NACIONALISMO Y ETNICIDAD
Mucho antes de la caída de la URSS, estaba claro que muy pocos rincones del mundo permanecerían absolutamente inmunes a lo que estaba ocurriendo en Europa. El fin de la guerra fría replanteó de inmediato antiguas cuestiones de identidad en todo el continente y más allá, y presentó otras nuevas. Los pueblos empezaban a tener una nueva visión de sí mismos y de los demás, a la luz de lo que muy pronto resultaría ser para muchos un mal despertar; algunas pesadillas se habían desvanecido, pero habían dejado tras de sí un panorama agitado. Se podían plantear de nuevo cuestiones fundamentales sobre identidad, etnicidad y religión, y algunas de las respuestas tenían efectos inquietantes. Una vez más, emergían circunstancias determinantes en la historia del mundo.
Casi sin proponérselo, no solo habían desaparecido los acuerdos de seguridad de media Europa junto con el Pacto de Varsovia, sino que la otra mitad, los de la OTAN, también habían sufrido un cambio sutil. La caída de la URSS, el principal enemigo potencial, no solo había desprovisto a la alianza de su principal objetivo, sino también de la presión que le había dado forma. Como una masa de bizcocho al abrir el horno, había empezado a deshincharse un poco. Aunque muchos pensaran ya que la nueva Rusia volvería a emerger y que en el futuro podría llegar a ser una nueva amenaza, la desaparición del enfrentamiento ideológico supondría que los potenciales enemigos tendrían nuevos planteamientos. Muy pronto, algunos países ex comunistas solicitaron el ingreso en la OTAN. Polonia, Hungría y la República Checa se integraron en 1999, y Eslovenia, Eslovaquia, Bulgaria, Rumanía y los países bálticos lo fueron haciendo en los cinco años siguientes. Incumpliendo por completo las promesas que el presidente estadounidense George H. W. Bush le había hecho a Mijail Gorbachov en 1990, la OTAN se había expandido no solo hasta las fronteras de la Unión Soviética, sino más allá. La alianza se había convertido en un instrumento para establecer un vínculo entre la mayor parte de Europa (excepto Rusia) y Estados Unidos. Pese a todo, el objetivo de su poder militar no estaba en absoluto claro, aunque a mediados de la década de 1990 el gobierno estadounidense empezara a ver en la OTAN un medio para gestionar los nuevos problemas europeos, en particular en la ex Yugoslavia, y de aplicación fuera de la zona europea.
Tras la guerra fría, por primera vez en el siglo, el destino de los pueblos del este y el sudeste de Europa parecía estar enteramente en sus propias manos. Al igual que los antiguos imperios dinásticos o las extemporizaciones de los dictadores alemán e italiano durante la Segunda Guerra Mundial, el andamiaje construido por el comunismo en la región se había venido abajo. Tras la recuperación de gran parte de la historia enterrada y la rememoración o incluso la invención de otra parte, el resultado en muchos casos era desalentador. Eslovaquia se mostraba descontenta con su inclusión en Checoslovaquia, pero a su vez tenía un gran porcentaje de población húngara, al igual que ocurría en Rumanía. Hungría podía protestar más abiertamente por el trato dado a los magiares al norte y al este de sus fronteras. Pero sobre todo era en la ex Yugoslavia donde las antiguas disputas iban escalando rápidamente y dando pie a nuevos brotes de violencia y de crisis. En 1991, cuando todas las ex repúblicas del Estado federal yugoslavo ya habían declarado la independencia, la población serbia estaba en guerra con los nuevos gobiernos de Croacia y Bosnia-Herzegovina. Las minorías serbias recibían apoyo del gobierno de Belgrado, con el nacionalista radical Slobodan Milosevic a la cabeza, apoyado por las fuerzas que quedaban del ejército federal yugoslavo.
La guerra civil en Bosnia-Herzegovina fue escenario de las peores atrocidades contra civiles en Europa desde el final de la Segunda Guerra Mundial, en la lucha de los tres grupos étnicos principales —serbios, croatas y musulmanes bosnios— por controlar el mayor territorio posible, en muchos casos expulsando a los otros grupos de población durante su avance. En 1995, las fuerzas serbias asesinaron a varios miles de civiles bosnios en Srebrenica, y entre 1992 y 1995 Sarajevo, la capital bosnia, estuvo sitiada por las fuerzas serbias. Tanto la Unión Europea como Estados Unidos se mostraban poco dispuestos a intervenir, y hasta que llegaron las primeras derrotas serbias no fue posible alcanzar un acuerdo en Dayton (Ohio, EE.UU.), en diciembre de 1995. En una región que antes era un pacífico mosaico con diferentes grupos étnicos, Bosnia-Herzegovina, pasó a hablarse de «limpieza étnica», la expulsión por la fuerza de personas definidas como enemigos. Croacia aprovechó los fracasos militares serbios en la región para reclamar Krajina, expulsando a su vez a la población serbia, mayoritaria en la zona. Después de pasar de un desastre a otro en su autoproclamada «defensa» de los serbios, Milosevic cayó por fin en 2000, tras su política de mano dura en la región de Kosovo, de mayoría albanesa, que había provocado la intervención de la OTAN para frenar a sus tropas. Temiéndose una repetición de las atrocidades cometidas en Bosnia, los aliados occidentales alcanzaron por fin un acuerdo para intervenir.
Con todo ello, los primeros años de la década de 1990 dejaron a millones de europeos del este sumidos en graves problemas y dificultades. No se alcanzaban acuerdos que legitimaran principios e ideas. Aun en el caso de que en determinados países de la región existieran élites «modernizadoras», fueran efectivas o no, estas siempre se encontraban entre la antigua jerarquía comunista. Era inevitable que los profesionales, los gestores y los expertos que habían hecho carrera en el seno de las estructuras comunistas siguieran gobernando, porque no había nadie para sustituirles. Otro problema era la veleidad de poblaciones enteras que votaban dejándose llevar por la euforia generada por la revolución política. Se sentía nostalgia por la aparente seguridad de antaño. En la búsqueda de una nueva base de legimitidad para el Estado, el único candidato posible parecía ser en muchos casos el nacionalismo que en tantas ocasiones había esquivado la política, en algunas circunstancias durante siglos. Los antiguos sentimientos tribales habían reaparecido a toda prisa, y muy pronto las historias imaginarias volvían a adquirir tanta importancia como lo que realmente había ocurrido en el pasado.
Algunos antiguos enfrentamientos se habían liquidado de forma trágica durante la Segunda Guerra Mundial. Su mayor y más terrible manifestación, el Holocausto, que era el nombre dado al intento de exterminio del pueblo judío por parte de los nazis, había puesto punto final a la historia del este de Europa como centro de la judería mundial. En 1901 acogía a tres cuartas partes de los judíos del mundo, en su mayoría en el imperio ruso. En estas regiones donde antaño se hablaba hebreo, actualmente no queda más que un 10 por ciento de judíos. Casi la mitad de la población judía mundial vive ahora en países de habla inglesa y otro 30 por ciento, en Israel. En el este de Europa, los partidos comunistas, ansiosos por explotar algo tan tradicional como el antisemitismo del pueblo (en particular en la Unión Soviética), habían fomentado la emigración de los judíos a través del acoso y la persecución judicial. En algunos países, aquello eliminó prácticamente lo que quedaba en 1945 de la población judía como elemento demográfico significativo. Los 200.000 judíos polacos que sobrevivían en 1945 volvieron muy pronto a ser víctimas de pogromos y hostigamientos, y en 1990 solo 6.000 se habían negado a emigrar. El corazón de la antigua judería del este de Europa había desaparecido.
En algunos países de Europa occidental, también se enconaban las posiciones de algunas minorías. Los separatistas vascos sembraban el terror en España. Valones y flamencos se echaban pullas en Bélgica. Irlanda del Norte era probablemente el escenario más crítico. Durante toda la década de 1990, el unionismo británico y el nacionalismo irlandés siguieron obstaculizando el camino hacia la paz. El acuerdo angloirlandés de 1985 había reconocido el derecho de Irlanda a tomar parte en la negociación del futuro del Ulster y había puesto en marcha una nueva maquinaria para hacerlo posible. Se dictó una tregua que acabó trágicamente a los dieciocho meses escasos, pero cuando el Partido Laborista llegó al poder en 1997, demostró tener voluntad de dar el importante paso simbólico de abrir negociaciones directas con el Sinn Fein, movimiento político que daba cobijo a los terroristas del IRA. Antes de que acabara el año, el primer ministro británico recibió a los representantes del Sinn Fein en Londres y en 1998, en cooperación con el gobierno irlandés, las iniciativas británicas triunfaron, contra todo pronóstico, y consiguieron el apoyo de los líderes oficiales del Sinn Fein y de los unionistas del Ulster para celebrar un referéndum en toda Irlanda y plantear propuestas que iban más lejos que nunca en cuanto a la institucionalización de la protección de la minoría nacionalista en el norte y al vínculo histórico del norte con el Reino Unido. El Acuerdo del Viernes Santo, como se llamaría, implicaba un cambio fundamental en el significado que adquiriría en el futuro la soberanía de la corona (y, con el paso del tiempo, sobrepasaría con creces las medidas de restitución que estaba introduciendo en aquella misma época el gobierno británico en Escocia y Gales). Aunque los detalles aún podían provocar grandes divisiones, los principios de los nuevos acuerdos se ganaron la aprobación popular a ambos lados de la frontera. Además, aunque los gobiernos británico e irlandés al principio fracasaron en la elaboración de un ejecutivo norirlandés que representara a todas las partes —y tuvieron por tanto que volver al gobierno directo desde Londres—, la provincia se libró de los atentados terroristas que la habían asolado hasta 1998.
¿UNA UNIÓN EUROPEA MÁS UNIDA QUE NUNCA?
Desde 1986, los pasaportes emitidos a ciudadanos de los estados miembros de la CE llevaban ya las palabras «Comunidad Europea», así como el nombre del país emisor. Sin embargo, en la práctica la CE se enfrentaba a unas dificultades crecientes. Aunque las principales instituciones centrales —el Consejo de Ministros de los estados miembros, la Comisión y el Tribunal de Justicia— funcionaban bien, lo hacían con cierta contención, y la política comunitaria —sobre todo en cuanto a pesca y transporte— generaba diferencias evidentes. Las fluctuaciones en los tipos de cambio eran otra fuente de problemas y discusiones económicas, en especial tras el final de la convertibilidad del dólar y del sistema Bretton Woods en 1971 y tras la crisis del petróleo. Sin embargo, en la década de 1980 había claros síntomas que auguraban un éxito económico. Estados Unidos había recuperado en la década anterior su estatus como objetivo principal de la inversión extranjera, y dos tercios de la misma procedían de Europa. Europa occidental también manejaba la mayor parte del comercio mundial, por lo que los países de fuera se mostraban deseosos de unirse a una organización que ofrecía atractivos incentivos a los pobres. Grecia lo hizo en 1981 y España y Portugal en 1986.
Este último resultó ser un año decisivo, en el que se acordó que en 1992 se daría un paso más allá de la mera unión aduanera, en dirección a un mercado único integrado y sin fronteras. Tras unas difíciles negociaciones, en diciembre de 1991 el Tratado de Maastricht estableció los acuerdos para un único mercado europeo y un calendario para la unión económica y monetaria total con 1999 como fecha límite. Por fin, capitales, mercancías, servicios y personas iban a tener libertad para moverse sin impedimentos ni obstáculos a través de las fronteras de la Unión. Una vez más, hubo que plantear salvedades y acuerdos especiales para Gran Bretaña, tan escéptica como siempre. John Major, sucesor de Margaret Thatcher al frente del gobierno, era un personaje algo desconocido, pero de pronto se puso a defender la posición de su país en las negociaciones de Maastricht como cabeza visible de un partido dividido en cuanto al tratado. El acuerdo resultante abrió el camino a una moneda común y a un banco central autónomo que la regularía. Maastricht también dio origen a la nueva Unión Europea (UE), que sustituyó a la CE, y estableció la obligación de sus miembros de imponer ciertos valores de referencia en materia de empleo y beneficios sociales. Por último, el tratado amplió el ámbito de influencia de la política europea. Todo ello parecía aumentar la centralización del poder, aunque, en un esfuerzo por tranquilizar a los más escépticos, el tratado también acordaba el principio de «subsidiariedad», palabra arraigada en las enseñanzas sociales católicas; quería decir que debían establecerse límites a las competencias de la Comisión de Bruselas para interferir en los gobiernos nacionales. En cuanto al acuerdo sobre defensa europea y política de seguridad, muy pronto quedaría maltrecho por los acontecimientos de Bosnia.
Maastricht planteó dificultades en varios países. Dinamarca lo rechazó en un referéndum celebrado al año siguiente, y en la consulta celebrada en Francia ganó con una ventaja mínima. El gobierno británico (a pesar de las garantías que había negociado) se vio en apuros para conseguir el voto favorable del Parlamento. En el seno del partido gobernante, el conservador, la división que todo ello suscitó estaba ya haciendo mella cuando le tocó enfrentarse a las elecciones. Los votantes de toda Europa pensaban sobre todo en la protección de los intereses nacionales y de los sectores tradicionales, y más aún cuando las condiciones económicas empezaron a empeorar, a principios de la década de 1990. Con todo, Maastricht finalmente fue ratificado por quince estados miembros. El debate prosiguió tras las alegaciones de cercenamiento de la independencia de los estados miembros presentadas ante la Comisión Europea y de lo más o menos justo que podía resultar el uso o abuso de las normas de la UE por parte de los diferentes países.
Aunque el proceso de Maastricht se creó en parte por la necesidad que sentían muchos estados miembros —y especialmente Francia— de que la nueva y poderosa Alemania unida se integrara más en Europa, la necesidad de una Unión Europea verdadera —tal como se llamó la CE a partir de Maastricht— resultó evidente. El hecho de que la UE consiguiera introducir una moneda común (el euro, desde 2002), junto con la creación del Banco Central Europeo, así como una mayor cooperación en materia de justicia, política exterior y temas militares, al tiempo que avanzaba rápidamente hacia la integración de países del centro y el este de Europa, es un testimonio de la fuerza de las instituciones creadas a lo largo de medio siglo de integración europea. En 1995 se incorporaron Austria, Finlandia y Suecia, países neutrales en la guerra fría, mientras que el gran paso hacia el este se dio en 2004, con la integración de diez países, entre ellos Polonia, la República Checa, Eslovaquia, Hungría y —lo más sorprendente de todo— las ex repúblicas soviéticas del Báltico, Estonia, Letonia y Lituania. A pesar de que se mantuviera el desacuerdo sobre su constitución, su presupuesto y sobre los planes de expansión, la UE, con una población de 461 millones de personas, había dado pasos de gigante hacia el objetivo de convertirse en la unión paneuropea imaginada por sus fundadores.
Las circunstancias económicas también habían cambiado. Por importante que fuera, la Política Agrícola Común (PAC) no significaba lo que había significado en la década de 1960; en algunos países estaba pasando de ser un soborno electoral dirigido a un gran número de minifundistas a convertirse en un sistema de subsidio para muchos menos agricultores, aunque mucho más ricos. En el interior de la nueva Unión, las respuestas tampoco eran las mismas que en la década de 1960 o incluso más adelante. Alemania había pasado a ser el motor y a aportar gran parte del impulso económico de la UE. El mayor triunfo del canciller Helmut Kohl, la reunificación, había confirmado la posición natural de Alemania como principal potencia europea. Sin embargo, eso había tenido su precio. Alemania arrojaba un déficit en su balanza comercial y empezaban a oírse voces de insatisfacción tras la reunificación. Con el paso del tiempo, también empezó a hablarse más del peligro de la inflación, antigua pesadilla para el pueblo alemán, y de la carga que soportaban los contribuyentes alemanes a causa de la integración de los habitantes de Alemania del Este en el Oeste y del aumento del paro. En la década de 1990, la recesión económica arrojaba largas sombras sobre la mayoría de los estados de la UE, recordándoles a sus pueblos las disparidades y diferencias de poder económico entre ellos. Por otra parte, en esa misma década se hicieron patentes en todos ellos problemas fiscales, presupuestarios y económicos que minarían la confianza de los gobiernos.
Así las cosas, había muchos factores que tomar en consideración a la hora de hacer política. Los puntos de vista iban cambiando en todas partes. En Francia, por ejemplo, el principal motivo del impulso europeo había radicado siempre en el miedo a Alemania, a la que sus estadistas habían querido siempre tener bien atada, primero en el Mercado Común y luego en la Comunidad Europea. No obstante, al crecer la economía alemana, se vieron obligados a reconocer que Alemania ocuparía un lugar destacado en la futura composición de Europa. La imagen de una Europa de estados-nación, tal como la concebía De Gaulle, dio paso entre los franceses a una visión más federal —es decir, paradójicamente, más centralizada— de una Europa construida con toda la intención para que Francia tuviera el máximo peso informal y cultural posible (a través, por ejemplo, de las reuniones en Bruselas). Si iba a constituirse un superestado europeo, Francia podría por lo menos intentar dominarlo. Asimismo, la decisión francesa de volver a formar parte de la OTAN en 1995 supuso una clara ruptura con la visión de De Gaulle.
A partir de 1990, el gobierno alemán buscó enseguida el modo de expresar su influencia buscando el apoyo de sus vecinos ex comunistas. La rapidez con que las empresas e inversores alemanes se pusieron manos a la obra en estos países y la velocidad y la disposición con que Alemania reconoció a las recién independizadas Croacia y Eslovenia a finales de 1991 (fue el primer país en hacerlo), no daban ninguna tranquilidad a los otros estados miembros de la Unión. La trayectoria de expansión de la UE iba a ser crucial para la historia mundial. Un resultado posible era una UE democrática y pluralista de casi 700 millones de personas, que se extendiera desde el círculo polar ártico a Antalya y de Faro a Kerch, pero otra posibilidad era la de una ruptura (no necesariamente siguiendo las líneas de división de sus componentes nacionales) de la propia Unión Europea. Con el tiempo, se planteará la cuestión de si debe intentarse integrar a Rusia, que, a pesar de su tamaño y su tradición autocrática, es incuestionablemente un país europeo y cuenta con muchos de los recursos —humanos y materiales— que la UE necesitará para mantener el nivel de bienestar de sus ciudadanos.
Es innegable que, durante más de treinta años, se ha registrado cierta convergencia cultural en el seno del Mercado Común y de la UE. La homogeneización cada vez mayor del consumo, no obstante, se ha debido menos a la política europea que a un astuto uso del marketing y al aumento de la comunicación internacional a nivel popular (cuyo resultado en el pasado se calificaba de «americanización» deplorable). En el pasado hay ejemplos de que esta lenta convergencia, fomentada de forma consciente, por ejemplo en la agricultura, ha salido muy cara, al irritar, lógicamente, a votantes de otros sectores. La Unión Europea también daba una impresión de debilidad en materia de política exterior; suspendió estrepitosamente las pruebas que le planteó la disolución de Yugoslavia. A principios del siglo XXI, siguen planeando muchas incertidumbres sobre el futuro de Europa. Entre ellas, el proyecto de una única moneda europea. Aunque las discusiones previas siempre habían tenido un tono político, se aseguraba que su introducción iba a comportar grandes beneficios económicos y que, muy probablemente, los precios y los tipos de interés bajarían en consecuencia. Con la misma seguridad, se señalaba que los estados donde se adoptara perderían el control sobre importantes aspectos de su vida económica. Una moneda común, de hecho, implicaba una renuncia a un importante grado de soberanía.
Los políticos se preguntaban qué pensarían los votantes cuando hubiera que tomar decisiones que pusieran de manifiesto las consecuencias de la unión monetaria. No obstante, era bastante evidente que, si la unión monetaria fracasaba y la ampliación no se llevaba a cabo, la UE podría quedarse en poco más que una simple unión aduanera.
Cuando Helmut Kohl resultó derrotado en las elecciones alemanas de noviembre de 1998 y Gerhard Schröder se convirtió en el primer canciller socialista de la Alemania unificada, aquello no supuso cambios en el objetivo del gobierno alemán de alcanzar la unión monetaria. El gobierno francés también mantuvo su postura. Dinamarca y Suecia anunciaron su firme decisión de no participar. En Gran Bretaña, el nuevo gobierno laborista de Tony Blair, elegido por arrolladora mayoría en 1997, se mostró prudente y abierto a una mayor integración, pero se negó a la unión «hasta que llegara el momento», y el momento no llegaría durante sus primeros diez años en el cargo. Aun así, el 1 de junio de 2002 la mayoría de los países miembros introdujeron su primera moneda común desde tiempos de Carlomagno. En una clara iniciativa para evitar ofender susceptibilidades nacionales, se desechó la posibilidad de dar a la nueva moneda un nombre histórico —«corona», «florín», «franco», «marco», «talero», etc.— y se le llamó «euro». A mediados de la década de 2000, sus billetes y monedas eran ya la única divisa usada por los 300 millones de ciudadanos de doce estados miembros, y fue adoptada incluso por estados y territorios de fuera de la UE, como Montenegro y Kosovo.
Las dificultades para ampliar la Unión ya eran por entonces mucho más claras. El candidato que más tiempo llevaba esperando entrar era Turquía, que a muchos planteaba la duda de si es un país «europeo» dado que la mayor parte de su territorio se encuentra en Asia y la mayoría de su población es musulmana. Peor aún, sesenta años después, el legado modernizador de Ataturk se veía amenazado. Los islamistas siempre habían repudiado el tradicional secularismo del régimen. Sin embargo, si la medida de la europeidad era la modernidad de las instituciones (el gobierno representativo y los derechos de las mujeres, por ejemplo) y un cierto nivel de desarrollo económico, entonces Turquía sin duda se acercaba más a Europa que al resto del Oriente Próximo islámico. Aun así, el trato que daba Turquía a la posición política y a las minorías —en particular a los kurdos— era objeto de desaprobación en el extranjero, y el papel del gobierno turco como garante de los derechos humanos estaba en entredicho, de modo que Turquía volvía a plantear antiguas preguntas sin respuesta sobre lo que realmente es Europa. En cualquier caso, resulta significativo que el eterno enemigo de Turquía, Grecia, se convirtiera en uno de los principales defensores de la integración de Ankara, argumentando motivos tanto económicos como políticos, a pesar del conflicto pendiente en Chipre (que actualmente es miembro de pleno derecho de la UE).
A finales del año 2000, en las negociaciones de Niza, si bien se acordaron los principios para una mayor expansión, también se acordó cambiar el reparto de votos, y Francia consiguió que se le concediera un «peso» en las votaciones igual al de Alemania, que se había convertido, con mucho, en el país más poblado y más rico. El Tratado de Niza aún tenía que obtener la ratificación en los parlamentos de cada país, por supuesto, y el gobierno irlandés tuvo que enfrentarse enseguida al problema que le planteó perder el referéndum de su propuesta; eso supuso una nueva sacudida al sistema. El acuerdo alcanzado a finales de 2001 para la adopción de un tratado especial para el control del funcionamiento de las instituciones de la UE y sus posibles cambios, apenas varió la situación. Asimismo, cuando en los referéndums celebrados en 2005 en Francia y los Países Bajos se rechazó lo que había adoptado el nombre algo extravagante de «constitución europea», dio la impresión de que iba a resultar muy difícil seguir ahondando en el proceso de integración. Con todo, pese a que el rechazo popular a la constitución —de la que no se llegaría a presentar una versión corregida para someterla de nuevo a votación en los países que ya la habían rechazado— no era más que otro indicio de que la Unión Europea no deja de ser una empresa de y para las élites políticas, gran parte del contenido acabará integrándose —quizá por ese mismo motivo— en las normas y regulaciones de la UE.
Hasta cierto punto, pues, el final de la guerra fría parecía haber puesto de manifiesto por fin que Europa era algo más que la expresión geográfica que durante tanto tiempo había parecido. Por otra parte, la búsqueda de una esencia o un espíritu europeos parecía tener menos sentido que nunca, y menos aún la de una civilización europea, por mucho que fuera la fuente principal de la civilización mundial. Era, más que nunca, una colección de culturas nacionales con una dinámica interna propia y muy visible, ya que, al llegar el siglo XXI, eran pocas las muestras de un patriotismo europeo capaz de igualar las emociones de las masas con los sentimientos nacionales, pese a todo lo conseguido desde el Tratado de Roma. Los índices de participación en las elecciones al Parlamento europeo habían disminuido en todos los países salvo en aquellos donde el voto era obligatorio. El chovinismo lingüístico amenazaba con hacer impracticables las instituciones de la UE, cuya enorme complejidad ya desconcertaba a los que buscaban en ellas la lógica política y contribuía, sin duda, a dar a gran parte de la opinión pública una imagen tediosa de la idea de Europa. No obstante, se habían conseguido grandes logros. Por encima de todo, la Unión Europea era una comunidad de democracias constitucionales y el primer intento de integración europea no basada en la hegemonía de una única nación. Al acabar el siglo XX, vista en perspectiva y pese a su avance a trompicones, la UE también era un gran éxito económico. Contando a Suiza (que, por supuesto, no forma parte de la Unión), Europa occidental ya concentraba más del 75 por ciento del comercio mundial (la mayor parte entre sus propios estados miembros) y el 40 por ciento del PIB del mundo. El PIB europeo de aquel año era ya mayor que el de Estados Unidos y más del doble que el de Japón. Europa era uno de los tres principales impulsores de la economía mundial surgidos en los últimos cincuenta años. Puede que los europeos aún parecieran preocupados por su futuro, pero sin duda formaban un equipo del que muchos foráneos habrían deseado formar parte.
CHINA Y EL LEJANO ORIENTE
El año 1989 había dejado muchas dudas sobre el futuro de China. No solo porque el Partido Comunista gobernante se enfrentara a un significativo desafío procedente del propio pueblo —que solo había conseguido controlar mediante el uso de la fuerza—, sino porque la economía también parecía tambalearse, con un frenazo del crecimiento en muchos sectores. Deng Xiaoping, el hombre que había orquestado las reformas económicas diez años antes y que, a sus ochenta y cinco años de edad, había tenido que volver a tomar grandes decisiones ante el avance de la crisis de 1989, se enfrentaba a su última campaña. En 1992, en su visita a las provincias del sur, Deng expresó su condena a los que veían la contención política como sinónimo de contención económica. Las reformas debían intensificarse, afirmó, y debía darse mayor espacio a la empresa privada. El estancamiento de 1989 ya era cosa del pasado, y a partir de 1992 China entró en una fase de hipercrecimiento, en que su PIB aumentaría más de un 10 por ciento de media durante los siguientes catorce años.
Puede que la explosión del crecimiento económico en China sea el acontecimiento mundial más importante de la década de 1990. No solo creó una clase media de más de 200 millones de personas, con un poder adquisitivo a la altura de la media de la UE, sino que también convirtió a China en la cuarta economía nacional del mundo. Gran parte de su crecimiento se fraguó en el sector privado, pero, tras grandes reformas, a principios de la década de 2000 también se experimentó cierto crecimiento en el sector de propiedad o control público. El modelo económico chino parecía combinar un capitalismo extremo con un papel muy destacado del Estado e incluso del Partido Comunista. Combinaba la explotación desaforada de las masas de jóvenes procedentes del campo que entran en las fábricas con el énfasis en el control político de todas las empresas, incluidas las privadas, fueran de propiedad china o extranjera. El crecimiento, en expansión gradual hacia el norte y el oeste, sigue concentrándose especialmente en el sur y el este, a lo largo de la costa y de los grandes ríos, repitiendo un patrón habitual desde las primeras dinastías. Aunque se ha erigido en garante de la estabilidad económica regional, el régimen ha hecho poco para acercarse al pueblo con reformas democráticas, y como resultado de la falta de transparencia, la corrupción y los abusos de poder entre los altos funcionarios son males comunes. El Partido Comunista Chino parece haber encontrado un modelo de desarrollo que funciona, por lo menos en tiempos de prosperidad, pero carece de una legitimidad que pueda servirle de cojín cuando lleguen las vacas flacas.
El final de la guerra fría también provocó un cambio en las relaciones internacionales de China. Los más de 6.400 kilómetros de frontera común que tenía antes con la URSS habían dado paso a una línea fronteriza de la mitad de kilómetros con los nuevos estados independientes de Kazajstán, Kirguizistán y Tayikistán, mucho más débiles. Mientras tanto, a finales de la década de 1990 la preocupación por Taiwan, el problema que durante tanto tiempo había cohesionado la política interna china y sus relaciones exteriores, estaba más viva que nunca tras cinco décadas en las que la aparente naturaleza fundamental del enfrentamiento original entre el régimen nacionalista de la isla y la República Popular había quedado algo difuminada tras la ruptura formal de las relaciones diplomáticas de Estados Unidos con el régimen nacionalista taiwanés y su posterior exclusión de las Naciones Unidas. Sin embargo, en la década de 1990, mientras Pekín seguía manteniendo su política de reintegración de Taiwan (al igual que de Hong Kong y Macao) en China como objetivo a largo plazo, empezó a hacerse más patente el sentimiento de independencia en la isla. La consternación de Pekín era evidente, y la alarma alcanzó su punto álgido durante una visita del presidente de la república de Taiwan a Estados Unidos, en 1995. El embajador de la República Popular en Washington se mostró hermético, y un periódico oficial afirmó que el tema de Taiwan era «más explosivo que un barril de pólvora». Estaba claro que si Taiwan se declaraba formalmente independiente de la China continental, la invasión de la isla sería inmediata.
Por otra parte, Taiwan no era más que uno de los motivos de inquietud en el Lejano Oriente. Tras el fin de la guerra fría, la región se mostraba inestable, aunque no como Europa. Al principio resultaba muy difícil ver cuáles serían las consecuencias posibles del cierre de este período de enfrentamiento bien definido y, por tanto, de efectos evidentes. En Corea, por ejemplo, muy pocas cosas cambiaron. Corea del Norte se mantuvo intransigente en su obstinado enfrentamiento con Estados Unidos y con la República de Corea del Sur, por la determinación de sus gobernantes de mantener una economía planificada en un aislamiento prácticamente total. La mala gestión económica, el final de las ayudas soviéticas en 1991 y, aparentemente, el abuso directo del poder por parte de su dictador, llevaron al pueblo norcoreano al borde de la hambruna a principios de 1998. Los problemas del norte seguían siendo inespecíficos, independientes en cierta medida de las tendencias regionales, a diferencia de los de Corea del Sur. A mediados de la década de 1990, este país tenía un régimen democrático afianzado con altas cifras de crecimiento y una impresionante implicación en el comercio internacional.
Mientras todo el este y el sudeste asiático, con la excepción de China, atravesaba en 1997 y 1998 una crisis económica profunda pero —para la mayoría de los países— temporal, tras la guerra fría Japón entró en una recesión que duraría más de una década. En la década de 1980, la economía del líder mundial en productividad y desarrollo industrial experimentó episodios de fuertes caídas, y a finales del siglo Japón no era más que una sombra de sí mismo. La especulación inmobiliaria y las enormes inversiones en actividades o sectores no productivos, con muy bajos beneficios, habían cargado a sus bancos e instituciones financieras con unas deudas insoportables. La moneda se debilitó notablemente y enseguida fue víctima de la especulación, sumiéndose en un mundo de transacciones económicas más aceleradas que nunca. La cultura del negocio predominante en Japón, firmemente arraigada en redes oficiales y financieras que estaban demostrando su incapacidad para situarse en una posición de liderazgo, hacía que, a medida que empeoraban las condiciones, cada vez fuera más difícil encontrar soluciones. La economía japonesa empezó a quedar rezagada en el plano internacional, lo que trajo consigo la deflación y el desempleo. Los diferentes gobiernos, que se sucedían rápidamente, parecían incapaces de atajar el problema, y algunos empezaron a apelar a los sentimientos nacionalistas para reforzar su autoridad. La recesión japonesa suponía que el país no pudiera contribuir a sacar a otras economías de sus dificultades financieras a finales de la década de 1990, y aunque la región en conjunto recuperó el ritmo de crecimiento a principios del siglo XXI, algunos países —como Indonesia o Filipinas— no volvieron a sus índices de crecimiento anteriores. Este proceso afectó a millones de personas, desde Hokkaido a Bali, que perdieron sus ahorros y, en algunos casos, la posibilidad de ganarse la vida.
Los cambios políticos que siguieron a la crisis en el sudeste asiático también fueron significativos. Los gobiernos autoritarios de algunos países habían explotado los recursos comunes en interés de los amigotes de los dirigentes y sus familias. En mayo de 1998, después de que la economía indonesia hubiera retrocedido más de un 8 por ciento desde principios de año y de que la moneda hubiera perdido cuatro quintas partes de su valor frente al dólar, un alzamiento popular arrebató el poder a su presidente. Era el final de treinta y dos años de un sistema controlado con mano de hierro, corrupto pero formalmente «democrático». Los gobiernos posteriores hicieron de Indonesia una sociedad mucho más abierta, pero tuvieron poco éxito en la reconstrucción de la economía. El resultado fue una serie de enfrentamientos étnicos y religiosos en un país como Indonesia, dividido entre una gran mayoría islámica y unas significativas comunidades hindú, cristiana y china. El segundo país más poblado de la región, Vietnam, avanzó en dirección contraria, centralizando más su política al tiempo que intensificaba una reforma económica al estilo chino, llamada allí doi moi («renovación»). A principios de la década de 2000, Vietnam era la segunda economía del mundo en ritmo de crecimiento, pero grandes extensiones del país seguían sumidas en la pobreza y, como en China, la explotación de la mano de obra en nombre de un capitalismo con características comunistas era intensa. En conjunto, lo que demostraron los extraordinarios altibajos en las economías del Lejano Oriente durante la primera década del siglo XXI fue lo sólidamente integrada que estaba la economía global; cualquier cambio económico en Pekín o Yakarta tendría un efecto inmediato en todo el mundo, y viceversa.
EL SUBCONTINENTE INDIO
La India, al igual que China, se mantuvo en principio al margen de los violentos ciclos financieros y económicos de muchos países del este de Asia. En este aspecto, es innegable que las políticas del pasado la favorecieron. Los gobiernos democráticos, pese a ir apartándose en cierta medida del socialismo de los primeros años de independencia, habían reflejado durante mucho tiempo una fuerte influencia de ideas proteccionistas, manipuladas, de autosuficiencia nacional e incluso autárquicas. Las consecuencias habían sido un bajo índice de crecimiento y un conservadurismo social, pero, a cambio, proporcionaban un grado de vulnerabilidad a los flujos de capital internacionales menor que en otros países.
En 1996, el Partido Bharatiya Janata (PBJ), hindú y nacionalista, obtuvo una amplia victoria y se convirtió en el partido con mayor presencia en la cámara baja del Parlamento. No obstante, no podía formar gobierno solo, y el de coalición que se constituyó no sobrevivió a las siguientes elecciones generales —muy violentas—, celebradas en 1998. Esto no significó la aparición de una clara mayoría parlamentaria, pero el PBJ y sus aliados constituían el mayor grupo de la cámara. El resultado fue otro gobierno de coalición, y los miembros del Janata que lo integraban se aprestaron a hacer pública una agenda nacionalista según la cual «la India debían construirla los indios». A algunos esto les pareció alarmante en un país donde el nacionalismo, pese a haber sido impulsado por el Partido del Congreso durante un siglo, había quedado siempre en segundo plano, frenado por un prudente reconocimiento de la evidente división y la violencia latente en el subcontinente. No obstante, con el tiempo el nuevo gobierno sorprendió a más de uno al evitar los excesos nacionalistas hindúes en el plano interno y al ampliar la liberalización de la economía, lo que llevó a un mayor crecimiento económico en algunas partes del país. Este crecimiento se prolongó durante el nuevo gobierno democrático que, sorprendentemente, en otro ejemplo del buen funcionamiento de la democracia india, accedió al poder en 2004. El nuevo primer ministro, Manmohan Singh —economista de origen sij—, intensificó los esfuerzos de apertura de la economía del país para darle una mayor competitividad internacional. A mediados de la década de 2000, la India se disponía a iniciar una rápida expansión económica.
Aunque pudiera entenderse como una medida nacionalista más para ganarse la simpatía de sus ciudadanos, el mundo tuvo que esforzarse por entender la decisión del gobierno del PBJ de reabrir las heridas del antiguo enfrentamiento con Pakistán con una serie de pruebas nucleares realizadas en mayo y junio de 1998, que provocaron que el gobierno de Pakistán respondiera con pruebas similares; ambos países se sumaban así al grupo de estados con capacidad ofensiva nuclear. Sin embargo, este hecho cabía interpretarlo —tal como señaló el primer ministro indio— teniendo en cuenta el miedo de la India a China, potencia nuclear ya consolidada y que en la India suscitaba el recuerdo de los enfrentamientos de 1962 en el Himalaya, así como la creciente simpatía demostrada por el gobierno de Pakistán ante los alzamientos fundamentalistas islámicos en otros países (en particular en Afganistán, donde en 1996 se había instaurado un gobierno fuertemente reaccionario, dirigido por una facción llamada «Talibán» que contaba con el apoyo de Pakistán). Había incluso quienes temían que una bomba atómica pakistaní pudiera convertirse en una islámica. En cualquier caso, la situación suponía un enorme revés a la campaña de control de la proliferación nuclear y despertó una alarma generalizada. Algunos países retiraron a su embajador de Delhi, y otros siguieron el ejemplo de Estados Unidos y redujeron o congelaron las ayudas a la India. Aun así, esta acción no sirvió para disuadir a Pakistán de seguir el ejemplo de la India. Evidentemente, el mundo no se había librado del peligro de la guerra nuclear con el fin de la guerra fría. Además, ahora era un peligro que se situaba en un mundo que muchos consideraban mucho menos estable que en la década de 1960, cuando las relaciones India-Pakistán aún se veían empañadas por el asunto de Cachemira.
UNA NUEVA RUSIA
En junio de 1991, Rusia, el mayor y más importante de todos los estados de la CEI, eligió como presidente de la república a Boris Yeltsin con el 57 por ciento de los votos en las primeras elecciones libres del país desde 1917. En noviembre, el Partido Comunista Ruso fue disuelto por decreto presidencial, y en enero de 1992, tras la disolución de la Unión Soviética, se lanzó un programa de reformas económicas radicales, que llevó de golpe a la casi completa liberación de la economía de los controles de antaño. El resultado que ello tuvo sobre la economía fue, para casi todos los rusos, un desastre sin paliativos. Aunque algunos, bien relacionados, se enriquecieron mucho, la mayoría de los rusos perdieron sus ahorros, la pensión o el trabajo. El consumo de energía bajó en un tercio y el desempleo se disparó, cayeron los ingresos y los salarios reales, la producción industrial se redujo a la mitad, la corrupción se extendió enormemente en los órganos de gobierno, y también proliferó el crimen en sus más variadas formas. Para muchos rusos, todos estos factores se traducían en una pobreza insoportable. La salud pública empeoró, y la esperanza de vida en los primeros años del siglo se vio reducida a menos de sesenta años para los varones, cinco años menos que una década antes.
En 1993, a las dificultades de Yeltsin se sumó la elección de un nuevo Parlamento en el que se encontraban muchos de sus enemigos. También planteaban dificultades las relaciones con las otras repúblicas de la CEI (donde vivían 27 millones de rusos) y los clanes de presión política que habían surgido alrededor de los centros administrativos e industriales de la nueva Rusia, así como los ex reformistas descontentos, muchos de los cuales él mismo había despedido. No tardó mucho en resultar evidente que los problemas de Rusia no eran atribuibles exclusivamente al legado soviético, sino que se debían en gran parte al estado general de la cultura y la civilización rusas. En 1992, la propia Rusia se había convertido en una federación, y al año siguiente el marco constitucional del país se completó con una constitución presidencialista e incluso autocrática. Pero Boris Yeltsin tuvo que enfrentarse enseguida al desafío de la oposición, tanto de izquierdas como de derechas, y, a la larga, a la amenaza de una insurrección. Después de suspender por decreto las funciones del Parlamento sobre «una reforma constitucional gradual», más de un centenar de personas murieron en el peor derramamiento de sangre en Moscú desde 1917. Al igual que la anterior disolución del Partido Comunista, esta acción se interpretó como una demostración de fuerza del presidente. Desde luego, la personalidad del presidente se adaptaba mejor al uso de la fuerza que a la diplomacia paciente. No obstante, habida cuenta de que tenía muy poco que ofrecer a los rusos en cuanto a comodidades materiales, ya que la economía sufría la explotación de los altos cargos corruptos y de los empresarios que sacaban tajada, su gobierno se benefició del crédito que le daba la lucha contra el desafío neocomunista, y consiguió ser reelegido presidente en 1996.
Dos años antes ya había surgido un nuevo problema: una insurrección nacionalista en Chechenia, una república autónoma interior de la Federación Rusa con mayoría de población musulmana. Algunos chechenos recordaban con rencor —y pretendían vengar, según decían— la inmoralidad de la invasión y la represión que les impuso Catalina la Grande en el siglo XVIII y el genocidio llevado a cabo por Stalin en la década de 1940. Su rabia y su resistencia se vieron endurecidas por la brutalidad con que Rusia, alarmada por el peligroso ejemplo que aquello podía suponer para otros musulmanes, redujo la capital chechena a escombros y extendió la hambruna en el campo. Murieron miles de personas, pero las bajas rusas despertaron de nuevo el recuerdo de Afganistán y se hizo evidente el peligro de que los enfrentamientos se extendieran a las repúblicas vecinas. Al fin y al cabo, desde 1992 un destacamento ruso daba apoyo al gobierno del ahora independiente Tayikistán para evitar el peligro de una insurrección por parte de los radicales islámicos apoyados por Pakistán. Con este dudoso telón de fondo, en 1996 poco quedaba de las esperanzas suscitadas por la perestroika y la glasnost, y el panorama se volvió aún más sombrío cuando se descubrió que el estado de salud del presidente Yeltsin era malo (y que probablemente empeoraría a causa del gran consumo de alcohol). Para entonces, los acontecimientos fuera de Rusia, en particular en la ex Yugoslavia, obligaban a realizar gestos y manifestaciones verbales a las potencias occidentales que les recordaran que Rusia aún aspiraba a ejercer el poder que sentía que le correspondía, transmitiéndoles al mismo tiempo su preocupación por las implicaciones de la intervención en los asuntos de un Estado soberano e independiente.
No obstante, en 1998 el gobierno ruso apenas consiguió recaudar impuestos y pagar a sus funcionarios. El año 1997 había sido el primero desde 1991 en que el PIB había registrado un aumento real, aunque mínimo, pero, al parecer, la economía aún estaba abandonada al capricho de los intereses de algunos, mientras el Estado iba vendiendo cada vez más activos a las empresas privadas, en muchos casos con tratos de favor y corrupción de por medio. Algunos amasaron grandes fortunas de la noche a la mañana, pero millones de rusos sufrían el impago de sus sueldos, la desaparición de los artículos básicos en los mercados, el continuo aumento de los precios, así como los conflictos y enfrentamientos que surgían, inevitablemente, al coincidir en las calles los altos niveles de consumo de algunos y la pobreza extrema de otros. Yeltsin tuvo que sustituir a un primer ministro que había nombrado por su compromiso con la economía de mercado y aceptar a uno impuesto por sus oponentes. Sin embargo, en las elecciones siguientes volvió a elegirse un Parlamento que probablemente le supondría menos enfrentamientos internos, y en la Nochevieja de 1999 se decidió a presentar su dimisión.
Su sucesor ya ocupaba para entonces el puesto de primer ministro. Llegado el momento, Boris Yeltsin anunció que el próximo presidente debía ser Vladimir Putin, y este ocupó el cargo tras las elecciones de marzo de 2000. Muchos rusos atribuían a Putin, ex miembro del KGB, la pacificación —temporal, tal como se sabría después— de Chechenia, lo cual había reducido el peligro de que las turbulencias pudieran extenderse más allá. Posiblemente, las protestas en el extranjero ante los ataques a los derechos humanos en Chechenia contribuyeran a crear una reacción de apoyo patriótico a Vladimir Putin, pero también dejó una impresión favorable en las capitales occidentales. A pesar de la desgracia que supusieron una serie de accidentes desastrosos durante sus primeros meses de presidencia, indicativos del decadente estado de las infraestructuras rusas, se extendía la impresión de que por fin iban a superarse los graves problemas. El mismo alivio sentiría sin duda Yeltsin, a quien su sucesor prometió inmunidad para él y para su familia por cualquier delito cometido durante su presidencia.
La presidencia de Putin dio un nuevo impulso al gobierno ruso tras el letargo de los últimos años de Yeltsin. El nuevo presidente, que solo tenía cuarenta y ocho años cuando ocupó el cargo, proyectaba una imagen austera y reservada bien aceptada por la mayoría de los rusos después de la de su predecesor, extrovertido pero en muchos casos ineficiente. Putin quería darse a conocer como un hombre de acción; empezó inmediatamente a centralizar de nuevo el poder en Rusia y tomó medidas enérgicas contra los «superricos» —los denominados «oligarcas»— que no rendían cuentas al Kremlin. Tras su reelección en 2004, se oyeron voces de preocupación por la presión que ejercía su gobierno sobre los medios de comunicación rusos críticos con la política del presidente. Los sucesos del 11 de septiembre de 2001 le habían dado a Putin una buena ocasión de presentar su agresiva conducta bélica en Chechenia como una guerra contra el terrorismo —evitando así la reacción de Occidente—, pero no había tenido mucho éxito en sus intentos por resolver el conflicto. Asimismo, sus iniciativas para influir en sus vecinos ex soviéticos para que se mostraran más abiertos a la nueva Rusia también le habían salido mal en casi todos los casos. La contribución más importante de Putin es la de haber conseguido una cierta estabilidad económica; en 2005, la inflación estaba controlada y el PIB ruso iba aumentando progresivamente. Aun así, es probable que Vladimir Putin acabe siendo considerado una figura de transición en el camino hacia una nueva Rusia que recupere su lugar entre los grandes centros de poder del mundo.
«PAX AMERICANA» EN LA DÉCADA DE 1990
Mirando retrospectivamente, a principios del siglo XXI quedaba mucho más claro aún que en 1945 que Estados Unidos era la principal potencia mundial. Pese a todas las turbulencias de las décadas de 1970 y 1980 y a la acumulación de deuda pública a causa del déficit presupuestario, su gigantesca economía seguía mostrando a largo plazo un enorme dinamismo y una capacidad aparentemente infinita de recuperarse de los reveses. Además, la deceleración de finales de la década de 1990 no consiguió frenar la tendencia. Pese a todo el conservadurismo político que a menudo afectaba a los extranjeros, Estados Unidos seguía siendo una de las sociedades con mayor capacidad de adaptación y cambio de todo el mundo.
Sin embargo, al empezar la última década del siglo XX, muchos de los problemas de siempre seguían vigentes. La prosperidad había permitido que los estadounidenses que no tenían que enfrentarse a ellos los toleraran, pero también había dado alas a las aspiraciones, los miedos y el resentimiento de los afroamericanos. Eso se reflejaba en el progreso social y económico que habían vivido desde la presidencia de Johnson, la última que se había mostrado decidida a legislar para acabar con los problemas de la población negra. Aunque el primer gobernador negro de un estado en la historia del país accedió al cargo en 1990, solo un par de años después los habitantes de Watts, célebre por sus tumultos un cuarto de siglo antes, volvieron a demostrar que consideraban a la policía de Los Ángeles poco más que una fuerza de ocupación extranjera. En todo el país, un joven negro tenía siete veces más posibilidades que un blanco de morir asesinado, probablemente por otro negro, y sus probabilidades de ir a la cárcel eran mayores que las de alcanzar la universidad. Casi una cuarta parte de los bebés estadounidenses nacían de madres solteras, pero entre los negros la proporción aumentaba a dos tercios, un claro indicador de la desestructuración familiar en las comunidades afroamericanas. La criminalidad, el gran deterioro de la salud pública en algunas zonas y las áreas urbanas en las que el control policial era prácticamente inviable, hacían que muchos estadounidenses responsables continuaran pensando que los problemas del país seguían lejos de solucionarse.
De hecho, algunas estadísticas estaban empezando a mejorar. Si Bill Clinton —que accedió a la presidencia en 1993— decepcionó a muchos de sus seguidores por las leyes que no llegó a promover, la culpa fue en gran parte de los congresistas republicanos. Aunque también era cierto que el floreciente fenómeno del rápido crecimiento de la población «hispana» de Estados Unidos —alimentado por el flujo legal e ilegal procedente de México y de países del Caribe— preocupaba a muchos, el presidente Clinton hizo caso omiso de las recomendaciones para restringir la inmigración. La población de origen hispano se había duplicado en treinta años, y actualmente suma alrededor de una octava parte del total. En California, el estado más rico, constituía una cuarta parte de la población, sobre todo de mano de obra barata; incluso en Texas, los hispanos empezaban a acceder a la política para asegurarse de que se velara por sus intereses. Mientras tanto, podría decirse que Clinton consiguió hacer equilibrios con la economía. Sus partidarios atribuían los fracasos en política interior a sus oponentes en vez de a su falta de liderazgo o a su excesiva atención a las consideraciones electorales. Así, aunque los demócratas perdieron el control sobre la Cámara de Representantes en 1994, en 1996 fue reelegido triunfalmente, y a media legislatura se mantenían las cifras de éxito de su partido.
No obstante, Clinton estaba abonado a las desilusiones. En su defensa se puede decir que, desde el principio, había heredado un ejecutivo con el nivel de prestigio y poder más bajo desde los días de Johnson y la primera época de Nixon. La autoridad que había acumulado la presidencia durante los días de Woodrow Wilson, Franklin Roosevelt y los primeros tiempos de la guerra fría, se había perdido drásticamente tras el mandato de Nixon. Pero Clinton no hizo nada por atajar el mal. De hecho, según muchos estadounidenses lo empeoró aún más. Sus indiscreciones personales lo pusieron en el punto de mira de unas investigaciones por presuntos escándalos económicos y sexuales de las que se oyó hablar durante mucho tiempo, y que llevaron a una situación sin precedentes: la lectura de acusaciones por parte del Senado contra un presidente electo para provocar su impeachment (se da el caso de que, aquel mismo año, también había fracasado un intento de acusar a Yeltsin de irregularidades en el ejercicio de sus funciones). Sin embargo, los índices de popularidad de Clinton aumentaron aún más cuando empezó la vista, y el intento de impeachment fracasó. Parecía que quienes le habían votado estaban satisfechos de lo que supuestamente había intentado conseguir, aunque no pasaban por alto sus defectos.
A medida que transcurrían los años del gobierno Clinton, Estados Unidos también daba la impresión de estar despilfarrando las ocasiones que se le habían presentado de liderar el mundo tras la guerra fría. Independientemente de lo que dijeran los periódicos y los programas de noticias estadounidenses, por un momento reinó la esperanza de que el país abandonaría su cerrazón y de que trabajaría con otros países a escala mundial para mejorar las condiciones de vida de todos. Resultaba difícil no prestar atención a los asuntos que requerían un esfuerzo duro y continuo por parte de Estados Unidos en cualquier parte del mundo. De hecho, en los diez años siguientes se harían más patentes, pero la política estadounidense los ocultaría con sus ambigüedades. El objetivo de Clinton era, por encima de todas las cosas, contribuir a la globalización de las economías de mercado y que los demás países supieran del éxito de Estados Unidos. Aunque en el fondo era partidario del multilateralismo, como político Clinton era demasiado prudente para arriesgarse a ponerse en contra una opinión pública cansada de las campañas internacionales de la guerra fría. Muchos asuntos en los que Estados Unidos podría haber tomado la iniciativa, como la pobreza mundial y la protección del medio ambiente, quedaron arrinconados a cambio de que el electorado le considerara como «el presidente del bienestar»; él les hacía sentirse bien haciendo bien poco, salvo enriquecerse.
Sin embargo, muy pronto las misiones de paz de las Naciones Unidas alterarían la política estadounidense. Durante el quincuagésimo aniversario de la fundación de la ONU, en 1995, Clinton declaró ante sus compatriotas que dar la espalda a la organización sería olvidar las lecciones de la historia, pero esta observación se debió a la propuesta que había hecho aquel mismo año el Congreso estadounidense de recortar la contribución a las misiones de paz de la ONU, coincidiendo, además, con la demora en los pagos ordinarios del país a la ONU, que sumaba entonces 270 millones de dólares (un 90 por ciento del total de los retrasos de todos los países en deuda con la organización). Parecía que la política de Estados Unidos alcanzaba un punto de inflexión con el fracaso de la intervención de las Naciones Unidas en Somalia en 1993, que había cosechado bajas entre las fuerzas de paz, y con una espectacular grabación emitida por televisión en la que se veía el maltrato de los cadáveres de militares estadounidenses por unos somalíes rabiosos y exultantes. Muy pronto, la negativa de Estados Unidos a participar o dar apoyo a la intervención de la ONU en los estados africanos de Burundi y Ruanda mostró las desastrosas consecuencias que podía acarrear la negativa norteamericana a participar o permitir la intervención por la fuerza con efectivos terrestres para pacificar el terreno, y menos aún para mantener las fuerzas de paz. En estos dos pequeños países, ambos víctimas durante generaciones de una feroz división étnica que dejaba a una minoría en el gobierno y a la mayoría sometida, el resultado de los enfrentamientos de 1995-1996 fue una matanza genocida. Más de 600.000 personas murieron y millones de ellas (de una población total de solo unos 3.000.000 entre los dos países) fueron expulsadas y tuvieron que buscar refugio. Parecía que la ONU no podía hacer nada si Washington no se movía.
Después de que el presidente Clinton autorizara un número limitado de ataques de la aviación contra las fuerzas serbias de Bosnia con el fin de alcanzar el acuerdo de paz que finalmente se firmó en Dayton en 1995, se produjo un largo debate entre intelectuales, periodistas y políticos sobre el papel que debía adoptar Estados Unidos. Gran parte del debate se centraba en el uso que debía hacer el país de su poder y en los fines a los que debía aplicarlo, e incluso sobre una posible guerra de civilizaciones. Mientras tanto, la diplomacia de Clinton parecía atrapada entre el deseo de crear un mundo más responsable ante los objetivos ideológicos de Estados Unidos y el de evitar las bajas militares, sobre todo y en primer lugar las suyas propias.
Entre los nuevos problemas internacionales que había que afrontar, se contaba la aparición de nuevas fuentes potenciales de peligro nuclear. Tal como demostró el modesto programa nuclear de Corea del Norte en 1993-1994 —y como confirmaron las pruebas nucleares de la India y Pakistán en 1998—, Estados Unidos había pasado a ser uno más del grupo de estados con armas nucleares —al que lentamente se iban incorporando países, siete de forma abiertamente reconocida y otros dos no—, por grande que fuera su superioridad en cuanto a sistemas de despliegue armamentístico y capacidad potencial de ataque. Estados Unidos ya no tenía motivos para creer, como en algún momento del pasado, que todos esos estados harían cálculos racionales —para la lógica norteamericana— sobre lo que más les interesaba. Pero esa era solamente una de las nuevas consideraciones que configuraban la política tras el fin de la guerra fría.
En Oriente Próximo, a principios de la década de 1990, la presión económica estadounidense ante la expansión de los asentamientos judíos en Cisjordania parecía que podía llegar a convencer al gobierno israelí, acosado por la Intifada y los ataques terroristas, de que una solución exclusivamente militar al problema palestino no funcionaría. Tras un gran esfuerzo y con la ayuda del buen hacer del gobierno noruego, las conversaciones secretas entre representantes israelíes y palestinos llevadas a cabo en Oslo en 1993 desembocaron por fin en un nuevo punto de partida alentador. Ambas partes declararon que era hora de «poner fin a décadas de enfrentamientos y conflictos, reconocer ... los derechos legítimos y políticos mutuos, y esforzarse por vivir en una coexistencia pacífica». Se acordó la creación de una Autoridad Palestina autónoma (definida específicamente como «interina») para administrar Cisjordania y la franja de Gaza, y que debería alcanzarse un acuerdo de paz definitivo en cinco años. Aquello parecía prometer una mayor estabilidad para todo Oriente Próximo; daba a los palestinos su primera victoria diplomática significativa. Pero la construcción ininterrumpida de nuevos asentamientos hebreos en zonas ocupadas por fuerzas israelíes enseguida volvió a emponzoñar la atmósfera. El optimismo empezó a desaparecer cuando se observó que los atentados terroristas no cesaban, ni tampoco las medidas de represalia. Las bombas palestinas colocadas en las calles de Israel mataban y mutilaban indiscriminadamente a montones de transeúntes, y un pistolero judío que mató a treinta palestinos en una mezquita de Hebrón se ganó un aplauso póstumo por parte de muchos de sus conciudadanos por este acto. Aun así, no se perdía la esperanza; Siria, Jordania y el Líbano reemprendieron las negociaciones de paz con Israel, y de hecho se dio un primer paso hacia la retirada de las fuerzas israelíes de las zonas designadas como territorio autónomo palestino.
Entonces, en noviembre de 1995, se produjo el asesinato del primer ministro israelí por parte de un fanático judío. Al año siguiente fue elegido por mayoría simple un primer ministro conservador que dependía del apoyo parlamentario de los partidos extremistas judíos. Aun así, quedó claro que, por lo menos en un futuro inmediato, era poco probable cualquier otra cosa que una agresiva política de ampliación de los asentamientos israelíes, y que aquello cuestionaba los acuerdos de Oslo. Las nuevas negociaciones, dirigidas por Bill Clinton durante los últimos días de su presidencia, fracasaron espectacularmente en la obtención de cualquier acuerdo concreto. El líder palestino Yaser Arafat se pasó los últimos años de su vida —murió en 2004— sitiado por las tropas israelíes en su residencia de Ramala, después de que estallara una nueva revuelta palestina en 2000. En 2006 el grupo islamista Hamás —que tiene como objetivo el exterminio de Israel— se hizo con el control del Parlamento palestino. Evidentemente, Estados Unidos no había tenido más éxito que otros para lidiar con las consecuencias de la creación de un programa sionista un siglo antes y de la declaración de Balfour de 1917.
Tampoco la política estadounidense en el golfo Pérsico ofrecía soluciones duraderas para la región. Las sanciones autorizadas por las Naciones Unidas no tuvieron ningún efecto sobre Irán o Irak, y a mediados de la década de 1990 los pacientes y constantes esfuerzos de este último país habían hecho que, en la práctica, cualquier intento por mantener la amplia coalición de 1991 en su contra resultara estéril. Al gobierno de Sadam no parecían afectarle las sanciones; suponían una pesada carga para sus súbditos, pero se podían atenuar con el contrabando de los artículos de lujo que deseara el régimen. Irak seguía siendo un gran exportador de petróleo, y los ingresos procedentes del crudo hacían posible una cierta recuperación de su potencial militar mientras no se llevara a término ninguna inspección efectiva para controlar la producción de armas de destrucción masiva, tal como había ordenado la ONU. La política estadounidense estaba más lejos que nunca de conseguir su objetivo evidente de derrocar el régimen, incluso cuando (exclusivamente con apoyo británico) en diciembre de 1998 recurrió de nuevo a un ataque aéreo abierto que duró cuatro noches, pero sin resultados. Aquella acción tampoco hizo ningún bien al prestigio de Estados Unidos cuando se planteó la sospecha de que la ofensiva aérea pudiera obedecer a un deseo de distraer la atención del procedimiento de impeachment que estaba a punto de iniciarse en Washington.
El año 1998 había empezado con la declaración del presidente Clinton en su discurso sobre el Estado de la Unión de que la situación interna del país indicaba que era una «buena época» para los estadounidenses, pero en el plano internacional eso no era así. En agosto, las embajadas de Estados Unidos en Kenia y Tanzania sufrieron sendos ataques por parte de terroristas musulmanes, y hubo importantes pérdidas humanas. Al cabo de un par de semanas, Estados Unidos respondió con unos ataques con misiles a unas supuestas bases terroristas en Afganistán y Sudán (donde se dijo que se había bombardeado una fábrica que preparaba armas químicas, acusación que rápidamente empezó a perder credibilidad). Bill Clinton relacionó enseguida los atentados contra las embajadas con la misteriosa figura de Osama bin Laden, un extremista saudí, en un discurso en el que también afirmó que había pruebas «de peso» de que estarían planeando futuros ataques contra Estados Unidos. Cuando, en noviembre, un jurado de Nueva York determinó que Osama bin Laden y un cómplice suyo en más de doscientas acusaciones tenían relación con los atentados de las embajadas, así como con otros ataques contra personal de servicio estadounidense y con un atentado frustrado en 1993 contra el World Trade Center de Nueva York, no sorprendió a nadie que no se presentara ante el tribunal para responder ante los cargos. Se decía que Bin Laden estaba oculto en Afganistán, bajo la protección del régimen talibán, que se había hecho con el control de un país en ruinas tras la guerra con la URSS, a mediados de la década de 1990.
A principios de 1999, Kosovo estaba en el centro del conflicto de la ex Yugoslavia. Cuando la primavera dio paso al verano, el acuerdo estratégico alcanzado por fin en marzo para que las fuerzas de la OTAN llevaran a cabo una campaña exclusivamente aérea (desplegada principalmente por Estados Unidos) contra Serbia, sirvió para bien poco, salvo para reforzar la determinación de su pueblo de resistir y aumentar el flujo de refugiados kosovares. Los rusos dieron la voz de alarma por la acción de la OTAN, al no contar con la autorización de la ONU, y sintieron que se les dejaba de lado pese a ser una de sus tradicionales zonas de influencia. Las bajas causadas entre los civiles —tanto serbias como kosovares— enseguida despertaron recelos entre la opinión pública de los diecinueve países de la OTAN, al parecer, el presidente serbio, Slobodan Milosevic, se mostraba más confiado al haberle asegurado Bill Clinton que la OTAN no realizaría una invasión por tierra. Lo que pasaría después fue algo realmente inusual: la coacción a un Estado soberano europeo debido al trato dispensado a sus propios ciudadanos.
Mientras tanto, más de tres cuartas partes del millón de refugiados kosovares cruzaron la frontera en busca de seguridad en Macedonia y Albania, llevando consigo testimonios de las atrocidades y la intimidación por parte de los serbios. Parecía ser que el gobierno de Belgrado se mostraba decidido a expulsar por lo menos a una parte de la mayoría no serbia. Entonces se produjo un percance desastroso. Basándose en una información no actualizada —por lo que el error podría haberse evitado—, la aviación estadounidense bombardeó directamente la embajada china en Belgrado, provocando la muerte de parte del personal. Pekín se negó incluso a escuchar las disculpas que intentó dar Clinton. Una campaña televisiva mostró al pueblo chino una interpretación de la intervención de la OTAN en su conjunto simplemente como un acto de agresión norteamericana. Grupos de estudiantes bien organizados atacaron las embajadas estadounidense y británica en Pekín (aunque sin llegar a los extremos alcanzados durante la Revolución cultural). Así, se permitió que los estudiantes se explayaran en violentas manifestaciones contra los extranjeros, algo muy práctico teniendo en cuenta que se acercaba el décimo aniversario de los sucesos de Tiananmen.
La profunda preocupación de China ante el papel de Estados Unidos en el mundo es comprensible, así como el hecho de que la implicación de China —al igual que la de Rusia— en el conflicto de Kosovo podría dificultar que la OTAN viera cumplidos sus objetivos. El gobierno chino creía firmemente en el sistema de veto del Consejo de Seguridad de la ONU, y lo consideraba un medio de protección de la soberanía de las diferentes naciones. Por otra parte, no sentía especial simpatía por los separatistas kosovares, dada su tradicional preocupación ante cualquier riesgo de fragmentación de su propio país. Muy en el fondo, también debían de pensar en la reafirmación de su papel histórico en el mundo, así como en los baches de los últimos años. Al fin y al cabo, un siglo más tarde China no había superado la humillación de tener que aceptar la presencia de tropas europeas y de Estados Unidos para asegurar «el orden» en varias de sus ciudades. Quizá algunos de sus ciudadanos barajaran la idea de que, si los soldados chinos formaban parte de una fuerza de pacificación en Europa, ello supondría un cambio de papeles más que reconfortante.
El conflicto de Bosnia había acabado con la credibilidad de las Naciones Unidas como mecanismo para asegurar el orden internacional y, dado que el presidente estadounidense deseaba evitar a toda costa poner en peligro a sus tropas de tierra, ahora parecía que Kosovo podía acabar con la de la OTAN. No obstante, a principios de junio los daños provocados por los bombardeos, junto con la oportuna iniciativa de mediación rusa y la presión británica para que la OTAN invadiera Serbia por tierra, parecían haber hecho mella por fin en el gobierno serbio. Aquel mes, tras una mediación en la que tomó parte el gobierno ruso, se acordó que entrara en Kosovo una fuerza terrestre «de paz» de la OTAN. Las fuerzas serbias se retiraron de Kosovo y la provincia fue ocupada por la OTAN, pero aquello no supuso el fin de los problemas en la ex federación yugoslava. En 2006, aún había soldados de la OTAN en la zona, y el futuro a largo plazo de Kosovo era aún incierto, aunque la minoría serbia iba siendo cada vez menor, dado que la mayoría albanesa aplicaba métodos expeditivos para mantener el control de la provincia. Pero, para entonces, ya se había observado un notable cambio de tono en el gobierno de Belgrado y el ya ex presidente de Serbia había sido detenido y entregado al nuevo Tribunal Internacional de La Haya, que había empezado a juzgar a acusados de infringir el derecho internacional por crímenes de guerra y otros delitos.
Al acercarse el final de la presidencia de Clinton, este manifestó repetidamente la necesidad de invertir la tendencia del gasto en defensa, señaló que las propuestas para imponer límites a la emisión de gases industriales, nocivos para el clima, eran inaceptables, y se esforzó por tranquilizar a China mediante iniciativas para garantizar unas relaciones comerciales normales entre ambos países; China quería asegurar su admisión en la Organización Mundial del Comercio en 2001. El candidato republicano a las elecciones presidenciales de 2000, George W. Bush, subrayó durante la campaña su voluntad de evitar el uso de las tropas estadounidenses en misiones de paz en el extranjero, y que autorizaría la construcción de un sistema de Defensa Nuclear Antimisiles para proteger a Estados Unidos contra los países del «eje del mal» armados con tales misiles. En ediciones anteriores de este libro he acabado con la observación de que en cualquier caso lo que ocurriera nos parecería bastante sorprendente, porque las cosas, por un lado, tienden a cambiar más despacio y, por el otro, más rápidamente de lo que solemos pensar. Y en este caso la predicción se volvió más cierta que nunca, ya que los sucesos del 11 de septiembre de 2001 cambiaron el panorama por completo.
EL MUNDO TRAS EL 11 DE SEPTIEMBRE
Una bonita mañana de otoño, cuatro aviones de pasajeros en vuelos regulares entre ciudades estadounidenses fueron secuestrados por personas de origen y entorno islámico o de Oriente Próximo. Sin intentar pedir rescates ni hacer declaraciones públicas sobre sus objetivos, como había sido el caso tantas veces en actos de piratería aérea similares, los terroristas desviaron los aviones y, en una combinación de suicidio y asesinato, lanzaron dos de ellos contra las enormes torres del World Trade Center, en el bajo Manhattan, y otro contra el edificio del Pentágono, en Washington, centro de planificación y gestión militar de Estados Unidos. El cuarto se estrelló en campo abierto, aparentemente a causa del heroico intento de algunos de sus pasajeros de enfrentarse a los terroristas que se habían hecho con el aparato. En ninguno de los aviones hubo supervivientes, los daños fueron inmensos en ambas ciudades (sobre todo en Nueva York) y murieron 3.000 personas, muchas de ellas no estadounidenses.
En un primer momento, dio la impresión de que se tardaría mucho tiempo en descubrir toda la verdad sobre estas tragedias, pero la reacción inmediata del gobierno estadounidense fue la de atribuir la responsabilidad, en general, a terroristas islamistas extremistas, y el presidente Bush anunció una guerra mundial contra el concepto abstracto de «terrorismo». En particular, se debía dar caza a Osama bin Laden para llevarlo ante la justicia. En cierto modo, sin embargo, la consideración inmediata más importante no era la responsabilidad particular por los hechos del 11 de septiembre. Mucho más importante fue la vehemencia con que se relacionó en todo el mundo el radicalismo musulmán —y quizá el propio islam— con aquella atrocidad. Por tanto, puede considerarse que el dolor y el terror, o los daños físicos y económicos causados, quizá no sean el efecto más grave de los atentados, tal como demostraron inmediatamente algunos actos aislados antiislamistas en diversos países.
La idea de que todo cambió tras el 11 de septiembre se convirtió en un tópico. Por supuesto, eso es una exageración. Pese a todas las repercusiones que hubo, muchos procesos históricos permanecieron inalterados en muchos lugares del mundo. Pero los atentados tuvieron sin duda un efecto electrizante, evidentemente implícito. Estados Unidos había recibido un duro golpe en la conciencia, que no se reflejaba ya únicamente en la notable respuesta de la opinión pública tras lo que el presidente denominó el inicio de una «guerra» —aunque contra un enemigo algo indefinido—, ni siquiera en el cambio de posición política del nuevo presidente, George Bush, que a principios de año, tras unas disputadas elecciones, había sido muy cuestionado. Ahora estaba claro que sus conciudadanos sentían una rabia y un sentido de unidad nacional similares a los que había despertado el ataque a Pearl Harbor casi sesenta años antes. Estados Unidos había sufrido atentados terroristas en su territorio y en el exterior durante veinte años, pero la tragedia del 11 de septiembre no tenía precedentes en cuanto a escala y, desgraciadamente, hacía pensar que pudieran cometerse otras atrocidades similares. No es de extrañar que Bush se sintiera capaz de responder a la rabia de la opinión pública con duras palabras y que el país le secundara de un modo incondicional.
Muy pronto se vio que al objetivo de capturar y llevar ante un tribunal al enigmático Bin Laden se le añadiría el de acabar por la fuerza con la amenaza de los países del «eje del mal», que supuestamente estarían prestando un apoyo imprescindible a los terroristas. Las implicaciones prácticas de este planteamiento fueron mucho más allá de la organización de campañas militares convencionales, y empezó inmediatamente con una vigorosa ofensiva diplomática estadounidense por todo el mundo en busca de apoyo moral y asistencia práctica que tuvo un éxito notable. No todos los gobiernos respondieron con el mismo entusiasmo, pero casi todos lo hicieron positivamente, incluidos la mayoría de los países musulmanes, lo que es más importante aún, Rusia y China. El Consejo de Seguridad no tuvo dificultades para expresar su simpatía unánime y las potencias de la OTAN reconocieron su responsabilidad de asistir a un aliado atacado.
Igual que en los días de la Santa Alianza tras las guerras napoleónicas, las potencias conservadoras de Europa se habían visto acosadas por la pesadilla de la conspiración y la revolución. En los años que siguieron a los secuestros aéreos, el miedo al terrorismo islamista también se extendió de un modo algo exagerado. Sobre el hecho de que se trataba de acciones preparadas con toda meticulosidad no había dudas. Pero, en realidad, se sabía muy poco sobre las fuerzas organizadoras, sus ramificaciones y su alcance. A primera vista no parecía verosímil que aquellos actos pudieran explicarse como la obra de un solo hombre. Pero tampoco lo era que el mundo estuviera entrando en una lucha de civilizaciones, por mucho que alguno lo dijera.
No cabía duda de que la política exterior de Estados Unidos —sobre todo, con su apoyo a Israel— había fomentado un sentimiento antiamericano en los países árabes, aunque aquello fuera algo nuevo para muchos estadounidenses. También estaba extendido el resentimiento por la desfachatez ofensiva con que Estados Unidos había lanzado mensajes propios de una cultura capitalista insensible en países asolados por la pobreza. En algunos lugares, lo que podía considerarse un ejército de ocupación estadounidense, presencia raramente bienvenida en ningún país, podía ser descrito también como fuerzas de apoyo a regímenes corruptos. Pero, pese a todo ello, no podía decirse que existiera una cruzada contra el islam, del mismo modo que no puede considerarse que la civilización islámica en toda su variedad sea un enemigo monolítico de un Occidente monolítico. Lo que se logró enseguida fue el derrocamiento del hostil régimen de los talibanes en Afganistán, con un esfuerzo combinado de la oposición local y sus enemigos autóctonos, por una parte, y los bombardeos, la tecnología y las fuerzas especiales estadounidenses por otra. A finales de 2001 había nacido un nuevo Estado afgano, sin recursos y peligrosamente dividido en feudos de los señores de la guerra y enclaves tribales, y dependiente de Estados Unidos y otras fuerzas de la OTAN para que lo defendieran de sus enemigos. Por otra parte, las consecuencias de la imprecisa guerra contra el terrorismo complicaban las cosas en Palestina. Los estados árabes no mostraron ninguna intención de dejar de apoyar a los palestinos cuando Israel los atacó, amparado en la «cruzada» contra el terrorismo internacional.
El efecto más desastroso de las atrocidades del 11 de septiembre de 2001 fue la decisión tomada en 2003 por el presidente Bush y su principal aliado internacional, el primer ministro británico, Tony Blair, de invadir Irak. La causa principal de la invasión fue el miedo creciente, especialmente en Estados Unidos, a que el régimen de Sadam Husein tuviera armas químicas, bacteriológicas o nucleares de destrucción masiva, o que se hiciera con ellas en un futuro próximo. Antes de septiembre de 2001, habría sido difícil plantearse un ataque preventivo contra un país soberano basándose en las sospechas —infundadas, tal como se vio después— de que hubiera adquirido armas, por muy incómodo que resultara el régimen del país en cuestión. Pero, para muchos estadounidenses, el 11 de septiembre había cambiado la situación. Ahora estaban dispuestos —por lo menos durante un tiempo— a seguir a un presidente que quería hacer uso de la sensación de emergencia posterior al 11-S para enfrentarse a otras amenazas potenciales. Aunque, pese a todas las bravatas de Sadam contra Occidente, Bush y Blair se daban cuenta de que este no tenía nada que ver con los atentados contra Nueva York y Washington, consideraron que su régimen era un mal que había que extirpar. A pesar de la dura resistencia del resto de los miembros del Consejo de Seguridad de la ONU y de la mayor parte de la opinión pública mundial, Estados Unidos y Gran Bretaña empezaron a presionar para que las Naciones Unidas aprobaran una resolución que les diera permiso para atacar Irak. Cuando en marzo de 2003 resultó evidente que la resolución no iba a llegar, los dos países, con algunos aliados, decidieron invadir Irak y derrocar el régimen de Sadam incluso sin el apoyo de la ONU.
La segunda guerra del Golfo duró solo veintiún días, entre marzo y abril de 2003, pero ocuparía el centro de la actualidad internacional durante los primeros años del siglo XXI. Acabó, como era de esperar, con la captura y el posterior enjuiciamiento y ejecución de Sadam Husein, y con el derrocamiento de su régimen. Pero también produjo nuevas heridas de difícil cicatrización en la política mundial, y una enconada resistencia en muchas zonas de Irak contra lo que se consideraba una ocupación extranjera. La OTAN se enfrentaba a su mayor crisis desde la guerra fría al no alcanzarse un acuerdo de apoyo a la invasión, y Estados Unidos solo obtuvo el apoyo decidido de los nuevos miembros de Europa del Este. Sin embargo, el mayor daño lo sufrió el concepto del nuevo orden mundial tras la guerra fría, en el que las consultas entre las grandes potencias y la acción multilateral debían reemplazar a los enfrentamientos a escala mundial. El secretario general de la ONU, el ghanés Kofi Annan —un hombre cuya elección tanto había defendido Estados Unidos—, le dijo al mundo que la actuación de este país y de Gran Bretaña en Irak era ilegal. En su opinión y la de muchos otros, la verdadera preocupación no era la determinación de Bush de librarse de Sadam, sino lo que ocurriría en otros lugares cuando otros países se mostraran igualmente decididos a librarse de sus enemigos, después de que la mayor potencia de la Tierra hubiera sentado un precedente con su acción unilateral.
Bush y Blair habrían evitado parte de las críticas que recibieron tras la invasión de Irak si hubieran planeado mejor la ocupación. Pero, tras el derrocamiento del régimen, diversas zonas del país cayeron en la anarquía, se interrumpieron servicios básicos y la economía se hundió. Los saqueos y la anarquía se sucedían meses después de que los iraquíes —contando con la inestimable colaboración de un tanque norteamericano— derribaran la estatua de Husein en el centro de Bagdad. Aunque las relaciones entre los principales grupos étnicos y religiosos de Irak serían difíciles de gestionar para cualquier autoridad que sucediera a Husein, la falta de seguridad y el caos económico contribuyeron a crispar la situación. Los musulmanes chiitas —la mayoría de la población, oprimidos durante mucho tiempo por el régimen baazista, dominado por los suníes— acudieron enseguida a sus líderes religiosos, muchos de los cuales querían establecer un Estado islámico similar al de Irán. Mientras tanto, empezaron a producirse una serie de revueltas en las zonas suníes del país, originadas tanto por partidarios de Sadam como —cada vez más— por extremistas suníes iraquíes y de otros países árabes. La nueva autoridad iraquí —un débil gobierno de coalición dominado por los chiitass— mantenía su dependencia del apoyo militar de Estados Unidos, mientras la zona kurda del país, al norte, creaba sus propias instituciones, independientes de las de Bagdad.
Al acabar la guerra fría, Estados Unidos se dedicó sencillamente a ejercer su primera hegemonía mundial de la historia. Sus primeros intentos fueron, como poco, vacilantes. La matanza de vidas inocentes el 11 de septiembre de 2001 había situado al país en una dirección que lo llevó al alejamiento de muchos de sus amigos y a una guerra en la que parecía imposible ganar completamente o retirarse. El resultado fue que, poco después de su reelección en 2004, George Bush hijo era más impopular que ningún otro presidente que se recordara, salvo Nixon cuando se enfrentó a su inminente proceso de impeachment. Con todo, a pesar de que la invasión de Irak se cobrara su precio sobre la carrera de Bush como presidente y de Tony Blair como primer ministro, pocos habrían podido encontrar recetas mejores sobre cómo emplear el poder de Estados Unidos en el mundo tras la guerra fría. Por una parte, los propios estadounidenses estaban divididos entre los partidarios del aislacionismo y los del multilateralismo, ambos convencidos de que eran lecciones que se podían sacar del conflicto de Irak. Por otra parte, el resto del mundo, pese a lamentarse a menudo por las consecuencias de la acción unilateral de Estados Unidos, tenía muy poco que hacer cuando se enfrentaba a una crisis importante. Al final de la era posterior a la guerra fría, la región donde había nacido la civilización había dado origen a un nuevo giro en el largo camino de la historia. El funesto destino de los intrusos e invasores de Mesopotamia no era nada nuevo, pero la supremacía mundial de un único país sí que lo era. Estados Unidos tenía la capacidad de cambiar la situación internacional. Quedaba por ver cómo la emplearía.
UNA HISTORIA DEL MUNDO GLOBAL
La historia narrada en este libro no tiene fin. Por muy dramática y agitada que sea, una historia del mundo no puede terminar en un punto cronológico específico. Concluir en el año en que el autor deja de escribir es un recurso meramente formal; poco se puede decir sobre el futuro de los procesos históricos vigentes, así que se cortan a medias. Como la historia es lo que la gente de una época considera destacado sobre otra, los acontecimientos recientes adquirirán nuevos significados y los patrones actuales perderán sus rasgos destacados a medida que las personas reflexionen una y otra vez sobre lo que ha hecho del mundo el lugar donde viven. Incluso dentro de unos meses, las actuales valoraciones sobre lo que es o no importante empezarán a parecer excéntricas, dada la velocidad a la que evolucionan los acontecimientos. Cada vez es más difícil mantener una misma perspectiva.
Eso no significa que la historia no sea más que una colección de hechos o una sucesión de acontecimientos constantemente redimensionados, como las imágenes de un caleidoscopio. Se pueden distinguir fuerzas y tendencias que han operado durante largos períodos en grandes regiones. De todas estas tendencias, a más largo plazo, destacan tres: la aceleración gradual del cambio, una creciente unidad de la experiencia humana y el aumento de la capacidad humana para controlar el entorno. Todo ello ha hecho que actualmente podamos reconocer por primera vez una historia mundial realmente unificada. Está claro que la expresión «un solo mundo» sigue siendo poco más que una hipocresía, pese a la carga de idealismo que le imprimieron los primeros que la usaron. Los conflictos y enfrentamientos son demasiados, y en ningún otro siglo se ha visto tanta violencia como en el XX. La política ha sido cara y peligrosa aun en los casos en que no ha desembocado en enfrentamientos abiertos, tal como demostró la guerra fría. Y ahora, apenas empezado un nuevo siglo, siguen apareciendo nuevas divisiones. Paradójicamente, la Organización de las Naciones Unidas sigue basándose —aunque quizá algo menos que hace cincuenta años— en la teoría de que la totalidad de la superficie del globo se divide en territorios que pertenecen a unos doscientos estados soberanos. Los ásperos conflictos de la ex Yugoslavia aún pueden reanudarse y el enfrentamiento que, de un modo algo simplista, muchos presentan como un choque de civilizaciones entre el mundo islámico y Occidente, en realidad es fraccionable, como demuestra la media docena de divisiones tribales que presenta un país tan islámico como Afganistán.
Se podría decir mucho más al respecto. Sin embargo, eso no significa que hoy en día la humanidad no comparta más de lo que ha compartido en el pasado. La unidad se va extendiendo por la humanidad. El calendario originalmente cristiano —adaptado en épocas recientes para que sea políticamente correcto, usando «Era Común» (EC) y «Antes de la Era Común» (AEC) o «Antes del Presente» (AP) en vez de a.C. y d.C.— se ha convertido en la base de la actividad de los gobiernos de la mayor parte del mundo. La modernización implica una creciente unificación de objetivos. Los choques de culturas son frecuentes, pero en el pasado eran incluso más evidentes. Lo que compartimos hoy en día afecta a la vida cotidiana de millones de personas; si la sociedad se basa en compartir experiencias, nuestro mundo comparte más que nunca aunque, paradójicamente, la gente sea más sensible a las diferencias entre las personas en su experiencia diaria. Sin embargo, cuando los habitantes de poblados vecinos hablaban dialectos notablemente diferentes, cuando la gente raramente se desplazaba en toda su vida a más de veinte kilómetros de sus casas, cuando incluso sus ropas y sus herramientas demostraban, por su forma y su elaboración, grandes diferencias tecnológicas, de estilo y de tradición, sus experiencias eran mucho más diferentes entre sí que en la actualidad. Las grandes divisiones físicas, raciales y lingüísticas del pasado eran mucho más insalvables que sus equivalentes actuales. Eso se debe a la mejora de las comunicaciones, a la difusión del inglés como lingua franca global entre las personas con estudios, a la educación de las masas, a la producción masiva de objetos de uso común, etc. Un viajero aún puede encontrar ropas exóticas o curiosas en algunos países, pero hoy en día la gente de todo el mundo viste de un modo más homogéneo que nunca. Los kilts, los caftanes o los quimonos se están convirtiendo en recuerdos para turistas o en reliquias de un pasado para nostálgicos cuidadosamente conservadas, mientras que la vestimenta tradicional se convierte cada vez más en señal de pobreza y atraso. Los esfuerzos de unos pocos regímenes conservadores y nacionalistas por aferrarse a los símbolos de su pasado no hacen más que ponerlo aún más de manifiesto. Los revolucionarios iraníes volvieron a ocultar a sus mujeres bajo el chador porque sentían que la experiencia que les llegaba del mundo exterior resultaba corrosiva para la moral y la tradición. Pedro el Grande ordenó a su corte que usara ropas al estilo de Europa occidental, y Ataturk prohibió a los turcos ponerse el fez, como declaración de un nuevo rumbo hacia una cultura progresista y de un paso simbólico hacia un nuevo futuro.
No obstante, la experiencia compartida que poseemos no es más que una consecuencia secundaria de cualquier compromiso consciente. Quizá esta sea una de las causas de que los historiadores le hayan prestado siempre poca atención, y de que normalmente les haya pasado inadvertida. Sin embargo, en un tiempo relativamente corto, millones de hombres y mujeres de diferentes culturas se han visto liberados en cierta medida, por ejemplo, de muchos efectos de las diferencias climáticas gracias a la electricidad, al aire acondicionado y a la medicina. Hoy en día, ciudades de todo el mundo cuentan con iluminación en las calles y los semáforos son algo que se da por descontado, como la presencia de la policía; las transacciones son similares en bancos y supermercados de cualquier lugar. En estos, los artículos que se pueden comprar se encuentran también prácticamente en el resto de los países (en Japón se venden dulces de Navidad cuando llega la fecha). Hombres que no hablan el mismo idioma trabajan con las mismas máquinas en diferentes países. Los coches son una molestia en todas partes. Algunas zonas rurales aún se escapan de algunos de estos elementos comunes de la vida moderna, pero no así las grandes ciudades, que hoy en día concentran más que nunca a la mayor parte de la población. No obstante, para millones de sus habitantes las experiencias que comparten también son de miseria, precariedad económica y privaciones. Cualesquiera diferencias de origen que presente su población (sea musulmana, hindú o cristiana), y tanto si contienen mezquitas como templos o iglesias, El Cairo, Calcuta y Río de Janeiro ofrecen panoramas similares de miseria (y, para unos pocos, de opulencia). Otras desgracias también se comparten ahora con más facilidad que antes. La mezcla de poblaciones, posibilitada por los medios de transporte modernos, hace que las enfermedades se extiendan como nunca antes, al haberse eliminado las antiguas inmunidades. El sida ha llegado a todos los continentes (excepto, quizá, a la Antártida), y se nos dice que mata a 6.000 personas al día.
Hace solo unos pocos siglos, un viajero que fuera de la Roma imperial a Luoyang, capital del imperio Han, habría observado muchos más contrastes que alguien que lo hiciera ahora. Los ricos y los pobres llevarían ropas de un corte y unos materiales diferentes de los que él conociera, la comida que le ofrecerían le resultaría rara, vería por las calles animales de razas para él desconocidas y soldados con armas y armaduras bastante diferentes de las que había dejado tras de sí. Incluso las carretillas tendrían una forma diferente. Un europeo o un americano actual que vaya a Pekín o Shanghai no tiene por qué ver grandes diferencias que le resulten sorprendentes, incluso en un país que en muchos sentidos sigue siendo muy conservador; si se decanta por la cocina china —aunque no tiene por qué—, le parecerá diferente, pero un avión chino tiene el mismo aspecto que cualquier otro, y las jóvenes chinas también llevan medias de malla. Y no hace tanto que China seguía mandando al océano juncos, completamente diferentes a los cogs o las carabelas europeas de la misma época.
La coincidencia de realidades materiales lleva a la coincidencia de puntos de interés y referencias. Hoy en día, la información y el ocio se generan para un público mundial. Los grupos de música más famosos dan la vuelta al mundo con sus conciertos al igual que los trovadores que viajaban por toda la Europa medieval (aunque los de ahora lo hacen con más medios y ganan más), presentando sus canciones y espectáculos en diferentes países. Los jóvenes, en particular, abandonan alegremente sus particularidades locales y se dejan seducir por sabores que los unen a otros jóvenes de lugares lejanos que tienen dinero en el bolsillo para gastar (y actualmente son millones). Las mismas películas, dobladas y subtituladas, se proyectan en todo el mundo o por televisión, destinadas a públicos que se dejan llevar por fantasías y sueños similares. A un nivel diferente, más consciente, el lenguaje de la democracia y los derechos humanos está, por lo menos en apariencia, más al servicio que nunca de la visión occidental de lo que debería ser la vida en sociedad. Cualesquiera que sean las intenciones reales de los gobiernos y de los medios de comunicación, se sienten cada vez más en la obligación de decir que creen en una versión de la democracia, en el valor de la ley, en los derechos humanos, en la igualdad de sexos y otras muchas cosas. Solo de vez en cuando se produce un golpe de realidad y la hipocresía queda en evidencia, revelando un desajuste moral no reconocido hasta entonces o un rechazo frontal de alguna cultura que aún se resiste a la contaminación de sus tradiciones y sensibilidades.
Es cierto, aún hay millones de seres humanos que viven en pueblos y que luchan por salir adelante en comunidades muy conservadoras, con herramientas y métodos tradicionales, mientras que las desigualdades patentes entre países ricos y países pobres dejan en nada cualquier diferencia registrada en el pasado. Los ricos son más ricos que nunca y son muchos más, mientras que hace mil años todas las sociedades eran pobres (si tomamos como referencia los valores de ahora). Así que, por lo menos en ese sentido, las vidas de la gente eran más parecidas entre sí de lo que lo son ahora. La dificultad de ganarse el sustento y la fragilidad de la vida humana ante las misteriosas e implacables fuerzas que los azotaban como a briznas de hierba, eran cosas que todos los hombres y mujeres tenían en común, cualquiera que fuera el idioma que hablaran o el credo que profesaran. Hoy en día existe una minoría significativa de personas que viven en países con una renta per cápita de más de 3.000 dólares, y millones que viven en países donde la cifra se reduce a una décima parte de este valor y donde existen diferencias colosales incluso entre los pobres. Estas disparidades son creaciones relativamente recientes de una breve era histórica; llegados a este punto, tan difícil es asegurar que vayan a durar mucho más como pensar que vayan a desaparecer de pronto.
Las clases dominantes y las élites, incluso en los países más pobres, llevan por lo menos un siglo buscando cierta forma de modernización como forma de escapar de sus problemas. Sus aspiraciones parecen confirmar la omnipresente influencia de una civilización originalmente europea. Hay quien ha dicho que la modernización no es más que una cuestión de tecnología y que hay factores determinantes de la conducta social mucho más importantes, como algunas creencias, instituciones y actitudes, pero eso supondría no plantearse el modo en que la experiencia material modela la cultura. Cada vez es más evidente que ciertas ideas e instituciones básicas, así como algunos objetos y técnicas materiales, se han extendido de un modo general por toda la humanidad. Cualquiera que sea el efecto práctico de documentos como la Declaración de los Derechos Humanos de la ONU, su redacción y su firma siempre han despertado un gran interés, aun cuando los signatarios tuvieran poca intención de respetarlos. Siempre resulta que estos principios derivan de la tradición europea occidental, y tanto si consideramos que esa tradición es codiciosa, opresiva, brutal y explotadora como si nos parece objetivamente positiva, beneficiosa y humana, no es ni una cosa ni la otra. Las civilizaciones azteca e inca no podían resistir ante la española; las civilizaciones hindú y china solo consiguieron aguantar algo más ante los «francos». Estos planteamientos pueden ser ciertos o falsos, pero los hechos no son ni admirables ni repugnantes. Registran el hecho de que Europa remodeló un mundo antiguo y lo convirtió en moderno.
Algunas ideas e instituciones «occidentales» procedentes en primera instancia de Europa, se han encontrado en muchos casos con una fuerte oposición y resistencia. Para bien o para mal, las mujeres aún no reciben el mismo trato en las sociedades islámicas que en las cristianas, pero tampoco se les trata del mismo modo en todas las sociedades islámicas actuales, ni en el seno de todas las sociedades que podríamos llamar «occidentales». Los indios aún siguen teniendo en cuenta la astrología a la hora de fijar la fecha de un matrimonio, mientras que los ingleses pueden darle mayor importancia a los horarios de tren o a los partes meteorológicos —cuando pueden obtener información precisa al respecto—, por imperfectos que puedan ser, al considerarlos algo «científico», más relevante. En diferentes tradiciones, puede hacerse un uso diverso incluso de la misma tecnología o de las mismas ideas. El capitalismo japonés no ha funcionado igual que el británico, y cualquier explicación al respecto debe basarse en la diferente historia de estos dos pueblos, por similares que puedan ser en otros aspectos (como islas que nunca han sufrido invasiones, por ejemplo). Sin embargo, ninguna otra tradición ha mostrado la misma fuerza y el mismo poder de atracción que la europea; como forjadora del mundo no ha tenido rival.
Incluso sus manifestaciones más desagradables —su codicia y voracidad— lo demuestran. Sociedades antes arraigadas en una aceptación inmutable de las cosas tal como eran, han adoptado la creencia de que una mejora ilimitada del bienestar material es un objetivo deseable. La propia idea de que el cambio deseado sea posible es en sí misma profundamente subversiva, al igual que la idea de que ello pueda ser un camino a la felicidad. En la actualidad, mucha gente es consciente de los cambios que se han producido a lo largo de su vida, y tiene la sensación de que aún pueden producirse más cambios, y para mejor. La aceptación, cada vez más común e indiscutida, de que los problemas humanos son en principio gestionables o, por lo menos, remediables, supone una importante transformación psicológica que hace solo un par de siglos hubiera sido difícil de prever, incluso por los propios europeos. Aunque hay millones de seres humanos que, durante la mayor parte de sus vidas, raramente piensan en su futuro salvo como portador de desgracias e infelicidad —y eso si tienen la energía para pensar en ello, porque a menudo pasan hambre—, en el transcurso normal de las cosas hay más millones que nunca que no pasan hambre ni parece que corran peligro de pasarla. Más personas que nunca dan por seguro que nunca pasarán verdadera necesidad. A un número menor, pero aun así enorme, le resulta fácil creer que su vida mejorará, y muchos más piensan que debería hacerlo.
Este cambio de perspectiva es sin duda más evidente en las sociedades ricas, que actualmente consumen más recursos de la Tierra que los ricos de hace solo unas décadas. En el mundo occidental, pese a la presencia de minorías marginales y clases deprimidas, la mayor parte de la población es comparativamente rica. Hace solo unos doscientos años, el inglés medio raramente habría podido viajar en toda su vida a más de unos kilómetros del lugar de su nacimiento, y lo hubiera hecho a pie. Hace solo ciento cincuenta años no habría tenido asegurada la provisión de agua limpia. Hace cien años se hubiera enfrentado a la posibilidad real de quedar tullido o incluso morir por un accidente fortuito, o por una enfermedad para la que no hubiera o no se conociera remedio, y para la que no se le ofrecería ninguna asistencia médica, mientras que su familia comería alimentos escasos y desequilibrados —por no hablar de insípidos y poco apetitosos— que actualmente solo comen los más pobres del país; y a los cincuenta o sesenta años (si sobrevivía), podría esperar el inicio de una penosa y dolorosa ancianidad. Prácticamente lo mismo podría decirse de otros europeos, norteamericanos, australianos, japoneses, etc. Actualmente, millones de entre los más pobres del mundo pueden plantearse posibilidades de mejorar su suerte.
Más importante aún es el hecho de que haya quien crea que ese cambio se puede buscar, procurar y fomentar. Los políticos se lo dicen; hoy en día es evidente que, de forma implícita, los pueblos y los gobiernos dan por sentado que muchos problemas específicos de sus vidas y de la vida en sus sociedades pueden solucionarse. Muchos van más allá y creen que se solucionarán. Eso, por supuesto, no puede darse por sentado. Puede que estemos ya agotando nuestras abundantes provisiones de combustibles fósiles baratos y de agua. Puede que también sintamos cierto escepticismo sobre la posibilidad de reformar el mundo para aumentar la cantidad de felicidad humana cuando recordamos algunos proyectos de ingeniería social del siglo XX, o al considerar las supersticiones y los sectarismos, los moralismos intransigentes y las lealtades tribales que aún provocan tanta miseria y tanto derramamiento de sangre. Aun así, cada vez hay más gente que se comporta como si sus problemas fueran, en principio, solucionables o evitables. Esto supone una revolución en cuanto a la actitud humana. Sin duda, sus orígenes más profundos se remontan a milenios atrás, a una prehistoria de lenta y progresiva capacidad de manipular la naturaleza, cuando los predecesores del ser humano aprendieron a manipular el fuego o a sacar punta a un pedazo de sílex. La idea abstracta de que este tipo de manipulación fuera posible no tomó forma hasta mucho más recientemente, y al principio solo la consideraban unos pocos, en unas épocas específicas y cruciales y en determinadas regiones culturales. Pero actualmente es una idea muy extendida; ha triunfado en todo el mundo. Ahora damos por sentado que la gente de todo el mundo debería empezar —y empezará— a preguntarse por qué las cosas siguen igual, cuando evidentemente podrían mejorar. Es uno de los mayores cambios de toda la historia.
LA MANIPULACIÓN DE LA NATURALEZA
El aspecto en el que se ha hecho más visible este cambio lo ha sacado a la luz, en los últimos siglos, la capacidad cada vez mayor de la humanidad para gestionar el mundo material. La ciencia ha aportado las herramientas necesarias, más que nunca en la actualidad. Estamos al borde de una era que proporciona la promesa y la amenaza de manipular la naturaleza más a fondo que nunca (por ejemplo, a través de la ingeniería genética). Quizá el destino nos depare un mundo en el que la gente podrá encargar futuros personalizados a la carta. Hoy en día resulta concebible la posibilidad de planificar genéticamente la descendencia, o de comprar experiencias «personalizadas», gracias a la tecnología de la información disponible, que permite crear realidades virtuales más perfectas que la propia realidad. Puede ser que la gente consiga sacar más partido a la parte de la vida de que es consciente, si lo desea, recurriendo a mundos construidos al efecto, en vez de limitarse a los que ofrecen las experiencias sensoriales corrientes.
Todas estas especulaciones pueden resultar intimidantes. Al fin y al cabo, sugieren un gran potencial de desorden y desestabilización. En vez de preguntarse por lo que puede o no pasar, es mejor reflexionar con firmeza sobre la historia, sobre las cosas que ya han alterado la vida humana en el pasado. Los cambios en el bienestar material, por ejemplo, han transformado la política no solo cambiando las expectativas, sino también las circunstancias en las que tienen que tomar decisiones los políticos, las formas de operar de las instituciones o la distribución del poder en la sociedad. Existen muy pocas sociedades hoy en día en las que la religión influya o pueda hacerlo como en el pasado. La ciencia no solo ha ampliado enormemente la lista de herramientas de conocimiento al alcance de la humanidad para llegar a entender la naturaleza, sino que también ha transformado, en el día a día, las cosas que millones de personas dan por descontadas. Solo en este siglo, es la responsable de gran parte del enorme aumento demográfico, de los cambios fundamentales en las relaciones entre las naciones, del crecimiento y la caída de sectores enteros de la economía mundial, de la unión del mundo a través de una comunicación prácticamente instantánea, y de muchos otros de los cambios más sorprendentes. E, independientemente de lo que haya podido hacer o no el siglo pasado por la democracia política, lo que sí ha hecho, gracias a la ciencia, es ampliar enormemente las libertades prácticas. La traducción del conocimiento científico en una mejora de la tecnología, partiendo desde Occidente —a pesar de los logros de las civilizaciones asiáticas en la Antigüedad— ha alcanzado ya todo el mundo, convirtiéndose en un fenómeno global.
Solo algunos intelectuales destacados de las sociedades más ricas han planteado alguna vez reservas sobre la confianza evidente —y raramente discutida hasta la década de 1960— en la capacidad humana para gestionar el mundo a través de la ciencia y la tecnología (en contraposición a la magia o la religión, por ejemplo), y para satisfacer con ello los deseos del ser humano. Y puede que estas reservas se demuestren más fundadas de lo que parece. Ahora sabemos más sobre la fragilidad de nuestro entorno natural y la posibilidad de un cambio a peor. Hay una nueva conciencia de que los beneficios aparentes de la manipulación de la naturaleza pueden tener un precio, de que algunos incluso pueden tener implicaciones terribles y, sobre todo, de que aún no poseemos la destreza y las estructuras sociales y políticas para asegurar que la humanidad haga un buen uso de este conocimiento. El debate político apenas ha empezado a reconocer el peso que tienen muchas de las cuestiones suscitadas, y, entre estas, las más debatidas —las «medioambientales»: la contaminación, la erosión del suelo, el agotamiento de los recursos hídricos, la extinción de especies, la tala de los bosques— son las más evidentes.
Esta concienciación resulta evidente en la cobertura que se ha dado en los últimos años al problema del «calentamiento global», es decir, el aumento de la temperatura media de la superficie de la Tierra, considerado un efecto de los cambios en la atmósfera que afectan al ritmo de dispersión y pérdida del calor. Los propios hechos han sido motivo de debate hasta hace poco, pero en una conferencia de las Naciones Unidas celebrada en 1990 en Ginebra se reconoció que el calentamiento global es realmente un peligro en aumento, y que en gran parte se debe a la acumulación en la atmósfera de gases emitidos por el ser humano. Se llegó a la conclusión de que, en un siglo, se había producido un aumento notable en la temperatura media; de hecho, el clima está cambiando más rápido que nunca desde la última glaciación. En el presente, la opinión general consensuada es que la actividad del ser humano ha contribuido a ello de forma decisiva.
El debate sobre el ritmo previsible del aumento de la temperatura y sobre sus posibles consecuencias —por ejemplo, en la elevación del nivel del mar— sigue vigente, pero ya se ha empezado a trabajar en una convención marco sobre el cambio climático ocasionado por el ser humano, que quedó lista en 1992. Su principal objetivo era la estabilización de los niveles de emisión, de modo que en el año 2000 se mantuvieran los de 1990. En 1997, en Kioto, esta medida se convirtió en un acuerdo regulador sobre todas las emisiones de gases de efecto «invernadero» (como se les llamó); se fijaron índices de reducción de las emisiones y calendarios que imponían las mayores restricciones a los países más desarrollados. La firma de este acuerdo había ido precedida de una advertencia del presidente Clinton, ese mismo año, de que Estados Unidos no iba a aceptar tales reducciones, y el presidente George W. Bush lo confirmó en 2001. Mientras tanto, las muestras de los efectos nocivos del calentamiento global siguen multiplicándose, y ya se están buscando los primeros remedios jurídicos para remediar los daños provocados por el cambio climático.
Tras apenas una década, no puede decirse que haya pasado suficiente tiempo para esperar o encontrar soluciones políticamente aceptables a un problema de esta magnitud. No parece que haya motivos para suponer que las cosas no vayan a seguir empeorando antes de empezar a mejorar, pero, sobre todo, tampoco los hay para afirmar que no se puedan encontrar soluciones acordadas. Al fin y al cabo, la confianza de la humanidad en la ciencia se basa en éxitos reales, no en ilusiones. Aunque esa confianza se vea ahora cuestionada, se debe a que la ciencia lo ha hecho posible al darnos más conocimientos que tomar en consideración. Es razonable decir que, aunque tal vez la humanidad haya producido muchos cambios irreversibles desde que consiguiera desplazar a los grandes mamíferos de sus hábitats prehistóricos —y pese a los graves problemas que ello plantea ahora—, no parece que hayamos agotado nuestra reserva de soluciones. La humanidad se enfrentó al desafío de la Edad de Hielo con menos recursos, tanto intelectuales como tecnológicos, que los que tiene actualmente para enfrentarse al cambio climático. Aunque la interferencia en la naturaleza haya llevado a la aparición de nuevas bacterias resistentes a las medicinas debido a mutaciones y al proceso de selección natural en los ambientes alterados que hemos creado, la investigación destinada a llegar a dominarlas sigue adelante. Es más, si las pruebas y consideraciones que vayan surgiendo obligaran a la humanidad a abandonar la hipótesis de que el calentamiento global es básicamente un fenómeno provocado por el ser humano —si, por ejemplo, resultara verosímil afirmar que la causa determinante son las fuerzas naturales más allá del control o la manipulación humanos, como las que provocaron las grandes glaciaciones de la prehistoria—, la ciencia se dedicaría a combatir las consecuencias de este proceso.
Ni siquiera los cambios irreversibles, en sí mismos, tienen por qué provocar una pérdida de confianza inmediata en la capacidad de la humanidad para superar las dificultades a largo plazo. Aunque puede que algunas opciones ya las hayamos perdido para siempre, el campo de acción en el que el ser humano puede ejercer sus elecciones —la propia historia— no va a desaparecer a menos que la propia humanidad se extinga. Nuestra extinción por un desastre natural independiente de la acción humana es algo factible, pero especular con ello no resulta muy práctico (ni siquiera a modo de constatación), salvo para un abanico de casos muy limitado (que cayera sobre el mundo un asteroide enorme, por ejemplo). El ser humano no deja de ser un animal reflexivo y con capacidad de elaborar herramientas, y aún estamos muy lejos de agotar las posibilidades que eso ofrece. Tal como lo planteó un intelectual, desde el punto de vista de otros organismos, el ser humano puede parecer desde el principio una enfermedad epidémica muy competitiva. No obstante, independientemente de lo que haya hecho a otras especies, la evidencia de las cifras y de su longevidad aún demuestra —o así lo parece— que la capacidad de manipulación del hombre hasta ahora ha generado más bien que mal a la mayoría de los seres humanos de todas las épocas. Y eso sigue siendo así, aunque la ciencia y la tecnología hayan creado nuevos problemas más rápido de lo que llegan las soluciones.
El poder de la humanidad ha fomentado de forma casi impredecible la difusión —benigna— de suposiciones y mitos trasladados de la experiencia histórica del liberalismo europeo a otras culturas, así como de un enfoque optimista de la política, pese a todas las evidencias recientes e incluso actuales. Es indudable que tendremos que pagar un enorme precio en adaptación social, por ejemplo, para poder dar una respuesta eficaz al calentamiento global, y es justo preguntarse si se podrá pagar sin grandes sufrimientos y coacciones. No obstante, seguimos teniendo una gran confianza en nuestra cultura política, a juzgar por la adopción generalizada de una gran parte de ella en todo el mundo. Hoy en día existen repúblicas en todo el planeta, y casi todo el mundo habla el lenguaje de la democracia y de los derechos del hombre. Se están realizando esfuerzos generalizados por aplicar un enfoque racionalizador y utilitario al gobierno y a la administración, y por copiar modelos de instituciones que han triunfado en países de tradición europea. Cuando los negros han levantado la voz contra las sociedades dominadas por los blancos en las que vivían, deseaban hacer realidad por sí mismos los ideales acerca de los derechos humanos y la dignidad desarrollados por los europeos. Pocas culturas han podido resistirse a esta tradición irresistible —si es que alguna lo ha hecho—; China se sometió a Marx y a la ciencia mucho antes de hacerlo al mercado. Algunos se han resistido más que otros, pero prácticamente en todas partes se ha visto socavada la individualidad de otras grandes culturas políticas. Cuando los modernizadores se han planteado escoger particularidades dentro del modelo político occidental, no les ha resultado fácil. Es posible modernizarse de forma selectiva —pagando un precio—, pero normalmente la modernización viene en un paquete, y puede que alguno de sus elementos no sea bienvenido.
Para los escépticos, lo que mejor demuestra el dudoso efecto del aumento de la uniformidad en la cultura política sobre el bienestar social es la fuerza con la que se mantiene vivo el nacionalismo, que en los últimos cien años ha triunfado prácticamente en todo el mundo. Nuestra organización internacional (palabra cuya aceptación generalizada es ya significativa) más completa es la ONU, y su predecesora fue la Sociedad de Naciones. Los antiguos imperios coloniales se han disuelto en multitud de nuevas naciones. Muchos estados nacionales actuales tienen que justificar su propia existencia a las minorías que, a su vez, reclaman el estatus de nación, por lo que tendrían el derecho de separarse y gobernarse autónomamente. Si estas minorías desean separarse de los estados que las contienen —como es el caso de muchos vascos, kurdos o quebequenses, por ejemplo—, se manifiestan en nombre de una nacionalidad no conseguida. El concepto de «nación» parece tener un éxito indiscutible a la hora de satisfacer ansias que otros intoxicantes ideológicos no pueden alcanzar; ha sido el gran creador de la comunidad moderna, barriendo los conceptos de «clase» y «religión», dando un sentido y una sensación de arraigo a los que se sentían sin rumbo en un mundo en proceso de modernización, donde los vínculos de antaño están en decadencia.
Una vez más, cualquiera que sea la interpretación de los relativos altibajos del Estado como institución o de la idea de nacionalismo, la política del mundo se organiza, en su mayor parte, alrededor de conceptos originalmente europeos, independientemente del uso que se haga o de la valoración que merezcan, del mismo modo que la vida intelectual del mundo se estructura cada vez más alrededor de la ciencia originada en Europa. Es innegable que las transferencias culturales pueden tener un funcionamiento impredecible y, por tanto, consecuencias sorprendentes. Una vez importadas de los países donde cristalizaron originalmente, nociones como el derecho del individuo a hacerse valer han producido efectos que van más allá de lo que preveían los que, confiados, fomentaron por primera vez, la adopción de principios en los que consideraban que se asentaba su propio éxito. La llegada de nueva maquinaria, la construcción de ferrocarriles, la apertura de minas y la llegada de los bancos y de los periódicos, transformaron la vida social de formas que nadie había deseado ni previsto, además de otras sí deseadas y previstas. Este proceso, irreversible una vez iniciado, sigue hoy en día con la televisión. Una vez aceptados los métodos y objetivos europeos (como han hecho en mayor o menor medida, consciente o inconscientemente, las élites de prácticamente todas partes), empezó una evolución incontrolable. Aunque seguía modelando la historia, la humanidad no podía controlar su evolución más de lo que podía hacerlo antes. Incluso en las iniciativas modernizadoras más controladas, de vez en cuando surgen necesidades y exigencias inesperadas. Quizá es que ahora nos enfrentamos al espectral descubrimiento de que el éxito de la modernización puede haber transmitido a la humanidad objetivos material y psicológicamente inalcanzables, de rango cada vez más amplio e imposibles de satisfacer por principio.
Esta perspectiva no es para tomársela a la ligera, pero las profecías no forman parte del trabajo de un historiador, aunque se disfracen de extrapolaciones. No obstante, es lícito hacer suposiciones si estas arrojan alguna luz sobre la dimensión de los hechos presentes o sirven como ayuda pedagógica. Quizá los combustibles fósiles sigan el destino que sufrieron los grandes mamíferos prehistóricos a manos de los cazadores humanos, o quizá no. La materia de estudio del historiador es, en todo caso, el pasado. Es lo único que le interesa. Cuando se trata del pasado reciente, lo que puede intentar hacer es analizar su coherencia o incoherencia, su continuidad o discontinuidad con lo que ha pasado antes, y afrontar con honestidad las dificultades que plantea la masa de hechos a que nos enfrentamos, en particular los de la historia reciente. La propia confusión que plantean hace pensar que se trata de un período mucho más revolucionario que cualquier época anterior, y todo lo que se ha dicho hasta ahora de la ininterrumpida aceleración del cambio confirma este extremo. Por otra parte, eso no implica que estos cambios más violentos y arrolladores no tengan un origen anterior, explicable y, en su mayor parte, comprensible.
El hecho de haber tomado conciencia de estos problemas explica en parte que, aparentemente, se hayan reducido los modos posibles de interpretación del mundo. Durante siglos, en China podían pensar en un orden mundial estructurado alrededor de una monarquía universal en Pekín, sostenida por mandato divino, y eso no planteaba ningún problema ni era cuestionable. El modo de pensar de los musulmanes no dejaba —ni deja aún hoy— demasiado espacio para la idea abstracta de «Estado»; para ellos, la distinción entre creyente y no creyente es más significativa. Millones de africanos han vivido mucho tiempo tranquilamente sin tener que recurrir al concepto de «ciencia». Y, mientras tanto, los que vivían en países «occidentales» dividían mentalmente el mundo en «civilizado» e «incivilizado», del mismo modo que los ingleses distinguían antiguamente a los «caballeros» de los «jugadores» en un campo de críquet.
Estas marcadas disparidades, como referencia, han quedado tan erosionadas que por fin podemos pensar que somos un «solo mundo». Los intelectuales chinos de ahora hablan con el lenguaje del liberalismo o del marxismo. Incluso en Yida o Teherán, los musulmanes más reflexivos tienen que enfrentarse a la disyuntiva entre dejarse llevar por la tradición o por la necesidad de mantener al menos cierta relación intelectual con las peligrosas tentaciones de la modernidad foránea. En ocasiones, la India parece debatirse esquizofrénicamente entre los valores de la democracia secular a la que apuntaban sus líderes en 1947 y la atracción que ejerce el pasado. Sin embargo, el pasado nos acompaña a todos, para bien o para mal. Tenemos que reconocer que la historia aún impregna el presente, y no hay indicios de que eso vaya a cambiar.