Kleist y Henri el Impreciso habían visto a Cale tan solo unos minutos antes de su apresurada partida, de manera que apenas habían tenido tiempo de darse cuenta de la sospechosa reaparición de IdrisPukke, no digamos ya de escuchar un relato satisfactorio de todo lo que le había sucedido a Cale después de que se lo llevaran del jardín de verano. Kleist ni siquiera había podido explicarle a Cale (y esto lo irritaba) que su carencia de disciplina y el egoísmo de que daba muestras en general los habían hundido en aquel montón de mierda. Pero al final resultó que los razonables temores que albergaba Kleist de que Cale les hubiera acarreado la enemistad de todo el mundo a su alrededor no se confirmaron completamente. Había enemistad, sí, pero la feroz paliza que Cale le había propinado a la flor y nata del Mond había vuelto a aquellos que ansiaban la venganza muy cautelosos con respecto a Kleist y Henri el Impreciso, por si resultaba que tenían las mismas habilidades en la lucha que su amigo. Y el Mond no tenía tanto miedo a las heridas ni a la muerte como a la humillación de recibir una paliza de manos de gente que estaba, obviamente, muy por debajo de ellos en el espectro social.
Vipond les había asignado a los dos las cocinas, donde no era fácil que tuvieran un encuentro inoportuno. Las prolongadas y repetidas maldiciones que Kleist arrojaba sobre la cabeza de Cale por dejarlos lavando platos durante diez horas al día apenas requieren esfuerzos de imaginación. Sin embargo, disfrutaban de una ventaja inesperada, y era que los criados que guardaban rencor al Mond por su engreimiento y arrogancia, que eran muchos, los miraban a ellos con admiración; la suficiente admiración, por lo menos, para que al cabo de un mes los dejaran ayudar en labores más interesantes que la de lavar platos. Kleist se ofreció a echar una mano en la zona de la carne, y todos se quedaron impresionados por su destreza como carnicero.
—Talento innato —explicaba. Fue lo bastante inteligente como para no decir con qué pequeños animales había adquirido aquella destreza.
—A mí —le dijo Kleist a Henri el Impreciso al tiempo que descuartizaba, encantado, una enorme vaca Holstein—, lo que me gusta es trabajar a gran escala.
Henri el Impreciso se encargaba de dar de comer a los animales, y de recoger de vez en cuando en la puerta algún mensaje de los criados de los palacios de alrededor. Eso le daba a veces la ocasión de ver a Riba, en la que ahora estaba siempre pensando. Cuando la veía no era nunca durante mucho rato, pero a ella se le alegraba la cara y hablaba con emoción, tocándole el brazo y sonriéndole con sus hermosos dientecillos blancos. Pero, como empezaba a notar, apenas pasaba nadie que no se hiciera acreedor de la misma sonrisa y de las mismas emociones. Estaba en su naturaleza ser abierta y encantadora con todo el mundo, y todos le correspondían, a menudo sorprendiéndose ellos mismos de lo mucho que apreciaban aquella hermosa sonrisa. Sin embargo, Henri el Impreciso quería aquella sonrisa solo para él.
Llevaba algún tiempo alimentando un oscuro secreto con respecto a Riba, desde que se habían quedado solos en el Malpaís durante casi cinco días. Al principio él la había tratado con asombrada deferencia, tal como trataría cualquiera a un ángel con el que le hubiera tocado hacer un viaje a pie. Todos los hombres se han quedado alguna vez extasiados ante la belleza de una mujer, pero imaginaos la fascinación que puede sentir alguien que no había visto nunca criaturas tales. Al cabo de unos días en su compañía, había empezado a calmarse un poco, aunque fuera por la aparición de otros sentimientos menos elevados que la reverencia y la adoración. Ponía un puntilloso cuidado en no tratar a aquella presencia divina de forma que pudiera rebajar su propia adoración (aunque no tenía nada claro qué significaba realmente aquello de «rebajar»). En su interior se agitaban sentimientos y sensaciones para las que no disponía de nombre. Al cabo de unos días, habían llegado a un pequeño oasis en torno a un manantial, de agua afortunadamente muy abundante, que había dado lugar a un pequeño estanque. Ella se había reído, encantada, y Henri el Impreciso, con su delicadeza innata, se había ofrecido a retirarse hasta el otro lado de un montículo que casi bordeaba el estanque. Se tendió boca arriba, pero enseguida había empezado a luchar ferozmente con el demonio. En el Santuario, las grandes tentaciones eran raras. El redentor Hauer, que había sido su consejero espiritual durante casi diez años, se hubiera quedado horrorizado al descubrir lo débil que era la resistencia de Henri, y lo poco efectiva que resultaba su interminable insistencia sobre la certeza del infierno para los que cometían crímenes contra el Espíritu Santo. (Por razones nunca explicadas, era el Espíritu Santo el que resultaba especialmente traumatizado con aquel tipo de deseos pecaminosos). El demonio se había apoderado repentinamente de la voluntad de Henri, que se puso bocabajo para arrastrarse lentamente como la serpiente de Belcebú hasta situarse al borde mismo del montículo. ¿Alguna vez se recompensó a alguien tan espléndidamente por caer en la tentación? A Riba le llegaba el agua hasta la mitad del muslo, y se la echaba encima, de manera perezosa. Su pecho era enorme, y no es que Henri tuviera con qué compararlo. Y las areolas que rodeaban los pezones eran de un rosa extraordinario que no se parecía a nada que hubiera visto nunca. Se movían cuando se movía ella, temblando con una gracia que le hizo ahogar una exclamación. Entre las piernas… pero no llegaremos hasta allí, aunque no es esta una prohibición que contuviera a Henri el Impreciso ni por un instante, pues el demonio se había apoderado de él por completo. Se quedó sin respiración, completamente impactado con aquel lugar secretísimo. Henri el Impreciso tenía impresas en el alma muchas imágenes del infierno, pero hasta aquel momento celestial no había contemplado ni una sola imagen del cielo. Era un cuadro de la gracia, en piel y pliegues suaves, que nunca sería superado, que seguiría vibrando y resonando en su alma hasta el día de su muerte. De esa manera Henri el Impreciso, transfigurado por un terror sagrado, volvió a esconderse tras el montículo. La visualmente transgredida Riba siguió así durante varios minutos, inconsciente de la adoración que provocaba tras el montículo. Aunque no hubiera tenido mayores problemas si Henri el Impreciso se hubiera quedado simplemente junto al estanque, contemplándola, pues le gustaba dar placer a los hombres. Para eso había sido educada, al fin y al cabo. En cuanto a Henri el Impreciso, había sido golpeado como un diapasón, y meses después seguía vibrando. La naturaleza le proporcionaba intensos deseos, pero la vida le privaba de cualquier experiencia o comprensión que le permitiera tratar con ellos.
Riba había tenido mucha más suerte que los muchachos en cuanto a su empleo. Había comenzado como doncella de la doncella de la doncella personal de Mademoiselle Jane Weld, posición (pese a lo baja que pueda parecer en el despiadado mundo de la doncellez de grandes damas) a la cual podía costar más de quince años de servicio llegar. La sobrina del Canciller Vipond había aceptado a Riba con resentimiento, pues le avergonzaba tener, y sobre todo le avergonzaba que supieran que tenía, una sub-sub-subdoncella de tan poca categoría. Sin embargo, aquel resentimiento empezó a desaparecer (y por consiguiente a aumentar el que le tenían las demás doncellas) al quedar patente que Riba era excepcional en determinadas sabidurías muy valoradas en las doncellas de las señoras: era una peluquera de gran delicadeza y habilidad, podía reventar un grano o una espinilla causando el menor daño posible a la piel, y después disimular la rojez hasta volverla invisible; la piel alcanzaba su perfección bajo el tratamiento de las cremas y lociones caseras de Riba, en cuya fabricación parecía una verdadera maga; bajo su cuidado, uñas que antes eran impresentables se volvían hermosas, las pestañas se poblaban, los labios enrojecían, las piernas se suavizaban (exfoliadas lo menos dolorosamente posible, es decir, con un poco menos de dolor que el que se experimenta en la sala de tortura). En resumen: Riba era un hallazgo.
Aquello le planteaba a Mademoiselle Jane el problema de qué hacer con las otras tres doncellas personales, que ahora le sobraban, la más antigua de las cuales había permanecido con ella desde niña. Mademoiselle Jane, aunque en muchos aspectos era fría como una diosa, tenía su lado sensible, y no conseguía decirle a Briony que había dejado de necesitarla. Sabía que su antigua doncella se iba a disgustar muchísimo, y también le preocuparon, al caer en la cuenta, todas las confidencias que había compartido con ella, confidencias que una persona resentida podría estar dispuesta a revelar si se le daba motivo suficiente. Mademoiselle Jane ahorró a Briony, por consiguiente, la dolorosa experiencia de ser despedida después de doce años de servicio, haciendo que le empaquetaran sus cosas mientras ella iba a comprar una tarrina de crema fría de romero. Al volver, la desgraciada doncella encontró solo una alcoba vacía y un criado que le presentaba un sobre. El sobre contenía veinte dólares y una nota de agradecimiento por sus leales servicios, y le informaba que se la enviaba para ser doncella de una pariente lejana en una remota provincia, y en reconocimiento de dichos servicios, sería acompañada en el largo viaje por el criado que le había ofrecido el sobre, que tenía instrucciones de permanecer con ella y protegerla en todo momento hasta que llegara a su destino. Mademoiselle Jane le deseaba buena suerte y expresaba sus esperanzas de que aprovechara esa suerte. Veinte minutos después, la aturdida Briony montaba a caballo y, acompañada por su protector, partía hacia una nueva vida. Y nunca volvieron a tener noticias de ella.
Las otras doncellas, solo por si Briony hubiera sido tan indiscreta como su señora, fueron dispersadas de manera similar, y Mademoiselle Jane se quedó disfrutando una vida en la que los granos, las espinillas, los labios demasiado finos y el pelo intratable pertenecían al pasado:
Durante varios meses, la joven aristócrata vivió en la gloria. La habilidad de Riba en las artes del embellecimiento sacaban todo el partido posible a su buen aspecto, que no pasaba de mediano. Empezaron a visitarla incluso nuevos pretendientes, lo que la ponía en disposición de tratar a todos aquellos posibles amantes con creciente desdén y mofa, tal como requerían las tradiciones de los Materazzi en lo referente al cortejo. Como bien sabía ella, no había droga, por rara y cara que fuera, que ofreciera los maravillosos placeres de constituirse en centro de los sueños y deseos de otro y ser capaz, con tan solo una sonrisa y una mirada, de hacerlos añicos.
Aunque al principio estuviera obnubilada en la dicha de saber que rompía más corazones incluso que su detestada Arbell Cuello de Cisne, Mademoiselle Jane empezó a ser incómodamente consciente de algo tan extraño que durante unas semanas creyó que se trataba de imaginaciones suyas: algunos de los jóvenes aristócratas que la visitaban (pero solo algunos) no parecían tan destrozados por sus continuos rechazos como ella habría esperado. Gemían, se lamentaban e imploraban que reconsiderara sus negativas tanto como los otros, sí, pero ella era, tal como hemos visto, una muchacha sensible (por lo menos para sí misma), y empezaba a sospechar que sus declaraciones no eran sinceras del todo. ¿Qué podía significar aquello?
Tal vez, pensó, lo que ocurría era que se estaba acostumbrando a romper corazones, y el placer que eso le proporcionaba iba disminuyendo, como suele pasar con los placeres demasiado gastados. Pero no podía ser eso, porque ella seguía sintiendo exactamente lo mismo y con la misma intensidad con aquellos a los que su frialdad realmente partía el corazón. Algo estaba ocurriendo.
Mademoiselle Jane siempre reservaba la última hora de la mañana para romper corazones, y concedía a sus pretendientes generosas franjas de su tiempo, algunas veces hasta de treinta minutos si se portaban especialmente bien, lamentando su belleza, crueldad e insensibilidad. Pero decidió reservar la mañana completa para aquellos de los que sospechaba, para ver si podía llegar al fondo de sus inquietantes dudas. Sus habitaciones habían sido construidas de tal manera que ella podía espiar con facilidad a sus pretendientes en el momento de llegar y de salir y, muy aplicada, dedicó la mañana entera a hacerlo. Hacia mitad de la mañana, se encontraba ya de pésimo humor, habiendo confirmado todos sus temores, incluso de un modo difícil de creer: era todo por culpa de aquella putilla ingrata: Riba.
Aquella mañana había soportado tres veces las falsas declaraciones de desconsuelo de tres jóvenes que, como quedaba por fin patente, habían ido a verla solo porque eso les daba la ocasión de implorarle rutinariamente a Mademoiselle Jane, y después despedirse de ella para poder ponerle ojitos tiernos a aquella puta gorda. Se trataba de una humillación inimaginable: no solo estaban engañando a la mujer más bella y deseada de Menfis (esto es un poco exagerado, pues como mucho haría la número quince, pero se lo perdonaremos porque estaba sumamente enfadada, cosa comprensible), sino que además lo hacían con una criatura del tamaño de una casa, a la que, cada vez que se ponía en movimiento, le temblaban las carnes como un flan de nata.
Aquel insulto (y para una Materazzi, llamar gorda a otra mujer constituía un insulto capital) no resultaba exacto en absoluto. Desde luego, Riba contrastaba de manera llamativa con su señora, y de hecho también con el resto de las mujeres Materazzi, pero las carnes no le temblaban nunca como un flan. Además, en los meses que llevaba en Menfis, Riba había estado tan atareada que no tenía el tiempo ni el modo de comer como lo había hecho en el Santuario. El resultado era que había perdido una considerable cantidad de sus hermosas grasas. Lo que antes constituía un exceso desacostumbrado, era ahora algo muy atractivo y raro. Habituados a la delgadez asexuada y al malhumor de las Materazzi, las curvas y balanceos de Riba hacían que cada vez más hombres Materazzi miraran a Riba con un interés cada vez mayor cuando pasaba por delante con su desdeñosa señora. Y casi resultaban igual de encantadoras su alegre sonrisa y su actitud hospitalaria. Los Materazzi habían sido educados en los rituales de un amor cortés que incluía una adoración desesperada y no correspondida hacia un distante objeto de afecto que consideraba a los hombres como si fueran basura. Y por eso, la rápida conversión de unos cuantos caballeros a una joven con buenas formas que no los miraba como si fueran algo que había traído el gato apenas necesita explicación.
Hecha una furia, Mademoiselle Jane salió corriendo de su escondite, cruzó la puerta de sus aposentos y entró en el vestíbulo, donde Riba acababa de cerrar la puerta tras un joven Materazzi que había salido a la calle sonriendo y envuelto en una nube de anhelos. Mademoiselle Jane llamó a gritos al ama de llaves:
—¡Anna-Maria! ¡Anna-Maria!
Anonadada, Riba se quedó mirando a su señora, que se había puesto colorada de la furia.
—¿Qué ocurre, Mademoiselle?
—Cerrad la boca, bola de grasa —respondió Mademoiselle Jane con modales poco dignos de una mademoiselle, al tiempo que Anna-Maria, asustada con aquellos gritos salvajes, entraba apresuradamente en el vestíbulo. Mademoiselle Jane miró a su ama de llaves como si fuera a estallar, y después señaló a Riba—: ¡Echad a esta traidora de mi casa! ¡No quiero volver a ver nunca a esa cucaracha!
Mademoiselle Jane estuvo a punto de concluir su invectiva propinándole a Riba una bofetada en la cara, pero se lo pensó mejor al ver que la expresión de la muchacha, al verse insultada de aquel modo, cambiaba de la sorpresa a la ira.
—¡Quitádmela de la vista! —le gritó a Anna-Maria, y regresó a sus aposentos como una flecha.