Dos días después, Cale e IdrisPukke avanzaban lentamente por la Vía Séptima, una de las anchas carreteras empedradas que salían de Menfis y que, tanto de día como de noche, estaban abarrotadas de productos que entraban y salían de aquella ciudad que era el más grande centro comercial del mundo. Tras varias horas en silencio, Cale hizo una pregunta.
—¿Os pusieron en las celdas para espiarme?
—Sí —respondió IdrisPukke.
—No, no es verdad.
—Entonces ¿por qué preguntáis?
—Quería ver si podía fiarme de vos.
—Pues ya veis que no.
—¿Confía en vos el Canciller Vipond?
—Solo si me pone antes un lazo alrededor del cuello.
—Entonces, ¿por qué puso como condición para que no les pasara nada a mis amigos, que me quedara con vos?
—Teníais que habérselo preguntado a él.
—Lo hice.
—Y ¿qué os contestó?
—Que por querer saber, la zorra perdió la cola.
—Pues ahí lo tenéis.
Cale se quedó un instante en silencio.
—¿Qué hizo para asegurarse de que vos permanecíais conmigo?
—Me pagó.
Eso no era completamente falso, pero lo que mantenía a IdrisPukke con Cale era mucho más que el dinero. Porque para que el dinero tenga alguna utilidad, tiene que haber donde gastarlo, y no había lugar en que pudiera hacerlo en que no pendiera sobre su cabeza una sentencia de muerte, o algo peor. Vipond se había limitado a plantearle a IdrisPukke su futuro, o más bien su falta de futuro, tras lo cual le había ofrecido una posible escapatoria: primero, un lugar razonablemente cómodo en el que ocultarse durante unos meses; y después, si hacía lo que se le pedía, la posibilidad de una serie de indultos temporales que al menos lo mantendrían a salvo de ser ejecutado por algún gobierno que estuviera bajo la férula de los Materazzi.
—¿Y qué me decís de los que me quieren matar y no pertenecen a ningún gobierno? —le había preguntado a Vipond.
—Eso es problema vuestro. Pero si no os separáis del muchacho, os enteráis de algo útil sobre él y lo mantenéis apartado de los problemas, puede que tenga algo para vos.
—No es una gran oferta, Señor.
—Para un hombre de vuestra posición, que es lo mismo que decir sin posición ninguna, creo que es una oferta muy generosa —respondió Vipond, haciéndole un gesto con la mano para que se fuera—. Pero si recibís otra oferta más interesante, mi consejo es que no la desaprovechéis.
—¿Qué vamos a hacer al lugar al que vamos, sea el que sea? —preguntó Cale al cabo de otra hora de silencio.
—Quitarnos de problemas. Y aclarar algunas cosas.
—¿Como…?
—Esperad a que lleguemos.
—¿Sabíais… —preguntó Cale— que nos están siguiendo?
—¿Os referís al tipo ese de aspecto brutal, el de la chaqueta verde?
—Sí —dijo Cale, algo decepcionado.
—Es demasiado evidente, ¿no os parece?
Cale se volvió para mirar, como si también a él le resultara demasiado evidente. IdrisPukke se rio.
—El que se lo haya ordenado espera que lo agarremos y lo dejemos en una zanja, por alguna parte. El verdadero perseguidor va doscientos metros por detrás.
—¿Cómo es?
—He ahí vuestra primera lección. Mirad a ver si lo veis antes de que me encargue de él.
—¿Queréis decir antes de matarlo?
IdrisPukke miró a Cale.
—Pero ¿se puede saber qué clase de sanguinario asesino sois vos? Vipond me dejó claro que no debíamos hacernos notar, y no creo que el mejor modo de conseguirlo sea dejar tras nosotros un rastro de cadáveres.
—Entonces ¿qué es lo que vais a hacer?
—Mirad y aprended, hijito.
Cada ocho kilómetros en cada una de las calzadas que salían de Menfis había un puesto de guardia, ocupado por no más de media docena de soldados. En uno de esos puestos, IdrisPukke, observado por un regocijado Cale, se enzarzó en una disputa con un cabo.
—¡Por Dios Santo, soldado, esta es una orden firmada por el Canciller Vipond en persona!
El cabo hablaba en todo de disculpa, pero con firmeza.
—Lo siento, señor. Parece oficial, pero yo no he visto nunca una cosa de estas. Este tipo de órdenes suele firmarlas el Comandante en Jefe. Sé cómo son y conozco su firma. Intentad comprenderme. Enviaré a buscar al Lugarteniente Webster.
—¿Cuánto llevará eso? —preguntó IdrisPukke, exasperado.
—Hasta mañana, seguramente.
IdrisPukke lanzó un gruñido de frustración y se dirigió a la ventana. Le hizo una seña a Cale para que se acercara y le susurró:
—Esperad fuera.
—Creía que tenía que mirar y aprender.
—No respondáis, limitaos a obedecer. Id a la parte de atrás y que nadie os vea.
Sonriendo, Cale hizo lo que le mandaba. En la parte de atrás del puesto de guardia había cuatro soldados sentados en una tapia, fumando, con pinta de aburrimiento. Cinco minutos después, IdrisPukke salió y le hizo un gesto de cabeza a Cale para que se acercara mientras él llevaba los caballos al camino que salía de la calzada principal.
—Entonces, ¿qué ocurre? —preguntó Cale.
—Va a arrestarlos y los tendrá un par de días encerrados en las celdas.
—¿Cómo ha cambiado de opinión?
—¿A vos qué os parece?
—No lo sé, por eso lo pregunto.
—Lo he sobornado. Quince dólares para él y cinco para cada uno de sus hombres.
Cale se quedó realmente impresionado. Con todo lo malvados, crueles y estrechos de miras que eran los redentores, la idea de que descuidaran su deber por dinero era impensable.
—Tenemos una orden firmada —repuso con indignación—. ¿Por qué tenemos que sobornarlos?
—No sirve de nada enfurruñarse por eso —respondió IdrisPukke, algo irritado—. Míralo simplemente como parte de tu educación, un nuevo hecho del que aprender cómo es la gente. No te creas —siguió con el mismo tono de enojo— que solo porque los redentores te trataron como a un perro, ya lo sabes todo sobre ese montón de bastardos corruptos que constituyen la especie humana.
Y con aquel malhumor siguió el resto del día, sin decir otra palabra.
Tal vez no sea fácil decir por qué estaba tan enfadado IdrisPukke, dado que estaba acostumbrado a cosas mucho peores que ser sableado por un soldado cínico. Pero ¿cuántos de nosotros necesitamos un gran desastre para enfurruñarnos? Perder una llave, tropezar en una piedra o que nos lleven la contraria en un asunto sin importancia es suficiente para irritar incluso a un hombre o una mujer razonables, si se encuentran proclives a ello. No había más, y cualesquiera que fueran los límites de Cale en su comprensión de la naturaleza humana cuando se trataba de gente que no eran malvados fanáticos, tenía la suficiente sensatez como para dejar en paz a IdrisPukke hasta que se calmara. Sin embargo, si IdrisPukke hubiera sabido quién encargaba aquella persecución, hubiera tenido todo el derecho del mundo a enfurecerse y asustarse al mismo tiempo, porque habría comprendido que Kitty la Liebre no hubiera permitido a sus espías que se dejaran ver con tanta facilidad. Los dos hombres que había visto IdrisPukke habían sido encerrados en una celda en menos de una hora, pero lo cierto es que no eran más que señuelos destinados a ser atrapados. Mientras Cale e IdrisPukke volvían a la carretera principal, para abandonarla un día más tarde y encaminarse hacia el bosque Blanco, había otros dos pares de ojos que los seguían, y esta vez eran ojos mucho más astutos. Al entrar en la montaña el sol brillaba y el aire era claro como el agua pura. A IdrisPukke se le había pasado el malhumor del día anterior y había retomado su carácter extrovertido, por lo que había empezado a contarle a Cale todo lo concerniente a su vida, aventuras y opiniones, de las cuales tenía en abundancia. Podríais pensar que a Cale, capaz como era de ser acometido por una rabia y violencia terribles, le fastidiaría que su compañero de viaje se las diera de maestro y lo tratara como alumno, pero tenéis que comprender que Cale todavía era joven, pese a todas sus férreas cualidades, y que el rango y naturaleza de las experiencias de IdrisPukke, sus altos y sus bajos, sus filias y sus fobias, habrían cautivado incluso al oyente más hastiado. No era la menor de las virtudes de IdrisPukke aquella manera que tenía de reírse de sí mismo y aceptar su propia responsabilidad en la mayor parte de sus fracasos. Un adulto que se reía de sí mismo era algo completamente desconocido para Cale, y resultaba prácticamente incomprensible. Para los redentores la risa era ocasión de pecado, una especie de balbuceo inspirado por el mismísimo demonio.
No es que IdrisPukke tuviera ideas alegres sobre el mundo, sino que expresaba su pesimismo con un cierto deleite de entendido y una cierta disposición a incluirse en su sabio cinismo, una disposición que a Cale le resultaba extrañamente reconfortante, además de divertida. Cale no hubiera estado preparado para escuchar a nadie que tuviera una visión alegre sobre el ser humano, pues tal temperamento no podría concordar con su experiencia cotidiana. Pero encontraba que su ira se apaciguaba y le resultaba más llevadera al escuchar a alguien que se reía de la crueldad y la estupidez humanas.
—No hay mejor manera de poner a la gente de buen humor —proclamaba IdrisPukke, sin venir a cuento— que contarle alguna terrible desgracia que le haya ocurrido a uno recientemente.
Y también:
—La vida es un viaje para la gente como vos y como yo, un viaje durante el cual nunca estamos muy seguros de adónde vamos. Durante el camino encontramos un destino nuevo, que parece mejor, y así una vez y otra hasta que uno se olvida completamente del lugar al que se dirigía al principio. Somos como alquimistas: vamos buscando oro, pero mientras pasamos el tiempo sin encontrarlo, hallamos medicinas que nos son útiles, una manera sensata de poner orden en las cosas, y también descubrimos los fuegos de artificio. De hecho, ¡lo único que no encontramos nunca es oro!
Cale se rio.
—¿Por qué debo escuchar lo que decís? La primera vez que os vi, os caísteis a mis pies y, después, el resto de las veces habéis sido apresado.
En el rostro de IdrisPukke apareció una expresión de ligero desdén, como si aquella fuera una objeción habitual a la que apenas merecía la pena responder.
—Entonces aprended de mis errores, Maestro Sinexperiencia, y después aprended del hecho de que, habiendo caminado por los pasillos del poder durante cuarenta años, sigo vivo, que es mucho más de lo que puede decir la mayor parte de la gente con la que he compartido viaje, y eso os incluirá a vos a menos que empecéis a tener más seso del que habéis mostrado hasta ahora.
—Hasta ahora lo he hecho bastante bien.
—¿Ah, sí? —Sí.
—Lo que habéis tenido es buena suerte, hijito, y en grandes cantidades. Y me da igual lo bueno que seáis con los puños. Que hasta ahora os hayáis librado de pender de una soga se debe más a la suerte que al buen juicio. —Hizo una pausa y lanzó un suspiro—. ¿Confiáis en Vipond?
—Yo no confío en nadie.
—Cualquier idiota podría haber dicho que no confía en nadie. El problema es que a veces uno tiene que hacerlo. Las personas pueden ser nobles y desprendidas, y tener un montón de cualidades admirables. Todo eso existe, pero el problema es que esas nobles virtudes tienden a ir y venir en la gente. Nadie espera que un hombre de buen humor o una mujer bondadosa lo sean siempre y en todo momento. Y, sin embargo, la gente se sorprende de que alguien que ha sido de fiar durante un mes, deje de serlo durante una hora o un día.
—Si no se puede uno fiar de ellos todo el tiempo, entonces no son de fiar.
—Y vos, ¿sois de fiar?
—No… Yo sé, IdrisPukke, que puedo hacer cosas nobles. Puedo rescatar al inocente. —Esbozó una sonrisa burlona—. Rescatarlo de las garras del malvado. Pero eso no va con mi carácter. Fue un buen día, o tal vez un mal día, aquel en que salvé a Riba. Pero eso no volverá a ocurrir ahora mismo.
—¿Estáis seguro?
—No, pero haré todo lo que pueda.
Cabalgaron en silencio durante otra media hora.
—¿Confiáis vos en Vipond? —preguntó Cale al fin.
—Eso depende. ¿Por qué lo preguntáis?
Incómodo en la silla, Cale se cambió de postura.
—Me ha prometido que si me quedaba con vos y me comportaba, no les pasaría nada a Kleist ni a Henri el Impreciso. Que los protegería. ¿Lo hará?
—¿Eso significa que estáis preocupado por vuestros amigos? O sea que no sois tan desalmado como pretendéis.
—¿Que no soy desalmado? Intentad depender de mi alma, ya veréis dónde os lleva eso.
IdrisPukke se rio.
—Lo que pasa con Vipond es que hay que recordar que es un hombre importante, y los hombres importantes tienen responsabilidades importantes, y la de no mantener su palabra es una de ellas.
—Eso lo decís solo para parecer inteligente.
—En absoluto. Vipond se trae entre manos cosas muy importantes, y vos y vuestros amigos no sois importantes. ¿Y si cientos de vidas, o bien la seguridad futura de Menfis y de su millón de almas dependiera de romper la palabra dada a tres renacuajos como vos y vuestros amigos? ¿Qué haríais vos en su lugar? Vos que os creéis tan duro, decídmelo.
—Kleist no es amigo mío.
—¿Qué creéis que Vipond quiere de vos?
—Creo que quiere que empiece a confiar en vos, para que os cuente toda la verdad sobre lo que sucedió con los redentores. Teme que puedan representar una amenaza.
—¿Y tiene razón?
Cale lo miró.
—Los redentores son una maldición en la faz de la tierra… —Parecía como si quisiera seguir, pero hizo un esfuerzo por callarse.
—Ibais a decir algo más.
—Es cierto.
—¿Y era…?
—Yo tengo que aprender, y vos tenéis que averiguar.
—Como queráis. Y en cuanto a confiar en Vipond… creo que sí que podéis, hasta cierto punto. Hará lo posible por proteger a vuestro amigo, y al otro que no es amigo vuestro, a menos que tenga un motivo importante para dejar de hacerlo. Mientras no se vuelvan importantes en el sentido equivocado, estarán tan seguros como en su propia casa.
Y mientras seguían cabalgando en silencio, ninguno de ellos era consciente de que los ojos de Kitty la Liebre los observaban, y sus oídos los escuchaban.
Esa tarde a las cuatro, IdrisPukke desmontó e, indicándole a Cale con un gesto que hiciera lo mismo, se salió del camino para entrar en lo que parecía una selva virgen. El trayecto habría sido difícil incluso de no haber llevado los caballos con ellos, y necesitaron casi dos horas completas hasta que aclaró la espesura de árboles y arbustos y llegaron a otro camino que, claramente, apenas era transitado.
—Juraría que conocíais el camino —observó Cale, yendo a la zaga de IdrisPukke.
—Me doy cuenta de que no se os escapa nada, señor Sabelotodo.
—¿Y cómo es que lo conocíais?
—De niños, mi hermano y yo veníamos muy a menudo al Pabellón del Soto.
—¿Quién es vuestro hermano? —El Canciller Leopold Vipond.