8

Cada pocos minutos, Kleist y Henri el Impreciso encendían la vela que Cale le había robado al Padre Disciplinario, y observaban a la muchacha, pues habían llegado a la conclusión de que era preferible echarle de vez en cuando un vistazo. Al fin y al cabo, disponían de nueve velas, así que podían permitírselo. Habían visto a hombres que se quedaban mudos como le había pasado a aquella chica, con aquella misma mirada que no veía nada. Generalmente se trataba de muchachos a los que les habían dado más de cien golpes. Si seguían de aquel modo más de unos pocos días, los redentores se los llevaban y no volvían nunca. Los que se recobraban solían ponerse a chillar en medio de la noche, durante semanas e incluso meses. En el caso de Morto, la cosa había durado años. Y después también desaparecían.

Ese era el motivo, se decían, por el que encendían la luz para ver qué tal iba la muchacha, pues si empezaba a chillar corrían el riesgo de que alguien la oyera.

Cada vez que encendían la vela, Henri el Impreciso le decía a la muchacha: «Todo irá bien». Ella no respondía de ningún modo, salvo poniéndose a temblar de vez en cuando. La tercera vez que encendieron la vela, Henri recordó algo de su lejano pasado, una palabra que le vino a la cabeza, algo consolador que había oído una vez y olvidado hacía mucho:

—Vamos, vamos —empezó a decirle—. Vamos, vamos. Pero, aparte de vigilar cómo seguía la muchacha, tenían otro motivo para encender la vela cada poco: que querían volver a verla. Habían llegado los dos al Santuario con siete años, y toda su vida anterior les resultaba tan remota como la luna. Los padres de Henri el Impreciso habían muerto al poco de nacer él; los de Kleist lo habían vendido por cinco dólares a los redentores, y habían sido con él solo un poco menos brutales que ellos. Ninguno de los dos había visto a chica ni mujer alguna desde el día en que atravesaron las grandes puertas del Santuario, y todo cuanto habían oído de los redentores era que las mujeres eran el juguete del demonio. Si por casualidad se encontraban alguna cuando dejaran el Santuario para dirigirse a la frontera o al frente oriental, estaban obligados a bajar los ojos inmediatamente. «¡El cuerpo de la mujer es un pecado en sí mismo que clama a los cielos pidiendo venganza!». Solo había una mujer a la que se miraba sin disgusto ni alarma: a la madre del Ahorcado Redentor, la cual (única en su sexo) era pura. Ella era fuente de compasión, consuelo y perpetuo socorro, aunque los muchachos no tenían ni idea de qué significaran esas virtudes, dado que nunca se las habían encontrado en su camino. Sobre lo que implicaba el hecho de que las mujeres fueran el juguete del demonio, los redentores eran igualmente imprecisos. Como resultado, Kleist y Henri se encontraban impelidos a vigilar a la muchacha con una intensa curiosidad que era mezcla de miedo y sobrecogimiento. Quienquiera que pudiera provocar en los redentores éxtasis semejantes de odio y aversión tenía que tener un gran poder, y por lo tanto había que tenerle miedo, aunque no pudieran imaginar por qué.

Por el momento, tal como la veían a la luz de la vela, temblorosa y aterrorizada, aquella muchacha no parecía muy de temer. Muy al contrario, resultaba fascinante. Para empezar, su forma era algo extraordinario. Llevaba un vestido suelto de lino, muy delicado, mucho mejor que los de los chicos, y lo llevaba atado a la cintura con un cordón.

Kleist le hizo a Henri el Impreciso un gesto para que se alejara un poco de la chica, y acercó la cabeza hacia su oído para susurrarle:

—Esos bultos que tiene en el pecho, ¿tú sabes qué son? —le preguntó.

Henri el Impreciso, con toda la deferencia posible, dado que no tenía ni idea de cómo comportarse con una mujer, acercó la vela hacia sus pechos y los observó detenidamente.

—Ni idea —susurró al fin.

—Debe de estar gorda —susurró Kleist—. Como el cerdo Vituallero. —Por supuesto, no había niños gordos en el Santuario. No sobraba un gramo entre los diez mil.

Henri pensó en ello.

—El Vituallero está redondo y fofo. Ella tiene entrantes y salientes…

—Vamos a ver, pues —dijo Kleist.

Henri el Impreciso pensó en ello un instante.

—No, creo que deberíamos dejarla en paz. Debe de haberle dado una paliza.

Kleist suspiró hondo mientras miraba a la muchacha.

—No tiene pinta de aguantar una paliza. Por lo menos no una de las que da Picarbo.

—De las que daba —corrigió Henri el Impreciso. Ambos gruñeron con una satisfacción que resultaba extraña, dado que su muerte los había puesto en tal peligro—. Me pregunto por qué le pegaría.

—Seguramente —dijo Henri el Impreciso—, por ser el juguete del demonio.

Kleist asintió. Eso tenía sentido.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó Henri el Impreciso, y no por primera vez, pero ella siguió sin responder—. Me pregunto cuánto tardará Cale —comentó a continuación.

—¿De verdad crees que tendrá un plan?

—Sí —dijo Henri el Impreciso con total seguridad—. Si lo ha dicho, es por algo.

—Bueno, me alegro de que estés tan seguro. A mí me gustaría estarlo.

Entonces la muchacha dijo algo, pero tan bajo que no pudieron oírla.

—Eh, ¿qué has dicho? —preguntó Henri el Impreciso.

—Riba. —Respiró hondo—. Me llamo Riba.