21

Al día siguiente, IdrisPukke se negó a ponerse en marcha hasta que hubiera luz suficiente para ver con claridad. Cale argumentó que era necesario correr el riesgo, pero IdrisPukke no se dejó convencer.

—Si uno de los caballos se hiere una pata en la oscuridad, no podremos continuar.

Cale comprendió que tenía razón, pero se desesperaba por ponerse en camino, y lanzó un gruñido de desdén e irritación. IdrisPukke no le hizo caso durante otros veinte minutos, al cabo de los cuales se pusieron en marcha.

Durante los dos días siguientes pararon solo lo suficiente para que descansaran los caballos y comer un poco. Cale insistía siempre para que fueran más aprisa, pero IdrisPukke reponía con tranquilidad que los caballos no podían ir más deprisa, y tampoco él, aunque Cale pudiera. Necesitaban llegar hasta los redentores los cuatro, si es que llegaban. Y al menos uno de los caballos tenía que encontrarse en buen estado para regresar con rapidez y llevar a los Materazzi la información sobre número y dirección.

—No parecéis preocupado por la chica —comentó Cale.

—Precisamente porque lo estoy, hago esto a mi manera. Porque tengo razón. Además, ¿qué es para vos Arbell Cuello de Cisne?

—Nada en absoluto. Pero si puedo ayudar a detener a los redentores, entonces el Mariscal tendrá una buena razón para sentirse más generoso conmigo. Tengo amigos en Menfis que son también rehenes.

—Creía que no teníais amigos. Creía que eran solo las circunstancias lo que os habían hecho huir juntos.

—Yo les salvé la vida. Creo que eso fue bastante amistoso.

—¡Ah! —exclamó IdrisPukke—. Yo pensaba que lo habíais hecho todo a regañadientes.

—Y así es.

—Entonces vos, Maestro Cale, ¿sois noble por vocación o meramente por circunstancia?

—No soy noble de ninguna manera.

—Eso decís vos. Pero me pregunto si no habrá en vuestro interior un héroe incipiente.

—¿Qué quiere decir «incipiente»?

—Algo que comienza a aparecer, a existir.

Cale se rio, pero sin ganas.

—Si eso es lo que pensáis, esperemos que no os encontréis en situación de tener que comprobarlo.

Y tras esta conversación, IdrisPukke decidió permanecer en silencio.

Al segundo día descendieron sobre la vía principal que iba al paso de la Cortina. No parecía un camino importante.

—Nadie lo usa ya desde hace sesenta años, cuando los redentores cerraron las fronteras.

—¿Qué distancia hay del paso al Santuario? —preguntó Cale.

—¿No lo sabéis?

—Los redentores no se dejaban los mapas a la vista, ni nada que nos pudiera facilitar la huida. Hasta hace unos meses yo creía que Menfis se encontraba a miles de kilómetros de distancia.

Si IdrisPukke no hubiera estado distraído en aquel momento con una hermosa libélula de color dorado y bermellón, habría visto la cara de mentiroso descubierto que ponía Cale justo en el instante en que creía haberse delatado.

—Quiero decir —añadió Cale—, antes de venir aquí y comprender que estaba más cerca.

Entonces IdrisPukke notó el tono de incomodidad.

—¿Qué pasa?

—No pasa nada.

—Si vos lo decís…

Asustado por la posibilidad de haber revelado algo que estaba muy interesado en mantener en secreto, Cale permaneció en un cauteloso silencio durante los diez minutos siguientes. Cuando IdrisPukke volvió a hablar, parecía haber olvidado el incidente, y así era.

—El Santuario estará a unos trescientos kilómetros del paso, pero no necesitan llegar tan lejos. Hay una plaza fuerte a treinta kilómetros de la frontera: la Ciudad del Mártir.

—Nunca he oído hablar de ella.

—Bueno, no es muy grande, pero sus murallas son fuertes. Se necesitaría un ejército para tomarla.

—¿Y entonces qué?

—Nada. Materazzi adora a la muchacha. Les dará lo que pidan por ella.

—¿Cómo sabéis que pedirán algo?

—Es lo único que tendría sentido.

—Lo que tiene sentido para vos y para los redentores son caballos blancos de color diferente.

—O sea que tenéis alguna idea. Sobre lo que ellos están tramando, me refiero.

—No.

—¿No tendrá nada que ver con vosotros?

Cale se rio.

—Los redentores son un atajo de bastardos, pero ¿creéis de verdad que iban a empezar una guerra con Menfis solo por tres chicos y una muchacha gorda?

IdrisPukke lanzó un gruñido.

—Si lo ponéis así, no. Por otro lado, me habéis estado mintiendo durante dos meses.

—¿Y quién sois vos para reclamar la verdad?

—El mejor amigo que tenéis.

—¿Es verdad eso?

—Sí, realmente. Así que ¿no hay nada que me queráis decir?

—No. —Y eso fue todo.

Veinte minutos después, llegaron ante los restos de una fogata.

—¿Qué os parece? —preguntó Cale mientras IdrisPukke se pasaba restos de ceniza entre los dedos.

—Todavía está caliente. Hace solo unas horas que la apagaron. —Entonces señaló con un gesto de la cabeza la hierba aplastada y las huellas en la tierra—. ¿Cuántos serán?

Cale lanzó un suspiro.

—Seguramente, no menos de diez ni más de veinte. Lo siento, no soy muy bueno en estas cosas.

—Tampoco yo. —Miró a su alrededor, pensativo e inseguro—. Creo que uno de nosotros debería volver para informar a los Materazzi.

—¿Por qué? ¿Les hará eso cabalgar más rápido? Y aunque así fuera, ¿qué iban a hacer al llegar aquí? Si plantean cualquier tipo de batalla campal, los redentores la matarán. No se rendirán, eso os lo aseguro.

IdrisPukke lanzó un suspiro.

—Entonces, ¿qué sugerís?

—Alcanzarlos sin que nos vean. En cuanto lleguemos, veremos qué podemos hacer. Tal vez puedan acercarse hasta ellos solo un pequeño número de Materazzi, y hacerlo con sigilo. Pero hasta que les demos alcance, sugiero seguir. Entonces las cosas podrían haber cambiado.

IdrisPukke aspiró aire ruidosamente, y escupió en el suelo.

—De acuerdo. Vos los conocéis mejor.

Cinco horas después, mientras anochecía, Cale e IdrisPukke subieron a la cima de una pequeña colina que se hallaba justo ante la entrada del paso de la Cortina, que era una enorme grieta en la montaña de granito que señalaba la frontera norte entre los redentores y los Materazzi.

La colina dominaba una depresión de unos siete metros de profundidad por setenta de largo, donde vieron media docena de redentores que estaban preparando el campamento. En medio del grupo se hallaba Arbell Materazzi, sentada y presumiblemente atada, a juzgar por el hecho de que no se movió mientras ellos miraban. Al cabo de cinco minutos, los dos se retiraron hasta un grupo de arbustos, a unos doscientos metros de distancia.

—Por si acaso os preguntáis por qué son solo seis, creo que habrá otros cuatro de vigía, por lo menos —explicó Cale—. Habrán enviado un jinete hacia la plaza fuerte, para que los esperen al otro lado.

—Yo regresaré e intentaré traer a los Materazzi —dijo IdrisPukke.

—¿Para qué?

—Si están cerca, correrán el riesgo de cabalgar en la oscuridad. Aunque pierdan la mitad de los caballos por el camino, aquí hay como mucho una docena de redentores.

—Y si no estáis de vuelta y os desplegáis antes del alba, ellos llegarán al paso y quedarán fuera del alcance. Y aunque no fuera así: un ataque a la luz del día significa la muerte de la muchacha. Tenemos que detenerlos antes de que se pongan en marcha, o será demasiado tarde.

—Solo somos dos —señaló IdrisPukke.

—Sí —respondió Cale—. Pero uno de los dos soy yo.

—Es suicida.

—Si fuera suicida, yo no lo haría.

—Entonces, ¿por qué queréis hacerlo?

Cale se encogió de hombros.

—Si rescato a la muchacha, entonces Su Enormidad el Mariscal me estará eternamente agradecido. Lo bastante para darme dinero, un montón de dinero, y concederme un viaje seguro.

—¿Adonde?

—A cualquier sitio donde se esté caliente, la comida sea buena y esté tan lejos de los redentores como sea posible, sin caer por el confín de la Tierra.

—¿Y vuestros amigos?

—¿Amigos? Ah, ellos también podrían venirse. ¿Por qué no?

—El riesgo es demasiado grande. Sería mejor dejarla como rehén, y que Materazzi pueda canjearla por lo que pidan los redentores.

—¿Tan seguro estáis de que la quieren como rehén? —preguntó Cale con voz fría e irritable.

IdrisPukke lo miro.

—Veamos… tal vez ahora salga la verdad.

—La verdad es que vos pensáis que los redentores son como vos, solo que peores y más enloquecidos, pero creéis que lo que queréis vos y lo que quieren ellos… es lo mismo en el fondo. Pero no es así. —Lanzó un suspiro—. No es que yo los comprenda, porque no los comprendo. Creía que sí hasta lo que ocurrió antes de que yo matara a ese puerco de Picarbo, el redentor. Os dije que lo hice para evitar que la… ya me entendéis, que la volara.

—Violara.

Cale enrojeció. Odiaba que le corrigieran.

—Da igual cómo se diga; la verdad es que no es eso lo que hacía. La estaba cortando. —Y entonces le contó a IdrisPukke exactamente lo que sucedió aquella noche.

—¡Dios mío! —exclamó horrorizado IdrisPukke cuando Cale terminó de contarlo—. ¿Por qué?

—Ni idea. A eso me refería cuando dije que ya no estaba seguro de conocer lo que pasa por sus asquerosas mentes.

—¿Por qué motivo podrían hacerle algo así a Arbell Materazzi?

—Ya os dije que no lo sé. Tal vez quieran ver cómo es una mujer Materazzi. Ya sabéis… —se detuvo, violento por una vez—: Cómo es por dentro. No lo sé. Pero no me creo que quieran dinero a cambio de ella. No es su estilo.

—Tal vez tenga más sentido que os quieran a vosotros.

Cale ahogó una exclamación que era casi una carcajada.

—Les gustaría dar un buen escarmiento conmigo: montar una buena hoguera con gran pompa. Y no niego que sean capaces de ir muy lejos por conseguirlo, pero ¿empezar una guerra con los Materazzi por un acólito? Ni en mil años. —Sonrió con tristeza—. Me imagino que la misma idea habrá pasado por la mente del Mariscal. Estoy dispuesto a apostar que no tarda nada en enviarnos a los cuatro al Santuario solo como gesto de buena voluntad. ¿No lo creéis vos?

IdrisPukke no respondió, porque eso era exactamente lo que él estaba pensando. Se quedaron los dos en silencio durante un par de minutos.

—Es arriesgado, pero lo podemos intentar —dijo Cale—. Ella no significa nada para mí —mintió—. No daría la vida por una de esas Materazzi, que son unas mocosas mimadas. Pero si los redentores se la llevan, tengo mucho que perder. Si la recuperamos, tengo mucho que ganar. Y vos también, lo mismo que yo. Todo lo que tenéis que hacer es cubrirme. Aunque saliera mal, vos tenéis muchas posibilidades de huir. Y nadie, afrontémoslo, nos va a dar las gracias si averiguan que llegamos hasta aquí y los dejamos escapar sin hacer nada.

IdrisPukke sonrió.

—Lo injusta que es la vida: siempre es el mejor argumento. Muy bien. Explicadme vuestro plan.

—Hay tres palabras que Bosco me repetía casi a diario: sorpresa, violencia, velocidad. Ahora lamentará haberlo hecho. —Cale trazó un círculo en las pinochas que cubrían el suelo del bosque—. Habrá cuatro vigías alrededor del círculo: al este, al oeste, al norte y al sur. Esta noche no hay luna, así que no podemos hacer nada hasta que raye el alba. Entonces vos tendréis que matar al vigía que está al oeste: lo haréis en cuanto podáis descubrirlo. Yo me encargaré del vigía del sur. Vos tenéis que mantener la posición del vigía del oeste porque es la única desde la que se puede disparar tras la roca junto a la cual se encuentra la chica. Ahí es donde la llevaré en cuanto pueda liberarla. ¿Conocéis algún canto de pájaro?

—Puedo imitar el búho —dijo IdrisPukke, dudando—. Pero no hay búhos en esta parte del mundo. —IdrisPukke hizo una demostración—. ¿Y si el vigía grita mientras intento matarlo?

—¿Mientras intentáis…? —preguntó Cale, consternado—. No podéis intentarlo. No quiero oíros decir que vais a hacer todo lo que podáis. Si fracasáis soy hombre muerto. ¿Lo entendéis?

IdrisPukke miró a Cale, ofendido.

—No os preocupéis por mí, muchacho.

—Bueno, sí que me preocupo. Así que en cuanto oiga vuestra señal, mataré al vigía del sur. Necesitaré un minuto para ponerme su hábito. Entonces entraré en el campamento con todo el sigilo que pueda. Cuando los demás vigías comprendan lo que sucede…

—¿Por qué no matamos primero a todos los vigías?

—No es posible andar por aquí mucho tiempo sin ser descubierto. Este es el procedimiento más seguro. Ellos se quedarán confundidos, y en el campamento yo tendré el mismo aspecto que los otros. Será aún casi de noche. Si hacéis vuestro trabajo correctamente, de un modo u otro, todo llevará muy poco tiempo.

—¿Qué es lo que tengo que hacer?

—No veréis dónde están los vigías del norte y el este hasta que empiecen a disparar. Si lo hacen, entonces vos debéis responder. Encargaos de que no puedan asomar la cabeza. Yo llevaré a la chica tras esa roca. No nos pueden disparar desde ningún punto, salvo de arriba. —Cale sonrió—. Ahí viene lo peliagudo. Vos tenéis que evitar que se coloquen encima y detrás de nosotros hasta que yo pueda escapar. Ella estará segura allí siempre y cuando podáis evitar que tomen vuestra posición. Cuando llegue arriba, seremos dos contra dos.

—Eso supone treinta y cinco metros al descubierto, los últimos doce subiendo por un terreno bastante abrupto. Con que sean un poco buenos, no me fío mucho de vuestras posibilidades.

—Pues buenos son.

—De cualquier manera, no sé por qué me preocupo por una carrera suicida. Al fin y al cabo, primero tendréis que matar a seis hombres armados sin ayuda de nadie. La idea entera es absurda. Deberíamos esperar a los Materazzi.

—La matarían antes de que los Materazzi se acercaran. La única posibilidad que tiene es esta. Depende de nosotros. Puedo hacerlo en menos tiempo de lo que tardo en contarlo. No esperarán un ataque tan cerca del alba, y no serán capaces de distinguirme de los suyos en la oscuridad. Cuando hayan comprendido que se trata de un ataque, esperarán que el lugar se llene de Materazzi, no esperarán nada parecido a esto.

—Desde luego, porque es un plan demasiado idiota para creerlo.

—Es mi vida la que está en juego, no la vuestra.

—Y la de la chica.

—La chica tendrá algún valor solo si somos nosotros quienes la salvamos. Si no lo hacemos, vos quedaréis convertido en una especie de nulidad, o algo peor. La elección es bastante sencilla, diría yo.

Seis horas después, IdrisPukke se encontraba en pie sobre el cadáver del vigía del punto sur. En el pasado IdrisPukke había tenido el mando en numerosas batallas en las que habían muerto miles de hombres. Pero hacía mucho tiempo que no mataba a un hombre cara a cara. Se quedó por un instante contemplando sus ojos vidriosos y su boca abierta, con los labios retraídos sobre los dientes, y sintió que todo su cuerpo empezaba a temblar.

Como resultado, en sus esfuerzos por imitar un búho se le atascó la garganta, y el alarido resultante podría haber alarmado a cualquiera que hubiera oído a un búho de verdad. Pero, al cabo de menos de un minuto, pudo distinguir la silueta de Cale bajando la pendiente con mucho cuidado de no hacer ruido ni movimientos apresurados, para no ser descubierto por los dos vigías que quedaban.

Un profundo terror comenzó a invadir a IdrisPukke al ver al que, al fin y al cabo, el que caminaba con soltura hacia los seis hombres dormidos y empezaba a actuar era poco más que un niño.

No estaba seguro de qué esperaba que ocurriera, pero no era lo que vio: Cale sacó su espada corta y con un movimiento muy sencillo apuñaló el primer dormido. El hombre ni se movió ni gritó. Con la misma calma, Cale se acercó al segundo hombre. Se repitió el potente golpe de arriba abajo, en completo silencio. Mientras se movía, el tercer redentor empezó a rebullir y levantó la cabeza. Otro golpe: si este gritó, IdrisPukke no pudo oírlo. Cale se dirigió entonces hacia el cuarto hombre, que casi dormido se había incorporado y observaba a Cale. Cayó profiriendo un grito ahogado pero potente.

El quinto y el sexto de los durmientes despertaron, como hombres experimentados que eran, curtidos en la batalla y en las emboscadas. El primero le gritó a Cale y se abalanzó contra él, dirigiéndole una lanza corta al rostro. Cale le lanzó un golpe al cuello, pero falló y le atravesó la oreja. El redentor gritó y se agachó, bramando de dolor. El último de los durmientes perdió su habitual entereza, como si los años de experiencia en la lucha no le sirvieran de nada, y contempló horrorizado a su amigo, que se aferraba a las hojas del suelo del bosque, cubiertas de sangre. Lo contempló en silencio, inmóvil como un tocón, mientras Cale, que parecía en trance, le atravesaba el esternón. Un simple grito ahogado y cayó, mientras el otro seguía bramando en el suelo.

Por primera vez, Cale empezó a correr. Se dirigía hacia la muchacha, que había despertado y contemplado las tres últimas muertes. Estaba atada de pies y manos, y él, con un solo movimiento, se la echó sobre el hombro y corrió a ponerse a cubierto tras la peña contra la cual ella había estado durmiendo. Una flecha le pasó volando junto al oído izquierdo y rebotó en la roca. En lo alto, IdrisPukke respondió con una flecha suya. Hubo una réplica inmediata del segundo vigía, que fue a clavarse en los árboles tras los cuales se ocultaba IdrisPukke.

Durante los minutos siguientes, las flechas volaron de un lado hacia el otro. IdrisPukke comprendió cómo llegaban: uno de los vigías iba avanzando hacia él mientras el otro le cubría. A cada segundo que pasaba había más luz, y, por tanto, se desvanecían las posibilidades de Cale de hacer una escapada exitosa. IdrisPukke debería moverse pronto o sería arrinconado. Cale le hizo un gesto a Arbell para que se quedara allí y en silencio, y entonces avanzó, salió corriendo de detrás de la peña, hacia la pendiente por la que se salía de la hondonada. Tan pronto como vio correr a Cale, IdrisPukke, con el arco tensado, esperó un disparo demasiado apresurado que revelara la posición del arquero. Pero el arquero tenía sangre fría, y estaba esperando a que Cale llegara a la pendiente, por la que tendría que avanzar más despacio, para dispararle entonces. Al muchacho solo le costó unos cuatro segundos llegar hasta allí, y entonces empezó a trepar, hundiendo pies y manos en la capa de pinochas sueltas y secas, y yendo cada vez más despacio. Entonces, cuando ya había subido tres cuartas partes de la pendiente, resbaló en una raíz de árbol cubierta de limo y tuvo que pararse, buscando dónde asentar los pies. Solo duró un segundo, pero eso frenó el impulso con el que ascendía, y le dio al arquero todo el tiempo que necesitaba. La flecha llegó, zumbando en el aire como una avispa, y se clavó en Cale justo cuando llegaba arriba.

El corazón le dio un vuelco a IdrisPukke: en la penumbra era difícil ver dónde había impactado la flecha, pero el sonido que había hecho era inconfundible, a la vez duro y suave.

Ahora también él tenía problemas. Los dos vigías ya solo tenían que preocuparse de él. Si se quedaba allí, sus posibilidades de sobrevivir eran escasas, pero si huía ellos podrían ocupar el puesto que él estaba protegiendo, desde donde les bastaría con inclinarse sobre el borde de la hondonada para acabar con la muchacha, algo que harían seguramente al haber quedado solo dos. Los arbustos que lo rodeaban eran densos y, aunque eso le protegía, también protegía a los vigías. Todo parecía haberse vuelto a favor de los redentores, nada a favor de él.

Durante los cinco minutos siguientes muchas cosas desagradables le pasaron por la mente, como la horrible experiencia de ver acercarse la muerte y la tentación de huir. Si moría allí, como ocurriría sin duda, según le aseguraba el lado malvado de su conciencia, eso no le haría ningún bien a la muchacha: morirían dos en vez de una. Pero después, claro estaba, tendría que llevar esa carga el resto de la vida. «Pero podrías soportarlo —le decía el lado malvado de la conciencia—. Más vale ser perro vivo que león muerto».

Y así IdrisPukke, con la espada clavada en tierra delante de él y el arco preparado, aguardaba, soportando los pensamientos que le venían a la cabeza. Y aguardó. Y aguardó.

El dolor no era nada nuevo para Cale, pero el que le producía la flecha que se le había clavado justo encima de la paletilla estaba muy por encima de cualquier otro que hubiera soportado antes. El sonido que dejaba escapar a través de los dientes apretados era un gemido, tan imposible de contener por el valor o por un acto de voluntad como la sangre caliente que notaba que le caía por la espalda. Su cuerpo empezó a temblar por el dolor, como si fuera a tener un ataque. Intentó respirar hondo, pero el dolor seguía golpeándolo y produjo un espasmo de gritos entrecortados. Tuvo que sentarse erguido para controlar el dolor. Empezó a arrastrarse, gimiendo, hasta que perdió el conocimiento. Despertó sin saber muy bien cuánto tiempo había permanecido inconsciente. ¿Segundos, minutos? Estaban yendo a por él, y tenía que ponerse en pie. Se arrastró hasta un pino y, apoyándose en él, comenzó a levantarse. Demasiado. Se detuvo, después siguió. Ponte en pie o muere. Pero todo lo que podía hacer era volverse y apoyar contra el tronco del árbol la parte indemne de la espalda. Vomitó y volvió a desvanecerse. Cuando despertó, lo hizo con un sobresalto y un gemido de dolor, pero esta vez fue a causa de una piedra del tamaño de un puño que le había arrojado un redentor desde unos diez metros de distancia.

—Imaginé que os estaríais haciendo el muerto —dijo el redentor—. ¿Dónde están los demás?

—¿Qué habéis dicho? —Cale sabía que debía permanecer consciente y seguir hablando.

—Que dónde están los demás.

—Por allí. —Intentó levantar la mano para señalar lejos de IdrisPukke, pero volvió a perder la conciencia. Otra piedra, otro despertar sobresaltado.

—¿Qué? ¿Qué…?

—Decidme dónde están u os meteré la siguiente flecha entre las ingles.

—Son veinte… conozco al Padre Bosco… él me ha enviado.

El redentor había tensado el arco, pensando que no sacaría nada en limpio de Cale, pero la mención de Bosco lo dejó petrificado. ¿Cómo podía haber oído hablar sobre el Padre Militante alguien de fuera del Santuario? Bajó el arco, y eso fue bastante.

—Bosco dice… —Cale empezó a murmurar palabras como si fuera a desvanecerse otra vez, y el redentor, de manera inconsciente, avanzó unos pasos para oírle mejor. Entonces Cale proyectó su brazo izquierdo, que era el sano, y lanzó una piedra que le dio al redentor en la frente. El redentor puso los ojos en blanco, abrió la boca, y se desplomó. Cale volvió a desvanecerse.

IdrisPukke siguió aguardando en el espacio pequeño y más o menos circular rodeado en tres de sus lados por arbustos tan espesos que ni él podía ver al otro lado, ni le podían ver. Detrás de él se hallaba la caída de nueve metros al fondo de la cual aguardaba también Arbell Materazzi, o al menos eso esperaba IdrisPukke. Oyó un débil susurro de hojas al otro lado de los arbustos. Levantó el arco, tensándolo al máximo, y aguardó. Una piedra cayó en el círculo, y él estuvo a punto de dejar escapar la flecha, que era lo que pretendía el vigía. Moviendo el arco a un lado y otro, para cubrir una posible entrada, gritó con voz temblorosa:

—¡Acercaos y tendréis la mitad de posibilidades de encontraros una flecha en las tripas! —Se desplazó tres pasos de lado, para desorientar sobre su posición. Una flecha atravesó los arbustos y salió al borde de la hondonada, fallando su objetivo por justamente aquellos tres pasos.

—Idos ahora y no os perseguiremos. —Se agachó y se desplazó de nuevo hacia un lado. Otra flecha, que de nuevo pasó casi exactamente por el punto en el que se había encontrado antes. Había sido un error hablar. Pasaron veinte segundos. La respiración de IdrisPukke sonaba tan fuerte en sus oídos que estaba convencido de que revelaba con claridad su posición.

A unos doscientos metros de distancia, se oyó un agudo grito de terror. Después el silencio. Todo pareció detenerse durante varios minutos salvo el viento que atravesaba las hojas.

—Ese fue vuestro amigo, redentor. Ahora solo quedáis vos. —Otra flecha, otro fallo—. Marchad ahora y no iremos detrás. Ese es el trato, tenéis mi palabra.

—¿Por qué iba a confiar en vos?

—A mi compañero le costará dos o tres minutos llegar hasta aquí. El responderá por mí.

—De acuerdo, acepto el trato. Pero perseguidme y voto a Dios que antes de irme me llevaré a uno de vosotros.

IdrisPukke decidió quedarse allí, en silencio. Estando allí Cale, claramente vivo y de muy malas pulgas, todo lo que tenía que hacer era esperar. De hecho Cale había vuelto a perder el sentido después de matar al redentor, y no se encontraba como para hacer nada, mucho menos rescatar a IdrisPukke. Pero diez minutos después, durante los cuales su ansiedad había ido en aumento, Cale le habló, en voz baja, desde la derecha, al otro lado de los arbustos:

—IdrisPukke, voy a entrar y no me gustaría que me volarais la cabeza cuando lo haga.

«Gracias a Dios», se dijo IdrisPukke a sí mismo, agachando el arco y aflojando la tensión de la cuerda.

Tras un buen rato de torpe deambular entre las hojas, apareció Cale delante de él.

IdrisPukke se sentó, resopló y empezó a revolver en el interior de su bolsillo en busca del tabaco.

—Creí que estaríais muerto.

—Ya veis que no —respondió Cale.

—¿Y el vigía?

—El sí lo está.

IdrisPukke se rio con tristeza.

—Con vos hay que andarse con cuidado.

—No importa. —IdrisPukke terminó de liar el tabaco y lo encendió—. ¿Queréis uno? —dijo gesticulando con el cigarrillo.

—La verdad —explicó Cale— es que no me siento muy bien. —Y tras decir esto, se desplomó boca abajo, completamente inconsciente.

Durante las tres semanas siguientes, Cale no despertó y se encontró al borde de la muerte en más de una ocasión. En parte, eso se debía a la infección causada por la punta de la flecha que se había alojado en el hombro, pero también, y sobre todo, por el tratamiento médico otorgado por los caros médicos que lo atendían día y noche, y cuyos métodos ruinosamente tontos (sangrías, friegas y defosculación) habían estado a punto de lograr lo que no había conseguido una vida entera de brutalidades en el Santuario. Al abrir los ojos, confuso y desorientado, Cale se encontró cara a cara con un anciano tocado con un solideo de color rojo.

—¿Quién sois vos?

—Soy el doctor Dee —explicó el anciano, volviendo a poner un cuchillo afilado y no muy limpio en una vena del antebrazo de Cale.

—¿Qué estáis haciendo? —preguntó Cale, retirando el brazo.

—Tranquilo —dijo el anciano con voz que inspiraba confianza—. Tenéis una herida grave en el hombro, que se ha infectado. Hay que sangraros para sacar el veneno. —Aferró el brazo de Cale e intentó inmovilizarlo.

—¡Dejadme en paz, viejo lunático! —gritó Cale, aunque estaba tan débil que el grito fue poco más de un susurro.

—¡Estaos quieto, maldita sea! —gritó el doctor, y afortunadamente esta exclamación atravesó la puerta y llegó a los oídos de IdrisPukke.

—¿Qué sucede? —preguntó desde el umbral. Entonces, viendo que Cale estaba despierto, exclamó—: ¡Gracias a Dios! —Se acercó al lecho y se inclinó sobre el muchacho—. Me alegro de veros.

—Decidle a este imbécil que se vaya.

—Es vuestro médico. Está aquí para curaros.

Cale volvió a liberar el brazo. Entonces hizo un gesto de dolor.

—Alejadlo de mí —pidió Cale—. O voto a Dios que le cortaré el cuello a ese viejo bastardo.

IdrisPukke le indicó al doctor que saliera, algo que él hizo dando muchas muestras de dignidad ofendida.

—Quiero que me miréis la herida.

—Yo no sé nada de medicina. Dejad que la mire el médico.

—¿He perdido mucha sangre?

—Sí.

—Entonces no necesito que ningún imbécil me haga perder más. —Se volvió hacia su lado derecho—. Decidme de qué color es.

Con cuidado, aunque no sin causarle a Cale considerable dolor, IdrisPukke retiró la mugrienta venda.

—Hay mucho pus de color gris claro. Y alrededor está rojo.

Su rostro se ensombreció. Había visto antes heridas como aquella, que habían resultado mortales.

Cale lanzó un suspiro.

—Necesito larvas.

—¿Qué?

—Larvas. Sé lo que digo. Necesito unas veinte. Lavadlas cinco veces en agua limpia, agua potable, y traédmelas.

—Dejadme que busque a otro doctor.

—Por favor, IdrisPukke. Si no me hacéis caso, soy hombre muerto. Os lo ruego.

Y así, veinte minutos después y albergando muchos recelos, IdrisPukke regresó con veinte larvas cuidadosamente lavadas, que había sacado de un cuervo muerto que había encontrado en una acequia. Con la ayuda de una doncella, siguió las detalladas instrucciones de Cale:

—Lavaos las manos, después lavad con agua hirviente… Poned las larvas en la herida. Usad una venda nueva y sujetadla bien a la piel. Aseguraos de que me mantengo bocabajo. Hacedme beber toda el agua posible. —Después de eso, volvió a perder la conciencia y tardó otros cuatro días en despertar.

Cuando volvió a abrir los ojos, tenía ante él a un aliviado IdrisPukke.

—¿Cómo os encontráis?

Cale respiró hondo varias veces.

—No estoy mal. ¿Tengo fiebre?

IdrisPukke le puso la mano en la frente.

—No mucha. Los dos primeros días estabais ardiendo.

—¿Cuánto tiempo llevo durmiendo?

—Cuatro días. Aunque no habéis descansado mucho. Hacíais mucho ruido. Era difícil sujetaros bocabajo.

—Echad un vistazo bajo la venda. Me escuece.

Algo inseguro, IdrisPukke retiró el borde de la venda. La nariz le temblaba, anticipando el disgusto de lo que esperaba encontrarse. Lanzó un gruñido de desagrado.

—¿Está mal? —preguntó Cale, nervioso.

—¡Santo Dios!

—¿Qué?

—Ya no hay pus, ni rojez. O queda muy poca, desde luego. —Retiró más la venda. Las larvas, que habían engordado mucho, cayeron sobre las sábanas en grupos de dos y tres—. No había visto nunca nada parecido.

Cale suspiró, inmensamente aliviado.

—Deshaceos de ellas… las larvas. Después traed más y repetid la operación. —Y diciendo eso, volvió a sumirse en un profundo sueño.