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Certidumbres que se desmoronan

DIFICULTADES PARA LAS SUPERPOTENCIAS

En la década de 1970, seguía habiendo dos gigantes que dominaban el mundo desde 1945 y que aún lo consideraban su particular campo de batalla, dividido entre sus partidarios y sus enemigos. Sin embargo, los demás ya no los veían con los mismos ojos. Para algunos, Estados Unidos había perdido su antigua primacía sobre la Unión Soviética, o incluso cualquier clase de primacía. Era una percepción errónea, pero que compartía mucha gente, incluidos algunos estadounidenses. Los más temerosos de cualquier síntoma de inestabilidad se preguntaban qué pasaría si se producía otro enfrentamiento. Otros pensaban que esa crisis sería menos probable si se equilibraba mejor la balanza. Sin embargo, también había otros cambios relevantes pero difíciles de ponderar. Los dos bloques, hasta entonces más o menos disciplinados y rodeados de peces más pequeños susceptibles de ser engullidos por ellos, empezaban a dar muestras de cansancio. Aparecían nuevas disputas por encima de las antiguas divisiones ideológicas y, sobre todo, había indicios de una posible emergencia de aspirantes al papel de superpotencia. Hubo quien incluso empezó a hablar de una «época de distensión».

Una vez más, el principio del cambio hay que buscarlo algo más atrás en el tiempo, y no hay ninguna línea divisoria clara entre una época y otra. Es indudable, por ejemplo, que la muerte de Stalin debió de tener algún efecto, aunque no produjo ningún cambio inmediato claro en la política rusa, como no fuera el de hacer aún más difícil su interpretación. Al cabo de unos dos años y de varios sucesores, Nikita Jruschov emergió como la figura dominante del gobierno soviético, y en 1956 Molotov, antiguo esbirro de Stalin y veterano de la diplomacia de la guerra fría, abandonó su puesto de ministro de Asuntos Exteriores. Se produjo entonces el sensacional discurso de Jruschov durante una sesión secreta del XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética. En él denunció las fechorías del estalinismo y afirmó que la «coexistencia» sería a partir de entonces la meta de la política exterior rusa. La rápida difusión del discurso hizo tambalear el frente monolítico que hasta entonces había presentado el comunismo al mundo, y por primera vez le hizo perder el apoyo de muchos simpatizantes comunistas de los países occidentales a los que hasta entonces no parecían afectarles las realidades soviéticas... A no ser que aquellas revelaciones les permitieran expresar sin problemas de conciencia un desafecto que ya sentían.

Junto con los anuncios soviéticos de reducción de armamento, el discurso de Jruschov podría haber presagiado un cambio de ánimo en los asuntos internacionales si en 1956 el ambiente no se hubiera empezado a enrarecer tanto. La aventura de Suez dio pie a amenazas soviéticas contra Gran Bretaña y Francia, puesto que Moscú no estaba dispuesto a arriesgar su imagen entre los árabes si no acudía en apoyo de Egipto. Ese mismo año también fue testigo de más agitaciones antisoviéticas en Polonia y de una revolución en Hungría. La política soviética siempre había sido extremadamente sensible a cualquier indicio de desviación o de insatisfacción entre sus satélites. En 1948, los asesores soviéticos fueron retirados de Yugoslavia, país al que se expulsó del Kominform y cuyos tratados con la URSS y con otros países comunistas fueron abrogados; empezaron cinco años de ataques virulentos contra el «titoísmo». Ambos gobiernos no llegaron a un acuerdo hasta 1957, cuando la URSS cedió y reanudó simbólicamente su ayuda a Tito. La supervivencia de Yugoslavia como Estado socialista fuera del Pacto de Varsovia era nociva y embarazosa para Moscú, pero lo había vuelto aún más sensible al menor movimiento en el bando oriental. Al igual que los tumultos antisoviéticos de Berlín Oriental en 1953, los que se produjeron en Polonia en el verano de 1956 demostraron que el patriotismo, inflamado por el descontento económico, todavía podía poner en peligro al comunismo en lugares cercanos a su epicentro. Unas fuerzas similares también ayudan a explicar por qué los disturbios de Budapest de octubre de 1956 crecieron hasta convertirse en un movimiento nacional que llevó a la retirada de las tropas soviéticas de la ciudad, y a un nuevo gobierno húngaro que prometió elecciones libres y el final del régimen de partido único. Cuando el gobierno también anunció la retirada del Pacto de Varsovia, declaró la neutralidad de Hungría y solicitó a las Naciones Unidas que hicieran suya la cuestión húngara, el ejército soviético regresó sobre sus pasos. Miles de personas huyeron del país y la revolución húngara fue aplastada. La Asamblea General de la ONU condenó dos veces la intervención, ambas en vano.

El episodio endureció las actitudes en ambos bandos. La cúpula soviética pudo reflexionar otra vez sobre el poco aprecio que suscitaba entre los pueblos de Europa oriental, lo que la llevó a desconfiar aún más de los discursos occidentales sobre la «liberación» de dichos pueblos. Las naciones europeas occidentales, por su parte, volvieron a contemplar la auténtica cara del poder soviético y decidieron consolidar su creciente fuerza común.

LAS ÚLTIMAS CRISIS DE LA GUERRA FRÍA

En octubre de 1957, el Sputnik 1 inauguró la era de la carrera espacial entre las superpotencias y causó una gran conmoción entre los estadounidenses, que creían que la tecnología soviética iba por detrás de la suya. Mientras, la política exterior soviética de la era Jruschov siguió revelándose obstinada, sin espíritu de cooperación y a veces sorprendentemente confiada. Presintiendo el peligro de una Alemania Occidental rearmada, los dirigentes soviéticos querían reforzar a su satélite, la República Democrática Alemana. El éxito y la prosperidad tan evidentes de Berlín Occidental —rodeado por territorio de la RDA— resultaban embarazosos. Las fronteras internas de la ciudad entre los sectores este y oeste eran muy fáciles de cruzar, y el bienestar y la libertad atraían a un número cada vez mayor de alemanes orientales (sobre todo trabajadores cualificados) hacia la parte occidental. En 1958, la URSS revocó los pactos que habían regulado el funcionamiento de Berlín durante los últimos diez años, afirmando que el sector soviético de la ciudad sería entregado a la RDA si no se encontraban mejores acuerdos. Siguieron dos años de discusiones interminables. Conforme crecían las tensiones respecto a Berlín, aumentaba también la cifra de refugiados que pasaban al otro lado. De los 140.000 alemanes orientales que huyeron a Occidente en 1959, se pasó a 200.000 en 1960. En agosto de 1961, al ver que la cifra había alcanzado las 100.000 personas en los primeros seis meses del año, las autoridades de la RDA levantaron de pronto un muro (pronto reforzado con minas y alambradas) para separar el sector soviético de Berlín de los sectores occidentales. En aquel momento, las tensiones se dispararon, pero es posible que a largo plazo el muro de Berlín contribuyera a calmar la situación. Su lúgubre presencia (y las muertes esporádicas de los alemanes orientales que intentaban cruzarlo) fue durante un cuarto de siglo todo un regalo para la propaganda occidental de la guerra fría. Sin embargo, la RDA había conseguido detener la emigración. Jruschov fue abandonando discretamente otras demandas más radicales cuando quedó claro que Estados Unidos no estaba dispuesto a ceder respecto al estatus jurídico de Berlín, ni siquiera a riesgo de una guerra.

El patrón fue parecido al que se vio al año siguiente respecto al tema de Cuba, aunque en ese caso el riesgo era mucho mayor. Los aliados europeos de Estados Unidos no tenían en él un interés tan directo como respecto a un posible cambio en la situación alemana, ni los rusos parecían prestar gran atención a los intereses de Cuba. Además, en un enfrentamiento prácticamente «puro» entre las superpotencias, la Unión Soviética dio la imagen de haber sido obligada a ceder. Evitando acciones o palabras que pudieran ser peligrosamente provocadoras, y dejando abierta a su oponente una vía de retirada fácil al reducir sus exigencias al mínimo, Kennedy no hizo, sin embargo, ninguna concesión manifiesta, por más que al poco tiempo se produjo la discreta retirada de los misiles estadounidenses que había en Turquía. Por su parte, Jruschov tuvo que contentarse con el compromiso de que Estados Unidos no invadiría Cuba.

Es difícil no ver un gran punto de inflexión en este episodio. La Unión Soviética se había visto enfrentada a la perspectiva de una guerra nuclear como el precio final de la extensión geográfica de la guerra fría, y lo consideró inaceptable. El posterior establecimiento de una comunicación telefónica directa entre los mandatarios de ambos estados —el «teléfono rojo»— era un reconocimiento de que el riesgo de que se produjera un conflicto por algún malentendido hacía necesaria alguna conexión más íntima que los canales diplomáticos habituales. También se vio que, a pesar de lo que presumían los soviéticos, la primacía norteamericana en potencial armamentístico era mayor que nunca. La nueva arma protagonista en términos de conflicto directo entre ambas superpotencias era el misil intercontinental; a finales de 1962, los estadounidenses tenían en esta arma una superioridad de más de seis a uno con respecto a los rusos, que se pusieron a trabajar para reducir distancias. Pusieron los cohetes por delante del pan, y el consumidor soviético volvió a ser el pagano de la historia. Mientras, el enfrentamiento cubano había contribuido a que se alcanzara el primer acuerdo entre Gran Bretaña, Estados Unidos y la Unión Soviética sobre la reducción de pruebas de armamento nuclear en el espacio, en la atmósfera o bajo el mar. El desarme seguiría siendo un objetivo perseguido en vano durante muchos años, pero este fue el primer resultado positivo de unas negociaciones sobre armas nucleares.

En 1964, Jruschov fue destituido. Como jefe del gobierno y del partido desde 1958, se podría decir que su contribución personal a la historia soviética fue rectificar el rumbo del país. Eso incluyó una «desestalinización» cuidadosa, un gran fracaso en la agricultura y un cambio de énfasis en las fuerzas armadas (que recaería sobre las Fuerzas Estratégicas de Cohetes, su cuerpo de élite). Las iniciativas personales de Jruschov en política exterior (aparte de la desastrosa aventura cubana) podrían haber sido la principal causa de que lo destituyeran. Con todo, pese a haber sido apartado, con la connivencia del ejército, por colegas a los que había ofendido y alarmado, Jruschov no fue ni asesinado ni encarcelado, ni tan siquiera enviado a dirigir alguna central eléctrica en Mongolia. Era obvio que la Unión Soviética estaba civilizando sus técnicas de cambio político. El contraste con los viejos tiempos era espectacular.

Es cierto que la sociedad soviética se había relajado un poco tras la muerte de Stalin. El discurso del XX Congreso ya no se podía borrar, aunque uno de sus objetivos era desviar las críticas vertidas contra aquellos que habían participado (como el propio Jruschov) en los delitos de los que se acusaba a Stalin. (De manera simbólica, el cuerpo de Stalin había sido retirado del mausoleo de Lenin, el santuario nacional.) En los años que siguieron, se produjo lo que algunos llamaron un «deshielo». La libertad de expresión de los escritores y los artistas aumentó ligeramente, y el régimen se mostró durante un tiempo algo más preocupado de su imagen ante el mundo respecto a temas como el trato a los judíos. Los gestos, sin embargo, eran personales y esporádicos, y la liberalización dependía de quién lograba la atención de Jruschov. Lo único claro es que, tras la muerte de Stalin, sobre todo durante la época de influencia de Jruschov, el partido había resurgido como un factor mucho más independiente en la vida rusa. La naturaleza autoritaria del gobierno ruso, sin embargo, se mantenía inalterable... más o menos como era de esperar.

LA QUIMERA DE LA «CONVERGENCIA»

Ahora puede parecer extraño que, durante cierto tiempo, estuviera de moda decir que Estados Unidos y la Unión Soviética se parecían cada vez más, y que esto significara que la política soviética era cada vez menos amenazadora. Esta teoría de la «convergencia» dio un énfasis distorsionado a una realidad indiscutible: la Unión Soviética era una economía desarrollada. Por esa misma razón, en la década de 1960 aún había miembros de la izquierda europea que creían que el socialismo era un camino viable hacia la modernización. No obstante, a menudo se pasaba por alto el hecho de que la economía soviética también era ineficaz y estaba distorsionada.

Aunque hacía mucho tiempo que la URSS era una potencia industrial clara en la producción pesada, el pequeño consumidor del país seguía siendo pobre en comparación con su equivalente norteamericano, y lo habría sido aún mucho más de no ser por un costoso sistema de subsidios. La agricultura rusa, que en el pasado había alimentado a las ciudades de Europa central y había pagado la industrialización de la era zarista, era un fracaso constante, hasta el punto paradójico, de que la Unión Soviética tenía que comprar a menudo cereales norteamericanos. El programa oficial del Partido Comunista de la Unión Soviética de 1961 anunció que, para 1970, la URSS adelantaría a Estados Unidos en su volumen de producción industrial. No fue así, mientras que el anuncio de Kennedy de ese mismo año de que pondrían a un hombre en la Luna sí que se cumplió. El caso es que la Unión Soviética, en comparación con los países subdesarrollados, era indudablemente rica. A pesar de la clara disparidad entre ambos países como sociedades de consumidores, para los pobres, Estados Unidos y la URSS se parecían bastante. Por otra parte, muchos ciudadanos soviéticos se fijaban más en el contraste entre su país asolado y empobrecido de la década de 1940 y su situación en la de 1960 que en la comparación con Estados Unidos. Por otra parte, el contraste entre los dos sistemas tampoco tenía una única cara. Es probable que la inversión soviética en educación, por ejemplo, alcanzara niveles de alfabetización tan buenos como los estadounidenses, y a veces incluso mejores. De todas formas, esas comparaciones, que tienden a convertirse fácilmente en juicios cualitativos más que cuantitativos, no cambian el hecho básico de que el PIB per cápita de la Unión Soviética en la década de 1970 aún quedaba muy por detrás del de Estados Unidos. Si bien es cierto que en 1956 sus ciudadanos recibieron por fin pensiones de vejez (casi medio siglo después que los británicos), también tuvieron que sufrir la decadencia progresiva de sus servicios sanitarios con respecto a los disponibles en Occidente. Había que acabar con una larga herencia de atrasos y trastornos; los salarios reales de Rusia no se habían puesto a la altura de los de 1928 hasta 1952. La teoría de la «convergencia» siempre fue demasiado optimista y demasiado simplista.

Sin embargo, en la década de 1970, la URSS contaba con una base científica e industrial que, en escala y en sus mejores ejemplos, podía rivalizar perfectamente con la de Estados Unidos. Su máxima expresión, y motivo de enorme orgullo patrio para el ciudadano soviético, estaba en el espacio. En la década de 1980, había tantos cacharros en órbita que era difícil recuperar la sorpresa y el entusiasmo que habían despertado veinte años atrás los primeros satélites soviéticos. Pese a todos los éxitos estadounidenses que les siguieron, los logros espaciales de la URSS siguieron siendo de primera categoría. Las historias de la exploración espacial alimentaron la imaginación patriótica y recompensaron la paciencia mostrada en relación con otros aspectos de la vida cotidiana soviética. No es exagerado decir que, para algunos ciudadanos soviéticos, su tecnología espacial justificaba la revolución; la Unión Soviética comprobó con ella que era capaz de hacer casi todo lo que podía hacer otra nación, mucho de lo que solo podía hacer otra nación y quizá una o dos cosas que, durante un tiempo, ninguna otra nación podía hacer. La madre Rusia se había modernizado por fin.

Ahora bien, que esto significara que la URSS se estaba convirtiendo de alguna manera en un país satisfecho, con dirigentes más confiados, menos recelosos del mundo exterior y menos proclives a irrumpir en la escena internacional, ya es harina de otro costal. Las respuestas soviéticas al resurgimiento chino no apuntaban en este sentido, puesto que se hablaba de un ataque nuclear preventivo contra la frontera china. Además, en 1970 la sociedad soviética volvía a dar señales de tensiones internas. La disensión y la crítica, sobre todo contra las restricciones a la libertad intelectual, habían salido a la luz por primera vez en la década anterior, junto con síntomas de comportamiento antisocial como el vandalismo, la corrupción y el alcoholismo, aunque su potencial para un cambio significativo probablemente no era ni mayor ni menor que en otros países grandes. Había otros hechos menos obvios que a la larga se revelarían más importantes; en la década de 1970, por ejemplo, los rusohablantes pasaron a ser por primera vez minoría en la Unión Soviética. Mientras, seguía habiendo un régimen en el que los límites a la libertad y los privilegios básicos de la persona se definían en la práctica a través de un aparato respaldado por decisiones administrativas y encarcelamientos políticos. La diferencia entre la vida en la Unión Soviética y la vida en Estados Unidos (o en cualquier nación europea occidental) todavía podía verse en datos como el enorme gasto que la URSS destinaba a interferir emisiones radiofónicas extranjeras.

Por razones obvias, los cambios en Estados Unidos eran mucho más fáciles de observar que los ocurridos en la URSS, aunque no por ello fuera siempre más fácil distinguir los conceptos básicos. Es indudable que el país era una potencia cada vez más fuerte y que desempeñaba un papel muy importante en el mundo. A mediados de la década de 1950 estaba habitado por cerca de un 6 por ciento de la población mundial, pero ya fabricaba más de la mitad de los productos manufacturados del planeta. En el año 2000, la economía del estado de California por sí sola ya era la quinta más grande del mundo. En 1968, la población estadounidense superó los 200 millones de personas (frente a los 76 millones de 1900), de las que solo una de cada veinte había nacido fuera del país (aunque al cabo de diez años se oirían voces preocupadas ante una ingente inmigración hispanohablante procedente de México y el Caribe). Después de 1960, el número de nacimientos subió mientras la tasa de mortalidad caía; en este sentido, Estados Unidos era único respecto a los principales países desarrollados. Había más estadounidenses que nunca viviendo en las ciudades y en los barrios de las afueras, y su probabilidad de morir de algún tipo de tumor maligno se había triplicado desde 1900, un dato que, paradójicamente, era una prueba fehaciente de cómo había mejorado la salud pública, ya que demostraba el creciente control de otras enfermedades.

En la década de 1970, la estructura industrial norteamericana, que gozaba de una gran prosperidad, estaba dominada por compañías muy grandes, algunas de las cuales ya manejaban recursos y riquezas mayores que los de países enteros. El peso de estos gigantes en la economía era tan grande que a menudo provocaba preocupación en torno a los intereses del público y del consumidor. Sin embargo, nadie dudaba de la capacidad de dicha economía de crear riqueza y poder. Aunque luego se vería que no podía hacer todo lo que se le pidiera, la fuerza industrial estadounidense fue la gran constante del mundo de la posguerra, y apuntaló el enorme potencial militar en el que, inevitablemente, se apoyaba la actuación del país en política exterior.

Las mitologías políticas siguieron mandando bastante en la década de 1950. La segunda administración de Truman y las de Eisenhower se caracterizaron por un ruidoso debate y mucha polémica altisonante sobre el peligro de la injerencia gubernamental en la economía, pero esa no era ni de lejos la cuestión. La importancia del gobierno federal como primer cliente de la economía estadounidense no ha parado de crecer desde 1945. El gasto del gobierno había sido el principal agente de estimulación económica, y aumentarlo había sido la meta de cientos de grupos de interés y de miles de capitalistas; cualquier esperanza de presupuestos equilibrados y de una administración barata y formal siempre quedó encallada tras esta realidad. Además, Estados Unidos era una democracia; independientemente de las objeciones doctrinarias al respecto, y por mucha retórica que se dedicara a atacarlo, había un estado de bienestar que avanzaba poco a poco porque los votantes así lo querían. Todo eso hizo que el viejo ideal de la libre empresa, sin control ni injerencia gubernamental, fuera volviéndose cada vez más irreal, y también contribuyó a alargar la vida de la coalición demócrata. Los presidentes republicanos que fueron elegidos en 1952 y en 1968 se beneficiaron en sus respectivos casos del cansancio de la guerra, pero ninguno de ellos pudo convencer a los norteamericanos para que eligieran congresos republicanos. Por otra parte, en el bloque demócrata empezaron a percibirse tensiones incluso antes de 1960 —Eisenhower atrajo a muchos votantes del Sur—, y en 1970 algo que se parecía más a un partido conservador nacional había aparecido bajo la bandera republicana porque algunos sureños se habían sentido ofendidos por la legislación demócrata en favor de los negros. El «sólido Sur» que votó siempre demócrata a partir de la guerra civil había desaparecido como constante política.

Los presidentes podían cambiar a veces el orden de prioridades. Los años de Eisenhower causan la impresión de que no pasó gran cosa en la historia nacional de Estados Unidos durante esa administración, porque la visión que ese presidente tenía de su cargo no incluía la necesidad de ofrecer un liderazgo político fuerte en el país. Esto motivó en parte que la elección de Kennedy por un estrecho margen del voto popular en 1960 —y la llegada de un hombre nuevo (y joven)— produjera una enorme sensación de cambio. La sensación era engañosa, ya que en aquella época se insistió demasiado en los aspectos más superficiales. Mirando hacia atrás, sin embargo, hay que reconocer que, tanto en los asuntos nacionales como en los internacionales, los ocho años de gobierno demócrata renovado a partir de 1961 supusieron un gran cambio para Estados Unidos, si bien no de la manera en que Kennedy o su vicepresidente, Lyndon Johnson, esperaban cuando tomaron posesión del cargo.

Un tema que ya resultaba claro en 1960 era lo que todavía entonces se podía llamar «la cuestión de los negros». Un siglo después de la emancipación, el estadounidense negro era en general más pobre, recibía más ayuda social, estaba más en el paro y tenía peor vivienda y peor salud que el estadounidense blanco. Cuarenta años después, la situación seguía igual. Aun así, en las décadas de 1950 y 1960 el cambio se veía cada vez más cerca. Tres elementos nuevos hicieron que la situación de los negros en la sociedad norteamericana empezara a considerarse intolerable y se convirtiera en una gran cuestión política. El primero era la migración negra, que había convertido un asunto sureño en un problema nacional. Entre 1940 y 1960, la población negra de los estados del Norte casi se triplicó, en un flujo que ya no se invirtió hasta la década de 1990. Nueva York pasó a ser el estado con la mayor población negra de la Unión. Esto hizo que los negros pasaran a ser vistos no solo en lugares nuevos, sino también de formas nuevas, y reveló que el problema no se limitaba a los derechos jurídicos, sino que era más complejo, porque también era una cuestión de privaciones económicas y culturales. El segundo elemento que llevó el tema a la palestra nacional estaba fuera de Estados Unidos. Muchas de las nuevas naciones, que se estaban convirtiendo en una mayoría dentro de la ONU, eran naciones de personas no blancas. Para Estados Unidos resultaba embarazoso —y la propaganda comunista no dejaba de recordarlo— exhibir dentro del país una infracción tan flagrante de los ideales que defendía en el extranjero como la que constituía la pobreza en que vivían muchos de sus habitantes negros. Por último, la actuación de los propios negros al seguir a sus líderes —algunos de los cuales se inspiraban en los principios gandhianos de la resistencia pasiva a la opresión— ganó a muchos blancos para la causa. Al final, la posición jurídica y política de los norteamericanos negros cambió radicalmente a mejor. Sin embargo, la amargura y el resentimiento no desaparecieron por el camino; al contrario, en algunos lugares incluso crecieron.

La primera fase de la campaña por la igualdad de la población negra, y la de más éxito, fue la lucha por los «derechos civiles» —el más importante de los cuales era el ejercicio sin trabas del sufragio (que en algunos estados sureños siempre existió oficialmente, pero no en la práctica)— y por un trato equitativo en otros ámbitos, como el acceso a los servicios públicos y a la escolarización. El éxito se debió a las decisiones del Tribunal Supremo de 1954 y 1955, de tal forma que el proceso no empezó por la legislación, sino por la interpretación judicial. Estas primeras e importantes decisiones afirmaban que la segregación de las distintas razas en el sistema de enseñanza público era inconstitucional y que se le debía poner fin allá donde existiera en un plazo de tiempo razonable. Era todo un desafío para el sistema social de muchos estados del Sur, pero, en 1963, en todos los estados de la Unión ya había niños blancos y niños negros compartiendo escuelas públicas, a pesar de que muchos otros siguieran acudiendo a centros solo para negros o solo para blancos.

La legislación no adquirió verdadera relevancia hasta después de 1961. Tras el lanzamiento de una exitosa campaña de «sentadas» por parte de líderes negros (que consiguió por sí sola muchas e importantes victorias locales), Kennedy puso en marcha un programa que, además de garantizar los derechos de voto, combatía la segregación y las desigualdades de todo tipo. Su sucesor continuó con el programa. La pobreza y la mala calidad de la vivienda y de las escuelas en las zonas urbanas más desfavorecidas eran síntomas de brechas profundas en la sociedad norteamericana. Las desigualdades resultaban aún más irritantes en el contexto de prosperidad creciente en que se producían. La administración Kennedy exhortó a la población a considerar su desaparición como uno de los desafíos de la «Nueva Frontera».

Lyndon Johnson, que sucedió a Kennedy en la presidencia cuando este fue asesinado en noviembre de 1963, puso un énfasis aún mayor en la legislación destinada a acabar con aquellas desigualdades. Lamentablemente, y según se vio entonces, las raíces más profundas del problema negro en Estados Unidos quedaban fuera del alcance de las leyes en los llamados «guetos» de las grandes ciudades. Aquí también ayuda mucho la perspectiva que nos da el tiempo. En 1965 (cien años después de que la abolición de la esclavitud se convirtiera en ley en todo el país), se produjo un abrupto estallido de violencia en un distrito negro de Los Ángeles, que en sus momentos álgidos se calcula que involucró a hasta 75.000 personas. Le siguieron otros tumultos en otras ciudades, pero ninguno de esas dimensiones. Veinticinco años después, lo único que había cambiado en Watts (el distrito de Los Ángeles donde empezó todo) es que las condiciones se habían deteriorado todavía más. El problema de los afroamericanos era (según coincidía la mayoría) un tema de oportunidad económica, pero no por ello era más solucionable. No solo quedó sin resolver, sino que se reveló cada vez más irresoluble. Los venenos que desprendía se transformaron en crimen, en el desplome de los niveles de salud en algunas comunidades negras y en zonas urbanas ingobernables y prácticamente cerradas a la policía. En la cultura y la política de la América blanca, a veces parecía que se había producido una obsesión casi neurótica por las cuestiones raciales.

Sus propios orígenes sureños humildes habían convertido al presidente Johnson en un exponente convencido y convincente de la «Gran Sociedad» en la que veía el futuro de su país, y puede que ese convencimiento habría servido para resolver el problema económico de los negros si Johnson hubiera salido adelante. Pero Lyndon Johnson, potencialmente uno de los grandes presidentes reformadores de Estados Unidos, tuvo un trágico fracaso pese a todas sus aspiraciones, su experiencia y sus aptitudes. Al poco tiempo, su obra constructiva y reformadora cayó en el olvido —y no siempre accidentalmente, todo hay que decirlo—, cuando su presidencia se vio ensombrecida por una guerra en Asia que, antes de terminar, ya era lo bastante desastrosa como para que algunos la llamaran «la expedición siciliana de los norteamericanos».

VIETNAM

Durante el mandato de Eisenhower, la política estadounidense en el sudeste asiático se apoyaba en la creencia de que un Vietnam del Sur no comunista era esencial para la seguridad, y que convenía mantenerlo en el bando occidental para evitar cualquier subversión en otros lugares de la región o incluso más lejos, como en la India y Australia. De esta forma, Estados Unidos se convirtió en el defensor de un gobierno conservador en una parte de Indochina. El presidente Kennedy no cuestionó esa idea y empezó a respaldar la ayuda militar norteamericana con «asesores». A su muerte había 23.000 «asesores» en Vietnam del Sur, y, de hecho, muchos de ellos estaban ya en el campo de batalla. El presidente Johnson siguió el camino ya abierto porque consideraba que había que demostrar firmeza en las promesas dadas a otros países. Sin embargo, un gobierno tras otro, Saigón se reveló poco fiable. A principios de 1965, Johnson fue informado de que Vietnam del Sur podía caer. Como estaba autorizado para actuar —gracias a una cuidadosa gestión política, el Congreso lo había facultado tras los ataques norvietnamitas contra barcos estadounidenses del año anterior—, ordenó el lanzamiento de ataques aéreos contra objetivos de Vietnam del Norte. Al poco tiempo, las primeras unidades de combate oficiales de Estados Unidos partieron hacia el sur del país y, enseguida, las cifras de la participación estadounidense se descontrolaron. En 1968 había más de 500.000 soldados norteamericanos en Vietnam; en Navidades de aquel año, se habían lanzado sobre Vietnam del Norte más bombas que sobre Alemania y Japón juntos durante toda la Segunda Guerra Mundial.

El resultado fue un desastre político. Para Johnson, que la balanza de pagos estadounidense se hundiera a causa del enorme coste de la guerra —que también se llevaba el dinero de proyectos de reforma nacional muy necesarios— era un problema casi menor, comparado con las protestas que producía en el país el creciente número de bajas y con las negociaciones frustradas, que parecían no conducir a ninguna parte. Los jóvenes de buena posición (entre ellos, un futuro presidente) procuraban evitar su reclutamiento, y los norteamericanos contemplaban con tristeza desde los televisores de sus casas el coste de una contienda visible en los hogares como no lo había sido nunca ninguna guerra. El rencor creció, y con él la alarma de la América moderada. De poco consuelo era que a los rusos también les estuviera costando muy caro el suministro de armas a Vietnam del Norte.

El conflicto interno provocado por Vietnam en Estados Unidos no se limitaba a los disturbios de los jóvenes que protestaban y que desconfiaban del gobierno, ni a las ideas de los conservadores escandalizados ante las consabidas profanaciones de los símbolos patrios y ante las negativas a cumplir el servicio militar. Vietnam estaba cambiando la forma en que muchos estadounidenses veían el mundo exterior. Respecto al sudeste asiático, los más reflexivos percibían por fin que ni siquiera Estados Unidos podía conseguir todo lo que quisiera, ni mucho menos obtenerlo a cualquier precio. El final de la década de 1960 también supuso el fin de la quimera de que el poder norteamericano era ilimitado e invencible. El país se había planteado el mundo de la posguerra con esa quimera intacta. Después de todo, creían, su nación era tan fuerte que había vencido en dos guerras mundiales. Previamente, había vivido un siglo y medio de expansión continental sin encontrar prácticamente ningún obstáculo, de inmunidad a la intervención europea y de una creciente e impresionante hegemonía en el hemisferio occidental. No había nada en la historia del país que resultara, en última instancia, un fracaso, ni nada de lo que sus habitantes tuvieran que sentirse culpables. En ese contexto, fue fácil y natural que se acabara dando por hecho un potencial ilimitado de posibilidades. La prosperidad ayudó a trasladar esa confianza de los temas nacionales a los asuntos exteriores. Los estadounidenses no tenían en cuenta las condiciones especiales en las que durante tanto tiempo se había construido su historia de éxito.

La hora de la verdad había empezado a anunciarse en la década de 1950, cuando muchos estadounidenses tuvieron que conformarse con una victoria en Corea menor de lo que habían esperado. Comenzaron entonces veinte años de negociaciones frustrantes con naciones cuyo poder no era en muchos casos ni la décima parte del que tenía Estados Unidos, pero que aparentemente podían doblegarlo. Finalmente, en el desastre de Vietnam salieron a la luz los límites del poder norteamericano y su precio real. En marzo de 1968, la creciente oposición a la guerra se vio claramente en los resultados de las primarias del Partido Demócrata. Johnson empezaba a convencerse de que Estados Unidos no podría ganar. Dispuesto a frenar los bombardeos, pidió a los norvietnamitas la reapertura de las negociaciones. También anunció entonces por sorpresa que no se presentaría a la reelección en 1968. Al igual que las bajas de la guerra de Corea hicieron ganar las elecciones a Eisenhower en 1952, las de Vietnam, tanto en el campo de batalla como en casa, ayudaron (junto con la presencia de un tercer candidato) a la elección de otro presidente republicano en 1968 —tan solo cuatro años antes Johnson había obtenido una abrumadora mayoría demócrata— y a su reelección en 1972. Vietnam no fue el único factor, pero sí uno de los más importantes en el desbarajuste final de la vieja coalición demócrata.

El nuevo presidente, Richard Nixon, empezó a retirar al ejército de tierra de Vietnam al poco tiempo de su investidura, pero hicieron falta tres años para alcanzar la paz. En 1970 se emprendieron negociaciones secretas entre Vietnam del Norte y Estados Unidos. Hubo más retiradas, pero también se reanudaron e intensificaron los bombardeos norteamericanos en el norte y se extendieron a Camboya. La diplomacia fue enrevesada y difícil: Estados Unidos no podía admitir el hecho de abandonar a su aliado (pero tenía que hacerlo) y los norvietnamitas no iban a aceptar unas condiciones que no les permitieran acosar al régimen del sur a través de sus simpatizantes en la región. Pese a las fuertes protestas en contra en Estados Unidos, los bombardeos volvieron a reanudarse a finales de 1972, si bien por última vez. Poco después, el 27 de enero de 1973, se firmó un alto el fuego en París. La guerra había costado a Estados Unidos cantidades ingentes de dinero y 58.000 muertos. Había dañado gravemente la imagen del país, había desgastado su influencia diplomática, había hecho estragos en la política nacional y había frustrado la reforma. A cambio, se había logrado conservar provisionalmente el frágil Vietnam del Sur, acuciado por problemas internos que hacían poco probable su supervivencia, y se había infligido una terrible destrucción al pueblo indochino, con la muerte de tres millones de personas. Quién sabe si el abandono de la quimera de la omnipotencia estadounidense compensó al menos en parte semejante precio.

Sacar a Estados Unidos de aquella ciénaga fue una auténtica hazaña que reportó beneficios políticos a Nixon. La liquidación de aquella aventura llegó tras otros gestos que demostraban hasta qué punto Nixon era consciente de lo mucho que había cambiado el mundo desde la crisis cubana. El más llamativo fue una nueva política de relaciones diplomáticas normales y directas entre su país y la China comunista. Hasta 1978 no se alcanzó el clímax, pero, ya antes de la paz de Vietnam, habían tenido lugar dos acontecimientos también espectaculares: en octubre de 1971, la Asamblea General de la ONU había reconocido a la República Popular como único representante legítimo de China en la organización y había expulsado al representante de Taiwan. No era un resultado previsto por Estados Unidos hasta que tuvo lugar la crucial votación. El mes de febrero siguiente, Nixon viajó a China en lo que fue la primera visita de un presidente estadounidense al Asia continental, y en lo que él mismo describió como un intento de tender un puente sobre «11.000 kilómetros y 22 años de hostilidad».

Cuando Nixon decidió, tras su visita a China, convertirse también en el primer presidente estadounidense en visitar Moscú (en mayo de 1972), seguidamente, se firmó un acuerdo provisional de limitación de armas —el primero de su clase—, todo indicaba que se había producido otro cambio importante. Las simplificaciones exageradas y polarizadas de la guerra fría se estaban difuminando, por muy incierto que fuera el futuro. Tras estos gestos llegó el acuerdo sobre Vietnam, que por fuerza debía estar relacionado; si iba a haber un alto el fuego, había que contentar a Moscú y a Pekín por igual. Es de suponer que la posición de China respecto a la lucha de los vietnamitas no era nada sencilla, porque en ella intervenían el peligro potencial procedente de la URSS, la intervención del poder estadounidense en otros lugares de Asia, sobre todo en Taiwan y Japón, y los recuerdos de otros tiempos acerca de la fuerza del nacionalismo vietnamita; China no podía confiar en su satélite comunista indochino. Por su parte, los vietnamitas, en cuanto fueron considerados por China como uno de sus pueblos tributarios, recordaron su larga historia de combate contra el imperialismo tanto francés como chino. Por último, en el período inmediatamente posterior a la retirada de los norteamericanos, se vio cada vez más claramente que la contienda en Vietnam había sido una guerra civil sobre quién iba a gobernar un país reunificado.

Los norvietnamitas no esperaron mucho para resolver la cuestión. Durante cierto tiempo, el gobierno estadounidense tuvo que hacer ver que no lo veía; el alivio que se sentía en el país ante el final de la intervención en Asia era demasiado grande como para expresar escrúpulos sobre el cumplimiento real de las condiciones del acuerdo de paz que habían hecho posible la retirada. Cuando un escándalo político obligó a Nixon a dimitir en 1974, su sucesor tuvo que hacer frente a un Congreso que desconfiaba de las aventuras en el extranjero porque las consideraba peligrosas y estaba decidido a frustrarlas. No hubo ningún intento de defender las condiciones de paz de 1972, que garantizaban que no se derrocaría el régimen sudvietnamita. A principios de 1975, la ayuda norteamericana a Saigón cesó. Un gobierno que había perdido prácticamente todo su territorio se vio obligado a defender entre la espada y la pared la capital y el bajo Mekong con un ejército derrotado y desmoralizado. Al mismo tiempo, en Camboya las tropas comunistas estaban destruyendo otro régimen antiguamente respaldado por Estados Unidos. El Congreso impidió el envío de más ayuda militar y económica. Se repetía el patrón de 1947 en China: Estados Unidos estaba recortando sus pérdidas a costa de aquellos que habían confiado en ellos (si bien 117.000 vietnamitas se fueron con los norteamericanos), y el ejército de Vietnam del Norte entró en Saigón en abril de 1975.

Ese final resultaba doblemente irónico. En primer lugar, parecía demostrar que los partidarios de la línea dura respecto a la política seguida en Asia habían tenido razón todo el tiempo cuando afirmaban que la única forma de garantizar la resistencia al comunismo de los regímenes poscoloniales era haciendo que estos supieran que, como último recurso, Estados Unidos estaba dispuesto a luchar por ellos. En segundo lugar, la derrota y el desastre acentuaron, en lugar de amortiguar, el retorno al aislacionismo en Estados Unidos; los que pensaban en los muertos y los desaparecidos estadounidenses y en los enormes costes del conflicto, veían ahora todo el episodio de Indochina como un esfuerzo inútil e injustificable en nombre de unos pueblos no dispuestos a luchar para defenderse. Quedaba por ver, sin embargo, si la mejora de las relaciones con China no era mucho más importante que la pérdida de Vietnam.

Conforme se acercaba la década de 1980, muchos estadounidenses se sentían confundidos y preocupados; la moral nacional era baja. Vietnam había dejado profundas heridas psíquicas y había alimentado dentro del país una contracultura que les asustaba. En la década de 1960 se habían oído las primeras voces de alarma respetadas sobre los riesgos medioambientales; la década de 1970 había traído consigo la crisis del petróleo y una nueva sensación de fragilidad en un momento en que, por primera vez, el aliado de Estados Unidos en Oriente Próximo, Israel, dejó de parecer invulnerable a sus enemigos. La caída en desgracia y el casi impeachment de Nixon tras un escandaloso abuso de poder ejecutivo habían minado la confianza en las instituciones del país. En el extranjero, el comportamiento de otros aliados (también preocupados y confundidos ante el desconcierto norteamericano) parecía menos previsible que en el pasado. También por primera vez, la confianza de los estadounidenses en la promesa que su país siempre había constituido para la humanidad se derrumbó ante lo que parecía un rechazo directo de gran parte del mundo islámico.

Desde luego, la situación no era fácil de interpretar. El sistema democrático norteamericano no presentaba ningún indicio de resquebrajamiento ni de incapacidad para cubrir muchas de las necesidades del país, por más que no pudiera dar respuesta a todos sus problemas. Sorprendentemente, la economía había podido seguir pagando durante años una guerra muy cara, un programa de exploración espacial que llevó al hombre a la Luna y bases militares en todo el mundo. A cambio, la situación paupérrima de los negros estadounidenses seguía empeorando, y algunas de las grandes ciudades del país sufrían una decadencia urbana considerable. No obstante, eran pocos los norteamericanos que encontraban esos datos tan preocupantes como la supuesta inferioridad de su país respecto a la Unión Soviética en cuestión de misiles (un tema que sería prioritario en las elecciones presidenciales de 1980). El presidente Gerald Ford (que había asumido el cargo en 1974 tras la dimisión de su predecesor) ya había tenido que enfrentarse a un Congreso que no estaba dispuesto a tolerar más ayuda a sus aliados en Indochina. Cuando Camboya cayó y al poco tiempo le siguió Vietnam del Sur, empezaron a oírse voces tanto dentro como fuera del país que se preguntaban hasta dónde llegaría lo que parecía un retroceso mundial del poder de Estados Unidos. Si ya no iba a luchar por Indochina, ¿lo haría por Tailandia? O, aún más alarmante, ¿lucharía por Israel... o por Berlín? Había buenas razones para pensar que el estado de consternación y resignación del país no duraría siempre, pero, mientras duró, sus aliados miraban a su alrededor y se sentían incómodos.

DOS EUROPAS

Europa fue la cuna de la guerra fría y, durante mucho tiempo, su escenario principal. Sin embargo, antes de 1970 ya empezó a verse que las lamentables simplificaciones institucionalizadas en la OTAN, de forma aún más rígida, en el Pacto de Varsovia podían no ser lo único que conformaría la historia del continente. En los países de Europa oriental, pese al largo aislamiento impuesto por el poder soviético y por sus economías dirigidas ante cualquier estímulo externo de cambio, había síntomas de división. Los rusos tuvieron que soportar la virulencia con la que Albania, el más pequeño de todos, condenó a la Unión Soviética y aplaudió a China cuando ambos se enfrentaron en la década de 1960. Albania no tenía ninguna frontera con países del Pacto de Varsovia, de manera que no debía de temer mucho al Ejército Rojo. Mayor sorpresa causó Rumanía cuando, con el respaldo de China, se negó a que el Comecon dirigiera su economía, defendiendo su derecho nacional a desarrollarla en su propio interés. Llegó incluso a adoptar una posición vagamente neutral en temas de política exterior —aunque permanecía dentro del Pacto de Varsovia—, y además lo hizo gobernada por un dirigente que impuso a sus compatriotas uno de los regímenes dictatoriales más rígidos de Europa del Este. Sin embargo, Rumanía no tenía frontera terrestre con ningún país de la OTAN y sí, en cambio, con Rusia, a lo largo de 800 kilómetros; por consiguiente, sus veleidades podían ser toleradas porque, en caso necesario, podía ser rápidamente frenada. Que el desmembramiento de la unidad antiguamente monolítica del comunismo tenía sus límites se vio con claridad en 1968, cuando el gobierno comunista de Checoslovaquia decidió liberalizar su estructura interna y entablar relaciones comerciales con Alemania Occidental. Esto no se podía tolerar. Tras varios intentos de hacerla entrar en vereda, Checoslovaquia fue invadida en agosto de 1968 por tropas del Pacto de Varsovia. Para evitar que se repitiera lo ocurrido en Hungría en 1956, el gobierno checo no se resistió, y el breve intento de ofrecer un ejemplo de «socialismo con rostro humano», como había dicho un político checo, fue suprimido.

Con todo, la tensión sinosoviética, combinada con los vaivenes del bloque oriental (y quizá con el malestar de Estados Unidos respecto a las relaciones con los países latinoamericanos), llevaron a algunos a sugerir que el mundo en su conjunto estaba abandonando la bipolaridad y adoptando el «policentrismo», como lo llamó un comunista italiano. La relajación de las simplificaciones de la guerra fría había sido sin duda sorprendente. Mientras tanto, en Europa occidental habían surgido otros factores que contribuían a la complejidad. En 1980 era evidente que uno de los papeles históricos de los pueblos europeos se había acabado, dado que para entonces no gobernaban más superficie del mundo que sus antepasados quinientos años antes. Desde entonces, se habían producido transformaciones enormes y se habían hecho cosas irreversibles. Aunque el pasado imperial de Europa había terminado, empezaba ya a descubrirse un nuevo papel. Europa occidental había empezado a mostrar los primeros y débiles indicios de que la influencia del nacionalismo en el potencial humano para la organización a gran escala podía estar perdiendo fuerza precisamente allí donde había nacido el nacionalismo.

Los más entusiastas han querido encontrar las raíces de la experiencia común europea en los carolingios, pero nosotros nos quedaremos con 1945 como punto de partida. A partir de esa fecha y durante más de cuarenta años, el futuro del continente dependió básicamente del resultado de la guerra y de la política soviética. La probabilidad de otra gran guerra civil en Occidente por la cuestión alemana parecía remota, puesto que la derrota y la partición habían acabado con el problema germano y habían aquietado los temores de Francia. No obstante, la política soviética estaba dando a los países occidentales muchas razones para colaborar más estrechamente entre ellos; los acontecimientos en Europa del Este a finales de la década de 1940 les sirvieron de aviso de lo que podía pasar si los estadounidenses se volvían a casa y ellos seguían divididos. Al final, el Plan Marshall y la OTAN habían sido los primeros pasos importantes de los muchos que se darían hacia la integración de una nueva Europa.

La integración tuvo varios orígenes. La puesta en marcha del Plan Marshall fue seguida por la creación en 1948 de una Organización (primero de dieciséis países y después ampliada) Europea de Cooperación Económica, pero al año siguiente, un mes después de firmar el tratado de creación de la OTAN, las primeras instituciones políticas representativas de diez estados europeos distintos también se organizaron bajo un recién creado Consejo de Europa. Sin embargo, las fuerzas económicas encaminadas hacia la integración se desarrollaban más deprisa. En 1948 ya se había creado una Unión Aduanera entre los países del «Benelux» (Bélgica, Países Bajos y Luxemburgo) y (con una forma diferente) entre Francia e Italia. Por último, la más importante de aquellas primeras iniciativas en pos de una mayor integración surgió de una propuesta francesa a favor de una Comunidad Europea del Carbón y del Acero. La CECA fue oficialmente fundada en 1952 y estaba formada por Francia, Italia, los países del Benelux y, lo más significativo, Alemania Occidental. La CECA rejuveneció el corazón industrial de Europa occidental y fue el principal paso hacia la integración de Alemania Occidental en una nueva estructura internacional. A través de una reorganización económica, se creó un medio para contener y reanimar al mismo tiempo a este país, cuya fuerza —cada vez era más evidente— era necesaria en una Europa occidental amenazada por el poder territorial soviético. A principios de la década de 1950, bajo la influencia de los acontecimientos en Corea, la postura oficial estadounidense (para consternación de algunos europeos) era cada vez más favorable al rearme de Alemania.

Otros hechos también contribuyeron a facilitar el camino hacia una organización supranacional en Europa. La debilidad política reflejada por sus respectivos partidos comunistas disminuyó en Francia y en Italia, sobre todo gracias a la recuperación económica. Los comunistas ya no desempeñaban ningún papel en sus gobiernos en 1947, y el peligro de que las democracias francesa e italiana sufrieran un destino como el de Checoslovaquia había desaparecido en 1950. La opinión anticomunista tendía a fusionarse en partidos cuyas fuerzas integradoras eran políticos católicos o socialdemócratas muy conscientes del destino de sus camaradas de Europa oriental. En términos generales, estos cambios significaron que, durante la década de 1950, los gobiernos europeos occidentales de naturaleza derechista moderada persiguieron objetivos similares de recuperación económica, estado de bienestar e integración europea en asuntos prácticos.

Luego surgieron otras instituciones. En 1952, una Comunidad de Defensa Europea oficializó la posición militar de Alemania Occidental. La incorporación alemana a la OTAN sustituyó a esa iniciativa, pero, una vez más, el principal impulso hacia una mayor unidad fue económico. El paso más decisivo se dio en 1957 con la constitución de la Comunidad Económica Europea (CEE), cuando Francia, Alemania, Bélgica, Países Bajos, Luxemburgo e Italia se unieron para firmar el Tratado de Roma. Además de perseguir la creación de un «Mercado Común» para todos sus miembros, en el que se eliminarían todas las barreras a la libre circulación de mercancías, servicios y mano de obra y que tendría un arancel común, el tratado también preveía la creación de una autoridad con capacidad decisoria, una burocracia y un Parlamento europeo con facultades consultivas. Hubo quien habló de la reconstrucción de la herencia de Carlomagno. Los países que no se habían unido a la CEE se vieron empujados a crear dos años y medio después su propia Asociación Europea de Libre Comercio, o EFTA por sus siglas en inglés, una entidad menos regulada y más limitada. En 1986, los seis países de la CEE original (para entonces ya era solo la «CE» porque, elocuentemente, la palabra económica había caído del nombre) eran ya doce, mientras que la EFTA había perdido a todos sus miembros salvo cuatro. Cinco años después, lo que quedaba de la EFTA se planteaba fusionarse con la CE.

El movimiento —lento pero en aceleración— de Europa occidental hacia un mínimo de unidad política demostraba hasta qué punto los que daban esos pasos confiaban en que el conflicto armado no podría volver a ser nunca una alternativa aceptable a la cooperación y la negociación entre sus países. Tristemente, aun siendo conocedor de ese hecho, el gobierno británico no quiso aprovechar la oportunidad de sumarse a la iniciativa para darle una expresión institucional, y, posteriormente, su entrada en la CEE sería rechazada en dos ocasiones. Mientras, los intereses comunitarios se cohesionaron con firmeza en una Política Agraria Común, que no era otra cosa que un enorme soborno a los agricultores y granjeros que constituían una parte tan importante de los electorados alemán y francés y, más adelante, a los de los países más pobres que se iban incorporando a la CEE.

A diferencia de la económica, la integración política encontró durante mucho tiempo una firme oposición procedente de Francia. La expresó con toda claridad el general De Gaulle, quien regresó a la política en 1958 para ocupar la presidencia cuando la Cuarta República parecía a punto de sufrir una guerra civil a causa de Argelia. Su primera labor fue negociar aquella situación extrema y aplicar importantes reformas constitucionales, que dieron lugar a la Quinta República. Su siguiente servicio a Francia fue tan grande como cualquiera de los que prestó durante la guerra: la liquidación del compromiso francés con Argelia en 1961. Los legionarios regresaron a casa, algunos descontentos. La acción le dio carta blanca a él y a su país para desempeñar un papel internacional más enérgico, si bien bastante negativo. La visión de De Gaulle acerca de la consolidación europea se limitaba a la cooperación entre estados-nación independientes; a la CEE la consideraba por encima de todo una forma de proteger los intereses económicos franceses. Estaba muy dispuesto a someter la nueva organización a las tensiones que hicieran falta para lograr sus fines. También vetó dos veces las solicitudes británicas de entrada en la CEE. La experiencia durante la guerra le había dejado una gran desconfianza hacia los «anglosajones» y el convencimiento, nada desencaminado, de que los británicos seguían anhelando la integración en una comunidad atlántica que contara con Estados Unidos entre sus miembros, antes que en la Europa continental. En 1964, De Gaulle encolerizó a los norteamericanos al intercambiar representación diplomática con la China comunista. Insistió en el derecho de Francia a seguir con su programa de armamento nuclear, negándose a depender del patrocinio norteamericano. Por último, tras causarle muchos problemas, se retiró de la OTAN. Todo ello se podría interpretar como la llegada del «policentrismo» al bloque occidental. Con la dimisión de De Gaulle después de un referéndum desfavorable en 1969, también desapareció una gran fuerza política que contribuía a la incertidumbre y la confusión en Europa occidental.

Gran Bretaña se incorporó finalmente a la CEE en 1973, lo que simbolizaba por fin la aceptación de la historia acaecida en el siglo XX por parte del más conservador de los estados-nación históricos. La decisión complementaba la liquidación del imperio colonial y suponía un reconocimiento de que la frontera estratégica británica ya no estaba en el Rin, sino en el Elba. Era un punto de inflexión significativo, aunque nada concluyente, en una época de incertidumbre. Los gobiernos británicos habían pasado un cuarto de siglo intentando en vano combinar el crecimiento económico, el aumento de las prestaciones sociales y un alto nivel de empleo. El segundo dependía en última instancia del primero, pero, cuando surgían dificultades, el primero siempre había sido sacrificado a los otros dos. El Reino Unido era, después de todo, una democracia a cuyos votantes, ávidos e incautos, había que aplacar. La vulnerabilidad del compromiso tradicional de la economía británica con el comercio internacional era otra desventaja, como lo eran sus viejas industrias básicas, necesitadas de inversión, y las actitudes profundamente conservadoras de los británicos. Aunque el Reino Unido se volvió más rico (en 1970, casi ningún trabajador manual del país tenía cuatro semanas de vacaciones pagadas, y, diez años después, un tercio de ellos las tenía), fue quedando cada vez más rezagado con respecto a otros países desarrollados, tanto en riqueza como en la velocidad con que la creaba. Si bien los británicos habían sabido llevar la decadencia de su poderío internacional y los logros de una rápida descolonización sin la violencia ni la amargura internas visibles en otros lugares, no estaba tan claro que pudieran librarse de su pasado en otros aspectos y asegurarse siquiera una modesta prosperidad como nación de segunda fila.

Una amenaza clara y sintomática contra el orden y la civilización procedía de Irlanda del Norte. Allí, los vándalos protestantes y católicos por igual parecían empeñados en destruir su tierra antes que colaborar con sus enemigos, y provocaron la muerte de miles de ciudadanos británicos —soldados, policías y civiles, protestantes y católicos, irlandeses, escoceses e ingleses— en las décadas de 1970 y 1980. Por suerte, no desbarataron la política de partidos británica como habían hecho los irlandeses en el pasado. Al electorado británico le siguieron preocupando más ciertos temas materiales. La inflación alcanzó unos niveles sin precedentes (la tasa anualizada para 1970-1980 era de más del 13 por ciento) y provocó nuevas revueltas industriales en la década de 1970, sobre todo debido a la crisis del petróleo. Se llegó a decir que el país era «ingobernable» porque una huelga de mineros hizo caer un gobierno, mientras que muchos líderes e intérpretes de opinión parecían obsesionados con la cuestión de la división social. Hasta la cuestión de si el Reino Unido debía o no permanecer en la CEE, que fue sometida a un revolucionario proceso de referéndum en junio de 1975, se planteaba a menudo en estos términos. Por ello sorprendió tanto y a tantos políticos que el resultado fuera inequívocamente favorable a la permanencia en la Comunidad.

Sin embargo, se avecinaban tiempos peores (económicamente hablando): el gobierno identificó por fin la inflación —que en 1975 ascendía al 26,9 por ciento a consecuencia de la crisis del petróleo— como la amenaza principal. Los sindicatos plantearon demandas salariales para adelantarse a la inflación venidera, y hubo quien empezó a darse cuenta de que la época de crecimiento automático del consumo se había terminado. Había un rayo de esperanza: unos años antes se habían descubierto en las costas del norte de Europa grandes yacimientos petrolíferos bajo el lecho marino. En 1976, el Reino Unido pasó a ser un país exportador de petróleo, aunque no fue de gran ayuda, porque ese mismo año tuvo que solicitar un préstamo al Fondo Monetario Internacional. Cuando Margaret Thatcher, la primera mujer en ocupar el cargo de primera ministra en Gran Bretaña (y en Europa) y en liderar un gran partido político (el conservador), subió al poder en 1979, en cierto sentido tenía muy poco que perder. Sus opositores estaban desacreditados, al igual que, para muchos, las ideas que durante tanto tiempo habían sido consideradas factores determinantes incuestionables de la política británica. Por primera vez parecía posible un cambio radical partiendo de cero. Para sorpresa de muchos y asombro de algunos de sus defensores y de sus opositores, esto es exactamente lo que Thatcher hizo tras el comienzo algo indeciso de lo que acabaría siendo el mandato más largo del siglo XX de un primer ministro británico.

Poco después de tomar posesión del cargo, la primera ministra se encontró en 1982 dirigiendo de forma inesperada la que probablemente habrá sido la última guerra colonial de Gran Bretaña. La reconquista de las islas Malvinas tras su breve ocupación por el ejército argentino fue, ya solo en términos logísticos, una gran hazaña bélica, además de un gran éxito psicológico y diplomático. La primera reacción de Thatcher de luchar en defensa de los principios del derecho internacional y del derecho de los isleños a decidir por quién querían ser gobernados, encajó muy bien en el ánimo popular. También acertó en su cálculo de las posibilidades internacionales. Estados Unidos, cuya ambigüedad inicial no era de extrañar dada su sensibilidad tradicional hacia Latinoamérica, acabó prestando una importante ayuda práctica y clandestina. Chile, que no tenía unas relaciones fáciles con su inquieto vecino, no estaba dispuesto a oponerse a las operaciones encubiertas británicas en la Sudamérica continental. Más importante aún, la mayor parte de los países de la CE apoyaron el aislamiento de Argentina en la ONU y las resoluciones que condenaban su acción. De especial importancia fue el apoyo (no siempre ofrecido tan rápidamente) que los británicos recibieron desde el principio por parte del gobierno francés, que sabía reconocer una amenaza a los derechos adquiridos cuando había una.

Ahora parece claro que la acción argentina respondió a una falsa impresión sobre cómo iba a reaccionar Gran Bretaña, impresión generada por la diplomacia británica de los años anteriores (por esta misma razón, el ministro de Asuntos Exteriores británico dimitió al comienzo de la crisis). Una consecuencia política feliz del conflicto fue el golpe asestado al prestigio y a la cohesión del régimen militar que gobernaba Argentina, y su sustitución a finales de 1983 por un gobierno electo y constitucional. En el Reino Unido, el prestigio de Margaret Thatcher subió junto con la moral nacional, pero —y esto era importante— en el exterior también reforzó su imagen. Durante el resto de la década, el país gozó de una influencia sobre otros mandatarios (en especial, el presidente norteamericano) que no se habría podido mantener solo con los datos puros y duros del poderío británico. Se cuestionó si dicha influencia se aprovechaba siempre bien. Como ocurrió con De Gaulle, las convicciones, las ideas preconcebidas y los prejuicios personales de Thatcher eran siempre muy visibles, y ella, al igual que el general francés, no era europeísta, en tanto en cuanto no sentía un compromiso emocional o siquiera práctico hacia Europa que suavizara su opinión personal acerca del interés nacional. Entretanto, dentro del país, la primera ministra transformó los términos de la política británica, y quizá del debate social y cultural, al poner fin al antiguo consenso biempensante sobre los objetivos nacionales. Esto, junto con el indudable radicalismo de muchas de sus políticas concretas, despertaba a partes iguales entusiasmo y una particular hostilidad. De todas formas, Thatcher no alcanzó algunas de sus metas más importantes. Diez años después de aceptar el cargo, el gobierno desempeñaba un papel más grande, y no más pequeño, en muchos ámbitos de la sociedad, y el dinero público invertido en salud y seguridad social se había incrementado en una tercera parte en términos reales desde 1979 (sin satisfacer una demanda también mucho mayor).

Aunque Margaret Thatcher había dado a los conservadores tres victorias seguidas en las elecciones generales (hasta entonces, una hazaña sin precedentes en la política británica), muchos compañeros de partido empezaron a pensar que les haría perder votos en las siguientes votaciones, que no podían andar muy lejos. Ante la erosión de la lealtad y el apoyo, Thatcher dimitió en 1990, dejando a su sucesor una creciente tasa de paro y una mala situación financiera. A cambio, era probable que la política británica pasara a ser menos obstruccionista y retórica en su planteamiento de la CEE y de los asuntos comunitarios.

La década de 1970 había sido una etapa difícil para todos los miembros de la CEE, con el crecimiento cayendo en picado y las economías respectivas tambaleándose tras el impacto de la crisis del petróleo. Las consiguientes riñas y discusiones entre instituciones (sobre todo respecto a asuntos económicos y financieros) recordaron a los europeos que lo que se había logrado hasta entonces tenía sus límites. En la década de 1980 la situación continuó, ahora con el malestar que producía el éxito de la esfera económica del Lejano Oriente, dominada por Japón. Cuando empezó a verse que otros países querrían sumarse a los diez originales, también empezaron a cristalizar más ideas sobre el futuro de la CEE. Muchos europeos supieron ver que una mayor unidad, un hábito de cooperación y un aumento de la prosperidad eran condiciones sine qua non para la independencia política de Europa, pero algunos también empezaron a darse cuenta de que dicha independencia siempre sería papel mojado a menos que la propia Europa se convirtiera en una superpotencia.

Los más entusiastas se podían consolar con los progresos que se seguían haciendo hacia la integración. En 1979 ya se celebraban las primeras elecciones directas al Parlamento europeo. Grecia se incorporó a la CEE en 1981 y España y Portugal, en 1986. En 1987 se pusieron los cimientos para una moneda y un sistema monetario comunes europeos (pese a la oposición del Reino Unido), y se acordó que en 1992 se inauguraría un auténtico mercado único por cuyas fronteras nacionales circularían libremente las mercancías, las personas, el capital y los servicios. Los miembros incluso avalaron en principio la idea de una unión política europea, a pesar de los recelos importantes de británicos y franceses. Esto no se tradujo de inmediato en una mayor comodidad y cohesión psicológica conforme iban apareciendo las implicaciones, pero era una señal innegable de algún tipo de avance.

En los años transcurridos desde el Tratado de Roma, Europa occidental había recorrido un largo camino, más largo posiblemente que el jamás imaginado por los hombres y mujeres que habían nacido y crecido durante esa época. Bajo los cambios institucionales subyacían también crecientes similitudes, en política, en estructura social, en hábitos de consumo y en creencias respecto a valores y metas. Hasta las antiguas disparidades de estructura económica se habían reducido mucho, como demostraba el número cada vez menor y la prosperidad cada vez mayor de los agricultores franceses y alemanes. Por otro lado, con la incorporación a la CE de países más pobres y tal vez menos estables políticamente hablando, habían surgido problemas nuevos. Pero no se podía negar que se habían producido enormes convergencias. Lo que no estaba tan claro era cuáles serían sus implicaciones en el futuro.

NUEVOS DESAFÍOS AL ORDEN MUNDIAL DE LA GUERRA FRÍA

En diciembre de 1975, Gerald Ford se convirtió en el segundo presidente estadounidense que visitaba China. La desconfianza y la hostilidad tan arraigadas en su país hacia la República Popular habían empezado a limarse con el lento reconocimiento de las lecciones de Vietnam. Por el lado chino, el cambio formaba parte de una transformación aún mayor: la reanudación de un papel regional e internacional de China adecuado a su talla y a su potencial históricos, una reanudación que solo pudo empezar a cristalizarse a partir de 1949 y que, a mediados de la década de 1970, ya se había completado. Ahora era posible plantearse el establecimiento de relaciones normales con Estados Unidos. En 1978 llegó el reconocimiento oficial de lo que ya se había conseguido, cuando el país americano firmó un acuerdo con China en el que, en una concesión crucial, se comprometía a retirar sus tropas de Taiwan y a poner fin a las relaciones diplomáticas oficiales con el gobierno del Kuomintang en la isla.

Mao había muerto en septiembre de 1976. El temor a un ascenso al poder de la «Banda de los Cuatro», colaboradores de Mao (incluida su viuda) que habían fomentado las políticas de la Revolución cultural, fue rápidamente conjurado mediante su detención (y sus posteriores juicio y condena en 1981). Bajo una nueva cúpula dominada por veteranos del partido, pronto se vio que había que corregir los excesos de la Revolución cultural. En 1977 llegó al gobierno como viceprimer ministro Deng Xiaoping, purgado hasta en dos ocasiones en el pasado y firmemente asociado con la tendencia opositora (su hijo quedó inválido a consecuencia de las palizas de la Guardia Roja durante la Revolución cultural). El cambio más importante, sin embargo, radicaba en que la tan esperada recuperación económica de China era por fin una meta alcanzable. En adelante se dejaría espacio a la empresa individual y al afán de lucro, y se potenciarían los contactos económicos con países no comunistas. La intención era reanudar el proceso de modernización tecnológica e industrial.

La mayor definición de la nueva vía emprendida se abordó en 1981, durante la sesión plenaria del comité central del partido que se reunió aquel año. También se abordó la delicada tarea de diferenciar los logros positivos de Mao, un «gran revolucionario proletario», de lo que por entonces se identificaban como sus «grandes errores» y su responsabilidad en los reveses del Gran Salto Adelante y la Revolución cultural. Pese al baile de sillas en la cúpula del PCCh y a los misteriosos debates y producción de eslóganes que seguían confundiendo las realidades políticas, y aunque Deng Xiaoping y sus adjuntos tuvieron que sacar adelante un liderazgo colectivo que incluía a conservadores, en la década de 1980 se configuraría una nueva corriente. Por fin se había dado prioridad a la modernización sobre el socialismo marxista, si bien apenas se podía decir en voz alta (cuando en 1986 el secretario general del partido sorprendió con la imprudente sentencia de que «Marx y Lenin no pueden resolver nuestros problemas», fue rápidamente destituido). El lenguaje marxista seguía impregnando toda la retórica del gobierno. Había quien decía que China estaba retomando el «camino capitalista». Esto también era confuso, aunque natural. Tanto en el partido como en el gobierno continuaba viéndose claramente la necesidad de una planificación positiva de la economía, pero entonces, a diferencia de lo sucedido antes, se reconocían los límites prácticos y había una disposición a intentar diferenciar con más cuidado hasta dónde podía llegar una regulación eficaz en pos de las metas principales: potencia económica y nacional, mejora de los niveles de vida y un amplio igualitarismo.

Uno de los cambios más notables fue la práctica privatización de la agricultura en los años siguientes; aunque no se concedía a los campesinos la plena propiedad de sus tierras, se les animaba a vender libremente sus productos en los mercados. Se acuñaron nuevos eslóganes —«hacerse rico es glorioso»— para fomentar el desarrollo de las iniciativas industriales y comerciales de los pueblos, y se abrió un pragmático camino al desarrollo señalizado con «cuatro modernizaciones». Se establecieron zonas económicas especiales que eran enclaves para el comercio libre con el mundo capitalista; la primera fue Cantón, el centro histórico del comercio de China con Occidente. Esa política tuvo su precio: al principio cayó la producción de cereales, apareció la inflación en la primera mitad de la década de 1980 y aumentó la deuda externa. Algunos culparon a la nueva línea adoptada de un nivel cada vez más elevado y visible de delincuencia y corrupción.

De lo que no puede haber duda es de su éxito económico. En la década de 1980, la China continental empezó a dar muestras de que tal vez podría repetir un «milagro» económico como el de Taiwan. En 1986 era el segundo mayor productor de carbón del mundo y el cuarto de acero. El PIB creció más del 10 por ciento anual entre 1978 y 1986, mientras que el volumen industrial había duplicado su valor en el mismo período. La renta per cápita de los campesinos casi se triplicó, y se calcula que en 1988 la familia campesina media tenía guardados en el banco los ingresos de unos seis meses. Con la visión que da el tiempo, los contrastes son aún más sorprendentes, dado el enorme daño causado por el Gran Salto Adelante y la Revolución cultural. El valor del comercio exterior per cápita se multiplicó aproximadamente por 25 entre 1950 y mediados de la década de 1980. Las ventajas sociales que han acompañado a estos cambios también son claras: un mayor consumo de alimentos y una mayor esperanza de vida, la práctica eliminación de muchas de las enfermedades mortales e incapacitantes del antiguo régimen, y un avance enorme en la lucha contra el analfabetismo de masas. El crecimiento ininterrumpido de la población de China era alarmante y provocó enérgicas medidas de intervención, pero allí, a diferencia de la India, no devoró los frutos del desarrollo económico.

La nueva línea adoptada creaba un vínculo expreso entre modernización y potencia. Reflejaba así las aspiraciones de los reformadores de China desde el Movimiento del 4 de Mayo, o de algunos incluso anteriores. El peso internacional de China ya se había podido ver en la década de 1950, pero ahora empezaba a hacerse notar de distintas formas. En 1984 llegó el acuerdo con los británicos sobre las condiciones de la reincorporación de Hong Kong en 1997, fecha de vencimiento del arrendamiento que tenían sobre parte de sus territorios. Otro acuerdo posterior con los portugueses estipuló también la recuperación de Macao. Como una afrenta al reconocimiento general de la posición de China, uno de sus vecinos, Vietnam —con el que las relaciones llegaron a degenerar en guerra abierta cuando ambos países se disputaban el control de Camboya—, seguía siéndole hostil; a los taiwaneses, sin embargo, les tranquilizaron en parte las promesas chinas de que, llegado el momento, la reincorporación de la isla al territorio de la república no pondría en peligro su sistema económico. A Hong Kong se ofrecieron garantías similares. Como el establecimiento de enclaves comerciales especiales en el continente para el desarrollo del comercio exterior, estas declaraciones subrayaban la importancia que los nuevos dirigentes chinos daban al comercio como canal de modernización. El inmenso tamaño del país hacía que semejante orientación política tuviera importancia en una amplia zona. En 1985, la totalidad del este y el sudeste de Asia constituía una zona comercial con un potencial sin precedentes.

En ella, el desarrollo de los nuevos centros de actividad industrial y comercial en la década de 1980 estaba siendo tan rápido que justificaba por sí solo la idea de que el antiguo reparto mundial de poder económico había desaparecido. Corea del Sur, Taiwan, Hong Kong y Singapur ya habían abandonado la zona de las economías subdesarrolladas, y, en 1990, Malasia, Tailandia e Indonesia parecían muy encaminadas a unirse pronto a ellas. Su éxito formaba parte del éxito del este de Asia en su conjunto, en el que Japón había desempeñado un papel indispensable. La rapidez con que el país nipón, al igual que China, recuperó (y superó) su antiguo estatus de potencia, tenía implicaciones obvias para su posición en la balanza asiática y en la balanza mundial. En 1959, las exportaciones japonesas volvieron a alcanzar los niveles anteriores a la guerra, y en 1970 los japoneses tenían el segundo PIB más alto del mundo no comunista. Habían renovado su base industrial y habían avanzado con gran éxito hacia ámbitos de producción nuevos. Hasta 1951 no salió el primer barco construido para la exportación en un astillero japonés, pero veinte años después Japón tenía la mayor industria de construcción naval del mundo. Al mismo tiempo, ocupó una posición dominante en sectores de bienes de consumo como el electrónico y el automovilístico, en el que Japón fabricaba más coches que ningún otro país excepto Estados Unidos. Esto provocó el resentimiento entre los fabricantes norteamericanos (el mayor de los cumplidos para Japón). En 1979 se acordó fabricar coches japoneses en Inglaterra, lo que le abría las puertas al mercado de la CEE. Los únicos aspectos negativos eran el rápido incremento de la población y las numerosas pruebas del coste del crecimiento económico en términos de destrucción del medio ambiente y de desgaste de la vida urbana.

También es cierto que a Japón le habían favorecido desde hacía tiempo las circunstancias. La guerra de Vietnam, como la de Corea, le ayudó; como le ayudó el que los estadounidenses priorizaran las inversiones sobre el consumo durante los años de ocupación. Sin embargo, las circunstancias favorables requieren seres humanos que sepan aprovecharlas, y, en este sentido, la actitud de los japoneses fue crucial. El Japón de la posguerra pudo desplegar entre su pueblo un intenso orgullo y una disposición inigualable al esfuerzo colectivo; ambas cualidades nacían de la profunda capacidad de cohesión y de subordinación del individuo a los fines colectivos que siempre había caracterizado a la sociedad japonesa. Extrañamente, esas actitudes sobrevivieron a la llegada de la democracia. Puede que todavía sea pronto para juzgar hasta qué punto están arraigadas las instituciones democráticas en la sociedad japonesa; así, tras 1951 no tardó en surgir una especie de consenso a favor del gobierno de partido único (pese a que la irritación que esto provocó se tradujo enseguida en la aparición de agrupaciones más radicales, algunas antiliberales). También empezaba a sentirse un malestar creciente respecto a lo que les estaba pasando a los valores e instituciones tradicionales. El precio del crecimiento económico amenazaba en forma no solo de enormes conurbaciones y contaminación, sino también de problemas sociales que creaban tensiones incluso en la tradición japonesa. Las grandes compañías seguían funcionando basadas en lealtades de grupo que se fundamentaban a su vez en actitudes e instituciones tradicionales. Sin embargo, a un nivel diferente, hasta la familia japonesa parecía estar bajo presión.

El avance económico también contribuyó a cambiar el contexto de la política exterior, que en la década de 1960 se alejó de las simplificaciones de la década anterior. El poderío económico hizo que el yen adquiriera importancia internacional e introdujo a Japón en la diplomacia monetaria occidental. La prosperidad también le abrió puertas en muchas otras regiones del mundo. En la cuenca del Pacífico, Japón era un consumidor destacado de las materias primas de otros países, y en Oriente Próximo se convirtió en un gran comprador de petróleo. En Europa, sus inversiones alarmaban a algunos (a pesar de que su cuota final no era tan grande), mientras que la importación de sus productos manufacturados amenazaba a los fabricantes europeos. Incluso el suministro de alimentos fue causa de polémica internacional; en la década de 1960, el 90 por ciento de las necesidades proteínicas de Japón procedía de la pesca, lo que disparó la señal de alarma ante una posible sobrepesca japonesa en grandes caladeros.

Mientras estos y otros asuntos modificaban el escenario y el contenido de las relaciones exteriores, también cambiaba el comportamiento de otras potencias, sobre todo en la región del Pacífico. En la década de 1960, Japón fue adquiriendo una preponderancia económica cada vez mayor en comparación con otros países de la región, siguiendo un patrón no muy distinto al de Alemania respecto a Europa central y oriental antes de 1914. Conforme Japón se convertía en el mayor importador del mundo de materias primas, Nueva Zelanda y Australia veían que sus economías se vinculaban en un grado cada vez mayor y más beneficioso al país nipón. Ambos le suministraban carne y, en el caso de Australia, también minerales, sobre todo carbón y mineral de hierro. En el Asia continental, los rusos y los surcoreanos protestaban contra las actividades pesqueras de los japoneses. Era un nuevo giro en un guión complejo y antiguo; Corea también era el segundo mercado más grande de Japón (después de Estados Unidos) y, a partir de 1951, los japoneses reanudaron sus inversiones allí. Esto hizo renacer una desconfianza tradicional, y resultaba inquietante ver que el nacionalismo surcoreano adquiría un tono tan antijaponés que, en 1959, el presidente del país llegó a invitar a sus compatriotas a que se unieran «como un solo hombre» no contra su vecino del norte, sino contra Japón. Por otra parte, veinte años después, los fabricantes automovilísticos japoneses miraban con recelo al fuerte rival que habían contribuido a crear. Al igual que en Taiwan, en Corea del Sur el crecimiento industrial se apoyó en la tecnología difundida por Japón.

Sin embargo, a pesar de que la dependencia de Japón con respecto a la energía importada se tradujo en una terrible conmoción económica cuando los precios del petróleo se dispararon en la década de 1970, durante mucho tiempo nada parecía afectar al progreso económico del país. Las exportaciones a Estados Unidos, que en 1971 ascendían a 6.000 millones de dólares, en 1984 se habían multiplicado por diez. A finales de la década de 1980, Japón era la segunda potencia económica del mundo en cuanto al PIB. Cuando sus empresas volvieron su atención hacia la tecnología de la información y la biotecnología, y hablaron de ir reduciendo la producción de automóviles, no había ninguna razón para pensar que el país había perdido su capacidad de disciplinada adaptación.

La adquisición de más poder ya había significado la asunción de mayores responsabilidades. La retirada del patrocinio estadounidense tuvo un final lógico en 1972, cuando Okinawa (una de las primeras posesiones exteriores recuperadas) fue devuelta a Japón, pese a la permanencia de una gran base norteamericana. Quedaban pendientes el tema de las Kuriles, aún en manos rusas, y el de Taiwan, en posesión de los nacionalistas chinos y reclamada por los comunistas chinos, pero la actitud japonesa al respecto fue siempre de una (sin duda prudente) reserva. Existía también la posibilidad de que se reabriera la cuestión de Sajalin. Todos esos temas empezaron a parecer mucho más susceptibles de revisión o, como mínimo, de reconsideración en la estela de los grandes cambios que había supuesto para la escena asiática la revitalización de China y de Japón. El enfrentamiento sinosoviético dio a Japón más libertad de maniobra, pero hacia Estados Unidos, su antiguo patrón, y hacia China y Rusia. Que una vinculación tan estrecha con los norteamericanos podía acabar siendo inoportuna se volvió evidente conforme se desarrollaba la guerra de Vietnam y en Japón crecía la oposición política al conflicto. El país nipón tenía una libertad limitada en tanto en cuanto las otras tres grandes potencias de la región estaban en 1970 equipadas con armas nucleares (y Japón, más que cualquier otro país, conocía de primera mano sus efectos), pero nadie dudaba de que, en caso necesario, los japoneses también podrían fabricarlas en un tiempo relativamente breve. En general, la postura nipona tenía el potencial de desplegarse en varias direcciones; en 1978, el vicepresidente chino visitó Tokio. Era innegable que Japón volvía a ser una potencia mundial.

Si la prueba de ese estatus es el ejercicio habitual de una influencia decisiva, ya sea económica, militar o política, fuera de las fronteras geográficas propias, se puede afirmar que, en la década de 1980, la India seguía sin ser una potencia mundial. Se trata posiblemente de una de las sorpresas de la segunda mitad del siglo. Cuando obtuvo la independencia, la India disfrutaba de muchas ventajas que no tenían otras antiguas colonias europeas ni Japón después de la derrota. En 1947 el país arrancó con una administración eficiente, un ejército disciplinado y bien preparado, una élite bien formada y universidades florecientes (unas setenta); internacionalmente, podía contar con el respeto y la buena disposición de muchos; tenía una infraestructura considerable que había salido indemne de la guerra, y pronto podría explotar las ventajas de la polarización de la guerra fría. También tenía que hacer frente a la pobreza, la desnutrición y a grandes problemas de salud pública, pero a China le pasaba lo mismo. Cuando llegó 1980, el contraste entre ambos era muy visible; en la década de 1970, las calles de las ciudades chinas se habían llenado de personas bien alimentadas y bien vestidas (de forma gris pero práctica), mientras que las calles indias seguían mostrando espantosos ejemplos de pobreza y enfermedad. En estas condiciones, era fácil adoptar una visión pesimista ante el escaso desarrollo de la India. Había sectores en los que el crecimiento era sustancial e impresionante, pero esos logros quedaban eclipsados por una realidad: el crecimiento económico iba seguido de cerca por el crecimiento de la población. La mayoría de los indios apenas habían mejorado su situación con respecto a los que celebraron la independencia en 1947.

Se podría decir que el haber mantenido una India unida ya constituía un gran logro, dada la naturaleza fisípara del país y sus potenciales divisiones. También hay que admitir que, en cierta medida, se supo mantener un orden electoral democrático, aunque con ciertas salvedades, y que los cambios de gobierno habidos fueron pacíficos y fruto de los votos emitidos. Sin embargo, hasta el historial democrático de la India se vio menos esperanzador después de 1975, cuando la primera ministra (e hija de Nehru) Indira Gandhi declaró el estado de excepción y la imposición de unas prerrogativas presidenciales parecidas a las de los virreyes de los viejos tiempos (con el apoyo de uno de los dos partidos comunistas indios). Es cierto que, como consecuencia de ello, Gandhi perdió las elecciones de 1977 y, al año siguiente, fue objeto de una exclusión judicial del cargo y del Parlamento durante un breve tiempo, lo que se podría interpretar como un síntoma saludable del constitucionalismo indio. Sin embargo, en el otro plato de la balanza hay que poner el frecuente recurso a las facultades presidenciales para suspender el gobierno constitucional normal en regiones concretas, así como una montaña de informes sobre la brutalidad de la policía y demás fuerzas de seguridad hacia las minorías.

Como síntoma inquietante de reacción al peligro de división, en 1971 un partido hindú ortodoxo y profundamente conservador apareció en la política india como la primera amenaza viable a la hegemonía del Partido del Congreso, y ocupó el poder durante tres años. Sin embargo, la hegemonía continuó; cuarenta años después de la independencia, el Partido del Congreso estaba más presente que nunca, más que como un partido político en el sentido europeo, como una coalición para todo el país de grupos de interés, personajes importantes y gestores de influencias, lo que le daba, incluso bajo el liderazgo de Nehru y a pesar de todas sus aspiraciones y retórica socialistas, un carácter intrínsecamente conservador. Una vez expulsados los británicos, la misión del Partido del Congreso nunca fue buscar el cambio, sino más bien acomodarse a él. Esto quedó en cierta manera simbolizado por la naturaleza dinástica del gobierno indio. A Nehru le sucedió como primera ministra su hija Indira —cuyo primer alejamiento de los deseos de su padre fue ignorar su voluntad de que en su funeral no hubiera ninguna ceremonia religiosa—, y a Indira, su hijo Rajiv. Cuando este fue asesinado en un atentado (no estaba en el gobierno en esos momentos), los líderes del Partido del Congreso mostraron un reflejo casi automático al intentar convencer a su viuda para que asumiera el liderazgo del partido. Con todo, en la década de 1980 había indicios de que esa tradición dinástica podría no ser viable durante mucho tiempo. El particularismo sij saltó a la palestra mundial en 1984 con el magnicidio de Indira Gandhi (que volvía a ser primera ministra), después de que el ejército indio lanzara un ataque contra el principal templo de los sijs en Amritsar. En los siete años siguientes, más de 10.000 personas, entre militantes sijs, transeúntes inocentes y miembros de las fuerzas de seguridad, fueron asesinadas. Por su parte, el enfrentamiento con Pakistán por Cachemira se reavivó en la segunda mitad de la década. En 1990 se admitió oficialmente que aquel año habían muerto 890 personas en los enfrentamientos entre hindúes y musulmanes, los peores desde 1947.

Una vez más, no es fácil evitar la banal reflexión sobre lo mucho que le pesaba a la India su pasado, sobre la ausencia de una fuerza dinámica suficiente para desbancarlo y sobre la lenta y fragmentaria llegada de la modernidad. La reafirmación de la tradición india era una posibilidad siempre presente conforme se iban borrando los recuerdos de la India anterior a la independencia. Resulta simbólico que, cuando en 1947 llegó por fin el momento de la independencia, lo hiciera a medianoche, porque los británicos no habían consultado a los astrólogos una fecha con buenos auspicios y se optó por elegir el intervalo entre dos días para el nacimiento de una nueva nación; era una confirmación del poder de las tradiciones indias, que apenas se debilitaría en los cuarenta años siguientes. La partición había redefinido a la comunidad que se iba a gobernar en términos mucho más hindúes. En 1980, el último funcionario contratado bajo la presencia británica ya se había jubilado. La India sigue viviendo en una contradicción consciente entre un sistema político occidental injertado y la sociedad tradicional en la que este se ha impuesto. Pese a todos los grandes logros de muchos de sus dirigentes, hombres y mujeres plenamente entregados, el pasado más arraigado, con todo lo que implica en cuestión de privilegios, injusticia y desigualdad, sigue obstaculizando el avance del país. Quizá los que creyeron en su futuro en 1947 no supieron ver lo difícil y doloroso que siempre tiene que ser un cambio fundamental... Aunque no corresponde jactarse de ello a quienes han encontrado difícil aplicar cambios mucho menos fundamentales en sus propias sociedades.

EL MUNDO DEL ISLAM

El vecino de la India, Pakistán, se había vuelto de forma más deliberada hacia la tradición islámica, y pronto se encontró formando parte de un movimiento de renovación presente en gran parte del mundo musulmán. Los políticos occidentales tuvieron que recordar —y no era la primera vez— que el islam era fuerte en un territorio que se extendía desde Marruecos, en el oeste, hasta China, en el este. Indonesia, el mayor país del sudeste asiático junto con Pakistán, Malasia y Bangladesh, albergaba a cerca de la mitad de los musulmanes del mundo. Fuera de estos países y de las tierras de cultura árabe, tanto la Unión Soviética como Nigeria, el país africano más poblado, tenían también grandes poblaciones musulmanas (ya en 1906, la revolución en Irán había alarmado al gobierno zarista de Rusia por sus posibles efectos perturbadores entre sus propios súbditos musulmanes). Sin embargo, se tardó bastante en modificar la percepción sobre el mundo islámico. A mediados de la década de 1970, el resto del mundo apenas pensaba en el islam, y cuando lo hacía, tendía a obsesionarse con los países árabes de Oriente Próximo, sobre todo con los productores de petróleo.

Esta percepción limitada también se vio durante mucho tiempo empañada y oscurecida por la guerra fría. Además, la naturaleza de ese conflicto emborronaba a veces escenarios más antiguos; algunos observadores veían lo que era un deseo tradicional ruso de influir en la región como una faceta de la política soviética que estaba más cerca que nunca de su realización. En 1970, la Unión Soviética tenía una presencia naval en el mundo que rivalizaba con la de Estados Unidos, incluido el océano Índico. Tras la retirada británica de Adén en 1967, los rusos utilizaron esa misma base con el consentimiento del gobierno de Yemen del Sur. Todo esto se estaba produciendo en un momento en el que, más al sur, los estadounidenses también habían sufrido reveses estratégicos. La llegada de la guerra fría al Cuerno de África y a las antiguas colonias portuguesas había añadido significado a los acontecimientos que tenían lugar más al norte.

Sin embargo, con la perspectiva que da el tiempo, no parece que la política soviética se beneficiara mucho en el mundo musulmán del considerable caos que sufría la política estadounidense en Oriente Próximo a mediados de la década de 1970. Para entonces, Egipto se había enfrentado a Siria y había acudido a Estados Unidos con la esperanza de llegar a una paz con Israel que salvara las apariencias. Cuando en 1975 la Asamblea General de las Naciones Unidas condenó el sionismo como una forma de racismo y concedió a la OLP la condición de «observador» en la Asamblea General, Egipto quedó inevitablemente más aislado del resto de los estados árabes. Mientras, la actividad de la OLP en la frontera norte estaba no solo acosando a Israel, sino también hundiendo al Líbano —antes bastión de los valores occidentales y por entonces santuario de la OLP— en la ruina y la desintegración. En 1978, Israel invadió el sur del Líbano con la esperanza de poner fin a los ataques de la OLP. Aunque el mundo no islámico aplaudió el encuentro de los primeros ministros egipcio e israelí en Washington al año siguiente para firmar un acuerdo de paz que implicaba la retirada de Israel del Sinaí, tres años después el egipcio lo pagó con su vida a manos de los que sentían que había traicionado la causa palestina.

El limitado acuerdo entre Israel y Egipto debía mucho a Jimmy Carter, el candidato demócrata que había ganado las elecciones presidenciales estadounidenses de 1976. La moral norteamericana sufría a la sazón otras penalidades además de las de Oriente Próximo. La guerra de Vietnam había destruido la carrera de un presidente, y el mandato de su sucesor se había centrado en la gestión de la derrota estadounidense y del acuerdo de paz (y pronto se vio lo poco que valía dicho acuerdo). Como trasfondo, también estaba el miedo que sentían muchos ciudadanos de Estados Unidos ante la creciente fuerza de la URSS en cuestión de misiles. Todo esto afectó a la reacción estadounidense ante un acontecimiento totalmente imprevisto, el derrocamiento del sha de Irán, que no solo infligió un grave golpe a Estados Unidos, sino que también reveló, por un lado, una dimensión nueva y potencialmente enorme de los conflictos de Oriente Próximo y, por otro, la imprevisibilidad del islam.

En enero de 1979, el sha de Irán —que durante mucho tiempo había sido objeto del favor estadounidense como aliado de confianza— fue expulsado del trono y del país por una coalición de progresistas indignados y conservadores islámicos. Un intento de garantizar un gobierno constitucional fracasó pronto ante el apoyo popular obtenido por los islamistas. Las tradiciones y la estructura social de Irán habían sufrido el trastorno de una política de modernización en la que el sha había seguido los pasos de su padre Reza Khan, pero con menos prudencia. Casi de inmediato nació una república islámica chiita dirigida por un clérigo anciano y fanático. Estados Unidos reconoció enseguida al nuevo régimen, pero en vano. El país norteamericano era señalado como el protector del antiguo sha y la encarnación más visible del capitalismo y del materialismo occidental. Apenas consolaba el hecho de que la Unión Soviética fuera objeto al poco tiempo de una demonización similar por parte de los líderes religiosos iraníes, como un segundo «Satán» que amenazaba la pureza del islam. Algunos norteamericanos se animaron cuando, en Irak, el régimen del partido Baaz, de especial ferocidad y que ya era visto con buenos ojos por su cruel persecución y ejecución de los comunistas iraquíes, se enfrentó con el nuevo Irán en un conflicto avivado (a pesar del laicismo baazista) por la tradicional enemistad entre los suníes de Mesopotamia y los musulmanes chiitas de Persia. Cuando en julio de 1979 Sadam Husein asumió la presidencia en Bagdad, la CIA albergó esperanzas de que acabara contrarrestando el peligro iraní en la región del golfo Pérsico.

Esas esperanzas eran particularmente necesarias porque la Revolución iraní implicó mucho más que la pérdida de un Estado cliente de los norteamericanos. Aunque lo que hizo posible el derrocamiento del sha fue una conjunción de diferentes descontentos, la rápida vuelta a la tradición arcaizante (de forma más llamativa en el trato a las mujeres) demostró que allí se había repudiado algo más que a un gobernante. La nueva república islámica, aunque se definiera chiita, formulaba reclamaciones universales; era una teocracia en la que el buen gobierno se derivaba de la buena fe, en cierta manera como en la Ginebra de Calvino. También era una expresión de la rabia que sentían muchos musulmanes de todo el mundo (sobre todo en territorio árabe) ante la aparición de la occidentalización laica y el incumplimiento de la promesa de modernización. En Oriente Próximo, más que en ningún otro lugar, ni el nacionalismo ni el socialismo ni el capitalismo habían conseguido resolver los problemas de la región, o satisfacer siquiera las pasiones y los apetitos que habían despertado. Los «fundamentalistas» musulmanes consideraban que Ataturk, Reza Khan y Nasser habían llevado a sus pueblos por el camino equivocado. Las sociedades islámicas habían podido resistir el contagio del comunismo ateo, pero, para muchos musulmanes, el contagio de la cultura occidental, hacia la que se habían vuelto tantos de sus líderes durante más de un siglo, resultaba mucho más peligroso. Paradójicamente, el concepto revolucionario occidental de explotación capitalista contribuyó a alimentar esta animadversión.

Las raíces del fundamentalismo islámico (por utilizar esa expresión comodín tan poco satisfactoria) eran variadas y muy profundas. Se nutrían de un pasado de siglos de lucha contra la cristiandad y reaparecieron a partir de la década de 1960, cuando los foráneos (incluida la URSS) encontraron cada vez más obstáculos para imponer su voluntad en Oriente Próximo y en el golfo Pérsico, dadas las divisiones de la guerra fría. Cada vez era más evidente para muchos árabes musulmanes que el principio occidental de nacionalidad, defendido desde la década de 1880 como remedio organizativo para la inestabilidad que siguió a la decadencia turca, no había funcionado; estaba claro que las guerras por los antiguos territorios otomanos seguían vivas. Una conjunción favorable de circunstancias difíciles para Occidente se reforzó aún más con el reciente descubrimiento del poder del factor petróleo. Pero también había que tener en cuenta que, desde 1945, los musulmanes más religiosos habían empezado a ver que el comercio occidental, las comunicaciones y las propias tentaciones que acompañaban a la riqueza petrolífera eran más peligrosos para las sociedades islámicas que cualquier otra amenaza anterior (y, sobre todo, que cualquier amenaza puramente militar). Eso contribuyó a la tensión y al malestar.

Sin embargo, a esas sociedades les resultaba difícil andar a un mismo paso. La hostilidad entre suníes y chiitas tenía siglos de antigüedad. En el período que siguió a 1945, el movimiento socialista Baaz, que inspiró a muchos musulmanes y que estaba especialmente arraigado en Irak, había sido anatematizado por los Hermanos Musulmanes, que lamentaban la «ausencia de Dios» en ambos bandos incluso en el conflicto palestino. La soberanía popular era una meta rechazada por los fundamentalistas, que perseguían el control islámico de la sociedad en todos sus aspectos, hasta el punto de que, al cabo de poco tiempo, el mundo empezó a acostumbrarse a oír noticias como que Pakistán prohibía el hockey mixto, que Arabia Saudí castigaba los delitos con lapidaciones y amputaciones, que Omán estaba construyendo una universidad en la que se separaría a hombres y mujeres durante las clases... y mucho, mucho más. En 1980, los islamistas radicales tenían suficiente poder como para lograr sus objetivos en ciertos países. De hecho, en 1978 hasta los estudiantes del comparativamente «occidentalizado» Egipto ya les habían votado en las elecciones, mientras que algunas alumnas de la facultad de medicina se negaban a diseccionar cadáveres masculinos y exigían un sistema de enseñanza separado por sexos.

Para evaluar esas actitudes con perspectiva (a primera vista, llama la atención del occidental que los estudiantes radicales apoyaran causas tan claramente reaccionarias), hay que ubicarlas en el contexto de una larga ausencia dentro del islam de estados o teorías institucionales como las que había en Occidente. Incluso en manos ortodoxas, e incluso cuando aporta algún bien deseable, el Estado como tal no es una autoridad automáticamente legítima en la mentalidad islámica. Además, la propia introducción de estructuras de Estado en tierras árabes desde el siglo XIX había sido una imitación, consciente o inconsciente, de Occidente. El radicalismo juvenil, que tampoco había encontrado lo que buscaba en el socialismo (o lo que se creía que era el socialismo, el cual, en cualquier caso, era otra importación occidental), sentía que los estados o naciones no tenían ningún valor intrínseco, de manera que miraban hacia otro lado; lo que explica, en parte, los esfuerzos realizados, primero en Libia y luego en Irán y Argelia, para fomentar nuevas formas de legitimar la autoridad. Falta por ver si el ancestral sesgo islámico contra las instituciones públicas y a favor del tribalismo y de la hermandad del islam se puede mantener. Después de todo, incluso esa hermandad tiene que reconocer que la mayoría de los musulmanes del mundo no hablan árabe.

El potencial de que se produzcan disturbios e incluso conflictos intestinos en algunas partes del mundo islámico hace que resulte demasiado tentador simplificar. El mundo islámico no es culturalmente homogéneo y, al igual que el mítico «Occidente» denunciado en la década de 1980 por los imanes más populares, no se puede identificar de forma convincente con una civilización coherente, diferenciada y de fronteras claras y delimitadas. El «islam», al igual que «Occidente», es una abstracción, una expresión a veces útil a efectos explicativos. Muchos musulmanes, incluidos algunos de mentalidad religiosa, intentan vivir a caballo entre ambos mundos, comprometidos en cierta medida con ideales occidentales y con ideales islámicos. Cada mundo representa un centro histórico de dinamismo y una fuente de energías, si bien esta afirmación parece más cierta en el caso de la civilización occidental, independientemente de cómo se defina, que en el de cualquier posible lectura del islam.

En cuanto a la violencia perturbadora de la política islámica en muchos estados árabes, suele ser resultado de una simple polarización entre el autoritarismo represivo, por un lado, y el movimiento radical, por otro. Es el caso de las alteraciones del orden que se produjeron en la década de 1980 en Marruecos y en Argelia, una situación que se volvió aún más peligrosa y explosiva por la demografía. Se calcula que la edad media de la mayor parte de las sociedades islámicas es de entre quince y dieciocho años, y sus poblaciones crecen muy deprisa. Hay demasiada energía y frustración juvenil en el ambiente para poder esperar con optimismo un futuro de paz. También aquí radica la razón de que, poco después de la Revolución iraní, los estudiantes de Teherán desahogaran su exasperación asaltando la embajada estadounidense y secuestrando a rehenes civiles y diplomáticos. El mundo vio con sorpresa que el gobierno iraní los respaldaba, se hacía cargo de los rehenes y secundaba la exigencia de los estudiantes de que el sha regresara para ser juzgado. Al presidente Carter no se le podía presentar una situación más difícil, dado que en aquel momento la política norteamericana en el mundo islámico estaba centrada sobre todo en la intervención soviética en Afganistán. Las primeras respuestas fueron romper las relaciones diplomáticas con Irán e imponer sanciones económicas. Les siguió una operación de rescate que fracasó lamentablemente, y al final los desdichados rehenes fueron recuperados mediante negociaciones (y, en efecto, el pago de un rescate: la devolución de los activos iraníes en Estados Unidos, que habían sido congelados cuando se produjo la revolución). Aun así, la humillación de los estadounidenses no fue ni la única cara de este episodio ni la más importante.

Junto con sus amplias repercusiones políticas, la retención de los rehenes fue simbólica en otro sentido, porque supuso un duro golpe (traducido en un voto de condena unánime en la ONU) a la convención, desarrollada primero en Europa y después, durante más de tres siglos, en todo el mundo civilizado, de que los representantes diplomáticos debían gozar de plena inmunidad. La acción del gobierno iraní anunciaba que no seguiría las reglas del juego. Era un rechazo flagrante de los postulados «civilizados», que obligó a algunos en Occidente a plantearse por primera vez qué más podía implicar la revolución islámica.