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En absoluta inmovilidad, en absoluto silencio, los tres muchachos siguieron contemplando la cocina, pues de eso se trataba. Hasta el último rincón de la superficie estaba cubierto de platos de comida: había pollo asado con su crujiente piel impregnada de sal y pimienta molida, buey cortado en gruesas rodajas, cerdo con la piel tan crujiente y tostada que morderla haría el mismo sonido que los palos al romperse… Había pan cortado en gruesas rebanadas, con la corteza tan oscura que en algunas zonas parecía casi negra, platos llenos hasta arriba de moradas escalonias, y arroz con frutas, manzanas y gruesas uvas pasas. Y había postres: montañas de merengue, natillas de intenso color amarillo y cuencos llenos de nata montada.

Los muchachos no sabían cómo se llamaba la mayor parte de lo que veían: ¿cómo tener una palabra para las natillas cuando uno ni siquiera ha imaginado nunca la existencia de semejante manjar? O ¿cómo pensar que aquellas rodajas de buey y de pechuga de pollo pudieran tener alguna remota relación con las sobras, menudillos, pies y sesos, hervidos todos juntos y picados para formar aquella especie de embutidos de despojos que era lo más parecido a la carne que conocían? Imaginaos lo extraños que resultarían los colores y las cosas que pueden verse en el mundo para un ciego que de repente pudiera ver, o para un sordo de nacimiento la música producida por un centenar de flautas.

Pero, anonadados como estaban, el hambre los hizo descender de la trampilla como monos, balanceándose para no caer sobre la mesa, en el medio de la cocina. Estaban pasmados ante la abundancia que los rodeaba, y Cale casi se olvida de que había que cerrar la trampilla. Aturdido por los aromas y suaves colores que tenía ante él, quitó varios platos de la mesa para subirse encima. Alargando las manos cuanto podía, logró empujar la trampilla para que cayera en su lugar.

Para cuando volvió al suelo, los otros dos estaban ya saqueando la comida con la habilidad de aves carroñeras. Tomaban tan solo una cosa de cada plato y después lo recolocaban para que no se notara el hueco. No pudieron evitar dar unos bocados al pollo o al pan, pero la mayor parte de lo que cogían lo guardaban en los numerosos y prohibidos bolsillos que llevaban cosidos en el hábito, destinados a pasar oculta cualquier cosa que pudieran encontrarse o hurtar.

Cale se mareaba con aquellos aromas y vahos extraños que parecían crecer en el interior de su cabeza hasta hacerle casi perder el conocimiento.

—No comáis. Coged solo lo que podáis esconder —les dijo a los otros, pero también a sí mismo. El tomo su parte y la escondió, aunque no tenía mucho sitio donde hacerlo. Normalmente no necesitaban muchos bolsillos secretos, pues lo que solían encontrar por ahí era muy poca cosa.

—Tenemos que salir. Ya. —Cale se dirigió hacia la puerta. Como si acabaran de despertar de un profundo sueño, Kleist y Henri el Impreciso empezaron a comprender la peligrosa situación en la que se encontraban. Cale arrimó el oído a la puerta un momento, y después la abrió: era un pasillo con puertas a los lados.

—Sabe Dios dónde estamos —dijo—. Pero tenemos que ponernos a cubierto.

Diciendo esto, abrió del todo la puerta y salió, seguido con cautela por los otros.

Se movieron con rapidez, arrimados al muro. Al cabo de unos pocos metros se encontraron una escalera que subía. Cale negó con la cabeza, al tiempo que Henri el Impreciso llegaba a su pie.

—Tenemos que encontrar una ventana para asomarnos y ver si podemos averiguar dónde estamos. Tenemos que estar de vuelta en el dormitorio antes de que apaguen las luces, o se darán cuenta de nuestra ausencia.

Siguieron moviéndose, pero al acercarse a una puerta a la izquierda, esta empezó a abrirse.

En un instante se volvieron, echaron a correr hacia la escalera, y subieron por ella. Se tumbaron en el rellano, cuerpo a tierra. Oían voces en el pasillo debajo de ellos.

Oyeron el sonido de otra puerta que se abría, y Cale levantó la cabeza solo para ver una sombra que se dirigía hacia la cocina de la que acababan de salir. Henri el Impreciso se acercó a su lado. Parecía confuso y aterrorizado.

—Esas voces… —susurró—. ¿Qué les ocurría?

Cale negó con la cabeza, pero también él había notado que eran extrañas, y había sentido en el estómago una inusitada sensación. Se levantó, observando el lugar en que se encontraban. La única salida era una puerta que tenían a su espalda. Rápidamente, accionó la manilla y entró en el cuarto al que conducía. Pero en realidad no se trataba de ningún cuarto. Era una especie de galería o terraza, con un muro bajo a unos tres metros de la puerta. Cale gateó hacia allí, seguido por los otros, y los tres se reunieron, agachados, tras el muro.

Desde el espacio que la terraza dominaba, llegó un estallido de risas y aplausos.

No eran solo las risas en sí lo que asustaba a los tres muchachos (pues la risa era algo muy raro en aquel lugar, y jamás se oía a tal volumen ni con semejante y despreocupada alegría), sino sobre todo el timbre y tono de esas risas. Al igual que las voces que habían oído en el corredor, un poco antes, había en ellas un temblor profundo y extraño.

—Echa un vistazo —susurró Henri el Impreciso.

—No —respondió Cale sin pronunciar la palabra, tan solo moviendo los labios.

—O lo haces tú, o lo hago yo.

Cale lo agarró por la muñeca, y apretó.

—Si nos pillan, nos matarán.

A regañadientes, Henri el Impreciso se volvió a apoyar contra el muro. Se oyó otro estallido de carcajadas, pero esta vez Cale no perdió de vista a Henri el Impreciso. Entonces vio que Kleist se había puesto de rodillas y miraba hacia abajo, hacia el lugar del que provenían las risas. Intentó tirar de él, pero Kleist era mucho más fuerte que Henri el Impreciso y resultaba imposible moverlo sin usar tal fuerza que les habría delatado al instante.

Poco a poco, Cale levantó la cabeza por encima del muro de la terraza y vio algo mucho más impresionante y turbador aún que la comida que habían contemplado en la cocina. Aquello impactaba tanto como ser apaleado al mismo tiempo con un centenar de varas claveteadas de las que tenían los redentores.

Allí abajo, en un enorme salón, había una docena de mesas, todas cubiertas con comida del mismo tipo de la que habían visto en la cocina. Las mesas estaban dispuestas en círculo, de manera que los comensales podían verse entre sí, y era evidente que la razón de la celebración eran dos chicas que había vestidas de blanco inmaculado. Una de ellas, en especial, resultaba llamativa, con su largo cabello negro y sus ojos verdes. Era hermosa, pero también muy rellenita. En el medio del círculo de mesas había una gran pila de agua caliente, de cuya superficie salían nubes de vapor y dentro había media docena aproximada de chicas, visión que dejó a Cale y a Kleist con los ojos como platos y con tal cara de pasmarotes como si hubieran tenido una visión del mismísimo cielo.

Las chicas de la piscina estaban desnudas. Su piel era de color sonrosado o amarronado, dependiendo de su origen, pero incluso la más joven de todas, que tendría unos doce años, tenía voluptuosas curvas. Y lo que sorprendía a los muchachos no era tanto su desnudez como el hecho de que fueran mujeres. Nunca habían visto ninguna.

¿Quién podría explicar lo que sentían? No existe el poeta que pueda poner en palabras su sorpresa, su sobrecogimiento, su aterrorizada alegría.

Esta vez fue Henri el Impreciso el que ahogó un grito, tras colocarse al lado de los otros dos. El sonido que hizo arrancó a Cale de su obnubilación. Al cabo de unos segundos, los otros dos, pálidos y consternados, hicieron lo mismo.

—Maravilloso —susurró para sí Henri el Impreciso—. Maravilloso, maravilloso, maravilloso…

—Tenemos que irnos o nos matarán.

Cale se puso a gatas y de esa manera avanzó hacia la puerta, seguido por los otros dos. Salieron por ella con sigilo, siguieron hasta el borde del rellano, y escucharon. No se oía nada. Bajaron por la escalera y empezaron a recorrer el pasillo. Debió de cuidar de ellos su ángel de la guarda, porque en contraste con el sigilo con que habían llegado hasta allí, los muchachos que salieron de la terraza lo hicieron en un estado de total aturdimiento provocado por la escena que acababan de presenciar. Sumidos en aquella embelesada conmoción, llegaron hasta un arco que daba a otro corredor. Giraron a la izquierda simplemente porque no tenían ningún motivo para hacerlo a la derecha.

Entonces los tres, a los que solo les quedaba media hora para llegar al dormitorio, echaron a correr, pero en menos de un minuto se encontraron ante un recodo. El nuevo pasillo tenía seis metros de largo, y al final había una recia puerta. La desesperación se reflejó en el rostro de los tres.

—¡Dios mío! —susurró Henri el Impreciso.

—Dentro de cuarenta minutos sacarán a los gubios para buscarnos.

—Bueno, no les costará mucho encontrarnos aquí, ¿verdad?

—¿Y después, qué? No dejarán que contemos lo que hemos visto —dijo Kleist.

—Tenemos que escaparnos —concluyó Cale.

—¿Escaparnos?

—Sí: escaparnos y no volver nunca.

—¡Ni siquiera podemos salir de aquí! —dijo Kleist—. ¿Y hablas de escapar del Santuario?

—¿Y qué remedio nos queda…? —Pero la respuesta de Cale fue interrumpida por el sonido de una llave que giraba en la cerradura de la puerta que tenían delante. Era una puerta enorme, que tenía al menos quince centímetros de grosor. Solo disponían de unos segundos para encontrar un escondite, pero el problema era que no había ningún sitio donde esconderse.

Cale les indicó a los otros dos que se pegaran contra la pared, donde la puerta, al abrirse, los ocultaría, aunque solo fuera hasta que volviera a cerrarse. Pero no tenían otra elección, pues echar a correr por donde habían ido equivalía a quedarse encerrados hasta que descubrieran su ausencia, lo cual tendría dos consecuencias: una captura rápida y una muerte lenta.

La puerta se abrió como resultado de cierto esfuerzo, a juzgar por los juramentos y gemidos de irritación del que la abría. Acompañada de protestas malhumoradas, la puerta giró hacia ellos y después se detuvo. Entonces alguien introdujo por debajo de la puerta una cuña de madera para que se quedara abierta. Siguieron nuevas maldiciones y gemidos, y a continuación se oyó el sonido de un pequeño carro que trasportaban por el corredor. Cale, que estaba en el borde de la puerta, miró y vio una sombra de aspecto familiar, vestida con hábito negro, que se alejaba cojeando al empujar un carro. Desapareció al doblar la esquina. Les hizo una seña a los demás para que salieran y atravesaran la puerta rápidamente.

Estaban fuera, en la fría niebla. Allí había otro carro lleno de carbón, que esperaba para ser introducido en el Santuario. Por eso el subredentor Smith, tan perezoso como siempre, había decidido dejar la puerta abierta en vez de cerrarla como le habrían mandado.

En condiciones normales, habrían cogido todo el carbón que pudieran, pero tenían sus numerosos bolsillos llenos de comida, y además tenían demasiado miedo.

—¿Dónde vamos? —preguntó Henri el Impreciso.

—Ni idea —respondió Cale. Se acercó al deambulatorio, intentando habituarse a la niebla y a la oscuridad para encontrar algo que le indicara dónde se hallaban. Pero la alegría de haber salido duró poco. Habían caminado mucho por el túnel. Podían encontrarse en cualquier lugar del Santuario, en medio de su laberinto de edificios, pasillos y deambulatorios.

Entonces asomó en la niebla un enorme par de pies: era la gran estatua del Ahorcado Redentor, que habían dejado atrás más de una hora antes.

En menos de cinco minutos llegaron por separado a la cola del dormitorio, más formalmente conocido como el Dormitorio de la Señora del Perpetuo Socorro. Lo que eso pudiera significar, ni lo sabía nadie ni tampoco le importaba a nadie. Empezaron a salmodiar con los demás: «¿Y si muero esta noche? ¿Y si muero esta noche? ¿Y si muero esta noche?». Los redentores se encargaban de dejar a sus acólitos, durante toda su vida, muy clara la respuesta a aquella sombría pregunta: la mayoría de ellos irían al infierno, a causa del negro y vergonzoso estado en que se hallaba su alma, y allí arderían por toda la eternidad. Durante años, cada vez que salía a relucir el asunto de una posible muerte en medio de la noche, que era muy a menudo, resultaba muy frecuente que a Cale le hicieran ponerse delante de los demás, y el redentor que estuviera al cargo le levantaba el hábito para mostrar a todos su espalda desnuda y llena de moratones, desde la nuca al sacroiliaco. Los moratones eran de muy distinto tamaño, y como mostraban todas las fases por las que pasaba un moratón, con tanta variedad de azules, grises y verdes, rojos bermellones y amarillos amoratados, casi dorados, su espalda resultaba a veces agradable de contemplar.

—¡Mirad qué colores! —decía el redentor—. Vuestras almas, que deberían ser blancas como el ala de una paloma, se encuentran peor que los negros y morados de la espalda de este muchacho. Así es como aparecéis todos vosotros ante los ojos de Dios: negros y morados. Y si alguno de vosotros muere esta noche, no necesitáis que os diga en qué fila tendrá que ponerse a hacer cola. Y en cuanto a lo que le espera al final de esa fila, son bestias que os devorarán y después os defecarán para volveros a devorar. Y también os aguardan los hornos de metal, todos al rojo vivo, y os asarán en ellos durante una hora hasta que os carbonicéis, y después vuestra grasa se derretirá, y os amasarán los demonios, juntando la ceniza con la grasa para formar una masa asquerosa de la que volveréis a nacer para volver a arder y a nacer, y así una y otra vez por toda la eternidad.

En cierta ocasión, durante la visita de un dignatario, un tal redentor Compton, que estaba enfrentado a Bosco, había presenciado el resultado, así como el castigo que había provocado los moratones.

—Estos muchachos —había dicho el redentor Compton—, están siendo formados para luchar contra la blasfemia de los antagonistas. Una violencia tan extrema contra un niño, no importa hasta qué punto se haya podido convertir en un juguete del demonio, destruirá su espíritu mucho antes de que pueda fortalecerlo para que nos ayude a barrer el sacrilegio de la vista de Dios.

—Este niño no es rebelde, y está muy lejos de haberse convertido en un juguete del demonio. —Bosco, que tan cauteloso era siempre a la hora de discutir de Cale, se enfureció al instante consigo mismo por ser provocado a dar incluso una explicación tan enigmática como aquella.

—Entonces, ¿por qué permitís esto?

—No preguntéis el motivo. Alegraos de que sea así.

—Decidme, Padre…

—No lo haré.

Y, ante esto, el redentor Compton, más prudente por una vez que Bosco, se mordió la lengua, pero después instruyó a dos de los confidentes pagados que tenía en el Santuario para que recogieran toda la información posible sobre el muchacho de la espalda amoratada.

—¿Y si muero esta noche? ¿Y si muero esta noche? ¿Y si muero esta noche? —Mientras Cale y los demás se dirigían a la cama, canturreando aquellas palabras a las que años de repetición habían terminado por despojar de todo significado, él rememoró el horrible poder que habían ejercido sobre ellos en otro tiempo, cuando siendo niños, se quedaban despiertos toda la noche, convencidos de que en cuanto cerraran los ojos sentirían la cálida boca de la bestia, u oirían el ruido metálico, pero amortiguado por el hollín, de las puertas de los hornos.

En cosa de diez minutos el dormitorio estaba abarrotado, y se cerraron las puertas detrás de quinientos niños que, en absoluto silencio, se preparaban para dormir en aquella especie de cobertizo enorme, gélido y apenas iluminado. A continuación se apagaban las velas, y los niños se preparaban para un sueño que no tardaba en llegar, pues llevaban despiertos desde las cinco de la mañana.

El dormitorio quedaba inmerso en una ruidosa mezcla de ronquidos, llantos, gritos y gruñidos, mientras los muchachos se introducían en el consuelo o en el horror que pudieran depararles sus sueños.

Por supuesto, había tres chicos que no solo no se durmieron tan rápido como los otros, sino que tardarían todavía varias horas en hacerlo.