Cale se despertó también pronto. Era una costumbre suya que había mantenido desde siempre, por lo que podía recordar. Eso le permitía permanecer durante una hora en soledad, en la medida en que puede encontrarse solo alguien rodeado de quinientos durmientes. Pero en la oscuridad que precede al alba no hay nadie que hable con uno, ni lo vigile, ni le diga lo que tiene que hacer, ni que lo amenace ni que busque una excusa para pegarle o para matarlo. Y aunque estuviera hambriento, al menos estaba caliente.
Entonces, claro está, se acordó de la comida. Tenía los bolsillos llenos de ella. Coger algo del hábito que colgaba junto a su cama era correr un riesgo insensato, pero se veía impelido por un impulso irresistible, un impulso que no era solo causado por el hambre (algo con lo que vivía constantemente), sino por el placer: el irresistible deseo de comer algo que tuviera un sabor maravilloso. Tomándose su tiempo, metió la mano en el bolsillo y cogió lo primero que encontró: una especie de galleta plana con una capa de crema pastelera. Y se la metió en la boca.
Al principio pensó que se iba a volver loco de placer con aquellos sabores de azúcar y mantequilla que le estallaban no solo en la boca, sino también en el cerebro, en la propia alma. Siguió masticando y tragó, sintiendo un placer indescriptible.
Y entonces se mareó. No estaba más acostumbrado a comida como aquella de lo que estaba un elefante a volar. Como un hombre que se muere de sed o de hambre, tenía que recibir líquido o alimento en dosis muy pequeñas, o de lo contrario su cuerpo se rebelaría y él moriría de lo mismo que tan desesperadamente necesitaba. Cale permaneció allí media hora, tratando por todos los medios de no vomitar.
Comenzaba a recobrarse cuando oyó a uno de los redentores, que hacía su ronda antes de la hora de despertarse. Las duras suelas de los zapatos resonaban en el suelo de piedra al caminar alrededor de los durmientes. Eso duró diez minutos. Entonces, de pronto, aquel paso se aceleró y se oyeron fuertes palmadas:
—¡ARRIBA! ¡ARRIBA!
Lentamente, Cale, que seguía mareado, se levantó y se puso el hábito, teniendo mucho cuidado de que no se le cayera nada de los rebosantes bolsillos, al tiempo que otros quinientos muchachos gemían y se ponían en pie tambaleándose.
Unos minutos después, marchaban bajo la lluvia hacia la misa en la Basílica de la Eterna Misericordia, un imponente edificio de piedra en el que pasaron las siguientes dos horas murmurando oraciones en respuesta a los diez redentores que oficiaban, usando palabras que hacía mucho tiempo se habían vaciado de todo significado a base de repetirlas. A Cale eso no le importaba, porque siendo niño había aprendido a dormir con los ojos abiertos sin dejar de murmurar con los demás, en tanto que una pequeña parte de su mente seguía alerta ante la presencia de redentores que buscaban asistentes poco participativos.
Entonces llegó el desayuno, consistente en más gachas de color gris y en pies de muertos, una especie de pastel hecho con muchos tipos de grasa animal y vegetal, normalmente rancia, y con numerosas variedades de semillas. Era asqueroso pero muy nutritivo. Solo gracias a aquella desagradable mezcolanza conseguían sobrevivir los muchachos. Los redentores deseaban que tuvieran en la vida el menor placer posible, pero sus planes para el futuro, dada la gran guerra contra los antagonistas, requerían que los muchachos fueran fuertes. Los que sobrevivían, claro está.
No pudieron volver a hablar los tres hasta las ocho en punto, cuando estaban haciendo cola para entrenar en el Campo del Absoluto Perdón de Nuestros Redentores.
—Me encuentro mal —dijo Kleist.
—Yo también —susurró Henri el Impreciso.
—Yo casi vomito —admitió Cale.
—Vamos a tener que esconderlo.
—O tirarlo.
—Ya os acostumbraréis —dijo Cale—. Pero si no lo queréis, yo me como vuestra parte.
—Yo tengo que ir a guardar las vestiduras después de los ejercicios —comentó Henri el Impreciso—, así que podéis darme la comida y la esconderé allí.
—¡Hablando! ¡Vosotros, estáis hablando! —A su manera habitual, que parecía casi milagrosa, el redentor Malik había aparecido tras ellos. Debido a su extraña habilidad para acercarse a la gente de modo completamente sigiloso, resultaba muy poco prudente hacer cualquier cosa que no estuviera permitida cuando Malik se encontraba cerca. Había sido muy mala suerte que sustituyera en las sesiones de entrenamiento, sin previo aviso, al redentor Fitzimmons, conocido por todo el mundo como Fitz el Cacas a causa de la disentería que le había afectado desde su época en las campañas de los pantanos—. Vais a hacer doscientas —dijo Malik propinándole a Kleist un buen sopapo en la parte de atrás de la cabeza.
Mandó que la fila entera, y no solo ellos tres, se colocaran sobre los nudillos y empezaran a hacer las flexiones que les acababa de mandar.
—Tú no, Cale —dijo Malik—. Tú haz el pino. —Sin dificultad, Cale hizo el pino y empezó en aquella postura a doblar los brazos, arriba abajo, arriba abajo. Salvo la de Kleist, el resto de las caras de la fila estaban ya tensas del esfuerzo, pero Cale seguía subiendo y bajando como si no pudiera parar, con los ojos en blanco, como perdido a miles de kilómetros de distancia. Kleist simplemente parecía aburrido, pero nada incómodo, mientras hacía flexiones el doble de rápido que los demás. Cuando, exhausto y dolorido, terminó el último de los acólitos, Malik le mandó a Cale hacer otras doscientas flexiones, por pavonearse—. Te dije que hicieras el pino, no que además hicieras flexiones. ¡El orgullo de un muchacho es un sabroso refrigerio para el demonio! —Aquella era una lección moral que no apreciaron sus acólitos, que lo miraron sin comprender, pues la experiencia de un refrigerio entre comidas, fuera sabroso o no, era algo que nunca habían imaginado, no digamos ya experimentado.
Cuando sonó la campana para indicar el final de los ejercicios, los quinientos muchachos se pusieron en camino, lo más lentamente que osaban hacerlo, hacia la Basílica, para las oraciones de la mañana. Al pasar por el callejón que llevaba a la parte trasera del enorme edificio, los tres se escondieron. Le dieron a Henri el Impreciso toda la comida que llevaban en los bolsillos, y entonces Kleist y Cale volvieron a ponerse en la larga cola que iba entrando en la plaza que daba a la Basílica.
Mientras tanto, Henri el Impreciso empujaba con los hombros el pestillo de la puerta de la sacristía, con las manos repletas de pan, carne y pastel. Abrió la puerta y aguzó el oído por si había redentores. Penetró en la oscuridad amarronada del vestidor, preparado para volver a salir en cuanto viera el menor asomo de alguien. Parecía que estaba vacía. Entonces se dirigió apresuradamente hacia uno de los armarios, pero antes de abrirlo tuvo que dejar en el suelo parte de la comida. Un poco de suciedad del suelo, pensó, no les haría ningún daño. Con la puerta abierta, metió la mano en el interior del armario y levantó la tabla de madera que había en la parte inferior. Debajo de esa tabla había un hueco en el que Henri el Impreciso solía ocultar sus pertenencias, todas ellas prohibidas. Los acólitos, tal como se los llamaba formalmente, no podían poseer nada, pues las cosas materiales de este mundo los habrían corrompido, tal como decía el Padre Puerco. Aunque Puerco, como supondréis, no era su verdadero nombre, pues en realidad se llamaba Padre Glebe.
Y fue la voz de Glebe la que sonó a su espalda.
—¿Quién anda ahí?
Casi oculto por la puerta del armario, Henri el Impreciso arrojó al interior del armario la comida que llevaba en los brazos, así como los muslos de pollo y el pastel que había en el suelo, y tras ponerse en pie, cerró la puerta.
—¿Perdonad, Padre?
—¡Ah, eres tú! —dijo Glebe—. ¿Qué estás haciendo?
—¿Que qué estoy haciendo, Padre?
—Sí —dijo Glebe, algo irritado.
—Eh… bueno —Henri el Impreciso miró a su alrededor en busca de inspiración. Pareció encontrarla en algún punto del techo.
—Estaba… estaba guardando la casulla que se ha dejado olvidada el redentor Bent. —El redentor Bent estaba ciertamente loco; pero su reputación de olvidadizo se debía en gran medida al hecho de que, siempre que era posible, los acólitos le culpaban de todo aquello que no se encontraba en su lugar, o de todas las cosas cuestionables que hacían. Si alguna vez los pillaban haciendo algo incorrecto, o encontrándose en algún sitio en el que no debían estar, lo primero que se les ocurría decir para defenderse era que les había mandado el redentor Bent, cuya memoria de cortísimo plazo se podía confiar que no los contradiría.
—Acércame la mía. —Henri el Impreciso miró a Glebe como si no supiera de qué le hablaba—, ¿y bien…? —preguntó Glebe al cabo de un rato.
—¿Vuestra casulla? —preguntó Henri el Impreciso. Y como vio que Glebe estaba a punto de ir hacia él para darle un tortazo, añadió con entusiasmo—: ¡Por supuesto, Padre! —Se volvió y se dirigió hacia otro de los armarios. Abrió la puerta con alegría fingida.
—¿Blanca o negra, Padre?
—¿Qué es lo que te pasa?
—¿Lo que me pasa, Padre?
—Sí, imbécil. ¿Por qué iba a llevar casulla negra entre semana durante el mes de los muertos?
—¿Entre semana? —preguntó Henri el Impreciso, desconcertado por aquella idea—. Por supuesto que no, Padre. Sin embargo, necesitará un tranoclo.
—¿De qué me estás hablando? —preguntó Glebe, pero su tono de queja albergaba dudas. Existían cientos de prendas y ornamentos ceremoniales, muchos de los cuales habían caído en desuso a lo largo de los mil años que habían pasado desde la fundación del Santuario. Estaba convencido de que nunca había oído hablar del tranoclo, pero eso no quería decir que no existiera.
Bajo la atenta mirada del redentor Glebe, Henri el Impreciso se dirigió hacia un cajón y lo abrió. Rebuscó por un instante, y sacó un collar formado por cuentas diminutas al final de las cuales colgaba un pequeño cuadrado de arpillera.
—Hay que llevarlo el día del mártir San Fulton.
—Jamás me he puesto una cosa como esa —comentó Glebe, pero no del todo seguro. Se acercó al Calendario Eclesiástico y lo abrió por la fecha de aquel día. Se conmemoraba, efectivamente, el martirio de San Fulton, pero había muchos mártires, y no suficientes días, y el resultado era que algunos de los menos importantes se celebraban solo una vez cada veinte años o cosa así. Con irritación, Glebe aspiró aire.
—Date prisa, se hace tarde.
Con la debida solemnidad, Henri el Impreciso le colocó a Glebe el tranoclo alrededor del cuello, y le ayudó con la larga y primorosamente elaborada casulla. Hecho esto, siguió a Glebe al interior de la Basílica, como debía hacerse en las oraciones matutinas, donde se pasó la siguiente media hora reviviendo con placer el episodio del tranoclo, que era algo que no existía realmente, como tal vez hayáis adivinado. No tenía ni idea de qué era aquel cuadrado de arpillera al final del collar de cuentas, pero había montones de chismes desconocidos en la sacristía cuyo significado había caído hacía mucho tiempo en el olvido. Sin embargo, había corrido, y no por primera vez, un riesgo enorme, tan solo por el placer de tomarle el pelo a un redentor. Si lo descubrieran, lo despellejarían. Y no se trata de ninguna metáfora.
Su apodo, que le había puesto Cale, había triunfado, pero solo ellos dos comprendían su auténtico significado. Solo Cale sabía que el modo escurridizo en que Henri solía responder, o repetir cualquier pregunta que le hacían, no se debía a su incapacidad para entender la pregunta, ni para encontrar una clara respuesta, sino que era un modo de desafío a los redentores, alargando la respuesta hasta el límite mismo de su no muy grande paciencia. Era precisamente por haber descubierto la estrategia de Henri, y por la admiración que le merecía su espectacular temeridad, por lo que había quebrado una de sus normas más importantes: la de no hacer amigos, la de no permitir que nadie se hiciera amigo suyo.
Cale se abrió camino hasta un banco libre de la Basílica número cuatro, con la intención de recuperar el sueño atrasado durante las Plegarias de la Humillación. Había perfeccionado el arte de dormirse al mismo tiempo que se acusaba de sus pecados: pecados de depravación, de delectatio morosa, pecados de gaudium, de desiderium, pecados de deseo efectivo e inefectivo. Todos al unísono, los quinientos niños de la Basílica Cuatro juraban no cometer nunca transgresiones que les habrían resultado imposibles, aun cuando hubieran sabido de qué se trataba: niños de cinco años que juraban solemnemente no codiciar jamás la mujer del prójimo, otros de nueve que juraban no tallar bajo ninguna circunstancia imágenes de deslealtad y cobardía, y otros de catorce que prometían no venerar jamás esas imágenes aunque las hubieran esculpido. Todo eso bajo pena de un castigo divino que alcanzaría incluso a sus descendientes en la tercera o cuarta generación. Al cabo de unos cuarenta y cinco satisfactorios minutos de siesta, la misa concluyó y Cale guardó fila en silencio, con los demás, y regresó con ellos hasta la otra punta de los campos de entrenamiento.
El campo ya no volvía a estar libre durante el día. El enorme incremento durante los últimos cinco años en el número de acólitos que recibían instrucción implicaba que ahora se hacía casi todo por turnos: el entrenamiento, la comida, el aseo, el culto… El entrenamiento tenía lugar incluso de noche para los retrasados, y eso resultaba algo especialmente temido a causa del terrible frío, pues el viento soplaba desde el Malpaís incluso en verano. No era ningún secreto que aquel incremento se debía a la necesidad de aumentar las tropas contra los antagonistas. Cale sabía que muchos de los que salían del Santuario no iban de manera permanente al frente oriental ni al occidental, sino que los dejaban la mayor parte del tiempo lejos de la guerra, rotando seis meses en cada frente para después pasarse un año o incluso más en la reserva. Lo sabía porque se lo había dicho Bosco:
—Puedes hacer dos preguntas —le había dicho Bosco tras informarle sobre aquel extraño despliegue. Cale había meditado durante un rato.
—El tiempo que pasan en la reserva, Padre, ¿tienen la intención de aumentarlo y seguir aumentándolo?
—Sí —respondió Bosco—. Segunda pregunta.
—No necesito una segunda pregunta —repuso Cale.
—¿De verdad? Más vale que hayas dado con la respuesta correcta.
—Oí que el redentor Compton os decía que los frentes estaban en punto muerto.
—Sí, ya te vi que no perdías comba.
—Pese a lo cual, hablabais como si eso no fuese ningún problema.
—Sigue.
—Hemos estado entrenando un gran número de caballeros sacerdotes en los últimos años: demasiados. Queremos darles un lugar en la lucha, pero no queremos que los antagonistas sepan que han incrementado sus fuerzas. Por eso ha aumentado tanto el tiempo que pasan en la reserva. Siempre se nos dice que los frentes están repletos de antagonistas traidores. ¿Es cierto?
—¡Ah! —Bosco sonrió, aunque no era una sonrisa agradable—. He aquí una segunda pregunta, cuando te has jactado de que solo necesitabas una. La vanidad es tu punto débil, muchacho, y no estoy pensando ahora en la salvación del alma. Tengo… —Se detuvo, y daba la impresión de que no sabía qué decir, algo que Cale no había visto nunca. Resultaba perturbador—. Tengo expectativas contigo. Pero también exigencias. Y más te valdría que te echaran al otro lado de los muros de este lugar con una muela de molino al cuello, antes que decepcionarme en mis exigencias y expectativas. Es tu orgullo lo que más me preocupa. Cualquier redentor que encuentres de aquí a la eternidad te puede decir que el orgullo es la causa de los otros veintiocho pecados mortales, pero pienso en cosas más importantes que tu alma: el orgullo te distorsiona el juicio y te hace ponerte en situaciones que deberías evitar. Te concedí dos preguntas y, sin otro motivo que la vana soberbia, quisiste anonadarme y te arriesgaste a un castigo por fracasar en algo en lo que no necesitabas correr riesgos. Eso te debilita hasta tal punto que me pregunto si eres merecedor de la protección que te he estado otorgando durante todos estos años.
Miró a Cale, y Cale miró al suelo, odiando y despreciando a partes iguales la idea de que Bosco lo protegiera. Mientras aguardaba, pasaban por su mente ideas extrañas y peligrosas.
—La respuesta a tu segunda pregunta es que en los frentes tenemos espías e informadores antagonistas, pero solo unos pocos. Sin embargo, son suficientes.
Cale no apartó los ojos del suelo. Tenía que fingir que no había oposición por su parte. Tenía que minimizar las posibilidades de castigo. Sin embargo, tenía todo el tiempo la rabiosa sensación de que Bosco tenía razón y que podría haber evitado lo que le esperaba.
—Estamos preparando reservas para un gran ataque en ambos frentes, y sin embargo debemos mantener el número de efectivos en el mismo nivel, o de lo contrario ellos se darían cuenta de lo que les espera. Queremos que los reservistas adquieran experiencia, pero ya hay demasiados, así que los reservistas tienen que pasar cada vez más tiempo lejos del frente. Se necesitan más soldados para terminar con los antagonistas, pero esos soldados tienen que endurecerse en la batalla, pese a que no hay batallas suficientes para eso. Estamos en un aprieto, Padre.
—¿Y qué propones?
—Necesito tiempo para pensarlo, Padre. No hay ninguna solución que no constituya a su vez otro problema.
Bosco se rio.
—Déjame decirte, muchacho, que la solución a todo problema es siempre otro problema.
Entonces, sin previo aviso, Bosco arremetió contra Cale. Cale interceptó el golpe con tanta facilidad como si lo hubiera lanzado un anciano. Se miraron el uno al otro.
—Baja la mano.
Cale hizo lo que le mandaba.
—Dentro de un momento te volveré a pegar —dijo Bosco con suavidad—. Y cuando lo haga, no moverás ni las manos ni la cabeza. Aceptarás el golpe. Me dejarás que te pegue. Consentirás.
Cale aguardó. Esta vez Bosco hizo grandes preparativos para asestar el golpe. Lanzó la mano contra él. Cale experimentó un estremecimiento, pero el golpe no llegó. La mano de Bosco se había detenido junto a su cara.
—No te inmutes, muchacho.
Bosco retiró la mano y volvió a arremeter contra él. De nuevo, Cale se estremeció.
—¡NO TE INMUTES! —gritó Bosco con el rostro rojo de la rabia, salvo por dos puntitos blancos en el centro de las mejillas, que se volvían aún más blancos conforme se oscurecía la piel. Entonces lanzó otro golpe, pero esta vez sí le pegó a Cale, que se había quedado quieto como una piedra. Y después le pegó otra vez, y otra. Y de repente lanzó un nuevo golpe, pero este fue tan fuerte que Cale cayó al suelo aturdido.
—Levántate —le dijo con voz tan suave que apenas resultaba audible. Cale se puso en pie, temblando como a causa de un frío intenso. Y recibió otro golpe. Volvió a caer, y se levantó. Otro golpe, y volvió a ponerse en pie. Bosco cambió de mano. Con la izquierda, en la que tenía menos fuerza, necesitó cinco golpes para volver a derribar a Cale. Bosco observó cómo empezaba a levantarse una vez más. Ahora los dos estaban temblando—. Quédate dónde estás —dijo Bosco casi en un susurro—. Si te levantas, no respondo de lo que pueda ocurrir. Me voy. —Parecía apabullado, agotado por la horrible intensidad de su propia rabia—. Espera cinco minutos y después vete. —Entonces Bosco se acercó a la puerta y se marchó.
Durante todo un minuto, Cale permaneció inmóvil. Después vomitó. Necesitó otro minuto más para descansar y tres para limpiar la suciedad. Entonces, muy despacio, temblando de tal manera que parecía como si nunca fuera a alcanzarlo, salió al corredor y, apoyándose en la pared, caminó hasta llegar a uno de los callejones ciegos que salían de un patio y allí se sentó.
—¡LA CINTURA RECTA! ¡NO! ¡NO! ¡NO! —Cale se recuperó de lo que había llegado a ser un estado casi de trance. Los ruidos e imágenes del campo de entrenamiento se habían desvanecido a medida que él se perdía en recuerdos de su pasado. Era algo que últimamente le sucedía con más frecuencia, pero no era buena cosa distraerse tanto en un lugar como el Santuario, pues si uno no prestaba atención, no tardaba en ocurrirle algo desagradable. En aquel momento, todo lo que había a su alrededor resultaba vivido, como las imágenes y los sonidos del entrenamiento. Una fila de veinte acólitos, que estaban a punto de irse, practicaba un ataque en formación. El redentor Gil, conocido como Gil el Gorila a causa de su fealdad y su terrible fuerza, se quejaba rutinariamente de la flojedad de los muchachos que entrenaba:
—¿No has visto nunca las puertas de la muerte, Gavin? —le preguntó con cansancio—. Pues las verás si sigues descubriendo de ese modo tu flanco izquierdo. —Los acólitos de la fila sonrieron ante la inquietud de Gavin. Con toda su fuerza física y su brutal fealdad, el redentor Gil se encontraba todo lo cerca de ser un hombre bueno que hubiera llegado a estar nunca un redentor. Exceptuando al redentor Navratil, pero ese era un caso muy peculiar—. Te quedarás a hacer entrenamiento nocturno —le dijo Gil al desgraciado Gavin. El muchacho que estaba a su lado soltó una carcajada—. Y tú también, Gregor. Y tú, Holdaway.
Justo un poco más allá de la fila, un niño de no más de siete años estaba colgado por los brazos del poste horizontal de un armazón de madera, a más de dos metros del suelo. Tenía atado a las espinillas un cinturón de lona cargado de pesos. Hacía muecas, y por el rostro contorsionado le caían lágrimas de dolor. El subredentor que estaba debajo de él insistía en que si no llegaba a subir los pies, con su carga, a la altura de la barra cada vez que los levantaba, no le daría por válido ninguno de sus esfuerzos.
—Llorar no te va a servir de nada, solo te servirá de algo tocar la barra con los pies. —Mientras, doblado por la mitad, el niño forcejeaba por lograr tal proeza, Cale veía la extrema prominencia de los seis músculos del estómago, tan abultados como los de un adulto, que se tensaban para que él pudiera alcanzar la barra—. ¡Cuatro! —contó el subredentor.
Cale pasó por delante de niños de cinco años, algunos de los cuales se reían como niños pequeños, y de muchachos de dieciocho que parecían hombres de mediana edad. Había grupos de unos ochenta que practicaban empujándose para atrás y para adelante, gritando de manera rítmica, como si fueran gigantes que se gruñeran unos a otros; una nueva fila de otros quinientos muchachos marchaba en formación y en completo silencio, obedeciendo todos a una las señales de las banderas: izquierda, derecha, alto, hacia atrás, alto otra vez y hacia delante… Para entonces Cale se encontraba a casi cincuenta metros de la gran muralla que circundaba el Santuario, al borde del campo de tiro con arco, donde Kleist increpaba a un grupo de diez acólitos que podían ser unos cuatro años mayores que él. Los regañaba por su inutilidad, por su fealdad, por su falta de habilidad, por la mala calidad de sus dientes y porque tenían los ojos demasiado cerrados. Solo se detuvo al ver a Cale.
—Llegas tarde —le dijo—. Tienes suerte de que Primo esté enfermo, porque de lo contrario te arrancaría la piel.
—Siempre podrías intentarlo tú.
—¿Yo? A mí me da igual si vienes o no. Tú eres un caso perdido.
Encogiéndose ligeramente de hombros por toda respuesta, Cale indicaba que, muy a su pesar, estaba bastante de acuerdo. Kleist estaba desnudo de cintura para arriba, salvo por una camisa harapienta que revelaba formas sorprendentes, tal vez algo extrañas. Su cuerpo no parecía consistir en otra cosa que espalda y hombros, como si la parte superior del cuerpo de un hombre adulto hubiera sido colocada entre las piernas y la cabeza de un chaval de catorce años. Y, además, el brazo derecho estaba mucho más musculado que el izquierdo, lo cual le hacía parecer casi deforme.
—Vale —dijo Kleist—, veamos cuál es el problema. —Era evidente que disfrutaba con aquella oportunidad de demostrar su superioridad ante Cale, y que le encantaba que este se diera cuenta de que estaba disfrutando.
Cale levantó el arco que Kleist acababa de entregarle, tiró de la cuerda hasta acercársela a la mejilla, apuntó, aguantó un segundo, y entonces soltó la flecha en dirección al blanco, que se encontraba a setenta metros de distancia. Incluso lanzó un gruñido en el momento en que partía la flecha, que describió un arco al dirigirse al blanco, que tenía la forma y el tamaño de un hombre. Falló por más de un metro.
—¡Mierda!
—¡Vaya, vaya! —exclamó Kleist—. No había visto un tiro como ese desde… Bueno, no consigo recordar. Antes tú dabas la talla… ¿dónde demonios aprendiste a colocar ese par de piernas?
—Tú dime simplemente cómo tengo que ponerlas.
—Bueno, eso es bastante fácil. Punzas la cuerda en el momento en que deberías soltarla… así. —Cogió la cuerda de su propio arco para mostrarle a Cale qué era lo que hacía mal, y a continuación, con enorme placer, le mostró cómo había que hacerlo—. Además, tenías la boca abierta al disparar, y dejaste caer el codo del brazo de la cuerda antes de soltarla. —Cale empezó a protestar—. Y —le interrumpió Kleist—, dejas que la mano de la cuerda ceda hacia delante.
—De acuerdo, lo he entendido. Tú solo explícame. He adquirido malas costumbres, eso es todo.
Kleist tomó aire por entre los dientes, con todo el dramatismo que pudo conferir a ese gesto.
—La verdad es que no estoy seguro de que sea solo cuestión de costumbres incorrectas. Creo que lo que pasa es seguramente que no eres capaz porque te pones demasiado nervioso. —Señaló a la cabeza con un dedo—. Me parece que el problema está aquí, compañero. Ahora que lo pienso, creo que el tuyo es el peor caso que he visto nunca de alguien que la caga de puros nervios.
—Tú solo dime cómo debo hacerlo.
—Tienes todos los síntomas del nerviosismo: los tambaleos, los temblores… No hay nada que hacer. Todo eso de que se te abra la boca y se te caiga el codo… no es más que un efecto visible de un estado del alma, amigo. El verdadero problema está en el espíritu. —Kleist colocó una flecha en su arco, tiró de la cuerda y la soltó con un elegante movimiento. La flecha trazó un hermoso arco y se clavó de manera satisfactoria en el pecho del blanco—. Ya ves, perfecto… un síntoma externo de la gracia interior.
Cale se rio. Se volvió hacia la aljaba de las flechas que estaba posada en el banco, detrás de él, pero al hacerlo vio a Bosco, que atravesaba el campo por el medio en dirección al redentor Gil, que enseguida hizo a un acólito un gesto para que se adelantara. Cale oyó un suave «¡zas!» tras él, y se dio la vuelta para ver que, a escondidas, Kleist apuntaba con el arco al distante Bosco e imitaba el sonido que hacía una flecha al partir.
—Venga, a que no te atreves.
Kleist se rio y se volvió hacia sus pupilos, que estaban sentados, hablando a cierta distancia. Uno de ellos, Donovan, había aprovechado la pausa, como de costumbre, para sermonear a los demás sobre las maldades de los antagonistas:
—No creen en un purgatorio donde uno se purifica de sus pecados antes de entrar en el cielo. Creen en la justificación por la fe. —Uno de los acólitos que escuchaban ahogó un grito de incredulidad—. Pregonan que cada uno de nosotros se salva o se condena por la inalterable elección del Redentor, y que uno no puede hacer nada para cambiar su destino. Y cogen las canciones que se cantan en las tabernas y las utilizan para hacer sus himnos. El Ahorcado Redentor en el que ellos creen no existió nunca, y morirán todos en pecado porque le tienen horror a la confesión. Por eso dejarán esta vida con todos sus pecados grabados en el alma, y serán condenados.
—Cierra esa bocaza, Donovan —dijo Kleist—, y ponte a trabajar.
En cuanto el acólito salió llevando su mensaje para Cale, Bosco le hizo seña al redentor Gil, y se retiraron a un lado para no ser oídos.
—Hay rumores de que los antagonistas andan en conversaciones con los mercenarios lacónicos.
—¿Tienen fundamento?
—Más que los rumores corrientes.
—Entonces tenemos de qué preocuparnos. —Pero a Gil le vino una idea a la cabeza—. Necesitarán diez mil o más para vencernos. ¿Cómo van a pagarlos?
—Los antagonistas han encontrado minas de plata en Laurión. Y esto no es un rumor.
—Entonces que Dios nos ampare. No tenemos más que unos miles de hombres… tal vez tres mil… capaces de enfrentarse a los mercenarios lacónicos. Su reputación no es exagerada.
—Dios ayuda al que se ayuda a sí mismo. Si no podemos enfrentarnos a hombres que luchan solo por dinero, y no por la gloria de Dios, entonces merecemos la derrota. Es una prueba, y no tiene nada de raro que nos encontremos ahora con ella. —Sonrió—. Pese a la mazmorra, el fuego y la espada. ¿No es así, Padre?
—Bueno, Padre Militante, si se trata de una prueba, es una prueba que yo no sé cómo superar, y si yo no… (perdóneseme el pecado de orgullo), si yo no sé, entonces no lo sabe ningún otro redentor.
—¿Estáis completamente seguro? En cuanto al pecado de orgullo, me refiero.
—¿Qué decís? No necesitáis poneros oscuro conmigo. Me merezco mejor trato.
—Por supuesto. Ahora soy yo el que presenta sus excusas por el orgullo propio. —Se golpeó con suavidad el pecho tres veces—. Mea culpa. Mea culpa. Mea máxima culpa. Yo llevaba un tiempo esperando esto, o algo parecido a esto. Siempre he tenido la sensación de que se pondría a prueba nuestra fe, y que sería una prueba muy dura. El Redentor vino a salvarnos, y la humanidad respondió a ese presente divino colgando al amado de una horca. —Miró a la distancia con los ojos empañados, como si estuviera contemplando con sus propios ojos la ejecución del Redentor, que había tenido lugar hacía mil años. Volvió a exhalar un hondo suspiro, como si lo embargara una pena reciente y terrible, y entonces miró directamente a Gil—. No puedo decir más —y le tocó el brazo con suavidad y auténtico afecto—, salvo que si esa información es cierta, yo no he sido indolente en mi persecución de un final para la apostasía de los antagonistas, ni en corregir el horrible crimen que supone asesinar al único mensajero de Dios. —Sonrió a Gil—. Hay una nueva táctica.
—No comprendo.
—No se trata de una táctica militar, sino de una nueva manera de ver las cosas. Creo que no deberíamos pensar más en el problema de los antagonistas, sino en la solución final al problema del mal humano en sí mismo.
Hizo apartarse aún más a Gil, y bajó todavía más la voz.
—Durante demasiado tiempo hemos estado preparados solo para pensar en la herejía de los antagonistas y en la guerra que libramos contra ellos. Lo que hacen y lo que dejan de hacer. Hemos olvidado que ellos tienen una importancia secundaria ante nuestro propósito, que es no consentir otro dios que el Único Dios Verdadero, y ninguna otra fe sino la Única Fe Verdadera. Nos hemos quedado atrapados en esta guerra como si fuera un fin en sí misma. Hemos dejado que llegue a ser una riña en un mundo lleno de riñas.
—Perdonadme, Padre, pero los frentes oriental y occidental cubren casi dos mil kilómetros, y los muertos se cuentan por cientos de miles: a eso no se le puede llamar riña.
—Nosotros no somos los Materazzi ni los Jane, a los que solo les interesa la guerra para ganar poder. Y, sin embargo, nos hemos convertido en algo parecido. Un poder entre otros muchos, en la guerra de todos contra todos, porque, como ellos, deseamos la victoria pero tememos la derrota.
—Es muy sensato temer la derrota.
—Nosotros somos los representantes de Dios en la tierra, a través de Su Redentor. Nuestra existencia tiene un solo propósito, y lo hemos olvidado porque tenemos miedo. Por eso deben cambiar las cosas: es mejor caer una vez que estar cayendo siempre. O sabemos que tenemos a Dios de nuestro lado, o no lo sabemos. Si eso es lo que de verdad creemos, y no solo lo que fingimos creer, entonces debemos perseguir la victoria absoluta: o todo o nada.
—Si pensáis así, Padre…
Bosco se rio con una risa genuina, dulce.
—Sí, creo que eso es lo que pienso, amigo.
Tanto Cale como Kleist se dieron cuenta de que se acercaba a ellos un acólito, encantado con la oportunidad de entregar lo que estaba convencido de que eran malas noticias. Cuando empezó a hablar, Kleist lo interrumpió:
—¿Qué quieres, Salk? Estoy ocupado.
Eso hizo que Salk abandonara la malévola lentitud con que intentaba alargar su mensaje.
—Perdona, Kleist, pero esto no tiene nada que ver contigo. El redentor Bosco quiere ver a Cale en sus aposentos después de las plegarias nocturnas.
—Bien —dijo Kleist, como si eso no fuera más que rutina—. Y ahora vete a la mierda.
Pillado desprevenido tanto por la hostil falta de curiosidad como por el hecho de que Cale lo mirara de manera extraña, Salk escupió en el suelo para mostrar su propia indiferencia, y se fue.
Cale y Kleist se miraron el uno al otro. Puesto que Cale era el zelote de Bosco, los avisos para que fuera a ver al Padre Militante, que habrían aterrorizado a cualquier otro muchacho, no eran raros. Lo que no resultaba normal, sino más bien perturbador teniendo en cuenta los acontecimientos del día anterior, era que a Cale se le convocara en sus aposentos privados y a última hora de la noche. Eso no había ocurrido nunca.
—¿Y si lo sabe? —preguntó Kleist.
—Si lo supiera, nosotros estaríamos ya en la Casa para Propósitos Especiales.
—Sería muy propio de Bosco hacernos pensar eso.
—Supongo. Pero no podemos hacer nada al respecto. —Cale tensó el arco, lo aguantó un segundo y, entonces, soltó la flecha, que describió un arco en el aire y erró el blanco por treinta centímetros.
Los tres habían acordado ya faltar a la cena. Normalmente era peligroso encontrarse en cualquier sitio que no fuera aquel en el que se suponía que debía estar uno, pero nunca se había oído que un acólito faltara a ninguna comida, pese a lo repelente que fuera lo que les daban, porque siempre tenían hambre. En consecuencia, el momento en que menos vigilaban los redentores era en el de la cena, lo cual facilitaba que Cale y Kleist pudieran esconderse en el lado de detrás de la Basílica Número Cuatro, y esperar a que Henri el Impreciso sacara la comida desde la sacristía. En aquella ocasión comieron menos y mucho más despacio, pero a los diez minutos volvieron a encontrarse mal.
Media hora después, Cale esperaba en el oscuro corredor, ante los aposentos del Padre Militante. Una hora después, seguía allí. Entonces se abrió la puerta de hierro fundido y apareció ante él, observándolo, la alta figura de Bosco, que le sacaba a Cale la mitad de la altura de este. El muchacho no dio muestras de preocuparse en absoluto.
«Interesante», pensó Bosco, antes de decirle:
—Entra.
Cale lo siguió a sus aposentos, que estaban solo ligeramente más iluminados que el corredor. Si hubiera esperado ver algo de su privacidad después de todos aquellos años, se habría sentido decepcionado. Había puertas que daban a otras habitaciones, pero todas estaban cerradas, y lo único que podía ver era un cuarto de estudio con muy poca cosa dentro. Bosco se sentó tras su escritorio y examinó el pliego de papel que tenía delante. Cale se quedó ante él, de pie, esperando, sabiendo que podía tratarse tanto de una solicitud para la adquisición de una docena de espadas de madera para los entrenamientos, como de su propia sentencia de muerte.
Bosco habló al cabo de unos minutos, pero sin levantar la vista y preguntando en tono suave:
—¿Hay algo que quieras decirme?
—No, Padre —respondió Cale.
Pero Bosco siguió sin levantar la vista.
—Si me mientes, no podré hacer nada para salvarte. —Entonces miró a Cale fijamente a los ojos, con una mirada infinitamente fría y negra. Era como si lo mirara la propia muerte—. Así que te lo pregunto de nuevo: ¿hay algo que quieras decirme?
Aguantando la mirada, Cale respondió:
—No, Padre.
El Padre Militante no apartó la mirada, y Cale empezó a sentir que su voluntad empezaba a disolverse, como si le estuvieran vertiendo algún ácido en su propia alma. Empezó a surgir, en la misma garganta, un horrible deseo de confesar. Era terror, era la seguridad, que le había acompañado desde que era un niño, de que el redentor que tenía delante era capaz de cualquier cosa, de que el dolor y el sufrimiento eran el compañero constante de aquel hombre, y de que cualquier cosa viva enmudecía ante él.
Bosco volvió la mirada al papel que tenía ante sí y lo firmó con su nombre. A continuación plegó el papel y lo selló con lacre rojo. Se lo entregó a Cale.
—Llévale esto al Padre Disciplinario.
Un soplo de aire frío atravesó a Cale.
—¿Ahora?
—Sí. Ahora.
—Ya ha oscurecido. El dormitorio se cerrará dentro de unos minutos.
—No te preocupes por eso. Ya está previsto.
Sin alzar la mirada, el redentor Bosco volvió a escribir. Cale no se movió. El redentor levantó entonces la mirada.
—¿Algo más, Cale?
En el fuero interno de Cale, el instinto luchaba contra sí mismo. Si confesaba, el redentor podría ayudarlo. Al fin y al cabo, él era su zelote, y podría salvarlo. Pero, en el interior de su alma, otros seres parecían gritar: «¡No confieses nunca! ¡Nunca admitas tu culpa! ¡Nunca! Niégalo siempre todo».
—No, Padre.
—Entonces ve.
Cale se volvió y caminó hacia la puerta, refrenando el impulso de echar a correr. Una vez fuera, cerró la puerta de hierro y se quedó mirándola, como si fuera tan transparente como el cristal y pudiera ver el estudio a través de ella. Miraba con odio.
Se dirigió hacia el corredor más cercano y se detuvo bajo la pobre luz del candelabro que había en la pared. Sabía que aquella oportunidad de abrir la carta era una prueba que le imponía Bosco y que de hacerlo, la infracción lo llevaría a la ejecución inmediata. Si Bosco estaba enterado de lo que había ocurrido el día anterior, muy bien podía ser una orden dirigida al Padre Disciplinario para que lo hiciera matar. Era muy propio del estilo de Bosco hacer que Cale llevara su propia sentencia de muerte. Pero tal vez no fuera nada, solo otro de aquellos interminables intentos del Padre Militante por ponerlo a prueba cada vez que se le presentaba la ocasión.
Respiró hondo y trató de ver las cosas tal como eran, sin que el miedo las tiñera de su color. La cosa era, de hecho, bastante clara: en aquella carta podía no haber nada letal, aunque, probablemente, sí algo desagradable y doloroso. Sin embargo, abrirla suponía con total seguridad la muerte. Pensando así, empezó a caminar en dirección al despacho del Padre Disciplinario, aunque no paraba de sentir algo en el cerebro que le martilleaba a preguntas sobre qué haría si se cumplían los peores vaticinios.
En diez minutos, tras perderse una vez en la maraña de corredores, llegó ante la Cámara de Salvación. Por un instante permaneció ante la gran puerta, inmerso en la oscura penumbra, sintiendo el corazón palpitante de miedo y rabia. Entonces observó que la puerta no estaba cerrada, sino solo entornada.
Cale se detuvo un momento, pensando qué hacer. Miró la carta que llevaba consigo, y después empujó la puerta lo suficiente para ver al otro lado. En la pared opuesta de la estancia podía distinguir al Padre Disciplinario, que estaba inclinado sobre algo y canturreaba para sí:
La fe de nuestros padres, viva aún pese a mazmorras, fuegos y espadas.
Da dum de dum de dum de dum de dum.
Da dum de dum de dum de dum.
La fe de nuestros padres, dum de dum.
Hasta la muerte te seremos fieles.
Entonces dejó de cantar para concentrarse en algo. Aquella parte de la estancia estaba todo lo bien iluminada que podía estarlo una zona a la luz de las velas, y parecía que el Padre Disciplinario encerrara la luz en una especie de halo circular al que su cuerpo servía de pantalla. Cuando sus ojos se adaptaron a la oscuridad, Cale distinguió que estaba inclinado sobre una mesa de madera que debía de medir unos dos metros por poco más, y que había algo sobre la mesa, aunque el extremo de eso estaba envuelto en una tela. El Padre Disciplinario siguió tarareando, se volvió hacia un lado y dejó caer algo pequeño y duro en un plato de hierro. Cogiendo unas tijeras que había al lado del plato, reemprendió su trabajo.
¡Cuán dulce sería el hado de sus hijos
si pudieran, como ellos, morir por ti!
Da dum de dum de dum de dum de dum.
Da dum de dum de dum de dum.
Cale abrió un poco más la puerta. En la parte más oscura de la estancia distinguió otra mesa, sobre la cual también había algo, pero esta vez aquello estaba oscurecido por la penumbra. El Padre Disciplinario se volvió a enderezar, se dirigió hacia un armario bajo que tenía a la derecha, y empezó a revolver en un cajón. Cale miró con atención, incapaz de comprender qué era lo que había sobre la mesa, aunque veía ya con claridad lo que el Padre había estado haciendo. En la mesa había un cadáver al que el Padre Disciplinario estaba practicando una disección. Con gran habilidad le había abierto el pecho, y la abertura llegaba hasta el bajo vientre. Había separado y retirado con sumo cuidado y precisión cada trocito de piel y de músculo, y le había puesto un peso para mantenerlo en su nueva posición. Lo que le impactaba más a Cale, aparte de ver un cadáver exhibido de aquella manera, lo que tan difícil le resultaba comprender, pese al hecho de que había visto ya muchos cadáveres, era que se trataba de una chica. Y no estaba muerta. La mano izquierda, que le colgaba a un lado de la mesa, se movía cada pocos segundos, mientras el Padre Disciplinario seguía revolviendo en el cajón y tarareando en voz baja.
Cale sintió como si tuviera arañas corriéndole por la espalda. Y entonces oyó un gruñido. Como el Padre Disciplinario ya no tapaba la luz, pudo ver lo que había en la otra mesa. Era otra chica, atada y amordazada, que intentaba gritar. Y la conocía. Era la más llamativa de las dos chicas que el día anterior estaban vestidas de blanco, riéndose con deleite en el centro de las celebraciones.
El Padre Disciplinario dejó de tararear, se incorporó y miró a la muchacha.
—Tú, no hagas ruido —le dijo casi con dulzura.
Entonces volvió a inclinarse, a canturrear y a rebuscar.
En su corta vida Cale había visto muchas cosas espantosas, había presenciado terribles actos de crueldad, y había soportado sufrimientos casi por encima de todo lo expresable. Pero en ese momento se quedó anonadado por aquello que veía y no podía comprender: por aquella chica cuya mano se movía menos cada vez, y por los apagados gritos de terror y horrible dolor de la muchacha de los ojos verdes.
Y después, muy despacio, Cale se alejó de la puerta y se volvió caminando tan en silencio como había ido.