20

IdrisPukke no había desistido de reeducar el estómago de Cale. Su nueva dieta tendría que empezar siendo simple, y ¿no era la simplicidad, al fin y al cabo, la demostración de la habilidad de un buen cocinero? La siguiente ocasión en que Cale se las vio con uno de los menús especiales de IdrisPukke, fue con una trucha fresca capturada en el lago que había junto al pabellón, ligeramente cocinada al vapor, acompañada de patatas cocidas, y condimentada con hierbas. Cale tuvo cuidado con las patatas, porque tenían un poco de mantequilla derretida por encima, pero le sentaron bien e incluso pidió repetir.

Y así fueron pasando los días y las noches. Cale prosiguió con sus largos paseos, a solas y en compañía de IdrisPukke. Se quedaban sentados en silencio durante horas, y también hablaban durante horas, aunque casi todo lo decía IdrisPukke. También enseñó a Cale a pescar, a comer de manera civilizada (sin eructar, sin sorber, masticando con la boca cerrada…), le habló de su extraordinaria vida, junto con muchas historias en las que él mismo quedaba en ridículo, algo que Cale seguía encontrando desconcertante. Reírse de un adulto significaba para él una soberana paliza; pero encontrarse a uno que lo invitaba a reírse de él, era algo que no podía creerse. De noche lo acometían a menudo estallidos de júbilo que ni siquiera parecían responder a un motivo inmediato. Además, IdrisPukke seguía ofreciéndole su provechosa filosofía de la vida:

«El amor entre un hombre y una mujer es el mejor ejemplo posible del hecho de que todas las esperanzas del mundo no son sino un engaño absurdo, y es así debido al hecho de que el amor promete demasiado y da demasiado poco».

Y también:

«Sé que no necesitáis que os explique que este mundo es el infierno, pero intentad comprender que hombres y mujeres somos las almas que sufren tormento en ese infierno y, al mismo tiempo, los demonios que lo causan».

Y aún más:

«Ninguna persona de verdadera inteligencia aceptará nada solo porque lo declare una autoridad. No aceptéis la verdad de algo que no comprobéis por vos mismo».

Por su parte, Cale le hablaba de su vida con los redentores.

—Al principio no eran solo las palizas lo que nos asustaba. Durante aquellos días, creíamos lo que nos decían: que aunque no nos sorprendieran haciendo algo mal, habíamos nacido malos, y que Dios lo veía todo, así que teníamos que confesarlo todo. Si no lo hacíamos y moríamos en pecado, iríamos al infierno y arderíamos en él por toda la eternidad. Y cada pocos meses moría alguno, y nos decían que la mayoría de esos que morían iban al infierno y ardían en él durante toda la eternidad. A menudo yo me pasaba toda la noche despierto en aquellos días, después de rezar las oraciones que siempre acababan: «¿Y si muero esta noche?». En ocasiones estaba convencido de que, si me dormía, moriría y ardería por siempre con horribles dolores. —Se calló por un instante—. ¿Vos qué edad teníais, IdrisPukke, cuando conocisteis el terror?

—Mucho más de cinco años, desde luego. Fue en la Batalla del Río de la Cabra. ¿Cuántos años tendría…? Diecisiete. Nos tendieron una emboscada durante una salida de reconocimiento. Era la primera vez que me veía envuelto en una lucha real. Y no es que no hubiera recibido entrenamiento. De hecho era bastante bueno, había quedado el tercero de mi promoción. La caballería drusa apareció sobre la colina, y todo fue confusión, ruido y caos. No podía hablar, la lengua se me pegó al velo del paladar. Empecé a temblar, y estaba a punto de… bueno… quiero decir…

—¿Manchar los pantalones? —propuso Cale.

—Sí, seamos francos. Cuando todo terminó, y la cosa no duró más de cinco minutos, yo seguía vivo. Pero ni siquiera había desenvainado la espada.

—¿Lo vio alguien? —Sí.

—¿Y qué os dijeron?

—Que ya me acostumbraría.

—¿No os pegaron?

—No. Pero si hubiera vuelto a ocurrir, bueno, no hubiera durado mucho. —Hubo otro silencio—. Así que vos ¿no os habéis sentido nunca así? —preguntó finalmente IdrisPukke.

No era en absoluto una pregunta azarosa. Una de las condiciones que le había puesto su hermano, o, para ser preciso, hermanastro, al soltar a IdrisPukke y dejar a Cale bajo su responsabilidad era que debía enterarse de todo con respecto al muchacho, y en especial de lo relativo a su aparente carencia de miedo, y si ello era excepcional o se trataba de un rasgo producido, de algún modo, por los redentores.

—Cuando era pequeño yo tenía miedo todo el tiempo —confesó Cale al cabo de un rato—. Pero eso cesó.

—¿Por qué?

—No lo sé. —Eso no era cierto, por supuesto, o al menos no completamente cierto.

—¿Y ahora nunca tenéis miedo?

Cale lo miró. Las últimas semanas lo habían asombrado. Se sentía muy agradecido a IdrisPukke, y albergaba hacia él sentimientos nada habituales, de amistad y confianza. Pero costaría más que unas pocas semanas de bondad y generosidad quebrar la prudencia de Cale. Pensó si debía cambiar de tema. Pero, bien pensado, tampoco parecía que tuviera mucha importancia decir la verdad.

—En general, tengo miedo de cosas que pueden hacerme daño. Sé lo que quieren hacerme los redentores. Es difícil de explicar. Pero la lucha… eso es diferente. ¿Qué estabais diciendo sobre la batalla de…? —Miró a IdrisPukke.

—Del Río de la Cabra.

—Todo eso de temblar y estar a punto de manchar los pantalones…

—Hablad sin problemas, no os sintáis cohibido.

—A mí me ocurre lo contrario. En esos momentos yo lo veo todo con frialdad, todo muy claro.

—¿Y después?

—¿A qué os referís?

—¿Sentís miedo después?

—No. En general no siento nada… Salvo después de darle una buena paliza a Conn Materazzi. Entonces me encontré muy bien. Y todavía me dura. Pero cuando maté a los soldados en el corro no me sentí nada bien. Al fin y al cabo, ellos no me habían hecho ningún daño. —Se detuvo—. Pero no quiero hablar más de eso.

Y, como era listo, IdrisPukke no forzó las cosas. Y de ese modo, durante las semanas siguientes Cale regresó a sus paseos, y por las noches bebían, fumaban y cenaban juntos, y la comida se iba volviendo más fuerte a medida que Cale se encontraba capaz de tomar algo de pescado rebozado en una masa crujiente, de poner más mantequilla en la verdura o una gota de nata en las moras.

Durante el mes que Cale e IdrisPukke habían disfrutado la calma y tranquilidad del Soto, los habían estado vigilando un hombre y una mujer. Aquella vigilancia no estaba motivada por el cuidado ni por la preocupación: imaginad la amorosa vigilancia de una madre para su hijo, pero sin el amor.

En las historias de buenos y malos, solo los buenos padecen infortunios y comenten errores garrafales. Los malos son siempre fuertes y actúan con disciplina, discurren planes astutos que solo fracasan en el último instante. Los malos llevan siempre las de ganar. En la vida real, los malos igual que los buenos comenten errores tontos y fácilmente evitables, tienen sus días malos y sus fracasos. Los malos tienen otras debilidades aparte de su disposición a matar y mutilar. Hasta el alma más sombría y cruel puede tener su lado tierno, igual que hasta el peor de los desiertos tiene sus oasis, sus umbrías entre los árboles y sus suaves arroyos. No solo la lluvia cae igual para buenos y malos, sino que también lo hacen la buena y la mala suerte, las inesperadas victorias y las derrotas inmerecidas.

Daniel Cadbury, con la espalda apoyada en una morera, cerró el libro que estaba leyendo, El príncipe melancólico, y lanzó un gruñido de satisfacción.

—¡Silencio! —exigió la mujer, que había estado mirando atentamente hacia otro lado, pero que al oír el golpe del libro al cerrarse había vuelto la cabeza bruscamente hacia él.

—El chico está a doscientos metros —repuso Cadbury—. No ha oído nada.

Tras comprobar en un instante que Cale seguía dormido a la orilla del río, la mujer se volvió hacia Cadbury y esta vez se limitó a mirarlo fijamente. Si hubiera sido alguien diferente de quien era, un asesino, antiguo esclavo en galeras y ocasional espía para Kitty la Liebre, Cadbury se habría sentido incómodo. No es que ella fuera exactamente fea, tal vez solo muy poco llamativa, pero sus ojos, vacíos de todo salvo de hostilidad, habrían puesto nervioso a cualquiera.

—¿Queréis que os lo deje? —le preguntó Cadbury, haciendo un movimiento con el libro en dirección a ella—. Es muy bueno.

—No sé leer —respondió, pensando que él se burlaba de ella, como así era. En condiciones normales Cadbury no habría sido tan imprudente como para burlarse de Jennifer Plunkett, una asesina tan admirada por Kitty la Liebre que la reservaba para los asesinatos más importantes y difíciles. Consternado, él había rezongado, cuando Kitty la Liebre le había dicho quién iba a acompañarlo.

—Jennifer Plunkett no, por favor.

—No se trata de una compañía cordial, estoy de acuerdo —había respondido Kitty con su gorjeo característico—, pero hay mucha gente importante interesada en ese muchacho, incluido yo, y el instinto me dice que puede necesitarse mucha habilidad de esa en la que es especialista Jennifer Plunkett. Tendréis que soportarla, Cadbury. Hacedlo por mí.

Y así fue la cosa.

Era el aburrimiento lo que impulsaba a Cadbury a aguijonear a la peligrosa y hábil carnicera que seguía mirándolo. Llevaban casi un mes observando al muchacho, que no había hecho otra cosa que comer, dormir, nadar, caminar y correr. Ni siquiera los placeres de El príncipe melancólico, un libro que había disfrutado una docena de veces a lo largo de otros tantos años, bastaban para contener su creciente impaciencia.

—No pretendía molestar, Jennifer.

—No me llaméis Jennifer.

—De algún modo os tendré que llamar.

—No, no necesitáis llamarme de ningún modo. —Ella no parpadeó ni apartó la mirada. Su tolerancia tenía límites, que no eran muy holgados. Cadbury se encogió de hombros para sugerir que cedía, pero ella no movió un músculo. El empezaba a preguntarse si haría bien en estar preparado. Entonces, como un animal, y no del tipo al que le gusta la compañía humana, ella apartó la cabeza y se volvió a mirar al muchacho durmiente.

«Lo extraño no está solo en sus ojos —pensó Cadbury—› sino en lo que hay tras ellos. Está viva, pero no sabría decir de qué manera».

Dado su oficio, Cadbury estaba acostumbrado al trato con asesinos. Al fin y al cabo, él era uno de ellos. Mataba cuando era necesario, raramente con placer, y a menudo a regañadientes y hasta con remordimiento. La mayor parte de los sicarios experimentaban cierto placer, mayor o menor, en lo que hacían. Jennifer Plunkett resultaba diferente, en el sentido de que él no podía adivinar qué era lo que sentía al matar. La experiencia de verla deshacerse de los dos hombres a los que habían arrestado los soldados merced al soborno de IdrisPukke no se parecía a nada que hubiera visto nunca. Cuando los dejaron en libertad, inconscientes del papel que jugaban como meros títeres, habían llegado al bosque no se sabía cómo y habían acampado a menos de un kilómetro del Soto. Sin consultarle (algo profesionalmente descortés, pero él había decidido no tenérselo en cuenta), ella se había dirigido hacia ellos, que estaban sentados, preparando un té, y los había apuñalado. Lo que le había dejado impresionado a Cadbury era que lo había hecho sin inmutarse. Los había matado con tan poco esfuerzo como una madre que recoge los juguetes de los niños, sin apenas distraerse de su aburrimiento. Para cuando los hombres comprendieron lo que sucedía, ya estaban muriendo. Incluso los más malvados asesinos que conocía Cadbury se preparaban, o al menos intentaban prepararse, antes de matar. Pero no Jennifer Plunkett.

Sus pensamientos fueron interrumpidos por el sonido del muchacho que, río abajo, acababa de despertar y se ponía en movimiento. Se había alejado de la orilla hasta una distancia de unos veinte metros. Empezó a gritar un bajo «¡Eeeeeeeeh!» y se lanzó hacia el borde del río, adquiriendo velocidad en la carrera. Elevando la voz hasta un grito agudo, saltó de la orilla, formó una bola en medio del aire y cayó en el agua. Casi de inmediato volvió a salir a la superficie, riéndose de manera estrepitosa en el agua helada y nadando de regreso a la orilla. Desnudo como había venido al mundo, corrió de un lado para el otro, riendo y gritando ante el espantoso placer del agua fría y de la cálida atmósfera estival.

—Es hermoso ser joven, ¿verdad? —comentó Cadbury. Era imposible no contagiarse de la alegría del muchacho. Y entonces se quedó boquiabierto al comprender hasta qué punto había acertado en lo que acababa de decir. Jennifer Plunkett estaba sonriendo, y su rostro se había transformado en la viva imagen de una santa pintada en un lienzo: Jennifer Plunkett estaba enamorada. En cuanto fue consciente de que Cadbury la miraba, desapareció aquel paraíso en el que la sumergía el muchacho. Lo miró, parpadeó como un halcón o un gato salvaje, y se volvió hacia el río, con el rostro completamente inexpresivo.

—¿Qué creéis que querrá hacer con él Kitty la Liebre? —preguntó ella.

—Ni idea —respondió Cadbury—. Pero nada bueno. Es una pena —añadió con total sinceridad—. Parece un muchacho tan feliz… —En cuanto lo dijo, se arrepintió de haber abierto la boca, pero seguía turbado por lo que acababa de descubrir. Era algo parecido a ver una serpiente ponerse colorada.

«Eso te enseñará —pensó Cadbury— a no creer que conoces lo que sienten los demás».

Maravillado ante aquel extraño giro de los acontecimientos, se sentó y volvió a apoyar la espalda contra la morera.

No tardó mucho en comprender. Aparentemente estaba dormido, pero tenía demasiado juicio para dormirse de verdad y no enterarse de lo que sucedía. Con sus ojos no completamente cerrados, vigiló la espalda de Jennifer, sacó su cuchillo y lo escondió, con la mano en la empuñadura, bajo el muslo derecho, el que se encontraba a más distancia de ella. Durante treinta minutos enteros observó su espalda inmóvil, mientras oían una y otra vez el «¡eeeeeeeh!» del muchacho, el ruido que hacía al salpicar el agua, y sus gritos de alegría. Y entonces ella se volvió y se dirigió hacia él, de nuevo sin inmutarse, con el cuchillo en la mano, y empezó a asestar el golpe mortal. Él lo paró con la izquierda y atacó levantando el cuchillo que tenía en la derecha. El se sorprendió de la velocidad de ella, incluso cuando los dos cayeron rodando sobre las hojas secas que cubrían el suelo del bosque. Hacia un lado y hacia el otro, giraban agarrados en un abrazo mortal, oyendo cada uno tan solo la bronca respiración del otro y el susurro de las hojas secas al tiempo que, con la boca de uno casi pegada a la del otro, se miraban fijamente a los ojos.

Y, poco a poco, empezó a vencer la superior fuerza de él. Ella se retorcía y contorsionaba con toda la potencia de sus músculos, pero Cadbury la tenía bien sujeta, y Jennifer estaba agotada. Pero ella tenía otra arma a la que podía recurrir además de su odio y su furia: su desmedido amor. ¿Cómo iba a abandonarlo y morir? Y haciendo un ímprobo esfuerzo, Jennifer se hizo a un lado, desequilibrando a Cadbury, se liberó de su mano izquierda, se puso en pie, y bajó a la carrera por la colina, en dirección al muchacho que amaba.

—¡Thomas Cale! ¡Thomas Cale! —gritaba. El muchacho levantó la vista al tiempo que salía desnudo a la musgosa orilla del río. Con la boca abierta, observó aquella especie de arpía que corría colina abajo desesperadamente, gritando su nombre una y otra vez—: ¡Thomas Cale! ¡Thomas Cale!

Para su desgracia, Cale había visto muchas cosas raras en su vida, pero aquella era una de las más extrañas de todas: un ser de rostro salvaje y sin sexo claramente identificable que blandía un cuchillo, gritaba su nombre y apellido y se precipitaba hacia él con ojos dementes. Anonadado, Cale corrió a buscar su ropa, tentó en busca de su espada, se le cayó, la cogió de nuevo y la levantó para golpear con ella al tiempo que ella llegaba a él, sin dejar de gritar como una loca. Oyó un silbido brusco, y un ruido sordo y hueco, como el de la cachetada que da el jinete contra el flanco del caballo. Jennifer tosió o algo parecido y cayó al suelo dando una voltereta y, pasando por delante del aterrorizado Cale, pegó un golpe tremendo contra el tronco de un roble japonés.

Cale corrió a esconderse detrás de un árbol. El corazón le palpitaba como el de un pájaro recién atrapado. De inmediato empezó a buscar una escapatoria. Rodeaba el árbol un espacio de tierra desnuda de unos cuarenta a cincuenta metros de ancho. Miró el cuerpo. Se dio cuenta entonces de que se trataba de una mujer que había caído retorcida contra la base de un árbol, con la espalda en el aire, hacia un lado. De esa espalda salía lo que parecía el asta de una flecha de noventa gramos, cuya punta asomaba por el pecho. La nariz le sangraba a razón de una gota cada tres o cuatro segundos. No debía de haber sido fácil dar en un blanco en movimiento como aquel, pero tampoco demasiado difícil, pues ella había ido corriendo en la dirección de la flecha, mientras que si Cale escapaba en aquel momento, lo haría corriendo en perpendicular a la línea de fuego. Desde que empezara a correr, le llevaría cinco o seis segundos ponerse a cubierto: el tiempo suficiente para un disparo, no más, y tendría que tener muy buena puntería para darle. Aunque tal vez la tuviera: Kleist, por ejemplo, podía acertar a un blanco como aquel tres de cada cuatro veces.

—¡Eh, hijito!

«A unos doscientos metros y justo delante», pensó Cale.

—¿Qué queréis?

—¿Qué os parecería darme las gracias?

—Gracias. Ahora, ¿por qué no os vais al demonio?

—Mierdecilla desagradecida, os he salvado la vida.

¿Se movía? A juzgar por el ruido, parecía que sí.

—¿Quién sois?

—Vuestro ángel de la guarda, amigo, ese soy. Era una chica mala, una chica muy, muy mala.

—¿Qué quería?

—Cortaros el pescuezo, amigo. Ese era su medio de vida.

—¿Por qué?

—Ni idea, amigo. Vipond me ha enviado para que os eche un vistazo, a vos y al borrico de su hermano.

—¿Por qué tendría que creeros?

—Pues la verdad es que no tenéis ningún motivo. Y a mí me da lo mismo. Lo único que quiero es que no me sigáis. No me gustaría tener que clavaros otra a vos, y menos después de las molestias que me he tomado para salvaros la vida. Así que quedaos aquí quince minutos. Durante ese tiempo yo me iré por mi camino, y nadie se hará daño. ¿De acuerdo?

—De acuerdo. Quince minutos.

—¿Palabra de honor?

—¿Qué?

—No importa. ¿Qué tal un «gracias», entonces?

Y a continuación, ambos, Cadbury y Cale, se pusieron en movimiento: Cadbury se internó de nuevo en lo más espeso del bosque; y Cale, usando el árbol como pantalla, se alejó con cuidado, nadando por la orilla.

Tres horas después, Cale e IdrisPukke habían regresado al río y examinaban el cuerpo de la mujer muerta, bajo las copas entrelazadas de varios árboles. Se habían pasado dos horas buscando cualquier huella del que se proclamaba salvador de Cale, pero no habían encontrado nada. IdrisPukke registró el cuerpo y descubrió enseguida tres cuchillos, dos alambres para estrangular, unas empulgueras, unas nudilleras y, en la boca, a lo largo de la encía izquierda, una hoja flexible de tres centímetros de largo, envuelta en seda.

—Fuera lo que fuera lo que se traía entre manos —comentó IdrisPukke—, no trataba de venderos pinzas para la ropa.

—¿Creéis que decía la verdad?

—¿Vuestro salvador? Es posible. No sé si le creo realmente. Pero lo cierto es que si hubiera querido mataros, podría haberlo hecho en cualquier momento durante este mes. Aun así… me huele mal.

—¿Creéis que lo enviaría Vipond?

—Puede ser. Pero son demasiadas molestias por alguien como vos, y no pretendo ofender.

Cale no se ofendió por el comentario de IdrisPukke, sencillamente porque él pensaba exactamente lo mismo.

—¿Y la mujer? —preguntó al fin.

—Al río con ella.

Eso es lo que hicieron. Y aquel fue el final de Jennifer Plunkett.

Esa noche los dos cenaron dentro del pabellón, por si acaso, hablando sobre lo que debían hacer en cuanto a los extraños sucesos de aquel día.

—La cuestión es —dijo IdrisPukke—, ¿qué podemos hacer? Si los que mataron a esa joven hubieran querido hacer lo mismo con vos, ya lo hubieran hecho. O puede que lo hagan mañana…

—Como dijisteis, esto huele mal.

—Es perfectamente posible que Vipond haya enviado alguien a vigilarnos, aunque sea por sus propios motivos. También es posible que alguno de esos del Mond a los que humillasteis públicamente haya pagado a alguien para que os mande al otro barrio. Tienen las dos cosas que se necesitan: el dinero y el odio. Da la impresión de que la mujer iba a atacaros, porque llevaba un cuchillo en la mano. Ese hombre lo evitó y después desapareció. Estos son los hechos. Pero eso no puede ser todo, y lo que descubramos más tarde puede hacer que lo veamos todo a una luz completamente distinta. Pero hasta entonces lo que tenemos no es más que eso. Nos quedemos aquí o nos vayamos, el caso es que estamos completamente a merced de un hombre, o una mujer, que tiene buena puntería y además tiene, o bien odio, o bien la promesa de una buena paga. Aceptemos lo que nos indican los hechos, porque es lo mejor que podemos hacer. ¿O se os ocurre a vos otra posibilidad?

—No.

—Entonces, decidido.

Sin lograr conciliar el sueño, Cale se dio cuenta de que no tenía mucho sentido quedarse dentro del pabellón, así que salió a fumar un cigarrillo, preso de una gran incomodidad. Comprendía la razón que asistía al fatalismo de IdrisPukke, pero al fin y al cabo no era su destino el que estaba en peligro. Como se decía siempre a sí mismo, un filósofo es capaz de soportar el dolor de muelas… que aflige a los demás. Con la preocupación que tenía, apenas se dio cuenta de que había una pulcra paloma que caminaba de un lado a otro de la mesa de la terraza, comiendo viejas migas de pan.

—No os mováis —dijo IdrisPukke en voz baja, justo por detrás de él, sujetando un pedazo de pan que acercó despacio a la paloma para que comiera. Entonces le puso con cuidado la mano alrededor y la cogió con firmeza. Dándole la vuelta, IdrisPukke le quitó un pequeño anillo de metal que llevaba en una de las patas. Cale no dejaba de mirarlo, completamente extrañado.

—Es una paloma mensajera —explicó IdrisPukke—. Enviada por Vipond. Sujetadla. —Le entregó la paloma a Cale y abrió el anillo, sacó un trocito de papel de arroz y empezó a leer. Su rostro se entristeció de repente.

—Una tropa de redentores se ha llevado a Arbell Cuello de Cisne.

El rostro de Cale enrojeció a causa del asombro y la confusión.

—¿Por qué?

—No lo dice. El caso es que ella estaba en el lago Constanza, que se encuentra a unos ochenta kilómetros de aquí. El camino más rápido de regreso al Santuario es a través del paso de la Cortina, que está a unos treinta kilómetros de donde estamos, hacia el norte. Si ese es el camino que han cogido, tenemos que encontrarlos y dar parte a las tropas que Vipond ha enviado ya en pos de nosotros. —Parecía preocupado y confuso—. Esto es absurdo. Es una declaración de guerra. ¿Por qué hacen esto los redentores?

—No lo sé. Pero tiene que haber una razón. Esto no podría suceder sin el consentimiento de Hosco. Y Hosco sabe lo que hace.

—Bueno: no hay luna, así que ellos no pueden viajar de noche y nosotros tampoco. Lo prepararemos ahora todo, dormiremos un poco y saldremos al alba. —Respiró hondo—. Aunque Dios sabe que tenemos pocas posibilidades de alcanzarlos.