26

Durante las semanas siguientes, Cale experimentó el autodestructivo placer de hacerle la vida desagradable a alguien a quien se adora pero se odia. Si vamos a decir la verdad, cosa que él no hacía, aquel placer lo estaba enfermando.

No se había planteado realmente qué era lo que buscaba convirtiéndose en escolta de Arbell Cuello de Cisne. Sus sentimientos hacia ella (un deseo y un resentimiento igualmente intensos) serían difíciles de reconciliar para cualquiera, no digamos para alguien que era una mezcla tan extraña de experiencias brutales y completa inocencia. Tal vez si Cale hubiera tenido cierto atractivo, eso hubiera podido impedirle a ella apocarse cada vez que él le hablaba, pero ¿dónde podía encontrarse algún atractivo en semejante muchacho? La aversión que sentía Arbell ante su presencia era, comprensiblemente, una gran herida para él, pero él no sabía responder de otro modo que siendo más hostil con ella.

Para Riba, aquel extraño ambiente entre Cale y su señora era fuente de grandes inquietudes. A ella le gustaba Arbell Cuello de Cisne, aunque tuviera mayores ambiciones que ser la doncella de una señora, no importaba lo importante que fuera esa señora. Arbell era bondadosa y amable y, al descubrir la inteligencia de su doncella, empezó a comportarse con ella de manera muy natural y abierta. No obstante, Riba sentía por Cale una simpatía que se acercaba a la veneración. El había arriesgado su vida para salvarla de algo terrible que no solía recordar sino en sus pesadillas. No podía comprender, por tanto, la frialdad de Arbell hacia él, y decidió hacer algo por corregirla.

La manera en que lo hizo podría parecerle extraña a un observador: fingiendo que tropezaba, le echó encima a Cale el contenido de una taza caliente de té, y lo hizo a propósito, asegurándose previamente de que el agua del té no quemaba demasiado, para lo cual había añadido un poco de agua fría. Pese a lo cual estaba bastante caliente. Profiriendo un grito de dolor, Cale se arrancó la túnica de algodón que llevaba puesta.

—Lo siento, lo siento —repitió Riba muy inquieta, agarrando una taza de agua fría que había colocado cerca intencionadamente y echándosela encima—. ¿Estás bien? Lo siento mucho.

—Pero ¿qué te pasa? —preguntó, aunque sin enfado—. Primero, intentas abrasarme y, ahora, ahogarme.

—¡Ah! —exclamó Riba, sin aliento—. Lo siento muchísimo. —Siguió disculpándose, tendiéndole una pequeña toalla y armando mucho alboroto.

—Está bien, sobreviviré a esta —dijo mientras se secaba. Saludó a Arbell con una inclinación de la cabeza—. Pero ahora tengo que cambiarme. Por favor, no dejéis vuestros aposentos hasta que regrese. —Y diciendo eso, se fue. Entonces Riba se volvió para ver si había funcionado su estratagema. Pero como suele ocurrir con las estratagemas complicadas, tuvo un efecto también complicado. Lo que encendió la compasión de Arbell, y de un tipo que nunca habría imaginado que pudiera sentir por Cale, fue verle la espalda cubierta de cicatrices y verdugones. Apenas había un centímetro de su piel libre de las marcas de su brutal pasado.

—Lo habéis hecho a propósito.

—Sí —admitió Riba.

—¿Por qué?

—Para que vierais lo que ha sufrido. Y para que, con el debido respeto, no seáis tan desagradable con él.

—¿Qué queréis decir? —preguntó la asombrada Arbell.

—¿Puedo hablar con franqueza?

—¡No, no podéis!

—Habiendo llegado hasta aquí, lo haré de todas maneras.

Arbell no era una pomposa aristócrata, para lo que se suele estilar entre ellos, pero nadie, no solo ninguna criada, sino nadie en absoluto le había hablado nunca de aquella manera, salvo su padre. Estaba tan anonadada que le faltaban las palabras.

—Vos y yo, Mademoiselle —se apresuró a decir Riba—, podemos no tener mucho en común ahora, pero en otro tiempo yo gozaba de todos los caprichos y mi expectativa era una vida consagrada tan solo a recibir y otorgar placer. Todo eso se acabó en una hora en la que aprendí lo horrible, lo increíble y cruel que es la vida.

Entonces ella le contó a su anonadada señora los detalles, sin ahorrar nada del destino de su amiga ni de la manera en que Cale lo había arriesgado todo, exponiéndose a una muerte más horrible aún por salvarla a ella.

—Mientras atravesábamos el Malpaís me dijo muchas veces que salvarme era la cosa más tonta que había hecho nunca.

—¿Y le creéis? —Hizo la pregunta y ahogó un grito. Riba se rio.

—No estoy segura. Creo que a veces lo piensa y a veces no. Pero le vi la espalda cuando nos lavábamos en una de las pozas del Malpaís (Dios sabrá cómo la encontró en aquel horrible lugar). Y Henri me explicó lo que le hacían a Cale. Desde que era un niño pequeño, ese Padre Bosco lo señalaba a él entre los demás por el más leve detalle. Lo acusaba por nada, cuanto más insignificante fuera el motivo, mejor: por rezar con los pulgares cruzados, por no alargar lo suficiente el rabo del nueve… Entonces lo arrastraba ante los demás y le propinaba una feroz paliza: lo derribaba al suelo de un puñetazo y le daba patadas. Y de esa forma lo convirtió en un asesino.

Para entonces, Riba se había empezado a alterar por un resentimiento no dirigido únicamente contra los redentores.

—Así que lo que me parece sorprendente es que él se moleste en ofrecernos a vos o a mí un moco de sus narices, no digamos ya que arriesgue su vida para salvar la nuestra.

Aunque no parecía posible, los ojos de Arbell Cuello de Cisne se abrieron aún más ante aquella sorprendente figura del discurso.

—Por tanto, Mademoiselle, pienso que ya es hora de que dejéis de mirarlo por encima de vuestra hermosa nariz, y le mostréis la gratitud y la compasión que merece.

Para entonces, Riba había olvidado en parte la pureza de las intenciones que tenía al comenzar su reprimenda, y había empezado a gozar de su indignación y del malestar de su señora. Pero no era tonta, y comprendió que no debía seguir. Hubo un largo silencio, acentuado por los numerosos parpadeos de Arbell, que hacía esfuerzos para que no se le cayeran las lágrimas. Miró a su alrededor con los ojos empañados y después volvió a mirar a Riba, y otra vez a la estancia. Exhaló un prolongado suspiro.

—No lo comprendía. No lo he comprendido hasta ahora.

Entonces se oyó llamar a la puerta, y entró Cale. Pese a que el ambiente de la estancia había cambiado por completo desde que él se fuera, él no notó nada diferente. Aquel cambio, sin embargo, era más profundo de lo que imaginaba Riba e incluso de lo que comprendía la joven. Arbell Cuello de Cisne, la mujer más bella y deseada de todas las mujeres deseadas, había quedado embargada por la compasión al ver las terribles cicatrices de la espalda de Cale, pero también por algo menos noble: un ansia tan intensa como inesperada. Desnudo hasta la cintura, Cale suponía un absoluto contraste con los esbeltos cuerpos de los Materazzi, por fuertes y ágiles que fueran. Cale era ancho de hombros y prodigiosamente estrecho de cintura. No tenía nada de elegante. Era todo músculo y fuerza, como un buey o un toro. No había nada lindo en su torso, nadie hubiera hecho una escultura de aquella masa de nervios y cicatrices. Pero al verlo de aquel modo algo le dio un vuelco a Arbell Materazzi… y no era solo el corazón.