11

Los últimos tres kilómetros hasta las puertas de la muralla de Menfis consistían enteramente en mercados de diverso tipo. Los muchachos contemplaban todos aquellos ruidos, aromas y colores con los ojos como platos y casi abrumados. Para cualquier viajero aquello habría sido una experiencia inolvidable durante el resto de sus días, pero para tres chicos cuyo alimento básico era algo llamado pies de muertos, aderezado con alguna rata ocasional, aquello parecía el mismísimo cielo, pero un cielo más extraño y rico de lo que pudieran haber imaginado nunca. Cada vez que respiraban absorbían el aroma del comino y el romero, y junto con ello el sudor de un cabrero que vendía cabras, el aceite de mandarina con que se había rociado una mujer, el tufo de la orina y la fragancia de las rosas. Había gritos por todas partes, graznidos de loros que se disponían a cocinar, maullidos procedentes del favorito del gourmet: el gato estofado de Menfis, zureos de palomas destinadas al sacrificio, ladridos de perros criados en las colinas que rodeaban la ciudad para el asado de los días de fiesta; los cerdos gruñían, las vacas mugían. Un pescadero soltó un grito cuando el lucio que estaba a punto de limpiar se le escurrió de las manos y encontró el camino de la libertad por la boca de una cloaca. El pescadero gritaba lamentando su pérdida, y la multitud reía, burlona.

Siguieron camino: gritos incomprensibles de los vendedores: «¡Guidi guidi guiiiiiii!», pregonaba un hombre que parecía vender los sonrosados y brillantes rabos de vaca que tenía metidos en un cofre, pelados y del color del algodón de azúcar. «Echi guda munda», exclamaba otro, mostrando las verduras en la mano, que balanceaba de un lado para otro con toda la petulancia de un mago que acabara de hacerlas aparecer del aire: «¡Compraaaaaad mis verduraaaaas, eeeeeh! ¡Tomaaaaates maduuuros, deliciooooosas piñas, miraaaaaad qué hieeeerbas de mi hermoooooooosa huerta!».

Algunos puestos ocupaban muchísimo sitio, en tanto que en un rincón, un viejo medio desnudo saltaba de un pie al otro sosteniendo en alto un andrajo que contenía dos huevos moteados que intentaba vender.

Con la boca abierta, Henri el Impreciso miró a la izquierda y vio una recua de niños de unos nueve años, atados por una cadena al cuello, que llevaban hacia una cancela vigilada por enormes hombres con chaqueta de cuero, que los hacían pasar con un gesto de la cabeza. Los niños no parecían preocupados, pero lo que realmente le alarmó a Henri el Impreciso era que tenían los labios pintados de rojo y los ojos espolvoreados con un delicado azul.

Henri el Impreciso llamó a uno de los soldados que estaban cerca. El les hizo un gesto a los chicos indicando el edificio que había tras la cancela, pintado de colores chillones y más abarrotado aún que el mercado.

—¿Qué pasa ahí?

El soldado miró a los muchachos, y su cara palideció del disgusto.

—Eso es Ciudad Kitty. No vayáis ahí nunca. —Se quedó callado, y miró con tristeza a Henri el Impreciso—. No vayáis nunca si podéis evitarlo.

—¿Por qué lo llaman Ciudad Kitty?

—Porque está dirigido por Kitty la Liebre. Y para que no hagáis más preguntas, os diré que ni es una mujer ni es una liebre. No os acerquéis.

Cuando entraron, dejando atrás a los guardias, en lo que era propiamente la ciudad de Menfis, el cambio fue instantáneo: de la aglomeración, ruido y olores del mercado a la fresca profundidad de un túnel. Tras los casi treinta metros de oscuridad bajo la muralla, emergieron de nuevo a la luz. Y allí, de nuevo, se trataba de un mundo diferente. Los edificios, algunos viejos, otros nuevos, daban a plazas con jardines y fuentes en el centro, donde la gente se sentaba a leer o formaba grupos para chismorrear, mientras los niños jugaban. Solo la presencia de los muchachos, sucios, exhaustos y ordinarios, empañaba el aspecto de una ciudad que resultaba por todas partes elegante y bella. Casi nadie los miraba, pero no parecía que los ignoraran, sino simplemente que no los veían. Salvo los niños pequeños, con el pelo dorado y rizado, que se los comían con los ojos desde detrás de delicadas verjas de hierro.

Entonces hubo un gran revuelo en una de las calles que había por encima de ellos, y veinte caballeros de librea roja y dorada entraron en la plaza escoltando un carruaje muy decorado. Se dirigieron a toda prisa hacia la caravana, al carromato cubierto en que yacía inconsciente el Señor Vipond. El carruaje abrió sus dos anchas puertas, y tres hombres de aspecto importante se apresuraron hacia él y se metieron dentro. Se quedaron cinco minutos en pie, aguardando en la fresca brisa, bajo las sombras de los árboles que cubrían la plaza.

Una niña pequeña, de unos cinco años, se dirigió sin que la viera su madre, que estaba chismorreando, hasta la barrera más próxima a los tres acólitos.

—¡Eh, tú, chico!

Cale la miró con toda la hostilidad que pudo.

—¡Sí, tú!

—¿Qué…? —preguntó Cale.

—Tienes cara de cerdo.

—Vete.

—¿De dónde vienes?

Volvió a mirarla.

—Del infierno, y he venido para llevarte de noche y comerte.

Ella medito en ello un instante.

—Pues a mí me pareces un chico como los demás. Un chico sucio y normal.

—Las apariencias engañan —dijo Cale.

Entonces Kleist cobró interés.

—Tú verás —le dijo a la pequeña—. Dentro de tres noches entraremos en tu habitación, pero con mucho sigilo para que tu madre no nos oiga. Y entonces te pondremos una mordaza en la boca y seguramente te comeremos allí mismo. Y solo dejaremos los huesos.

La seguridad que tenía en que eran chicos normales y corrientes mermó un poco. Pero no era una niña que se asustara con facilidad.

—Mi papá te cogerá y te matará.

—No, tu papá no me cogerá porque también nos lo comeremos a él. Seguramente nos lo comeremos primero, para que sepas lo que te espera.

Cale se rio al oír esto, y negó con la cabeza ante el placer que manifestaba Kleist en la conversación.

—Deja de animarla —dijo sonriendo—. Tiene pinta de chivata.

—¡No soy chivata! —dijo la niña, indignada.

—Tú ni siquiera sabes lo que es eso —dijo Kleist.

—Sí que lo sé.

—¡Cállate! —susurró Cale.

La madre de la niña por fin la echaba en falta, y corría hacia ella.

—Ven aquí, Jemima.

—Estaba hablando con los niños sucios.

—¡Cállate, atrevida! No debes hablar así de esos desgraciados. Lo siento —les dijo a los chicos—. Discúlpate, Jemima.

—No.

Comenzó a arrastrarla.

—¡Entonces no habrá postre para ti!

—¿Y para nosotros? —preguntó Kleist—. ¿No nos podríamos comer su parte?

En aquel instante hubo movimiento delante de ellos, y seis soldados de la casa levantaron para después bajar el cuerpo del Canciller Vipond ante la mirada de preocupación de los tres hombres. Lo llevaron al carruaje y con mucho cuidado lo metieron dentro. Un minuto después, el carruaje había abandonado la plaza, y la caravana lo seguía lentamente.

Tres horas después, habían entrado en la última torre, los habían llevado a las mazmorras, los habían desnudado, registrado, y les habían echado tres cubos de agua helada que olían a desagradables productos químicos que no les recordaban a nada. Después les habían devuelto la ropa, rociada con unos polvos blancos que picaban, y los habían encerrado en una celda. Permanecieron sentados en silencio durante unos treinta minutos hasta que Kleist lanzó un suspiro, diciendo.

—¿De quién fue la idea? ¡Ah, sí! De Cale. No me acordaba.

—La diferencia entre esto y el Santuario —repuso Cale, no muy interesado en responder—, es que aquí no sabemos lo que va a pasar. Si nos hubieran llevado allí, sí que lo sabríamos, e iría acompañado de muchos gritos.

Era difícil discutir aquello, y al cabo de unos minutos se quedaron dormidos.

Durante tres días, el Señor Vipond se fue deslizando hacia la muerte, cada vez más cerca de ella. Muchos fueron los bálsamos y las medicinas que le dieron, las hierbas aromáticas que quemaban día y noche, las tinturas de todo tipo con que le untaban las heridas. Todos estos tratamientos resultaban, o bien inútiles, o bien claramente perjudiciales, y solo el vigor natural y la buena salud de Vipond lo hacían resistir, pese a todos los esfuerzos de los mejores físicos de Menfis. Justo cuando les habían dicho a sus herederos que debían prepararse para lo peor (o, desde su punto de vista, para lo mejor), Vipond despertó y, con voz ronca, pidió que abrieran las ventanas, que se llevaran aquellas perniciosas hierbas, y que lo lavaran con agua hervida.

En cuestión de unos días, contando ya con el aire fresco y con sus defensas naturales capaces de hacer su trabajo, se incorporó en la cama y ofreció un relato de los acontecimientos que le llevaron a quedar enterrado hasta el cuello en la arena del Malpaís.

—Estábamos a cuatro días de Menfis cuando nos encontramos una tormenta de arena, que casi más parecía de piedras que de arena. Eso fue lo que dispersó a la comitiva, y antes de que pudiéramos reagruparnos, nos atacaron los gurrieros. Mataron a todos antes de que reaccionaran, pero por algún motivo decidieron dejarme a mí como me encontrasteis.

El hombre hablaba con el capitán Albin, jefe del servicio secreto de los Materazzi, un hombre alto que tenía ojos azules como una bella muchacha. Aquel rasgo sorprendente estaba en claro contraste con el resto de su apariencia, impasible e intachable (de hecho, parecía que acabaran de plancharle toda la ropa).

—¿Estáis seguro —preguntó Albin— de que no eran más que los gurrieros?

—No soy experto en bandidos, capitán, pero eso es lo que me dijo Pardee antes de morir. ¿Tenéis vos algún motivo para pensar que no fuera así?

—Algunas cosas que no encajan.

—¿Como por ejemplo?

—La manera en que las columnas fueron atacadas parecía muy organizada, y demasiado hábil para tratarse de los gurrieros. Los gurrieros son oportunistas y sanguinarios, y raramente actúan en número suficiente para vencer a soldados como los que llevabais vos, aunque hubieran quedado dispersados por la tormenta.

—Comprendo —dijo Vipond.

—Y además está el hecho de que os dejaran con vida. ¿Por qué lo hicieron?

—Con poca vida.

—Sí, es cierto. Pero ¿por qué se arriesgaron? ¿Por qué correr ese riesgo inútil? —Albin se dirigió hacia la ventana y observó por ella el patio que había abajo—. Os encontraron con un papel plegado metido en la boca.

Vipond lo miró, y revivió la desagradable sensación de que le separaban las mandíbulas, y de los esfuerzos que hacía para respirar antes de desmayarse.

—Lo siento, Señor Vipond, supongo que debe de resultaros terrible. ¿Preferís que vuelva mañana?

—No, no, no pasa nada. ¿Qué ponía en el papel?

—Era el mensaje que llevabais de Gauleiter Hynkel al Mariscal Materazzi prometiendo que llegaríamos a ver la paz.

—¿Dónde está?

—Lo tiene el conde Materazzi.

—No vale de nada.

—¡Ah! —dijo Albin, pensativo—. ¿Eso pensáis? Es interesante.

—¿Por…?

—Dejaros vivo con un mensaje de importancia metido en la boca, parece como si quisieran decir algo…

—¿Como qué?

—El sentido resulta oscuro. Tal vez a propósito. Desde luego, no es el estilo de los gurrieros. Los gurrieros están interesados en el robo y el pillaje, no en mensajes políticos, sean claros o no.

—Pero si se trata de decir algo, ¿no deberían haberlo hecho de manera clara?

—No necesariamente. Hynkel se ve a sí mismo como un tipo gracioso. Sin duda le divertiría simular el ataque a un ministro de los Materazzi, mientras nos desconcierta haciéndonos pensar que hay algo más. —Albin sonrió, desaprobándose a sí mismo—. Pero vos le habéis visto más recientemente. Tal vez no estéis de acuerdo conmigo.

—En absoluto. Fue un anfitrión alegre y no paraba de hacer bromas. Como muchos hombres inteligentes, cree que los demás son idiotas.

—Ciertamente, eso es lo que piensa de nuestro embajador.

Hubo una ligera pausa, y Albin se preguntó si habría sido demasiado indiscreto. Vipond lo observó detenidamente.

—Parece que sabéis muchas cosas —comentó Vipond, invitándolo a seguir.

—¿Muchas cosas? Me gustaría que así fuera. Pero algo sí que sé. Dentro de unos días puede que tenga noticias que aclararán esto en un sentido u otro.

—Os estaré sumamente agradecido si me mantenéis informado. Tengo recursos que os podrían ser de utilidad.

—Naturalmente, Señor.

Albin se sintió muy satisfecho con aquella especie de acuerdo. No se trataba de si podía confiar en Vipond, porque sabía que no podía. La corte de Menfis era un nido de víboras, y nadie que no tuviera dientes afilados y cargados de veneno podría haber llegado a un lugar tan importante como el que ostentaba Vipond. Era irrazonable esperar otra cosa. Sin embargo, tenía la impresión de que avanzaba hacia un entendimiento, y que podía contar con que Vipond no lo traicionaría si no tenía serios intereses en hacerlo.

—Hay un par de asuntos que me gustaría discutir con vos, Señor. Pero, claro está, si os encontráis fatigado puedo volver mañana.

—En absoluto. Por favor…

—Está el extraño hecho de que había cuatro jóvenes con vos cuando Bramley os encontró ente… —Se quedó callado.

—¿Enterrado hasta el cuello?

—Eso es.

—Creía que lo había soñado —comentó el Canciller Vipond—. ¿Tres chicos y una chica?

—En efecto.

—¿Qué hacían?

—¡Ah, creíamos que vos podríais contestar a eso! Bramley quiere ejecutar a los chicos y vender a la muchacha.

—¿Por qué demonios?

—Piensa que son parte de la banda de gurrieros que os atacó.

—Ellos nos atacaron al menos veinticuatro horas antes de que me encontraran. ¿Qué iban a hacer allí si tuvieran algo que ver con los gurrieros?

—Aun así, Bramley quiere ejecutarlos. Dice que deberíamos dejar claro que cualquiera que ataque a un ministro de los Materazzi debe saber lo que le espera.

—Ese Bramley vuestro es un hijo de perra sediento de sangre.

—No es nada mío, gracias a Dios.

—¿Y qué dicen esos niños?

—Que acababan de llegar y estaban a punto de sacaros de allí.

—¿Y vos no les creéis?

—No había señal alguna de que hubieran empezado a excavar —dijo Albin, e hizo una pausa—. Y yo no diría que son niños exactamente. Los chicos tienen trece o catorce años cada uno, aunque parecen muy endurecidos. La muchacha, por el contrario, parece criada entre algodones. Y ¿qué hacían en medio del Malpaís?

—¿Qué dicen ellos?

—Dicen que son gitanos.

Vipond lanzó una carcajada.

—No ha habido gitanos en esta parte del mundo desde que los exterminaron los redentores hace sesenta años. —Se quedó un momento pensativo—. Hablaré yo mismo con ellos dentro de unos días, cuando me encuentre mejor. Pasadme esa copa de agua, si sois tan amable.

Albin alargó la mano hacia la mesita y le entregó la copa a Vipond. En aquel momento parecía muy pálido.

—Os dejo, Canciller.

—¿No dijisteis que había un par de asuntos?

Albin se detuvo.

—Sí. Antes de que os encontrara Bramley, pilló a IdrisPukke merodeando a unos seis o siete kilómetros de distancia.

—Excelente —dijo Vipond, con los ojos iluminados por el interés—. Hablaré mañana con él.

—Por desgracia, escapó.

Vipond ahogó un gruñido de irritación. Tardó casi un minuto en volver a hablar.

—Quiero a IdrisPukke. Si alguna vez cae en vuestras manos, traedlo a mi presencia y no se lo digáis a nadie.

Albin asintió.

—Naturalmente. —Y abandonó satisfecho la estancia de Vipond.

Era el sexto día de su cautiverio en las mazmorras subterráneas de Menfis, pero, pese a la incertidumbre, los tres muchachos tenían la moral alta. Tomaban tres buenas comidas al día, que cualquier persona normal hubiera considerado vomitivas; podían dormir cuanto quisieran, y lo hacían nada menos que dieciocho horas, como si buscaran desquitarse de las privaciones de sueño de toda una vida. Hacia las cuatro de la tarde, el carcelero abrió la puerta de su mazmorra para dejar pasar a Albin, que ya los había interrogado en una ocasión, junto con otro hombre que debía de andar por sus cincuenta y muchos años y que era obviamente persona de importancia.

—Buenas tardes —saludó el Señor Vipond.

Henri el Impreciso y Kleist lo miraron detenidamente desde sus respectivos lechos. Cale estaba sentado con las rodillas levantadas y la capucha caída sobre el rostro.

—Poneos de pie cuando el Señor Vipond entre en la celda —dijo Albin sin levantar la voz. Henri el Impreciso y Kleist se levantaron lentamente, pero Cale no se movió.

—Vos, levantaos y retiraos la capucha. O mandaré a los guardias que lo hagan por vos. —La voz de Albin seguía siendo calmada, tranquila, nada amenazadora.

Hubo una pausa, y entonces Cale se levantó, como despertando de un sueño reparador, y se quitó la capucha. Se quedó mirando al suelo como si encontrara en él algo sumamente interesante.

—Veamos —dijo Vipond—. ¿Me reconocéis?

—Sí —respondió Kleist—. Vos sois el hombre al que intentamos rescatar en el Malpaís.

—Efectivamente —respondió Vipond—. ¿Qué hacíais allí?

—Somos gitanos —dijo Kleist—. Nos habíamos perdido.

—¿Gitanos de qué tipo?

—Eh… del tipo normal —respondió Kleist, sonriendo.

—El capitán Bramley piensa que intentabais robarme.

Kleist lanzó un suspiro.

—Es un hombre malo, ese capitán Bramley, un hombre muy malo. Lo único que hacíamos era salvar a una persona importante como vos, y va y nos encadena como si fuéramos delincuentes y nos encierra aquí. Vaya agradecimiento.

Había una sorprendente y alarmante alegría en la manera en que Kleist contestaba al hombre que tenía delante, como si no solo no esperara que le creyera, sino que le diera igual. Hasta entonces, Vipond solo había visto aquel tipo de insolencia en hombres a los que había llevado a la horca, y que sabían que no tenían nada que ganar ni que perder.

—Íbamos a socorreros —aseguró Henri el Impreciso, y realmente decía la verdad, por lo que se refería a él.

Vipond miró a Cale.

—¿Cómo os llamáis?

Cale no respondió.

—Venid conmigo.

Se dirigió hacia la puerta. El carcelero se apresuró a abrirla. Vipond se volvió a Cale.

—Vamos, muchacho, ¿es que sois sordo además de insolente?

Cale miró a Henri el Impreciso, que asintió, como apremiándolo a obedecer. Cale no se movió por un instante, pero después avanzó lentamente hacia la puerta de la mazmorra.

—Venid con nosotros si sois tan amable, capitán Albin.

Vipond salió, seguido por Cale, y con Albin detrás, que soltó el dedo de la espada que llevaba enfundada en la vaina. Kleist se acercó a las barras cuando se cerró la puerta de la mazmorra.

—¿Y yo? A mí también me apetece un paseo.

Entonces los dos muchachos oyeron que abrían la puerta exterior. Cale salió.

—¿Estás seguro —preguntó Henri el Impreciso— de que estás bien de la cabeza?

Cale se encontró en un agradable patio, con una hermosa explanada de hierba en el centro. Comenzaron a caminar por el sendero que seguía los muros. Cale iba al paso del Canciller Vipond.

—Siempre he creído en el principio —dijo Vipond, después de caminar con él en silencio durante un minuto más o menos— de que uno no debe decirle a su mejor amigo nada que no pueda decirle a su peor enemigo. Pero esta es una de esas ocasiones, por lo que a vos concierne, en que la sinceridad es con mucho la mejor estrategia. Así que no quiero oír tonterías sobre gitanos ni de ningún otro tipo. Quiero saber la verdad sobre quiénes sois y qué es lo que hacíais en el Malpaís.

—Queréis la verdad tal como se la diría a mi mejor amigo.

—Tal vez no sea vuestro mejor amigo, jovencito, pero soy vuestra mejor esperanza. Decidme la verdad y tal vez esté dispuesto a tomarme con generosidad el hecho de que, mientras la chica y el abobado querían socorrerme, vos y el granuja ese erais partidarios de dejarme allí.

Cale lo miró.

—Ya que vamos a decir la verdad, Señor, ¿no creéis que de hallaros en nuestra piel, también vos lo habríais pensado dos veces antes de hablar, por miedo a las consecuencias?

—Naturalmente. Y ahora vamos a ello. Y sabed que si pienso que me mentís, os entregaré a Bramley en menos que canta un gallo, y sin hacer preguntas.

Cale se quedó unos segundos en silencio, y después lanzó un suspiro, como si acabara de tomar una decisión.

—Los tres somos acólitos de los redentores, del Gran Santuario de Shotover.

—¡Ah, la verdad…! —dijo Vipond, sonriendo—. Tiene un halo a su alrededor que hace que se la reconozca, ¿no os parece? ¿Y la muchacha?

—Estábamos buscando comida por túneles clausurados por los redentores. Nos la encontramos en un lugar del que no habíamos oído hablar. Había otras como ella.

—¿Mujeres en el Santuario? ¡Qué extraño! O tal vez no…

—Nos descubrieron con la chica, y no tuvimos otra escapatoria. Tuvimos que darnos a la fuga.

—Un gran riesgo, me parece.

—No hubiéramos tenido ninguna posibilidad si nos quedábamos.

—Supongo. —Pensó durante un minuto más o menos en lo que acababa de escuchar, mientras los dos caminaban lentamente, uno al lado del otro, por el patio—. ¿Y el Malpaís?

—Era el mejor lugar para ocultarse. No se puede ver a mucha distancia, a causa de los montículos y las crestas del terreno.

—Los redentores rastrean con perros. He visto uno de ellos: son feos como demonios, pero muy buenos rastreadores.

—Yo había averiguado cómo neutralizarlos —explicó Cale, omitiendo el detalle de la doble fuga. Porque aquella huida, tal como había ocurrido, podía ser verdad, pero, dijera lo que dijera Vipond, a veces la verdad no suena a verdad. Y, además, tras el intento no muy logrado de Kleist de fingir que eran gitanos, habían acordado contar la historia real, pero sin entrar en detalles. Estaba claro que lo que les habían dicho los redentores sobre los gitanos era mentira: lo que había ocurrido hacía sesenta años no había sido un ataque traicionero al Santuario seguido por una comedida expedición de castigo para enseñar a los gitanos a comportarse en lo sucesivo. Debían de haberlos matado a todos, hasta el último niño.

—¿Nos entregaréis a la partida de rastreo de los redentores?

—No.

—¿Por qué no?

Vipond se rio.

—Buena pregunta. La verdad es que no tenemos razón para hacerlo. No tenemos relaciones diplomáticas. Solo tratamos con ellos a través de la Dueña.

—¿Qué es la Dueña?

—¿Sabéis lo que es un mercenario?

—Sí: alguien que mata por un salario.

—Pues la Dueña son mercenarios a los que se les paga para que negocien en vez de matar. Tenemos tan pocos tratos con los redentores que nos sale más barato pagar a alguien para que negocie en nuestro nombre. Ha llegado la hora de cambiar eso, me parece. Creo que hemos hecho mal en no enterarnos de nada todo este tiempo. Vosotros podríais sernos muy útiles. Su guerra en el frente oriental los ha tenido ocupados durante cien años. Tal vez planean algo aquí, o en otra parte. Es hora de averiguarlo. —Sonrió al muchacho—. Así que quizá podéis confiar en mí, porque me podéis ser de utilidad.

—Sí —dijo Cale, pensativo—. Quizá.

En ese momento volvían a hallarse ante la puerta que daba a las celdas. Vipond la golpeó con el puño, y la puerta se abrió inmediatamente. Se volvió hacia Cale.

—Dentro de unos días os llevarán a otro lugar más cómodo. Hasta entonces, intentaremos que recibáis mejor trato: comida decente y ejercicio.

Cale asintió y atravesó la puerta, que se cerró rápidamente tras él.

Vipond se volvió cuando Albin se le acercó por detrás.

—Qué curioso, amigo Albin. No se parece a ningún muchacho que haya visto nunca. Si aparecen redentores preguntando por ellos, no hay que decirles nada. Y que se queden a las puertas de la ciudad. Los chicos tendrán condiciones de arresto domiciliario.

Y, diciendo eso, Vipond se alejó, gritando sin volverse:

—¡Que me traigan a la chica mañana a las once!