Ya en las postrimerías del siglo XX de la era cristiana, existía un acuerdo bastante generalizado de que los cambios más grandes e impresionantes habían comenzado a aparecer en torno a más o menos 1945. Hoy eso es aún más evidente. Pero no por ello se hace más fácil concretar esos cambios y ubicarlos como parte de la historia del mundo. Al contrario: la mera narración de los acontecimientos se espesa de pronto, de forma inexplicable y por sí sola. Ahora, bajo la impresión de los acontecimientos recientes, es más difícil que nunca adquirir una perspectiva adecuada para estudiar los últimos cincuenta años de historia en relación con los seis mil precedentes.
Parte del problema radica en nuestras «expectativas razonables». Cuando leemos sobre épocas que hemos vivido, esperamos encontrar acontecimientos que recordamos o de los que recordamos haber oído hablar a una edad influenciable y, si no aparecen en el relato, sentimos cierta decepción. Sin embargo, la historia es siempre una selección. En el sentido más estricto, la historia es lo que una época concreta considera destacable de una época anterior; y las expectativas, legítimas o ilegítimas, son solo una parte de eso. Sin embargo, ese tampoco es el único escollo para escribir la historia de los tiempos recientes; la rapidez de los cambios es otro. Hace muy pocos siglos que el concepto de la evolución cultural humana empezó a tomar fuerza entre los historiadores. De hecho, hace muy poco que los historiadores empezaron a asimilar que las generaciones difieren culturalmente, que las sociedades en las que viven sufren constantemente cambios profundos y decisivos, y que con ellas cambian también las actitudes básicas. Lo cierto es que, en estos momentos, no hay ningún adulto que no haya pasado por ejemplos de adaptaciones radicales que ahora se dan por sentadas, que ya hemos hecho nuestras, en muchos casos sin darnos cuenta, aunque hayan sido mucho más profundas y mucho más rápidas que cualquiera de los cambios que experimentaron nuestros antepasados. El crecimiento de la población es un caso paradigmático: ninguna generación anterior ha vivido nada parecido a un aumento tan veloz de la población humana. Y, sin embargo, pocas personas han sido conscientes de ello.
Ahora bien, la historia no se ha acelerado como una mera sucesión de acontecimientos. En muchos casos, los cambios que ha traído consigo han tenido implicaciones mucho más amplias y profundas, y han ejercido más influencia que en el pasado, simplemente por la velocidad a la que se han producido. Por citar un ejemplo, pese a la insatisfacción que muchos sienten aún sobre el grado de los avances obtenidos, las oportunidades y libertades de que disponen las mujeres de la sociedad occidental han crecido a un ritmo bastante distinto y con una envergadura radicalmente mayor que en siglos anteriores. Y, sin embargo, aún no han surtido pleno efecto (o, en algunos lugares, ninguno). Lo mismo podría decirse de muchos cambios de carácter más tecnológico y material, que aún están lejos de dar todos sus frutos.
La historia de las últimas décadas es, además —debido a sus transformaciones tan rápidas y radicales—, bastante distinta de cualquier historia anterior, de manera que se hace aún más difícil escribir sobre ella como parte del mismo relato. Al analizarla, debemos (en cierto sentido) no solo cambiar de marcha, sino también adoptar un punto de vista diferente. Necesitamos dar más explicaciones para mostrar la influencia que ha tenido un hecho o un acontecimiento dado, sobre todo si implica alguna innovación técnica. Necesitamos ofrecer más detalles para desentrañar el desmoronamiento y la reconstrucción de un sistema político mundial en el contexto del primer orden económico verdaderamente global, o para sopesar cuántos cambios irreversibles se pueden identificar ahora como resultado de la intervención humana en la naturaleza. Cierto es que estos temas también exigen tener en cuenta la historia anterior, pero antiguamente las implicaciones reales y más importantes de los acontecimientos tendían a revelarse muy lentamente, y a veces casi pasaban desapercibidas. Ahora se revelan con una rapidez sorprendente, por no decir explosiva, y eso hace mucho más difícil adoptar una perspectiva estable.
Y no olvidemos la cronología, la base de la historia. La idea de que la historia entra en una fase nueva y diferenciada hacia mediados del siglo XX, nos empuja a muchos a buscar momentos que nos podrían servir de jalones cronológicos indispensables, como los que utilizamos al narrar la historia precedente. En este sentido, sin embargo, puede que, dentro de unas décadas, decidir si 1917 es una fecha más significativa que 1919 o si lo que pasó en Manchuria en 1931 marcó un punto de partida más llamativo que lo que pasó en Polonia en 1939, no sea tan importante como creíamos. Posiblemente, ninguna de esas fechas se considerará más destacable que, por ejemplo, la de la patente presentada en 1951 para un compuesto eficaz para controlar la fertilidad de las mujeres y susceptible de una administración oral segura. Fue un hito para el desarrollo de lo que pronto —diez años después— se conocería como «la píldora», cuyos efectos han sido ya enormes.
En las páginas que siguen he intentado deliberadamente hacer frente a esos problemas y restarles capacidad intimidatoria refiriendo en primer lugar —y con cierta extensión— los desarrollos más importantes que encarnan o representan temas e influencias a largo plazo de aproximadamente los últimos cincuenta años. A partir de ahí, he intentado esbozar una narración de los acontecimientos que ocuparon más titulares, dividida a grandes trazos en breves períodos cronológicos. Mi intención es que de ahí surjan los principales marcadores cronológicos de la «historia contemporánea», esto es, los momentos en los que las cosas podrían haber ido de otra forma si la historia no fuera historia y no estuviera, por tanto, «obligada» a seguir los caminos que siguió.
Como es natural, hay ciertos aspectos generales que saldrán con casi total seguridad, incluso antes de que empecemos. No es difícil ver, por ejemplo, que los días de la dominación del mundo por parte de los europeos se acabaron, y que a partir de 1945 podemos hablar de una «era posteuropea». No obstante, hay que tener en cuenta otros cambios todavía más generales y arrolladores. Hoy el mundo está más unificado que nunca. Es una de las maneras en que, en muy pocos años, el planeta ha cambiado más deprisa y puede que de forma más radical que nunca antes en la historia. Se ha extendido una civilización común que, en muchas formas, se comparte más que ninguna civilización anterior, pero que, incluso mientras lo constatamos, sigue transformándose ante nuestros ojos. Es una civilización claramente comprometida con el cambio y que, por ello, suele tener un impacto revolucionario. Para imaginar cómo será la vida ni que sea dentro de unas décadas, partimos de una base mucho menos firme que la que tenían nuestros antepasados. Algunas de las razones más obvias son la mayor independencia económica y tecnológica y, sobre todo, la circulación de una cantidad de información mucho más grande y la mejora de los medios para utilizarla. Ahora, casi cualquier cosa que pasa en cualquier lugar del mundo puede en principio producir efectos inmediatos en otro lugar; cada vez son más, aunque aún no todos, los líderes políticos que se dan cuenta de esto, empujados por la ideología, por el cálculo o por el simple miedo. Al final, la mayoría de ellos acaban reconociendo, aunque a veces demasiado tarde, el camino que ha emprendido la historia. Por comodidad, a los procesos implicados se los suele englobar bajo el término «modernización», y sus síntomas se han extendido a todos los rincones del planeta, incluso allí donde todavía no son más que aspiraciones.
Hace mucho, en la prehistoria, la humanidad comenzó a liberarse de la naturaleza a través de las tecnologías primitivas. Después, durante miles de años, siguió caminos distintos y divergentes, que llevaron a distintas formas de vida y a culturas y civilizaciones muy particulares y diferenciadas. Varios siglos atrás, esos caminos empezaron a converger conforme empezaban a extenderse desde una parte del mundo los procesos de modernización. Ahora constatamos que, de una u otra manera, los caminos se están uniendo en todo el planeta, por más que cueste hacer afirmaciones precisas sobre algo que tiene lugar a un nivel tan general. Lo que sí debemos (y, afortunadamente, podemos) reconocer es que incluso la historia más reciente debe mirarse a la luz de la historia más antigua. Así aumentaremos al menos un poco las oportunidades de obtener una perspectiva justa incluso sobre los cambios más enormes.