Al descender, inmerso en la impenetrable oscuridad, se hicieron realidad las dos cosas que más temía Cale: en primer lugar, sus pies dieron con el nudo que había hecho al final de la soga, en tanto él seguía en el aire, sin idea de la distancia que quedaba hasta el suelo; en segundo lugar, comprobaba que la tensión estaba resultando excesiva para el gancho de hierro que aguantaba el peso de su cuerpo, sujetando la cuerda a una grieta que había en lo alto de la muralla. Incluso a la distancia en que se encontraba, percibía con claridad que el gancho empezaba a ceder.
«Vas a caer quieras o no», se dijo, e impulsándose con ambos pies para alejarse de la muralla, y levantando los brazos para protegerse la cabeza, se soltó y cayó.
Bueno, si es que se le puede llamar caer a hacerlo desde medio metro de altura. Aun así, es terrible la impresión de aterrizar cuando uno no sabe desde qué altura cae. Pero Cale cayó de pie y, entusiasmado, levantó las manos con sensación de triunfo. Entonces sacó una de las velas que le había cogido al Padre Disciplinario e intentó encenderla con pedernal y musgo seco. Al final consiguió que saliera una llama con la que encender la vela, pero cuando la levantó en la vasta oscuridad, su luz era tan pobre que apenas le daba para distinguir nada. Entonces el viento la apagó.
La oscuridad era absoluta. Las estrellas no podían transmitir nada de luz porque las tapaban las nubes, y lo mismo pasaba con la luna. Si intentaba caminar, caería, y cualquier herida que le obligara a huir más despacio, aunque no fuera de gravedad, significaría la muerte. Lo más sensato era esperar las dos horas que quedaban hasta que apuntara el alba. Tras tomar esa decisión, se envolvió bien en su hábito, se tendió en el suelo, y se quedó dormido.
Casi dos horas después, abrió los ojos para comprobar que el alba le ofrecía la luz suficiente para ver a su alrededor. Miró atrás, a la soga que colgaba de la muralla, señalando el camino por el que él comenzaba su huida como si se tratara de un larguísimo dedo índice. Pero no podía hacer nada para remediarlo, solo lamentar que tuviera que dejar allí algo que le había costado dieciocho meses de trabajo y muchas arcadas. Parecía, aunque Cale no hubiera visto nunca tal cosa, una cola de caballo de sesenta metros de largo. Se volvió, y bajo la luz naciente empezó a caminar por la roca que descendía, sin camino alguno, de la Colina del Santuario, contento al pensar que todavía faltaría una hora hasta que hallaran el cadáver del Padre Disciplinario y, con un poco de suerte, otras dos hasta que encontraran la soga.
Pero no podía contar con la suerte. El criado del redentor Picarbo había descubierto su cuerpo media hora antes del alba, y sus gritos histéricos habían despertado ya al Santuario entero, con todo lo grande que era, que en pocos minutos vivía un enorme revuelo. Rápidamente, habían hecho levantarse a los acólitos de todos los dormitorios para pasar lista, y habían descubierto que faltaban tres.
El redentor Brunt, que era el monje encargado de los perros, y tenía a su cargo capturar a los poquísimos acólitos que lograban fugarse, fue enviado de inmediato ante el redentor Bosco, y se le hizo pasar a sus aposentos, sin pérdida de tiempo, por primera vez en su vida.
—Quiero a los tres vivos, lo que implica que debéis hacer todo lo necesario para aseguraros de ello.
—Por supuesto, Padre Militante. Yo siempre…
—Ahorraos las explicaciones —interrumpió Bosco—. No os estoy pidiendo que hagáis nada, os lo estoy ordenando. Si mueren Kleist y Henri, pase. Sin embargo, a Thomas Cale no se le hará daño bajo ninguna circunstancia, o de lo contrario responderéis con vuestra propia vida.
—¿Puedo preguntar por qué, Padre?
—No.
—¿Qué les digo a los demás? No comprenderán nada, y la ira se ha apoderado de ellos.
Bosco comprendió lo que Brunt insinuaba. La santa ira podía apoderarse incluso del más obediente redentor cuando tenía delante a un acólito que había hecho algo tan inimaginable y horrible. Lanzó un suspiro de irritación.
—Podéis decirles que Cale está trabajando a mi servicio, y que se ha visto obligado a huir con esos asesinos mientras intentaba descubrir una terrible conspiración que incluye una trama de los antagonistas para asesinar al Supremo Pontífice. —Aquella era, pensó Bosco, una historia bastante lamentable, pero funcionó con Brunt, que al instante palideció horrorizado. Brunt se distinguía por su ciega brutalidad, que sobresalía incluso de lo que era normal entre los encargados de los perros. Pero era evidente la protección que brindaba el temor al Pontífice, un temor como el que inspira una madre a su hijo pequeño.
No tardaron en encontrar la soga de pelo hecha por Cale. Se la dieron a oler a los Perros del Paraíso, y entonces se abrieron las grandes cancelas para dejar salir a una partida de caza que empezó a perseguir a Cale, que les sacaba menos de ocho kilómetros de ventaja. Aunque al menos en un aspecto importante su plan estaba teniendo éxito: a nadie se le ocurrió la posibilidad de que hubiera escapado tan solo uno de los tres acólitos, y por eso no se hizo registro alguno por el interior del Santuario. Por el momento, Henri el Impreciso, Kleist y la muchacha se encontraban a salvo. Suponiendo, claro está, que Cale mantuviera su promesa.
Cale había recorrido otros seis kilómetros para cuando oyó el lejano sonido de los perros, que atravesaba la distancia. Se detuvo y escuchó en el silencio. Durante un momento no percibió sino el arañazo del viento en la roca arenisca. Pero entonces comprendió que se encontraba en situación muy apurada, y que lo que temía iba a ocurrir más bien pronto que tarde. Lo que oía consistía en un ruido extraño, agudo, que no se parecía a los ladridos de la jauría que podéis haber oído vosotros mismos, sino que era más bien un constante aullido de rabia, algo que sonaba como un cerdo al que le cortaran el cuello con una sierra oxidada. De hecho, aquellos perros eran gordos como cerdos, y tenían peor humor incluso que un jabalí, además de unos cuantos colmillos que parecían puestos en la boca por el más inútil y vengativo carpintero del infierno. El sonido se apagó cuando miró a ver si había alguna señal del oasis de Voynich. Nada sobresalía de la interminable extensión de montículos, que eran como costras producidas por una enfermedad, que daban su nombre al Malpaís. De nuevo volvió a correr, ahora más rápido que antes. Había un largo trayecto que salvar, y con los perros tan cerca, sabía que tendría suerte si conseguía pasarlo antes del mediodía. Si corría demasiado despacio, lo atraparían los perros; si lo hacía demasiado rápido, el agotamiento acabaría con él. Pero dejó de pensar en eso, y escuchó tan solo el ritmo de su propia respiración.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí, Riba?
Durante un rato, dio la impresión de que no había oído a Henri el Impreciso, pero después lo miró como si le costara esfuerzo verlo con claridad.
—Llevo aquí cinco años. —Los muchachos se miraron uno al otro, sorprendidos.
—Pero ¿por qué estás aquí? —preguntó Kleist.
—Vinimos aquí para prepararnos como novias —respondió ella—. Pero nos engañaron. Ese hombre mató a Lena y estaba a punto de hacer lo mismo conmigo. ¿Por qué? —preguntó, perpleja—. ¿Por qué puede hacer alguien una cosa así?
—No lo sabemos —respondió Kleist—. No sabemos nada sobre vosotras. No teníamos ni idea de vuestra existencia.
—Empieza por el principio —le pidió Henri el Impreciso—. Dinos cómo llegaste aquí, de dónde eres.
—Puedes tomarte tu tiempo —dijo Kleist—. Tenemos mucho.
—Va a volver, ¿no? El otro…
—Se llama Cale.
—¿Va a volver…?
—Sí —dijo Henri el Impreciso—. Pero puede que tengamos que esperar bastante.
—No quiero esperar —repuso ella, furiosa—. ¡No quiero!
—Baja la voz.
—No quiero…
No era solo que Kleist no tuviera ni idea de cómo tratar a un miembro del sexo opuesto, sino que tampoco sabía cómo reaccionar ante alguien que se comportaba de manera tan emotiva. En el Santuario, expresar el enojo de aquella manera incontrolada le acarreaba a uno una estancia permanente en el camposanto de Ginky, al fondo de un agujero de un metro de profundidad. Kleist quiso hacerla callar, pero Henri le tiró del brazo.
—Tienes que tranquilizarte. Cale volverá y te llevaremos a algún lugar seguro. Pero si nos oyen, nos matarán. Tienes que entenderlo.
Ella lo miró por un momento, temiendo enloquecer. A continuación, asintió con la cabeza.
—Dinos de dónde vienes y por qué estás aquí. Todo lo que sepas.
Muy nerviosa, Riba se levantó. Era una muchacha alta y bien formada, aunque llenita. Se volvió a sentar y respiró hondo para tranquilizarse.
—La madre Teresa me compró en el mercado de siervos de Menfis cuando tenía diez años. También compró a Lena.
—¿Eres una esclava? —preguntó Kleist.
—No —respondió la chica de inmediato, sintiendo vergüenza e indignación—. La madre Teresa nos dijo que éramos libres y que podíamos irnos cuando quisiéramos.
Kleist se rio:
—Entonces ¿por qué no lo hicisteis?
—Porque era buena con nosotras, nos hacía regalos y nos mimaba como si fuéramos unos gatos de Angora. Nos daba de comer cosas deliciosas, nos enseñaba a ser novias, y nos decía que cuando estuviéramos preparadas llegaría un rico caballero de armadura resplandeciente que se enamoraría de nosotras y nos cuidaría toda la vida. —Se paró, casi sin aliento, como si aquello que contaba fuera la realidad, y los horrores de los últimos días, tan solo un sueño. Y estuvo bien que lo hiciera, porque nada de lo que decía tenía sentido para los muchachos.
Henri el Impreciso se volvió hacia Kleist.
—Va contra la fe poseer esclavos.
—No entiendo nada. ¿Por qué iban a comprar una chica los redentores y tratarla de esa manera, para después descuartizarla como…?
—¡Cállate! —Henri miró a la muchacha, pero en aquel momento ella no escuchaba porque estaba perdida en su propio mundo. Kleist lanzó un suspiro de irritación. Henri el Impreciso lo apartó y bajó la voz—, ¿cómo te sentirías si fueras tú el que hubiera tenido que ver que le hacían eso a alguien con quien has vivido cinco años?
—Daría gracias a mi buena estrella porque hubiera aparecido un tonto como Cale para rescatarme. No tienes por qué seguir preocupándote por ella en vez de hacerlo por nosotros. ¿Qué es ella para nosotros, o nosotros para ella? Dios sabe que todos tenemos lo que nos depara el destino, no hay necesidad de ir a buscarlo.
—Lo hecho, hecho está.
—Pero esto no está hecho, ¿verdad?
Como eso era cierto, Henri el Impreciso se calló y se quedó un momento en silencio.
—¿Por qué los redentores, precisamente —preguntó finalmente, en un susurro—, iban a traer al Santuario a alguien que es el juguete del demonio, lo iban a alimentar, lo iban a cuidar y le iban a contar maravillosas mentiras para después cortarlo en trozos mientras aún sigue con vida?
—Porque son unos hijos de perra —respondió Kleist de mal humor. Pero no era ningún idiota, y la pregunta le interesaba—. ¿Por qué han multiplicado el número de acólitos por cinco, tal vez incluso por diez? —Lanzó una maldición, y se sentó—. Dime una cosa, Henri.
—¿Qué…?
—Si supiéramos la respuesta… ¿te sentirías mejor o peor? —Y diciendo esto, se calló definitivamente.
Cale orinaba por el borde de uno de los montículos del Malpaís, que estaba medio derrumbado. Los aullidos de los perros se oían ahora cerca y de manera continua. Terminó de hacerlo, con la esperanza de que el olor de la orina los alejara de su verdadero trayecto durante unos minutos. Pese al descanso que acababa de tomarse, le costaba respirar, y los muslos le pesaban y empezaban a tirar de él hacia el suelo. Por los cálculos que había hecho a partir del mapa que había en la oficina del redentor Bosco, ya tenía que haber llegado al oasis. Pero aún no había ni rastro de él, y hasta donde le alcanzaba la vista solo podía ver montículos, rocas y arena. Solo entonces encaró la posibilidad a la que le había estado dando vueltas desde el momento en que encontró el mapa: que se tratara de una trampa tendida por el Padre Militante.
No había ya motivo para tratar de reservar fuerzas: los perros se le echarían encima en unos minutos. Que no hubieran dejado de aullar ni por un momento significaba que o no habían encontrado el rastro de la orina, o lo habían ignorado. Corrió todo lo que pudo, aunque estaba demasiado cansado, después de cuatro horas, como para ir mucho más rápido.
Ahora los perros aullaban, a punto de lanzarse a matar, y Cale había empezado a ir más despacio porque comprendía que lo iban a pillar de todas maneras. Le costaba trabajo respirar, como si la arena le raspara en los pulmones. Empezó a dar traspiés. Cayó.
En un instante volvió a ponerse en pie, pero al caer había mirado a su alrededor. Seguían presentes las mismas rocas y los mismos montículos, pero ahora en la arena había largos hierbajos y trozos de hierba tupida. Agua. Inmediatamente, aumentó el aullido de los perros, como si los azuzaran con un látigo. Cale echó a correr en busca del oasis, con la esperanza de estar dirigiéndose a él y no solo bordeándolo, pues de ser así le aguardaría más desierto y muerte.
Pero la hierba y la maleza se volvían más espesas. Saltó por encima de una peña alargada, y se volvió a caer. Allí, ante él, tenía el oasis de Voynich. Los perros aullaban más fuerte aún al ver que la cacería llegaba a su punto culminante. Cale siguió corriendo, pero tropezó. Su cuerpo empezaba a rebelarse. Sabía que no debía mirar hacia atrás, pero no pudo evitarlo. Los sabuesos salían por la peña como carbones que se desparraman de un saco, ladrando y aullando de ansia de destrozarlo, interponiéndose unos en el camino de otros, gruñéndose y mordiéndose por llegar los primeros.
A duras penas seguía corriendo, mientras los perros avanzaban hacia él en una vorágine de patas y colmillos. Entonces penetró entre los primeros árboles del oasis. Uno de los perros, más rápido y feroz que los otros, se abalanzó sobre él. La criatura sabía cuál era su deber: alcanzó el talón de Cale con la zarpa delantera, y lo derribó.
Y ahí habría acabado todo si no fuera porque, demasiado ansioso de cobrar su presa, también el perro había perdido el equilibrio y, poco acostumbrado a la superficie húmeda y suelta del oasis, no fue capaz de afirmarse, y se fue de cabeza, dando una voltereta y chocándose contra un árbol, de lo que recibió un buen golpe en el lomo. Lanzó un aullido de furia, pero su desesperada ansia por ponerse en pie solo ponía las cosas peor para él mientras intentaba estabilizarse sobre el suelo. Para cuando consiguió hacerlo y volver a ponerse a la caza, Cale se encontraba ya a quince metros por delante. Sin embargo, esa ventaja no le duraría mucho, que el perro corría cuatro veces más rápido que él. Efectivamente, el perro acortó distancias, y estaba a punto de volver a saltar sobre su presa cuando el que saltó fue Cale, describiendo un largo arco en el aire para terminar zambulléndose en el lago con una enorme salpicadura.
El perro se detuvo en el borde, con miedo, aullando de rabia. Entonces otro perro llegó a su lado, y otro más, y todos lanzaban aullidos como si fuera el fin del mundo: aullidos de odio, furia y hambre.
Pasaron cinco minutos antes de que llegaran en sus ponis el explorador y los hombres que lo acompañaban, para encontrar a los perros en la orilla del agua. Seguían ladrando, pero ya no se veía nada. El explorador permaneció un rato en la orilla, mirando y meditando. Su cara, que nunca resultaba agradable de ver, estaba roja de frustración y recelos. Al final habló uno de sus hombres.
—¿Estáis seguro de que es él, Padre? Estos hijos de perra —dijo mirando a los perros—, no sería la primera vez que fueran persiguiendo a un ciervo o un jabalí.
—No habléis tan alto —dijo en voz baja Brunt, el Sabueso del Cielo—. Podría estar todavía aquí. Es un buen nadador, según tengo entendido. Poned guardas, y colocad a los perros más jóvenes en el perímetro del oasis. No escapará. Si está aquí, lo atraparemos. Pero no debe sufrir daño, vive Dios. —El caso era que Brunt no había contado a sus hombres nada de la fantasía del Bosco sobre la trama contra el Pontífice. No es que hubiera mentido a Bosco sobre la ira que sentían sus hombres. Era cierto que estaban furiosos, pero harían lo que fuera si él se lo mandaba. Ser el único redentor ordinario que estaba al corriente de la terrible amenaza que se había cernido sobre el Pontífice le hacía sentir un amor aún más hondo por Su Santidad, y no quería despilfarrar ese amor compartiéndolo con otros.
Hizo un gesto, nada más que un ligero movimiento de la cabeza hacia arriba y abajo, y de inmediato empezaron a moverse los hombres que lo rodeaban. En menos de una hora el perímetro estaba completamente cerrado. Cale no tendría escapatoria del oasis. Pero, afortunadamente, en su plan no estaba la idea de escapar.
En el pasillo secreto del Santuario, Riba se había quedado adormecida. Kleist se dedicaba a cazar ratas, y Henri el Impreciso contemplaba a la muchacha, intrigado con sus extrañas curvas y experimentando, junto al hambre y al miedo, sensaciones desconocidas. Lo que es miedo, motivos para tenerlo no le faltaban. Los redentores no cejarían hasta atraparlos, no importaba lo que les costara, y cuando los atraparan, harían con ellos un escarmiento que durante los siguientes mil años helaría la sangre de las venas de todos y cada uno de los acólitos, les provocaría vuelcos al corazón y les pondría los pelos de punta como las púas de un puercoespín. Su muerte resultaría tan cruel y dolorosa que con el tiempo se convertiría en una leyenda.
Pese a mantenerse ocupado con las ratas, Kleist albergaba pensamientos parecidos. Y compartían también otra idea: la creciente sospecha de que Cale se hallaba a mitad de camino hacia Menfis y que no regresaría nunca. Kleist expresaba estos recelos alto y claro, pero también Henri el Impreciso tenía sus dudas sobre lo que haría Cale. Siempre había querido ser amigo de Cale, aunque no sabía realmente por qué. Tenía miedo del anatema lanzado por los redentores contra la amistad, que volvía a los acólitos cautelosos unos con otros, en parte porque los redentores ponían trampas. Los sacerdotes entrenaban a ciertos chicos, conocidos como «pollos», que caían bien y tenían cierta capacidad para la traición, para caer aún mejor. Estos «pollos» invitaban a los incautos a intercambiar confidencias, hablando, practicando juegos y dando otras pruebas de amistad. Los que respondían a estas invitaciones recibían delante de todo el dormitorio treinta golpes propinados con un guante lleno de pinchos, y se les dejaba allí, sangrando, durante veinticuatro horas. Pero ni siquiera estos castigos evitaban que algunos acólitos se convirtieran en amigos y aliados en la gran batalla por mantenerse vivos o ser engullidos en la fe de los redentores.
Pero en lo que se refería a Cale, Henri el Impreciso no estaba nunca seguro de que su amistad fuera auténtica. Henri había hecho ante él exhibición de sus impertinencias en el trato con algunos redentores, con la intención de impresionarle con su ingenio y temeridad. Pero durante meses había tenido la impresión de que Cale no se daba cuenta de lo que él hacía, o si se la daba, de que le importaba un pimiento. Su expresión era siempre la misma: de vigilancia y mutismo. Nunca expresaba emociones, independientemente de las circunstancias. Sus éxitos en los entrenamientos no parecían alegrarlo, del mismo modo que los duros castigos con los que Bosco le singularizaba por encima de los demás no le causaban dolor. No es que los acólitos le tuvieran exactamente miedo, pero tampoco caía bien. Nadie lograba entenderlo, porque no era ni de los rebeldes ni de los fieles. Todo el mundo lo dejaba en paz y, por lo que veía Henri, Cale prefería que las cosas fueran de ese modo.
—¿En qué piensas? —Era Kleist, de vuelta de su cacería de ratas. Sin cola, las piezas cobradas colgaban de una cuerda que llevaba a la cintura. Eran cinco. Deshizo el nudo, las dejó caer sobre una piedra, y empezó a desollarlas.
—Será mejor prepararlas antes de que despierte ella —dijo Kleist con una sonrisa—. No creo que las quiera asadas con la piel.
—¿Por qué no la dejas en paz?
—Sabes que por ella nos van a matar, ¿no? No es que tuviéramos muchas posibilidades, de cualquier modo. Tu amigo ya ha tenido doce horas para volver o…
—¿O qué? —le interrumpió Henri el Impreciso—. Si tienes idea de lo que hacer, explícamelo. Soy todo oídos.
Kleist dijo con desdén mientras empezaba a destripar las ratas:
—Si no fuera por las ganas que tengo de comérmelas, ahora me sentiría realmente mal. Me refiero a nuestras posibilidades. A las posibilidades de volver a ver a Cale.
Tras salir por uno de los lechos de juncos de la orilla del lago, Cale se había desplazado unos quinientos metros hacia el interior de las excavaciones. Durante quince años los redentores habían acudido al oasis para llevarse toneladas del fértil limo que se formaba bajo las copas de los árboles. Era algo mágico, capaz de hacer florecer las plantas hasta en la estéril tierra de los jardines del Santuario. Tan fértil resultaba que ello solo había permitido multiplicar por diez el número de acólitos a los que se podía dar entrenamiento. Pero Cale había descubierto otra propiedad en él. Un día que estaba trabajando en los jardines, vigilado por los perros que le ponían delante a rodo aquel que robaba, Cale se había parado un momento a descansar, y había sacado un trozo de pies de muertos que había encontrado en el suelo del refectorio. En cuanto lo olió, comprendió que no se le había caído a nadie, sino que lo habían tirado: estaba rancio y completamente incomestible. Vio que uno de los perros dormitaba allí cerca, y que su cuidador miraba hacia el otro lado. Se lo tiró, no por hacerle una gracia, sino esperando que el animal, que como todos los sabuesos, se comería cualquier cosa, se lo tragaría y vomitaría: lo tendría bien merecido. El trozo de pies de muertos cayó justo al lado de la cabeza del perro, sobre un pequeño montón de limo del oasis. El perro se levantó al oírlo, alertado por el ruido. Pero pese al hecho de que tenía comida debajo del hocico, y se trataba de un hocico que podía oler el pis de un mosquito a mil metros de distancia, no miró a la comida ni por un momento. En vez de a la comida, miró a Cale, bostezó, se rascó y se volvió a echar y a dormirse. Después, cuando el perro y su guardián se habían ido, Cale cogió el trozo de pies de muertos y se lo acercó a la nariz. Olía que apestaba. Intrigado, cogió un puñado de limo y envolvió con él el trozo de pastel. Entonces volvió a olerlo, y se dio cuenta de que solo olía a turba. Había algo en el limo que conseguía algo más que enmascarar el olor de grasa podrida: lo hacía desaparecer. Pero solo mientras permanecía en contacto con él.
Durante los días siguientes, en el jardín, probó a hacer experimentos con los perros y el trozo de pies de muertos, a medida que se volvía más y más fétido. Ni una vez los perros consiguieron olerlo. Al final lo tiró al camino de pedernal después de limpiarlo bien de limo, y al cabo de un par de minutos, uno de los perros, atraído por el hedor, se lo tragó. Con gran satisfacción, Cale vio diez minutos después cómo vomitaba hasta las entrañas.
Era más peligroso que difícil encontrar referencia a las fuentes del limo en el archivo de Stupples. Allí había mapas y carpetas que él iba a menudo a buscar para el Padre Militante, y todo cuanto necesitaba hacer era aguardar con paciencia la oportunidad de coger la carpeta adecuada y tener un poco más de paciencia todavía para devolverla. Aunque no era probable que lo pillaran, las consecuencias de que lo hicieran serían desagradables, y tal vez fatales en el caso de que averiguaran que la sustracción de los documentos se debía a sus intenciones de fuga más que a un mero interés en la jardinería y los fertilizantes.
Poco después de salir del lago completamente empapado, aún podía oír los aullidos de los perros. Una vez en los árboles, ya era más difícil ser visto u olido, pero sabía que esa seguridad no duraría mucho. Casi en cuanto empezó a caminar se encontró en los terrenos de excavación de los redentores. La extracción de limo había dejado grandes hondonadas, más que zanjas rectas, porque el limo era demasiado blando para sostenerse en paredes verticales como la turba, pero no tan blando que al derrumbarse sobre un hombre no pudiera atraparlo y asfixiarlo, como dejaban claro los informes guardados en el archivo. Le alegró leer que una docena de redentores habían muerto en las extracciones, pero no le alegraba tanto mientras buscaba algo con lo que cavar y ocultarse de la vista y el olor.
Encontró el lugar adecuado en un pequeño hoyo que se hallaba en la base de uno de los montículos, excavó lo más hondo que se atrevió, acumuló algo de limo suelto de alrededor para que no pudieran ver señales de su reciente excavación, y se metió en el agujero, acercando después con cuidado el limo de arriba abajo. No le llevó mucho tiempo, y se sentía vulnerable encontrándose tan cerca de la superficie, pero no se atrevía a cavar más hondo y arriesgarse a quedar enterrado por un derrumbe. Lo que intentaba recordar era que le bastaba con no ser visto ni olido. Pensaba que el punto débil de los redentores residía en la confianza que depositaban en los animales: para ellos, si los perros no olían nada, es que no había nada. Ni se molestarían en hacer un simple rastreo, porque no lo juzgarían necesario. Cale se tendió boca arriba e intentó dormir, comprendiendo que no podía hacer otra cosa. Necesitaba descansar. Y, en cualquier caso, no sería un sueño profundo: hacía mucho que se había acostumbrado a dormir con un ojo abierto.
Se adormeció, pero se despertó enseguida, al oír a los redentores y los perros, que aullaban y ladraban. Se iban acercando más y más. Los ladridos se habían convertido en meros resoplidos, porque los perros estaban rastreando, y no se lanzaban a una veloz persecución como antes. Se les oía más y más cerca, y uno de ellos olfateaba a tan solo unos centímetros de distancia. Pero el perro no se quedó allí mucho rato. ¿Por qué iba a hacerlo? El limo estaba cumpliendo su función, tapando todo olor salvo el suyo propio. Pronto dejaron de oírse los jadeos y ocasionales ladridos, y Cale se consintió un momento de alivio y alegría. Sin embargo, debía permanecer donde estaba unas cuantas horas. Se relajó y volvió a dormirse.
Cuando despertó, se encontraba rígido, por efecto de su larga carrera, y en especial le dolía la rodilla izquierda, donde tenía una vieja herida. Además, estaba helado. Sacó el brazo derecho y despejó el limo lo suficiente para ver que era de noche. Aguardó. Dos horas más tarde oyó cantar los pájaros y poco después llegó la luz del día. Salió lentamente, dispuesto a volver a esconderse si veía la menor señal de los redentores. Pero no había nada sino el sonido de los pájaros en los árboles, y el susurro de pequeños insectos en la maleza. Sacó una bolsa de lino que había cogido de la estancia del Padre Disciplinario y empezó a llenarla de limo, apretándolo bien para poder meter la mayor cantidad posible.
A continuación se lo echó a la espalda y salió en busca de los redentores y sus perros.
Los encontró tres horas más tarde. No le resultó difícil, porque había nada menos que veinte redentores y cuarenta perros. Además, ellos no tenían motivo para esconder sus huellas: nadie en trescientos kilómetros a la redonda se querría acercar a uno de ellos, aunque fuera solo. Ellos buscaban a los demás, pero los demás no los buscaban a ellos. Durante los diez minutos siguientes, Cale consideró la posibilidad de abandonar a los otros y huir a Menfis mientras estaba a tiempo. No le debía nada a Kleist, a Henri el Impreciso un poco más, a la muchacha aún menos. Como cuando cambia el pulpo de color ante la amenaza, y los rojos y amarillos se suceden bajo su piel como olas que van y vienen, Cale sentía tan pronto el impulso de irse como el de quedarse. Los motivos para desaparecer eran obvios, y los que tenía para volver eran vagos y oscuros, pero fueron estos últimos los que le empujaron, a regañadientes y blasfemando, hacia los perros y sacerdotes que seguían con su rastreo.
Aunque estaba cubierto de limo por todas partes, Cale permaneció a sotavento de los perros, y a casi un kilómetro de distancia del grupo. Dos horas después, tal como esperaba, cesaban en su búsqueda y se volvían hacia el Santuario. Cale sabía que no habían desistido: aquello no era más que el primer intento, una partida enviada a toda prisa para atrapar al fugitivo de inmediato. Generalmente daba fruto, pero si no lo daba, el grupo regresaba antes de treinta horas, y entonces salían no menos de cinco grupos para proseguir la búsqueda de manera indefinida. Aunque ninguna persecución se había prolongado eternamente. Dos meses era lo más que un fugitivo había logrado resistir sin ser atrapado, y su castigo fue más horrible de lo que puede contarse.
Conservando la distancia y manteniéndose a sotavento, Cale siguió a los redentores durante las siguientes doce horas, acercándose cada vez más, y alerta a cualquier señal de que los perros lo descubrían. Los siguió de regreso al Santuario, y para cuando llegaron allí, se encontraba ya tan cerca de ellos que todo lo que tuvo que hacer fue unirse al final del exhausto grupo y, con la capucha caída sobre la cara, seguir con ellos al traspasar, en la impenetrable oscuridad de la noche, las grandes puertas de la muralla. Al fin y al cabo, ¿quién, fuera niño o adulto, iba a querer entrar voluntariamente en el Santuario?
Al cabo de un día de espera en el túnel secreto, los tres estaban sentados, a oscuras, inmerso cada uno en sus pensamientos, que venían a ser siempre los mismos, siempre sombríos. Cuando oyeron un suave golpe en la puerta, se dirigieron hacia allí con esperanzas recobradas, pero al mismo tiempo con el temor de que se tratara de una trampa.
—¿Y si son ellos? —susurró Kleist.
—Si son ellos, entrarán por las buenas o por las malas, ¿no crees? —respondió Henri el Impreciso, y entonces se pusieron los dos a tirar de la puerta.
—Gracias a Dios que eres tú —le saludó Henri el Impreciso.
—¿Esperabais a alguien más? —preguntó Cale.
—Temíamos que pudieran ser ellos.
Era la primera vez que Cale oía a una mujer que le hablaba a él. Su voz era suave y baja, y si hubierais podido ver la cara de Cale en la oscuridad, habríais notado una expresión de intensa sorpresa y fascinación.
—Si los redentores vinieran por nosotros, pasarían sin llamar.
—Tal vez llamaran —observó Kleist, sin convicción—. Para tendernos una trampa.
Cale cerró la puerta.
—Esto ya es una trampa.
—Ya hemos tenido suficiente —dijo Kleist—. Dinos qué has estado haciendo y si podremos salir vivos de aquí.
—Prended una vela, nos hará falta.
Al cabo de dos minutos, podían verse unos a otros a la suave luz de una vela que hacía la escena casi bella: los cuatro juntos, acurrucados.
—¿Qué es ese olor? —preguntó Henri el Impreciso. Cale dejó caer al suelo la bolsa de limo—. Los perros no os olerán si os frotáis con esto todo el cuerpo y la ropa. Mientras lo hacéis, os contaré lo ocurrido.
En otros lugares del mundo lo que siguió podría haber resultado embarazoso. La muchacha, sorprendida, estaba a punto de protestar que ella necesitaría privacidad, pero los tres muchachos le volvieron la espalda a ella, y cada uno a los demás. Quedarse desnudo en presencia de otro chico era un pecado que clamaba venganza a los cielos, como solía explicar el Padre Disciplinario. La verdad es que había muchos pecados que obligaban a los cielos a exigir a gritos que se tomaran sonoras represalias. Así que, por una arraigada costumbre, los muchachos se adentraron en la oscuridad antes de desvestirse. Y como la dejaron sola, Riba no podía encontrar a quien protestarle. Así que también ella cogió un puñado de aquel limo de olor acre e, igual que los demás, se internó en la oscuridad.
—¿Estáis listos? —preguntó con sorna la voz de Cale—. Entonces empiezo…
Cinco horas después, mientras la sucia luz del alba se abría paso en la oscuridad de la noche, Brunt ordenaba a sus quinientos hombres y perros salir del patio principal. Cuando salían, se les añadieron otros cuatro encapuchados al final de la última fila para acompañarlos por las puertas, por el camino de toba y hacia la llanura cubierta de maleza que había abajo. Allí, los redentores se separaron en grupos para dirigirse a los cuatro puntos cardinales.
Los cuatro se mantuvieron en la retaguardia de la columna que se dirigía al sur. Durante una hora permanecieron con ellos, caminando mientras el Preceptor entonaba la marcha de la vergüenza:
—¡Santo Redentor!
—¡CONDENA NUESTROS PECADOS! —fue la quejumbrosa respuesta de ciento cuatro voces.
—¡Santo Redentor!
—¡CASTIGA NUESTROS CRÍMENES!
—¡Santo Redentor!
—¡FLAGELA NUESTRA LUJURIA!
—¡Santo Redentor!
—¡GOLPEA NUESTROS…!
Y así siguió la cosa hasta un pronunciado recodo que trazaba el camino en torno a un montículo del Malpaís, cuando las ciento cuatro voces se redujeron a cien.
Desde las almenas, el Padre Militante había visto salir de la niebla a los quinientos hombres, y tras recorrer dos o tres kilómetros, los había visto dividirse en cinco grupos. Se quedó allí en pie hasta que el último se perdió de vista, y entonces regresó para dar cuenta de su desayuno favorito: un cuenco de negros callos con huevo cocido.
De no ser por Riba, los chicos hubieran hecho sesenta o setenta kilómetros antes de que anocheciera. Hermosa pero gordita, en los últimos cinco años apenas se había movido, y las únicas caminatas que había hecho habían sido de la camilla de masaje al baño caliente, y de este, cuatro veces al día, a una mesa repleta de hojas de parra rellenas, galantina de manos de cerdo, pasteles especiados, y cualquier cosa que podáis imaginaros que engorde mucho. Como consecuencia, le resultaba tan difícil caminar cincuenta kilómetros como hacerlos volando. Al principio, Cale y Kleist se irritaban y le decían que se moviera, pero cuando quedó claro que ni las amenazas ni los ruegos podían lograr que la pobre muchacha diera un paso más, se sentaron y Henri el Impreciso le pidió que les hablara de su vida cotidiana en los reinos ocultos del Santuario.
No era solo una maravillosa historia de lujos y comodidades, de mimo corporal, cuidados y calidez. Era, además, algo completamente incomprensible. Cada vez que Riba añadía un nuevo detalle, o contaba el modo en que ella y las otras chicas eran mimadas, consentidas, obsequiadas y malcriadas, los tres acólitos se quedaban más desconcertados pensando en por qué demonios los redentores daban semejante trato a nadie, y menos todavía a alguien que era juguete del demonio; y en que esta sorprendente bondad no casaba en absoluto con las horribles prácticas a las que habían sometido a la amiga de Riba, crueldades tan espantosas que los chicos no habrían juzgado capaces de ellas ni siquiera a los redentores. Pero tendría que transcurrir mucho tiempo antes de que ninguno de ellos pudiera empezar a casar las piezas de la terrible historia de la que los tres acólitos, Riba y el Padre Militante constituían solo una parte, especialmente desde que Cale metiera aquella cosa aromática que había encontrado en el plato de disección en uno de los bolsillos que casi nunca usaba, y se hubiera olvidado por completo de ella.
Pero tenían que tratar un asunto más urgente que el destino de la humanidad: cómo seguir vivos mientras transportaban a la hermosa pero corpulenta Riba. Hicieron quince kilómetros ese día que constituyeron una proeza de la fuerza de voluntad, dado que el trabajo más extenuante que había realizado Riba hasta entonces era levantar un trozo de pollo frito para llevárselo a la boca, o darse la vuelta en la camilla de masaje para que le acariciaran la piel con espumas y ungüentos. No hará falta decir que esta determinación por parte de Riba no era muy apreciada por los tres muchachos. Exhausta, Riba cayó rendida en cuanto pararon para pasar la noche. Entonces, mientras comían la carne seca que había preparado Kleist, los muchachos discutieron qué hacer con ella.
—Lo mejor será que la dejemos aquí y nos vayamos —dijo Kleist.
—Morirá —observó Henri el Impreciso.
—Le dejaremos agua. Afrontémoslo —dijo Kleist observando su cuerpo gordito—, pasará bastante tiempo hasta que se muera de hambre.
—Morirá de todas formas, y si seguimos avanzando a este paso, nosotros lo haremos con ella. —Esta vez fue Cale el que habló, no tanto defendiendo un punto de vista como señalando un simple hecho.
Henri el Impreciso intentó el halago:
—Yo no lo creo, Cale. Mira: tú los has engañado completamente. Creen que estamos ya a muchos kilómetros de distancia. Seguramente pensarán que alguien nos ha ayudado a huir.
—¿Quién demonios nos iba a ayudar contra los redentores? —preguntó Kleist.
—¿Qué más da eso? Ellos piensan que hemos escapado. Y lo hemos hecho. Van a tardar mucho en entender cómo lo logramos, si es que llegan a entenderlo. Podemos permitirnos el lujo de ir despacio.
—Sería mucho mejor que no lo hiciéramos —observó Cale.
—A este paso nos cogerán —dijo Kleist—. Hará falta algo más que caca de tejón para mantenerlos apartados de nuestro rastro.
—Hemos pasado todo esto para salvarla. Ahora no podemos dejarla morir.
—Sí, claro que podemos —dijo Kleist—. Lo más piadoso que podemos hacer es rebanarle el cuello mientras duerme. Será lo mejor para ella y para nosotros.
Cale soltó un leve suspiro que no era realmente de lamentación.
—Henri tiene razón. ¿Qué sentido tiene dejarla morir ahora?
—¿Qué sentido tiene? —gritó Kleist, exasperado—. El sentido, capullos, es que escapemos. Que recobremos la libertad. Para siempre.
Los otros dos no dijeron nada. Tenía bastante razón.
—A votación —propuso Henri el Impreciso.
—No, nada de votos. Usemos el cerebro.
—A votación —aceptó Cale.
—¿Para qué molestarse? Vosotros lo tenéis claro. Nos quedamos con la chica.
Se hizo un silencio malhumorado.
—Hay algo más que deberíamos hacer —dijo Cale al fin.
—¿Ahora qué? —gruñó Kleist—. ¿Vamos a buscar plumas de ganso para hacerle un colchón a la putilla gorda?
—Baja la voz —dijo Henri el Impreciso. Cale no le hizo caso a Kleist.
—Tenemos que decidir quién lo hace si nos atrapan los redentores.
Era una idea desagradable, pero sabían que tenía razón. Ninguno de ellos quería que lo llevaran vivo al Santuario.
—El que saque la pajita corta —propuso Henri el Impreciso.
—Aquí no hay pajitas —dijo Kleist, abatido.
—Entonces sacaremos piedras. —Henri el Impreciso buscó por el suelo y volvió con tres piedras de diferente tamaño. Se las mostró a los otros, que asintieron con la cabeza, mostrando su conformidad—. La más pequeña pierde. —Henri ocultó las piedras a la espalda, y levantó la mano izquierda delante de él, cerrando el puño. Hubo una pausa. Desconfiado como siempre, Kleist no tenía ganas de elegir. Cale se encogió de hombros y sacó la mano, con la palma hacia arriba y los ojos cerrados. Sin dejar que Kleist lo viera, Henri el Impreciso dejó caer la piedra y Cale cerró el puño en torno a ella. Abrió los ojos. Entonces Henri sacó las dos piedras que quedaban, una en cada puño. Kleist seguía reacio a tomar una decisión pensando que tal vez los otros, de algún modo que él no podía imaginar, le hacían trampa.
—Elige —dijo Henri el Impreciso, algo irritado, cosa rara en él. A regañadientes, Kleist tocó la mano derecha de Henri y cerró los ojos. Tenían ya una piedra cada uno.
—A la de tres. Una, dos y tres.
Abrieron el puño. Cale tenía en la mano la más pequeña.
—Bueno, al menos tenéis la seguridad de que se hará correctamente.
—No tienes de qué preocuparte, Cale. Yo tampoco habría tenido ningún problema en rebanarte el cuello.
Cale lo miró, aún con la sombra de una sonrisa.
—¿Qué hacéis? —Riba se había despertado y llevaba un rato observándolos. Kleist miró hacia ella.
—Hemos estado discutiendo a quién nos comemos primero cuando nos quedemos sin comida. —Le dirigió una mirada muy intencionada, como sugiriendo que la respuesta era obvia.
—No le hagas caso —dijo Henri el Impreciso. Solo estábamos decidiendo quién haría la primera guardia.
—¿Cuándo me toca? —preguntó Riba.
Los tres acólitos se sorprendieron del tono desafiante, casi irritado, con que lo había dicho.
—Tú necesitas descansar todo lo que puedas —dijo Henri el Impreciso.
—Yo puedo hacer mi parte.
—Por supuesto. Dentro de unos días, cuando estés más acostumbrada. De momento, necesitamos que estés lo más descansada posible. Es lo mejor, lo entiendes, ¿no?
Naturalmente, era difícil rebatir aquel planteamiento.
—¿Quieres comer algo? —preguntó Henri el Impreciso, levantando un trozo de rata seca. No tenía muy buen aspecto, en especial para una chica criada a base de cremas y pastas, pastel de pollo y deliciosas salsas. Pero estaba hambrienta.
—¿Qué es? —preguntó.
—Eh… carne —dijo Henri el Impreciso de manera muy imprecisa.
Se aproximó a ella y le acercó el trozo. Olía tal como sería de esperar. Riba arrugó de manera involuntaria su delicada nariz.
—Uf, no. —Y añadió rápidamente—: Gracias.
—Quedarse sin comer ese trozo no le hará daño —masculló Kleist hablando para sí, pero lo bastante alto como para que la chica lo oyera. Riba, sin embargo, no era consciente de no ser completamente perfecta en algún sentido, porque eso es lo que le habían estado diciendo toda la vida que era, y en cuanto a la observación de Kleist, aunque comprendía que era hostil, no entendía el insulto.
—Haré yo la primera guardia —dijo Cale, y al decirlo se volvió para subirse a lo alto de un montículo próximo. Los otros dos muchachos se tendieron en el suelo, y a los pocos minutos ya estaban durmiendo. Riba, sin embargo, no pudo tranquilizarse, y empezó a sollozar casi en completo silencio. Kleist y Henri el Impreciso no estaban para el mundo, pero Cale, desde lo alto del montículo, podía oír el sonido de su llanto, y no pudo pensar en otra cosa antes de que Riba se durmiera.
A la mañana siguiente, los muchachos despertaron a las cinco, como de costumbre, pero tal como estaban las cosas no tenía mucho sentido levantar el campamento.
—La dejaremos que duerma —dijo Cale—. Cuanto más descanse, mejor estará.
—Sin ella, podríamos estar ya a cien, tal vez a ciento cincuenta kilómetros de aquí —rezongó Kleist.
Un cuchillo se clavó en el suelo, a sus pies.
—Lo cogí de la estancia de Picarbo. Rebánale el cuello con él, si quieres. Lo que tú prefieras con tal de que dejes de rezongar. —Lo decía sin alterarse, nada enfadado. Kleist miró a Cale con ojos fríos y llenos de aversión. Entonces se apartó. Henri el Impreciso se preguntó si realmente estaría dispuesto a matar a la chica, o tal vez a usar el cuchillo contra Cale, o si simplemente le gustaba quejarse de lo que fuera. En cualquier caso, Cale fue lo bastante prudente como para evitar teñir de triunfo su voz al volver a hablar.
—Tengo una idea. Tal vez podamos aprovechar el problema que tenemos con la chica. —Kleist se volvió, huraño. Pero estaba escuchando—. Si no podemos poner distancia entre nosotros y las partidas de rastreo que van al este y el oeste, será mejor que les sigamos la pista para asegurarnos de que no nos tropezamos con ellos.
Se agachó, cogió el cuchillo y empezó a dibujar en la arena con él.
—Si Henri y la chica siguen avanzando hacia el sur en línea recta y no hacen más que veinte kilómetros al día, entonces Kleist y yo siempre sabremos dónde están con bastante precisión. Kleist puede ir al oeste y yo al este, al encuentro de las dos partidas que están más cerca. —Hizo un gesto para indicar la línea recta que había trazado para el recorrido de Henri y Riba—. Si nos parece que Henri y Riba se están acercando demasiado a las partidas, que irán zigzagueando, entonces volvemos y nos los llevamos en dirección opuesta.
Kleist tenía sus dudas.
—Supón que tú vuelves y les haces rectificar el rumbo. ¿Cómo os encontraré yo si no estáis donde estaba previsto?
Cale se encogió de hombros.
—En ese caso, tendrás que decidir si buscarnos o dirigirte a Menfis por tu cuenta. Y esperarnos allí el tiempo que te parezca conveniente.
Kleist hizo un gesto de desdén, y apartó la mirada. Era su forma de mostrarse de acuerdo.
—¿A ti te parece bien? —preguntó Cale, mirando a Henri.
—Sí —respondió Henri el Impreciso—. Hay muchas cosas que quiero que la chica me explique.
En cinco minutos, tras dividir la comida y el agua, Kleist y Cale se alejaban hacia el este y el oeste. Al cabo de otros cinco minutos se perderían de vista.
Henri el Impreciso estaba sentado, desayunando y mirando a la muchacha mientras dormía, observando su hermosa piel clara, los rojos labios, las largas pestañas y aquella sensación de hermosa paz. Seguía mirándola, fascinado, una hora después, cuando despertó. Al principio, al despertar y ver cómo la miraba desde un metro de distancia, ella se sobresaltó.
—¿No te ha dicho nadie que es de mala educación mirar fijamente?
—No —respondió Henri el Impreciso, con total sinceridad.
—Pues lo es.
Henri bajó la vista hasta los pies, y se sintió incómodo.
—Lo siento —dijo ella—. No era mi intención ser dura.
Al oír esto, Henri el Impreciso olvidó su incomodidad y estalló en una carcajada.
—¿Qué es lo que encuentras tan divertido? —preguntó, otra vez enojada.
—Para nosotros, duro es correr delante de quinientos tipos para terminar colgado.
—¿Qué quieres decir?
—Colgado por el cuello. Ya sabes, como el Ahorcado Redentor.
—¿Quién es el Ahorcado Redentor?
Aquella pregunta lo dejó sin palabras. La miró como si acabara de preguntar qué era el sol, o si los animales hablaban. No dijo nada durante un rato, pero la cabeza le daba vueltas pensando qué podía significar aquello.
—El Ahorcado Redentor es el hijo de Dios Creador. Se sacrificó para limpiar con su sangre nuestros viles pecados.
—¡Uf…! —exclamó ella—. ¿Para qué hizo eso?
El asombro con que él la miró hizo que ella lamentara al instante haber reaccionado de esa manera.
—Lo siento, no pretendía ofenderte. Lo que pasa es que me parece una idea extraña.
—¿El qué? —dijo él, y se quedó con la boca abierta.
—Bueno… ¿qué pecados? ¿Qué has hecho?
—Yo nací en pecado. Todo el mundo ha nacido con un horrible pecado.
—¡Qué idea tan absurda!
—¿Tú crees?
—¿Cómo va a haber hecho un bebé algo malo, no digamos ya cometido un pecado horrible?
Ninguno de los dos dijo nada durante un rato.
—¿Y por qué habría que limpiar algo con sangre?
—Es un símbolo —dijo él, a la defensiva y preguntándose porqué.
—No soy tonta —respondió ella—. De eso ya me doy cuenta. Pero ¿por qué? ¿Por qué se usa la sangre como símbolo de algo así?
Por naturaleza, Henri el Impreciso era alguien que meditaba con detenimiento sobre todas las cosas. Pero aquellas ideas habían formado parte de él durante tanto tiempo, que no le hubiera sorprendido más si ella cuestionara la utilidad de sus brazos o el significado de sus ojos.
—¿Dónde están los otros? —preguntó.
Como no se había recuperado todavía de lo que acababa de oír, respondió distraído:
—Se han ido.
—¿Nos han abandonado? —preguntó ella, con los ojos como platos.
—No, solo se han separado de nosotros por unos días. Van a buscar a los de las partidas que van a cada lado, para asegurarse de que no nos tropezamos con ellos.
—¿Cómo nos volverán a encontrar?
—Son muy buenos rastreadores —respondió Henri, evadiendo la pregunta.
—No comprendo —repuso ella—. Creía que decíais que no salíais nunca del Santuario.
—Hum… será mejor que nos pongamos en marcha. Te lo explicaré por el camino.
El redentor Bosco levantó el bastón y dio dos golpes en la puerta.
Pasaron casi treinta segundos antes de que abrieran, pero no dio señales de impaciencia. De hecho, no dio señales de nada. Finalmente se abrió la puerta y ante el Padre Militante apareció un hombre alto, otro redentor.
—¿Tenéis cita? —preguntó el alto.
—No preguntéis tonterías —respondió Bosco, seco y displicente—. El Gran Redentor ha solicitado verme, y he venido.
—El Gran Redentor ordena, no solicita a nadie…
Bosco pasó apartándolo a un lado:
—Decidle que estoy aquí.
—Está disgustado con vos. Nunca lo había visto tan enfadado.
Bosco no le hizo caso, y aquel hombre alto se dirigió a una puerta interior, llamó y pasó. Tras una pausa, la puerta volvió a abrirse y salió el hombre, sonriendo, aunque sin ninguna intención de agradar.
—Os verá ahora.
Bosco entró en una estancia tan oscura que incluso los ojos del Padre Militante, acostumbrados como estaban a la oscuridad, tuvieron dificultades para ver.
Se trataba de algo más, sin embargo, que de las pequeñas ventanas cerradas y los oscuros tapices que narraban opacas historias de antiguos y horrendos martirios. La oscuridad parecía emanar de la misma cama que ocupaba un rincón de la estancia. En ella había un hombre, sentado y apuntalado por al menos una docena de incómodos cojines. Bosco tuvo que acercarse mucho antes de poder verle la cara, cuya pálida piel se había vuelto blanca del todo y le caía de las mejillas al cuello en interminables y descarnados pliegues. Tenía los ojos llorosos y oscuros, como si la mente los hubiera abandonado tiempo atrás. Pero al ver a Bosco, algo brilló en ellos, algo que era como el destello de un faro en la lejanía. Salvo por el hecho de que aquella luz se quedó fija en el rostro del redentor Hosco, y transmitía astucia e intenso odio.
—¡Me habéis hecho esperar! —exclamó el Gran Redentor con voz distante pero dura.
—He venido en cuanto he podido, Eminencia.
Ni él le creyó, ni Bosco lo esperaba.
—Cuando os llamo, Bosco, debéis dejarlo todo al instante y acudir presto. —Se rio: era una risa desagradable, que tal vez solo Bosco, en todo el Santuario, podía escuchar sin alterarse. Era el sonido de algo muerto, animado tan solo por una intensa maldad e ira.
—¿Por qué queríais verme, Eminencia? —El Gran Redentor lo miró por un instante.
—Por ese Cale.
—¿Sí, Eminencia?
—Os ha dejado en ridículo.
—¿Eso pensáis, Eminencia?
—Teníais planes para él.
—Ya sabéis que sí, Eminencia.
—Tienen que traerlo.
—Somos de la misma opinión, Eminencia.
—Traerlo y azotarlo.
—Por supuesto, Eminencia.
—Y después colgarlo y descuartizarlo. —Bosco no respondió—. Ha asesinado a un redentor. Debe someterse a un Acto de Fe.
Bosco se quedó un momento pensativo.
—Mis pesquisas han dejado claro que los responsables fueron los otros dos acólitos. Según parece, debieron de obligar a Cale a irse con ellos. Iban armados, y él no. Si eso es así, entonces Cale debe ser castigado simplemente para dar ejemplo. El descuartizamiento, sin embargo, parece innecesario. Descuartizaremos a los otros, dado que el delito lo cometieron ellos.
Se oyó un bufido de desprecio que podía confundirse con el ahogo.
—¡Ja! La compasión no tiene nada que ver con vos. Es vuestra vanidad la que habla, Bosco. ¡Qué más da si fue Cale o fueron esos otros dos los que mataron a Picarbo! Por Dios, estoy casi decidido a quemar con ellos al dormitorio entero.
El Gran Redentor se había dejado llevar por la excitación, y en aquellos momentos se ahogaba en su propia saliva. Indicó con un gesto la jarra de agua que tenía en la mesita. Tomándose su tiempo, Bosco se la acercó. Bebió haciendo mucho ruido. Al final, le devolvió a Bosco la jarra llena de babas, y este la volvió a dejar en la mesita con una mirada de asco. Poco a poco, la respiración del Gran Redentor se fue calmando y recobrando su ritmo normal. Pero su mirada, sin embargo, se había vuelto aún más malvada.
—Explicadme ese asunto de Picarbo.
—¿Asunto, Eminencia?
—Sí, Bosco, asunto. ¡El asunto ese de que hayan encontrado al Padre Disciplinario en sus estancias con una putilla destripada!
—¡Ah! —dijo Bosco, pensativo—. Ese asunto…
—¿Pensáis que porque soy viejo y estoy enfermo, no me entero de lo que pasa aquí? Bueno, pues no es la primera vez que os equivocáis. Enfermo como estoy, aun así no me la dais, Bosco.
—Nadie, tuviera la inteligencia que tuviera, menospreciaría vuestra experiencia y sabiduría, Eminencia, pero… —Dejó escapar un suspiro de pesar—. Yo esperaba ahorraros los aspectos más repugnantes de lo que hallamos en las estancias del redentor Picarbo. Sería una pena que un mandato tan distinguido como el vuestro quedara empañado por algo así.
—Soy demasiado viejo para esos cuentos, Bosco. Quiero saber qué era lo que hacía con ella Picarbo. No se trataba tan solo de un polvo, ¿verdad?
Incluso Bosco, un hombre que aparentemente no se asustaba por nada, se conmocionó al oír aquel término. Una referencia tan directa al acto sexual no se oía nunca en el Santuario, y para hablar de ello se utilizaban circunloquios tales como «bestialidad» o «degradación». Aunque, incluso así, se hacía raramente.
—Puede que su alma hubiera enloquecido. El mal acecha siempre, Eminencia. Puede que le hubiera cogido gusto a los castigos impuestos a los acólitos. Esas cosas se han visto antes, si no me equivoco.
El Gran Redentor lanzó un gruñido.
—¿Cómo encontró a una chica aquí en el Santuario?
—Aún no he podido averiguarlo. Pero Picarbo tenía muchas llaves. Y solo a vos y a mí nos estaría permitido hacerle preguntas a un Padre Disciplinario. Llevará algún tiempo enterarse.
—No podría haberlo hecho sin ayuda. Y puede que sea algo peor que el pecado nefando. Podría ser herejía…
—Ya he pensado en eso, Eminencia. Hemos encerrado ya a veinte personas cercanas a él en la Casa para Propósitos Especiales. Los más importantes han negado que supieran nada hasta el momento, pero los redentores ordinarios admiten que crearon un cordón alrededor de la parte del convento, donde trabajaba Picarbo, condenando varias capas de corredores para que nadie sospechara nada. Al fin y al cabo, el convento se hallaba ya completamente aislado de los redentores. Nadie podía ver las caras de las novias. Picarbo disimuló sus actividades dentro y fuera del lugar trasladando la cocina y la lavandería de los altos redentores al interior del cordón. Todo entraba y salía por un gran torno. Como Picarbo tenía al Padre Vituallero y a la Maestra Lavandera como parte de su pequeño grupo de herejes, no tenían problema en pasar comida o cualquier otra cosa.
—Pero estamos abriendo un montón de viejos pasadizos. Molloy hubiera terminado encontrándolo, de todos modos.
—Por desgracia, el Maestro Reclamador era uno de ellos.
—¡Dios mío! ¿Esa hormiga mojigata de Molloy estaba ayudando a convertir el Santuario en un burdel? —El Gran Redentor se recostó y ahogó un grito ante la horrible magnitud de todo ello—. Necesitamos hacer una purga, necesitamos Actos de Fe desde ahora a final de año… Tenemos que des…
—Eminencia —interrumpió Bosco—, no está nada claro que la fornicación fuera el propósito de ese harén. No estoy ni siquiera seguro de que se tratara de un harén, sino más bien de un lugar de aislamiento. Por lo que he podido descifrar de sus escritos, que son algo demente, Picarbo estaba buscando algo, algo muy concreto.
—¿Algo que encontraría en las entrañas de alguna putilla gorda?
—No puedo decirlo aún, Eminencia. Las purgas pueden ser necesarias, y a lo grande, pero deberíamos esperar a llegar al fondo de todo esto antes de encender luminarias a Dios.
Encender luminarias a Dios no tenía nada que ver con velitas de cera.
—Tened cuidado, Bosco. Creéis que sois el mejor porque sabéis cosas, pero lo que yo sé… —Apuntó a Bosco con el dedo y levantó la voz—. LO QUE YO SE es que el conocimiento es la raíz de todo mal. Esa zorra de Eva quería saber cosas, y por eso arrojó sobre todos nosotros el pecado y la muerte.
Bosco se irguió y se dirigió hacia la puerta.
—¡Redentor Bosco!
El Padre Militante se volvió para contemplar al anciano y decrépito sacerdote.
—Cuando traigáis a Cale aquí, hay que ejecutarlo. Hoy mismo haré pública la orden a ese efecto. Y en cuanto a la mierda de Picarbo, olvidaos de remover en ella. Hay que purificar a todos los que tuvieran tratos con él. Me da igual que sean inocentes. No podemos andar jugando con la herejía: quemadlos a todos, y Dios elegirá a los suyos. El que esté libre de pecado ya tendrá su recompensa en la vida eterna.
Un observador que lo viera todo se habría percatado del parpadeo del Padre Militante, un gesto que mostraba que estaba dándole vueltas a algo y tomando finalmente una decisión. Pero tal vez fuera solo una impresión producida por la falta de luz. Él dio un paso adelante y se inclinó como para ahuecar las almohadas que rodeaban al Gran Redentor. Pero en vez de hacerlo, cogió una de ellas y la colocó, con cuidado y firmeza, alrededor de su carita de viejo, y lo hizo con tal rapidez y con tan poco alboroto que solo una fracción de segundo antes de que la almohada se cerrara sobre su boca pudo comprender el Gran Redentor el horror de lo que estaba sucediendo.
Dos minutos después, Bosco salió del dormitorio y vio al redentor alto que se ponía automáticamente en pie para entrar en el dormitorio de su señor.
Se ha quedado dormido mientras hablábamos. No parecía el Gran Redentor. Tal vez deberíais echarle un vistazo.
Bosco no solo había matado al Gran Redentor, sino que le había mentido. No le había explicado cuál era la verdadera extensión de la colección de chicas de Picarbo, ni le había hablado de sus crecientes sospechas sobre los propósitos de los desagradables experimentos del Padre Disciplinario. Sería necesario dedicar un tiempo a meditar qué hacer con las mujeres, pero, llegada la ocasión, le resultarían extremadamente útiles en su siguiente movimiento de cara a obtener el completo control del Santuario, además de constituir una buena lección para Cale, cuando regresara.
Al tercer día Cale alcanzó a los redentores y vio cómo giraban hacia el oeste, alejándose de Riba y de Henri el Impreciso. Y un día más tarde se volvieron hacia el este, lo que les podía acercar a ellos dos de manera peligrosa. Mientras los seguía, esperando que volvieran a doblar, tuvo lugar el único acontecimiento fuera de lo ordinario.
Se acercaba al extremo de uno de los montículos, que se había derrumbado y formado una cresta con picos. Al doblar la esquina, se dio de bruces con un hombre que llegaba por el otro lado. Cale se quedó tan sorprendido que resbaló en el suelo de grava; pero el hombre, que estaba en un sitio más empinado, no encontró dónde agarrarse, y cayó de espaldas haciendo bastante ruido.
Eso le dio a Cale tiempo suficiente para sacar el cuchillo que había robado de la estancia del Padre Disciplinario y abalanzarse sobre el hombre para obligarlo a rendirse. El hombre, sin embargo, se recobró enseguida de su sorpresa y lanzó un gruñido mientras intentaba ponerse en pie. Cale blandió ante él el cuchillo para dejarle claro que debía quedarse donde estaba.
—O sea que —dijo el hombre con voz afable y cansada—, primero os chocáis conmigo y ahora me queréis rebanar el pescuezo. No es que seáis muy amable.
—Eso dice la gente de mí. ¿Qué hacéis vos aquí?
El hombre sonrió.
—Lo que hace todo el mundo en el Malpaís: tratar de salir.
—No lo preguntaré por segunda vez.
—No creo que sea de vuestra incumbencia.
—Yo soy el que tiene el cuchillo, así que yo soy el que decide lo que es de mi incumbencia.
—Bien observado. ¿Puedo levantarme?
—Por el momento, os quedaréis donde estáis.
Parecía como si hubiera visto muchas cosas raras en su vida, y aun así se quedara desconcertado ante la presencia de alguien tan joven y seguro de sí mismo en medio del Malpaís.
—Os habéis alejado mucho de casa, ¿no os parece, niño?
—No os preocupéis por mí, abuelito, más bien deberíais preocuparos por no tener dónde comprar un bastón para salir de aquí.
El hombre se rio.
—Sois un acólito de los redentores, ¿verdad?
—¿Qué os importa?
—Nada, realmente. Pero me sorprende, porque en las pocas ocasiones en que me he encontrado acólitos, iban en fila de doscientos y tenían a su alrededor dos docenas de redentores que los vigilaban armados con látigos. Es la primera vez que veo uno solo.
—Bueno —repuso Cale—, para todo hay una primera vez.
El hombre sonrió.
—Sí, supongo que así es. —Levantó la mano—. IdrisPukke, actualmente al servicio de Gauleiter Hynkel.
Cale no aceptó la mano que le tendía. IdrisPukke se encogió de hombros y volvió a bajarla.
—Tal vez no seáis tan joven como parecéis. Es buena cosa andarse con cuidado por aquí.
—Gracias por el consejo.
IdrisPukke volvió a reírse.
—Sois poco transigente, ¿eh, niño?
—No —respondió Cale de plano—. Y no me llaméis niño.
—Como gustéis. ¿Cómo puedo llamaros?
—No necesitáis llamarme de ninguna manera. —Cale indicó el este con un movimiento de la cabeza—. Estabais yendo hacia allá. Intentad seguirme, IdrisPukke, y os daréis cuenta de lo intransigente que puedo ser. —Le hizo un gesto para que se levantara. IdrisPukke hizo lo que le mandaba. Observó a Cale unos instantes, como si estuviera considerando qué hacer. Entonces lanzó un suspiro, se dio la vuelta y siguió en la dirección que le había indicado Cale.
Durante las doce horas siguientes, Cale siguió recelando profundamente del encuentro con IdrisPukke. ¿Sería un redentor disfrazado, tal vez? No era probable: demasiado animado para ser uno de ellos. ¿Un cazador de recompensas? Tampoco parecía probable, pues los redentores lavaban en casa la ropa sucia. Por otro lado, él había matado al Padre Disciplinario, y un pecado tan horrendo podría empujarles a intentar cualquier cosa para capturarlo. Así que en eso pensaba mientras seguía al Señor de los Redentores y esperaba que cambiaran de dirección. Lo hicieron un día después, tomando rumbo al oeste. Normalmente, los rastreadores seguían la misma dirección al menos durante veinticuatro horas. Era el momento de regresar con los demás. Si es que podía encontrarlos.
Doce horas después, Cale llegaba a la línea que habían planeado como trayecto para Henri y la chica, solo que quince kilómetros por delante de lo previsto, por si acaso. Entonces comenzó a retroceder por la trayectoria para asegurarse de que no dejaba de verlos, manteniéndose todo el tiempo lo más oculto posible para que los redentores que suponía Kleist debía estar oteando no se toparan con él, ni él con ellos. Solo pasaron unas horas antes de que encontrara a los tres en pie en medio de un gran hoyo, rodeados por unos veinte cuerpos mutilados, algunos de ellos cortados en trozos pequeños. Ellos lo vieron desde una distancia de cien metros, y esperaron, sin moverse, mientras él caminaba por entre los restos esparcidos de los cadáveres. Les hizo a los tres un gesto con la cabeza.
—Los redentores han ido hacia el oeste —dijo.
—Los míos doblaban hacia el este cuando los dejé.
Entonces se quedaron en silencio.
—¿Tenéis alguna idea de quiénes pueden ser? —preguntó Cale, indicando los cadáveres.
—No —respondió Henri el Impreciso.
—Yo diría que llevan muertos un día más o menos —dijo Kleist.
Riba tenía la mirada casi tan aturdida como cuando Cale la había rescatado de Picarbo, una mirada como de pensar: «Esto no puede estar ocurriendo realmente».
—¿Cuánto tiempo lleváis aquí? —preguntó Cale, en voz baja.
—Unos veinte minutos. Encontramos a Kleist viniendo hacia aquí, hace un par de horas.
Cale hizo un gesto de la cabeza para señalar los cadáveres.
—Será mejor que los registremos. Los que hicieran esto no dejarían gran cosa, pero algo puede quedar.
Los tres muchachos empezaron a rebuscar entre los restos, encontrando alguna moneda ocasional, un cinturón, un sayo roto… Entonces Henri el Impreciso vio algo que brillaba en la arena, junto a una cabeza cortada, y retiró rápidamente la arena solo para descubrir que se trataba de unas nudilleras de bronce. Quedó decepcionado, pero tal vez pudiera ser útil.
—Socorro… —gimió la cabeza cortada.
Lanzando un grito, Henri se echó hacia atrás.
—¡Me ha hablado, me ha hablado!
—¿Quién? —preguntó Kleist, algo irritado.
—¡La cabeza! ¡Habla!
—Socorro… —volvió a gemir la cabeza.
—¿Lo veis? —dijo Henri el Impreciso.
Con cuidado, Cale se acercó con el cuchillo a la cabeza y la tocó en la sien. La cabeza gimió, pero no abrió los ojos.
—Lo han enterrado hasta el cuello —dijo después de pensar un momento. Los tres muchachos, acostumbrados a la atrocidad humana, comprendieron entonces que no había allí nada de sobrenatural. Bajaron todos la mirada hacia el hombre enterrado, dudando qué hacer.
—Deberíamos sacarlo —opinó Henri el Impreciso.
—No —repuso Kleist—. Quienquiera que lo hiciera, se tomó muchas molestias. No creo que les haga gracia que estropeemos su trabajo. Yo creo que debemos dejarlo ahí.
—Socorro… —volvió a susurrar el hombre.
Henri el Impreciso miró a Cale.
—¿Qué opinas? —preguntó.
Cale no dijo nada. Seguía pensando.
—No tenemos todo el día, Cale —observó Kleist. Pero en ese momento Cale miraba a la distancia.
—No, no lo tenemos —corroboró Cale en un tono extraño, de alarma.
Los otros dos levantaron la vista, siguiendo la dirección de sus ojos pasmados. Desde lo alto del montículo más cercano, a unos trescientos metros de distancia, los observaba una fila de redentores. Entonces la fila empezó a moverse.
Pálidos, los tres muchachos se quedaron en el sitio. No había a dónde huir. Riba se adelantó corriendo para poder ver mejor la fila de hombres que avanzaba hacia ellos.
—No, no, no… —repetía ella una y otra vez.
Blanco como la leche, Henri el Impreciso miró a Cale.
—Tú sacaste la piedra pequeña —le recordó.
Cale dirigió a su amigo una mirada sin expresión. Hubo una pausa, y entonces Cale sacó el cuchillo y se acercó rápidamente a Riba, que seguía contemplando la fila de hombres que avanzaba hacia ellos. Cale ya la había agarrado del pelo y le había levantado el cuello, cuando Kleist le gritó:
—¡Espera!
Entonces ella se volvió. Cale había bajado el cuchillo, pero incluso aterrorizada como se hallaba, Riba pudo comprender que sucedía algo raro.
—No son redentores —dijo Kleist—. Aunque no sé lo que son. Vamos a esperar a ver qué sucede.
Mientras observaban, aparecieron más hombres sobre lo alto del montículo, pero iban a caballo y precedían a otros treinta. Al alcanzar a los hombres que iban a pie, estos también montaron, y en menos de un minuto, rodearon a los cuatro muchachos unos cincuenta soldados de caballería muy malhumorados. La mitad de ellos descabalgaron y empezaron a examinar los restos de los cuerpos. Los otros, con la espada desenvainada, simplemente observaban a los cuatro muchachos. Uno de los soldados que miraba los cuerpos gritó:
—Capitán, es la Embajada de Arnhemland. Este es el hijo del Señor Pardee.
El capitán, un hombre grande montado en un caballo enorme que tendría unos diez palmos de altura, avanzó y desmontó. Se acercó a Cale y, sin pensarlo, le propinó un golpe tan fuerte en el rostro que el muchacho cayó con todo su cuerpo a tierra.
—Antes de ejecutaros, quiero saber quién ordenó esto.
Aturdido y dolorido, Cale no respondió. El capitán estaba a punto de añadir una estimulante patada cuando habló Henri el Impreciso:
—No hemos tenido nada que ver con ello, Señor. Acabamos de encontrárnoslos ahora mismo. ¿Tenemos pinta de haberlo hecho nosotros? —Henri pensaba que lo mejor sería decir la verdad—. Entre los cuatro solo tenemos un cuchillo. ¿Cómo íbamos a hacer algo así?
El capitán miró a Henri y de nuevo a Cale. Entonces le lanzó una fuerte patada al estómago.
—Está bien. No os cortaremos el cuello por asesinos: lo haremos por saqueadores.
Estaba observando el pequeño montón que habían juntado de cosas que habían pasado por alto los asesinos: una bolsa, un plato, algunos cuchillos de cocina, y frutos secos además de las nudilleras de bronce. Henri se dio cuenta de que la cosa no tenía muy buena pinta.
—Uno de ellos está todavía vivo. Estábamos a punto de sacarlo. —Henri señaló al hombre ahora inconsciente que, aún más que antes, parecía una cabeza cortada sobre la arena. Rápidamente, los soldados lo rodearon y empezaron a excavar en el suelo de arena y grava.
—¡Es el Canciller Vipond! —dijo uno de ellos.
El capitán les hizo seña de parar y se arrodilló, sacando un frasco de agua. Con delicadeza, vertió una poca en la boca del hombre inconsciente, que tosió y la escupió toda. Para entonces uno de los soldados se acercaba con un par de palas, y en cinco minutos habían extraído al hombre de la arena y lo habían tendido en el suelo. Después armaron un gran revuelo escuchándole el corazón y buscándole las heridas.
—Íbamos a sacarlo —dijo Henri, mientras Cale miraba al capitán desde el suelo.
—Eso es lo que vos decís. Pero todo lo que yo sé de seguro es que sois un puñado de ladrones. No veo motivo para no vender a la chica y mataros a vosotros tres.
—Bramley, cielo, no seáis irrazonable —dijo una voz de hombre desde detrás del caballo de un soldado. Estaba claro que no era uno de ellos porque no llevaba uniforme, y tenía ambas manos atadas a una cuerda que iba anudada a la silla del caballo que tenía delante.
—Callaos la boca, IdrisPukke —ordenó el capitán.
Pero estaba claro que IdrisPukke no era hombre obediente:
—Sed inteligente por una vez, mi guapo capitán. Sabéis que el Canciller Vipond y yo nos conocemos desde tiempo inmemorial. El no se tomaría a bien, os aseguro, que matarais a tres hombres que intentaban salvarlo, ¿no os parece? —Por primera vez el capitán pareció dudar. IdrisPukke olvidó su tono de sorna—: Le gustaría tener la oportunidad de decidir por sí mismo. De eso estoy seguro.
El capitán bajó la mirada hacia el hombre inconsciente, al que colocaban ahora sobre unas angarillas, con una manta enrollada bajo la cabeza. Se volvió de nuevo hacia IdrisPukke.
—Una palabra más, y juro por Dios que os sacaré las entrañas en el acto. ¿Me habéis comprendido?
IdrisPukke se encogió de hombros, pero, muy prudentemente, según le pareció a Henri, se calló la boca.
—¡Grady! ¡Fog! —llamó el capitán a dos soldados—. No perdáis de vista a este imbécil. Y si os da la impresión de que se le pasa por la cabeza la idea de escapar, voladle la cabeza.