—¿Que queréis que haga con ellos? —preguntó Albin. Pensativo, Vipond levantó la vista de su escritorio.
—Me interesan. Pero pienso que es el momento de sonsacarles un poco más. Quiero que vos superviséis su interrogatorio sobre los redentores. Tenemos que hacernos con un cuadro más completo del Santuario, y averiguar si lo que traman los redentores tiene importancia para nosotros. Mientras tanto, inscribid a los muchachos como pajes de armas en el Mond.
—A Solomon Solomon no le hará mucha gracia.
—¡Santo Dios! —exclamó Vipond casi sin aliento—. ¿Es que ya nadie hace lo que se le manda? Si a él no le hace gracia, que se aguante.
—Los del Mond son un grupo arrogante, Canciller. No les va a resultar fácil a ninguno de los tres.
—Lo comprendo. Pero no quiero que los perdáis de vista. Quiero saber cómo reaccionan al tratamiento. No les reprocho que me mintieran, porque en su lugar yo hubiera hecho lo mismo, pero quiero llegar al fondo de este asunto.
Y así fue como dos días después, Cale, Kleist y Henri el Impreciso se encontraron en el Patio de Armas de los Excelentes, junto con otros cincuenta pajes, que vigilaban a otros tantos jóvenes aristócratas Materazzi, que hacían ejercicio delante de Solomon Solomon, entrenador de artes marciales en el Mond. Era un hombre grande, de cabeza afeitada y ojos tan fríos como el viento de levante de un glacial día de enero.
Aquel día el cielo estaba azul y el viento era cálido. Los nuevos pajes permanecían en pie, admirando a los jóvenes de catorce y quince años que tensaban y relajaban los músculos en el patio. En general, su apariencia era uniforme: eran altos, rubios, delgados y asombrosamente ágiles. La confianza en ellos mismos que mostraban era tan grande que parecía relumbrar cuando tensaban sus miembros en contorsiones imposibles o hacían flexiones con un solo brazo, que parecía propulsado por un motor mágico. Los contemplaban atemorizados cuarenta y siete pajes, hijos de ricos mercaderes que pagaban a Solomon Solomon una buena cantidad de dinero para que el comercio llano tuviera la oportunidad del contacto diario con la aristocracia Materazzi. Aquella última sustitución, por la que había tenido que admitir a los tres pihuelos del Malpaís, le haría perder a Solomon Solomon más de mil dólares al año. Por ese motivo su frío corazón estaba aún mucho más frío de lo habitual.
Cada uno de los pajes había sido colocado bajo un escudo de armas diferente y, aunque Cale no tenía ni idea de lo que eran, podía ver que los Materazzi que hacían ejercicio junto a él llevaban cada uno una enseña en el pecho, y que algunas de esas enseñas eran iguales que los escudos de armas que veía detrás de los pajes. Pasó un rato antes de que pudiera distinguir al que llevaba la enseña que se correspondía con su propio escudo. Era como los otros, solo que más: más alto, más rubio, más grácil y más fuerte. Se movía con extraordinaria velocidad, luchando fingidamente con varios oponentes, amagando golpes con los que los derribaba al suelo, sin que eso pareciera costarle ningún esfuerzo. Cale se tomó unos segundos para mirar atrás y examinar el amplio despliegue de armas de que disponía cada miembro del Mond: media docena de espadas diferentes, lanzas cortas, medias y largas, hachas y otras armas que nunca había visto.
—¡Vos! ¡VOS! ¡QUEDAOS DONDE ESTÁIS! —Era Solomon Solomon, y se dirigía a Cale. Solomon Solomon bajó del tosco tablado lleno de muñecos de paja con los que había estado entrenando, y se fue directo a Cale, sin apartar de él los ojos ni un momento hasta que lo tuvo delante. En el campo, los Materazzi que entrenaban hicieron un alto para observar lo que ocurría. No tuvieron que esperar mucho: tan pronto como Solomon Solomon llegó ante Cale, le propinó un tremendo bofetón en la cara. Algunos del Mond se rieron con esa crueldad de la que uno hace gala al ver caerse de bruces a un atleta en medio de una carrera, o a un débil boxeador que recibe un puñetazo que lo deja inconsciente durante unas horas.
Aunque Cale se tambaleó, no cayó al suelo como esperaba Solomon Solomon. Ni, cuando enderezó la cabeza, protestó ni miró con odio a Solomon Solomon. Cale tenía demasiada experiencia de actos de violencia arbitraria y del incomprensible mal genio de los que estaban por encima de él, para cometer errores.
—¿Sabéis lo que habéis hecho?
—No, señor —contestó Cale.
—¿No, señor? ¿Os atrevéis a decirme que no lo sabéis? —dijo esto con toda la furia acumulada de un tacaño que había perdido mil dólares al año sin explicación razonable. Volvió a golpear a Cale. Y cuando llegó el tercer golpe, Cale comprendió su error: en el Santuario, caer al suelo tras recibir un golpe era motivo para recibir otro; allí, estaba claro que era al revés. Así que decidió caerse, tal como se esperaba de él—. En lo sucesivo —gritó Solomon Solomon—, mantened la vista al frente, atended a vuestro señor y no apartéis de él los ojos. ¿HABÉIS ENTENDIDO?
—Sí, señor.
Tras eso, Solomon Solomon se dio la vuelta y regresó a su podio. Cale se levantó lentamente, con la cabeza aturdida. Los demás pajes miraban al frente, aterrorizados, salvo Kleist y Henri el Impreciso, que solo miraban al frente porque sabían que eso era lo que se les pedía. Una persona, sin embargo, lo miraba a él: el más alto y grácil de los Materazzi, aquel cuyo escudo guardaba Cale. Los que lo rodeaban se reían, pero el rubio Materazzi no lo hacía: estaba rojo de ira.
Ni siquiera la paliza que le había propinado a Cale mejoró el humor de Solomon Solomon; la pérdida de tanto dinero había sido un duro golpe para su corazón.
—A vuestros pajes: espada corta.
Los del Mond avanzaron hacia la fila de los pajes y se quedaron en pie frente a ellos. El alto Materazzi miró a Cale y le habló en voz baja:
—Haced otro ridículo como ese y lamentaréis haber nacido, ¿me habéis oído?
—Sí —respondió Cale.
—Me llamo Conn Materazzi. Me llamaréis señor desde ahora.
—Sí, señor, lo he entendido.
—Dadme la espada corta.
Cale se dio la vuelta. Había tres espadas que colgaban de una barra de madera, con la hoja de igual longitud pero forma diferente, que iba de recta a curva. Para Cale, una espada era una espada. Cogió una al azar.
—Esa no —dijo, y le dio una patada en el culo—. La otra.
Cale cogió la que tenía más cerca, y recibió otra patada. Eso fue recibido con muchas risas por parte de sus compañeros y de algunos pajes.
—La otra —explicó Conn Materazzi. Cale la cogió y se la entregó al sonriente joven—. Bueno, ahora dadme las gracias por esa patada tan instructiva.
Entonces se hizo el silencio: un silencio expectante, ante la posibilidad de que el paje fuera lo bastante idiota como para protestar o, aún mejor, para contraatacar.
—Dadme las gracias —repitió Conn.
—Gracias, señor —dijo Cale en tono casi agradable, para alivio de Kleist y de Henri el Impreciso.
—Excelente —dijo Conn mirando a sus compañeros—. Falta de entereza: me encanta esa cualidad en un sirviente.
Las risas halagadoras fueron interrumpidas en seco por otra orden bramada por Solomon Solomon. Durante las siguientes dos horas, Cale vigiló, con la cabeza dolorida, mientras el Mond hacía sus ejercicios de entrenamiento. Cuando acabaron, dejaron el patio entre risas, para bañarse y comer. Entonces llegaron varios hombres mayores, los exploradores, para instruir a los pajes en el uso y cuidado de las armas que estaban apiladas tras ellos.
Después, los tres se sentaron a conversar y, sorprendentemente, Kleist y Henri el Impreciso parecían más abatidos que Cale.
—Dios —dijo Kleist—, creí que por fin habíamos tenido un poco de suerte al venir aquí. —Miró a Cale con amargura—. Tienes un gran talento, Cale, para crisparle los nervios a la gente. Esto parecía jauja, y en tan solo veinte minutos has conseguido pelearte con los dos tipos con los que menos hubieras debido hacerlo.
Cale pensó en ello, pero no dijo nada.
—¿Quieres que nos vayamos esta noche? —preguntó Henri el Impreciso.
—No —respondió Cale, aún pensativo—. Tengo que robar todo lo que pueda.
—No es prudente esperar. Piensa lo que podría ocurrir.
—No pasará nada. Además, vosotros dos no necesitáis iros. Kleist tiene razón: habéis tenido suerte viniendo aquí.
—¡Ja! —repuso Henri—. En cuanto tú te vayas, se meterán con nosotros.
—Puede que sí, puede que no. Tal vez tenga razón Kleist: hay algo en mí que irrita a la gente.
—Yo me iré contigo —dijo Henri el Impreciso.
—No.
—He dicho que iré.
Hubo un prolongado silencio, roto finalmente por Kleist.
—Bueno, no me pienso quedar aquí con vosotros —declaró enfurruñado, y se fue.
—Tal vez —propuso Cale— podríamos irnos antes de que vuelva.
—Lo más sensato es que permanezcamos juntos los tres.
—Supongo que sí, pero ¿por qué tiene que quejarse tanto?
—Se queja, simplemente, porque es así. Pero es buen tipo.
—¿De verdad? —preguntó Cale como si solo sintiera una ligera curiosidad.
—¿Cuándo quieres que nos vayamos?
—Dentro de una semana. Aquí hay mucho que birlar, y tenemos que aprovisionarnos.
—Es demasiado peligroso.
—No pasará nada.
—Yo no estoy tan seguro.
—Bueno, soy yo el que pone la cabeza y el culo, así que soy yo el que decide.
Henri el Impreciso se encogió de hombros.
—Supongo que tienes razón. —A continuación cambió de tema—: ¿Qué te parece el Mond? Se lo tienen muy creído, ¿no te parece?
—Pero son bastante buenos.
—Digamos que son bastantes en general —dijo Henri el Impreciso, sonriendo.
—¿Creéis que Riba estará bien?
—¿Por qué no iba a estar bien? —Era evidente que Henri el Impreciso estaba sinceramente preocupado—. Pero el caso es que ella no es como nosotros. No podría soportar una paliza ni nada así. No fue criada para eso.
—Estará bien. Vipond nos ha tratado bien a nosotros, ¿no?
—Kleist tiene razón en lo que ha dicho: si no fuera por mí, os daríais aquí la gran vida. —Ni siquiera sabía lo que significaba eso de «darse la gran vida», pero había oído la expresión un par de veces, y le gustaba cómo sonaba—. Riba sabe cómo tratar a la gente. No tendrá problemas.
—¿Y por qué no puedes aprender tú a tratar a la gente?
—No lo sé.
—Pues intenta quitarte de en medio y, si no puedes, deja de mirar a todo el mundo como si fueras a rebanarle la garganta y echar el cadáver a los perros.
Pero, al día siguiente, las esperanzas que tenía Henri el Impreciso de que mejoraran las cosas con Solomon Solomon y Conn Materazzi se vieron defraudadas. Solomon Solomon encontró otra excusa para proseguir con los golpes del día anterior, pero esta vez en medio del campo, para que todo el mundo pudiera verlo perfectamente y le entraran ganas de encontrar a su vez alguna excusa para hacer otro tanto. Sin embargo, Conn Materazzi, siendo más sutil que su maestro de lucha, y no deseando que pensaran que simplemente lo imitaba, siguió dándole patadas a Cale al menor pretexto, pero sin fuerza. El joven tenía maña para la humillación, y trataba a Cale como si fuera una carga que se había encontrado en la vida, pero que al mismo tiempo le divertía, y a la cual tenía el deber de tratar con toda la bondad posible. Con sus piernas largas y ágiles, y tras una vida de entrenamientos, le pegaba a Cale en los gemelos, en el trasero o incluso en las orejas, como si usar las manos en alguien como Cale fuera dedicarle una consideración excesiva. Tras cuatro días transcurridos de aquella manera, a Henri el Impreciso le preocupaba más el efecto que aquel trato pudiera producir en Cale que las palizas propinadas por Solomon Solomon. Cale estaba acostumbrado a una brutalidad mayor que la que Solomon Solomon era capaz de ofrecer. Pero la burla, pensada para dejar a alguien en ridículo, no formaba parte de sus experiencias. A Henri le preocupaba que Cale terminara respondiendo a las provocaciones.
—Yo lo veo más tranquilo que nunca —le respondió Kleist a Henri el Impreciso, que se había sentado a su lado para transmitirle sus inquietudes.
—Sí, «tan tranquilo como una casa encantada justo antes de que se despierten los demonios». —Ambos se rieron con aquella frase que los redentores repetían tan a menudo—. Solo dos días más.
—Mañana nos iremos. Le convenceremos.
—De acuerdo.
Cada vez con peor intención, Conn Materazzi siguió representando el papel del tolerante amo de un idiota ridículo, y al hacerlo recibía la admiración de sus amigos. Entre una y otra de las palizas que le propinaba Solomon Solomon a Cale, Conn le alborotaba el pelo por cualquier cosa que pretendidamente hubiera hecho mal, como si se tratara de una vieja mascota incontinente a la que por compasión no se le llega a pegar. De manera incesante, le lanzaba unos sopapos suaves y provocadores a la parte de atrás de la cabeza, o bien le daba golpecitos en las nalgas con la hoja de la espada puesta de plano. Y Cale cada vez se mostraba más tranquilo. Conn se daba cuenta de que las palizas no le hacían aparentemente ningún efecto, pero comprendía que, sin embargo, y pese al esmerado disimulo, sus burlas tenían que estar penetrando en aquella alma endurecida. Conn Materazzi podía ser un monstruo, pero no un idiota.
Los Materazzi tenían fama por dos cosas: la primera, por su suprema destreza en las artes marciales, que iba acompañada de un valor realmente temerario; la segunda, por la extraordinaria belleza de las mujeres Materazzi, combinada con una frialdad igualmente extraordinaria. Se decía, de hecho, que era imposible comprender la disposición que mostraban los Materazzi a morir en la batalla hasta que se conocía a sus esposas. Tanto solo como en grupo, un Materazzi era una aterradora máquina de guerra. Pero cuando uno conocía a su esposa, se topaba con una altivez, orgullo y desdén que no había visto nunca. Sin embargo, uno también se quedaba atónito por su sorprendente belleza y, como les pasaba a los Materazzi, pasaba a estar dispuesto a soportarlo todo a cambio de una sonrisa o un beso. Aunque los Materazzi dominaban casi un tercio del mundo conocido bajo el yugo de su poder militar, económico y político, los sometidos siempre podían consolarse pensando que, no importaba lo grande que fuera su influencia, los Materazzi eran esclavos de sus mujeres.
Mientras continuaba el acoso y vapuleo de Cale, los tres antiguos acólitos pasaban robando todo el tiempo posible, cosa que no resultaba especialmente difícil ni peligrosa, pues los Materazzi tenían lo que a los muchachos les parecía una extraña actitud ante sus pertenencias, y es que parecían dispuestos a desprenderse de cualquier cosa casi en cuanto acababan de adquirirla. Como los acólitos tenían prohibido poseer nada, aquella actitud los desconcertaba. Al principio robaban cosas que pensaban que podían serles de utilidad: una navaja, un afilador, dinero que sus señores se dejaban en el dormitorio, a menudo en cantidad pasmosa. Después, se dieron cuenta de que les resultaba más fácil preguntar a los señores si deseaban que recogieran alguna cosa determinada, o que la pusieran en otro sitio, porque a menudo la respuesta era que la tiraran. Al cabo de cuatro días habían robado, y habían recibido, más cosas de las que podían utilizar, e incluso de las que sabían cómo utilizar: cuchillos, espadas, un arco ligero de caza con una hendidura fácilmente reparada por Kleist, una pequeña tetera de campaña, cuencos, cucharas, cuerda, cordel, comida en conserva de las cocinas y una gran cantidad de dinero, del que obtendrían más cuando limpiaran las habitaciones de sus señores justo antes de partir. Lo tenían todo cuidadosamente escondido en una serie de huecos y rincones, y había pocas posibilidades de que descubrieran nada de todo ello, porque no echaban nada en falta. Al comprender que uno podía darse allí la vida padre solo con las cosas que los otros no querían, a Kleist y Henri el Impreciso les daba pena tener que partir. Pero a Henri no le daba buena espina ver que Cale se tranquilizaba más a cada burla de Conn Materazzi y con cada golpe o pinchazo que recibía para humillarlo. Le daba en las orejas o le tiraba de la nariz como si fuera un niño malo.
La tarde del quinto día, Cale estaba buscando algo útil que robar en una parte del castillo en la que, como paje, tenía prohibida la entrada. En Menfis, la palabra «prohibido» significaba algo muy diferente a lo que significaba en el Santuario: allí una infracción podía suponer, digamos, cuarenta golpes infligidos con un cinturón de cuero con tachuelas de metal, que podían hacerle a uno sangrar fácilmente hasta morir; en tanto que en Menfis significaba que eso no se debía hacer, bajo pena de un castigo levemente desagradable del que uno podía zafarse simplemente con excusas. En aquel caso, por ejemplo, si pillaban a Cale, podría disculparse diciendo que se había perdido.
Se desplazaba en aquel momento por la parte más vieja del castillo, que de hecho era lo más viejo que había en Menfis. Una gran parte de la muralla, con sus estancias interiores usadas ahora de almacén, había sido demolida y reemplazada por elegantes casas con aquellas enormes ventanas que eran tan del gusto de los Materazzi. Pero aquella parte vieja de Menfis era oscura, y la única luz que tenía llegaba de los pasadizos que atravesaban la muralla, que a menudo tenían una separación de casi veinte metros. Estaban diseñados para ayudar a resistir un asedio, y no como paso cotidiano. Mientras Cale subía con cuidado un tramo de escalera de piedra negra, que no tenía barandilla ni resguardo alguno que le impidiera caer de más de doce metros de altura contra las losas de abajo, oyó que alguien bajaba a toda carrera la escalera, en dirección a él. No podía verlo a causa de un recodo de la escalera, pero fuera quien fuera llevaba un farol. Retrocedió hasta un hueco de la escalera, con la esperanza de que no lo viera el que bajaba. Los apresurados pasos y la tenue luz siguieron bajando hasta que pudo ver a la persona que bajaba. Cale se apretó contra el muro, de forma que la muchacha no lo vio al pasar. Pero en aquel gran espacio oscuro la luz era pobre y las piedras irregulares. Ella había doblado el recodo demasiado rápido y, algo desequilibrada ya, pisó una losa torcida. Por un momento, se debatió intentando no caer contra las duras losas del suelo por la pendiente de unos quince metros de altura. La muchacha lanzó un grito al tiempo que dejaba caer el farol por el borde, y estaba a punto de caer tras él cuando Cale la agarró por el brazo y tiró de ella.
La muchacha volvió a gritar, aterrorizada esta vez por aquella sorprendente aparición.
—¡Dios mío!
—No os asustéis —dijo Cale—. Habéis estado a punto de caer.
—¡Ah! —exclamó ella mirando el farol, que se había roto pero seguía ardiendo con el aceite derramado—. ¡Ah! —repitió—. Me habéis asustado.
Cale se rio.
—Tenéis suerte de poder asustaros todavía.
—No me hubiera pasado nada.
—Sí que os hubiera pasado.
Ella bajó la mirada para observar la caída en vertical, y después observó a Cale en la penumbra. No se parecía a ningún muchacho u hombre que hubiera visto nunca, con altura solo mediana, y su cabello negro, aunque fue la expresión de los ojos, ojos viejos y oscuros, y algo más que no podía identificar, lo que hizo que, de repente, sintiera miedo.
—Tengo que irme —dijo—. Gracias.
Y empezó a correr escalera abajo.
—Con cuidado —dijo Cale en voz tan baja que seguramente ella no le oyó.
Y enseguida desapareció de la vista.
Cale sintió como si le hubiera caído un rayo. Hasta la cabeza más vieja y prudente podía verse afectada por la muchacha con la que acababa de encontrarse, y en lo que se refería a mujeres, la de Cale estaba muy lejos de ser ni vieja ni prudente. La muchacha era Arbell Materazzi, hija del Mariscal Materazzi, Dogo de Menfis. Aunque nadie más que su padre pensaba en Arbell por su nombre de pila, pues todos la llamaban Arbell Cuello de Cisne, y todo el mundo opinaba que era la mujer más bella de Menfis y, probablemente, también de los vastos territorios que pertenecían a la ciudad. ¿Cómo describir su belleza? Imaginad una mujer que fuera como un cisne.
Qué diferente habría sido la historia si Cale no se hubiera encontrado con ella aquella tarde dentro de la gran muralla, o si hubiera carecido de la habilidad necesaria para sujetarla en aquel lugar oscuro y resbaladizo y ella se hubiera roto en las losas aquel largo y elegante cuello, como habría ocurrido sin duda en el caso de que hubiera caído.
Unas horas después, Cale, locamente enamorado, les había explicado a un compañero desconcertado y a otro resentido que había cambiado de idea con respecto a abandonar Menfis. Por supuesto, no explicó el verdadero motivo, y la única explicación que dio fue que toda su vida había estado recibiendo palizas peores que las que le propinaba Solomon Solomon, y que en cuanto a las idioteces de Conn Materazzi, había decidido ignorarlas. ¿Por qué iba a dejar que le preocuparan las bromas estúpidas de un niño mimado, cuando tenía tantas buenas razones para quedarse? Por muy desconcertados que se quedaran, Kleist y Henri el Impreciso no tenían ningún motivo para dudar de lo que decía. Y, sin embargo, Henri lo hizo.
—¿Le crees? —preguntó más tarde, al quedarse a solas con Kleist.
—¿Y a mí qué más me da, al fin y al cabo? Si quiere quedarse, me conviene, aunque no me gusta que se comporte todo el tiempo como si fuera Dios Todopoderoso.
Durante los días siguientes, Henri el Impreciso permaneció vigilante mientras proseguían las palizas y las burlas. Como siempre, lo que más le preocupaban eran estas últimas. Conn Materazzi podía ser un niño mimado, pero era también un luchador sin rival en las artes marciales. Solo los soldados Materazzi más maduros y experimentados conseguían vencerlo en las peleas dolorosamente verosímiles que tenían lugar cada viernes y se prolongaban durante todo el día. Y esas derrotas frente a soldados de sanguinaria habilidad y terrible crueldad se iban haciendo cada vez más infrecuentes, conforme pasaban las semanas. Conn Materazzi tenía fama, así de sencillo, y tenía buenos motivos para tenerla. Y no tuvo nada de sorprendente que la última semana de su entrenamiento formal ganara un premio que muy raramente se concedía a alguien que pasara por el ejército de los Materazzi: el Vástago de Forza o Dánzig, conocido popularmente como «el Filo». Fabricado cien años antes por Martin Bacon, el gran armero, era un arma forjada con un acero de fuerza y flexibilidad únicas, un secreto tristemente perdido cuando Bacon se suicidó por una joven aristócrata Materazzi que no le hacía caso. Peter Materazzi, el Dogo para el que había hecho la espada, se hundió en un estado de inconsolable tristeza tras su muerte, y durante el resto de su vida se negó a creer que un hombre del genio de Bacon hubiera podido matarse por semejante motivo.
—¡Por una muchacha! —exclamaba sin poder creérselo—. ¡Yo le habría dado a mi propia esposa si me la hubiera pedido!
Aunque dada la reputación de frialdad de las mujeres Materazzi, la efectividad de semejante oferta podía quedar en entredicho. En todo caso, la custodia del Filo era un enorme honor para Conn, ya que no se le concedía a nadie desde hacía más de veinte años.
La ceremonia de entrega y el desfile de licencia fueron tan espléndidos como cabe imaginarse: enormes multitudes, sombreros agitados por el aire, vítores, música, pompas y esplendores, discursos y todo eso. El Mond exhibió ante sus progenitores una formación de casi cinco mil hombres, que no habría que confundir con meros soldados, pues eran una auténtica elite en armadura, los hombres más entrenados y mejor equipados del mundo, todos ellos de alto rango y noble cuna.
Y en el centro de todos ellos, Conn Materazzi: dieciséis años, un metro ochenta, rubio, musculoso, esbelto y apuesto; aquel a quien contemplaban todos los observadores, el centro mismo de todas las miradas, el amado de las muchedumbres, el orgullo de los Materazzi. Imbuido de su propia importancia, agradecía los vítores y aplausos cuando le entregaron el Filo. En el momento en que lo levantó por encima de la cabeza, se oyó un clamor que parecía el fin del mundo.
Henri el Impreciso aplaudió para no llamar la atención. Kleist expresó su disgusto con entusiasmo, exagerando sus vítores y aplausos, que no hubieran sonado más fuerte de haber sido Conn hermano gemelo suyo. Pero pese a los codazos de Kleist y los ruegos susurrados de Henri el Impreciso, Cale siguió sin inmutarse, una actitud que no le pasó desapercibida a su jefe, pese a que Conn parecía herido por el rayo de la gloria.
Dada su ya alta opinión de sí mismo, reforzada por los halagos de sus admiradores, la conciencia que Conn tenía de su propia excelencia había crecido hasta alcanzar cumbres de vértigo. Incluso dos horas más tarde, cuando ya se había dispersado la multitud y él había regresado al aislamiento del gran castillo, el cerebro le zumbaba como un enjambre de abejas excitadas. Sin embargo, después de que los cumplidos y la adoración de sus amigos y de la flor y nata de la sociedad Materazzi comenzaran a apagarse, había regresado al mundo real en medida suficiente como para recordar el calculado insulto que le había brindado Cale al negarse a aplaudir su triunfo. No pensaba tolerar aquel espectacular acto de insubordinación, y envió a uno de sus criados para que hiciera presentarse de inmediato a su paje de armas.
Al criado le costó cierto tiempo encontrar a Cale, especialmente porque cuando llegó al dormitorio de los pajes cometió el error de preguntarle a Henri el Impreciso dónde podía encontrarlo. Su talento para eludir las preguntas llevaba algún tiempo sin serle de utilidad, pero al ser preguntado directamente, vio la ocasión de ponerlo en práctica:
—¿Cale? —preguntó como si ni siquiera estuviera seguro de saber qué era eso.
—El nuevo paje de armas del Señor Conn Materazzi.
—¿De qué Señor?
—Tiene el pelo negro, es así de alto. —El criado, creyendo que estaba viéndoselas con alguien corto de entendederas, colocó la mano a la altura de un metro sesenta y cinco—. Y una pinta que da pena.
—¡Ah, os referís a Kleist! Está abajo, en las cocinas.
Tal vez, pensó el criado, estuviera buscando a Kleist. Le parecía que Conn Materazzi había dicho Cale, pero tal vez hubiera dicho Kleist y, dado el humor en que se encontraba, no quería volver a preguntarle. Por desgracia, Cale entraba en ese momento en el dormitorio con la intención de dormir un poco, y las intenciones de Henri el Impreciso de mandar al criado hasta la mitad del camino que llevaba al Santuario no llegaron a verse realizadas.
—Es él —le explicó el criado a Henri el Impreciso.
—Ese no es Kleist —repuso Henri el Impreciso, en tono de triunfo—. Ese es Cale.
Para cuando Cale llegó al jardín de verano, la multitud que rodeaba a Conn se había ido dispersando hasta desaparecer. Sin embargo, al final había llegado un último visitante, que para Conn era el más importante: Arbell Cuello de Cisne. Educada para tratar a los hombres con un desdén solo atemperado por la condescendencia, le resultaba ciertamente difícil a Arbell dar la impresión de que sentía algo por Conn aparte de indiferencia. La verdad era que, por muy hermosa y semejante a los cisnes que fuera, ella no era más indiferente a su belleza y hazañas que la mayor parte de las jóvenes. Si se hubiera tratado de cualquier otro, Arbell habría sabido cómo levantarse en medio de la ceremonia, ofrecer un entusiasta cumplido, y desaparecer. Pero mostrarse indiferente en aquella ocasión no era tan fácil como de costumbre. Ni la más fría de las integrantes de la elite femenina de los Materazzi podía permanecer completamente impasible ante aquel guerrero joven y apuesto por el que clamaba la multitud y que constituía el alma y gloria de la ceremonia. Arbell Cuello de Cisne sentía, en realidad, mucho menos desdén de lo que aparentaba y, para confusión suya, temblaba en el momento en que Conn levantaba el Filo ante la multitud, y la multitud lanzaba su clamor de admiración ante aquel magnífico joven. Como consecuencia, su habilidad para parecer completamente indiferente ante los jóvenes, incluso ante algunos excelentes, la había abandonado en gran medida, y su indecisión la había llevado tanto a llegar demasiado tarde como a ponerse colorada (aunque no tanto que Conn lo notara) en el momento de felicitarle por su hazaña. Solo había dos personas a las que Conn contemplara con alguna deferencia: su tío y la hija de su tío. Arbell le impresionaba muchísimo, tanto por su pasmosa belleza como por el desprecio ficticio pero rotundo que mostraba por él. Pese a que aquel día había dado más fuerza a su juvenil engreimiento, Conn seguía sumido en la confusión ante la llegada de la joven, y no habría notado ningún indicio de su interés aunque ella le hubiera echado los brazos al cuello y lo hubiera ahogado a besos. Escuchó sus felicitaciones en tal estado de aturdimiento que apenas pudo entender lo que ella le decía, mucho menos apreciar el tono inseguro que empleaba. Justo cuando se inclinaban uno ante el otro y Arbell Cuello de Cisne se volvía para marcharse, llegó Cale.
Por lo general, Arbell no habría prestado a un paje más atención que a una polilla gris. Pero, hallándose ya alterada, se puso aún más nerviosa al encontrar de repente al extraño muchacho que tan solo dos días antes la había salvado de caer en la vieja muralla. Bajo semejante tensión, el rostro de Arbell se quedó congelado en una expresión de total desconcierto.
Solo los más grandes y más experimentados amantes de la historia, el legendario Nathan Jog, tal vez, o el fabuloso Nicholas Panick, podrían haber descifrado lo que disimulaba su frialdad. Por supuesto, el pobre Cale estaba muy lejos de aquellos grandes amantes y solo vio lo que temía ver. Para Cale, su expresión no era más que una fría afrenta: él le había salvado la vida y se había enamorado de ella, y ella ni siquiera lo reconocía. Incluso en su intensa confusión, la huida de Arbell Cuello de Cisne de aquel encuentro inesperado fue bastante evidente. Simplemente se volvió y empezó a caminar hacia la cancela, que se encontraba a unos cien metros, al otro extremo del jardín. Para entonces había solo otras ocho personas en el jardín además de estas tres: cinco de los amigos más cercanos de Conn Materazzi y tres guardas aburridos, ataviados con armadura ceremonial y portando el triple de armas de las que hubieran llevado a una batalla. Aunque se acababa de acercar también un observador: preocupado por su amigo, Henri el Impreciso se había abierto camino hasta el tejado que dominaba el jardín, y observaba escondido tras una chimenea.
Conn Materazzi se volvió entonces hacia su paje con no sabemos qué intenciones exactamente, pero se le adelantó uno de sus amigos que, habiendo bebido bastante, juzgó que a todo el mundo le divertiría verle imitar la costumbre de Conn de tratar a Cale como si estuviera mal de la cabeza. De ese modo, alargó la mano y le dio a Cale un par de tortas en la cara. Los demás, salvo Conn, empezaron a reírse lo bastante fuerte como para hacer que Arbell Cuello de Cisne se volviera hacia ellos, a tiempo de ver la tercera torta. Se quedó consternada ante lo que veía, pero Cale lo interpretó todo como simple desdén.
Fue la cuarta torta la que consiguió, podríamos decir, que el mundo cambiara. Sin que eso le costara aparentemente gran esfuerzo, Cale agarró la muñeca del joven con la izquierda y el antebrazo con la derecha, y retorció. Se oyó un chasquido y un grito de dolor. Sin abandonar su aparente lentitud, Cale cogió por los hombros al adolescente de los chillidos y lo lanzó contra el asustado Conn Materazzi, que cayó al suelo. Cale retrocedió un paso, metió el puño de la mano derecha en la palma izquierda, e hincó el codo en la cara del Materazzi más cercano, que perdió el conocimiento antes incluso de caer al suelo. Los otros dos se reponían de su asombro y sacaban las dagas de ceremonia, dando un paso atrás para colocarse en posición de lucha. No solo parecían temibles, sino que lo eran. Cale se dirigió hacia ellos, pero al mismo tiempo se agachó y cogió un puñado de tierra que les lanzó a los ojos. Mientras se retorcían, Cale les propinó sendos puñetazos, a uno en los riñones y al otro en el esternón. Cogió las dos dagas y se volvió de frente a Conn, que para entonces se había desembarazado de su amigo, que no paraba de chillar. Todo aquello no le había llevado más de cuatro segundos. Entonces todo quedó en silencio durante mucho rato, mientras Conn y Cale se colocaban frente a frente. La expresión de Conn Materazzi era contenida pero furiosa; la de Cale, absolutamente inexpresiva.
Para entonces, los tres soldados habían regresado corriendo del claustro, en cuya sombra se habían refugiado para tratar de aliviar el calor producido por la armadura.
—Nosotros nos encargaremos de él, Señor —dijo el sargento de armas.
—Quedaos donde estáis —dijo Conn sin alterarse—. Si lo cogéis, voto a Dios que os pasaréis el resto de la vida recogiendo bostas. Estáis obligados a obedecerme.
Eso era cierto. El sargento se retiró un poco, pero indicó a uno de los otros que fuera a buscar más guardias.
«Espero —pensó el sargento— que el chiquillo le dé una buena patada en el culo a ese soberbio capullo».
Pero sabía que eso no iba a ocurrir: Conn Materazzi era un soldado de destreza sin par, un auténtico maestro a la edad de dieciséis años. Podía ser un capullo, pero lo demás también había que reconocérselo.
Conn sacó el Filo, que, aparte de ser utilizado para la ceremonia que había tenido lugar aquel día, no se podía hacer con él otra cosa que guardarlo en el Gran Salón. Desde luego, era demasiado valioso para ser empleado en una lucha. Pero Conn podía argumentar que no tenía otra arma de la que echar mano, y así, por primera vez desde hacía cuarenta años, el Filo fue esgrimido con la intención de matar.
—¡Alto! —gritó Arbell Cuello de Cisne.
Conn no le hizo caso. En materia como aquella, ni siquiera ella tenía voz. Cale no dio muestras de haberla oído. Desde lo alto del tejado, Henri el Impreciso comprendía que no podía hacer nada.
Entonces empezó la lucha.
Conn cortó el aire con el Filo a enorme velocidad, y repitió la acción una y otra vez mientras Cale retrocedía, parando cada golpe con las dos dagas de ceremonia, que pronto estuvieron tan melladas como una sierra. Conn se movía, paraba y esquivaba con gracia y celeridad más propias de un bailarín que de un espadachín. Cale seguía retrocediendo, logrando a duras penas parar cada uno de los golpes que Conn le lanzaba a la cabeza, al corazón, a las piernas, a cualquier punto donde encontrara un hueco. Y no se oía nada salvo la extraña música de las estocadas del Filo, que sonaba casi como un instrumento afinado, y la sorda respuesta de las dagas.
Conn Materazzi arremetía y Cale paraba, una estocada por arriba, la siguiente por abajo, pero retrocediendo siempre. Al final, Conn lo acorraló contra un muro y Cale no pudo seguir retrocediendo. Una vez lo tuvo a su merced, Conn retrocedió un poco, cubriendo todo movimiento que Cale pudiera intentar hacia un lado o hacia el otro.
—Vos peleáis igual que muerden los perros —le dijo a Cale. Pero el rostro de Cale siguió sin revelar ninguna emoción. Era como si no le hubiera oído.
Conn se movió entonces de un lado a otro, dando algunos pasos elegantes que indicaban, a aquellos que le observaban, que se preparaba para entrar a matar. Estaba exaltado, experimentando el éxtasis de saber que no volvería a ser el mismo.
Para entonces habían llegado al jardín otros veinte soldados, algunos de ellos arqueros, aunque los había refrenado el sargento de armas, que los había hecho respetar un semicírculo de varios metros de distancia. El sargento comprendía, igual que todos los demás, en qué iba a consistir el final. Pese a las órdenes de Conn, sabía muy bien que habría tenido problemas si hubiera recibido algún daño. Lo lamentaba de verdad por aquel muchacho que se había quedado fijo al muro mientras Conn levantaba la espada para asestar el último golpe. Pero Conn la mantuvo en alto, esperando descubrir el terror en los ojos de Cale. Y, sin embargo, la expresión de Cale no cambió: seguía inexpresivo y ausente, como si ya no hubiera alma en su interior.
«Terminad de una vez, cerdo», pensó el sargento.
Entonces Conn asestó el golpe. No es posible decir lo rápido que el Filo cortó el aire: comparado con él, el rayo se mueve con lentitud. Esta vez Cale no paró el golpe, simplemente se hizo a un lado, apenas lo suficiente. La espada no encontró su objetivo, pero le faltó el grosor de un pelo. Entonces Conn lanzó otro golpe, y volvió a fallar. Y después lanzó de frente la espada, y Cale la esquivó, pese a que había sido rápida como el salto de una serpiente.
Entonces Cale atacó por primera vez. Conn lo paró, pero por poco. Golpe tras golpe, fue retrocediendo hasta que volvieron casi al mismo sitio en que había empezado la lucha. Conn tenía la respiración agitada, y el creciente temor le hacía jadear. Su cuerpo no estaba habituado al terror, y la presencia de la muerte se rebelaba contra su enorme destreza y sus años de entrenamiento. Se le crispaban los nervios y se le ablandaban las tripas.
Entonces Cale se detuvo.
Retrocedió un paso de sorprendente amplitud y miró a Conn de arriba abajo. Hubo una pausa de uno o dos segundos, y entonces Conn volvió a golpear, furioso. El Filo silbó al cortar el aire. Pero Cale se movió antes incluso de que comenzara el golpe, y paró el Filo con una daga al tiempo que clavaba la otra hasta el fondo en el hombro de Conn.
Con un grito de sorpresa y dolor, Conn dejó caer la espada al tiempo que Cale lo retorcía y le rodeaba el cuello con el antebrazo, apuntando con la otra daga al estómago de Conn.
—Estaos quieto —le susurró en voz baja y al oído, y después les dijo a los soldados que se acercaban para detenerlo—: Quedaos donde estáis, o atravesaré a este gusano —y le metió a Conn la daga en el estómago para dar fuerza a sus palabras.
Aterrorizado, el sargento ordenó a sus hombres con un gesto que se quedaran quietos.
Al mismo tiempo, Cale había apretado tanto el cuello de Conn que no le dejaba respirar. Volvió a susurrarle al oído:
—Antes de que os vayáis, Señor, os diré algo para que os llevéis con vos: la lucha no es un arte.
Entonces Conn perdió el conocimiento y cayó como un muñeco, sujeto por Cale, que ya había aflojado la presión sobre su cuello.
—Sigue vivo, sargento, pero dejará de estarlo si os hacéis el valiente. Voy a coger la espada, y espero que os comportéis.
Cargando el considerable peso de Conn, Cale se agachó lentamente para coger el Filo. Cuando lo tuvo en su poder, volvió a levantarse, sin dejar de observar a los soldados. En aquel momento entraban más y más por las puertas de fuera, hasta que se congregó allí cerca de un centenar.
—¿Dónde vais a ir, hijo? —preguntó el sargento.
—La verdad es que no lo he pensado —respondió Cale.
Entonces Henri el Impreciso gritó desde el tejado:
—Prometed que no le haréis daño, y él lo soltará.
Sorprendidos, los soldados respondieron a aquel primer intento de negociación lanzando tres flechas en dirección de Henri, que se agachó y desapareció de la vista.
—¡Alto! —gritó el sargento—. ¡El próximo que ataque sin recibir órdenes se pasará cincuenta y un años limpiando las letrinas! —Se volvió hacia Cale—. ¿Qué os parece la idea, hijo? Sobadlo y no os haremos daño.
—¿Y después?
—No puedo aseguraros nada. Haré lo que pueda. Diré que esos chicos os estaban acosando. Si es que me quieren escuchar… ¿Qué alternativa os queda?
—¡Cale, haz lo que te dice! —gritó Henri el Impreciso desde el tejado, con cuidado esta vez de no asomar más que la cabeza.
Cale esperó un instante, aunque era obvio lo que tenía que hacer. Apartando el Filo de la garganta de Conn, buscó a su alrededor un lugar en que colocarlo. Tuvo suerte: justo dos pasos por detrás, que dio con extremo cuidado, quedaba un viejo trozo de muralla, y por debajo de la altura de la rodilla se encontraban dos enormes peñas que hacían de cimientos. Metió el Filo por entre las dos piedras hasta más de un palmo de profundidad.
—¿Qué estáis haciendo, muchacho? —gritó el sargento.
Y entonces Cale dejó caer al suelo al inconsciente Conn Materazzi, se volvió hacia la espada, y con toda su fuerza presionó contra las piedras. El Filo, tal vez la espada más grande en la historia del mundo, se torció y después se partió con un sonido como el tañido de una campana: ¡TING!
Todos a la vez, los soldados ahogaron un grito. Cale miró al sargento, y entonces tiró al suelo tranquilamente la mitad del Filo que sujetaba en las manos. El sargento se dirigió a él, y le cogió a uno de los soldados una cadena con cerradura.
—Volveos, muchacho.
Cale hizo lo que se le pedía. Mientras le ataba las manos, le dijo al oído:
—Esa es la última idiotez que haréis, hijo.
Uno de los médicos-soldado, que eran uno de cada sesenta hombres en el ejército Materazzi, examinó al inconsciente Conn. Le dirigió al sargento un gesto afirmativo y, a continuación, examinó a los otros. Entonces Arbell Cuello de Cisne traspasó el círculo que rodeaba a Conn y le tomó el pulso. Una vez satisfecha, se levantó y miró a Cale, que estaba sujeto por dos soldados. Él le devolvió una mirada calma e inexpresiva.
—Espero que no me olvidéis por segunda vez —dijo antes de que se lo llevaran los soldados.
Pero entonces Cale tuvo un golpe de suerte. Henri el Impreciso no había subido solo al tejado. Igual de curioso, aunque menos preocupado por la suerte de Cale, Kleist había seguido a Henri el Impreciso. En cuanto comenzó la lucha, Henri le había pedido a Kleist que buscara a Albin.
Kleist había encontrado a Albin en el único lugar en el que se le ocurría que pudiera estar. En un instante, salió de su gabinete y les pidió a sus hombres que lo acompañaran. Y de esa manera, Albin llegó justo cuando cuatro soldados sacaban a Cale del jardín y se lo llevaban hacia la cárcel de la ciudad, un lugar donde tendría suerte si conseguía sobrevivir toda la noche.
—Nosotros nos haremos cargo —dijo Albin, respaldado por diez de sus hombres, vestidos con su uniforme de chaleco y sombrero hongo negro.
—El sargento de armas nos ha dicho que lo llevemos a la cárcel —dijo el más veterano de los soldados.
—Soy el capitán Albin, de Asuntos Internos, responsable de la seguridad en la Ciudadela. Así que entregádmelo o ateneos a las consecuencias.
La imponente autoridad de Albin y sus diez duros «buldogs», como los llamaban con poco cariño, intimidaron a los soldados, que raramente entraban en la Ciudadela y se sentían incómodos en un enfrentamiento en un lugar que les resultaba extraño. Sin embargo, el más veterano insistió.
—Tendré que consultar al sargento de armas.
—Consultad con quien deseéis, pero es nuestro prisionero y se viene con nosotros.
Diciendo esto, Albin hizo un gesto a sus hombres para que avanzaran, y los soldados soltaron a Cale con muchas dudas. El veterano hizo a su vez un gesto dirigido a uno de los otros, que regresó al jardín en busca de ayuda, pero para entonces los «buldogs» ya se habían llevado a Cale y, cargando con él, habían emprendido camino por el laberinto de sinuosos callejones que entraban y salían de la Ciudadela. Para cuando llegó la ayuda, ya no se les veía.
Diez minutos después, Cale era encerrado en una de las celdas privadas de Vipond, y el carcelero forcejeaba en los grilletes. Veinte minutos más tarde, era liberado de las cadenas, y se quedaba en pie en medio de la penumbrosa celda, mientras cerraban la puerta tras él. Tenía otra celda a cada lado de la suya, separada en parte por un muro y en parte por barras. Cale se sentó y comenzó a considerar detenidamente lo que había hecho. No eran pensamientos alegres, pero al cabo de unos minutos fueron interrumpidos por una voz que provenía de la celda de la derecha.
—¿No tendréis tabaco?