri el Impreciso, que estaba mucho más dispuesto a cooperar, mucha información sobre Cale y su vida. De hecho, las reticencias de Kleist servían solo para convencerla más y más de lo terrible que era el pasado de aquel joven del que se iba enamorando. La tensión y renuencia con que confirmaba las historias de Henri el Impreciso conseguía hacerlas más convincentes.

—¿Es verdad lo de la brutalidad de ese tal Bosco? —Sí.

—¿Por qué eligió a Cale?

—Supongo que lo tenía enfilado.

—Por favor, decidme la verdad. ¿Por qué era tan cruel con él?

—Era un lunático, especialmente en lo que se refería a Cale. No quiero decir que fuera como vuestros lunáticos corrientes, de esos que gritan. En todos los años que pasé en el Santuario, no le oí levantar la voz ni una vez. Pero a pesar de eso está tan loco como un saco lleno de gatos.

—¿Es verdad que lo hizo luchar a muerte con cuatro hombres?

—Sí, pero si los venció fue solo porque gracias al agujero que tiene en la cabeza puede saber lo que va a hacer el otro.

—A vos Cale no os cae muy bien, ¿verdad?

—¿Tiene algo para caer bien?

—Riba me dijo que os salvó la vida.

—Teniendo en cuenta que también fue él quien la puso en peligro, creo que no le debo nada.

—¿En qué puedo serviros, joven? —preguntó el alegre carnicero, gritando por encima del barullo del mercado.

Cale gritó a su vez en el mismo tono de alegría:

—Podéis dejar de enviar carne de perros y gatos muertos al cuarto de guardia del Palacio Occidental.

El carnicero, ya mucho menos alegre, sacó de debajo del mostrador un garrote de aspecto terrible y se fue hacia Cale.

—¿Quién os habéis creído que sois para hablarme de esa manera, mierdecilla?

Se fue hacia Cale con rapidez sorprendente dado su tamaño, haciendo oscilar el garrote mientras se acercaba. Cale se agachó en el momento en que el garrote le pasó por encima de la cabeza, con lo que el carnicero perdió el equilibrio, lo que, junto con el hecho de que Cale le hiciera una zancadilla baja, ayudó a que cayera en el barro. Entonces puso un pie, descargando su peso sobre la muñeca del carnicero, y le arrancó el garrote de las manos.

—Ahora —dijo Cale, haciendo rebotar con suavidad el extremo del garrote en la parte de atrás de la cabeza de su atacante—, vos y yo vamos a entrar en donde quiera que guardéis la carne, y me vais a elegir la mejor, y cada semana me enviaréis carne igual de buena. ¿Nos empezamos a entender? —¡Sí!

—Bien. —Cale dejó de rebotar el garrote en la cabeza del carnicero, y le permitió ponerse en pie.

—Por aquí —dijo con la voz llena de odio contenido.

Los tres se dirigieron a una bodega que había detrás del puesto, llena de piernas y costados de buey, cerdo y cordero, además de un rincón dedicado a las pequeñas carcasas de gatos, perros y otras criaturas que Cale no reconoció.

—Elegid la mejor —dijo Henri el Impreciso.

El carnicero empezó a levantar de los ganchos las mejores piezas de cadera y cuarto trasero, cuando se alzó una voz familiar:

—¡Alto!

Era Solomon Solomon con cuatro de sus soldados más experimentados. Si parece extraño que un hombre del rango de Solomon Solomon acudiera en persona a elegir la carne para sus hombres, hay que aclarar que los soldados están mucho más dispuestos a soportar las heridas, las privaciones, la enfermedad y la muerte que a soportar una mala comida. Solomon Solomon se tomaba muy en serio ofrecer a sus hombres la mejor pitanza siempre que era posible, y se aseguraba de que ellos se enteraran.

—¿Qué pensáis que estáis haciendo? —le preguntó al carnicero.

—Estoy apartando algunas piezas para la nueva guardia de Palacio —respondió, haciendo un gesto de la cabeza hacia Cale y Henri el Impreciso, a los que Solomon Solomon hizo como que no veía. Entró e inspeccionó con curiosidad los costados de carne, y después pasó la vista por toda la bodega.

—Quiero que lo llevéis todo esta tarde al cuartel Tolland, menos esa mierda del rincón. —Entonces bajó la vista hacia la carne que acababa de separar para Cale—: Eso también lo quiero.

—Estábamos primero —dijo Cale—. Esto ya está pedido. —Solomon Solomon levantó la vista hacia Cale y lo miró como si no lo hubiera visto nunca.

—Tengo prioridad en este asunto. ¿No me lo negaréis?

Aunque fuera hiciera calor, en la bodega hacía frío. Estaba excavada en la roca, y en los rincones se apilaban gruesos bloques de hielo. Pero la temperatura cayó aún más cuando Solomon Solomon hizo aquella pregunta. No había duda de que la respuesta de Cale conllevaba algo horrible. Al darse cuenta, Henri el Impreciso intentó ser razonable y amable con Solomon Solomon.

—Nosotros no necesitamos gran cosa, señor, es solo para treinta hombres.

Solomon Solomon no dirigió la vista hacia Henri, y de hecho parecía que ni siquiera le hubiera oído.

—Tengo prioridad en este asunto —le repitió a Cale—. ¿Me lo negáis?

—Lo niego, si es lo que andáis buscando… —respondió Cale.

Muy despacio, dejando que Cale viera exactamente lo que estaba haciendo, Solomon Solomon levantó la mano derecha en lo que era claramente un ritual, y con la palma abierta golpeó a Cale en la mejilla de manera casi acariciadora. Entonces bajó la mano y aguardó. Cale también levantó entonces la mano, igual de lentamente, y la acercó con mucho cuidado al rostro de Solomon Solomon, pero en el último instante sacudió la muñeca con toda su fuerza, de manera que el golpe retumbó en el intenso silencio como el libro sagrado cuando lo cerraban de golpe en la iglesia.

Los cuatro guardias, furiosos ante el golpe propinado por Cale, avanzaron hacia él.

—¡Alto! —exclamó Solomon Solomon—. El capitán Grey os visitará esta tarde.

—¿Ah, sí? —preguntó Cale—. ¿Para qué?

—Ya lo veréis.

Diciendo eso, se volvió y se fue.

—¿Y nuestra carne? —gritó Cale con jovialidad, cuando se fue. Miró al carnicero, que tenía los ojos como platos, anonadado y espantado como estaba ante la sangrienta escena que acababa de tener lugar en su bodega—. No estoy seguro de poder confiar en que nos sirváis lo que os pedimos.

—Me juego más que la vida, señor.

—Entonces será mejor que nos llevemos algo de esto con nosotros. —Se echó al hombro un enorme costado de buey, y salió.