13

Tras dejar a sus cien hombres y sus perros en un pueblo, cincuenta kilómetros atrás, el redentor Roy Stape, explorador de la partida de rastreo del sur, fue cabalgando hasta Menfis en un estado de inquietud como no había experimentado en toda su vida. Aquella incomodidad no era ninguna tontería, dado que Stape había vivido muchas experiencias infernales, y provocado otras tantas. Pero en aquel momento, cuando se acercaba a Ciudad Kitty, sentía que se internaba en el lugar más semejante al verdadero infierno que pudiera encontrarse en la tierra. Al acercarse a la entrada iluminada con colores chillones de aquel arrabal de pesadilla, se detuvo, se bajó del caballo, y lo llevó de la brida los últimos metros. Incluso a aquellas horas tardías, seguía habiendo visitantes y vecinos que pasaban sin parar ante los guardias. Los guardias ignoraban a la mayoría, pero registraban a algunos.

—No podéis meter eso aquí —dijo uno de los guardias señalando al caballo—. ¿Vais armado?

«Hasta los dientes», pensó Stape, pero explicó:

—No deseo entrar. Traigo una carta para Kitty la Liebre.

—Nunca he oído hablar de él. Ahora, ¡marchaos al infierno!

Lentamente, observado con atención por los guardias, Stape metió la mano en las alforjas del caballo y sacó dos bolsas, una mucho más grande que la otra. Cogió la más pequeña.

—Esto es para que lo compartáis. La otra es para Kitty la Liebre.

—Entregádmelas. Me encargaré de hacerlas llegar a su destino. —Los guardias, cinco en total, que eran enormes y habían sido cuidadosamente elegidos por su falta de simpatía, empezaron a rodear a Stape—. Volved mañana o, mejor aún, pasado mañana.

—Guardaré el dinero hasta entonces.

—No, no es eso lo mejor —dijo el guardia—. Nosotros lo cuidaremos bien.

Se movió hacia Stape tan rápido como pudiera hacerlo un hombre de más de cien kilos de peso, y le cogió el dinero. Parecía que Stape transigía. Dejó caer los hombros, como derrotado. Entonces, cuando el guardia le dio un empujón en el pecho, él sencillamente cruzó sus manos por encima de las del guardia y lo empujó hacia el suelo. Se oyó un chasquido no especialmente fuerte y un grito de agonía, mientras el guardia caía de rodillas. Los otros, sorprendidos por aquel movimiento repentino, se abalanzaron sobre él. Pero apenas habían empezado a hacerlo cuando vieron la punta de la espada corta que Stape acababa de ponerle al guardia en el cuello. No resultó necesario el grito del guardia, pidiéndoles que permanecieran donde estaban.

—Ahora traedme a alguien con autoridad, y aprisa. No tengo intención de quedarme en esta cloaca más tiempo del necesario.

Veinte minutos después, Stape se sentaba en una antesala. Seguía inquieto, pese al hecho de que se trataba de una de las estancias más agradables que hubiera visto en su vida: recubierta con maderas de cedro y sándalo, era una muestra de suntuosa sencillez, y olía de manera tan sutil y grata a los sentidos que estuvo tentado de cortar un trozo y llevárselo con él. Y esa inquietud no se debía a la lucha que había tenido lugar en las puertas de Ciudad Kitty, sino a lo que había visto después de que le permitieran la entrada. El hombre que había supervisado las matanzas de Odessa y el bosque Polaco, famoso incluso en la lista de atrocidades que caracterizaban las guerras del frente oriental, estaba turbado por las cosas que había visto en los últimos cinco minutos. Al final de la antesala se abrió una puerta, y un anciano avanzó hacia él y le dijo cortésmente:

—Kitty la Liebre os atenderá ahora.

Cuando la puerta se abrió, un curioso olor llegó hasta él. Era un olor solo levemente desagradable y un poco dulce, aunque de un dulzor que a Stape Roy le erizaba los pelos de la nuca. Estaba seguro de que nunca lo había olido, y, aun así, algo había en él que parecía una advertencia, algo que, pese a su coraje feroz, le hacía sentirse incómodo. Ya profundamente alterado por las escenas contempladas en Ciudad Kitty, caminó hacia la puerta, y cuando la hubo atravesado, el viejo, quedándose en la antesala, cerró la puerta tras él.

La estancia era oscura pero estaba iluminada de manera muy estudiada, de tal forma que el suelo se veía con claridad. Más arriba de un metro, sin embargo, no se podían distinguir sino contornos oscuros. Había alguien sentado ante una mesa, en el centro de la estancia, pero era como si aquella persona estuviera hecha de sombra.

—Por favor, poneos cómodo, Padre.

Aquella voz… No se parecía a nada que hubiera oído nunca. No tenía el tono de la crueldad, ni el silbido de la malevolencia, no había en ella sombra de amenaza, todos ellos tonos con los que estaba familiarizado desde hacía tanto tiempo que ni podía recordarlo. Se parecía más al zureo de una paloma, a un suspiro de tristeza inconmensurable, a un maullido profundo. Era, por algún motivo, la cosa más horrible que hubiera oído jamás. El sonido parecía resonar en su estómago como la nota más profunda jamás oída del órgano de la gran catedral de Kiev. Notó que se empezaba a marear.

—No tenéis buen aspecto, Padre —zureó la voz—. ¿Queréis un poco de agua?

—No, gracias.

La voz de Kitty la Liebre lanzó un suspiro como de honda preocupación, que fue, para Stape, como ser besado por algo inimaginablemente nauseabundo.

—Vamos al asunto, pues.

El redentor necesitó toda su fuerza de voluntad para responder, una fuerza demostrada tantas veces en la quema de apóstatas y en la matanza general de inocentes.

Respirar profundamente no le sentó bien, pues hizo más intenso aquel horrible olor dulce.

—Es cierto —dijo Kitty la Liebre—, que los cuatro jóvenes que buscáis están en Menfis.

—¿Podéis capturarlos?

—¡Ah, redentor, todo el mundo puede ser capturado! ¿Los queréis vivos?

—¿Podéis hacerlo? —Al pobre Roy Stape le costaba un esfuerzo ímprobo no desmayarse.

—No lo haré, Padre. No os conviene.

Entonces emitió un sonido que podía ser una risa suave, o tal vez no. La puerta se abrió y el viejo que le había hecho pasar le dijo:

—Si venís por aquí, redentor, yo concluiré los aspectos pendientes.

Diez minutos después, y todavía blanco como el papel, el redentor Roy Stape se iba recobrando de su horrible entrevista con Kitty la Liebre.

—¿Os sentís mejor, Padre? —preguntó el viejo. Stape lo miró.

—¿Qué clase de…?

—No hagáis preguntas que podrían parecer ofensivas —interrumpió el viejo—. Es poco prudente en este lugar resultar insultante con ese tipo de cosas. —El viejo respiró hondo—. Bien, esta es la situación: vos deseáis que saquemos a esas cuatro personas de la ciudad vieja. Esto es factible, pero no lo haremos porque interfiere con intereses muy próximos a nuestro corazón.

—Entonces partiré e informaré a mi Señor. Él quiere oír de inmediato las malas noticias.

—Sed razonable, redentor —dijo el viejo—. Vestidme despacio, que tengo prisa. No les quitaremos el ojo de encima. En algún momento tendrán que salir de la ciudad. Os lo haremos saber. Entonces, como gesto de buena voluntad, os los entregaremos sin que sufran ningún daño. Lo prometo.

—¿Dentro de cuánto tiempo?

—Dentro del tiempo que haga falta, redentor. Cumpliré lo que prometo, pero permitidme que hable con claridad: si hacéis algún intento de capturarlos por vuestra cuenta, Kitty la Liebre lo considerará un ataque a sus intereses.

Se oyó un golpe en la puerta.

—Entrad.

La puerta se abrió, y entraron dos guardias.

—Estos hombres os escoltarán hasta las puertas de Ciudad Kitty. Como gesto de hospitalidad, le hemos dado de comer y beber a vuestro caballo. Id con Dios.

Al salir del edificio, el aire de Ciudad Kitty lo recibió como una bofetada en el rostro. ¡Aquel ruido, aquella gente! Era como un ciego que recupera la vista y lo primero que ve es el arco iris del infierno, o como un sordo que recupera el oído para escuchar los sonidos del fin del mundo. Había gente que berreaba con sus lucíluos, mauyas con las yayas colgando a la vista de todo el mundo, benjamines en jemima, que no paraban de gritar: «Compaños, venid y tras tras». Había burtones con sus alabarderos desnudos, intermediarios lanzando gritos de agonía, abuelas con los bungos nipos pintados de carmín clamando por mitad y mitad, hugonotes vendiendo el culipatio al más alto postor y pibes majaras de larga lengua buscando una paloma entre dobles manzanas. Asustado y horrorizado hasta la inmovilidad, el redentor Stape soltó de pronto un grito de profundo odio y disgusto. Entonces, para asombro de los dos guardias que lo escoltaban, empezó a correr y salió por las puertas exteriores de Ciudad Kitty, internándose en la noche como alma que lleva el diablo.

IdrisPukke se hallaba sentado en una zanja, bajo la lluvia, a cincuenta kilómetros de distancia del último pueblo protegido por Menfis. No había por allí nada seco con lo que prender un fuego, y aunque lo hubiera habido, encenderlo habría sido demasiado peligroso. En las últimas veinticuatro horas no había comido más que media patata, que para colmo de males estaba ya casi podrida. ¿Cómo había descendido a aquella situación un hombre que había tenido tres ejércitos a su mando, al que habían prestado oído reyes y emperadores, y que había deshonrado a una generación casi entera de hermosas hijas del nabab de aquí y del sátrapa de allá? Esta es una buena pregunta cuya respuesta IdrisPukke conocía bien. Hay gente que tienta a la suerte con demasiada frecuencia, pero él lo hacía a diario. Había cosechado donde no había sembrado; le habían ofrecido la mano y se había tomado el brazo; se había enriquecido seis veces y arruinado siete. En cuanto a sus siete vidas, hacía tiempo que las había consumido. No se podía negar ni su ingenio ni su brillantez como soldado en el campo de batalla; y tanto su destreza con las armas como su discernimiento político habían causado admiración en todo el mundo conocido, lo que equivale a decir que se había dictado sentencia de muerte contra él en todas partes, salvo en aquellos lugares donde cosas tales como juicios y sentencias se consideraban tediosas formalidades sin sentido. En resumen: no había estado al que IdrisPukke pudiera escapar sin riesgo a ser sumergido en agua hirviente, o destripado, o quemado en la pira, o colgado en la horca, y a menudo las cuatro cosas juntas y varias veces cada una. Empapado, exhausto y padeciendo una indigestión de mil demonios a causa del estado de su último almuerzo, el más grande mercenario que hubiera conocido el mundo se veía obligado, así pues, a meterse en una zanja para esconderse de uno de los soldados y cazarrecompensas que lo perseguían, que eran varias docenas. Durante el mes anterior, lo habían capturado en dos ocasiones y se había escapado casi de inmediato. Pero el verdadero problema con el que se enfrentaba era que no tenía ningún lugar al que escapar: lo único que IdrisPukke podía hacer era encogerse de hombros y pagar las consecuencias.

¡CHAS!

Sin pensarlo, IdrisPukke se puso de rodillas y empezó a gatear por la zanja lo más rápido que podía.

—¡Teas, luces! ¡Nos ha visto!

Por todas partes, el resplandor de las teas iluminó el negro impenetrable de los campos. Pero lo que les servía de ayuda a ellos, también le era de ayuda a IdrisPukke, que en aquel momento pudo distinguir a treinta metros de distancia una maraña de árboles.

Raudo como un perro, echó a correr hacia allí, pero resbalaba en el barro.

—¡Ahí!

Lo habían descubierto. Mientras corría, podía distinguir la luz de las teas, que todas juntas avanzaban hacia él. De un momento a otro podía dar con él una flecha, o una espada que le deparara una muerte terrible. Jadeando, temeroso, trató de correr, y lo haría mientras siguiera estando libre y pudiera moverse. Tenía que llegar a los árboles. Resbalando, se propuso salir de la zanja, y justo cuando llegaba arriba recibió un golpe.

¡CRAC!

Se quedó de pie por un momento. El mundo se había detenido en un destello de luz y dolor. Después recibió otro golpe, y cayó hacia atrás. Antes de llegar al suelo de la zanja y de que su cabeza recibiera otro terrible golpe, IdrisPukke estaba ya inconsciente. Cuando despertó, un gorila enorme y peludo le había agarrado firmemente ambos pies con una sola mano y, como quien no quiere la cosa, le sacudía la cabeza contra un muro de ladrillo, como la señora que sacude una alfombra cansinamente. Entonces se detuvo, y el gorila lo levantó hasta poner su cara a la altura de la de él, para mirarlo fijamente a los ojos. Sabía que se trataba de un gorila porque había visto uno en el circo de Arnhemland. Aquel era mucho más grande, su respiración era caliente y húmeda, y olía a carne podrida de un mes. Por el hocico le caían enormes velas de moco verde.

—Seguís vivo, pues —dijo el gorila. Pero hasta aquel momento no comprendió IdrisPukke, con cierto alivio, que seguía inconsciente y soñando. Entonces el gorila siguió golpeándole la cabeza contra el muro de ladrillo.

Se forzó a abrir los ojos, con lo que aquella escena se desvaneció para convertirse en un carro de granjero al que iba atado de pies y manos. A cada sacudida que daba el carro por aquel terreno lleno de surcos, la cabeza le pegaba contra el tablero lateral.

Tomó aliento para ayudarse a recobrar la conciencia, y separó la cabeza hacia el centro del carro. Qué agradable es dejar de darse cabezazos contra la pared, qué gran verdad. Pero entonces regresó el dolor y dejó de sentirse agradecido. Gruñó.

—Estáis despierto, ¿no es así?

Se trataba de un soldado y no de un cazarrecompensas, lo que le hacía pensar que había caído en manos de gente que tal vez tuviera que someterse a ciertas formalidades antes de infligirle daño. Eso suponía una posibilidad de huida. El soldado le hincó en el estómago el extremo no afilado de su lanza corta.

—Os he preguntado con cortesía, y espero una respuesta igual de cortés.

—Sí, estoy despierto —gruñó IdrisPukke—. ¿Adónde me lleváis?

—Cerrad el pico. Me dijeron que no hablara con vos bajo ningún pretexto, aunque no veo por qué. No me parecéis gran cosa. —Y tras volver a clavarle el lado romo de la lanza, el soldado se recostó y no volvió a decir palabra.