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Cale había estado planeando su fuga durante casi dos años. Desde luego, no se trataba de un plan que fuera a poner en práctica si podía evitarlo, pues las posibilidades de éxito eran muy escasas. Los redentores removían cielo y tierra para capturar a los fugitivos, cuyo castigo era ser colgados, descoyuntados y descuartizados. Nadie, que supiera Cale, había logrado escapar nunca de los Perros del Paraíso, y su plan de fuga a largo término requería paciencia, esperar hasta que tuviera veinte años y lo enviaran a la frontera y aprovechar la ocasión cuando se presentara. Aun así, pensó que había hecho bien en prepararlo. Al pasar sigilosamente por el deambulatorio, trataba de no pensar en las posibilidades de éxito que tenía. Sin embargo, no podía evitar arrepentirse por el alto coste de su intervención, pues salvar a la muchacha había sido algo sin sentido. Todo lo que había conseguido era una muerte casi segura para sí, para Henri el Impreciso y para Kleist. ¡Menudo imbécil! Respiró hondo y trató de tranquilizarse. Pero ella le había dado tal impresión de felicidad la noche anterior, con aquella sonrisa tan… ¿tan qué? Era difícil describir lo que sentía sobre la felicidad, viendo a alguien que era realmente feliz. Eso era lo que había pasado por su mente mientras intentaba marcharse, pero siguió allí, en el oscuro corredor, temblando de horror por lo que acababa de presenciar en la estancia del Padre Disciplinero, temblando ante aquella crueldad espantosa. Eso le había puesto furioso, que era algo a lo que estaba acostumbrado, pero en aquella ocasión, por primera vez en su vida, se había dejado llevar por su furia. Y, sin embargo, no había hecho bien, pensó para sus adentros. Ni muchísimo menos.

Llegó. Se encontraba ante un pequeño nicho fuera del deambulatorio principal, que tenía un agujero en un extremo, que era no tanto una entrada como simplemente un espacio donde el muro interno no moría completamente en la muralla del edificio principal. Se metió de costado por aquel agujero, tomando aire y forcejeando para poder pasar. Unos meses más tarde, Cale habría crecido ya demasiado para caber por él. Pero ahora todavía podía introducir la mano y aferrarse a un hueco que había hecho él mismo en el muro cuando era más pequeño, y de ese modo se ayudó para pasar completamente al otro lado. Allí estaba demasiado oscuro para poder ver, pero el espacio era diminuto, y el escondite le resultaba familiar incluso al tacto. Se puso en cuclillas y tiró de un ladrillo suelto, y después del que había al lado, y a continuación corrió dos medios ladrillos que descansaban encima.

Entonces metió la mano y sacó una larga soga trenzada con enorme habilidad, al final de la cual había un gancho de hierro. Se levantó y volvió a salir por el hueco.

De nuevo en el nicho, se quedó escuchando por unos instantes. No se oía nada. Levantó la mano y palpó la áspera superficie de la muralla principal, y sujetó el gancho a una hendidura que había hecho unos meses antes, al terminar de trenzar la soga. Esta soga no estaba hecha de yute ni de sisal, sino del pelo de los acólitos y redentores que había recogido de los lavabos durante los años en que se había encargado de limpiarlos: una tarea desagradable, sin duda, que le había provocado muchas náuseas, pero a la cual él se había aferrado como se aferra un condenado a una pequeña posibilidad de vivir. Tiró de la soga para asegurarse de que había quedado bien fija. Entonces, con una fuerza sorprendente para un muchacho de catorce años, empezó a subir por ella, metiéndose por entre los dos muros del nicho, apoyando la espalda en uno de ellos y los pies en el otro, y a continuación desprendió el gancho de la grieta en la que estaba sujeto, y lo enganchó lo más arriba que alcanzaba para volver a repetir la acción. Durante la hora siguiente, moviéndose no más de sesenta centímetros cada vez, y en ocasiones menos, se fue abriendo camino hasta las almenas del Santuario.

Al llegar a la cima, soltó un gruñido que era a la vez de agotamiento y de alegría. Se quedó allí tendido cinco minutos con los brazos muertos, sin que hubiera otra señal de vida en ellos que la del dolor que experimentaban. Pero no se atrevió a quedarse más tiempo. Recogió la soga y sujetó el gancho en la grieta más profunda que pudo encontrar. Entonces fue dejando caer la soga al otro lado.

Esperaba que sonara al caer al suelo, pero no pudo sacar nada en claro del ruido que hizo al balancearse arriba y abajo. La soga era bastante más larga que la altura de la muralla del Santuario, pero cabía la posibilidad de que aquel lado del muro hubiera sido construido sobre un precipicio.

Miró abajo, hacia la insondable oscuridad, se detuvo un momento y después se deslizó por el borde. Entonces buscó la soga con la mano derecha y tiró de ella para que el gancho quedara bien agarrado a la grieta. Con una mano en la muralla, y la otra tensando la soga, se detuvo, comprendiendo lo aterradora que era la situación en que se hallaba. «Pero mejor es pasar por esto que ser ahorcado y freído». Y con este consuelo, tensando la soga, empezó a descender con mucho sigilo por la muralla.

Con las piernas cruzadas sobre la soga, Cale se fue dejando caer palmo a palmo. Aquella era la parte fácil, porque su peso hacía todo el trabajo por él. Naturalmente, se habría sentido exultante si no fuera por el hecho de que la soga no había sido probada antes, y podría partirse o bien cortarse al frotar contra la muralla. Y también por la desagradable idea de que podía no ser lo bastante larga, y podría quedarse colgando tal vez a treinta metros del suelo. Y aun cuando solo fueran tres, serían suficientes para partirse una pierna, si caía sobre roca. Pero ¿de qué servía preocuparse? Ya era demasiado tarde.

Tardó menos de cinco minutos en alcanzar el nudo de la soga que le indicaba que solo quedaban quince metros. Y un poco después, pasó el que indicaba que quedaban tres. Y por fin encontró el último nudo, el del final.

No había alternativa. Siguió su camino tras el nudo, hasta que solo quedó agarrado a él por una mano.

A la una, a las dos, a las tres: se soltó.