El capitán Bramley se limitó a atarles las manos a los tres muchachos, y los dejó que caminaran y ocasionalmente corrieran tras los caballos. Sin embargo, como castigo para IdrisPukke, lo dejó atado a la silla de un caballo, y por las molestias que daba con sus jocosas peticiones de que le dejaran ir como a la chica, en brazos de un jinete, se le administraron numerosas patadas.
Acamparon una media hora antes de oscurecer. A Riba la dejaron libre con los caballeros, que habían recibido una severa advertencia por parte de Bramley de no tocarla. Eran hombres duros que habían visto y hecho muchas cosas, muchas de las cuales eran demasiado desagradables para ser contadas, pero para la mayoría de ellos la advertencia resultaba innecesaria. Aunque algunos habrían hecho travesuras con la hermosa jovencita, la mayoría parecían embelesados cuando ella charlaba o bromeaba con ellos, flirteando de manera inocente y abriendo los ojos sorprendida ante el repertorio interminable de historias que algún soldado se mostraba encantado de contar. Pese al número de miradas compasivas que dirigía a los muchachos, le habían mandado evitarlos, y le habían advertido de que cualquier intento de hablar con ellos significaría que la atarían también a ella.
Así que en vez de a ella tenían como compañero a IdrisPukke, y los cuatro iban encadenados al eje del carromato que se había unido a la caballería poco después de su captura. A los muchachos les habían dado de comer, pero no así a IdrisPukke, que en lugar del pan de soda y la vaca en conserva había recibido una patada. Estaban que se morían de hambre, y lo engulleron todo tan aprisa como perros.
—¿Y si compartiéramos algo de eso? —les preguntó IdrisPukke.
—¿Por qué íbamos a hacerlo? —preguntó Kleist con la boca llena.
—Porque yo intercedí por vosotros cuando ese bastardo de Bramley quería sacaros las tripas para dárselas de comer a las hambrientas arenas del Malpaís.
Kleist se terminó el último bocado a toda prisa.
—Lo siento… Pero gracias por lo de esta tarde.
Los otros dos fueron más generosos, aun cuando Cale solo estuviera dispuesto a ofrecerle a IdrisPukke su pan de soda porque quería hacerle algunas preguntas.
A diferencia de los muchachos, IdrisPukke se tomó su tiempo con el pan y la pequeña porción de vaca en conserva que le había dado Henri el Impreciso.
—¿Sabéis algo sobre los asesinatos? —preguntó Cale.
—¿Yo? —dijo IdrisPukke—. Iba a haceros la misma pregunta. —Tomó otro trozo de pan de soda—. ¿De verdad ibais a ayudar a Vipond?
Hubo otra pausa mientras Henri el Impreciso y Cale se miraban.
—Estábamos pensando si hacerlo —respondió Cale.
—Muy inteligente. Siempre hay que pensarlo muy bien antes de hacerle un favor a alguien. Es un buen consejo. En el caso de vuestro amigo —añadió, señalando a Kleist—, quisiera haberlo seguido.
—Si lo hubierais hecho, os habríais quedado sin cenar.
IdrisPukke se rio discretamente.
—No es que haya obtenido gran cosa a cambio: dos trocitos de pan a cambio de tres vidas. Yo diría que seguís en deuda conmigo.
—No podemos hacer nada por vos —repuso Henri el Impreciso.
—Tal vez no. Pero en el futuro puede que tenga que cobrarme esa deuda. Espero que seáis personas respetables.
Cale se rio.
—¿Sois vos un hombre respetable?
—No os estaríais riendo si no lo fuera.
Henri el Impreciso juzgó preferible cambiar de tema.
—¿Qué creéis que nos harán?
IdrisPukke se encogió de hombros.
—Os llevarán a Menfis. Si Vipond vive, no os ocurrirá nada. —Sonrió—. Y siempre y cuando mantengáis vuestra versión de los hechos.
—¿Y si no vive? —preguntó Henri el Impreciso.
—Entonces depende. Podrían juzgaros o podrían echaros al olvido.
—¿Qué es eso?
—Un lugar en las mazmorras donde ya nadie se volverá a acordar de vosotros.
—No hemos hecho nada —repuso Cale.
—De eso estoy convencido. —Volvió a reírse—. Pero no se lo digáis a ellos.
—¿Quién pensáis que los mató?
IdrisPukke meditó un instante.
—Hay montones de vándalos en la periferia del Malpaís, pero no muchos se atreverían a enfrentarse con una embajada armada de los Materazzi.
—¿Los Materazzi?
—Dios mío, ¿es que no os enseñan nada en ese lugar?
Los tres se le quedaron mirando con expresión de frialdad.
—Bueno, los Materazzi gobiernan Menfis y toda la región comprendida desde el Malpaís a la Gran Ensenada… de la que ya veo que tampoco habéis oído hablar.
—¿Cómo es Menfis?
—Maravilloso. La más grande exposición de cualquier cosa que pueda verse en la tierra. No hay nada que no podáis encontrar en Menfis, nada que no se compre y se venda, ningún crimen que no se haya cometido, ningún manjar que no hayan probado, ninguna práctica… —dudó un instante— …que no haya sido puesta en práctica. Será un placer para vosotros, siempre y cuando no os maten ni os echen al olvido… Y, por supuesto, siempre que tengáis dinero.
—No tenemos —dijo Cale.
—Entonces tenéis que conseguirlo. En Menfis, si no tenéis dinero no sois nadie. Y si no sois nadie en Menfis, lo seréis debajo de Menfis.
—¿Qué queréis dec…?
—Basta de preguntas. Estoy cansado y me duele la garganta. Ya hablaremos mañana por la mañana. —Guiñó el ojo—. Si es que sigo aquí.
Y diciendo esto, IdrisPukke se dio la vuelta y cinco minutos después estaba roncando.
Dieron por hecho que bromeaba, dado que solía hacerlo de manera tan frecuente y desconcertante. Pero resultó que a la mañana siguiente, al despertar, IdrisPukke se había ido.
El capitán Bramley se puso furioso, y les lanzó a los tres muchachos una buena sarta de patadas que, aunque a ellos les hizo sentirse bastante peor, a él no le mejoró el estado de ánimo. Riba se acercó corriendo y le imploró que parara.
—¿Por qué iban a ayudarle a escapar a él, y quedarse ellos aquí? —razonó con desesperación—. ¡No es justo!
Los muchachos, siendo veteranos en eso de la injusticia, mantuvieron la boca estoicamente cerrada, tratando de resguardar sus partes más sensibles de la punta de la bota del capitán Bramley. Afortunadamente, el capitán era más propenso a armar revuelo que a portarse como los diestros sádicos a los que ellos estaban acostumbrados. Que el castigo debiera ser proporcionado a la falta era una noción tan extraña para ellos como un perro de cinco patas, o como la posibilidad de que aquella cita, tan a menudo repetida por los sacerdotes sobre la promesa del Ahorcado Redentor de que aquel que hiciera daño a un niño herviría en manteca por toda la eternidad, fuera a ser interpretada en su sentido literal, o de hecho fuera a ser interpretada en algún sentido. Al principio, cuando los muchachos acababan de llegar, se les contaban frecuentes historias y parábolas sobre la bondad del Santo Redentor y su especial consideración hacia los pequeños, cuyo cuidado y felicidad era algo que siempre encarecía ante aquellos que lo rodeaban. Al comienzo, el hecho de que los pegaran sin razón aparente antes de aquellas homilías de amor y bondad, y a menudo también después, provocaba resentimientos. Con el paso de los años, sin embargo, las contradicciones dejaban de existir y las palabras de consuelo y alegría entraban por un oído y salían por el otro: no eran más que palabras.
Tras descargar el inicial estallido de cólera en los muchachos, Bramley se volvió hacia su sargento y su cabo, que aguardaban su turno con paciencia.
—¡Vos! —le gritó al sargento—. ¡Gordo apestoso! ¡Y vos! —dijo mirando al cabo, que era un hombre mucho más pequeño—. ¡Esmirriado apestoso! Coged a los diez mejores hombres y encontrad a ese bastardo de IdrisPukke. Y si volvéis vivos sin él, será mejor que traigáis la cena los dos, porque cuando haya acabado con vosotros, vais a necesitarla.
Y diciendo esto, se fue hacia su tienda pisando fuerte.
—¡Seguid interrogando a los prisioneros! —les gritó sin darse la vuelta.
El sargento resopló con desdén e irritación:
—Ya habéis oído lo que ha dicho el hombre, cabo.
El cabo se acercó a los tres muchachos, que se habían apoyado contra la rueda del carromato, con las rodillas levantadas para protegerse.
—¿Sabéis algo sobre la fuga del prisionero?
—¡No! —gritó Kleist, furioso pero asustado.
—El prisionero dice que no —informó el cabo con tranquilidad.
—Preguntadle si está seguro, cabo.
—¿Estáis seguro?
—Sí, estoy seguro —dijo Kleist—. En nombre del cielo, ¿por qué nos iba a decir a nosotros a dónde se iba?
—El prisionero tiene razón, sargento.
—Sí —dijo el sargento—, sí que la tiene. —Hubo una pausa—. Haced montar a la sección séptima y despertad al explorador Calhoun. Nos pondremos en camino en diez minutos.
Con eso, los soldados se dispersaron y los muchachos y Riba se quedaron solos, como si nada hubiera ocurrido. Ella se arrodilló al lado de ellos y los miró con desgarrada compasión: una emoción, hay que decirlo, que ellos apenas apreciaron. Primero, porque estaban más preocupados de sus propios moratones y, segundo, porque no eran realmente capaces de comprender que ella pudiera sufrir de verdad por el dolor de ellos. Excepto tal vez Henri el Impreciso, que al quedarse una semana en el Malpaís con ella, un día se había desnudado de cintura para arriba para lavarse en uno de los pocos arroyos que habían encontrado en su camino. Entonces él la había descubierto mirando furtivamente su espalda, con las numerosas cicatrices, heridas y verdugones que la cubrían. Aunque nunca hubiera conocido lo que era la compasión femenina, fue consciente, aunque de un modo confuso, claro está, de su extraño poder.
Empezaron a levantar el campamento. A los prisioneros les acercaron unas gachas y se fueron. Antes de que se la llevaran, Riba les susurró con emoción que en dos días llegarían a Menfis. Los tres se sintieron incapaces de compartir su entusiasmo, dada la inseguridad de la bienvenida que les aguardaba.
—El viejo ese —le preguntó Kleist a Riba—, el que estábamos a punto de rescatar, ¿ha muerto?
—Me parece que no.
—Pues intenta hacer algo útil: averígualo —dijo Kleist.
Ante esta frase tan poco amable, Riba puso los ojos como platos, y después se le empañaron.
—No te metas con ella —le dijo Henri el Impreciso.
—¿Por qué? —preguntó Kleist—. Si ese tipo muere, nos colgarán. Así que no comprendo que pueda ir cabalgando a Menfis sobre su gordo culo y no pueda averiguar lo que necesitamos saber.
Al instante, la indignación reemplazó a las lágrimas que empañaban los ojos.
—¿Por qué sigues diciendo que estoy gorda? Se supone que es así como soy.
—Nada de discusiones —terció Cale, irritado—. Kleist, déjala en paz. Y tú, Riba, intenta averiguar cómo va el viejo.
Escandalizada y enfadada, Riba miró a Cale pero no dijo nada.
—¡Marchad o morir! ¡Marchad o morir! —gritaban los cabos, aunque la amenaza ya no significaba nada, porque se decía cada vez que levantaban el campamento y se ponían en marcha. El carromato al que iban atados se puso en marcha con una sacudida, y dejaron atrás a Riba, que los miraba furiosa. Sin embargo, ese mismo día, algo más tarde, todavía enfadada, se acercó a ellos, y les dijo, como si no tuviera ninguna importancia:
—Sigue vivo.
Llegaron de repente al final del Malpaís, en un centenar de metros. Salieron de la arena, la ceniza, las piedras y los destartalados montículos, y entraron en una llanura verde y fértil, salpicada de granjas, casas y cabañas de los braceros. La gente salía de detrás de los setos y carros amontonados para echarles un vistazo. La visión de los pertrechos y prisioneros que llevaban los soldados les despertaba la curiosidad pero no durante mucho rato. Tras quedarse veinte segundos con la boca abierta, todos menos los niños volvían a su actividad.
Durante el resto del día y todo el siguiente, el número de casas y personas fue en aumento. Primero aldeas, después pueblos, y luego los arrabales del propio Menfis. Pero pasaron otras dos horas antes de que pudieran ver la gran ciudad fortificada. Era enorme, inmensamente más grande que el miserable Santuario, por grande que fuera este. Desde lejos se podían ver dorados minaretes y catedrales y palacios que elevaban sus elegantes torres. En el Santuario todo era igual; en cambio aquello era de una variedad infinita, y más hermoso de lo que pudiera imaginarse.
Se detuvieron a causa de los embotellamientos, y uno de los cabos, viendo cómo contemplaban la ciudad asombrados, avanzó hacia ellos en su caballo.
—Esas murallas son las más grandes del mundo: tienen quince metros de ancho en su parte más estrecha, y un perímetro del doble de ocho kilómetros.
Los muchachos lo miraron.
—O sea, dieciséis kilómetros —observó Kleist.
El cabo puso cara larga y espoleó el caballo dejándolos atrás.