6

Cuando Kleist despertó, lo hizo con la sensación de que lo sujetaban y amordazaban. Eso se debía a un motivo sencillo: Cale le había tapado la boca con la mano, y el Impreciso le sujetaba las manos a los costados.

—¡Shhh! Somos Henri y Cale. —Cale esperó hasta que Kleist dejó de forcejear, y entonces retiró la mano. Henri aflojó las manos—. Tienes que venir con nosotros ahora. Si te quedas eres hombre muerto. ¿Vienes?

Kleist se incorporó en la cama y miró a Henri el Impreciso en la oscuridad solo atenuada por la luz de la luna.

—¿Es cierto eso?

Henri asintió. Kleist lanzó un suspiro y se puso en pie.

—¿Dónde está Spider? —preguntó.

—Ha salido a fumar. Tenemos que irnos.

Cale se volvió, y los demás lo siguieron. Se detuvo para inclinarse sobre la cama de un muchacho que se hacía el dormido.

—No le digas nada a Spider, Savio, o te arrancaré las tripas. ¿Lo has entendido, cerdo? —El muchacho asintió con la cabeza, y Cale continuó su camino.

Saliendo por la puerta que Spider había dejado sin cerrar, Cale los condujo hasta el deambulatorio y, sin apartarse del muro, llegaron ante la gran estatua del Ahorcado Redentor y la entrada del túnel que habían descubierto el día anterior.

—¿Qué ocurre? —preguntó Kleist.

—¡Silencio!

Cale abrió la puerta empujando, y los hizo pasar. Entonces encendió una vela mucho más grande que la del día anterior.

—¿Cómo has abierto la puerta? —preguntó Kleist.

—Con una palanca.

—¿Y dónde has encontrado esa vela?

—En el mismo lugar que la palanca.

Kleist se volvió hacia Henri el Impreciso.

—¿Tú estás enterado de lo que pasa? —Henri el Impreciso negó con la cabeza—. Cale se dirigió hacia el rincón que estaba a la izquierda del túnel, y levantó la vela.

—¡Dios! —exclamó Kleist al ver la figura aterrorizada que se encontraba agachada en el rincón.

—No pasa nada —dijo Cale inclinándose hacia la muchacha—. Han venido a ayudar —añadió sin mucha convicción.

—Dime qué está pasando —pidió Kleist—, o de lo contrario nos vamos a ver las caras aquí y ahora. —Cale lo miró y sonrió, aunque era una sonrisa triste.

—¡Escuchad! —dijo soplando la vela para apagarla.

Veinte minutos después, había terminado de contar lo ocurrido, y volvía a encender la vela.

Los dos chicos pasaron la mirada de él a la muchacha, consternados ante lo que acababan de oír, pero también fascinados con la chica. Kleist necesitó un momento para salir de su estupor.

—Lo mataste tú, Cale… ¿Por qué nos arrastras a nosotros?

—No seas tonto. En cuanto comprendieran que fui yo, torturarían a Henri porque saben que somos amigos. Y entonces aparecerías tú en la historia. De esta forma por lo menos tienes una oportunidad.

—Pero yo no tengo nada que ver.

—¿Y eso qué más da? Te han visto hablando conmigo al menos un par de veces durante los últimos días. Te matarán solo por si acaso y para dar ejemplo.

—¿Quiere eso decir que tienes un plan? —preguntó Henri, asustado, pero tratando de mantener la calma.

—Sí —respondió Cale—. Lo más probable es que no funcione, pero al menos tenemos que intentarlo. —Sopló la vela otra vez, y les contó lo que había pensado.

—Tienes razón —comentó Kleist en cuanto Cale terminó—: Lo más probable es que no funcione.

—Si se te ocurre algo mejor… —Cale no acabó la frase. Volvió a encender la vela y la acercó a la muchacha, que tenía la mirada perdida en la distancia, temblaba y se protegía con los brazos.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Cale. Al principio no dio la impresión de haberle oído, pero después volvió los ojos hacia su rostro, aunque no dijo nada.

—Pobrecita —dijo Henri el Impreciso.

—¿Por qué sientes lástima por ella? —preguntó Kleist con amargura, desgarrado entre sus propios terrores y aquel extraño ser que se hallaba en el rincón, acurrucado—. Deberías sentir lástima por ti.

Cale se levantó, le pasó la vela a Henri el Impreciso, y se dirigió hacia la puerta.

—Ahora —dijo.

Henri la apagó. Se oyó el ruido de la puerta que se abría y cerraba, y Henri el Impreciso, Kleist y la muchacha quedaron inmersos en una completa oscuridad.

Estaba empezando a pasársele el susto de los acontecimientos de la noche anterior cuando Cale hizo por tercera vez el recorrido a través del Santuario. Naturalmente, caminaba agazapado, pero ya se sentía algo más tranquilo. Empezaba a comprender que las costumbres de su vida, la conciencia de estar siendo permanentemente vigilado, de que había siempre ojos dispuestos a tomar nota e informar del menor movimiento, ya no tenían aplicación. Los redentores partían de la suposición, nada carente de fundamento, de que su destreza en vigilar a los acólitos, juntamente con la brutalidad de la respuesta que dieran a la desobediencia ya fuera de palabra o pensamiento, serviría para imponer el orden entre ellos. Suponían que de noche, con los acólitos encerrados bajo llave en sus dormitorios, exhaustos y temiendo, con toda razón, las consecuencias que podría acarrearles que intentaran salir, podían relajar su demente vigilancia. En su tercer recorrido a través del Santuario, Cale solo había visto, en la distancia, a un redentor.

Un extraño júbilo embargó a Cale. Aquellas personas que odiaba y que parecían tan invulnerables y poderosas, resultaba que no lo eran tanto. Había burlado a Bosco, había matado al Padre Disciplinario, y en aquel momento se movía a sus anchas por el Santuario. Pero en su interior algo le advertía que no debía envalentonarse: «Ten mucho cuidado, si no quieres colgar de la horca».

Sin embargo, pese a lo mucho que pensaba en ello, pese a lo muy imprudente que parecía, tenía sentido volver a los aposentos del Padre Disciplinario. Había cogido algunas cosas antes de irse con la muchacha, pero si los cuatro querían tener alguna posibilidad de sobrevivir allí fuera, necesitarían… lo cierto es que no sabía qué iban a necesitar, pero en los aposentos del muerto sería posible encontrar muchas cosas que les resultarían útiles, y sería una estupidez no aprovechar la ocasión. Era una suerte que quedaran otras cuatro horas hasta que empezaran a despertarse.

Diez minutos más tarde, Cale se encontraba delante del cadáver de Picarbo. Se detuvo un instante, y empezó a buscar. Era difícil, debido a que había demasiadas cosas. A los acólitos no les estaba permitido poseer nada. Incluso los redentores tenían permitido poseer tan solo siete cosas, aunque nadie sabía por qué no eran seis, u ocho. Sin embargo, los aposentos de Picarbo estaban llenos de objetos. Cale no sabía lo que eran la mayoría, y le hubiera gustado perder el tiempo simplemente tocándolos y elucubrando sobre la finalidad que podían tener, desde el peculiar y placentero tacto de una brocha de afeitado hecha con pelo de tejón, hasta la fragancia y resbalosa textura de una pastilla de jabón. Pero la presencia de la muerte no tardó en contener su curiosidad, y se dispuso a elegir lo que metería en la mochila que había encontrado: cuchillos, un telescopio (una cosa fabulosa que había visto usar a Bosco desde las almenas), un afilador para los instrumentos médicos de Picarbo, algunas hierbas que le había visto usar en el tratamiento de las heridas, finas agujas, hilo, un ovillo de cuerda… Buscó por los armarios, pero la mayor parte no contenían más que bandejas ocupadas con fragmentos disecados de cuerpos femeninos. Por supuesto, Cale no podía reconocer la mayoría de ellos. No es que necesitara justificarse por haber matado a Picarbo, un hombre al que había visto pegando a tantos niños en castigos rituales, e incluso matando a uno de ellos. Pero aquellos fragmentos corporales meticulosamente disecados le producían al mismo tiempo asco y terror.

Entonces probó a abrir una de las puertas que había en la estancia, evitando, al hacerlo, mirar a la pobre muchacha que se encontraba en la mesa de disección.

Abrió la puerta, y de inmediato le atacó las fosas nasales un fuerte hedor a sacerdote. Ya había notado que siempre que se encontraba en un lugar cerrado entre más de dos redentores, estos olían raro, lo que equivale a decir mal. Pero aquel cuarto parecía imbuido, en sus propias paredes, de aquel hedor: algo rancio, como si todo en su interior, hasta el propio espíritu, se hubiera echado a perder. Al salir, no quería mirar el cuerpo de la chica, pero algo le empujó a hacerlo. Observó solo un instante las meticulosas heridas infligidas a aquella hermosa mujer. Sintió brotar en su interior un inusual sentimiento de piedad, provocado por el hecho de que algo tan suave y delicado hubiera sido destrozado de aquel modo. Entonces distinguió sobre el disco de metal el objeto pequeño y duro que el Padre Disciplinario había sacado del estómago de la muchacha, justo antes de que Cale abandonara la estancia por primera vez. No se trataba de un hueso, ni de nada que pareciera truculento: tenía la forma y la textura de un pequeño guijarro alisado por una larga exposición a las rápidas aguas de un arroyo. Era lechoso, transparente y de color marrón dorado. Con cautela, lo tocó con el dedo índice. A continuación lo cogió, lo observó y lo acercó a la nariz. El aroma casi lo aturde, como si cada célula de su cerebro quedara embargada de aquel perfume extraño y maravilloso. Permaneció un instante en pie, mareado, a punto de desvanecerse. Pero no podía quedarse allí más tiempo. Respiró hondo y siguió buscando, cogió algunas otras cosas para llenar la mochila que pensó que podían resultar útiles, otras que simplemente le gustaron por su aspecto, y, a continuación, salió por la puerta y se dirigió a su escondite.