—Parece que siempre nos encontramos en situaciones desgraciadas —comentó IdrisPukke—. Puede que nos viniera bien cambiar de ruta.
—Hablad por vos, abuelo. —Cale se sentó en el catre de madera y se esforzó por ignorar a su compañero de prisión. Era demasiada casualidad volver a encontrarse a IdrisPukke.
—Curiosa coincidencia, esto.
—Bien lo podéis decir.
—Y de hecho lo digo. —IdrisPukke hizo una pausa—. ¿Qué os ha traído por aquí?
Cale pensó detenidamente antes de responder:
—Una pelea.
—Por una pelea no lo traen a uno a la cárcel personal de Vipond. ¿Con quién os habéis peleado?
Cale volvió a meditar su respuesta. Pero al fin y al cabo, ¿qué más daba?
—Con Conn Materazzi.
IdrisPukke se rio, pero resultaban evidentes su alegría y admiración, y Cale intentó resistirse a los efectos de aquella admiración, algo que le costó esfuerzo.
—Dios mío, el tipo con la mayor potra del mundo. Por lo que me han contado, tenéis suerte de seguir con vida.
Cale debería haber comprendido que lo estaba incitando a hablar, pero pese a todas sus raras virtudes, seguía siendo demasiado joven:
—Es él el que ha tenido suerte. En estos momentos estará volviendo en sí, y con un buen dolor de cabeza.
—Bueno, veo que sois un pozo de sorpresas. —Se quedó un momento callado—. Pero nada de eso explica por qué os han traído aquí. ¿Qué tiene que ver eso con Vipond?
—Puede que haya sido por la espada.
—¿Qué espada?
—La espada de Conn Materazzi.
—¿Por qué tendría que traeros aquí su espada?
—Es que no era exactamente su espada.
—¿Qué queréis decir?
—En realidad era la espada del Mariscal Materazzi. La que llaman el Filo. —El silencio fue mucho más intenso esta vez—. Tiré al suelo a Conn, y entonces metí la espada entre dos piedras y la partí.
IdrisPukke guardó un silencio frío e intenso.
—Un acto de vandalismo especialmente salvaje, si me permitís que lo diga. Esa espada era una obra de arte.
—No tenía tiempo de admirarla mientras Conn trataba de cortarme en dos con ella.
—Pero la pelea ya había terminado… eso es lo que dijisteis.
Lo cierto era que Cale había empezado a lamentar aquel impulso desde el mismo instante en que se había partido la espada.
—¿Queréis un consejo?
—No.
—Os lo daré de todas maneras: si vais a matar a alguien, matadlo. Si vas a dejarle vivir, dejadle vivir. Pero no compliquéis las cosas.
Cale le volvió la espalda a IdrisPukke y se tendió en el suelo.
—Cuando durmáis, soñad con esto: todo lo que hicisteis, y en especial lo de romper la espada, os debería haber llevado a manos del Dogo. Nada de eso explica que estéis aquí.
Media hora más tarde, un insomne Cale oyó el sonido que hacía la puerta de la celda al ser abierta. Se sentó para ver entrar a Albin y Vipond. Vipond le dirigió una mirada torva.
—Buenas, Señor Vipond —saludó con alegría IdrisPukke.
—Callaos, IdrisPukke —respondió Vipond sin dejar de mirar a Cale—. Y ahora decidme… Y quiero toda la verdad, o voto a Dios que os entregaré al Dogo en este mismo instante. Contadme exactamente qué sucedió. Y cuando hayáis acabado, entonces me explicaréis quién sois y cómo es posible que vencierais con tal facilidad a Conn Materazzi y sus amigos. Quiero la verdad y, si no la tengo, me desentenderé de vos en menos que hierven los espárragos.
Por supuesto, Cale no sabía lo que era un espárrago. Pero la única dificultad era decidir cuánto sería necesario contarle a Vipond para convencerle de que se lo decía absolutamente todo.
—Perdí los estribos. Eso es lo que suele hacer la gente, ¿no?
—¿Por qué rompisteis la espada?
Cale se sintió incómodo.
—Fue una idiotez hecha en el ardor de la pelea. Me disculparé ante el Dogo.
Albin se rio.
—¡Ah, bueno, si lo lamentáis…!
—¿Dónde aprendisteis a luchar de ese modo? —preguntó Vipond.
—En el Santuario: he estado entrenando toda mi vida, doce horas al día y seis días a la semana.
—¿Queréis decir que Henri y Kleist pueden luchar como vos?
Eso resultaba delicado para Cale.
—No… Aunque ellos han entrenado durante toda la vida, y como Kleist no hay nadie… es un especialista.
—¿En qué?
—En la lanza y el arco.
—¿Y Henri?
—En intendencia, cartografía y espionaje. —Eso era verdad, pero no toda la verdad.
—¿Así que ninguno de ellos podría haber hecho lo que habéis hecho hoy vos?
—No, ya os lo dije.
—¿Hay otros en el Santuario con la misma habilidad que vos?
—No.
—¿Qué es —preguntó Vipond—, lo que os hace tan especial?
Cale hizo una pausa para dar la impresión de que le costaba responder.
—Cuando tenía nueve años… Yo ya era bueno en la lucha, pero no tanto como ahora.
—¿Y qué sucedió?
—Yo estaba en los entrenamientos, luchando con otro muchacho mucho mayor que yo. Luchábamos sin reglas, con armas de verdad, aunque tenían matados el filo y las puntas. Yo llevaba las de ganar, y lo tiré al suelo, pero él logró derribarme porque me empecé a hacer el gallito. Entonces me golpeó en un lado de la cabeza con una piedra. Y eso fue todo: los redentores lo apartaron de mí a tiempo, y gracias a eso no me sacó los sesos. Desperté un par de semanas después, y al cabo de otras dos semanas me había recuperado totalmente, aunque me quedó una rotura en el cráneo. —Levantó la mano y se llevó un dedo a un punto del lado izquierdo, hacia atrás. Entonces volvió a quedarse callado, como si no quisiera continuar.
—Pero no erais exactamente el mismo…
—No. Al principio no podía luchar tan bien como antes. Algo fallaba en mi capacidad de reacción, pero al cabo de un tiempo me habitué a lo que me había sucedido al romperme el cráneo.
—¿Que os habituasteis a…?
—Cada vez que uno lanza un golpe, ha decidido a qué parte de su oponente va dirigido ese golpe. Y uno siempre se descubre, ya sea por la manera de mirar, por el movimiento del cuerpo, o por la manera en que uno se inclina para evitar perder el equilibrio al lanzar el golpe. Todo eso le da pistas al oponente sobre el lugar al que se dirige el ataque: si el oponente interpreta mal esas pistas, entonces el golpe llega a su destino; pero si las interpreta correctamente, entonces puede interceptar el golpe.
—Eso lo sabe cualquier luchador o cualquier jugador —comentó Albin—. Un buen luchador, como un buen jugador de pelota, es el que consigue disimular su golpe o su lanzamiento.
—Pero, haga lo que haga, nadie me puede engañar a mí. Ya no. Yo sé siempre cuál es el movimiento que el otro está a punto de hacer.
—¿Nos lo podéis mostrar? —preguntó Vipond—, sin matar a nadie, me refiero.
—Pedidle al capitán Albin que esconda las manos a la espalda.
Albin se sintió incómodo, algo que no le pasó desapercibido a la (hasta el momento) discreta observación de IdrisPukke.
—Si yo fuera vos, no me fiaría de él, mi guapo capitán.
—Cerrad la boca, IdrisPukke. —Albin dirigió a Cale una prolongada mirada, y después se llevó las manos a la espalda lentamente.
—Lo único que tenéis que hacer es decidir con qué mano me atacáis, y hacerlo lo más aprisa posible. Para engañarme, podéis intentar lo que gustéis: amagar, mover el cuerpo, tratar de que elija el rumbo equivocado… Cuando queráis.
Antes de que Cale terminara la frase, Albin le lanzó la izquierda, que Cale paró con la derecha con tanta suavidad como si se tratara de una pelota que le tirara un niño de tres años especialmente patoso. Lo mismo se repitió otras seis veces, por mucho empeño que pusiera Albin en engañarlo.
—Ahora me toca a mí —dijo Cale cuando Albin se dio por vencido, molesto pero fuertemente impresionado. Cale se llevó las manos a la espalda y volvieron a hacer lo mismo, al revés. Cale atacó seis veces, y en las seis ocasiones Albin tomó la opción incorrecta—. Yo sé lo que vais a hacer —explicó Cale— en el mismo instante en que empezáis a moveros. Lo adivino tan solo un levísimo instante antes de lo que podía hacerlo antes de recibir la herida, pero con eso basta. Y, por el contrario, nadie puede adivinar lo que voy a hacer yo, no importa lo rápido o experimentado que sea.
—¿Y ese es todo el secreto? —preguntó Albin—. ¿Un golpe en la cabeza?
—No —respondió Cale, enojado sin saber muy bien por qué—. Toda la vida me he estado entrenando en una sola cosa. Pese a lo bueno que es, yo podría haber vencido a Conn Materazzi de todas maneras, solo que no con tanta facilidad ni contando él con la ayuda de otros cuatro. Así que no, ese no es todo el secreto.
—¿Cómo reaccionaron los redentores al comprender lo ocurrido?
Cale gruñó. Era una especie de carcajada sin alegría.
—No reaccionaron los redentores, sino un solo redentor: Bosco, el Padre Militante, responsable del entrenamiento en marciales.
—¿Marciales…? ¿Como nuestras artes marciales?
Cale se rio, esta vez con auténtico regocijo.
—No hay arte en lo que hago… podéis preguntarles a Conn Materazzi y a sus amigos.
Vipond ignoró la burla.
—Ese Bosco, ¿qué hizo al descubrir el efecto de vuestra herida?
—Me puso a prueba durante meses, haciéndome luchar contra otros chicos mayores y más fuertes. Incluso llevó a cinco veteranos, luchadores de escaramuza de las guerras del frente oriental que estaban condenados a muerte, según dijo —empezó a decir Cale, y se calló de pronto.
—¿Y qué sucedió?
—Durante cuatro días seguidos me hizo luchar con ellos. «A vida o muerte», nos dijo a todos. Tras el cuarto día, interrumpió las luchas.
—¿Por qué?
—Había visto lo suficiente para estar seguro. Una quinta pelea hubiera supuesto un riesgo innecesario. —Esbozó una sonrisa nada agradable—. Al fin y al cabo, en una pelea nunca se sabe, ¿verdad? Siempre hay una posibilidad, claro… Un fallo lo puede tener cualquiera.
—¿Y entonces?
—Entonces trató de copiarme.
—¿Qué queréis decir?
—Se pasó días midiéndome la herida de la cabeza y reproduciéndola en cráneos que sacaba del cementerio. Después hizo un modelo en arcilla. Se pasó seis meses intentando repetir el fenómeno.
—No entiendo. ¿Cómo…?
—Cogió a doce acólitos de mi misma edad y tamaño, los ató y les clavó en la cabeza un formón que había hecho fabricar con la forma exacta de mi herida. Se lo clavaba con un martillo en el mismo punto del cráneo. Iba probando: más fuerte, más suave, más suave aún…
Se quedaron en silencio durante unos instantes.
—¿Qué sucedió? —preguntó Vipond en voz baja.
—Lo que sucedió fue que la mitad murieron en el acto, y el resto… bueno, no volvieron a ser los que eran. Y nadie volvió a verlos.
—¿Se los llevaron a otra parte?
—Puede decirse así.
—¿Y después?
—Bosco comenzó a ocuparse personalmente de mi entrenamiento. No lo había hecho nunca. A veces me hacía trabajar diez horas al día para encontrar cualquier debilidad, y me daba una buena paliza cuando hacía algo mal, antes de corregirme. Entonces desapareció durante seis meses, y cuando volvió lo hizo con siete redentores que dijo que eran los mejores en lo que hacían.
—¿Qué es lo que hacían?
—Básicamente matar a gente… gente con armadura, sin ella, con espada, con palos, con las manos desnudas… Sabían cómo organizar una matanza… —Cale se detuvo.
—¿De prisioneros?
—No solo de prisioneros… de cualquiera. Dos de ellos eran una especie de generales. Uno era un táctico: batallas, retiradas, grandes jugadas… La especialidad del otro era la guerra de guerrillas: pequeñas razias, magnicidios, cómo aterrorizar a los nativos para que lo ayuden a uno y no al enemigo…
—¿Y todo eso para qué?
—¿Sabéis? Nunca fui lo bastante tonto como para preguntar…
—¿Tenía algo que ver con las guerras de los redentores en el este?
—Ya os digo que no pregunté.
—Pero os formaríais una opinión.
—¿Formarme una opinión? Pues sí. Pensé que tendría que ver con las guerras en el este.
Vipond dirigió a Cale una mirada severa y prolongada. Cale se la aguantó con insolencia. Entonces dio la impresión de que el Canciller acababa de tomar una decisión. Se volvió hacia Albin.
—Traed a mi casa a los otros dos lo antes posible. Albin hizo una seña al carcelero, y ambos salieron. Cale se sentó en el catre. IdrisPukke se acercó a las barras.
—Una vida interesante —comentó—. Deberíais escribir un libro.