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El final de una era

FRUSTACIONES

La década de 1980 trajo cambios extraordinarios, pero pocos de ellos en Oriente Próximo, donde más probables parecían al inicio de la década. Al contrario, daba la impresión de que el estancamiento se apoderaba de la región. La tensión había alcanzado cotas altas en 1980, como en años anteriores, pero también eran grandes las esperanzas de la mayoría de las partes implicadas en resolver los problemas que presentaba la imagen de Israel como Estado sucesor del imperio otomano en Palestina. A excepción, quizá, de una minoría de israelíes, las expectativas generales se verían frustradas. Por una vez, parecía como si la Revolución iraní fuera a transformar las reglas del juego imperantes hasta el momento, y había quien así lo esperaba. No obstante, diez años más tarde aún resultaba muy difícil decir qué era lo que había cambiado realmente fuera de Irán, o cuál era el significado real del revuelo que había provocado en el mundo islámico. Lo que durante un tiempo había parecido ser un resurgimiento islámico, también podía interpretarse como una de las recurrentes oleadas de puritanismo que aparecían de vez en cuando, desde siglos atrás, y que estimulaban y regeneraban la masa de fieles. También es cierto, por supuesto, que la tensión se debía en gran medida a las circunstancias; la ocupación por parte de Israel del tercero de los lugares sagrados del islam en Jerusalén, de pronto había potenciado la solidaridad islámica. Sin embargo, el ataque de Irak sobre Irán en 1980 provocó una sangrienta guerra que duraría ocho años y costaría un millón de vidas. Aunque pudiera haber otras causas subyacentes, el conflicto también se debió a que Irak era suní e Irán, chiita. Una vez más, los pueblos islámicos presentaban divisiones debidas a antiguas brechas y no solo a asuntos contemporáneos.

Muy pronto resultó también evidente que, aunque aquello pudiera irritar y alarmar a las superpotencias (a la URSS especialmente, debido a sus millones de súbditos musulmanes), Irán no suponía una amenaza real. A finales de 1979, sus gobernantes tuvieron que quedarse mirando, impotentes, mientras el ejército ruso entraba en Afganistán para apoyar a un gobierno títere comunista contra los rebeldes musulmanes. Un motivo por el que Irán apoyaba a los terroristas y secuestradores era que era lo único que podía hacer. A pesar del episodio de los estadounidenses retenidos en su propia embajada, tampoco pudo conseguir que el antiguo sha se enfrentara a la justicia islámica. Con su pequeña victoria sobre los norteamericanos en el asunto de los rehenes, Irán había humillado a Estados Unidos, pero muy pronto eso dejaría de parecer tan importante. En retrospectiva, la declaración de 1980 del presidente Carter afirmando que Estados Unidos consideraba el golfo Pérsico una zona de interés vital resultaba ya reveladora. Era un primer indicio de que se iba a acabar la sensación exagerada de incertidumbre y derrotismo que reinaba en el país. Iba a imponerse de nuevo el centralismo en la política internacional. Pese a todos aquellos cambios espectaculares desde la crisis de Cuba, en 1980 la república estadounidense seguía siendo uno de los dos únicos estados cuyo poder les daba una posición incuestionable —según la definición oficial soviética— como «las mayores potencias mundiales, sin cuya participación no se puede solucionar absolutamente ningún problema internacional». Esta participación sería en algunos casos más implícita que explícita, pero era un dato fundamental sobre la forma en que funcionaba el mundo.

Por otra parte, la historia no tiene personajes favoritos que duren mucho. Aunque algunos estadounidenses sufrieron por la potencia soviética tras la crisis de los misiles en Cuba, a principios de la década de 1970 ya había abundantes indicios de que los gobernantes soviéticos se encontraban en dificultades. Tenían que enfrentarse con una máxima que proclamaba el propio marxismo: que la conciencia evoluciona según las condiciones materiales. Dos consecuencias, entre otras, de que la sociedad soviética ya no estaba tan tranquila eran una disidencia evidente, de dimensiones mínimas, pero indicadora de la creciente exigencia de una mayor libertad espiritual, y la presencia menos explícita, pero igualmente real, de una corriente de opinión que solicitaba mejoras materiales. Aunque la Unión Soviética siguió gastando colosales sumas de dinero en armamento (cerca de una cuarta parte de su PIB en la década de 1980), parecía que casi no bastaba. Para poder hacer frente a esta carga iban a necesitar tecnología, técnicas de gestión y, posiblemente, capital de Occidente. Podía discutirse sobre la forma que debía tomar el cambio de trayectoria, pero que se avecinaba un cambio era algo evidente.

No obstante, en 1980 se había estrechado aún más el vínculo más fuerte que unía a las dos superpotencias. Por enorme que fuera el esfuerzo realizado por la Unión Soviética para obtener una capacidad de ataque nuclear mayor que la de Estados Unidos, la superioridad a esos niveles era una cuestión puramente testimonial. Estados Unidos, con su proverbial habilidad para los eslóganes impactantes, describió la situación de forma sucinta como «MAD» (literalmente, «loca»); es decir, que ambos países tenían capacidad para provocar una «destrucción mutua asegurada» (Mutually Assured Destruction) o, más exactamente, una situación en la que los dos combatientes tendrían capacidad suficiente para asegurar que, aunque un ataque por sorpresa les privara de lo mejor de su armamento, con el restante bastaría para garantizar una réplica tan arrolladora que dejaría las ciudades de su oponente convertidas en páramos de cenizas y a sus fuerzas armadas tan mermadas que apenas podrían controlar a los aterrorizados supervivientes.

Esta singular perspectiva suponía una gran fuerza conservadora. Aunque en ocasiones aparece algún loco —por decirlo llanamente— en algún cargo de poder, la observación del doctor Johnson de que saber que te van a colgar hace que consigas concentrarte de un modo infalible, es aplicable a los colectivos amenazados por un desastre de estas dimensiones; la convicción de que una metedura de pata podría llevar a la extinción es un gran estímulo para la prudencia. Puede que ahí radique la explicación fundamental del nuevo nivel de cooperación que ya habían demostrado en la década de 1970 Estados Unidos y la Unión Soviética, pese a sus disputas puntuales. Uno de sus primeros frutos fue un tratado de limitación de los misiles defensivos firmado en 1972; en parte, se debió a que ambos bandos se concienciaron de que mediante la ciencia se podía controlar cualquier contravención de los acuerdos (no todas las investigaciones militares iban destinadas a aumentar la tensión). Al año siguiente se iniciaron conversaciones sobre futuras limitaciones armamentísticas, al tiempo que empezaba a discutirse la posibilidad de llegar a un acuerdo de seguridad global en Europa.

A cambio del reconocimiento implícito de las fronteras europeas tras la guerra (y, sobre todo, de la división entre las dos Alemanias), en 1975 los negociadores soviéticos aceptaron por fin en Helsinki aumentar las relaciones económicas entre Europa del Este y Europa occidental, y firmar un tratado que garantizara los derechos humanos y la libertad política. Esto último, por supuesto, no había modo de controlarlo. Sin embargo, quizá tuviera más trascendencia que la obtención del reconocimiento de las fronteras, tan importante para los negociadores soviéticos. El éxito de Occidente en cuanto a los derechos humanos no solo serviría para animar a los disidentes de la Europa comunista y de Rusia, sino que eludía las antiguas restricciones sobre lo que antes se calificaba de injerencia en los asuntos internos de los estados comunistas. Gradualmente, empezaron a surgir críticas abiertas que acabarían fomentando el cambio en Europa del Este. Mientras tanto, el flujo comercial y de inversiones entre las dos Europas también empezó a crecer, aunque muy lentamente. Era lo más cerca que se había llegado hasta entonces a un tratado de paz general desde el final de la Segunda Guerra Mundial, y aquello dio a la Unión Soviética lo que más deseaban sus líderes: garantías de seguridad sobre los territorios que habían constituido su mayor botín de guerra en 1945.

Por todo ello, a los estadounidenses les preocupaban cada vez más las cuestiones internacionales a medida que se acercaba 1980, año de elecciones presidenciales. Dieciocho años antes, la crisis de Cuba había demostrado al mundo que Estados Unidos mantenía su liderazgo. Contaba con una potencia militar superior, con el apoyo de sus aliados (en su mayoría dignos de confianza), de sus clientes y de sus países satélites de todo el mundo, y con la voluntad manifiesta de mantener una actividad diplomática y militar en todo el planeta, al tiempo que lidiaba con enormes problemas internos. En 1980, muchos de sus ciudadanos tenían la sensación de que el mundo había cambiado, y aquello no les gustaba. Cuando el nuevo presidente republicano, Ronald Reagan, accedió al cargo en 1981, sus partidarios echaban la mirada atrás y veían una década de pérdida de poder estadounidense. Reagan heredó un enorme déficit presupuestario, un desencanto ante lo que se interpretaba como recientes victorias del poder soviético en África y Afganistán, y cierta consternación por la supuesta desaparición de la superioridad nuclear estadounidense de la década de 1960.

LOS CONFLICTOS DE ORIENTE PRÓXIMO

En los cinco años siguientes, el presidente Reagan sorprendió a sus críticos y subió la moral de sus compatriotas con notables —aunque a menudo cosméticos— actos de liderazgo. Simbólicamente, el día de su nombramiento los iraníes liberaron a los rehenes estadounidenses (muchos en Estados Unidos opinaban que la elección de aquel día para la liberación era un efecto de cara a la galería orquestado por los nuevos aliados de la administración). Pero aquello no suponía el final de los problemas con los que se enfrentaba Estados Unidos en Oriente Próximo y en el golfo Pérsico. Dos escollos fundamentales seguían ahí: la amenaza que planteaba la región para el orden internacional mientras durara la guerra fría, y la cuestión de Israel. Para muchos, la guerra entre Irán e Irak era la prueba del primer peligro. Muy pronto, la inestabilidad de algunos países árabes se volvió más evidente. En el Líbano desapareció prácticamente el gobierno como tal, sumiendo al país en la anarquía y dejándolo en manos de bandas de pistoleros auspiciados por los sirios y los iraníes. Dado que eso le daba al ala revolucionaria de la OLP una base de operaciones aún más propicia que en el pasado, Israel empezó a realizar operaciones militares cada vez más violentas y caras en la frontera septentrional y más allá. A aquello le siguieron un recrudecimiento de las tensiones en la década de 1980 y un conflicto israelí-palestino cada vez más enconado. Más alarmante resultaba aún para Estados Unidos el que el Líbano se sumiera en una anarquía en la que, tras la llegada de los marines, se registraron atentados contra la embajada estadounidense y en los barracones de los marines, con un balance total de más de trescientos muertos.

Estados Unidos no era el único que se enfrentaba a estos problemas. Cuando la Unión Soviética mandó tropas a Afganistán (donde se quedarían empantanadas durante casi una década), las manifestaciones de rabia iraní y musulmana en general acabarían afectando a los musulmanes de la Unión Soviética. Algunos pensaron que aquello era un buen auspicio, al considerar que la creciente agitación en el mundo islámico podría inducir a las dos superpotencias a ser más prudentes, y quizá llevarlas a un apoyo incondicional de sus satélites y aliados en la región. El primer interesado en ello era, por supuesto, Israel. Mientras tanto, las manifestaciones alarmistas y la retórica de la Revolución iraní hicieron pensar a algunos que se acercaba un conflicto de civilizaciones. No obstante, el puritanismo agresivo de Irán también provocaba escalofríos entre los árabes conservadores de los reinos petroleros del golfo Pérsico, sobre todo en Arabia Saudí. De hecho, eran muchos los indicios de lo que parecía ser una creciente simpatía hacia los reaccionarios radicales de la Revolución iraní en otros países islámicos, como demostraron los asesinos del presidente egipcio en 1981. El gobierno de Pakistán siguió proclamando (e imponiendo) su ortodoxia islámica, y hacía la vista gorda ante los que ayudaban a los rebeldes anticomunistas en Afganistán (aunque, curiosamente, pese a ser un país islámico, aceptó a una mujer como primera ministra y en 1989 incluso volvió a ingresar en la Commonwealth británica).

En el norte de África fue cada vez más evidente el sentimiento islámico radical al ir avanzando la década, no ya tanto en las salidas de tono y las declaraciones del exaltado dictador libio (el coronel Gadafi hacía un llamamiento a los otros países petroleros para que dejaran de abastecer a Estados Unidos, pese a que una tercera parte del petróleo libio seguía vendiéndose en el mercado norteamericano, y en 1980 celebró una breve «unión» de su país con la Siria baazista) como en Argelia. El país había tenido un arranque prometedor tras conseguir la independencia, pero en 1980 la economía nacional flaqueaba, el consenso que había servido de base a su movimiento independentista se estaba perdiendo, y la emigración a Europa en busca de trabajo parecía la única salida posible para muchos de sus jóvenes. En las elecciones argelinas de 1990, el partido fundamentalista islámico consiguió la mayoría por primera vez en un país árabe. El año anterior, un golpe militar en Sudán había llevado al poder a un régimen militar e islámico militante, que de un plumazo eliminó las pocas libertades civiles que les quedaban a los desdichados sudaneses.

Sin embargo, pese al influjo de la radicalización islámica, hacia 1990 se observaban abundantes señales de que el antagonismo entre los políticos árabes moderados y conservadores era suficiente como para que la oposición de origen autóctono pudiera resultar efectiva en algunos casos. Aun sin entrar en la realidad política de esos países o en cuestiones más profundas sobre la factibilidad de la revolución islámica, resulta paradójico que los aspirantes a revolucionarios consigan el suficiente apoyo, cuando tantos de sus seguidores potenciales buscan, de un modo inconsciente, alcanzar cotas de poder y de modernización sistemáticamente incompatibles con las enseñanzas y la tradición islámicas. Libia podía desestabilizar otros países africanos y armar a terroristas irlandeses, pero poco más consiguió. Debido a la preocupación reinante entre los soviéticos y los estadounidenses por la evolución de las circunstancias en otros países, cada vez resultaba más difícil sacar provecho de su vieja rivalidad. Lo único que les quedaba a los fundamentalistas era dirigir la mirada hacia dos países musulmanes potencialmente ricos, Irak e Irán, que durante la mayor parte de la década de 1980 se vieron enzarzados en una disputa que les costaría muy cara.

Por otra parte, cada vez era más evidente que el gobernante de Irak, subvencionado por Estados Unidos y gran protagonista de la agitación en Oriente Próximo, solo apoyaba el islam por motivos tácticos y pragmáticos. Sadam Husein era musulmán de origen, pero encabezó un régimen baazista basado en realidad en las influencias, la familia y el uso interesado del ejército. Buscó el poder y la modernización tecnológica como medio de conseguirlo, y no hay pruebas de que en ningún momento le interesara el bienestar del pueblo iraquí. Cuando inició la guerra con Irán, el prolongado conflicto y el gran coste que supuso fueron un motivo de satisfacción para otros estados árabes —en particular para los países petroleros del golfo Pérsico—, porque al mismo tiempo tenía ocupado a un bandido peligroso y a los tan temidos revolucionarios iraníes. No obstante, no les gustó tanto el hecho de que la guerra distrajera la atención de la cuestión palestina y de que aquello diera ventaja a Israel en sus negociaciones con la OLP.

Durante casi una década de escaramuzas e incursiones en el golfo Pérsico, algunas de las cuales hicieron temer por los suministros de petróleo a Occidente, hubo ocasiones en que los incidentes amenazaron con extender el conflicto, en particular entre Irán y Estados Unidos. Mientras tanto, los acontecimientos en el Levante mediterráneo recrudecieron la situación, ya en punto muerto. La progresiva ocupación israelí de los Altos del Golán, sus enérgicas operaciones en el Líbano contra los grupos guerrilleros palestinos, y las campañas para fomentar aún más la inmigración judía (principalmente desde la URSS) lanzadas por sus mecenas y el propio gobierno, contribuyeron a reforzar al país en previsión de un nuevo enfrentamiento contra la fuerza combinada de diversos ejércitos árabes. No obstante, a finales de 1987 se produjeron los primeros estallidos de violencia entre los palestinos de los territorios ocupados por Israel, que persistieron y aumentaron hasta convertirse en una insurrección intermitente pero incesante, la Intifada. A pesar de granjearse una mayor simpatía internacional al reconocer oficialmente el derecho a existir de Israel, en 1989 la OLP se encontraba en una posición de desventaja, cuando por fin acabó la guerra entre Irán e Irak. Al año siguiente murió el ayatolá Jomeini, y había indicios de que su sucesor se mostraría menos decidido a la hora de dar apoyo a los palestinos y a las causas fundamentalistas islámicas.

Durante la guerra entre Irán e Irak, Estados Unidos había apoyado a Irak, en parte debido a la visión exagerada que tenían los norteamericanos de la amenaza fundamentalista. Pese a ello, cuando el país se encontró en una guerra cara a cara con un enemigo declarado, este sería Irak, no Irán. En 1990, tras firmar un generoso tratado de paz con Irán, Sadam Husein reavivó una antigua disputa fronteriza con el reino de Kuwait. También había tenido sus discusiones con el jeque kuwaití por las cuotas y los precios del crudo. Resulta difícil de creer que estas diferencias fueran reales; aparentemente, el motivo más decisivo fue simplemente la voluntad de apoderarse de la inmensa riqueza petrolífera de Kuwait. Durante el verano de 1990, sus amenazas fueron en aumento, hasta el 2 de agosto, cuando el ejército de Irak invadió Kuwait y en unas horas lo sometió.

Aquello provocó una considerable movilización de los estados de todo el mundo contra Irak en la ONU. Husein intentó jugar las cartas islámica y árabe, camuflando su ambición depredadora con el odio árabe hacia Israel. Las manifestaciones de apoyo que le brindaron por las calles de algunas ciudades de Oriente Próximo demostraron tener muy poco valor. Solo la OLP y Jordania lo defendieron oficialmente. Sin duda se quedó atónito cuando Arabia Saudí, Siria y Egipto se unieron en una sorprendente alianza en su contra. Igual de sorprendente debió de resultar para él la aquiescencia de la URSS ante los acontecimientos que siguieron. Y lo más asombroso de todo fue que el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas aprobara —por abrumadora mayoría— una serie de resoluciones condenando las acciones de Irak y, finalmente, autorizando el uso de la fuerza en su contra para conseguir la liberación de Kuwait.

Bajo la dirección de Estados Unidos, una fuerza armada enorme se concentró en Arabia Saudí. El 16 de enero de 1991 entró en acción. En un mes Irak se rindió y se retiró, tras sufrir unas pérdidas considerables (las bajas aliadas fueron insignificantes). No obstante, aquella humillación sin duda no amenazaba la supervivencia de Husein. Una vez más, el punto de inflexión en Oriente Próximo que tantos esperaban no había llegado; la guerra desanimó tanto a los revolucionarios árabes como a los potenciales pacificadores occidentales. La gran perdedora fue la OLP, e Israel fue el gran vencedor; resultaba inconcebible que los países árabes pudieran infligirle una derrota militar en un futuro próximo. Y sin embargo, tras una nueva edición de la guerra de sucesión otomana, el problema israelí seguía ahí. Antes incluso de que se hiciera palpable la crisis kuwaití, Siria e Irán ya habían empezado a mostrar señales de que, por diferentes motivos, querían una solución negociada al conflicto, pero encontrarla era otro asunto; en cualquier caso, era evidente que para Estados Unidos aquello era más que nunca un tema prioritario.

Quizá fuera un avance el hecho de que el alarmante espectro del movimiento radical y fundamentalista panislámico se hubiera disipado durante un tiempo. En la práctica, la unidad árabe había demostrado una vez más que no era sino un espejismo. Pese a todo el descontento, el malestar y la inquietud que sintieran muchos musulmanes hacia Occidente, prácticamente no había ningún indicio de que su resentimiento pudiera articularse en una respuesta efectiva, y menos aún de que pudieran vivir sin los medios sutilmente corrosivos que ofrecía Occidente para alcanzar la modernización. Casi por casualidad, la crisis del golfo Pérsico puso de manifiesto que el arma del petróleo había perdido en gran medida su capacidad de afectar al mundo desarrollado, ya que, pese a los temores, no se produjo una nueva crisis del petróleo. Con este panorama de fondo, en 1991 la diplomacia estadounidense consiguió convencer por fin a árabes e israelíes para que tomaran parte en una reunión sobre Oriente Próximo.

DISTENSIÓN

Mientras tanto, en otros escenarios se habían producido grandes transformaciones, que también influyeron en la situación de Oriente Próximo. Sin embargo, solo era así porque afectaron a la actuación de Estados Unidos y la URSS en la región. En 1979-1980, se había usado deliberadamente la campaña presidencial estadounidense para explotar el miedo de la opinión pública a la Unión Soviética. No es de extrañar que aquello despertara una vez más la animadversión a escala oficial; los conservadores líderes de la Unión Soviética se mostraron de nuevo escépticos ante la evolución de la política estadounidense. Parecía que los prometedores pasos hacia el desarme iban a quedar aparcados (o algo peor). El gobierno estadounidense se mostró más pragmático en los asuntos internacionales al tiempo que, por el lado soviético, el cambio interno estaba por abrir el camino a una mayor flexibilidad.

Un punto de inflexión fue la muerte, en noviembre de 1982, de Leonid Breznev, sucesor de Jruschov y secretario general del PCUS durante dieciocho años. Su inmediato sucesor (hasta entonces director del KGB) murió enseguida, y a este le siguió un septuagenario que murió aún más rápidamente y que dio paso al miembro más joven del Politburó, que asumió el cargo de secretario general en 1985. Era Mijail Gorbachov y tenía cincuenta y cuatro años. Prácticamente toda su experiencia política procedía de la era postestaliniana. El impacto que tendría en la historia de su país y del mundo sería extraordinario.

No está claro qué combinación de fuerzas fue la que llevó a Gorbachov a la sucesión. Es de suponer que el KGB no se opuso a su ascenso, y que sus primeros actos y discursos fueron ortodoxos (aunque el año anterior ya había asombrado a la primera ministra británica, al darle la impresión de alguien con quien se podía hacer negocios). Pero muy pronto adoptó un tono político diferente. La palabra comunismo se oía menos en sus discursos y socialismo se reinterpretaba excluyendo el igualitarismo (aunque de vez en cuando recordaba a sus colegas que él era comunista). Desde el extranjero muchos interpretaron su trayectoria como una liberalización, término inadecuado que se usó en Occidente para resumir dos conceptos rusos que él usaba mucho: glasnost («apertura») y perestroika («restructuración»). Las implicaciones de esta nueva época fueron profundas y espectaculares, y Gorbachov se pasó el resto de la década bregando con ellas.

Es impensable que Gorbachov imaginara lo que acabaría ocurriendo cuando empezó. Sin duda veía que, sin un cambio radical, la economía soviética no podría proporcionar a la URSS su antiguo poder militar, mantener sus compromisos con sus aliados, mejorar (aunque fuera de forma lenta y modesta) la calidad de vida de sus ciudadanos y asegurar un avance tecnológico autónomo y continuo. Al mismo tiempo, daba la impresión de que Gorbachov intentaba evitar el colapso del comunismo abriéndolo a su propia visión del leninismo, en particular convirtiéndolo en un sistema más pluralista y buscando la implicación de los intelectuales en la vida política. Parece que ni él mismo pudo prever las posibles implicaciones de un cambio de trayectoria como aquel. Básicamente, suponía admitir que el experimento llevado a cabo durante setenta años para intentar alcanzar la modernización a través del socialismo había fracasado. No se habían alcanzado ni la libertad ni el bienestar material, y por entonces el precio se había vuelto insoportable.

Ronald Reagan sacó enseguida provecho de la llegada al poder de Gorbachov. En sus reuniones resultó evidente que la política soviética mostraba un nuevo tono. Se reanudaron las negociaciones sobre la reducción de armas y se alcanzaron acuerdos sobre otros asuntos (facilitados en su momento por la decisión del gobierno soviético de retirar sus tropas de Afganistán en 1989). En cuanto a la política interna de Estados Unidos, el enorme y aún creciente déficit presupuestario y el desfallecimiento de la economía pasaron prácticamente desapercibidos ante la euforia generada por la aparente transformación del panorama internacional. La alarma y el miedo que provocaba el «imperio del mal» —como lo había calificado el propio Reagan— de la Unión Soviética empezaron a disiparse ligeramente.

El optimismo y la confianza aumentaron a medida que la URSS mostraba indicios de una creciente división interna y de tener dificultades con sus reformas, mientras a los estadounidenses su gobierno les hacía promesas maravillosas sobre nuevas medidas defensivas en el espacio. Aunque miles de científicos afirmaron que el proyecto era poco realista, el gobierno soviético no iba a poder afrontar los costes necesarios para competir con eso. A los norteamericanos también les animó el que, en 1986, partieran de Inglaterra unos bombarderos estadounidenses en una misión de castigo contra Libia, cuyo desequilibrado soberano había dado apoyo a terroristas antiamericanos. (Resulta significativo que la Unión Soviética expresara una preocupación menor al respecto que muchos gobiernos de Europa occidental.) Lo que no se le dio tan bien al presidente Reagan fue convencer a muchos de sus ciudadanos de que las entusiastas declaraciones sobre los intereses de Estados Unidos en América Central les beneficiaran realmente. Pero mantuvo unos índices de popularidad notables; hasta que dejó el cargo, no trascendió que bajo su mandato la diferencia entre ricos y pobres en Estados Unidos se había acentuado aún más.

En 1987 se recogieron los frutos de la negociación sobre el control armamentístico en un acuerdo sobre los misiles nucleares de medio alcance. A pesar de los muchos enfrentamientos y de la erosión provocada por la emergencia de nuevos focos de poder, el equilibrio nuclear se había mantenido lo suficiente como para que las superpotencias pudieran declarar las primeras treguas. Ellos, por lo menos —a diferencia de los otros países que querían poseer armas nucleares—, reconocían que, de producirse una guerra nuclear, supondría prácticamente la extinción de la humanidad, y empezaban a hacer algo al respecto. En 1991 se alcanzarían nuevos y espectaculares logros, cuando Estados Unidos y la URSS acordaron importantes reducciones de sus arsenales.

LA ESCENA CAMBIA

Este enorme cambio en las relaciones internacionales no podía dejar de tener consecuencias en otros países. Es necesario separarlas para poder explicarlas, pero unas cosas no habrían podido ocurrir sin las otras. A finales de 1980 no había motivos para creer que los pueblos de Europa del Este y de la Unión Soviética fueran a protagonizar unos cambios sin parangón desde 1940. Lo que sí estaba claro es que los países comunistas de Europa tenían cada vez más dificultades para mantener incluso los modestos índices de crecimiento que habían alcanzado. La comparación con las economías de mercado del mundo no comunista los dejaba en una situación cada vez más desfavorable, aunque aquello no parecía suponer ningún desafío a los veredictos de 1953, 1956 y 1968, o al poder soviético en Europa del Este. El caparazón protector que aportaba el Pacto de Varsovia seguía pareciendo suficiente para contener el cambio social y político que había ido cristalizando a lo largo de más de treinta años (o más, si contamos los grandes cambios no deseados que provocaron la Segunda Guerra Mundial y sus consecuencias).

A primera vista, la Europa comunista presentaba una sorprendente uniformidad. En todos los países, el Partido Comunista era el órgano supremo; los más ambiciosos construían su vida a su alrededor, tal como en siglos anteriores habían hecho otros arrimándose a la corte, a los señores o a la Iglesia. En cada uno de estos países (y sobre todo en la propia URSS), había también un pasado del que no se podía hablar ni hacer valoraciones, que no podía llorarse ni echarse de menos, pero que planeaba sobre la vida intelectual y el debate político —el poco que pudiera haber— corrompiéndolos. En las economías de los países del este de Europa, la inversión en la industria pesada y en bienes de equipo había dado lugar a un gran crecimiento a corto plazo (más enérgico en unos países que en otros) y más tarde a un sistema internacional de acuerdos comerciales con otros países comunistas, dominados todos por la URSS y encorsetados por la tendencia hacia una planificación centralizada. También había dado pie a tremendos problemas medioambientales y de salud pública, ocultados en nombre de la seguridad nacional. Cada vez resultaba más obvia la avidez despertada por bienes de consumo que no se podían conseguir; las comodidades que se daban por aseguradas en Europa occidental seguían siendo lujos en los países del Este de Europa, al no contar con las ventajas de la especialización económica internacional. La propiedad privada de tierras se había reducido mucho hacia mediados de la década de 1950, y en su lugar solía haber una combinación de cooperativas y granjas estatales, aunque este panorama general, uniforme en su mayoría, presentaba diferentes patrones, tal como se vería más adelante. En Polonia, por ejemplo, aproximadamente un 80 por ciento del terreno agrícola acabaría volviendo a la explotación privada, incluso bajo el gobierno comunista. No obstante, el rendimiento seguía siendo bajo; en la mayoría de los países del este de Europa, la producción agrícola ascendía solo a entre la mitad y tres cuartas partes de la registrada en la Comunidad Europea. En la década de 1980, todos presentaban problemas económicos de diferente grado, con la excepción quizá de la RDA. E incluso en este país, el PIB era de solo 9.300 dólares al año en 1988, frente a los 19.500 dólares de la República Federal. Además, aquel no era el único problema: las inversiones en infraestructuras iban en descenso, y también su participación en el mercado internacional; las deudas en divisas se iban acumulando. Solo en Polonia, los salarios cayeron un 20 por ciento durante la década de 1980.

Lo que dio en llamarse la «doctrina Breznev» (tras un discurso pronunciado por este en Varsovia en 1968) afirmaba que los desarrollos en los países del bloque oriental podrían precisar —tal como ocurrió en Checoslovaquia aquel mismo año— de la intervención directa soviética para salvaguardar los intereses de la URSS y de sus aliados frente a cualquier intento de llevar de nuevo las economías socialistas hacia el capitalismo. Sin embargo, Breznev también había mostrado su interés en buscar la distensión, y su doctrina reflejaba un evidente realismo sobre los peligros que podían suponer las disidencias en la Europa comunista para la estabilidad internacional. Estos peligros podían limitarse trazando líneas más claras. Desde entonces, los cambios internos en Europa occidental —que iba ganando prosperidad a ritmo constante y que iba dejando atrás el recuerdo de los primeros años de posguerra y la aparente posibilidad de subversión— fueron reduciendo los puntos de fricción entre el Este y el Oeste. En 1980, tras los enormes cambios acaecidos en España y Portugal, no quedaba una sola dictadura al oeste de la línea Trieste-Stettin y la democracia triunfaba en todas partes. Durante treinta años, los únicos alzamientos de los trabajadores de la industria contra sus políticos se produjeron en la República Democrática Alemana, Hungría, Polonia y Checoslovaquia, todos ellos países comunistas.

A partir de 1970, y más aún tras el acuerdo de Helsinki de 1975, al tiempo que en el bloque oriental crecía la conciencia sobre los contrastes con Europa occidental, aparecieron grupos de disidentes que conseguían mantenerse e incluso reforzar sus posiciones a pesar de la dura represión. También gradualmente, algunos altos cargos o especialistas en economía, e incluso algunos miembros del partido, empezaron a mostrar indicios de escepticismo sobre la eficiencia de la planificación centralizada, y aumentó el debate sobre las ventajas de recurrir a los mecanismos de mercado. La clave del cambio fundamental, no obstante, era otra. No había motivo para creer que ello fuera posible en ninguno de los países del Pacto de Varsovia si la doctrina Breznev aguantaba, contando con el apoyo del ejército soviético.

El primer indicio claro de que cabía la posibilidad de que las cosas no fueran siempre así llegó a principios de la década de 1980, en Polonia. La nación polaca había conservado en un grado notable la tendencia a seguir más a su clero que a sus gobernantes. La Iglesia católica mantenía su influencia sobre los corazones y las mentes de la mayoría de los polacos como encarnación de la nación, y a menudo hablaba por boca de sus ciudadanos (con mayor convicción aún desde el nombramiento de un Papa polaco). Lo hizo a favor de los obreros que protestaron en la década de 1970 contra la política económica, condenando el maltrato de que eran objeto. Eso, junto con el empeoramiento de las condiciones económicas, configuró el escenario de 1980, año de crisis en Polonia. Una serie de huelgas desembocaron en una épica lucha en los astilleros de Gdansk. En ellos nació una nueva y espontánea federación de sindicatos, Solidaridad, que incorporó exigencias políticas a los objetivos económicos de los huelguistas, entre ellos el de tener sindicatos libres e independientes. El líder de Solidaridad, Lech Walesa, era un sorprendente dirigente de un sindicato de electricistas que había sido encarcelado en repetidas ocasiones, católico devoto y muy en contacto con la jerarquía eclesiástica polaca. Las puertas del astillero se decoraron con una imagen del Papa y los huelguistas asistían a misas al aire libre.

Al extenderse las huelgas, la sorprendida comunidad internacional fue testigo de la debilidad de un gobierno polaco que muy pronto empezaría a hacer concesiones históricas, la más crucial de ellas el reconocimiento de Solidaridad como sindicato independiente y autónomo. Simbólicamente, también se autorizó emitir la misa católica los domingos por televisión. No obstante, la agitación no cesó, y con la llegada del invierno el ambiente de crisis se agudizó. Se oían amenazas de una posible intervención por parte de países vecinos; se decía que en la RDA y en la frontera rusa había cuarenta divisiones soviéticas preparadas. Pero la sangre no llegó al río; el ejército soviético no se movió ni recibió la orden de hacerlo por parte de Breznev, ni tampoco de sus sucesores en los turbulentos años que siguieron. Tendrían que llegar los primeros indicios de cambio en Moscú para que arrancara el proceso que cambiaría Europa del Este durante los diez años siguientes.

En 1981, la tensión siguió en aumento y la situación económica empeoró, pero Walesa se esforzó por evitar las provocaciones. El comandante ruso de las fuerzas del Pacto de Varsovia fue a la capital polaca en cinco ocasiones. En la última, los radicales escaparon al control de Walesa y llamaron a la huelga general si el gobierno se arrogaba poderes extraordinarios. El 13 de diciembre se impuso la ley marcial, que trajo consigo una feroz represión y posiblemente cientos de muertes. Pero la acción militar polaca también hizo innecesaria la invasión rusa. Solidaridad pasó a la clandestinidad y empezaron siete años de lucha en los que se hizo cada vez más evidente que el gobierno militar no podía evitar un deterioro económico mayor aún ni recurrir al apoyo de la Polonia «real», la sociedad alienada del comunismo. Estaba teniendo lugar una revolución moral. Tal como lo definió un observador occidental, los polacos empezaron a comportarse «como si vivieran en un país libre»; organizaciones y publicaciones clandestinas, huelgas y manifestaciones, y una continua condena de la Iglesia al régimen, alimentaban lo que en ocasiones podía llegar a definirse como una situación de guerra civil.

Aunque tras unos meses el gobierno retiró la ley marcial, siguió desplegando un variado repertorio de medidas de represión, tanto visibles como ocultas. Mientras tanto la economía seguía cayendo, y los países occidentales no ofrecían ninguna ayuda y pocas simpatías. Sin embargo, a partir de 1985 los cambios en Moscú empezaron a producir sus efectos. El clímax se produjo en 1989, el mejor año para Polonia desde 1945, al igual que para otros países, gracias a su ejemplo. Se inició con la aceptación por parte del régimen de que en el proceso político participaran otros partidos políticos y organizaciones, entre ellas Solidaridad. Como primer paso hacia el pluralismo político real, en junio se celebraron por primera vez unas elecciones con algunos escaños de elección libre. Solidaridad se los llevó todos. Muy pronto, el nuevo Parlamento denunció el acuerdo germano-soviético de 1939, condenó la invasión de Checoslovaquia en 1968 e inició investigaciones sobre los asesinatos políticos cometidos desde 1981.

En agosto de 1989, Walesa anunció que Solidaridad daría apoyo a un gobierno de coalición; Gorbachov les dijo a los comunistas acérrimos que lo aceptaran (algunas unidades militares soviéticas ya habían salido del país). En septiembre, accedió al gobierno de Polonia una coalición dominada por Solidaridad y liderada por un primer ministro no comunista por primera vez desde 1945. Occidente prometió enseguida ayuda económica. En las Navidades de 1989, la República Popular de Polonia ya era historia y, de nuevo —por segunda vez en el siglo— la República de Polonia había resucitado de entre los muertos. Y, lo que es más importante, Polonia encabezaría la marcha de Europa del Este hacia la libertad. En otros países comunistas enseguida comprendieron la importancia de aquellos sucesos, y la alarma se extendió entre sus líderes. En diferentes grados, toda Europa del Este se había visto expuesta a un nuevo factor: un flujo creciente de información sobre los países no comunistas, sobre todo por parte de la televisión occidental (que se recibía con especial facilidad en la RDA). La mayor libertad de movimientos y el acceso a los libros y a los periódicos extranjeros habían potenciado imperceptiblemente el proceso de crítica, no solo en Polonia. A pesar de algunos intentos absurdos de seguir controlando la información (en Rumanía aún se exigía que las máquinas de escribir fueran inscritas en un registro oficial), se estaba produciendo un cambio en la conciencia colectiva.

Aquello también tuvo su efecto en Moscú. Gorbachov había llegado al poder durante las primeras fases de este proceso. Cinco años más tarde, estaba claro que su ascenso al cargo había desatado un cambio institucional revolucionario también en la Unión Soviética, primero al quitarle poder al partido y luego al propiciar que las fuerzas de oposición emergentes lo aprovecharan, sobre todo en las repúblicas de la URSS, que empezaron a pedir autonomía en mayor o menor medida. Poco después, empezó a dar la impresión de que podría estar socavando su propia autoridad. Paradójicamente, la situación económica era cada vez peor, y aquello era motivo de alarma. Resultó evidente que la transición a la economía de mercado, fuera lenta o rápida, probablemente sería más dura de lo que muchos ciudadanos soviéticos —quizá la mayoría— preveían. En 1989 estaba claro que la economía soviética estaba fuera de control y en evidente caída. Como siempre en la historia rusa, la modernización se había impuesto desde el centro a la periferia, siguiendo las estructuras de autoridad. Pero aquello era precisamente algo que no podía confiarse que sucediera, en un primer momento debido a la resistencia de la nomenklatura y de la administración de la economía planificada, y posteriormente, a finales de la década, debido a la evidente y rápida pérdida de poder del centro.

Hacia 1990, gran parte de la información sobre el estado real de la Unión Soviética y sobre las actitudes de sus ciudadanos llegaba ya al resto del mundo. No solo se producían elocuentes manifestaciones populares, sino que la glasnost también había introducido en la Unión Soviética las primeras encuestas de opinión. Aquello permitió sacar enseguida unas primeras conclusiones: el descrédito del partido y de la nomenklatura era profundo, aunque en 1990 no había alcanzado los mismos niveles que en otros países del Pacto de Varsovia; más curiosamente aún, la Iglesia ortodoxa, durante tanto tiempo dócil y discreta, parecía haberse ganado más respeto y autoridad que otras instituciones del antiguo régimen marxista-leninista.

Aun así, estaba claro que el fracaso económico se cernía por todas partes como una nube sobre cualquier proceso liberalizador o político. En 1989, los ciudadanos soviéticos, así como los observadores internacionales, empezaron a hablar de la posibilidad de una guerra civil. La relajación del puño de hierro del pasado, junto con el colapso económico, habían creado la ocasión de poner de manifiesto el poder del sentimiento nacionalista y regional. Tras setenta años de esfuerzos por crear al «nuevo hombre soviético», la URSS aparecía de pronto como una serie de pueblos más diferentes que nunca entre sí. Algunas de sus quince repúblicas (sobre todo Letonia, Estonia y Lituania) se apresuraron a mostrar su insatisfacción, y encabezaron el cambio político. Azerbaiyán y la Armenia soviética planteaban problemas complicados, debido al malestar de los musulmanes de toda la Unión. Para empeorar aún más las cosas, había quien opinaba que existía el riesgo de que se produjera un golpe militar; se hablaba de algunos jefes militares descontentos por el fracaso soviético en Afganistán, del mismo modo que se veía en Estados Unidos a los militares que habían fracasado en Vietnam: como potenciales Napoleones.

Las señales de desintegración se multiplicaron, aunque Gorbachov consiguió mantenerse en el cargo y, de hecho, consiguió ampliar formalmente sus poderes. No obstante, eso tenía la desventaja de que también concentraba en sí mismo la responsabilidad del fracaso. La declaración del Parlamento lituano de que la anexión de 1939 era inválida provocó, tras unas complicadas negociaciones, que Letonia y Estonia también proclamaran su independencia, aunque en términos ligeramente diferentes. Gorbachov no intentó revocar la secesión en sí, pero consiguió un acuerdo con las repúblicas bálticas que garantizaba la continuidad de ciertos servicios prácticos a la URSS. Posteriormente, se demostraría que aquello marcó el inicio del fin para él. Tras un período de maniobras políticas cada vez más rápidas entre grupos reformistas y conservadores, en el que se alió primero con unos y luego, para recuperar el equilibrio, con los otros, en 1990 se vio abocado a unos compromisos que cada vez resultaban más inviables. La connivencia ante la acción represora de los soldados y del KGB en Vilnius y Riga a principios del Año Nuevo no frenó el proceso, ya que para entonces nueve repúblicas soviéticas ya habían declarado su soberanía o un grado considerable de independencia con respecto al gobierno de la Unión Soviética. En algunas se había declarado el carácter oficial de la lengua autóctona y en ciertos casos habían transferido las competencias de los ministerios y las agencias económicas soviéticas a órganos propios. La República Rusa —la más importante— inició la gestión de su propia economía de forma independiente a la de la URSS. La República de Ucrania propuso crear un ejército propio. En marzo, las elecciones volvieron a llevar a Gorbachov al camino de la reforma y a la búsqueda de un nuevo tratado para la Unión que le reservara algún papel central al Estado soviético. El mundo asistía desconcertado a aquel espectáculo.

El ejemplo polaco fue adquiriendo cada vez mayor prestigio en otros países, al ir dándose cuenta de que una URSS cada vez más dividida, incluso paralizada, no intervendría (quizá ni siquiera podría) para retener a sus súbditos en el aparato de los partidos comunistas de los otros países del Pacto de Varsovia. Aquello dio forma a los acontecimientos a partir de 1986. Hungría había avanzado hacia la liberalización económica casi tan rápidamente como Polonia, antes incluso de alcanzar un cambio político abierto, pero su contribución más importante a la disolución de la Europa comunista se produjo en agosto de 1989. En aquella época, los ciudadanos de la RDA tenían libre entrada en Hungría como turistas, aunque ya se sabía que su objetivo era presentarse en busca de asilo en las embajadas y los consulados de la República Federal Alemana. En septiembre, cuando las fronteras de Hungría se abrieron del todo —y las de Checoslovaquia poco después—, el flujo se convirtió en un aluvión. En tres días, 12.000 alemanes del Este abandonaron estos países en dirección a Occidente. Las autoridades soviéticas lo calificaron de «inhabitual». Para la RDA era el principio del fin. La víspera de una celebración cuidadosamente planificada y anunciada a bombo y platillo para festejar los cuarenta años de «éxito» como nación socialista, y durante una visita de Gorbachov (que, para consternación de los comunistas alemanes, parecía apremiar a los alemanes del Este a que aprovecharan la ocasión), la policía antidisturbios tuvo que enfrentarse a los manifestantes antigubernamentales en las calles de Berlín. El gobierno y el partido se deshicieron de su líder, pero aquello no bastó. El mes de noviembre se inició con enormes manifestaciones en muchas ciudades contra un régimen cuya corrupción resultaba cada vez más evidente; el 9 de noviembre llegó el mayor acto simbólico de todos, la caída del muro de Berlín. El Politburó de Alemania del Este se hundió y el muro acabó por ceder.

Los acontecimientos de la RDA, más que nunca, demostraron que, incluso en los países comunistas más avanzados, el régimen había hecho caso omiso durante años de la voluntad popular. En 1989 se había alcanzado el punto crítico. En toda Europa del Este quedó claro de pronto que los gobiernos comunistas no tenían legitimidad a los ojos de sus súbditos, que o bien se levantaban en contra, o bien miraban hacia otro lado y dejaban que cayeran por su propio peso. En todas partes, la consecuencia de esta sensación de alienación era la exigencia de elecciones libres, y los partidos de la oposición hacían campaña libremente. En Polonia se habían celebrado elecciones parcialmente libres, en las que aún había algunos escaños reservados a los defensores del régimen existente, y se preparaba una nueva constitución; en 1990, Lech Walesa se convirtió en presidente. Unos meses antes, Hungría había elegido un Parlamento del que surgió un gobierno no comunista. Los soldados soviéticos empezaron a retirarse del país. En junio de 1990, las elecciones checoslovacas dieron paso a un gobierno libre, y muy pronto se acordó que las fuerzas soviéticas evacuaran el país antes de mayo de 1991. En ninguna de estas elecciones consiguieron los comunistas más de un 16 por ciento de los votos. Las votaciones en Bulgaria resultaron menos decisivas; en este país ganaron las elecciones los miembros del partido comunista convertidos en reformistas, que se denominaron a sí mismos «socialistas».

En dos países los acontecimientos tomaron un rumbo diferente. Rumanía vivió una revolución violenta (que acabó con el asesinato del que había sido su dictador comunista) tras un alzamiento, en diciembre de 1989, que puso de manifiesto incertidumbres sobre el camino que había que seguir y unas divisiones internas que presagiaban mayores conflictos. En junio de 1990, un gobierno que algunos consideraban aún influido por los antiguos comunistas atacó a algunos de sus anteriores partidarios, ahora convertidos en críticos, y reprimió una protesta estudiantil con la ayuda de escuadras de vigilancia de mineros, causando algunas víctimas y granjeándose la desaprobación en el extranjero. La RDA era el otro país donde los acontecimientos siguieron una trayectoria particular. Tenía que ser un caso especial, porque la cuestión del cambio político estaba inevitablemente ligada a la cuestión de la reunificación alemana. La caída del muro puso de manifiesto no solo que no había ningún interés político en dar apoyo al comunismo, sino también que no había ninguna voluntad de apoyar a la RDA. Las elecciones generales de marzo de 1990 dieron la mayoría de los escaños (y el 48 por ciento de los votos) a una coalición dominada por el Partido Demócrata Cristiano, la formación que gobernaba en la República Federal de Alemania. Ya no quedaban dudas sobre la unión, solo había que decidir el procedimiento y el calendario.

En julio las dos Alemanias celebraron su unión monetaria, económica y social. En octubre se unieron políticamente, y los ex territorios de la RDA se convirtieron en provincias de la RFA. El cambio fue trascendental, pero no provocó ninguna voz de alarma, ni siquiera en Moscú, y la aquiescencia de Gorbachov fue el segundo gran servicio que le brindó a la nación alemana. Sin embargo, en la URSS debió de saltar la alarma. La nueva Alemania iba a ser la mayor potencia europea al oeste. El poder ruso estaba en decadencia como nunca antes desde 1918. La recompensa para Gorbachov fue un tratado con la nueva Alemania, que prometía ayuda en la modernización soviética. Puede que también se dijera, para tranquilizar a los que aún recordaban los años 1939-1945, que el nuevo Estado germano no era una mera recreación del antiguo Reich. A Alemania ya se la había despojado de los antiguos territorios del este (de hecho, había renunciado formalmente a ellos) y no estaba dominada por Prusia, como durante el imperio de Bismarck o la República de Weimar. Lo más tranquilizador de todo (y especialmente para los europeos occidentales más recelosos) era que la RFA era un Estado federal y constitucional con una estabilidad económica aparentemente inalterable, una experiencia de casi cuarenta años de política democrática, e integrado en las estructuras de la CE y la OTAN. Los europeos occidentales con mayor memoria histórica tenían que concederle el beneficio de la duda, por lo menos de momento.

EL FINAL DEL MUNDO DE LA GUERRA FRÍA

A finales de 1990, la situación de lo que en otro tiempo parecía un bloque monolítico de estados del este de Europa ya desafiaba la generalización o las descripciones simplistas. Mientras algunos países antes comunistas (Checoslovaquia, Polonia y Hungría) ya solicitaban el ingreso en la CE o se preparaban para ello (Bulgaria), los observadores especulaban sobre una unidad europea potencialmente más amplia que nunca. Más cautos se mostraban los que señalaban la virulenta emergencia de nuevas divisiones nacionales o regionales (o la reemergencia de otras más antiguas). Por toda Europa del Este planeaba la amenaza del fracaso económico y de las turbulencias que pudiera traer consigo. Quizá estuviera alcanzándose la liberación, pero para unos pueblos y sociedades con niveles muy diferentes de sofisticación y desarrollo, y con orígenes históricos muy diferentes. No era conveniente hacer predicciones, y lo poco que lo era quedó claro en 1991. Aquel año, las perspectivas más optimistas sobre el cambio pacífico sufrieron un duro revés cuando dos repúblicas que formaban parte de Yugoslavia anunciaron su decisión de separarse del Estado federal.

Ya desde 1929, el «Reino de los Serbios, Croatas y Eslovenos», que había sucedido a Serbia y Montenegro en 1918, había adoptado el nombre de «Yugoslavia» en un intento por borrar las antiguas divisiones, a lo que se le sumó una dictadura real. Pero, en esencia, el nuevo reino siempre fue considerado por demasiados de sus súbditos, serbios o no, la manifestación de un antiguo sueño histórico: el de la «Gran Serbia». Cuando su segundo rey, Alejandro, fue asesinado en Francia en 1934, lo hizo un macedonio ayudado por croatas, con el apoyo de los gobiernos húngaro e italiano. La enconada división de las diferentes regiones del país había provocado que incluso fuerzas del exterior se inmiscuyeran en sus asuntos, y los políticos locales buscaban apoyos en el extranjero; Croacia declararía posteriormente su independencia, coincidiendo con la llegada de las tropas alemanas en 1941.

Aparte de su diversidad demográfica y regional (el censo yugoslavo de 1931 distinguía entre serbocroatas, eslovenos, germanos, magiares, rumanos, valacos, albaneses, turcos, «otros eslavos», judíos, gitanos e italianos), Yugoslavia también mostraba grandes disparidades en cuanto a costumbres, riqueza y desarrollo económico. En algunas partes, en 1950 apenas se había dejado atrás la Edad Media, mientras que otras zonas eran modernas, urbanizadas y estaban considerablemente industrializadas. En general, las economías principalmente agrícolas estaban empobrecidas y presentaban una población en rápido crecimiento. Sin embargo, la política yugoslava entre ambas guerras mundiales se había traducido principalmente en un antagonismo entre serbios y croatas, y a partir de 1941 aquello se vio potenciado por las atrocidades de la guerra y la lucha en una guerra civil a tres bandas entre los croatas, los comunistas (principalmente serbios dirigidos por Tito, que era croata) y los monárquicos serbios. El enfrentamiento empezó con una campaña de terror y limpieza étnica lanzada contra los dos millones de serbios de la nueva Croacia (que incluía Bosnia y Herzegovina), y acabó con la victoria comunista en 1945 y la eficaz política de contención de las nacionalidades ejercida por Tito y su dictadura de estructura federal; aquello parecía resolver los antiguos problemas bosnio y macedonio, y debía proteger frente a las ambiciones territoriales de otros países. No obstante, cuarenta y cinco años más tarde y diez años después de la muerte de Tito, los antiguos problemas volvieron a reaparecer con toda su fuerza.

En 1990, los intentos del gobierno federal de Yugoslavia por enfrentarse a sus problemas económicos se vieron acompañados de una fragmentación política acelerada. La autodeterminación democrática borró por fin de un plumazo los logros de Tito, y yugoslavos de diferentes nacionalidades empezaron a buscar modos de llenar el vacío político dejado al caer el comunismo. Se formaron partidos que representaban los intereses serbios, croatas, macedonios y eslovenos, así como uno a favor del concepto yugoslavo y de la federación. Muy pronto, los gobiernos de cada república, salvo el de Macedonia, quedaron en manos de mayorías electas, y en el interior de cada república ya se dejaban oír incluso los nuevos partidos nacionalistas minoritarios. Los serbios de Croacia declararon su propia autonomía y hubo un baño de sangre en la provincia serbia de Kosovo, donde un 80 por ciento de la población era albanesa. La proclamación de una república independiente en Kosovo suponía una gran afrenta simbólica para los serbios (así como motivo de preocupación para los gobiernos griego y búlgaro, cuyos predecesores mantenían sus ambiciones sobre Macedonia desde los días de las guerras de los Balcanes). En agosto ya se habían producido esporádicos combates aéreos y terrestres entre serbios y croatas. Los precedentes en cuanto a intervención extranjera no parecían muy prometedores —aunque los diferentes países de la CE tenían diferentes visiones al respecto—, y las perspectivas se hicieron aún menos halagüeñas en julio, cuando la URSS advirtió sobre el peligro de extender el conflicto local al ámbito internacional. Hacia finales del año, Macedonia, Bosnia-Herzegovina y Eslovenia habían seguido los pasos de Croacia y se habían declarado independientes.

La advertencia soviética fue la última gestión diplomática del régimen, pero muy pronto se vio eclipsada por un acontecimiento mucho más trascendental. El 19 de agosto, se registró un intento —aún misterioso— de apartar del poder a Mijail Gorbachov mediante un golpe de Estado. Fracasó, y tres días más tarde Gorbachov volvía a estar a la cabeza del gobierno. Aun así, su posición se había modificado; los continuos cambios de bando en busca de compromisos habían hecho mella en su credibilidad. Se había aferrado demasiado tiempo al partido y a la URSS; a los ojos de muchos, la política soviética había dado un gran paso adelante hacia la desintegración. Las circunstancias del golpe habían dado una oportunidad —que aprovecharía— a Boris Yeltsin, el líder de la República Rusa, la mayor de la Unión Soviética. El ejército, la única amenaza que podían temer sus partidarios, no se movilizó en su contra. Se situó a la vez como el hombre fuerte del panorama soviético, sin cuya participación nada podía ocurrir, y como posible portaestandarte de un nacionalismo ruso que podría suponer una amenaza para otras repúblicas. Mientras los observadores internacionales no sabían aún qué pensar, la purgación de los que habían apoyado o mostrado su conformidad ante el golpe de Estado derivó en una decidida operación de sustitución de los funcionarios de la URSS a todos los niveles, una redefinición del papel del KGB y una redistribución del poder entre la Unión y las repúblicas. El cambio más sorprendente de todos fue la eliminación del Partido Comunista de la Unión Soviética, que tuvo lugar casi de inmediato. Prácticamente sin derramamiento de sangre, por lo menos al principio, la enorme creación que había ido tomando forma a partir del golpe de Estado bolchevique de 1917 llegaba a su fin. Al principio parecía que había motivos para felicitarse por ello, aunque no estaba claro que el futuro deparara solo cosas buenas.

Las cosas no estaban más claras hacia el final del año. Con la decisión de avanzar hacia el abandono del control de los precios en la República Rusa, parecía probable que millones de rusos tuvieran que enfrentarse muy pronto no solo a la inflación —de una magnitud nunca vista desde los primeros días del sistema soviético—, sino también quizá a una hambruna. En otra república, Georgia, ya habían surgido enfrentamientos armados entre los partidarios del presidente elegido tras las primeras elecciones libres y una oposición descontenta. Sin embargo, todos estos acontecimientos quedaban eclipsados por la desaparición de la gigantesca superpotencia que había emergido de los sangrientos experimentos de la Revolución bolchevique. Durante casi setenta años y casi hasta el final, fue la esperanza de los revolucionarios de todo el mundo y la fuente de una fuerza militar que había ganado las mayores campañas por tierra de la historia. A comienzos de la década de 1990 se disolvió de pronto, inevitablemente, dividiéndose en una serie de estados. El último de los grandes imperios multinacionales europeos desaparecía cuando los líderes ruso, ucraniano y bielorruso se reunieron en Minsk el 8 de diciembre y anunciaron el final de la Unión Soviética y la creación de una nueva Comunidad de Estados Independientes. El 21 de diciembre de 1991, representantes de once de las ex repúblicas celebraron una breve reunión en Alma-Ata para confirmarlo. Acordaron que el fin formal de la Unión Soviética sería el último día del año. Casi inmediatamente, Gorbachov dimitió.

Fue el clímax de uno de los cambios más asombrosos e importantes de la historia moderna. Nadie estaba seguro de lo que depararía el futuro, salvo que sería un período de riesgos, dificultades y, para muchos ciudadanos ex soviéticos, de miseria. En otros países, los políticos raramente sentían la tentación de expresar algo que no fuera cautela sobre el giro que habían dado los acontecimientos. El futuro era demasiado incierto. En cuanto a los antiguos amigos de la URSS, se mantenían en silencio. Algunos habían lamentado la evolución de los acontecimientos en los meses anteriores, hasta el punto de expresar su aprobación o su apoyo al golpe fallido de agosto. Libia y la OLP lo hicieron porque el regreso a cualquier cosa que se pareciera a la recuperación de los bandos de la guerra fría habría renovado sus esperanzas de que aumentara su capacidad de maniobra internacional, mermada en primer lugar por la distensión entre Estados Unidos y la URSS, y posteriormente por la progresiva pérdida de poder de esta última.

CHINA

Los acontecimientos en la URSS debieron de seguirse con especial interés en China. Sus gobernantes tenían sus propios motivos para sentirse intranquilos por la dirección que parecían tomar los eventos al otro lado de su mayor frontera por tierra tras la caída del comunismo. Con la desaparición de la Unión Soviética, eran los líderes del único imperio multinacional aún intacto. Es más, China llevaba desde 1978 inmersa en un proceso continuo de cautelosa y controlada modernización.

Deng Xiaoping sería considerado la mayor influencia en este proceso, pero compartía la dirección con todo su equipo. Se centró el interés en la empresa local y comunitaria y en la obtención de rendimiento, y empezaron a fomentarse los vínculos comerciales con países no comunistas. Aunque la nueva trayectoria se definió usando un lenguaje marxista políticamente correcto, aparentemente el resultado iba a ser (por lo menos a los ojos de los comunistas de toda la vida) una sustancial liberalización de la economía, aunque no flojeara en absoluto la voluntad del régimen de conservar el poder. Los gobernantes chinos mantenían un control férreo y no pensaban perderlo. A su favor tenían el que se mantuvieran las antiguas disciplinas sociales chinas, el alivio que sentían millones de ciudadanos que veían que la Revolución cultural había quedado atrás, y la política (contraria a la del marxismo, tal como se expresó en Moscú hasta 1980) de que las recompensas económicas debían fluir por el sistema hasta llegar al campesino. Se registró un gran cambio de poder, apartándolo de las comunas rurales, que en muchos lugares prácticamente dejaron de tener relevancia, y hacia 1985 la granja familiar volvió a imponerse en gran parte del país como forma dominante de producción rural.

Surgieron voces críticas que aducían que China reemprendía la «vía capitalista», pero el gobierno aplacó a los más escépticos con discursos sobre un «socialismo con características chinas» y con un prudente pragmatismo que defendía los intereses locales y las diferencias regionales. De las «comunas» y las «brigadas» del Gran Salto Adelante emergieron industrias y empresas rurales. A mediados de la década de 1980, la mitad de los beneficios de las zonas rurales procedía del empleo en industrias.

En algunas regiones se crearon zonas económicas especiales, enclaves para el libre comercio con el mundo capitalista; la primera fue en Cantón, punto de contacto histórico entre China y Occidente. En 1986, China era el mayor productor mundial de carbón y el cuarto de acero. El PIB —según sus dirigentes— aumentó más de un 10 por ciento anual entre 1978 y 1986, la producción industrial en este período se duplicó y los ingresos per cápita de los campesinos casi se triplicaron (en 1988 se decía que la familia campesina media tenía aproximadamente ahorros por valor de las ganancias de seis meses). Comparando más a largo plazo, el valor de la balanza comercial per cápita se multiplicó aproximadamente por 25 entre 1950 y mediada la década de 1980. Psicológicamente, el éxito del régimen también se vio impulsado por los acuerdos de devolución de Hong Kong y Macao.

Sin embargo, esta nueva política también tenía su precio. Los crecientes mercados urbanos fomentaban el trabajo de los granjeros y les daban beneficios para que pudieran reinvertirlos, pero los habitantes de las ciudades empezaron a sentir los efectos del aumento de los precios. En el transcurso de la década aumentaron las dificultades internas. A finales de la misma, la deuda exterior se había disparado y la inflación aumentaba a un ritmo anual de un 30 por ciento aproximadamente. La evidente corrupción era motivo de protestas, y las divisiones en la cúpula dirigente (en parte tras la muerte y las enfermedades de algunos gerontócratas que dominaban el partido) eran muy conocidas. Los que creían en la necesidad de una reafirmación del control político empezaron a ganar terreno, y había indicios de que tenían cada vez más posibilidades de imponerse a Deng Xiaoping. Por su parte, los observadores occidentales —y quizá algunos chinos— se habían dejado llevar por la política de liberalización económica y tenían una visión poco realista y demasiado optimista sobre la posibilidad de una relajación política. Los emocionantes cambios en Europa del Este fomentaron aún más estas esperanzas. Pero la ilusión se desvaneció enseguida.

A principios de 1989, los habitantes de las ciudades chinas sentían a la vez la presión de una inflación rampante y del programa de austeridad impuesto para combatirla. Con este panorama, empezaron a extenderse las protestas estudiantiles. Animados por la presencia de defensores de la liberalización en el seno de la oligarquía del gobierno, exigieron al partido y al gobierno que abrieran una vía de diálogo con un sindicato estudiantil no oficial recién creado, para abordar la corrupción y las reformas. Los carteles y los mítines empezaron a reclamar una mayor «democracia». Entre los líderes del régimen sonó la alarma, ya que se negaban a reconocer al sindicato, que temían que pudiera ser el germen de una nueva Guardia Roja. Al acercarse el septuagésimo aniversario del Movimiento del 4 de Mayo, los activistas invocaron su recuerdo para darle a su campaña un intenso tono patriótico. No tuvieron gran repercusión en el campo, pero sí que se celebraron manifestaciones de apoyo en muchas ciudades; así pues, animados por la actitud del secretario general del PCCh, Zhao Ziyang, evidentemente benevolente, iniciaron una huelga de hambre masiva que se granjeó amplios apoyos y una gran simpatía popular en Pekín. Empezó poco antes de la llegada de Gorbachov a la capital; su visita oficial, en vez de reafirmar la posición de China en el plano internacional, solo sirvió para recordar a la gente lo que estaba pasando en la URSS como resultado de una política liberalizadora. Fue un arma de doble filo que dio alas a los que exigían reformas y a los temibles conservadores.

Para entonces, los miembros más veteranos del gobierno, entre ellos Deng Xiaoping, parecían muy alarmados. Los tumultos generalizados eran una posibilidad real; pensaban que China se enfrentaba a una crisis profunda. Algunos se temían una nueva Revolución cultural si las cosas se les escapaban de las manos. El 20 de mayo de 1989 se impuso la ley marcial. Por un momento pareció que un gobierno divido quizá no lograría imponer su voluntad, pero enseguida se confirmó la lealtad del ejército. La represión durante las dos semanas siguientes fue implacable. Los líderes estudiantiles habían trasladado el centro de la acción a un campamento montado en la plaza de Tiananmen de Pekín, donde cuarenta años antes Mao había proclamado la fundación de la República Popular, y se les habían unido otros disidentes. Desde una de las puertas de la antigua Ciudad Prohibida, un enorme retrato de Mao contemplaba el símbolo de los manifestantes, una figura en yeso de la «Diosa de la democracia» que recordaba deliberadamente a la estatua de la Libertad de Nueva York. El 2 de junio llegaron las primeras unidades militares a las afueras de Pekín, de camino a la plaza. Por el camino encontraron cierta resistencia, con armas y barricadas improvisadas. El 3 de junio, los manifestantes fueron atacados con fuego de fusiles y gases lacrimógenos, y su campamento quedó aplastado al paso de los tanques que barrieron la plaza. La matanza se prolongó varios días y se produjeron arrestos en masa (llegando quizá a los 10.000 detenidos). Gran parte de los acontecimientos se desarrollaron ante los ojos del mundo entero, gracias a la presencia de equipos de rodaje extranjeros que llevaban días mostrando al público extranjero la acampada de los manifestantes.

El rechazo internacional fue casi unánime. Sin embargo, como ha pasado tantas veces en China, resulta difícil saber qué es lo que ocurrió realmente. Evidentemente, los gobernantes chinos tuvieron la impresión de que se enfrentaban a una gran amenaza. También es probable que su gestión provocara críticas y protestas por parte de muchos de sus conciudadanos. Hubo tumultos —algunos graves— en más de ochenta ciudades, y el ejército se encontró con focos de resistencia en algunos barrios de clase obrera de Pekín. Sin embargo, las masas no salieron en defensa de los manifestantes; en muchos casos se mostraban hostiles a ellos. En los años que siguieron a Tiananmen hubo muchas muestras de desprecio por los derechos humanos en China, pero no se puede afirmar con certeza que China habría salido ganando si el partido hubiera dejado vía libre al movimiento estudiantil. En el conjunto de Asia, los fiascos bancarios de la década de 1990 truncaron más vidas que los disturbios de 1989 en China.

Aunque reinaba cierta confusión en el seno del partido y de la jerarquía gobernante, acto seguido se llevaron a cabo enérgicos intentos de imponer la ortodoxia política. Volvieron a oírse eslóganes neomarxistas. El partido volvió a imponer la disciplina. Durante un tiempo se contuvo la liberalización económica. Muy pronto quedó claro que China no iba a seguir los pasos de Europa del Este o la URSS. Pero ¿hacia dónde iba a ir? Quizá la conclusión más prudente es que volvía a moverse siguiendo su propio ritmo, estimulada por fuerzas muy suyas, por toda la retórica del régimen y, a la vez, por la de los manifestantes. Los jóvenes que hicieron frente a los tanques en la plaza de Tiananmen no solo erigieron una estatua como icono de libertad, sino que también demostraron que recurrían a otra fuente de inspiración no china al cantar «La Internacional». Eso es muestra a la vez de la complejidad —e incluso incoherencia— del movimiento de oposición y de su alienación de las principales influencias del país. Ya en 1987, una encuesta demostró que, incluso entre los chinos urbanitas, el defecto moral considerado más deplorable era el de la «desobediencia filial». No obstante, pese a que el país había emprendido una transformación equiparable a la del resto del mundo, los observadores internacionales y los futurólogos seguían sorprendidos por su aparente inmunidad total a las corrientes que fluyen fuera de sus fronteras. Uno de los papeles tradicionales de sus gobiernos siempre ha sido actuar como guardianes de los valores chinos. Si hubiera algún lugar del mundo donde la modernización pudiera no significar «occidentalización», sin duda sería China. Dos mil años de historia no se borran así como así.