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La configuración de un nuevo mundo

Después de la Primera Guerra Mundial, aún podía mantenerse la ilusión de que era posible restaurar el antiguo orden. En 1945, ningún dirigente político creía en semejante posibilidad. Las circunstancias que acompañaron a los dos grandes intentos del siglo de reordenar las relaciones internacionales fueron diferentes. Por supuesto, en ninguno de los dos casos podía empezarse desde cero para, a partir de entonces, formular nuevos planes. Los acontecimientos habían cerrado muchos caminos, y ya se habían tomado importantes decisiones, algunas acordadas y otras impuestas, sobre lo que había que hacer tras la victoria. Una de las más destacadas que se adoptaron después de la Segunda Guerra Mundial fue, una vez más, la de crear una organización internacional que velara por la paz mundial. El hecho de que las dos grandes potencias concibieran de manera diferente la naturaleza del nuevo ente en proyecto, Estados Unidos como una manera de ordenar jurídicamente la vida internacional y Rusia como un medio de mantener la llamada «gran alianza» de la Segunda Guerra Mundial, no impidió que se acometiera la tarea. Así, en 1945 se fundó en San Francisco la Organización de las Naciones Unidas (ONU).

Se había reflexionado mucho, como es natural, sobre el fracaso de la Sociedad de Naciones para que las expectativas no se vieran frustradas. En 1945 no se incurrió de nuevo en uno de los principales errores, y Estados Unidos y Rusia formaron parte desde el principio de la nueva organización. Aparte de eso, la estructura básica de las Naciones Unidas se creó con un perfil parecido a la de la Sociedad de Naciones. Sus dos órganos fundamentales eran un pequeño consejo y una gran asamblea. En la Asamblea General estarían representados de manera permanente todos los estados miembros. El Consejo de Seguridad estuvo formado, al principio, por once miembros, de los cuales solo cinco eran permanentes; estos eran Estados Unidos, la URSS, Gran Bretaña, Francia (gracias a la insistencia de Winston Churchill) y China. El Consejo de Seguridad, sobre todo a instancias de Rusia, fue dotado de más facultades que las del consejo de la antigua Sociedad de Naciones. Los rusos pensaban que había muchas posibilidades de que, por lo general, perdieran las votaciones celebradas en la Asamblea General —en la que, al principio, estaban representados 51 países—, ya que Estados Unidos podía contar no solo con los votos de sus aliados, sino también con los de sus países satélites latinoamericanos. Lógicamente, el gran poder asignado al Consejo de Seguridad no gustaba a las naciones menos poderosas, ya que desconfiaban de las posibilidades de un organismo en el que casi nunca tendrían un representante cuando fueran a tomarse las decisiones definitivas y en el que las grandes potencias serían siempre protagonistas. No obstante, se adoptó la estructura de reparto de poder que las grandes potencias querían, ya que no podía ser de otra manera si se quería que la organización funcionara mínimamente.

La otra gran cuestión que fue motivo de importantes diferencias a la hora de constituir el organismo fue el derecho de veto de los miembros permanentes del Consejo de Seguridad. Esto era algo necesario para que las grandes potencias aceptaran la constitución de la organización, aunque, finalmente, ese derecho de veto se matizó de alguna manera al acordarse que los miembros permanentes no podrían impedir que se investigaran y discutieran asuntos que les afectaran de manera especial, a no ser que el proceso fuera a dar lugar a actuaciones adversas a sus intereses.

En teoría, el Consejo de Seguridad estaba dotado de amplios poderes, pero, naturalmente, su funcionamiento tenía que reflejar la realidad política. En los primeros decenios de su existencia, la importancia de las Naciones Unidas no radicó tanto en su capacidad de actuación, sino en que proporcionaba un foro de discusión. Por primera vez, se iban a presentar ante la opinión pública mundial —que podía seguirlas a través de la radio y el cinematógrafo, y más tarde por televisión— las cuestiones planteadas ante la Asamblea General a raíz de actuaciones de países soberanos. Esto era algo completamente nuevo. Las Naciones Unidas dieron inmediatamente una nueva dimensión a la política internacional. Llevó mucho más tiempo dotar a la organización de instrumentos eficaces para abordar los problemas. Algunas veces, la divulgación de las discusiones internacionales produjo una cierta frustración a causa de la virulencia y esterilidad de los debates, que no lograban hacer cambiar de opinión a nadie. Sin embargo, el organismo funcionaba como un elemento de formación de opinión. También fue positivo que no tardara en decidirse que Nueva York fuera la sede permanente de la Asamblea General, ya que hizo que los estadounidenses vieran con buenos ojos a la organización, lo que ayudó a compensar el aislacionismo histórico de Estados Unidos.

No obstante, fue nada menos que en Londres donde en el año 1946 se reunió por primera vez la Asamblea General de las Naciones Unidas. Desde el principio se produjeron debates acalorados; se presentaron quejas sobre la continuación de la presencia de tropas rusas en el Azerbaiyán iraní, ocupado durante la guerra, a lo que los soviéticos replicaron diciendo que Gran Bretaña mantenía, a su vez, una presencia militar en Grecia. En pocos días, la delegación soviética hizo uso por primera vez del derecho de veto, que se utilizaría muchas otras veces en la historia de la ONU. El instrumento que Estados Unidos y Gran Bretaña habían considerado, y utilizado, como medida excepcional para proteger determinados intereses, pasó a ser un recurso utilizado habitualmente por la diplomacia soviética. Ya desde 1946, las Naciones Unidas fueron el escenario donde la URSS contendió con un bloque occidental aún incipiente que se fue cohesionando precisamente por los excesos de la política soviética.

Si bien a menudo se considera que los orígenes de las relaciones conflictivas entre Estados Unidos y Rusia son muy remotos, lo cierto es que, en los últimos años de la guerra, el gobierno británico tenía la sensación de que los norteamericanos estaban haciendo demasiadas concesiones a la Unión Soviética, con la que mantenían una relación demasiado amistosa. Evidentemente, siempre hubo una diferencia ideológica fundamental; si los rusos no hubieran tenido unos prejuicios tan arraigados sobre las causas de la manera de actuar de las sociedades capitalistas, después de 1945 sin duda habrían mantenido una actitud diferente hacia el que había sido su aliado en la guerra. También es cierto que había ciudadanos estadounidenses que nunca dejaron de desconfiar de Rusia al verla como una amenaza revolucionaria, aunque esta opinión no tuviera gran influencia en las líneas maestras de la política norteamericana. Al finalizar la guerra, la desconfianza de Estados Unidos sobre las intenciones soviéticas era mucho menor de lo que más tarde llegaría a ser. En cualquier caso, de los dos estados, el más desconfiado y receloso era la Unión Soviética.

En aquel momento, no existían otras verdaderas grandes potencias. La guerra había confirmado el acierto de la intuición expresada un siglo antes por Alexis de Tocqueville de que Estados Unidos y Rusia llegarían a dominar el mundo. A pesar de lo que pudiera expresar la composición del Consejo de Seguridad, lo cierto es que Gran Bretaña estaba sometida a graves tensiones, Francia apenas había resucitado de la muerte en vida que había supuesto para ella la ocupación alemana y estaba dividida internamente (un partido comunista muy numeroso amenazaba su estabilidad), en Italia se producían nuevas discrepancias y Alemania estaba en ruinas y ocupada por fuerzas extranjeras. Japón también estaba ocupado y no tenía ningún poder militar, mientras que China jamás había llegado a ser una gran potencia en los últimos tiempos. Por lo tanto, Estados Unidos y Rusia disfrutaban de una superioridad inmensa sobre cualesquiera posibles rivales. También eran los únicos países verdaderamente vencedores, en el sentido de que solo ellos habían obtenido auténticos beneficios como consecuencia de la guerra. Todos los demás estados del bando vencedor habían conseguido, como mucho, sobrevivir o resurgir, mientras que a Estados Unidos y Rusia la guerra les deparó nuevos imperios.

Aunque su imperio había supuesto un gran coste para los rusos, en aquel momento tenían una fortaleza mayor que la que nunca habían conocido en tiempos de los zares. Los ejércitos soviéticos dominaban un vasto territorio en Europa, gran parte del cual estaba bajo la soberanía directa de la URSS; el resto estaba ocupado por estados que en el año 1948 podían considerarse, en todos los sentidos, países satélite, entre los que se encontraba Alemania del Este, de una gran importancia industrial. Más allá de los territorios sobre los que su dominio era completo, estaban Yugoslavia y Albania, los únicos estados comunistas surgidos después de la guerra sin que mediara la ocupación rusa; en 1945, estos dos países parecían aliados seguros de Moscú. Los soviéticos habían conseguido esta ventajosa situación por medio del Ejército Rojo, pero también gracias en gran medida a las decisiones de los gobiernos occidentales y de su comandante en jefe en Europa durante las últimas etapas de la guerra, que se resistió a la presión a que fue sometido para que llegara a Praga y Berlín antes que los rusos. El consiguiente predominio estratégico soviético en el centro de Europa resultaba tanto más amenazador por cuanto ya no existían los antiguos límites al poder de Rusia que había en 1914, el imperio austrohúngaro y la Alemania unificada. No podía esperarse que una Gran Bretaña exhausta y una Francia que resurgía lentamente hicieran frente al Ejército Rojo, y, al regresar los estadounidenses a su país, no pudo concebirse ningún contrapeso al poder soviético.

Las tropas rusas también llegaron en 1945 a las fronteras de Turquía y Grecia —donde se estaba produciendo un levantamiento comunista—, y ocuparon el norte de Irán. En el Lejano Oriente, se habían hecho con una gran parte de Xinjiang, de Mongolia, del norte de Corea y de la base naval de Port Arthur, y habían ocupado el resto de Manchuria, aunque los únicos territorios que, de hecho, arrebataron a los japoneses fueron la mitad meridional de la isla de Sajalin y las Kuriles. El resto de sus anexiones territoriales las realizaron a costa de China, donde, a pesar de ello, al final de la guerra era ya perceptible la configuración de un nuevo Estado comunista del que podía esperarse una actitud amistosa hacia Moscú. Es posible que Stalin no hubiera estado acertado en el pasado al no haberles prestado apoyo político, pero los comunistas chinos no podían en ese momento esperar recibir apoyo moral y material de nadie más. De esta manera, parecía que también en Asia se estaba configurando un país satélite de Rusia. No había ninguna razón para pensar que el líder soviético había olvidado la vieja ambición rusa de erigirse en una potencia en el Pacífico.

El nuevo poder mundial de Estados Unidos estaba mucho menos basado en la ocupación de territorios que el de la URSS. Al final de la guerra, los norteamericanos también mantuvieron un contingente militar en el corazón de Europa, pero en 1945 los ciudadanos estadounidenses querían que sus soldados regresaran lo antes posible a casa. Otra cuestión eran las bases navales y aéreas de Estados Unidos que rodeaban gran parte del territorio euroasiático. Aunque Rusia era una potencia más poderosa que nunca en Asia, la eliminación de la armada japonesa, la ocupación de pequeñas islas como aeródromos y los adelantos tecnológicos que hacían posible los grandes convoyes marítimos de apoyo, habían convertido el océano Pacífico en una especie de mar privado de Estados Unidos. Y, sobre todo, en Hiroshima y Nagasaki había quedado demostrado el poder destructivo de la nueva arma que solo Estados Unidos poseía (aunque en cantidades muy pequeñas), la bomba atómica. Aun así, las bases más firmes del imperio norteamericano estaban en su supremacía económica. Junto con el Ejército Rojo, el enorme poder industrial de Estados Unidos, gracias al cual pudo equipar no solo a sus propias fuerzas militares sino también a muchas de las de sus aliados, había sido decisivo para conseguir la victoria. Además, en comparación con el del resto de los países del bando vencedor, el coste de la victoria para Estados Unidos había sido pequeño; tuvo relativamente pocas víctimas, mientras que el Reino Unido sufrió un mayor número de ellas y Rusia, muchísimas más. El territorio de Estados Unidos solo había sido objeto de ataques del enemigo prácticamente simbólicos y no sufrió daño alguno; su capital inmovilizado quedó intacto, y sus recursos eran mayores que nunca. De hecho, durante la guerra, el nivel de vida de los norteamericanos había mejorado; el programa de rearme puso fin a la depresión, que no había podido ser superada por el New Deal de Roosevelt. Estados Unidos era un gran país acreedor con capital para invertir en el extranjero, en un mundo donde nadie más podía hacerlo. Por último, sus viejos rivales comerciales y políticos se estaban viendo afectados por los problemas de la recuperación. Debido a la falta de recursos, sus economías giraban en torno a la norteamericana. Como consecuencia de ello, surgió en todo el mundo un poder indirecto de Estados Unidos cuyo comienzo empezó a manifestarse incluso antes del fin de la guerra.

Antes de que terminara la contienda en Europa, ya pudo empezar a vislumbrarse el futuro que iba a deparar la bipolarización del poder. Estaba claro, por ejemplo, que no se iba a permitir que los rusos participaran en la ocupación de Italia o en el desmantelamiento de su imperio colonial, así como que los británicos y estadounidenses no podían esperar que se llegase a un acuerdo sobre Polonia que no satisficiera a Stalin. A pesar de la situación de que disfrutaban en su propio hemisferio, los norteamericanos no estaban satisfechos con algunas zonas de influencia concretas; los rusos estuvieron más prestos a la hora de convertirlas en bases de actuación. No vale la pena pararse a pensar de nuevo en las especulaciones que se hacían unos cuantos años después de la guerra en el sentido de que una u otra potencia, o las dos, habrían buscado desde el principio entrar en conflicto entre sí. Las apariencias pueden ser engañosas. A pesar del poder que Estados Unidos tenía en 1945, había poca voluntad política de hacer uso de él; la primera preocupación de las autoridades militares después de la victoria fue lograr que la desmovilización se llevara a cabo lo más rápidamente posible. Los contratos con los Aliados al amparo de la Ley de Préstamo y Arriendo se habían dejado de firmar incluso antes de la rendición de Japón. Esto redujo la influencia internacional indirecta de Estados Unidos y debilitó a unos países amigos, a los que pronto necesitaría, que estaban atravesando por graves problemas de recuperación. Dichos países no podían organizar un nuevo sistema de seguridad que reemplazara al poder de los estadounidenses. Por otro lado, era impensable la utilización de bombas atómicas, salvo como último recurso; su poder de destrucción era excesivo.

Es mucho más difícil saber con certeza qué estaba pasando en la Rusia de Stalin. La población había sufrido de manera espantosa durante la guerra; posiblemente incluso más que los alemanes. No ha sido posible aportar datos fidedignos sino simples estimaciones, pero es probable que murieran más de 20 millones de rusos. Cuando terminó la guerra, es muy posible que Stalin fuera más consciente de la debilidad de su país que de su fortaleza. Bien es verdad que sus métodos de gobierno le eximían de la necesidad, acuciante para los países occidentales, de desmovilizar las enormes fuerzas militares que le proporcionaban la supremacía en Europa. Pero la URSS no disponía de la bomba atómica, ni tampoco de una capacidad significativa de bombardeo estratégico, y la decisión de Stalin de desarrollar armas nucleares añadió una grave presión a la economía soviética, en un momento en el que era del todo necesario conseguir una recuperación económica general. Los años inmediatamente posteriores a la guerra iban a ser tan duros como lo habían sido los de la carrera por la industrialización de la década de 1930. A pesar de las dificultades, en septiembre de 1949 Rusia pudo realizar con éxito un ensayo nuclear. En el mes de marzo del año siguiente, la URSS anunció oficialmente que tenía la bomba atómica. Para entonces, muchas cosas habían cambiado.

Poco a poco, las relaciones entre las dos grandes potencias mundiales se habían ido deteriorando seriamente. Esto fue en gran medida consecuencia de lo que estaba ocurriendo en Europa, la zona más necesitada en 1945 de una reconstrucción imaginativa y coordinada. Nunca se ha podido calcular con precisión la magnitud de la destrucción producida en Europa por la guerra. Sin contar los rusos, murieron alrededor de 14.250.000 europeos. En los países más damnificados, los supervivientes vivían entre ruinas. Se calcula que aproximadamente 7.500.000 viviendas fueron destruidas en Alemania y Rusia. Las fábricas y las comunicaciones estaban destrozadas. No había dinero para pagar los bienes que Europa necesitaba importar, y las monedas se habían venido abajo; las fuerzas de ocupación aliadas preferían los cigarrillos y la carne enlatada antes que el dinero. La sociedad civilizada se había desmoronado no solo ante los horrores del régimen nazi, sino también porque la ocupación había convertido la mentira, la estafa, el engaño y el robo en actos moralmente aceptables; no solo eran necesarios para sobrevivir, sino que llegaban a la categoría de actos de «resistencia». La lucha contra las fuerzas de ocupación alemanas había alimentado nuevas divisiones; a medida que los ejércitos aliados iban liberando países en su avance, entraban en acción los pelotones de fusilamiento, saldando viejas cuentas pendientes. Al parecer, en Francia murieron más personas como consecuencia del proceso de «purificación» posterior a la liberación que en la época del Terror de 1793.

Sobre todo, en mayor medida que en 1918, se desintegró la estructura económica de Europa. La industria alemana había sido en su día el motor de una gran parte de la economía europea. Sin embargo, incluso aunque hubiera existido un sistema de comunicaciones utilizable y la capacidad productiva necesaria para restaurar la economía, la prioridad inmediata de los Aliados era contener la producción industrial alemana para impedir su recuperación. Además, Alemania estaba dividida. Desde el principio, los rusos se habían llevado bienes de equipo, en concepto de «reparación», para la reconstrucción de su propio país; no era nada injusto, pues los alemanes habían destruido 62.000 kilómetros de vías férreas mientras se retiraban de Rusia. Es posible que la Unión Soviética perdiera una cuarta parte de sus bienes de capital brutos.

Antes del final de la guerra ya empezaba a vislumbrarse la división política entre las partes oriental y occidental de Europa. Concretamente, los británicos contemplaban alarmados lo que estaba ocurriendo en Polonia, que parecía dejar claro que la Unión Soviética solo iba a tolerar en Europa oriental gobiernos que le fueran serviles. Esto no era precisamente lo que los estadounidenses habían previsto al defender que los ciudadanos de Europa oriental tenían que ser libres a la hora de elegir a sus dirigentes, pero, hasta que terminó la guerra, ni el gobierno ni la opinión pública de Estados Unidos se preocuparon, ya que pensaban que iban a poder llegar a un acuerdo razonable con Rusia. En términos generales, Roosevelt estaba convencido de que Estados Unidos y Rusia acabarían por entenderse, ya que ambos países tenían interés en oponerse al renacimiento del poder alemán y en debilitar a los antiguos imperios coloniales. Ni Roosevelt ni la opinión pública norteamericana parecían ser conscientes de la tendencia histórica de la política rusa. Estaban en total desacuerdo con el hecho de que las tropas británicas lucharan en Grecia contra los comunistas, que querían derrocar la monarquía una vez retirados los alemanes. (Stalin no se opuso a esto, ya que había acordado con Gran Bretaña que esta tuviera las manos libres en Grecia a cambio de que Rusia las tuviera en Rumanía.)

El presidente Truman (que sucedió a Roosevelt a la muerte de este, en abril de 1945) y sus asesores cambiaron en gran medida la política estadounidense como consecuencia de su experiencia en Alemania. En un principio los rusos cumplieron meticulosamente lo acordado, permitiendo la entrada en Berlín de las fuerzas armadas británicas y estadounidenses (más tarde entraron las francesas), y compartieron la administración de la ciudad por ellos conquistada. Todo parecía indicar que querían que Alemania fuera gobernada como una unidad (tal y como habían previsto los Aliados en Potsdam, en julio de 1945), ya que esto les facilitaría el control sobre la región del Ruhr, que potencialmente era una mina para resarcirse de los daños de la guerra. Pero la economía alemana no tardó en ser causa de fricciones entre el Este y el Oeste. El deseo de los soviéticos de cubrirse las espaldas en el caso de un resurgimiento de Alemania les llevó en la práctica a separar aún más su zona de ocupación de las de las otras tres potencias. Probablemente, lo que pretendían al principio era que la Alemania unificada tuviera un núcleo sólido y fiable (es decir, comunista), pero al final todo desembocó en una división del país que nadie había previsto inicialmente como solución. En primer lugar, se agruparon por razones económicas las zonas de ocupación occidentales, quedando aparte la zona oriental. Mientras tanto, la política de ocupación soviética despertaba cada vez más desconfianza. El afianzamiento del comunismo en la parte oriental de Alemania parecía repetir un modelo ya visto en otros lugares. En 1945, solo se habían dado mayorías comunistas en Bulgaria y Yugoslavia, mientras que en otros países del este de Europa los comunistas compartían el poder mediante coaliciones de gobierno. Sin embargo, cada vez parecía más claro que esos gobiernos debían actuar como satélites de Rusia. Ya en 1946, se estaba formando en Europa del Este algo parecido a un bloque.

Evidentemente, Stalin temía la reunificación de Alemania, salvo si se llevaba a cabo bajo un gobierno que él pudiera controlar. Rusia tenía muy malos recuerdos de los ataques que había sufrido desde el oeste y no confiaba en una Alemania unificada. Siempre tendría un potencial agresivo que sería impensable en un país satélite. Aunque esto era verdad con independencia de la ideología del gobierno ruso, una Alemania unificada capitalista agravaría el problema. Sin embargo, en otros lugares la política soviética mostraba una mayor flexibilidad. Rusia estaba reorganizando con gran celo la parte oriental de Alemania, situada al este de una línea divisoria que se iba dibujando lentamente en Europa, mientras en China apoyaba oficialmente al KMT. Por otro lado, los soviéticos se mostraban muy reticentes a retirar sus tropas de Irán, tal y como se había acordado. Cuando finalmente abandonaron el país, dejaron tras de sí una república comunista satélite, Azerbaiyán, que más tarde iba a ser arrasada por los iraníes, a quienes, en 1947, Estados Unidos estaba prestando ayuda militar. En el Consejo de Seguridad, los soviéticos hacían cada vez más uso del derecho de veto para malograr las iniciativas de sus antiguos aliados, y estaba claro que manipulaban a los partidos comunistas de Europa occidental de acuerdo con sus intereses. Aun así, los cálculos de Stalin no estaban claros; quizá estaba a la espera, confiando en que se produjera un colapso económico en el mundo capitalista o incluso contando con ello.

Había existido, y seguía existiendo, una buena voluntad hacia la URSS entre sus antiguos aliados. Cuando Winston Churchill llamó la atención en 1946 sobre la creciente división de Europa por un «telón de acero», no se dirigió de ninguna manera a sus conciudadanos ni a la opinión pública estadounidense; algunos lo condenaron. Con todo, aunque el gobierno laborista británico elegido en 1945 tenía en un principio la esperanza de que «la izquierda podría entenderse con la izquierda», rápidamente cayó en el escepticismo. Durante el año 1946, las estrategias políticas británica y estadounidense empezaron a converger, al quedar claro que la intervención británica en Grecia había posibilitado de hecho la celebración de elecciones libres, y al adquirir los funcionarios norteamericanos más experiencia sobre la política soviética. Tampoco el presidente Truman tenía prejuicios en favor de los rusos de los que tuviera que desprenderse. Además, en ese momento estaba claro que los británicos iban a abandonar la India, lo cual coincidía con la postura oficial de Estados Unidos.

En febrero de 1947, Truman recibió un comunicado del gobierno británico que, quizá más que ninguno otro, suponía la admisión, a la que tanto se había resistido, de que Gran Bretaña ya no era una potencia mundial. La economía británica había quedado seriamente dañada a consecuencia de los enormes esfuerzos realizados durante la guerra; había una urgente necesidad de invertir en el propio país. También las primeras etapas de la descolonización fueron económicamente costosas. Como consecuencia de ello, en el año 1947, para poder mantener el equilibrio de la balanza de pagos, los británicos tuvieron que retirar sus tropas de Grecia. El presidente Truman decidió de inmediato que Estados Unidos debía llenar el consiguiente vacío. Fue una decisión trascendental. Había que ayudar económicamente a Grecia y Turquía para que pudieran resistir la presión a la que Rusia las tenía sometidas. Truman pensó detenidamente en las implicaciones de su decisión; se trataba de algo mucho más trascendental que el apoyo a dos países. Aunque solo Turquía y Grecia recibieran ayuda, Truman ofreció a las «gentes libres» del mundo el liderazgo necesario para oponer resistencia, con la ayuda estadounidense, «al intento de sometimiento por parte de minorías armadas o por presiones externas». Esto suponía un cambio completo en relación con la aparente vuelta al aislamiento respecto a Europa que Estados Unidos había parecido emprender en 1945, así como una ruptura radical con su tradición en política exterior. La decisión de «contener» al poder soviético, como se le denominó, fue posiblemente la más importante tomada por la diplomacia estadounidense desde la «compra de Luisiana». Estuvo motivada por el comportamiento de la Unión Soviética y por el temor creciente que la política de Stalin había provocado durante los dieciocho meses anteriores, así como por la debilidad británica. Aunque en su momento no pudiera apreciarse, daría lugar a que se hicieran valoraciones poco realistas sobre los límites efectivos del poder de Estados Unidos y, según las voces críticas, a un nuevo imperialismo norteamericano cuando la nueva política se llevó fuera del ámbito de Europa.

Unos meses después, se culminó la «doctrina Truman» con un último y meditado paso consistente en el ofrecimiento de ayuda económica estadounidense a los países europeos, los cuales se unirían para planificar conjuntamente su recuperación. Se trataba de lo que se llamó «Plan Marshall», en honor al secretario de Estado de Estados Unidos que lo anunció. Su objetivo era controlar el comunismo por medios no militares ni agresivos. Sorprendió a todo el mundo. El ministro de Asuntos Exteriores británico, Ernest Bevin, fue el primer estadista europeo que captó las consecuencias del plan. Con el apoyo de Francia, presionó para que los países de Europa occidental aceptaran la oferta. Estaba dirigida a todas las naciones europeas, pero los rusos no participaron ni permitieron participar en ella a sus países satélites y la criticaron implacablemente. Cuando la coalición gubernamental de Checoslovaquia, el único país de Europa del Este que no tenía un gobierno cien por cien comunista y que no estaba considerado satélite de Rusia, también rehusó aceptar el plan, lo hizo visiblemente contrariada de tener que acatar la disciplina soviética. La poca confianza que quedaba en la independencia de Checoslovaquia se desvaneció con el golpe de Estado comunista que, en febrero de 1948, derrocó al gobierno. Otro indicio de la intransigencia rusa fue la reactivación en septiembre de 1947, bajo el nombre de Kominform, de un antiguo instrumento de propaganda anterior a la guerra, el Komintern. El nuevo organismo comenzó de inmediato a denunciar lo que calificó de un «proceso claramente expoliador y expansionista ... para establecer la supremacía mundial del imperialismo estadounidense». Finalmente, cuando Europa occidental fundó la Organización Europea de Cooperación Económica para gestionar el Plan Marshall, Rusia respondió con la creación del Comecon, o Consejo de Ayuda Económica Mutua, que fue un escaparate para la integración en el ámbito soviético de las economías dirigidas del este.

La «guerra fría», como vino a llamarse, había comenzado. La primera fase de la historia europea de la posguerra había llegado a su fin. La siguiente, que también lo fue de la historia mundial, continuaría hasta bien entrada la década de 1960. Durante la misma, dos grupos de estados, uno liderado por Estados Unidos y el otro por la Unión Soviética, se enfrentaron entre sí, atravesando una serie de crisis, con el fin de garantizar su propia seguridad por cualquier medio excepto el de la guerra entre los dos principales contendientes. Las opiniones se exteriorizaban en clave ideológica. En algunos países de lo que llegó a ser el bloque occidental, la guerra fría se libró también de puertas adentro, escenificándose en un gran debate moral sobre valores tales como la libertad, la justicia social y el individualismo. Parte de esta guerra se desarrolló en escenarios marginales, mediante la propaganda y la subversión, o por medio de movimientos guerrilleros auspiciados por las dos grandes potencias. Afortunadamente, los conflictos siempre se detenían antes de que se llegara a un punto que habría llevado a la confrontación nuclear, de consecuencias tan destructivas que la simple idea de un resultado positivo resultaba cada vez más disparatada. La guerra fría fue también una disputa económica mediante el ejemplo y ofertas de ayuda a países satélites y a los no alineados. Inevitablemente, en todo este proceso hubo mucho oportunismo mezclado con rigidez doctrinaria. Es probable que fuera inevitable, pero causó muchos problemas y afectó a muchos lugares del mundo, constituyendo una fuente de delitos, corrupción y sufrimiento durante más de treinta años.

Vista en retrospectiva, al margen de las simplezas y barbaridades que se han dicho sobre ella, la guerra fría parece ahora algo parecido a las complejas guerras de religión de la Europa de los siglos XVI y XVII, cuando las ideologías provocaban violencia, despertaban pasiones y, a veces, estaban guiadas por fuertes convicciones, a pesar de lo cual nunca pudieron albergar todas las complejidades y corrientes de opinión de su tiempo. Sobre todo, la guerra fría no pudo dar cabida a las ideas inspiradas en el interés nacional. Asimismo, como ocurrió con las disputas religiosas del pasado, pronto pareció claro que, aunque se pudieran solventar los litigios concretos evitándose el desastre, su retórica y su mitología podían seguir vigentes hasta mucho tiempo después de que hubieran dejado de reflejar la realidad.

La primera complicación importante que intervino en la guerra fría fue que surgieron naciones nuevas que no querían comprometerse firmemente con ninguno de los dos bandos. Como resultado de la descolonización, en la década posterior a 1945 nacieron muchos estados nuevos. En algunas partes del mundo, esto produjo tanta convulsión como la propia guerra fría. La Asamblea General de las Naciones Unidas tenía más importancia como plataforma anticolonialista que como foro de propaganda en relación con la guerra fría (aunque a menudo se confundían las dos cuestiones). Aunque el imperialismo europeo había sido algo efímero como fenómeno en la historia universal, su final atravesó por un proceso enormemente complicado. A pesar de todas las generalizaciones que se hacían, cada colonia y cada potencia colonial constituían un caso extraordinario. En algunos lugares —en especial en partes del África subsahariana— apenas había comenzado el proceso de modernización, y el colonialismo dejó tras de sí muy poco sobre lo que construir. En otros —con el norte de África francés como ejemplo más llamativo—, los nuevos gobiernos no podían ignorar a la población colonizadora de raza blanca, que llevaba establecida allí desde hacía mucho tiempo (de hecho, jurídicamente, Argelia no era una colonia, y estaba gobernada como un departamento más de Francia). Por el contrario, en la India, la presencia británica no era muy numerosa en términos demográficos y tuvo poca importancia a la hora de gestionar el proceso que desembocó en la independencia. La cronología de los distintos procesos también fue muy dispar, con la diferencia, en términos generales, de que el colonialismo europeo había desaparecido casi por completo en Asia para 1954, mientras que África no salió de la situación colonial hasta el siguiente decenio y los portugueses mantuvieron sus colonias incluso hasta la década de 1970. Aun así, en otros sentidos Angola y Mozambique también eran casos excepcionales en el sur de África; al igual que Argelia e Indochina, por ejemplo, eran zonas donde había confrontaciones bélicas entre el Estado colonial y los campesinos indígenas, mientras que en otras colonias de África el poder se transfirió de manera relativamente pacífica a las élites autóctonas (diferentes en cada caso en cuanto a su número y a su capacidad para gobernar). En algunos países —los casos de la India e Indochina, aunque diferentes, son singulares— existían un verdadero sentimiento y organizaciones nacionalistas antes de que las potencias coloniales abandonaran el país (los británicos, a diferencia de los franceses, habían hecho importantes concesiones al nacionalismo), mientras que en gran parte de África el sentimiento nacionalista fue más una consecuencia que una causa de la independencia.

Cada uno con sus circunstancias particulares, los países asiáticos colonizados tuvieron en cierto sentido una garantía de éxito final bastante antes de 1945, y no a causa de concesiones logradas antes de 1939, sino como consecuencia del resultado de la guerra; Japón había derribado el castillo de naipes del imperialismo europeo en 1940 y 1941. No fue solo una cuestión de desplazamiento del poder en determinadas colonias. La rendición en Singapur, en 1942, de más de 60.000 soldados británicos, indios y procedentes de otras posesiones coloniales de Gran Bretaña fue una señal de que el imperio europeo en Asia había terminado. Fue mucho peor que la derrota de Yorktown y, como en aquel caso, fue irreversible. Con ese telón de fondo, no tuvo demasiada importancia que los japoneses malograran su situación ventajosa comportándose con crueldad en los lugares que fueron conquistando. Ni sus peores abusos hicieron que sus nuevos súbditos les volvieran la espalda e incluso encontraron numerosos colaboradores, entre los que había políticos nacionalistas. La entrega de armas lanzadas en paracaídas por los Aliados para ayudar a la resistencia contra los japoneses solo consiguió que pudieran usarse para impedir su retorno en vez de para el fin pretendido. En comparación con los disturbios que se padecieron en Europa a causa de los bombardeos, los trabajos forzosos, el hambre, las luchas y las enfermedades, en muchas poblaciones asiáticas y en gran parte del campo la vida siguió casi sin perturbaciones bajo el mando de los japoneses. En el año 1945, el potencial de cambio en Asia era inmenso.

Otro factor que contribuyó al fracaso del colonialismo fue que las dos potencias mundiales dominantes estaban contra él, al menos por lo que respecta a los imperios de otros países. Por muy diferentes razones, Estados Unidos y la URSS estaban empeñados en debilitar el colonialismo. Mucho antes de 1939, Moscú había ofrecido refugio y ayuda a los anticolonialistas. Los norteamericanos habían entendido en un sentido literal la declaración de la Carta Atlántica sobre el derecho de las naciones a elegir sus propios gobiernos y, pocos meses después de su firma, un subsecretario de Estado norteamericano anunció que «la era del imperialismo ha terminado». Los representantes de la Unión Soviética y Estados Unidos no tuvieron reparos en suscribir la declaración de la Carta de las Naciones Unidas a favor de la independencia de los territorios coloniales. Con todo, las relaciones entre las grandes potencias no son inmutables. Aunque las que mantenían la Unión Soviética y Estados Unidos estaban tan claramente delimitadas en 1948 que apenas cambiaron en cuarenta años, la configuración del Lejano Oriente iba a ser menos clara durante mucho más tiempo, en parte por el surgimiento de nuevas potencias y, en parte, por la incertidumbre derivada del ocaso del colonialismo.

Algunos siempre habían pensado que la India llegaría a ser una potencia dominante en Asia una vez que obtuviera su autogobierno. Cuando, antes de 1939, se discutía en términos generales el calendario del proceso de sustitución del mando británico, muchos ciudadanos británicos que estaban a favor de la independencia de la India esperaban que se mantuviera ligada a la Comunidad Británica de Naciones (Commonwealth), nombre que se dio oficialmente al imperio en la Conferencia Imperial de 1926. De esta conferencia surgió también la primera definición oficial de «Estatus de Dominio» como un territorio asociado a la Commonwealth, con lealtad a la corona y un control total e independiente de los asuntos internos y externos. Muchos pensaban que este era un objetivo razonable para el caso de la India, si bien hasta 1940 ningún gobierno británico lo admitió como una meta inmediata. No obstante, aunque de manera poco uniforme, ya se habían hecho progresos en esta dirección con anterioridad, lo que en parte explica que en la India no hubiera un sentimiento antioccidental tan marcado como en China.

Los políticos indios quedaron profundamente decepcionados después de la Primera Guerra Mundial. En su mayoría, habían sido leales a la corona; la India apoyó, aportando hombres y dinero, al esfuerzo bélico de la metrópoli, y Gandhi, que más tarde sería considerado el padre de la nación india, fue uno de los que trabajaron en este sentido, en la creencia de que su país obtendría la debida recompensa. En 1917, el gobierno británico había anunciado que estaba a favor de una política de progreso constante hacia la consecución de un gobierno indio con capacidad decisoria en el marco del imperio —de la autonomía, por así decirlo—, aunque esto era menos de lo que algunos ciudadanos indios empezaban a pedir. Las reformas introducidas en 1918 fueron no menos decepcionantes, aunque dejaron satisfechos a algunos moderados, y el éxito limitado que tuvieron en un principio se disipó rápidamente. La economía empezó a ser un factor que tener en cuenta al empeorar las condiciones del comercio internacional. En la década de 1920, el gobierno de la India ya estaba apoyando las exigencias de los ciudadanos que querían poner fin a los acuerdos comerciales y financieros favorables al Reino Unido, y pronto pidió que el gobierno central se hiciera cargo directamente de una parte adecuada de la contribución que los distintos territorios de la India aportaban a la defensa del imperio. Cuando se produjo la depresión económica mundial, quedó claro que no podía permitirse que Londres fijara por más tiempo la política arancelaria de la India acomodándola a los intereses de la industria británica. Mientras que en 1914 la fabricación textil de la India había podido atender una cuarta parte de las necesidades del país, en 1930 la cifra se había dividido por dos.

Un factor que estaba obstaculizando la continuación del proceso era el aislamiento de la comunidad británica en la India, que, convencida de que el nacionalismo era cosa de unos cuantos intelectuales ambiciosos, presionaba para que se adoptaran fuertes medidas contra la subversión. Esto era también del gusto de algunos miembros de la administración, dadas las consecuencias de la Revolución bolchevique (aunque el Partido Comunista Indio no fue fundado hasta 1923). Así pues, y contra la voluntad de todos los miembros indios de la asamblea legislativa, se suspendieron las garantías jurídicas normales de los sospechosos de actividades subversivas. Esto provocó la primera campaña pacífica de huelgas y desobediencia civil de Gandhi. A pesar de los esfuerzos de este por evitar la violencia, se produjeron algunos disturbios. En el año 1919, en Amritsar, a raíz del asesinato de algunos ciudadanos británicos y de los ataques sufridos por otros, un general, para dar ejemplo de la determinación británica, tomó la estúpida decisión de dispersar por la fuerza a una multitud. Cuando cesaron los disparos, cerca de cuatrocientos indios habían muerto y más de un millar estaban heridos. Este golpe irreparable al prestigio británico resultó aún peor dada la reacción entusiasta que suscitó entre los residentes británicos de la India y algunos parlamentarios.

Se produjo a continuación un período de boicots y disturbios civiles en el que el programa de Gandhi fue adoptado por el Partido del Congreso Nacional. Aunque el propio Gandhi proclamaba que su campaña no era violenta, se produjeron muchos desórdenes y el líder indio fue arrestado y recluido en prisión por primera vez en 1922 (aunque pronto fue puesto en libertad, ante el peligro de que pudiera morir en la cárcel). A partir de entonces, durante unos cuantos años, no se produjeron movimientos de agitación significativos en la India. En 1927, la política británica empezó a realizar otra vez lentos avances. Se envió una comisión a la India para observar el funcionamiento de la última serie de cambios constitucionales (aunque el hecho de que no hubiera ciudadanos indios en esta comisión fue una fuente de problemas). Gran parte del entusiasmo que había mantenido la unidad entre los nacionalistas se estaba disipando, y había peligro de escisión entre los que insistían en exigir la independencia completa y los que preferían trabajar para conseguir el estatus de dominio; la división se salvó gracias a los esfuerzos y el prestigio de Gandhi. En cualquier caso, el Partido del Congreso Nacional no tenía la sólida estructura de la que alardeaba. Era más una coalición de peces gordos e intereses locales que un partido político con sólidas raíces populares. Por último, se acentuaba cada vez más la división, mucho más peligrosa, entre hindúes y musulmanes. En la década de 1920 había habido muchos disturbios y derramamiento de sangre entre las dos comunidades. En 1930, el presidente de la Liga Musulmana ya estaba proponiendo que en la futura constitución de la India se incluyera el establecimiento de un Estado musulmán independiente en el noroeste del país.

Ese año fue sumamente violento. El virrey británico había anunciado la celebración de una conferencia para que la India obtuviera el estatus de dominio, pero la iniciativa, en la que Gandhi no participaría, encontró una fuerte oposición en Gran Bretaña y quedó en nada. Se reanudó e intensificó la desobediencia civil, y el malestar aumentó con la depresión económica mundial. La población rural estaba en ese momento más dispuesta a movilizarse por la causa nacionalista; el cambio que se produjo en el Partido del Congreso, que empezó a atender las demandas de las masas, convirtió a Gandhi en el primer político capaz de captar seguidores en todo el territorio de la India

La maquinaria del Ministerio para la India estaba en ese momento empezando a moverse, al haber asimilado las lecciones de los distintos debates y de la comisión de 1927. En 1935 tuvo lugar una transmisión real de poder y de influencia política al aprobarse la Ley de Gobierno de la India, que llevó más lejos la creación de un gobierno representativo y con auténticas facultades, dejando bajo control exclusivo del virrey solo aquellos asuntos relacionados con la defensa y los asuntos exteriores. Aunque la transmisión del poder nacional propuesta por la ley nunca se llevó por completo a la práctica, esta fue la culminación de lo que los británicos hicieron en el terreno legislativo. Para ese momento, se había creado el marco de una política nacional. Cada vez estaba más claro que, en todos los ámbitos, las batallas más importantes entre ciudadanos indios se librarían dentro del Partido del Congreso. La ley de 1935 reafirmó una vez más el principio de representación independiente de las dos principales comunidades de la India, y, cuando fue puesta en práctica, acentuó de manera casi inmediata la hostilidad entre los hindúes y los musulmanes. En ese momento, el Partido del Congreso era, a todos los efectos, una institución hindú (aunque se negó a admitir que la Liga Musulmana fuera la única representante de los musulmanes). Con todo, el Partido del Congreso también tenía sus problemas internos. Algunos de sus miembros aún querían presionar para lograr la independencia, mientras que otros —que estaban empezando a alarmarse ante la agresividad de Japón— querían desarrollar las nuevas instituciones en colaboración con el gobierno del imperio. La evidencia de que, de hecho, los británicos estaban entregando el poder iba a producir divisiones; los grupos que representaban los diferentes intereses empezaron a tomar medidas para asegurar su posición ante un futuro incierto.

Así, para 1941, las cosas estaban avanzando muy rápidamente. Casi veinte años de instituciones representativas en el gobierno local y la progresiva indianización de la administración pública en sus capas más altas habían hecho que el país no pudiera ser gobernado más que con el acuerdo en lo sustancial de sus élites y que, por otro lado, hubiera pasado por un período preparatorio considerable de formación para el autogobierno e incluso para la democracia. Aunque la cercanía de la guerra había hecho que fuera cada vez más consciente de la necesidad de recurrir al ejército indio, Gran Bretaña ya había abandonado la idea de que la India contribuyera económicamente y, en 1941, estaba haciendo frente al coste de la modernización de aquel. En ese momento, el ataque de los japoneses forzó al gobierno británico a tomar una decisión: ofreció a los nacionalistas la autonomía después de la guerra y el derecho a desligarse de la Commonwealth. Pero ya era demasiado tarde; por entonces ya estaban exigiendo la independencia inmediata. Los líderes nacionalistas fueron arrestados y la administración colonial británica continuó. En 1942, los británicos aplastaron una rebelión con mucha más celeridad que con ocasión del llamado «motín de la India», ocurrido casi un siglo antes. Si Gran Bretaña deseaba que las cosas se hicieran de manera pacífica, estaba empezando a acabársele el tiempo. Un factor nuevo en la situación era la presión de Estados Unidos. El presidente Roosevelt había conversado confidencialmente con Stalin sobre la necesidad de preparar la independencia de la India (así como la de otras partes de Asia, incluida la Indochina francesa); al igual que en 1917, la implicación de Estados Unidos producía un cambio radical en los asuntos de otros países.

En 1945, el Partido Laborista, que desde hacía tiempo incluía en su programa la independencia de la India y de Birmania, llegó al poder en el Parlamento británico. El 14 de marzo de 1946, cuando la India estaba desgarrada por los enfrentamientos entre hindúes y musulmanes y sus políticos disentían sobre el futuro, el gobierno británico ofreció la independencia plena. Cerca de un año más tarde, puso a los indios entre la espada y la pared al anunciar que entregaría el poder no más tarde de junio de 1948. Se dio salida al intrincado asunto de la rivalidad entre las dos principales comunidades procediéndose a la división del subcontinente, con lo que se acabó con la mayor unidad en el gobierno de la India que nunca había existido. El 15 de agosto de 1947, surgieron dentro de la antigua unidad política colonial dos nuevos dominios, Pakistán y la India. El primero de los dos nuevos estados era musulmán, y se dividió a su vez en dos territorios en los extremos del norte del subcontinente; el segundo, aunque oficialmente laico, era hindú de manera abrumadoramente mayoritaria, tanto por la religión que profesaban sus habitantes como por su cultura.

Es posible que la división fuera inevitable. La India nunca había sido gobernada como una entidad única, ni siquiera cuando formaba parte del imperio británico, y, desde los tiempos del motín de 1857, la división entre hindúes y musulmanes se había acentuado. No obstante, la partición tuvo trágicas consecuencias. Las heridas psíquicas infligidas a muchos nacionalistas quedaron simbolizadas en el asesinato de Gandhi a manos de un fanático hindú, por haber participado en la división del país. Hubo grandes matanzas en zonas donde había minorías de una u otra comunidad. Alrededor de dos millones de personas huyeron a la zona controlada por sus correligionarios. Prácticamente el único beneficio político claro que siguió a la independencia fue la solución, ciertamente sangrienta, del problema de las comunidades musulmana e hindú para el futuro inmediato. Aparte de esto, las bazas con las que contaban los nuevos estados eran la buena voluntad (por motivos muy diferentes) de las grandes potencias, la herencia de una administración pública que ya era en gran parte nativa antes de la independencia, y una importante infraestructura de instituciones y servicios. No obstante, estos legados no quedaron repartidos de manera equitativa, y la India pudo disfrutar de ellos en mayor grado que Pakistán.

Pero no era nada fácil, en todo caso, remediar el atraso económico y social del subcontinente. El más grave de los problemas era el demográfico. Bajo el gobierno británico, había empezado a producirse un crecimiento constante de la población. En ocasiones, la tensión demográfica había disminuido a causa de algunos desastres, como la gran epidemia de gripe que hubo al final de la Primera Guerra Mundial, que mató a cinco millones de indios, o la hambruna ocurrida en Bengala durante la Segunda Guerra Mundial, que se llevó a varios millones más. En 1951 la hambruna afectó una vez más a la India, y en 1953 a Pakistán. El fantasma del hambre siguió presente hasta la década de 1970.

La industrialización del continente, que había avanzado a grandes pasos en el siglo XX (especialmente durante la Segunda Guerra Mundial), no evitó el peligro, ya que no podía proporcionar puestos de trabajo e ingresos con la suficiente rapidez a una población en crecimiento. A pesar de que la mayor parte de la industria existente se encontraba en la nueva India, los problemas económicos de esta eran más graves que los de Pakistán. Fuera de las grandes ciudades, la mayoría de los indios eran campesinos sin tierras que cultivar que vivían en poblaciones donde, a pesar de las pretensiones de igualdad de los líderes de la nueva república, la desigualdad era tan acentuada como siempre. Los propietarios, que eran los que proporcionaban los fondos al Partido del Congreso en el poder y controlaban sus consejos, entorpecían cualquier reforma agrícola que se planteara. En numerosos sentidos, el pasado seguía pesando mucho en el nuevo Estado e iba a entorpecer el camino de las reformas y del desarrollo, por mucho que se proclamaran los ideales occidentales de democracia, nacionalismo, laicismo y progreso económico.

Por su parte, China se había dedicado durante mucho tiempo a combatir otro tipo de imperialismo. La Segunda Guerra Mundial hizo posible que acabara por imponerse a Japón y que completara el largo proceso de su revolución. La fase política de esta transformación comenzó en 1941, cuando el conflicto entre China y Japón se vio envuelto en la conflagración mundial. Esta circunstancia proporcionó a China unos poderosos aliados y una nueva posición internacional. Es muy significativo que los últimos vestigios de los «tratados desiguales» con Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos fueran derogados precisamente entonces. Esto era más importante que la ayuda militar que pudieran proporcionar los Aliados, que estuvieron durante mucho tiempo demasiado ocupados en salir con dificultad de la desastrosa situación de principios de 1942 como para poder hacer mucho por China. De hecho, fue un ejército chino el que ayudó a defender Birmania y la ruta terrestre a China de los ataques de los japoneses. Recluidos en el oeste, aunque ayudados por la aviación estadounidense, los chinos tuvieron que resistir a duras penas durante mucho tiempo, en contacto con sus aliados solo por aire o por la carretera de Birmania. No obstante, había comenzado un cambio que sería decisivo.

Al principio, China respondió a los ataques de Japón con un sentido de la unidad nacional que desde hacía mucho tiempo se había echado en falta y que hasta ese momento no había existido, excepto, tal vez, durante el Movimiento del 4 de Mayo. A pesar de las fricciones entre comunistas y nacionalistas, que algunas veces daban lugar a conflictos abiertos, esta unidad se mantuvo más o menos hasta 1941. A partir de entonces, el hecho de que Estados Unidos se convirtiera en el mayor enemigo de Japón, al que finalmente destruyó, empezó a cambiar sutilmente la actitud del gobierno nacionalista, que terminó pensando que, como la victoria final era segura, no tenía sentido emplear hombres y recursos en luchar contra los japoneses, sino que era mejor reservarlos para el conflicto con los comunistas que llegaría después de la guerra. Algunos de los líderes nacionalistas fueron aún más lejos, y pronto el KMT estaba luchando otra vez con los comunistas.

Estaban surgiendo dos Chinas diferentes. La China nacionalista daba cada vez más pruebas del letargo, el egoísmo y la corrupción que, desde principios de los años treinta, habían contaminado al KMT por el tipo de medios a los que recurría. El régimen era represivo, sofocaba las críticas y marginaba a los intelectuales. El ejército, con malos mandos y poco disciplinado, aterrorizaba a los campesinos tanto como los japoneses. Pero la China comunista era diferente. En grandes zonas controladas por los comunistas (a menudo detrás de las líneas japonesas), estos se esforzaban con tenacidad por ganarse el apoyo del más amplio espectro posible de grupos, afrontando reformas moderadas aunque decididas, y acompañándolas de un comportamiento disciplinado. Si bien se evitaban normalmente los ataques frontales a los propietarios, se cultivaba la confianza de los campesinos implantando rentas más bajas y prohibiendo los préstamos usurarios. Mientras tanto, Mao publicó una serie de escritos teóricos para formar a los nuevos cuadros comunistas para la tarea por venir. Era necesario educar políticamente a la gente, ya que el partido y el ejército estaban creciendo de manera constante; cuando los japoneses fueron totalmente neutralizados en 1945, había alrededor de un millón de soldados chinos comunistas.

El hecho de que la victoria fuera tan repentina fue el segundo factor que dio forma a la última etapa de la Revolución china. De pronto, hubo que volver a ocupar grandes zonas de China y reincorporarlas a la nación. Sin embargo, muchas de ellas ya eran controladas por los comunistas antes de 1945 y otras quedaron fuera del alcance de las fuerzas nacionalistas antes de que los comunistas se hicieran fuertes en ellas. Mediante el envío de soldados, los estadounidenses hicieron lo posible para mantener algunos de los puertos hasta que los nacionalistas pudieran tomarlos. En algunos lugares, se dijo a los japoneses que resistieran hasta que el gobierno chino pudiera restablecer su autoridad. No obstante, cuando se inició la última fase de la revolución, la militar, los comunistas mantenían bajo control más territorio que nunca, generalmente con el apoyo de una población que había comprobado que el gobierno de los comunistas no era en absoluto tan malo como les habían contado.

Aunque involuntariamente, al lanzar sus ataques contra el régimen del KMT, los japoneses habían hecho posible el triunfo de la Revolución china que siempre se habían esforzado en evitar. Es posible que, en el caso de que los nacionalistas no hubieran tenido que hacer frente a la invasión extranjera y no hubieran sufrido el enorme daño que esta les produjo, tal vez habrían podido controlar a corto plazo el comunismo chino. En 1937, el KMT aún podía confiar en que el sentimiento patriótico le sería favorable; muchos chinos pensaban que era el verdadero motor de la revolución. La guerra destruyó la posibilidad de explotar este sentimiento, si es que de verdad existía, pero también permitió a China reanudar al fin su larga marcha hacia una posición de poder en el mundo de la cual había sido apeada en primer lugar por los europeos y, después, por otro pueblo asiático. La frustración del nacionalismo chino estaba a punto de terminar, pero los beneficiarios iban a ser los comunistas.

Después de tres años de guerra civil, el KMT fue derrotado. Aunque los japoneses normalmente preferirían rendirse al KMT o a los estadounidenses, los comunistas habían logrado el poder en nuevas zonas y se habían hecho con gran cantidad de armas de los japoneses. Los rusos, que habían invadido Manchuria en los días inmediatamente anteriores a la rendición de Japón, ayudaron a los comunistas chinos dándoles acceso al material bélico japonés. Mao procedió con moderación en sus pronunciamientos políticos y continuó adelante con la reforma agraria, lo cual influyó mucho en que los comunistas ganaran una guerra civil que se prolongó hasta 1949. Esta victoria fue fundamentalmente el triunfo del campo sobre un régimen asentado en las ciudades.

Los estadounidenses estaban cada vez más desilusionados por la manifiesta incompetencia y corrupción del gobierno de Chiang Kai-chek. En 1947, las tropas norteamericanas se retiraron de China, y Estados Unidos dejó de actuar, como lo había hecho hasta entonces, mediando entre los dos bandos. Al año siguiente, con casi todo el norte del país en manos de los comunistas, los estadounidenses empezaron a reducir la ayuda, tanto económica como militar, que habían venido prestando al KMT. A partir de ese momento, el gobierno nacionalista se fue derrumbando, tanto militar como políticamente, ante lo cual un número creciente de funcionarios y de autoridades locales trataron de llegar a algún tipo de acuerdo con los comunistas mientras aún les fuera posible. Se fue extendiendo el convencimiento de que estaba empezando una nueva época. Para principios de diciembre, ninguna fuerza militar nacionalista en el continente estaba intacta, y Chiang se retiró a Formosa (Taiwan). Mientras se producía esta retirada, Estados Unidos dejó de enviar ayuda y culpó públicamente de la debacle a la incompetencia del régimen nacionalista. Mientras tanto, el 1 de octubre de 1949 se proclamó oficialmente en Pekín la República Popular China, naciendo así el Estado comunista más populoso del mundo. Una vez más, había caído un régimen que no había sabido actuar, dejando paso a otro.

En el sudeste asiático e Indonesia, la Segunda Guerra Mundial fue tan decisiva como en otros lugares para acabar con el dominio colonial, si bien el proceso fue más sangriento y más rápido en las colonias holandesas y francesas que en las británicas. La creación de instituciones representativas llevada a cabo por Holanda en Indonesia antes de 1939 no logró controlar el crecimiento de un partido nacionalista, y para entonces también había surgido un floreciente partido comunista. Algunos líderes nacionalistas, entre ellos uno llamado Ahmed Sukarno, habían colaborado con los japoneses cuando estos ocuparon las islas en 1942, y, al quedar en una situación favorable para hacerse con el poder a raíz de la rendición de Japón, proclamaron una república independiente en Indonesia antes de que los holandeses pudieran regresar. Se sucedieron casi dos años de lucha y negociaciones, hasta que se llegó a un acuerdo en el que se reconocía una república indonesia aún bajo la corona holandesa; sin embargo, esta solución no funcionó. Se reanudó la lucha y los holandeses presionaron en vano con sus «operaciones policiales», una de las primeras iniciativas represivas emprendidas por una antigua potencia colonial que fueron condenadas enérgicamente por comunistas y antiimperialistas en las Naciones Unidas. La India y Australia (que habían llegado a la conclusión de que los holandeses harían mejor en reconciliarse con la Indonesia independiente que, tarde o temprano, tendría que surgir) llevaron el asunto al Consejo de Seguridad. Finalmente, los holandeses cedieron. De esta manera, la historia que había comenzado con la Compañía de las Indias Orientales de Amsterdam tres siglos y medio antes, terminó con la creación de los Estados Unidos de Indonesia, una mezcolanza de más de cien millones de personas repartidas en cientos de islas, de muy diversas razas y religiones. Se mantuvo una unión un tanto imprecisa con Holanda bajo la corona holandesa, pero cinco años después se disolvió. Trescientos mil ciudadanos holandeses, de razas blanca y morena, llegaron a Holanda procedentes de Indonesia en los primeros años de la década de 1950.

Durante un tiempo, pareció que a los franceses les estaba yendo mejor en Indochina que a los holandeses en Indonesia. La historia de los tiempos de la guerra mundial en esa zona fue de alguna manera diferente de la de Malasia o Indonesia porque, aunque los japoneses habían ejercido un control militar completo sobre ella desde 1941, Francia no perdió formalmente la soberanía hasta marzo de 1945. Entonces, los japoneses fusionaron Annam, Cochinchina y Tonkín para formar el nuevo Estado de Vietnam, gobernado por el emperador de Annam. En cuanto se rindieron los japoneses, el líder del partido comunista local, el Viet Minh, se instaló en el palacio gubernamental de Hanoi y proclamó la República de Vietnam. Este hombre era Ho Chi Minh, con una larga experiencia dentro del Partido Comunista y también en Europa. Ya había recibido ayuda y apoyo de Estados Unidos, y creía tener también el respaldo de China. El movimiento revolucionario se extendió rápidamente, mientras las fuerzas chinas penetraban en el norte de Vietnam y los británicos enviaban las suyas al sur. Pronto estuvo claro que no les iba a resultar fácil a los franceses volver a restablecerse en el lugar. Los británicos colaboraron con Francia pero no así los chinos, que se mostraban reticentes a devolverles el poder. Francia envió a Indochina una gran fuerza expedicionaria e hizo una concesión al reconocer a la República de Vietnam como un Estado autónomo dentro de la Unión Francesa. En ese momento surgió la cuestión de otorgar o no a Cochin, zona con una importante producción arrocera, un estatus diferente; en este asunto, todos los intentos de llegar a un acuerdo fueron infructuosos. Mientras tanto, los soldados franceses sufrían tiroteos y sus convoyes eran atacados. A finales de 1946, se produjo un atentado contra personas residentes en Hanoi que causó muchas muertes. Hanoi fue bombardeada (con un resultado de 6.000 muertos) y reocupada por las tropas francesas, y Ho Chi Minh huyó.

De esta manera comenzó una guerra que iba a durar treinta años. Los comunistas lucharían básicamente con el objetivo nacionalista de lograr la unidad del país, mientras que los franceses tratarían de mantener un Vietnam más pequeño que, junto con los demás estados de Indochina, permanecería dentro de la Unión Francesa. En 1949, ya habían aceptado incluir Cochinchina dentro de Vietnam y reconocer a Camboya y Laos como «estados asociados». En ese momento, otros países empezaron a interesarse por el futuro de la zona, y la guerra fría llegó a Indochina. Moscú y Pekín reconocieron al gobierno de Ho Chi Minh, y Gran Bretaña y Estados Unidos al del emperador de Annam, a quien los franceses habían aupado al poder.

Así pues, la descolonización asiática adquirió rápidamente unos tintes muy lejanos a la sencillez que Roosevelt había previsto. A medida que Gran Bretaña empezaba a liquidar sus recuperadas posesiones, las cosas se complicaron aún más. Birmania y Ceilán se independizaron en 1947. Al año siguiente, empezó en Malasia una guerra de guerrillas apoyada por los comunistas que, aunque no tuvo éxito y no impidió el avance constante hacia la independencia, que se proclamó en 1957, fue uno de los primeros problemas poscoloniales que, entre muchos otros, iban a dar mucho que hacer a Estados Unidos. El creciente antagonismo con el mundo comunista pronto se superpuso con el anticolonialismo visceral.

Solo en Oriente Próximo pareció que las cosas transcurrían aparentemente de una forma clara. En mayo de 1948, nació el Estado de Israel en Palestina. Este hecho marcó el final de una época que había durado cuarenta años, en que solo había sido necesario que dos grandes potencias se pusieran de acuerdo en la administración de la zona. No había sido una tarea demasiado difícil para Francia y Gran Bretaña. En 1939, Francia aún disfrutaba de los mandatos de la Sociedad de Naciones sobre Siria y Líbano (el mandato inicial había sido dividido en dos), y los británicos mantenían el suyo sobre Palestina, además de ejercer, en otros territorios árabes, diversos grados de influencia o de poder sobre los nuevos dirigentes de los diferentes países. Los más importantes eran Irak, donde estaba estacionada una fuerza británica no muy numerosa, integrada principalmente por aviones de combate, y Egipto, donde una importante guarnición militar protegía el canal de Suez. Este había ido adquiriendo cada vez más importancia en la década de 1930, época en que Italia había mostrado una creciente hostilidad hacia Gran Bretaña.

Como en otros lugares, la guerra de 1939 iba a producir cambios en Oriente Próximo, aunque en un principio todo fue muy confuso. Después de la entrada de Italia en la guerra, la zona del canal pasó a ser un área vital para la estrategia británica y, con ello, Egipto se encontró de repente con un frente de batalla en su frontera occidental. Permaneció neutral casi hasta el final, pero, de hecho, era una base británica y poco más. La guerra hizo también que fuera esencial garantizar el suministro de petróleo del golfo Pérsico, especialmente de Irak. Esto llevó a una intervención militar cuando Irak amenazó con acercarse al bando alemán después de otro golpe nacionalista en 1941. La invasión de Siria por parte de los británicos y de la Francia Libre para mantenerla fuera del alcance de los alemanes, llevó en 1941 a la independencia del país. Poco después, el Líbano proclamó su independencia. Los franceses intentaron sin éxito restablecer su autoridad una vez finalizada la guerra, y durante el año 1946 las últimas guarniciones militares extranjeras abandonaron Siria y el Líbano. Francia también atravesó por dificultades más hacia el oeste cuando estalló el conflicto de Argelia en 1945. En ese momento, los nacionalistas solamente pedían una autonomía en federación con Francia, y los franceses avanzaron en esa dirección en el año 1947; aun así, esto estaba aún lejos de la solución definitiva.

En los lugares donde la influencia de los británicos era más importante, el sentimiento de hostilidad hacia ellos estaba muy acentuado. En los años de posguerra, tanto en Egipto como en Irak existía una gran animadversión hacia las fuerzas de ocupación británicas. En 1946, Gran Bretaña anunció que estaba dispuesta a retirarse de Egipto, pero las negociaciones sobre las bases para un nuevo tratado resultaron tan tensas y estériles que Egipto planteó el asunto (sin éxito) en las Naciones Unidas. En ese momento, todas las cuestiones relativas al futuro de los diferentes territorios árabes se habían visto desplazadas por la decisión de los judíos de crear por la fuerza un Estado nacional en Palestina.

Desde entonces, la cuestión palestina siempre ha estado presente en el escenario internacional. El catalizador del problema judío fue la actuación de los nazis cuando alcanzaron el poder en Alemania. En el momento en que se produjo la «Declaración Balfour», vivían en Palestina 80.000 judíos y 600.000 árabes. Estos últimos consideraban que el número de judíos en su territorio era demasiado elevado y los veían como una amenaza. Durante unos cuantos años a partir de ese momento, el número de emigrantes judíos superó al de inmigrantes, y había motivos para confiar en que el problema de conciliar la promesa de una «patria nacional» para los judíos con el respeto a «los derechos civiles y religiosos de las comunidades no judías ya existentes en Palestina» (como decía la «Declaración Balfour») podría resolverse. Todo esto se trastocó con la subida de Hitler al poder.

Desde el inicio del hostigamiento nazi, aumentó el número de judíos que querían emigrar a Palestina. Cuando comenzó el proceso de exterminio en los años de la guerra, los intentos británicos de restringir la inmigración, que era el punto de la política de Gran Bretaña que los judíos no aceptaban, perdieron todo su sentido; el otro punto clave —la división de Palestina— era rechazado por los árabes. La cuestión se volvió más dramática nada más acabar la guerra, cuando un congreso sionista mundial exigió que se admitiera inmediatamente en Palestina a un millón de judíos. Entonces empezaron a entrar en juego nuevos factores. En 1945, Gran Bretaña había visto con simpatía la formación de una «Liga Árabe» formada por Egipto, Siria, Líbano, Irak, Arabia Saudí, Yemen y Transjordania. En la política británica siempre había habido una corriente de opinión, un tanto ilusoria, que consideraba que en el panarabismo podía estar la clave para que los pueblos de Oriente Próximo se asentaran después del período de confusión posterior al imperio otomano, y que la coordinación de la política de los países árabes posibilitaría la solución de sus problemas. Lo que ocurrió fue que la Liga Árabe empezó a preocuparse de Palestina hasta casi llegar a ignorar cualquier otra cuestión.

Otro elemento nuevo fue la guerra fría. Parece ser que, en la inmediata posguerra, Stalin adoptó el viejo punto de vista comunista de que Gran Bretaña era el principal pilar imperialista del sistema capitalista internacional. En consecuencia, Rusia criticó la posición e influencia de Gran Bretaña, que en Oriente Próximo entraban en conflicto con determinados antiguos intereses de los rusos, aunque el gobierno soviético se había desentendido de los problemas de la zona entre 1919 y 1939. Turquía tuvo que soportar mucha presión en los estrechos por parte de los soviéticos, que, por otro lado, apoyaban de manera explícita al sionismo, el elemento que más perturbaba la situación.

No había que tener una visión política extraordinaria para darse cuenta de lo que suponía que Rusia volviera a interesarse en la antigua zona otomana. Y, al mismo tiempo, la política de Estados Unidos se volvió antibritánica o, mejor dicho, prosionista. Esto era algo previsible. En 1946 se celebraron las elecciones al Congreso que tienen lugar a mitad del mandato presidencial, y los votos judíos eran importantes. Desde la revolución en política interior protagonizada por Roosevelt, un presidente del Partido Demócrata no podía adoptar una posición antisionista.

Ante estas dificultades, los británicos decidieron desligarse de Tierra Santa. Desde 1945, se habían enfrentado a actos terroristas, tanto de los judíos como de los árabes, y a guerras de guerrillas en Palestina. Los desdichados policías árabes, judíos y británicos luchaban por mantener el control de la situación, mientras el gobierno británico seguía buscando con ahínco una solución aceptable para las dos partes que le permitiera dar por terminado su mandato sobre la zona. Se solicitó la ayuda de Estados Unidos, pero sin éxito; Truman quería una solución favorable a los intereses sionistas. Finalmente, Gran Bretaña llevó la cuestión a las Naciones Unidas. El organismo internacional recomendó la división del territorio, pero para los árabes esto no era ni siquiera un principio de solución. La lucha entre las dos comunidades se volvió más virulenta y los británicos decidieron retirarse sin más preámbulos. El día en que lo hicieron, el 14 de mayo de 1948, se proclamó el Estado de Israel, que fue reconocido de inmediato por Estados Unidos (dieciséis minutos después de aprobarse el acta de fundación) y por la URSS; a pocos más acuerdos habrían de llegar en Oriente Próximo en el siguiente cuarto de siglo.

Casi inmediatamente después, Egipto atacó a Israel, invadiendo con sus ejércitos una parte de Palestina que la propuesta de las Naciones Unidas había adjudicado a los judíos, y las fuerzas jordanas e iraquíes apoyaron a los árabes palestinos en el territorio que la propuesta había asignado a estos últimos. Finalmente, Israel rechazó por la fuerza a sus enemigos y se llegó a una tregua supervisada por las Naciones Unidas (durante la cual un terrorista sionista asesinó al mediador de la organización internacional). En 1949, el gobierno israelí se trasladó a Jerusalén, que volvió a ser capital de la nación judía por vez primera desde los tiempos del imperio romano. La mitad de la ciudad estaba aún ocupada por fuerzas jordanas, pero este hecho suponía casi el menor de los problemas que quedaron pendientes para el futuro. Con el apoyo diplomático de los norteamericanos y los rusos, y el dinero aportado de manera privada por ciudadanos de Estados Unidos, la iniciativa y la fuerza de voluntad de los judíos lograron establecer con éxito un nuevo Estado nacional en un lugar donde veinticinco años atrás no había base para ello. Con todo, los judíos habrían de pagar un alto precio por ello. La decepción y humillación de los países árabes acentuaron su pertinaz hostilidad y dieron lugar a la posibilidad de que las grandes potencias pudieran intervenir en el futuro. Además, las acciones de los extremistas sionistas y del ejército israelí en los años 1948 y 1949 provocaron el éxodo de refugiados árabes. En poco tiempo llegó a haber 750.000 árabes en campos de Egipto y Jordania, lo cual era un gran problema social y económico, además de una carga sobre la conciencia del mundo y una potencial arma militar y diplomática para los nacionalistas árabes. No sería nada sorprenderte, de ser verdad (como creen algunos estudiosos), que el primer presidente de Israel hubiera exhortado casi al instante a los científicos del país a que trabajaran en un programa de energía nuclear.

De esta manera, fluyeron a la vez, de manera curiosa y paradójica, muchas corrientes que llevaron la confusión a una zona que siempre había sido uno de los centros de la historia universal. Esta vez, los judíos, que habían sido víctimas durante siglos, eran considerados verdugos por los árabes. Los problemas a los que tuvieron que enfrentarse los pueblos de la zona estaban emponzoñados por factores surgidos de la disolución de siglos de poder otomano, de las rivalidades entre las potencias imperialistas que sucedieron a este (en especial del surgimiento de dos nuevas potencias mundiales muy superiores), de la interacción entre la vieja religión y el nacionalismo europeo decimonónico, y de los primeros efectos de la dependencia del petróleo por parte de los países desarrollados. Hay pocos momentos en el siglo XX tan empapados de historia como la creación del Estado de Israel. Este es un buen momento en el que detenerse antes de volver al resto de la historia del siglo XX.