27

—En fin, Padre —susurró Kitty la Liebre, acariciando con las uñas la madera de la mesa en que reposaba la estatua de oro de la Venus Lujuriosa de Estrabón. El débil sonido de su voz producía en el Padre Roy la sensación de que algo peor de lo imaginable trataba de penetrarle suavemente en el oído—. Todo esto es muy extraño —prosiguió Kitty la Liebre mirando la estatua. O al menos el Padre Roy tuvo la sensación de que la estaba mirando, pues, como siempre, el rostro de Kitty la Liebre estaba tapado por una capucha gris, algo que agradecía inmensamente el redentor.

—La estatua es vuestra si nos ayudáis. ¿Qué más dan los motivos que tengamos nosotros?

Prosiguieron aquellos distraídos arañazos de las uñas en la madera. El redentor estuvo a punto de dar un salto del susto cuando esos arañazos se detuvieron, la mano cubierta avanzó hacia la estatua, y la tela gris se deslizó, dejando la mano de Kitty la Liebre al descubierto… solo que no se trataba de una mano. Imaginaos algo gris cubierto de pelo, aunque no mucho, una pata de perro solo que más larga, mucho más larga, y con uñas moteadas, y aun así lo que imaginéis no se acercará mucho. Sus uñas acariciaron la estatua durante un momento, con la suavidad de una madre que acariciara la carita de su bebé, y se retiraron.

—Una hermosa pieza —dijo Kitty la Liebre gorjeando—. Me habían dicho que la habían roto en diez pedazos y la habían tirado al volcán de Delfos.

—Es evidente que no.

Exhaló un largo suspiro que el redentor pudo sentir en el rostro como el aliento caliente y húmedo de un perro grande y hostil.

—No lo lograréis —susurró Kitty la Liebre.

—Eso es opinable.

—Eso es seguro —repuso bruscamente Kitty la Liebre.

—Es cosa nuestra.

—Estáis tratando de emprender una guerra, y eso también es cosa mía.

Hubo un largo silencio.

—El hecho es —prosiguió Kitty la Liebre— que no tengo objeciones que hacer a una guerra. En el pasado siempre me han venido bien. Os sorprendería, estimado Padre, saber cuánto dinero puede amasarse suministrando comida de baja calidad y bebida y ollas y sartenes incluso para la más insignificante de las guerras. Quiero una garantía por escrito de que, si ganáis, ninguna de mis posesiones sufrirá daño y podré viajar con protección a donde quiera.

—Concedido.

Ninguno creía al otro. Kitty la Liebre estaba ciertamente contento por la oportunidad de ganar dinero que le proporcionaba una guerra, pero sus planes iban mucho más allá.

—Llevará algún tiempo —dijo Kitty la Liebre suspirando y derramando al hacerlo otra vaharada de aliento caliente y húmedo—. Pero tendré los planes listos en tres semanas.

—Demasiado tiempo.

—Tal vez, pero eso es lo que tardarán. Id con Dios.

Y entonces acompañaron al Padre Roy desde los aposentos privados de Kitty la Liebre al patio, y de allí a la propia ciudad. Se había congregado una multitud para ver cómo colgaban en la horca a dos chicos que no pasarían de los dieciséis años. Alrededor del cuello tenso de terror tenían escrito: «VIOLADOR».

—¿Qué es un violador? —preguntó al guardia el Padre Roy, en quien el mal y la inocencia convivían satisfactoriamente.

—Uno que quiere irse sin pagar —fue la respuesta.

Inmerso en sus pensamientos, Cale se dirigía hacia los aposentos de Arbell Cuello de Cisne, ahora cautelosamente acordonados. Pese a sus profundos recelos y resentimientos, hasta él había empezado a notar que el trato que ella le dispensaba se había suavizado. Ya no lo fulminaba con la mirada, ni se estremecía cada vez que él se acercaba. A veces incluso se preguntaba si aquella nueva forma de mirar de sus ojos (aunque no podía, por supuesto, reconocerla como piedad y deseo) podría tener algún significado. Pero rápidamente desechaba tales ideas por absurdas. Y, sin embargo, algo extraño sucedía. Perdido en aquellos pensamientos, era apenas consciente de un grupo de muchachos de unos diez años que, al borde del campo de entrenamiento, se miraban de mala manera y se tiraban piedras unos a otros. Al acercarse se dio cuenta de que uno de ellos era bastante mayor que los otros, como de unos catorce años, y era tan alto, esbelto y apuesto como solían ser los jóvenes Materazzi a esa edad. Lo curioso era que los niños no se tiraban piedras entre sí, sino que se las tiraban al muchacho más mayor, al que además le gritaban cosas como: «¡Imbécil! ¡Idiota! ¡Gilipollas babeante! ¡Zurullo papamoscas!». Y a continuación le tiraban las piedras. Pese a su tamaño, el muchacho grande se limitaba a dar vueltas confuso y aterrorizado, mientras le golpeaban las piedras. Entonces una le dio en la frente, y se desplomó. Cuando los niños empezaron a correr hacia él para darle patadas, llegó Cale, agarró a uno de ellos por la oreja, y a otro le puso la zancadilla y le dio una patada floja mientras estaba tendido en el suelo. En un instante, el grupo emprendió la huida, gritando insultos al tiempo que corrían.

—¡Si os vuelvo a ver, marranos —les gritó Cale—, probaréis mis botas en el bullarengue!

Cale se agachó sobre el muchacho que yacía en el suelo.

—No pasa nada, se han ido —le dijo al chico lloroso que tenía al lado, que se tapaba la cara con la mano y se encogía hasta hacerse una bola. No hubo respuesta. El muchacho, simplemente, seguía lloriqueando—. No te haré daño. Ya se han ido. —Pero siguió sin haber respuesta. Algo irritado, Cale le tocó en el hombro. El muchacho revivió entonces, y le atacó con tal rapidez que le dio con la mano en la frente. Con un grito de sorpresa y dolor, Cale dio un salto atrás, mientras el muchacho lo miraba profundamente sorprendido y retrocedía hacia un muro, aterrorizado, buscando en torno a él a sus agresores.

—¡Mierda! —exclamó Cale—. ¡Mierda, mierda, mierda! —El muchacho llevaba nudilleras de hierro, y era como si le hubieran pegado de refilón con un martillo—. Pero ¿qué te pasa, maldito loco? —le gritó al muchacho, que miraba con ojos enfurecidos—. Estaba intentando ayudarte y casi me dejas sin cabeza.

El muchacho siguió mirándolo, pero al final habló. Solo que no eran palabras, sino series de gruñidos.

No estando acostumbrado a ningún tipo de minusválido (no vivían mucho tiempo en el Santuario), le costó mucho tiempo a Cale comprender que el muchacho era mudo. Le tendió la mano. Lentamente, el muchacho la tomó, y Cale le ayudó a levantarse.

—Ven conmigo —le dijo. El muchacho se le quedó mirando. Era sordo además de mudo. Cale le hizo un gesto para que lo siguiera, y lentamente, llorando por el dolor y la humillación, lo hizo.

Diez minutos después, Cale limpiaba al muchacho en las habitaciones acondicionadas provisionalmente entre los aposentos de Arbell Cuello de Cisne, cuando ella entró apresuradamente, acompañada de Riba. Ahogó un grito al ver al muchacho que sangraba, sentado enfrente de Cale, y gritó:

—¿Qué le habéis hecho?

—¿De qué me habláis, loca? —respondió él—. Le estaba dando una paliza una panda de vuestros caballeretes, y yo los espanté.

Ella lo miró con remordimiento, arrepentida de haber estropeado la labor de los últimos días.

—Lo siento, lo siento —dijo tan lamentable y claramente afligida que Cale sintió un intenso placer. Por una vez, se sentía con cierta ventaja en su presencia. Sin embargo, ahogó una exclamación de rechazo—. Lo siento mucho —repitió ella, y se acercó al muchacho, llena de preocupación y nerviosismo, para darle un beso. Cale no la había visto nunca mostrar hacia nadie aquel tipo de preocupación, y se quedó pensando en ello, sorprendido. Casi al instante, el muchacho empezó a tranquilizarse. Mientras acariciaba el pelo del muchacho, Arbell Cuello de Cisne miró a Cale.

—Es mi hermano, Simón —dijo ella—. La mayoría lo llama Simón el Idiota, aunque no delante de mí. Es sordomudo. ¿Qué ocurrió?

—Estaba en el campo de entrenamiento, y un grupo de niños le tiraba piedras.

—¡Monstruos! —dijo ella, volviéndose hacia su hermano—. Piensan que pueden hacerle lo que quieran porque él no les puede delatar.

—¿No tiene un tutor?

—Sí, pero le gusta estar solo, y siempre anda escapándose al campo de entrenamiento porque quiere ser como los demás. Pero los demás lo odian y lo temen porque no es inteligente. Dicen que está poseído por un demonio.

Ya más contento, Simón empezó a señalar a Cale y gruñir, explicando con gestos el lanzamiento de piedras y su rescate.

—Os está dando las gracias.

—¿Cómo lo sabéis? —preguntó Cale sin rodeos.

—Bueno… No lo sé, pero él tiene buen corazón, aunque no sea inteligente.

Le cogió la mano a Simón y se la abrió para tendérsela a Cale. Una vez que comprendió de qué se trataba, Simón se la estrechó con tanto ímpetu que a Cale le costó cierto tiempo detener aquel enérgico movimiento. Durante todo el tiempo la sangre empapaba la venda provisional que Cale le había puesto en la herida. Mediante gestos le pidió que se sentara y, observado atentamente por la angustiada Arbell, desprendió la venda. Era un corte profundo y feo, de casi cinco centímetros de largo.

—Esos pequeños bastardos podrían haberle sacado un ojo. Habrá que coserlo.

Arbell Cuello de Cisne lo miró desconcertada.

—¿Qué queréis decir?

—Habrá que coserlo, igual que se cose una camisa o un calcetín roto. —Cale se rio por lo que acababa de decir—. Bueno, no exactamente igual.

—Haré venir a uno de nuestros doctores.

Cale resopló en señal de desprecio.

—El último doctor Materazzi que me ha tratado me habría matado si no fuera porque no le dejé. No es solo que tenga una enorme cicatriz… una herida tan fea como esta no sanará. Tiene diez posibilidades contra una de que se le infecte, y entonces, sabe Dios… Con tres o cuatro puntos la cerraremos, y después apenas se notará.

Arbell lo miraba sin saber qué decir.

—Dejadme que primero traiga a un doctor que lo vea. Por favor, intentad comprender.

Cale se encogió de hombros.

—Haced como queráis.

Una hora después, habían llegado dos médicos, y tras discutir uno con el otro a voz en grito, no habían conseguido detener la hemorragia y, si habían hecho algo, había sido empeorarla con sus apretones y manoseos. Para entonces Simón se hallaba tan confundido y sufría tales dolores que se había hartado, y no dejaba que los médicos se le acercaran. Mientras tanto, la herida de la cabeza seguía sangrándole profusamente.

Cale se había marchado al cabo de unos minutos, y no volvió hasta media hora después, para encontrar a Simón que, de pie en un rincón, se negaba a permitir que lo tocara nadie, ni siquiera su hermana.

Cale apartó a un lado a la consternada Arbell.

—Mirad —dijo—. He comprado en el mercado un poco de milenrama para detener la hemorragia. —Con un gesto de la cabeza, señaló la tragedia que tenía lugar en el rincón—. Esto no le está haciendo ningún bien. ¿Por qué no recabáis la opinión de vuestro padre?

Arbell Cuello de Cisne lanzó un suspiro.

—Mi padre se niega a tener nada que ver con él. Tenéis que comprenderlo: es una terrible vergüenza tener un hijo así. Yo puedo tomar la decisión.

—Entonces, tomadla.

En unos instantes, los doctores fueron despachados y la estancia quedó vacía, salvo por Cale y Arbell. Simón había dejado de gritar, pero desde su rincón los miraba a los dos con desconfianza.

Cale se aseguró de que Simón podía verle abriendo el papel retorcido que envolvía la milenrama en polvo, y cómo vertía un poco en la palma de la mano. Cale señaló con el dedo los polvos, y después la herida de Simón, y luego su propia frente. Se detuvo durante un segundo y después se acercó cautelosamente a Simón y se puso de rodillas, mostrándole la mano abierta con la milenrama en polvo. Simón lo miró, y la desconfianza se fue transformando en simple cautela. Cale cogió un pellizco de la milenrama y lo acercó lentamente a la cabeza de Simón. Entonces echó para atrás la cabeza, para que Simón entendiera que debía hacer lo mismo.

Con toda la cautela del mundo, el muchacho lo hizo y Cale roció con los polvos la herida aún sangrante. Repitió la operación seis veces. Entonces volvió a levantarse, y esperó que Simón se tranquilizara.

Al cabo de diez minutos la hemorragia había cesado. Ya más tranquilo, Simón dejó que Cale se le acercara, y Cale pudo quitar los polvos de milenrama de la herida. Aunque esto dolía, Simón aguantó con paciencia que Cale hiciera delicadamente su trabajo, observado todo el tiempo por Arbell Cuello de Cisne. Cuando terminó, convenció a Simón para que volviera al medio de la estancia y se tendiera sobre la mesa. Entonces, observado todavía con desconfianza por Simón, sacó de un bolsillo interior un pequeño trozo de seda plegado y lo abrió sobre la mesa. Dentro había varias agujas, algunas de las cuales tenían diversas curvaturas, con unos breves hilos de seda pasados ya a través de los ojos. La desconfianza regresó a la mirada de Simón cuando Cale cogió una de las agujas con el hilo enhebrado y la levantó para mostrárselo. Intentó varias demostraciones mediante gestos para explicarle lo que pretendía hacer, pero en el rostro de Simón lo único que aparecía era una creciente inquietud. Cada vez que intentaba empezar a coser la herida, Simón, sin comprender nada, gritaba y chillaba aterrorizado.

—No os va a dejar. Tenéis que intentar otra cosa —dijo Arbell, consternada.

—Mirad —repuso Cale, cada vez más irritado—, la herida es demasiado profunda. Ya os he dicho que se infectará, y entonces sí que tendrá motivos para gritar o para callarse para siempre.

—No es culpa suya: él no comprende.

Eso era obvio, y Cale se limitó a enderezarse y lanzar un suspiro. Entonces retrocedió, cogió un pequeño cuchillo de uno de sus bolsillos interiores y, antes de que Simón o Arbell Cuello de Cisne pudieran reaccionar, se abrió un tajo en la palma de la mano izquierda, en ese lugar carnoso que antecede al pulgar.

Por primera vez en muchos minutos, hubo silencio. Tanto Simón como su hermana se quedaron mirando, asustados por lo que acababan de ver. Cale retiró el cuchillo y, mientras la sangre manaba de la herida, cogió una venda de la mesa y presionó con ella en el corte. Durante los siguientes cinco minutos, no dijo nada, y los otros dos se limitaron a observar. Entonces retiró la venda con cuidado y vio que la herida había dejado de sangrar. Se acercó a la mesa, cogió la aguja con el hilo, y se los mostró a Simón, como si estuviera a punto de realizar un truco de magia. Entonces colocó con cuidado la aguja junto a la herida y empezó a atravesar con ella de un lado del corte al siguiente. Tensó el hilo, arrugando la frente como si estuviera zurciendo un calcetín. Entonces hizo un nudo y, cogiendo otra aguja con su hilo del paquete, repitió la acción, tres veces más en total, hasta que la herida quedó completamente cerrada. Entonces le mostró a Simón la herida cosida para que la pudiera ver bien. Cuando acabó, Cale lo miró a los ojos, asintió con la cabeza, y aguardó. Simón, ahora pálido de temor, respiró hondo y asintió a su vez. Cale cogió otra aguja con el hilo, lo llevó hasta la herida del niño (pensaba en él como si fuera un niño, aunque en realidad tenían la misma edad), y apretó.

Las cinco puntadas fueron hechas como es debido, aunque no, como se comprenderá, sin una buena ración de gritos y alaridos por parte de Simón. Cuando hubo acabado, Cale sonrió y le estrechó la mano, y aunque Simón se había quedado tan blanco como la leche, había soportado un dolor infernal. Cale se volvió hacia Arbell Cuello de Cisne, que estaba casi tan pálida y temblorosa como su hermano.

—Está bien —le dijo—. Vuestro hermano vale más de lo que la gente piensa.

La descarada exhibición de Cale tuvo el efecto esperado. Mientras miraba al extraordinario ser que tenía delante, Arbell Materazzi, impresionada, deslumbrada, pasmada y temerosa, estaba ya medio enamorada.

Los güelfos (pueblo de carácter notoriamente egoísta) suelen decir: «Ninguna buena acción queda sin castigo». Cale iba a descubrir pronto la ocasional verdad que encierra este espantoso proverbio. Por desgracia para él, no había sido educado para vigilar el comportamiento de niños malos que hacían gala de su crueldad infantil: había sido educado para matar. La moderación en la violencia era para él una noción completamente extraña, y lamentablemente la patada que le había dado a uno de los torturadores de Simón había sido más fuerte de lo que él pretendía, y le había roto al niño dos costillas. Por una desgraciada coincidencia, el padre del niño era Solomon Solomon, que ya estaba anhelando vengarse contra Cale por haberles dado una paliza a seis de sus mejores alumnos, y que ahora estaba fuera de sí de la rabia por causa de las heridas de su hijo. Como ocurre a menudo con las personas más brutales, Solomon Solomon pertenecía a ese tipo de padres consentidores. Su ardorosa ira, no obstante, debía ser refrenada, pues no era posible retar a duelo a Cale cuando la razón de ese posible duelo era una herida a su hijo causada mientras este pequeño monstruo atacaba al hijo del Mariscal Materazzi. Por muy mortificado y avergonzado que se sintiera el Mariscal de tener por heredero varón a un idiota, estaría furioso ante el ataque al honor familiar y, a pesar de toda su importancia y habilidad marcial, Solomon Solomon podía verse embarcado hacia algún basurero del Medio Oriente, con la misión de supervisar los entierros de una leprosería. A la ira ya enconada contra Cale se añadía un odio asesino que solo aguardaba una oportunidad. Oportunidad que no tardaría en llegar.

No era sorprendente que Simón el Idiota, como era conocido universalmente cuando no escuchaban su padre ni su hermana, empezara a pasar todo el tiempo posible con Cale, Kleist y Henri el Impreciso. Y, curiosamente, aquella adición a su compañía por parte de alguien que ni hablaba ni oía no les resultaba tan fastidiosa como podría imaginarse. Como ellos, también él era un intruso frecuentemente maltratado; y por otro lado lo compadecían por estar tan cerca de tener todo lo que para ellos representaba la gloria: dinero, posición, poder… y, sin embargo, no poder alcanzar nada de todo ello. Además, no se le permitía llegar a ser un incordio. Era verdad que su comportamiento era imprevisible y emocionalmente salvaje, pero eso ocurría tan solo porque nadie se había tomado la molestia de inculcarle eso que los muchachos consideran un comportamiento correcto. Ellos lo intentaron primero por el procedimiento de gritarle cada vez que él les molestaba, lo cual, siendo sordo, no servía de nada con él, y después dándole una rápida patada en el culo, que sí servía. Aunque lo más útil de todo, como comprendieron enseguida, era ignorarlo por completo cuando lanzaba sus gritos incomprensibles o cuando se comportaba mal del modo que fuera. Eso le molestaba más que ninguna otra cosa, y así pronto aprendió las habilidades sociales básicas del acólito del Santuario. Estas, que no le serían de gran utilidad en los salones de Menfis, eran sin embargo las únicas habilidades que alguien le había enseñado.

Arbell le aseguró a Cale que a Simón le habían puesto los mejores profesores, pero que no habían conseguido sacar nada de él. Pero los tres muchachos tenían una ventaja sobre los mejores profesores de Menfis: los redentores habían desarrollado un lenguaje de signos sencillo para los distintos días y semanas durante los cuales tenían prohibido hablar. Los acólitos, a los que eso les estaba prohibido aún más a menudo, habían desarrollado más ese lenguaje de signos. Tras fracasar al intentar enseñarle a Simón algunas palabras, Cale empezó a mostrarle alguno de sus signos, que él adquirió rápidamente: agua, piedra, hombre, pájaro, cielo y algunos más. Al cabo de tres días, Simón le tiró a Cale de la manga cuando caminaban por un jardín que tenía un gran estanque en el que nadaba un par de patos, y había hecho los gestos que decían «pájaro de agua». Fue entonces cuando Cale empezó a pensar que tal vez Simón no fuera tan idiota, al fin y al cabo. Durante la semana siguiente, Simón absorbió el lenguaje de signos de los redentores como hace una esponja reseca con el agua. Resultó que, lejos de ser idiota, era más listo que el hambre.

—Necesita a alguien —dijo Cale cuando los cuatro estaban cenando en las habitaciones de los guardias— que invente más palabras para él.

—¿Para qué le va a servir —observó Kleist— si nadie más sabe lo que está diciendo? ¿Qué utilidad va a tener eso?

—Simón no es un don nadie, ¿verdad? Es el hijo del Mariscal. Pueden pagar para tener a alguien que vaya con él, lea sus signos y los transmita en voz alta.

—Claro, Cuello de Cisne pagará —observó Henri el Impreciso.

Pero eso no estaba en los planes de Cale.

—Todavía no —dijo mirando a Simón—. Creo que merece desquitarse de su padre y de todos los demás, salvo de Cuello de Cisne. Necesita hacer algo importante, algo que les enseñe realmente. Yo buscaré a alguien y le pagaré.

Siendo ciertos todos aquellos motivos que exponía, había algún otro que se callaba. Era consciente de que Arbell Cuello de Cisne había cambiado en gran medida su actitud hacia él, aunque no se daba cuenta de hasta qué punto. El no era, al fin y al cabo (y ¿cómo iba a serlo?) muy ducho en asuntos tales como los sentimientos de una joven hermosa y muy deseada hacia alguien que todavía la asustaba. Sentía que necesitaba impresionarla con algo espectacular, cuanto más increíble mejor. Y de ese modo al día siguiente fue con IdrisPukke, su consejero en la materia, al despacho del Interventor del Buró de Estudiosos, una institución a la que solían llamar «el Cerebrero». Allí se preparaba a los muchos burócratas necesarios para la administración del imperio.

Naturalmente, los puestos más importantes estaban reservados para los Materazzi, no solo la gobernación de esta o aquella provincia, sino también cualquier puesto en el que se ejerciera poder e influencia. Sin embargo, se comprendía, aunque no se reconociera públicamente, que eran insuficientes los Materazzi que contaban con la inteligencia o el sentido común necesarios para dirigir de manera eficiente, y hasta ineficiente, un dominio tan amplio. De ahí la fundación del Cerebrero, un lugar que funcionaba según estrictos principios de mérito para lograr que la administración de las cosas no cayera rápidamente bajo la incompetencia y el caos. Allí donde fuera nombrado gobernador de tal o cual estado conquistado algún hijo imbécil o algún sobrino derrochador de los Materazzi, tenía que haber siempre un número significativo de graduados del Cerebrero para asegurarse de que se ponía un límite al daño que podía ocasionar. Era, por tanto, tan solo por el interés de la aristocracia por lo que se tomó la sabia decisión de asegurarse de que los inteligentes y ambiciosos hijos de los comerciantes (aunque no de los pobres) tenían un campo para sus ambiciones y una participación en el futuro de Menfis. Eso evitaba, además, que participaran en conspiraciones contra el orden establecido, algo que ha arruinado a más de un régimen aristocrático antes y después.

El Interventor miró a IdrisPukke, un hombre al que acompañaba su inestable reputación, levantando recelos. Esos recelos no quedaron disipados por la presencia del joven rufián de aspecto malvado que lo acompañaba, cuya reputación era peor si cabe que la de IdrisPukke, y aún más misteriosa.

—¿En qué os puedo servir? —preguntó en su tono menos servicial.

—El Señor Vipond —dijo IdrisPukke, sacando una carta del bolsillo interior y colocándola en la mesa, delante del Interventor— os pide que nos prestéis toda la ayuda que podáis.

El Interventor miró la carta con recelo, como si sospechara que pudiera no ser auténtica.

—Necesitamos a vuestro mejor alumno para que sea secretario de un miembro importante de la familia del Mariscal.

El Interventor alegró la cara: aquello podía ser interesante.

—Ya veo. Pero ¿no es ese el tipo de cargo que normalmente ocupan los propios Materazzi?

—Normalmente —añadió IdrisPukke, como si aquella tradición inamovible no tuviera la más leve importancia—. Pero en este caso, necesitamos un secretario con inteligencia y verdaderas dotes: es decir, con dotes de lenguaje. Alguien flexible, capaz de pensar por sí mismo. ¿Contáis con alguien así?

—Contamos con muchas personas así.

—Entonces queremos el mejor.

Y de ese modo, dos horas después, Jonathan Koolhaus, que estaba atónito, sin poder apenas poder creerse la buena suerte que tenía, atravesaba el castillo y, con la deferencia debida a un secretario de los Materazzi, se le conducía a la zona del palacio habitada por Arbell Cuello de Cisne, y en concreto a las habitaciones de los guardias.

Por si Jonathan Koolhaus no había oído el dictamen del General Void («Ninguna noticia resulta jamás tan buena ni tan mala como parecía al principio»), estaba a punto de enterarse de lo cierto que resultaba. Había esperado encontrarse en un gran salón, que sería la sala de espera a una gran vida, algo que estuviera a la altura de lo que merecía por su talento. Pero, en vez de eso, se encontró en una especie de dormitorio de cuartel lleno de camas arrimadas contra la pared, junto con numerosas armas de distintos tipos pero todas de terrible aspecto. Algo no encajaba. Media hora después, entró Cale con Simón Materazzi. Cale se presentó, y a continuación, mediante un gruñido, Simón hizo algo semejante ante el desconcertado sabio. Entonces le explicaron lo que se esperaba de él: tenía que usar sus habilidades para desarrollar un buen código de signos para Simón, y después lo acompañaría a todas partes y sería su intérprete. Imaginaos la terrible decepción del pobre Jonathan. Había esperado un glorioso futuro en la mismísima cúspide de la alta sociedad de Menfis, para descubrir que en realidad estaba destinado a ser el portavoz del que entre los Materazzi era el equivalente al tonto del pueblo. Se quedó blanco como el papel. Cale mandó a un criado que le mostrara su cuarto, que no era mucho mejor que el que había tenido en el Cerebrero. A continuación lo llevaron a las habitaciones de Simón, donde Henri el Impreciso lo aguardaba para instruirle sobre los signos básicos del lenguaje mudo de los redentores. Eso al menos le ofreció al abatido Koolhaus algo con lo que distraer su mente de la decepción. Su reputación como alguien con talento natural para las lenguas era bien merecido, y pronto comprendió que aquel código no era gran cosa. En dos horas había consignado por escrito todos los signos. Poco a poco, empezó a sentir curiosidad. Inventar una lengua, en vez de aprenderla, podía resultar interesante. Ninguna noticia es tan buena ni tan mala como parece al principio. Además, por mucho que lamentara tener que trabajar con un idiota, no podía hacer otra cosa que apechugar con ello.

Durante los días siguientes, Koolhaus empezó a cambiar su opinión: a Simón le habían dejado que se las apañara solo durante toda la vida, y por eso era completamente indisciplinado, pues nunca le habían impuesto el control de ningún sistema de educación ni de normas de comportamiento. Dos cosas le permitían a Koolhaus enseñarle: el miedo y veneración que Simón sentía por Cale; y su propio desesperado deseo de aprender a comunicarse con otros, una vez que había empezado a saborear ese maravilloso placer, aunque solo fuera en un nivel muy primario, el que le permitía el código mudo de los redentores. Aquella combinación de factores convertía a Simón en un pupilo más prometedor de lo que parecía al principio, y juntos hicieron rápidos progresos, aunque interrumpidos al menos dos veces al día por las pataletas de Simón, que tenían lugar cada vez que no lograba comprender lo que hacía Koolhaus. La primera vez que Simón tuvo una de aquellas rabietas, Koolhaus, alarmado, mandó llamar a Cale, quien hizo callar a Simón amenazándole con darle una buena paliza si no se comportaba. Simón, que después del episodio de las puntadas, juzgaba a Cale capaz de cualquier cosa, hizo lo que se le mandaba. Cale representó ante él la cesión de su autoridad a Koolhaus, al que daba permiso para administrar castigos horribles pero no especificados, y así quedó la cosa. Koolhaus siguió con su enseñanza, y Simón, que por encima de todo quería agradar a Cale, siguió con su aprendizaje.

Koolhaus no podía, bajo ninguna circunstancia, decirle a nadie lo que estaba haciendo, y su presencia era explicada simplemente diciendo que era el cuidador provisional de Simón.

Aunque no sabía nada de los ambiciosos planes de Cale con respecto a su hermano, Arbell Cuello de Cisne sí era consciente de otras cosas que hacía por él. En el Santuario no se jugaba: el juego era ocasión de pecado. Lo más cercano que tenían a un juego era cierto ejercicio de entrenamiento en el que los dos jugadores, separados por una línea trazada en el suelo que ninguno de los dos podía cruzar, intentaban golpearse mutuamente con una bolsa de cuero al extremo de una cuerda. Si esto os parece inofensivo, tendríais que saber que la bolsa de cuero estaba llena de piedras de buen tamaño: las heridas graves eran frecuentes, y la muerte, aunque rara, se había dado alguna vez. Comprendiendo que los tres se estaban ablandando por la fácil vida de Menfis, Cale revivió este juego, pero poniendo en las bolsas arena en lugar de piedras. Aunque siguieran viéndolo como un mero ejercicio físico, se sorprendieron al descubrir que sin la constante amenaza de una herida seria, disfrutaban y se reían. Como les faltaba un contrincante, dejaron que Simón practicara con ellos. Era torpe, y carecía de la gracia de otros Materazzi, pero estaba lleno de energía, y ponía tanto entusiasmo que continuamente se estaba pegando a sí mismo. Aunque no parecía importarle. Hacían tanto ruido, riéndose y burlándose de los errores e inutilidad de los demás, que Arbell no podía dejar de oírlos. A menudo se quedaba en la ventana que dominaba el jardín, viendo a su hermano reírse y jugar con los demás: relacionarse con alguien por primera vez en su vida.

También esto le llegó al corazón, juntamente con la extraña fuerza de Cale y sus músculos bañados de sudor, mientras corría, lanzaba la bola, perseguía a alguien o reía.

Después, cuando él llevaba ausente de sus habitaciones más o menos una hora, mandó a Riba que fuera a buscarlo. Mientras Arbell se preparaba cuidadosamente para dar la impresión de una descuidada belleza, Cale aguardó en la sala principal. Como era la primera ocasión que tenía de mirar a sus anchas, empezó a examinarlo todo de manera sistemática, desde los libros que había en las mesas a los tapices y el enorme retrato de una pareja que dominaba la sala. Lo estaba examinando atentamente cuando entró por detrás Arbell y le dijo:

—Esos son mi bisabuelo y su segunda esposa. Causaron un gran escándalo con su amor. —Cale estaba a punto de preguntarle por qué tenía su retrato en la pared cuando Arbell cambió de tema.

—Yo quería —dijo con voz tímida y suave— agradeceros todo lo que hacéis por Simón. —Cale no respondió porque no sabía qué decir, y porque, desde la primera vez que se la encontró y se enamoró de ella, era la primera vez que el objeto de su confusa adoración le hablaba de manera tan amable—. Hoy os he visto jugando. Él está muy contento porque ahora por fin tiene con quien… —iba a decir «con quien jugar», pero se dio cuenta de que aquel hombre de maneras alternativamente brutales y bondadosas podía tomárselo de mala manera—:… tiene quien sea amable con él. Os estoy muy agradecida.

A Cale le encantó cómo sonaba aquello.

—No tiene importancia —repuso—. Simón coge las cosas al vuelo, cuando se le explican un poco. Se irá haciendo más duro. —En cuanto dijo esto último, comprendió que no era lo que tenía que haber dicho—. Quiero decir que le enseñaremos a cuidar de sí mismo.

—¿No le enseñaréis cosas demasiado peligrosas? —preguntó Arbell.

—No le enseñaré a matar a nadie, si eso es lo que preguntáis.

—Lo siento —dijo ella, lamentando haberle ofendido—. No quería ser desagradable.

Pero Cale ya no era tan susceptible con ella como antes, pues comprendía que era tratado con mucha más calidez.

—No lo habéis sido. No debería estar siempre tan dispuesto a picarme. IdrisPukke me dice que no debo olvidar que no soy más que un gamberro, y que debo tener cuidado con lo que digo cuando me hallo entre gente educada.

—¿De verdad os ha dicho eso? —preguntó ella riéndose.

—De verdad. Sin embargo, no tiene mucho respeto por mi lado sensible.

—¿Tenéis un lado sensible?

—No estoy seguro. ¿Pensáis que estaría bien que lo tuviera?

—Creo que sería maravilloso.

—Entonces, si no lo tengo, intentaré adquirirlo. Aunque no sé cómo. Tal vez vos podríais indicarme cuándo me estoy portando como un gamberro, y regañarme.

—Eso me daría demasiado miedo —dijo ella, parpadeando repetidamente, con coquetería.

Cale se rio.

—Sé que todo el mundo piensa que tengo peor carácter que un turón, pero no mato a nadie solo porque me parezca mal lo que me dice.

—Sois mucho más que eso. —Seguía haciéndole ojitos.

—Pero también soy eso.

—Volvéis a mostraros demasiado susceptible.

—Y, sin embargo, ya veis: me estáis regañando y aún no he matado a nadie. Intentaré seguir mejorando.

Arbell sonrió, y Cale se rio, y a ella algo le llegó un poco más adentro en su desconcertado corazón.

Kleist les estaba enseñando a Simón y Koolhaus a ponerles plumas de ganso a las flechas. Simón iba por su tercer intento fallido, y se puso tan furioso que rompió la flecha y tiró los trozos contra la pared opuesta. Kleist lo miró con tranquilidad y le pidió a Koolhaus que tradujera.

—Volved a hacer eso, Simón, y sabréis lo que es sentir mi bota en el bullarengue.

—¿Bullarengue? —preguntó Koolhaus, mostrando su desagrado ante semejante palabra.

—Vos sois inteligente, así que podéis traducirlo sin ayuda.

—¿Adivináis lo que he encontrado aquí abajo en la bodega? —preguntó Henri el Impreciso, entrando en la sala como si alguien le hubiera puesto mermelada además de mantequilla en la tostada.

—Por todos los demonios —dijo Kleist sin levantar la mirada de la mesa—, ¿cómo iba a adivinar lo que has encontrado en la bodega?

Henri el Impreciso se negó a dejar disminuir su emoción.

—Venid a verlo. —Su alegría era tan evidente que Kleist empezó a sentir curiosidad. Henri los condujo a una planta que había debajo del palacio, y después por un pasillo cada vez más oscuro hasta una pequeña puerta que abrió con dificultad. Una vez dentro, un tragaluz les proporcionó toda la luz que necesitaban.

—Estuve hablando con uno de los veteranos, que me ha estado contando historias de la guerra, cosas realmente interesantes, y mencionó que hace unos cinco años, estaba de exploración por el Malpaís buscando gurrieros, cuando se encontraron un carro pesado de los redentores que se había separado de la caravana principal. No había por allí más que una pareja de redentores, así que les dijeron que se perdieran, y confiscaron el carro. —Se acercó hasta la lona y la corrió a un lado. Debajo había una enorme colección de reliquias: santas horcas de varios tamaños tanto en madera como en metal, estatuas de la Santa Hermana del Ahorcado Redentor, y renegridos dedos de pies y manos de diversos mártires, conservados en pequeños relicarios de muy elaborada decoración. Uno contenía una nariz, o al menos eso le pareció a Henri el Impreciso que era, aunque después de setecientos años no era fácil saberlo. Había un antebrazo derecho de San Esteban de Hungría, y también un corazón en perfecto estado de conservación.

Koolhaus miró a Henri el Impreciso.

—¿Qué es todo esto? No comprendo.

Henri el Impreciso levantó una botellita llena hasta tres cuartos, y leyó la etiqueta:

—Esto es «Óleo de santidad rezumado del ataúd de Santa Walburga».

Kleist estaba agotando su paciencia, y la pila de reliquias le traía malos recuerdos.

—Dime que no nos has traído hasta aquí solo para que veamos esto.

—No. —Caminó un poco más allá, hasta otra lona más pequeña, y esta vez la apartó de una sacudida, tal como había hecho el mago en el punto culminante del truco de magia que habían contemplado la semana anterior en el palacio.

Kleist se rio.

—Bueno, ahora servirás para algo.

En el suelo había un surtido de ballestas ligeras y pesadas. Henri el Impreciso cogió una de ellas, que tenía un sistema de cremallera y piñón.

—Mira: una arbalesta. Apuesto a que le podemos sacar partido. Y esta… —Cogió una ballesta pequeña que tenía una especie de caja en lo alto—. Pienso que es de repetición. Había oído hablar de ellas, pero nunca había visto una.

—Parece un juguete infantil.

—Lo veremos cuando pueda hacerles unas saetas. Ninguna de las ballestas tiene. Seguramente los Materazzi las abandonaron porque no sabían lo que eran.

Simón le hizo a Koolhaus unos signos con los dedos.

—Simón está preocupado por lo que le dijisteis a Henri.

Kleist puso cara de desconcierto:

—Yo no le he dicho nada.

—Por lo que le dijisteis antes de que no servía para nada. Quiere que os disculpéis, y dice que si no lo hacéis, sabréis lo que es sentir su bota en vuestro bullarengue.

Era normal que Simón no entendiera la manera en que los muchachos hablaban entre ellos. Antes de conocerlos, él estaba acostumbrado solamente a la adulación o al insulto rotundos. Kleist miró a Simón. Los dedos de Koolhaus se movían velozmente mientras él hablaba.

—Henri el Impreciso es lo que los Materazzi llaman… —se le olvidó la palabra y anduvo buscándola— un cecchino, un francotirador. La ballesta es lo que usa siempre.

Pasaron dos horas antes de que Cale apareciera en el cuarto de guardia, y la noticia de las ballestas le puso inmediatamente de mal humor.

—¿Les dijisteis a Simón y Koolhaus que cerraran la boca?

—¿Por qué tendríamos que haberlo hecho? —preguntó Kleist.

—Porque —respondió Cale, ya verdaderamente irritado— no veo ningún buen motivo para que nadie se entere de que Henri es un francotirador.

—¿Y algún motivo para que no lo hagan?

—Lo que los demás no sepan, no lo utilizarán contra nosotros. Así que cuanto menos sepan, mejor.

—Tiene gracia que eso lo diga alguien que hizo semejante demostración en el jardín de verano —comentó Kleist.

—Mira, Cale —dijo Henri—, yo no podría haber sacado las ballestas ni hecho nada con ellas sin que se enteraran. Necesito que me hagan saetas, y también practicar.

De todas formas, ya era demasiado tarde para lamentaciones. Dos días después, el capitán Albin pidió ver a los tres. Más que nada, daba la impresión de que la cosa le hacía gracia.

—Vos no tenéis pinta de asesino, Henri.

—No soy asesino, solo francotirador.

—Jonathan Koolhaus dijo que sois un cecchino.

—No deberíais hacerle caso.

—O sea que sois un francotirador que no mata gente. ¿Para qué servís, entonces?

Aunque ofendido, Henri el Impreciso se negó a morder el anzuelo, pero el resultado final fue que Albin pidió una demostración.

—He oído hablar de ese artefacto. Me gustaría verlo en funcionamiento.

—No es un artefacto: son seis.

—Muy bien, seis. ¿Valdrá el Campo de los Sueños?

—¿Cuánto tiene de largo?

—Casi trescientos metros.

—No.

—Entonces ¿cuánto necesitáis?

—Quinientos metros largos.

Albin se rio.

—¿Me estáis diciendo que podéis darle a algo a quinientos metros con esas cosas?

—No: solo con una de ellas.

Albin parecía dudar.

—Supongo que podremos cerrar el extremo occidental del Parque Real. ¿Os parece bien dentro de cinco días?

—Necesitaré ocho. He mandado hacer unas saetas, y todas las ballestas requieren cuerdas nuevas.

—Muy bien. —A continuación miró a Kleist—. Koolhaus me ha dicho que vos sois arquero.

—Ese Koolhaus tiene la boca muy grande.

—Aparte de eso, ¿es cierto?

—Soy el mejor arquero que hayáis visto nunca.

—Entonces vos también nos haréis una demostración. ¿Y qué me decís de vos, Cale? ¿Os quedan más ases en la manga?

Ocho días después, una pequeña reunión de generales Materazzi, el Mariscal, que se había invitado él mismo, y Vipond se encontraron tras unas grandes pantallas de lona utilizadas normalmente para canalizar a los ciervos dejándoles las cosas fáciles a las damas de la alta sociedad que querían cazar un poco. Albin, que era tan implacablemente cauto como Cale, había decidido que sería mejor no darle mucha publicidad a la demostración. No sabía por qué, pero los tres muchachos andaban siempre ocultando algo, y, por tanto eran impredecibles. Y había algo en el que se llamaba Cale que parecía atraer líos tremendos. Era mejor andarse con cuidado.

A los cinco minutos de comenzada la demostración, Albin comprendió que había cometido un error terrible. No es fácil de aceptar, en lo más profundo del alma, que por razón de nacimiento otra gente menos capaz, menos trabajadora, menos inteligente y menos deseosa de aprender, tenga que tener siempre la primera oportunidad de meter las narices en lo que el poeta Demidov llama «el gran abrevadero de la pocilga de la vida». Teniendo tanto que ver con Vipond (un hombre trabajador de inteligencia y extraordinaria capacidad), el infantil sentimiento de justicia que permanecía en la mente de Albin había de buen grado pasado por alto el hecho de que el aristocrático Vipond hubiera podido fácilmente convertirse en Canciller aunque hubiera sido un burro. Los generales que aguardaban el comienzo de la demostración no eran ni más ni menos capaces como generales que cualquier otro grupo seleccionado por virtud de sus parientes. Los panaderos, los cerveceros, los canteros de Menfis: todos observaban los derechos de nacimiento con la misma rigidez que una duquesa Materazzi.

«Eres imbécil —pensó Albin para sí—, y te mereces esta humillación». No era solo que aquellos tres fueran unos niños (aunque para lo que suelen ser los niños, estos resultaban un poco raros), sino que su categoría ni siquiera llegaba a la del pueblo llano. Era posible respetar a un cantero, a un armero; hasta la mayor parte de los Materazzi consideraban vulgar tratar con brusquedad a un criado. Pero esos chicos ni siquiera tenían identidad, no eran parte de nada, eran inmigrantes, y, lo peor de todo, uno de ellos había ido demasiado lejos. No es que los generales aprobaran el abuso por parte del Mond y de Solomon Solomon, que tenía fama entre todos de ser un bárbaro; sino que corregir tal cosa era competencia de los propios Materazzi. Cosas tales como la injusticia contra miembros de las clases inferiores debían enmendarse con discreción, y si no se enmendaban, pues no se enmendaban. No podía el ofendido en tales circunstancias tomarse la justicia por su mano, y menos de un modo tan efectivo y humillante. El hecho de que Cale hubiera solucionado por sí mismo los agravios sufridos representaba una dolorosa amenaza. Y tal vez tuvieran razón, pensó Albin.

El primero fue Kleist. A doscientos setenta metros de distancia, habían colocado doce soldados de madera, que normalmente se utilizaban para los entrenamientos de esgrima. Los Materazzi estaban familiarizados con los arcos, pero los usaban más que nada para cazar: los suyos eran arcos de varias piezas, bellos y elegantes, que importaban a gran precio. Por contra, el arco de Kleist era lo más cercano a un palo de escoba que hubieran visto nunca. Parecía imposible que un chisme tan feo se dejara curvar. Puso en el suelo el extremo inferior del arco y lo apuntaló con el pie izquierdo. Sujetando la cuerda justo por debajo del lazo, comenzó a tensar el arco. Más grueso que el dedo pulgar de un hombre gordo, el palo se fue curvando lentamente hasta llegar al límite, y después Kleist enlazó delicadamente la cuerda en la muesca. Intentó, por supuesto, mostrar el menor esfuerzo posible al tensar un arco ante el que se hubiera rendido cualquier hombre normal. Volviéndose hacia el semicírculo de flechas clavadas tras él en el suelo, tiró de una, la colocó en la cuerda, se la acercó a la mejilla, apuntó y disparó. Todo eso lo hizo en un solo movimiento fluido, soltando una flecha cada cinco segundos. Se oyeron once golpes idénticos al impactar las flechas. Otra flecha erró el blanco y no sonó. Uno de los hombres de Albin salió corriendo de detrás de una pared protectora de vigas de madera, y confirmó los aciertos agitando dos banderas: 11 de 12. El Mariscal aplaudió con entusiasmo. Los generales lo imitaron, pero sin ningún entusiasmo.

—¡Bien hecho! —exclamó el Dogo. Molesto por la falta de respuesta de los generales, Kleist dio las gracias con una inclinación de la cabeza, en un gesto lleno de resentimiento, y se retiró para que Henri el Impreciso hiciera su demostración.

—Hay tres tipos básicos de ballesta —empezó diciendo con alegría, convencido de que la audiencia compartiría su interés. Levantó la más ligera, dejando otras dos delante de él, en sus soportes—. Esta es la ballesta de un pie. Se llama así porque hay que poner un pie aquí. —Colocó el pie derecho en el estribo, en la parte superior del arco, enganchó la cuerda en una pinza sujeta al cinturón que llevaba puesto, y tiró hacia abajo con el pie al tiempo que tensaba la espalda, hasta que el mecanismo del gatillo capturó la cuerda y la colocó en su lugar—. Ahora —dijo Henri el Impreciso con algo menos de alegría, al ser consciente de las miradas de desaprobación de los generales—, coloco la saeta en su sitio, y entonces… —Se volvió, apuntó y disparó. Lanzó un gruñido de alivio al oír el impacto de la saeta en su blanco, que sonó potente incluso a casi trescientos metros de distancia.

—¡Buen disparo! —exclamó el Dogo.

Los generales miraron a Henri el Impreciso no solo nada impresionados, sino hoscos y desdeñosos. Como esperaba que la potencia y precisión del disparo impresionara a todos, perdió la confianza al instante y empezó a titubear. Se volvió hacia la siguiente ballesta, que era mucho más grande pero tenía más o menos el mismo diseño.

—Esta es la ballesta de dos pies, así llamada porque hay que poner, um…, los dos pies en el estribo… y… ah… no solo uno. Eso significa —añadió sin convicción— que tiene… aún más potencia. —Repitió los anteriores movimientos y disparó la saeta contra el segundo blanco, pero esta vez pegó con tal fuerza que le arrancó la cabeza al soldado de madera.

Se hizo un silencio cargado de reproche, tan frío como los hielos de la cima del gran glaciar de la Montaña Salada. Si hubiera sido más viejo o más versado en el arte de la presentación, Henri el Impreciso se habría callado y cortado por lo sano. Pero como no era ni una cosa ni la otra, incurrió de lleno en su tercer gran error. A un lado, Henri tenía un gran objeto que había envuelto con una de las lonas de la bodega del palacio. Esta vez no la levantó con ímpetus de mago, sino que con la ayuda de Cale corrió la lona hacia un lado para mostrar una ballesta de acero que era el doble de grande que la anterior y estaba fija a un grueso poste firmemente clavado en el suelo. En el extremo trasero de la ballesta había un armatoste de bobinado. Henri el Impreciso empezó a darle a la manivela del armatoste, gritando por encima del hombro:

—Esto es demasiado lento para el campo de batalla, por supuesto, pero utilizando un cabrestante y acero para el arco, se puede alcanzar un blanco a más de quinientos metros.

Al menos esa afirmación produjo una reacción diferente al frío rechazo. Se oyeron rotundos gruñidos de incredulidad. Como él no había compartido las posibilidades de su nuevo descubrimiento ni con Cale ni con Kleist, ellos albergaban las mismas dudas, aunque se las guardaron para sí. Aquel escepticismo le levantó el ánimo a Henri el Impreciso. Todavía era lo bastante joven, lo bastante inocente, lo bastante tonto, para no saber que cuando uno le demuestra a los demás que están equivocados, los demás lo odian a uno por ello. Le hizo seña a uno de los hombres de Albin para que levantara una bandera. Hubo una breve pausa, y después levantaron otra bandera en el extremo del parque y retiraron una lona de una diana pintada de color blanco, de un metro aproximadamente de diámetro. Henri apoyó el hombro al final de la cureña, hizo una pausa para crear expectación, y disparó. Se oyó un tremendo «¡tuang!» al liberarse aquella fuerza equivalente a media tonelada contenida por el acero. La saeta pintada de rojo salió disparada, como lanzada por el demonio, y se perdió de vista en dirección al blanco. Henri había tenido el ingenio suficiente para recubrir la saeta con polvos rojos, y cuando dio en el blanco, el polvo rojo se extendió de manera espectacular sobre la blanca superficie. Hubo gritos ahogados y más bufidos, sobre todo de Kleist y Cale. Ciertamente, era una sorprendente muestra de buena puntería, aunque no tan extraordinaria como podía parecer. Le había llevado a Henri el Impreciso muchas horas fijar con precisión y seguridad el cabrestante en su sitio, y poner a punto el arco para disparar a la distancia exacta.

Se produjo un largo silencio, que el Mariscal intentó disimular dirigiéndose a Henri el Impreciso y haciéndole muchas preguntas. «¿De verdad?». «¡Santo Dios!». «¡Extraordinario!». Llamó a sus generales, que procedieron a examinar el arco con el entusiasmo de una duquesa a la que se le pidiera examinar un perro muerto.

—Bien —dijo al fin uno de ellos—, si alguna vez necesitamos asesinar a alguien desde una distancia segura, sabremos adónde acudir.

—No seáis así, Hastings —le reprendió el Mariscal, como haría un bondadoso tío que hace un reproche sin perder la jovialidad. Se volvió a Henri—: Y vos, joven, no le hagáis caso, yo pienso que es fascinante. Bien hecho.

—Tienes suerte —le dijo Cale a Henri— de que no te haya acariciado la barbilla y dado un caramelo.

—Esa ballesta —dijo Kleist, señalando con la cabeza el gigante de acero fijado al poste—. ¿Cuántas horas te ha llevado prepararla?

—No muchas —mintió Henri. Hubo un breve silencio.

—El otro día aprendí una palabra nueva en el mercado de Menfis: «¡Joder!».

—No teníais por qué saber —dijo Vipond a los tres muchachos en su despacho al día siguiente— cómo funcionan las cosas entre los Materazzi, pero es hora de que empecéis a aprender. Los militares tienen una ley para sí mismos, sometida solo al Mariscal. Aunque yo le aconsejo en cuestiones de política, tengo mucha menos influencia en lo que se refiere a la guerra. Sin embargo, tengo que interesarme en la guerra en general y, en especial, en vuestro considerable talento para la violencia. Me avergüenza decir —prosiguió en un tono nada avergonzado— que de vez en cuando puedo tener necesidad de ese talento, y por eso hay ciertas cosas que quisiera que comprendierais. El capitán Albin es un excelente policía, pero no pertenece a los Materazzi y, al permitir que los generales presenciaran vuestra exhibición, demostró no haber captado algo que ahora por fin comprende y que vosotros haríais bien en comprender también. Los Materazzi sienten una profunda repugnancia ante la idea de matar sin riesgo. Lo contemplan como si estuviera muy por debajo de su dignidad, como un terreno solo apto para vulgares asesinos. La armadura Materazzi es la más fina del mundo, y ese es el motivo de que sea tan cara. Muchos Materazzi necesitan veinte años para pagar las deudas en las que incurren tan solo por comprarse una armadura. Consideran indigno de ellos luchar con aquellos que no tienen armadura ni han recibido instrucción. Pagan esas enormes sumas para luchar contra hombres de su mismo rango, a quienes pueden matar o de quienes pueden recibir la muerte sin perder su categoría social ni siquiera en la tumba. ¿Qué categoría proporciona matar a un porquero o un carnicero?

—O ser muerto por ellos —apuntó Cale.

—Exactamente —corroboró Vipond—. Hay que ver las cosas desde su punto de vista.

—Pero nosotros no somos porqueros ni carniceros, sino soldados entrenados —dijo Kleist.

—No quiero ofenderos, pero vosotros no tenéis ninguna relevancia social. Empleáis armas y métodos que desafían todo aquello en lo que ellos creen. Para ellos, sois una suerte de herejía. Sabéis lo que es la herejía, ¿no?

—¿Y qué importa eso? —preguntó Cale—. Una saeta o una flecha no saben ni les importa quién fue el abuelo materno de aquel en quien se clavan. Matar no es más que matar, igual que una rata con un diente de oro no es más que una rata.

—Vale —admitió Vipond—, pero no necesitáis estar de acuerdo con ellos para poder entender que ese ha sido el comportamiento de los Materazzi durante trescientos años, y que no van a cambiar de repente solo porque a vos os parezca que deberían hacerlo. —Miró a Kleist—. ¿Vuestras flechas pueden atravesar una armadura Materazzi?

Kleist se encogió de hombros.

—No lo sé. No he disparado nunca a un Materazzi vestido de gala. Pero tendría que ser muy buena para aguantar una flecha de ciento quince gramos a cien metros de distancia.

—Entonces veremos qué puedes hacer para comprobarlo. Ballestas como esa vuestra de acero, Henri, ¿tienen muchos los redentores?

—Solo oí hablar de ellas una vez, yo no las había visto nunca. Mi maestro solo había visto dos en toda su vida, así que no creo.

—Vi cuánto tiempo llevaba cargarlo. Los Materazzi tenían razón en descartarlo para el campo de batalla.

—Yo ya lo dije cuando hice la demostración —protestó Henri el Impreciso—. Una saeta de una de las otras ballestas puede atravesar una armadura, eso lo he visto. Lo he hecho.

—Pero ¿también puede atravesar una armadura Materazzi?

—Dejadme que lo averigüe.

—A su debido tiempo. Os enviaré mañana a uno de mis secretarios y a uno de mis consejeros militares. Quiero que pongáis en un papel todo lo que sabéis sobre la táctica militar de los redentores, ¿entendido?

Al oír esto, los tres recelaron, pero ninguno protestó.

—Excelente. Ahora marchaos.