El estallido de otra guerra mundial demostró que la era del predominio de Europa había terminado definitivamente. Comenzó en 1939 y, al igual que la primera, empezó siendo una conflagración solo europea para terminar convirtiéndose en un conjunto de guerras. Exigió unos esfuerzos gigantescos, en un grado muy superior al de cualquier otra anterior. Los acontecimientos adquirieron unas proporciones que hicieron que nada quedara intacto, al margen ni en paz. De manera certera se la denominó guerra «total».
En el año 1939 ya se habían presentado muchos presagios, para quien pudiera verlos, de que una época de la historia estaba llegando a su fin. Aunque en 1919 se produjeron los últimos casos de control territorial por parte de potencias coloniales, el comportamiento de la más importante de ellas, Gran Bretaña, ponía de manifiesto que el imperialismo era ya un fenómeno a la defensiva, si no en franca retirada. La pujanza de Japón significaba que Europa ya no era el único centro de poder internacional; en 1921, un clarividente estadista sudafricano dijo que «la escena se ha trasladado de Europa al Lejano Oriente y al Pacífico». Hoy en día, su diagnóstico parece estar más justificado que nunca, pero, cuando fue formulado, las posibilidades de que China pudiera demostrar de nuevo su verdadero potencial en un breve plazo de tiempo no estaban ni mucho menos claras. Diez años después de que se hiciera tal afirmación, los cimientos económicos del predominio europeo se habían tambaleado de manera aún más evidente que los políticos; Estados Unidos, la mayor de las potencias industriales, tenía aún 10 millones de desempleados. Aunque ninguno de los países industrializados de Europa atravesaba en aquel momento por tantas dificultades, la confianza ciega en la buena salud de los fundamentos del sistema económico se había disipado para siempre. Aunque podría decirse que la industria se estaba reanimando en algunos países —en gran parte por el estímulo que suponía el rearme—, los intentos de basar la recuperación en la cooperación internacional terminaron con el fracaso de la Conferencia Económica Internacional de 1933. A partir de entonces, cada país actuó por su cuenta y riesgo; incluso el Reino Unido abandonó finalmente el libre comercio. El principio del laissez-faire había muerto, por mucho que se siguiera hablando de él. En 1939, los gobiernos interferían deliberadamente en la economía, como nunca lo habían hecho desde los tiempos del apogeo del mercantilismo.
Al igual que se habían desvanecido las creencias del siglo XIX en materia política y económica, lo mismo puede decirse de las ideas imperantes en otros aspectos. Es más difícil hablar de tendencias intelectuales y emocionales que de tendencias políticas y económicas, pero, aunque muchas personas seguían aferradas a viejos axiomas, para las minorías que estaban a la vanguardia del pensamiento y de la opinión, las antiguas bases ya no eran firmes. Muchas personas seguían asistiendo a los oficios religiosos —aunque eran minoría, incluso en los países católicos—, pero el grueso de la población de las ciudades industriales vivía en un mundo poscristiano al que no le habría importado gran cosa la supresión de las instituciones y símbolos religiosos. Los intelectuales se encontraban en el mismo caso; tal vez se enfrentaban a un problema aún mayor que el de la pérdida de la fe religiosa, ya que muchas de las ideas liberales que habían desplazado al cristianismo en el siglo XVIII, estaban a su vez siendo arrinconadas. En las décadas de 1920 y 1930, las certezas liberales en relación con la autonomía del individuo y los criterios morales objetivos, la racionalidad, la autoridad de los padres, así como en relación con un universo explicable, parecían estar desapareciendo de la misma manera que la fe en el libre comercio.
Los síntomas eran muy evidentes en el arte. Durante tres o cuatro siglos, desde la época del humanismo, los europeos habían creído que el arte expresaba afanes, percepciones y placeres accesibles en principio a las personas corrientes, aunque pudieran elevarse a un grado excepcional de perfección en su ejecución, o recrearse especialmente en la forma, de manera tal que no todas las personas pudieran siempre disfrutarlos. En cualquier caso, en relación con aquella época, puede mantenerse la idea de la persona culta que, con el debido tiempo y estudio, podía distinguir y enjuiciar las manifestaciones artísticas de su tiempo, ya que eran expresión de una cultura y unos modelos estéticos determinados. Esta idea dejó de estar del todo clara cuando, en el siglo XIX, siguiendo la estela del movimiento romántico, se idealizaba al artista como un genio —Beethoven fue uno de los primeros ejemplos— y se formuló el concepto de «vanguardia».
Más adelante, en la primera década del siglo XX, era ya muy difícil, incluso para unos ojos y oídos bien preparados, apreciar el verdadero valor artístico de muchas de las obras contemporáneas. Podemos apreciar lo anterior en la gradual distorsión de la imagen en la pintura. Al principio, aunque abandonado ya el estilo figurativo, existía un nexo de unión con la tradición que se mantuvo hasta la época del cubismo, si bien, para entonces, hacía tiempo que el «hombre culto» medio —concepto que tal vez ya no tuviera demasiado sentido— ya no era capaz de seguir las tendencias de las artes con un criterio bien definido. Los artistas se fueron recluyendo en un caos de visiones subjetivas cada vez menos accesible, que culminaron en el dadaísmo y el surrealismo. Los años posteriores a 1918 tienen un interés extraordinario como consumación de la desintegración en el arte; con el surrealismo desapareció incluso la idea de «lo objetivo», por no hablar de su representación. Como dijo un pintor surrealista, el movimiento buscaba un «pensamiento sin ningún control de la razón, fuera de cualquier preocupación estética o moral». Por medio del azar, el simbolismo, el impacto, la sugestión y la violencia, los surrealistas buscaban ir más allá de la propia conciencia. Al hacerlo, estaban explorando las mismas ideas y emociones que muchos escritores y músicos de la época.
Estos fenómenos dan fe, de muy diferentes maneras, de la decadencia de la cultura liberal que siguió al alto grado de civilización alcanzado en la era europea. Es muy significativo que estos movimientos desintegradores estuvieran con frecuencia provocados por la sensación de que la cultura tradicional estaba limitada por no haber contado con los recursos de la emoción y la experiencia que provienen del inconsciente. Probablemente, pocos de los artistas que habrían estado de acuerdo con lo anterior habían leído las obras del hombre que, más que ninguno otro, dio al siglo XX un lenguaje y un conjunto de metáforas para explorar el inconsciente y transmitió la idea de que los secretos de la vida residían en él.
Este hombre fue Sigmund Freud, el fundador del psicoanálisis. Pensaba que tenía un lugar en la historia de la cultura junto a Copérnico o Darwin, ya que cambió la manera que las personas tenían de pensar sobre sí mismas. Freud establecía comparaciones sacadas del mundo de lo consciente, al describir la idea del inconsciente como la tercera gran «bofetada» recibida por el narcisismo de la humanidad, después de las que le habían propinado el heliocentrismo y la teoría de la evolución. Introdujo varias ideas nuevas dentro del discurso habitual: el hecho de que demos un significado especial a las palabras obsesión o complejo y la aparición de expresiones que ya nos son familiares como «desliz freudiano» o «libido», son muestras de la importancia de sus enseñanzas. Su influencia se extendió rápidamente, afectando a la literatura, las relaciones personales, la educación y la política. Como las palabras de muchos profetas, su mensaje fue a menudo distorsionado. Lo que se creía que este hombre había dicho era mucho más importante que los estudios clínicos concretos que constituyeron su contribución a la ciencia. Al igual que en los casos de Newton o de Darwin, más que en la ciencia, ámbito donde su influencia fue menor que la de aquellos, la importancia de Freud residía en el hecho de que aportara una nueva mitología, que por cierto iba a tener una gran capacidad de erosión.
El mensaje que Freud transmitió fue que el inconsciente es el auténtico motor del comportamiento humano más significativo, que los valores y actitudes morales son proyecciones de las influencias que han moldeado ese inconsciente, y que, por lo tanto, la idea de responsabilidad es, en el mejor de los casos, un mito, probablemente peligroso, y que la propia racionalidad es quizá una ilusión. El hecho de que, de ser verdad todo esto, las mismas afirmaciones de Freud carecerían de sentido, no tenía demasiada importancia. Muchas personas creyeron que había demostrado lo que afirmaba, y muchas lo siguen creyendo. Ese conjunto de ideas ponían en cuestión los cimientos de la civilización liberal y el concepto de persona racional, responsable y conscientemente motivada; ahí radicaba su verdadera importancia.
El pensamiento de Freud no fue la única fuerza intelectual que contribuyó a que se perdiera la certidumbre sobre las creencias y a que aflorara el sentimiento de que las bases sobre las que la condición humana se sustenta no son firmes, pero fue la que tuvo una influencia más clara en el período de entreguerras. Después de devanarse los sesos con los conceptos aportados por Freud, o con el caos reinante en el arte, o con la ininteligibilidad de un mundo científico que parecía abandonar súbitamente a Laplace y a Newton, la gente se lanzó a la búsqueda angustiada de nuevas mitologías y valores en los que poder inspirarse. En el ámbito de la política, por ejemplo, esto condujo al fascismo, al marxismo y al más irracional de todos los sentimientos, el nacionalismo extremo. La tolerancia, la democracia o las libertades del individuo ya no inspiraban ni motivaban a la gente.
En la década de 1930, la creciente incertidumbre y los malos augurios oscurecían el panorama internacional. El centro de estas inquietudes estaba en Europa, en el problema alemán, que amenazaba con llevar el mundo a una convulsión mayor que la que podría producir Japón. Alemania no había sido destruida por completo en 1918, por lo que era lógico pensar que un día podría tratar de hacer valer de nuevo todo su potencial. Su situación geográfica, su población y su capacidad industrial hacían que, de una manera u otra, Alemania estuviera destinada a dominar el centro de Europa, eclipsando a Francia. Lo que no estaba claro para los demás países era si podían enfrentarse a esto sin tener que recurrir a las armas; solo unos cuantos excéntricos pensaban que el problema podría solucionarse dividiendo a Alemania y llevándola a la situación anterior a 1871.
Los alemanes empezaron enseguida a exigir la revisión del Tratado de Versalles. A pesar de que en la década de 1920 esta cuestión se trató con buena voluntad, terminó por hacerse incontrolable. Las reparaciones de guerra de Versalles fueron disminuidas gradualmente y los tratados de Locarno parecieron ser un importante paso adelante, ya que Alemania aceptó en ellos el acuerdo territorial en el oeste de Europa que se había pactado en Versalles. De todas formas, quedó sin cerrar la cuestión de los territorios del este y, sobre todo, quedó en el aire la más importante de todas: ¿cómo podría un país potencialmente tan poderoso como Alemania relacionarse con sus vecinos de manera equilibrada y pacífica, teniendo en cuenta la especial experiencia histórica y la idiosincrasia de los alemanes?
Casi todo el mundo pensaba que esto se había solucionado con la creación de una república democrática alemana cuyas instituciones procederían a reconstruir, de manera pacífica y tolerante, la sociedad y la civilización del país. Ciertamente, la constitución de la República de Weimar (llamada así por el lugar donde se reunió su asamblea constituyente) era muy liberal, pero, ya desde el principio, había demasiados alemanes que no estaban de acuerdo con ella. Cuando la depresión económica destruyó la frágil base sobre la que descansaba la república de Alemania y desencadenó las destructivas fuerzas nacionalistas y sociales que habían estado ocultas, se puso de manifiesto que pensar que Weimar había solucionado el problema alemán no era sino una ilusión.
En ese momento, contener a Alemania pasó a ser otra vez un problema internacional. Sin embargo, por diversas razones, la década de 1930 no resultó muy prometedora en este sentido. Para empezar, algunas de las peores consecuencias de la crisis económica mundial se hicieron notar en las débiles economías agrícolas de los nuevos estados de Europa central y oriental. Francia siempre había buscado aliados en el este de Europa para el caso de un resurgimiento alemán, pero en aquel momento esos posibles aliados estaban seriamente debilitados. Además, la propia existencia de estos hacía doblemente difícil involucrar a Rusia, de nuevo sin duda una gran potencia (aunque misteriosa), en la contención de Alemania. Sus características ideológicas eran un obstáculo para la colaboración con el Reino Unido y Francia, además de la dificultad estratégica que entrañaba su lejanía. Un ejército ruso no podría llegar a Europa central sin atravesar uno o más de los países del este del continente, cuya corta vida estaba siendo presidida por el miedo a Rusia y al comunismo. Después de todo, Rumanía, Polonia y los estados bálticos se habían creado, en gran medida, a partir de antiguos territorios rusos.
Tampoco Estados Unidos era una ayuda. La tendencia de la política estadounidense, desde que Wilson no consiguió convencer a sus conciudadanos de que debían unirse a la Sociedad de Naciones, se había caracterizado por un ensimismado aislamiento que, por supuesto, estaba de acuerdo con la tradición del país. Los norteamericanos que habían combatido en Europa no querían repetir la experiencia. Aparentemente justificado por el boom de la década de 1920, el aislamiento fue paradójicamente confirmado por la depresión de la década de 1930. Cuando los estadounidenses no culpaban vagamente a Europa de sus problemas —la cuestión de las deudas de los tiempos de guerra tenía un gran impacto psicológico porque se consideraba que estaba ligada a los problemas económicos internacionales, como de hecho así era, aunque no tanto como pensaban los norteamericanos—, sentían desconfianza ante una nueva implicación en los problemas europeos. Después de todo, con la depresión en la que estaba sumido el país, tenían más que suficiente. Estados Unidos, con la elección como presidente, en 1932, del candidato del Partido Demócrata, estaba, de hecho, comenzando una importante época de cambio que terminaría por disipar el desánimo, pero esto no podía preverse en ese momento.
La siguiente fase de la historia de Estados Unidos iba a estar dirigida por los demócratas durante cinco mandatos presidenciales consecutivos. En los cuatro primeros, las elecciones las ganaría el mismo hombre: Franklin Roosevelt. Casi no existían precedentes de que una misma persona fuera candidata a la presidencia cuatro veces seguidas (solo el socialista Eugene Debs lo fue, aunque sin éxito). Que ganara las elecciones en las cuatro ocasiones era algo asombroso, y que lo hiciera (en todas ellas) con la mayoría absoluta del voto popular era algo así como una revolución. Ningún otro candidato demócrata anterior, desde la guerra civil, había obtenido esa mayoría absoluta (y ninguno otro lo conseguiría hasta 1964). Además, Roosevelt era un hombre rico, una figura patricia. Por eso resulta tan sorprendente que surgiera como uno de los líderes más importantes de principios del siglo XX. Llegó al poder después de una contienda electoral que se planteó básicamente como la de la esperanza contra la desesperación. Ofreció confianza y prometió actuar para acabar con la plaga de la depresión económica. Su victoria fue seguida de una transformación política: la construcción de una hegemonía demócrata basada en un conjunto de electores hasta entonces desdeñados —los del Sur, los pobres, los granjeros, los negros, los intelectuales liberales progresistas— que arrastraron más apoyos a la estela del éxito electoral.
Todo esto era en cierta manera ilusorio. En 1939, el llamado «New Deal» («Nuevo Trato») en el que se había embarcado la administración Roosevelt aún no estaba combatiendo satisfactoriamente la crisis económica. Sin embargo, sí que cambió el enfoque del funcionamiento del capitalismo estadounidense y de sus relaciones con el gobierno. Se emprendió un ambicioso plan para aliviar el problema del paro mediante el seguro de desempleo, se invirtieron millones de dólares en obras públicas, se introdujeron nuevas normas económicas y se inició un gran experimento sobre propiedad pública en un plan hidroeléctrico para el valle del Tennessee. Se estaba dando al capitalismo una nueva esperanza y un nuevo contexto gubernamental. En los tiempos del New Deal, las autoridades federales absorbieron parte del poder local de la sociedad estadounidense y de los estados federados, de una importancia sin precedentes en tiempos de paz, que con el paso del tiempo se ha impuesto como algo irreversible. La política estadounidense reflejaba las mismas tensiones en relación con el colectivismo que afectaron a otros países en el siglo XX. También en este sentido, la era Roosevelt fue históricamente decisiva. Cambió el curso de la historia constitucional y de la política estadounidense como nada ni nadie lo habían hecho desde la guerra civil y, de paso, ofreció al mundo una alternativa democrática al fascismo y al comunismo, proporcionando una versión liberal de la intervención gubernamental a gran escala en la economía. Este logro es tanto más admirable si se tiene en cuenta que se basó casi por completo en las decisiones de los políticos comprometidos con el proceso democrático y no en los argumentos de los economistas, algunos de los cuales ya defendían una mayor centralización de la economía en los países capitalistas. Fue una sorprendente demostración de la capacidad del sistema político estadounidense de dar a la población lo que esta creía querer.
En materia de política internacional, el sistema administrativo solo podía ofrecer lo que la mayoría de los ciudadanos estuvieran dispuestos a aceptar. Roosevelt era mucho más consciente que la mayoría de sus compatriotas del peligro del persistente aislamiento de la nación en relación con los problemas de Europa. Aun así, tenía que expresar lo que pensaba solo de manera gradual. No pudiéndose contar, por tanto, ni con Rusia ni con Estados Unidos, solo quedaban las grandes potencias de Europa occidental para oponerse a Alemania en caso de que esta resurgiera. Gran Bretaña y Francia no estaban en una buena situación para actuar como policías de Europa. Recordaban las dificultades que tuvieron para tratar con el problema alemán, incluso cuando tenían a Rusia de su lado. Además, desde 1918 habían estado en desacuerdo sobre muchas cuestiones. Por otro lado, estaban militarmente debilitadas. Francia, consciente de su inferioridad en cuanto a efectivos humanos en caso de un rearme alemán, había invertido en un programa de defensa estratégica mediante fortificaciones, que tenían un aspecto imponente pero que, en la práctica, le privaban de la capacidad de actuar a la ofensiva. La Marina Real británica ya no tenía una supremacía totalmente indiscutible sobre cualquier otra ni podía, como en 1914, limitarse a concentrar sus recursos en aguas europeas. Los gobiernos británicos llevaban tiempo tratando de reducir los gastos armamentísticos en un momento en el que sus obligaciones a lo largo y ancho del mundo implicaban la utilización de más y más recursos. La depresión económica acentuó este problema; se temía que el coste del rearme podría perjudicar la recuperación al provocar una inflación. Por otro lado, muchos ciudadanos británicos opinaban que las quejas de Alemania eran justas. Estaban dispuestos a hacer concesiones en nombre del nacionalismo y la autodeterminación de Alemania, incluso devolviéndole antiguas colonias germanas. Por otro lado, tanto Gran Bretaña como Francia estaban preocupadas con el país que era el comodín más importante de la baraja europea: Italia. Con Mussolini en el poder, la esperanza de que pudiera alinearse con ellas en contra de Alemania había desaparecido para el año 1938.
La desconfianza surgió a causa del inoportuno intento por parte de Italia de participar en la lucha por África invadiendo Etiopía en 1935. Esto planteó la cuestión de qué debería hacer la Sociedad de Naciones, ya que, evidentemente, el ataque de uno de sus miembros a otro iba en contra de su Carta. Francia y Gran Bretaña quedaron en una situación incómoda. En su condición de grandes potencias, de potencias mediterráneas y de potencias coloniales en África estaban obligadas a liderar la oposición a la agresión, pero no lo hicieron con la suficiente energía y convicción porque temían enemistarse con una Italia a la que querían a su lado en contra de Alemania. El resultado fue el peor de todos los posibles. La Sociedad de Naciones no consiguió controlar la agresión y, además, Italia quedó desairada. Etiopía perdió su independencia, aunque, como se vio más adelante, solo durante seis años.
Esta fue una de las ocasiones en las que, con la perspectiva del tiempo, parecía que se había cometido un error fatídico. Pero es difícil decir a posteriori en qué momento pasó a estar fuera de control la situación que estos hechos produjeron. De todas formas, el hecho decisivo más importante fue el surgimiento en Alemania de un régimen mucho más radical y despiadadamente oportunista, que había estado precedido de una depresión económica que lo había hecho posible. El colapso económico tuvo, además, otra consecuencia importante. Hizo posible una interpretación ideológica de los acontecimientos de la década de 1930, lo que los enconó aún más. Dada la intensificación del conflicto de clases que el colapso económico produjo, los políticos más partidistas a menudo tendían a interpretar el desarrollo de las relaciones internacionales en términos de fascismo frente a comunismo, e incluso de derecha frente a izquierda, o de democracia frente a dictadura. Estas dicotomías se acentuaron cuando Mussolini, enfadado por las reacciones de Gran Bretaña y Francia ante la invasión de Etiopía, entró en alianza con Alemania y empezó a hablar de una cruzada anticomunista, lo cual sembraba aún más confusión. Todas las interpretaciones ideológicas de los asuntos internacionales en la década de 1930 enmascaraban el protagonismo del problema alemán y, por lo tanto, hacían más difícil afrontarlo.
También era importante la propaganda rusa. Durante la década de 1930, su situación interna era precaria. El programa de industrialización imponía grandes sacrificios y tensiones, que se intentaron afrontar —aunque tal vez también se acentuaron— con una intensificación implacable de la dictadura, que se tradujo no solo en la lucha con los campesinos con motivo de la colectivización, sino en la aplicación, a partir del año 1934, de un régimen de terror contra los cuadros del propio sistema. En cinco años, millones de rusos fueron ejecutados, recluidos en prisión, deportados o condenados a trabajos forzados. El mundo miraba asombrado cómo grandes cantidades de acusados se humillaban con grotescas «confesiones» ante los tribunales soviéticos. Cayeron nueve de cada diez generales del ejército, así como también, se ha calculado, la mitad de los miembros del cuerpo de oficiales. En esos años, una nueva élite comunista sustituyó a la anterior; para 1939, habían sido arrestados más de la mitad de los delegados que asistieron al congreso del partido de 1934. Para quienes no lo estaban viviendo, era muy difícil estar seguros de qué era lo que pasaba, pero estaba claro que Rusia no era un Estado civilizado, ni liberal, ni necesariamente un potencial aliado muy poderoso.
La situación de Rusia afectaba aún más directamente al panorama internacional por la propaganda que la acompañaba. Sin duda, el fenómeno estaba alimentado por el fomento deliberado dentro de Rusia de una mentalidad de asedio; lejos de distenderse, la visión del mundo en términos de «nosotros» frente a «ellos», que había surgido del dogma marxista y de las intervenciones que tuvieron lugar entre 1918 y 1922, se vio afianzada en la década de 1930. Mientras esta manera de pensar cuajaba en el interior de Rusia, lo mismo ocurría en el exterior con la doctrina que predicaba el Komintern sobre la lucha internacional de clases. El efecto combinado era previsible. Los temores de los conservadores de todos los países se intensificaron. Parecía lógico pensar que cualquier concesión a la izquierda, o incluso a fuerzas moderadamente progresistas, era una victoria de los bolcheviques. Con el endurecimiento de las posturas de la derecha, los comunistas se armaban de razones para creer que el conflicto de clases y la revolución eran inevitables.
Sin embargo, no se produjo ninguna revolución izquierdista que tuviera éxito. El peligro revolucionario había disminuido rápidamente después de los años de la inmediata posguerra. Durante parte de la década de 1920, los laboristas gobernaron en Gran Bretaña, pacíficamente y sin sobresaltos. En 1931 se produjo un colapso económico, y los laboristas fueron sustituidos por coaliciones conservadoras, con un enorme apoyo electoral, que gobernaron de acuerdo con la tradición de reformas sociales y administrativas progresivas, aunque un poco asistemáticas, que había dirigido el avance de Gran Bretaña hacia el llamado «Estado del bienestar». Esta forma de actuar se había seguido de manera aún más clara en los países escandinavos, que a menudo despertaban admiración por su combinación de democracia política y socialismo práctico, así como por el contraste que representaban en relación con el comunismo. Incluso en Francia, donde existía un partido comunista numeroso y activo, no parecía que la mayoría del electorado fuera a aceptar sus objetivos, incluso después de la depresión económica. En Alemania, antes de 1933, el Partido Comunista había conseguido muchos votos, pero nunca pudo arrebatar a los socialdemócratas el control del movimiento de la clase trabajadora. En países menos desarrollados que estos, el éxito revolucionario de los comunistas fue incluso menor. En España tuvieron que competir con los socialistas y los anarquistas; ciertamente, los conservadores españoles les temían y podían tener razones para recelar también lo que pensaban que era un deslizamiento hacia la revolución social bajo el régimen republicano que se estableció en 1931, pero no puede decirse que el comunismo español constituyera una amenaza.
Sin embargo, las interpretaciones ideológicas tenían un gran atractivo en otras esferas aparte del comunismo. Esto se manifestó claramente al acceder al poder en Alemania un nuevo dirigente, Adolf Hitler, cuyo éxito hace que sea muy difícil negarle talento político, a pesar de que persiguió unos objetivos que nos hacen pensar que no era una persona del todo cuerda. A principios de la década de 1920, Hitler era solo un agitador frustrado que había fracasado en su intento de derrocar a un gobierno (el bávaro) y que vertió sus ideas obsesivamente nacionalistas y su antisemitismo no solo en discursos hipnóticamente eficaces, sino también en un libro largo, mal estructurado y semiautobiográfico que pocas personas leyeron. En 1933, el Partido Nacionalsocialista Alemán de los Trabajadores que dirigía este hombre («el Partido Nazi») tuvo el suficiente apoyo electoral como para que le nombraran canciller de la República alemana. Políticamente, esta pudo ser la decisión más trascendental del siglo. Significó una revolución para Alemania y marcó un rumbo agresivo a esta nación, que terminó por destruir a la vieja Europa y a la propia Alemania, dando paso a un nuevo mundo.
Aunque los mensajes de Hitler eran sencillos, el atractivo que ejercía este hombre era complejo. Defendía la idea de que los problemas de Alemania tenían causas identificables. Una de ellas era el Tratado de Versalles, otra el capitalismo internacional y una tercera, las actividades supuestamente antinacionales de los marxistas alemanes y de los judíos. También decía que la erradicación de los males políticos alemanes tenía que ir acompañada de la renovación de la sociedad y la cultura alemanas, y que eso pasaba por la depuración de la condición biológica de los alemanes mediante la eliminación de los componentes no arios.
En 1922, este mensaje no llevó muy lejos a Hitler; en 1930, hizo que obtuviera 107 escaños en el Parlamento alemán; más que los comunistas, que solo lograron 77. Los nazis se estaban viendo beneficiados por el colapso económico, y las cosas iban a ir aún a peor. Hay varias razones que explican por qué los nazis recogieron su cosecha política, pero una de las más importantes es que los comunistas dedicaron tanta energía a luchar contra los socialistas, sus otros oponentes, como la que emplearon en enfrentarse a ellos. A lo largo de la década de 1920, esto supuso una desventaja decisiva para la izquierda alemana. Otra de las razones fue que el sentimiento antisemita, que también fue exacerbado por el colapso económico, había aumentado en los tiempos de la república democrática. El antisemitismo, como el nacionalismo, tenía un atractivo como explicación de los problemas de Alemania que no conocía de clases sociales, a diferencia de la, igualmente simple, explicación que daban los marxistas en clave de lucha de clases, que naturalmente disgustaba a algunos y (eso se suponía) atraía a otros.
Para el año 1930, los nazis habían demostrado que eran una fuerza con la que había que contar. Recibían apoyo y ganaban adeptos sobre todo entre quienes veían en sus bandas de lucha callejera un seguro contra el comunismo, entre los nacionalistas que eran partidarios del rearme y de la revisión del acuerdo de paz de Versalles, y entre los políticos conservadores que veían a Hitler como a un líder de partido como cualquier otro, que podría serles útil en aquel momento. A base de complicadas maniobras, en 1932 los nazis llegaron a ser el partido con más representación en el Parlamento alemán, aunque sin mayoría de escaños. En enero de 1933, Hitler fue llamado por el presidente de la república para asumir el cargo de canciller, de acuerdo con la constitución. Con posterioridad, se celebraron nuevas elecciones en las que el monopolio de la radio y la utilización de métodos intimidatorios siguieron sin proporcionar a los nazis la mayoría absoluta de escaños; no obstante, la alcanzaron con el apoyo de algunos representantes parlamentarios de la derecha que votaron a favor de otorgar poderes especiales al gobierno, el más importante de los cuales fue la facultad de gobernar por decreto en casos de emergencia. Este fue el final del Parlamento y de la soberanía parlamentaria. Amparados en estos poderes, los nazis llevaron a cabo una destrucción completa de las instituciones democráticas. En 1939 no había prácticamente ningún sector de la sociedad alemana que no estuviera controlado o sometido a ellos. También los conservadores habían perdido la batalla. Pronto se dieron cuenta de que la intromisión de los nazis en la independencia de los poderes fácticos tradicionales estaba abocada a llegar muy lejos.
Como en la Rusia de Stalin, el régimen nazi se basó en gran medida en la utilización implacable del terror contra sus enemigos. Pronto fue dirigido contra los judíos, mientras una Europa estupefacta era testigo de la reedición, en una de sus sociedades más avanzadas, de los pogromos de la Europa medieval o de la Rusia de los zares. Esto era realmente tan asombroso que muchas personas fuera de Alemania no podían creer lo que estaba pasando. La confusión existente sobre la naturaleza del régimen hacía aún más difícil tratar con él. Algunos consideraban que Hitler era simplemente un líder nacionalista que se esforzaba, como Ataturk, en la regeneración de su país y en la reafirmación de sus legítimos derechos. Otros lo veían como el dirigente de una cruzada contra el bolchevismo. Incluso cuando la gente solo pensaba que podría ser una barrera útil para defenderse del comunismo, esta percepción hacía que las personas de izquierdas le consideraran un instrumento del capitalismo. Sin embargo, no existe una fórmula sencilla para comprender a Hitler ni sus objetivos —e incluso sigue habiendo un gran desacuerdo sobre cuáles eran esos objetivos—, y, probablemente, una aproximación razonable a la verdad esté simplemente en entender que encarnó la expresión del resentimiento y la exasperación de la sociedad alemana en su forma más negativa y destructiva, llevándola a extremos monstruosos. Cuando pudo dar rienda suelta a su personalidad, ayudado por el desastre económico, el cinismo político y una correlación de fuerzas internacionales que le era favorable, Hitler puso en acción esas cualidades negativas a costa de todos los europeos, incluidos sus propios compatriotas.
El camino que condujo otra vez a la guerra a Alemania en 1939 es complicado. Aún es posible discutir si hubo alguna posibilidad de evitar lo que ocurrió y, en caso de ser así, qué es lo que pudo hacerse. Evidentemente, el momento en que Mussolini, que hasta entonces recelaba de las ambiciones de Alemania en relación con Europa central, se alió con Hitler, revistió una gran importancia. Después de que el dirigente italiano fuera aislado políticamente por los británicos y los franceses a causa de su aventura en Etiopía, estalló en España una guerra civil al rebelarse un grupo de generales contra la República española, de signo izquierdista. Tanto Hitler como Mussolini enviaron contingentes militares para apoyar al general Franco, el hombre que se erigió en líder de la sublevación. Este hecho, más que ningún otro, proporcionó un componente ideológico a las diferencias entre los europeos. Se identificó a Hitler, Mussolini y Franco como «fascistas», y los responsables de la política exterior rusa empezaron a coordinar el apoyo a España por parte de los países occidentales, permitiendo que los comunistas de cada país dejaran de atacar a otros partidos de izquierdas y promoviendo la formación de «frentes populares». De esta manera, el conflicto español empezó a verse como una confrontación pura y simple entre la derecha y la izquierda; esto suponía una distorsión de la realidad que hacía que la gente pensara en Europa como un continente dividido en dos bandos.
A esas alturas, los gobiernos de Gran Bretaña y Francia eran muy conscientes de las dificultades de tratar con Alemania. Hitler ya había anunciado en 1935 el comienzo del rearme alemán, prohibido por el Tratado de Versalles, con lo que los británicos y los franceses quedarían en una situación de debilidad mientras no llevaran a cabo su propio rearme. La primera consecuencia de todo esto se puso de manifiesto ante el mundo cuando tropas germanas penetraron en la zona desmilitarizada del Rin de la que Alemania había sido excluida en Versalles. Nadie intentó detener esta maniobra. Una vez que la guerra civil española hubo aumentado la confusión en la opinión pública tanto en Gran Bretaña como en Francia, Hitler se apoderó de Austria. Parecía difícil hacer cumplir los términos de Versalles, que, entre otras cosas, prohibían la fusión de Alemania y Austria, ya que la unión de estos dos países podía presentarse ante los ojos de los ciudadanos franceses y británicos como la reacción legítima de un nacionalismo agraviado. La república austríaca había tenido problemas internos desde hacía mucho tiempo. El Anschluss (como se llamó a la unión con Alemania) se produjo en marzo de 1938. En el otoño de ese mismo año tuvo lugar la siguiente agresión alemana: la incorporación de parte de Checoslovaquia. Nuevamente, el hecho se justificó por el engañoso derecho de autodeterminación. Por un lado, los territorios en cuestión eran tan importantes que su pérdida ponía en peligro la futura autodefensa de Checoslovaquia, pero había en ellos muchos habitantes alemanes. Al año siguiente, con los mismos pretextos, los alemanes ocuparon Memel. Hitler estaba cumpliendo poco a poco el viejo sueño que había caído en el olvido desde que Prusia derrotó a Austria: el de una Gran Alemania unida, compuesta por todos los territorios donde vivieran personas de sangre germana.
El desmembramiento de Checoslovaquia constituyó de alguna manera un momento decisivo. Se consumó mediante una serie de acuerdos alcanzados en Munich en septiembre de 1938, de los que fueron protagonistas especiales Gran Bretaña y Alemania. Este fue el último esfuerzo de la política exterior británica de intentar contentar a Hitler. El primer ministro británico dudaba aún demasiado de hasta dónde había llegado el rearme de Alemania como para resistirse y, por otro lado, esperaba que si el último grupo importante de alemanes dependientes de un gobierno extranjero pasaba a estar bajo la autoridad de su patria, Hitler se quedaría sin argumentos para seguir exigiendo la revisión del Tratado de Versalles, el cual, en cualquier caso, había quedado ya muy maltrecho.
Estaba equivocado, ya que Hitler siguió desarrollando sus planes de expansión con las miras puestas en los territorios eslavos. El primer paso fue la absorción, en marzo de 1939, de lo que quedaba de Checoslovaquia. Esto planteó la cuestión del acuerdo polaco de 1919. Hitler estaba contrariado con el llamado «corredor polaco» que separaba a Prusia Oriental de Alemania, y donde se encontraba Danzig, una antigua ciudad alemana a la que en 1919 se otorgó un estatus internacional. Llegado este momento, el gobierno británico, aunque no muy convencido, cambió de estrategia y ofreció garantías a Polonia, Rumanía, Grecia y Turquía frente a una posible agresión, y comenzó a negociar cautelosamente con Rusia.
La política de Rusia en aquellos tiempos sigue siendo difícil de interpretar. Parece que Stalin dejó que la guerra civil española se prolongara, ayudando al bando republicano, en tanto en cuanto parecía que estaba distrayendo la atención de Alemania, pero más tarde buscó otras maneras de ganar tiempo con vistas al ataque desde Occidente que siempre había temido. Para él, era probable que Gran Bretaña y Francia, que verían con alivio como el peligro al que se habían enfrentado durante tanto tiempo se dirigía contra el Estado de los trabajadores, alentaran un ataque alemán contra Rusia. Sin duda lo habrían hecho. En cualquier caso, había pocas posibilidades de colaborar con Gran Bretaña o Francia para oponerse a Hitler, incluso aunque estas estuvieran dispuestas a hacerlo, ya que un ejército ruso no podría llegar a Alemania más que atravesando Polonia, lo cual los polacos nunca permitirían. En consecuencia, como señaló un diplomático ruso a un colega francés al enterarse de las decisiones tomadas en Munich, no había otra cosa que hacer que proceder a una cuarta partición de Polonia. Esta fue acordada en el verano de 1939. Después de haberse reprochado mutuamente con dureza los excesos del bolchevismo, la barbarie eslava y la explotación fascista-capitalista, en agosto Alemania y Rusia llegaron a un acuerdo que disponía el reparto de Polonia entre las dos; no cabe duda de que los estados autoritarios disfrutan de una gran flexibilidad en su conducta diplomática. Con este bagaje, Hitler invadió Polonia el 1 de septiembre de 1939, y de esta manera dio comienzo la Segunda Guerra Mundial. Dos días después, Gran Bretaña y Francia cumplieron la garantía dada a Polonia y declararon la guerra a Alemania.
Los gobiernos de estos dos países no fueron especialmente agudos al tomar esta decisión, ya que era evidente que no podían ayudar a Polonia. Esta desdichada nación desapareció una vez más, dividida por la intervención de las tropas rusas y alemanas, alrededor de un mes después del estallido de la guerra. Pero no haber hecho nada hubiera significado dar su consentimiento al dominio de Europa por Alemania, ya que ninguna otra nación habría considerado a partir de entonces que el apoyo de Gran Bretaña o de Francia tenía valor alguno. Así que, con preocupación y sin el enardecimiento de 1914, las dos únicas grandes potencias constitucionales de Europa se vieron enfrentadas a un régimen totalitario. Ni los ciudadanos de los dos países ni sus gobiernos estaban muy entusiasmados ante la perspectiva, y, además, el declive de las fuerzas liberales y demócratas desde 1918 les dejaba en una posición mucho más débil que la que habían tenido los aliados en 1914, pero con la exasperación que les había producido la larga serie de agresiones y promesas incumplidas de Hitler les era difícil concebir qué tipo de paz podía alcanzarse que les garantizara la seguridad. La causa más importante de la guerra fue, como en 1914, el nacionalismo alemán. Pero, mientras que en la ocasión precedente Alemania había ido a la guerra porque se sentía amenazada, esta vez Gran Bretaña y Francia respondían al peligro que representaba la expansión alemana. Ahora eran ellas las que se sentían amenazadas.
Ante la sorpresa de muchos observadores y el alivio de algunos, durante los primeros seis meses de guerra no ocurrió prácticamente nada una vez que finalizó la rápida campaña polaca. Enseguida estuvo claro que las fuerzas mecanizadas y el poderío aéreo iban a desempeñar en esta ocasión un papel mucho más importante que en la conflagración de 1914-1918. El recuerdo de las carnicerías del Somme y de Verdún estaba demasiado cercano como para que los británicos y franceses planearan algo que no fuera una ofensiva económica; el arma del bloqueo, confiaban, sería eficaz. Por su lado, Hitler no quería causarles problemas porque estaba deseoso de firmar la paz. No se salió del punto muerto hasta que Gran Bretaña trató de intensificar el bloqueo en aguas escandinavas. Curiosamente, esto coincidió con una ofensiva alemana para garantizar el suministro de mineral de hierro que culminó con la conquista de Noruega y Dinamarca. El ataque que lanzó Alemania el día 9 de abril de 1940 abrió un período de lucha tremenda. Apenas un mes más tarde, los alemanes emprendieron una audaz invasión, primero de los Países Bajos y después de Francia. Un poderoso ataque blindado a través de las Ardenas abrió el camino que les permitió dividir a los ejércitos aliados y tomar París. El 22 de junio Francia firmó un armisticio con Alemania. A finales de ese mes, toda la costa europea, desde los Pirineos hasta el cabo Norte, estaba en manos de los alemanes. Italia se había unido al bando alemán diez días antes de la rendición de los franceses. Un nuevo gobierno francés, con sede en Vichy, rompió relaciones con Gran Bretaña después de que esta capturara o destruyera barcos de guerra franceses que podían caer en manos de los alemanes. La Tercera República finalizó con la instalación en la jefatura del Estado de un mariscal francés, héroe de la Primera Guerra Mundial. Desprovista de aliados en el continente, Gran Bretaña quedó enfrentada a una situación estratégica mucho peor que aquella a la que habían tenido que hacer frente en tiempos de Napoleón.
Esto suponía un gran cambio en el cariz que podía tomar la guerra, aunque Gran Bretaña no estaba completamente sola. Estaban las colonias británicas, todas las cuales habían entrado en la guerra uniéndose a su bando, y varios gobiernos del continente invadido en el exilio. Algunos de ellos tenían sus propias fuerzas, y muchos noruegos, daneses, holandeses, belgas, checos y polacos pelearían con gallardía, a menudo con resultados decisivos, en los años venideros. El contingente más importante en el exilio era el francés, pero en ese momento representaba a una facción dentro de Francia y no a su gobierno legítimo. Su líder era un general que había abandonado Francia antes del armisticio y que fue condenado a muerte en rebeldía: Charles de Gaulle. Los británicos solo lo reconocían como «líder de los franceses libres», pero él se consideraba legatario constitucional de la Tercera República y depositario de los intereses y del honor de Francia. Pronto empezó a demostrar una independencia que a la postre iba a hacer de él el más grande servidor de su nación desde Clemenceau.
De Gaulle fue de inmediato una persona importante para los británicos, ya que la incertidumbre sobre qué podía pasar con algunas zonas del imperio francés le convertía en una figura que podría ser decisiva a la hora de encontrar simpatizantes deseosos de unirse a la lucha. Esta fue una de las maneras en que la guerra se extendió geográficamente. También se produjo la ampliación del escenario bélico como consecuencia de la incorporación de Italia, ya que sus posesiones africanas y las rutas marítimas mediterráneas empezaron a ser zonas de operaciones. Finalmente, la disponibilidad para los alemanes de los puertos atlánticos y escandinavos hizo que lo que luego daría en llamarse la «batalla del Atlántico», o sea, la lucha submarina, marítima y aérea para cortar o desgastar las comunicaciones británicas por mar, fuera mucho más enconada.
Las islas británicas quedaron enfrentadas de inmediato a un posible ataque directo. El destino ya había encontrado al hombre que iba a preparar a la nación para oponerse a semejante desafío. Winston Churchill, después de una larga y fluctuante carrera política, llegó al cargo de primer ministro cuando la campaña noruega fracasó, porque no había otra persona que tuviera el apoyo de todos los partidos en la Cámara de los Comunes. Aportó un liderazgo enérgico a la coalición gubernamental que formó inmediatamente, algo que hasta ese momento se había echado en falta. Y, aún más importante, infundió a los ciudadanos, a quienes podía dirigirse por radio, un ánimo y una fortaleza de los que se habían olvidado. Pronto quedó claro que Gran Bretaña, a no ser que fuera derrotada mediante un ataque directo, seguiría en pie de guerra.
Esta actitud adquirió mayor consistencia cuando, gracias a la utilización del radar, los británicos ganaron la gran batalla aérea que se libró en el sur de Inglaterra en los meses de agosto y septiembre de 1940. Por un momento, los ingleses sintieron el mismo orgullo y alivio que los griegos después de la batalla de Maratón. Como dijo Churchill en un célebre discurso, fue verdad que «nunca en la historia de los conflictos humanos tantas personas debieron tanto a tan pocas». Esta victoria hizo imposible una invasión alemana por mar (aunque en todo momento pareció improbable que triunfara una acción militar de este tipo). También quedó claro que Gran Bretaña no podría ser derrotada solamente mediante bombardeos aéreos. El archipiélago británico se enfrentaba a una perspectiva sombría, pero esta victoria cambió el signo de la guerra, ya que marcó el inicio de un período en el que diversas circunstancias desviaron la atención de los alemanes a otros frentes. En diciembre de 1940, Alemania empezó a planificar la invasión de Rusia.
Antes de aquel invierno, Rusia había avanzado hacia el oeste, aparentemente con la intención de garantizarse la disponibilidad de un mayor espacio con fines defensivos ante la posibilidad de un ataque alemán. En una contienda contra Finlandia, se hizo con importantes zonas estratégicas. En 1940 puso bajo su domino a las repúblicas bálticas de Estonia, Letonia y Lituania. Reconquistó Besarabia, que había sido tomada por Rumanía en 1918, así como el norte de Bucovina. Con esta última incorporación, Stalin había sobrepasado las fronteras de los tiempos de los zares. La decisión de Alemania de atacar Rusia surgió en parte por desacuerdos sobre la futura dirección de la expansión rusa; Alemania quería mantenerla apartada de los Balcanes y de los estrechos del Bósforo y los Dardanelos. Asimismo, estaba motivada por el deseo de Alemania de demostrar, mediante un rápido derrocamiento del gobierno ruso, que no tenía sentido para Gran Bretaña continuar la guerra. Pero también existía una importante motivación personal en la decisión. Hitler siempre había detestado sincera y fanáticamente el bolchevismo, y sostenía que los eslavos, a quienes consideraba miembros de una raza inferior, deberían proporcionar a Alemania espacio vital y materias primas en el este. La suya era una última y perversa versión de la vieja lucha de los teutones por imponer la civilización occidental al este eslavo. A muchos alemanes les motivaba esta idea. Iba a justificar unas atrocidades más terribles que cualquier otro mito guerrero anterior.
En una breve campaña de primavera, que sería el preludio del choque de titanes venidero, los alemanes invadieron Yugoslavia y Grecia (contra la segunda de las cuales las fuerzas italianas habían combatido sin éxito desde octubre de 1940). Una vez más, las tropas británicas fueron expulsadas del continente europeo. Creta también fue conquistada en un espectacular asalto aéreo alemán. En ese momento, todo estaba preparado para la Operación Barbarroja, como se denominó a la gran ofensiva contra Rusia, en honor del emperador medieval que dirigió la tercera cruzada (y que murió ahogado durante la misma).
El ataque se inició el 22 de junio de 1941, con gran éxito al principio. Los alemanes capturaron un gran número de prisioneros y los ejércitos rusos tuvieron que retirarse cientos de kilómetros. La vanguardia alemana llegó a situarse a poca distancia de Moscú, pero no llegó a culminar la empresa, y para Navidades el primer contraataque con éxito de los rusos anunció que, de hecho, Alemania estaba en una encrucijada. La estrategia alemana había perdido la iniciativa. Si los británicos y los rusos eran capaces de aguantar y mantenían su alianza, salvo que se produjera una variación radical en el curso de la guerra debido al descubrimiento de nuevas armas de gran capacidad destructiva, el acceso a los recursos de Estados Unidos aumentaría inexorablemente su poder. Esto no significaba, por supuesto, que derrotarían a Alemania con total seguridad, pero sí que podrían forzarla a negociar un acuerdo de paz.
Desde 1940, el presidente de Estados Unidos había creído que, en interés de su propio país, tenía que apoyar a Gran Bretaña, eso sí, dentro de los límites que le impusieran la opinión pública norteamericana y la Ley de Neutralidad. De hecho, hubo momentos en que traspasó dichos límites. Para el verano de 1941, Hitler sabía que, a todos los efectos, Estados Unidos era un enemigo aunque no lo hubiera declarado. Un paso clave había sido la Ley de Préstamo y Arriendo de marzo de ese mismo año, que, una vez liquidados los activos británicos en Estados Unidos, regulaba la entrega de bienes y servicios a los Aliados sin coste alguno. Poco tiempo después, el gobierno de Estados Unidos amplió las patrullas navales y la protección de sus buques en el Atlántico más hacia el este. Después de la invasión de Rusia, se celebró una reunión entre Churchill y Roosevelt que dio lugar a una declaración de principios comunes —la Carta Atlántica—, en la que los líderes de una nación en guerra y otra formalmente en paz se pronunciaron al unísono sobre las necesidades del mundo de la posguerra «tras la destrucción definitiva de la tiranía nazi». Esto estaba muy lejos del aislacionismo, y fue el antecedente que dio lugar a la segunda decisión fatídica y estúpida que Hitler tomó en 1941; el 11 de diciembre declaró la guerra a Estados Unidos, cuatro días después de un ataque de Japón a territorios británicos y estadounidenses. Previamente, Hitler había prometido a los japoneses que lo haría. De esta manera, la guerra pasó a ser mundial. Las declaraciones de guerra de Gran Bretaña y Estados Unidos a Japón podrían haber dado lugar a dos conflagraciones diferentes, siendo Gran Bretaña la única implicada en las dos, pero la actuación de Hitler impidió la posibilidad de mantener apartada de Europa a la potencia estadounidense. Pocos hechos han marcado de manera tan clara el final de una época. Los asuntos europeos dejarían de dirimirse de una manera autónoma; la influencia de las dos grandes potencias existentes en sus flancos, Estados Unidos y la Rusia soviética, pasaría a ser decisiva.
La decisión de Japón fue también sumamente imprudente, aunque la estrategia de la política japonesa apuntaba desde hacía mucho tiempo a un conflicto con Estados Unidos. La alianza de Japón con Alemania e Italia, aunque tenía cierto valor propagandístico para los bandos contendientes, no valía gran cosa en la práctica. Lo que importaba dentro de la planificación de la política japonesa era el resultado de los debates llevados a cabo en Tokio sobre el peligro, o la ausencia de peligro, de plantear un desafío a Estados Unidos que les llevara a la guerra. La clave del asunto estaba en que el éxito final de Japón en su guerra contra China dependía de que pudiera abastecerse adecuadamente de petróleo, lo cual solo podría lograr con el consentimiento tácito de Estados Unidos sobre una derrota total de China. Ningún gobierno estadounidense habría accedido a esto. Por el contrario, en octubre de 1941 el gobierno estadounidense impuso un embargo sobre todo el comercio de sus ciudadanos con Japón.
A continuación, se desarrollaron las últimas etapas de un proceso que tenía sus orígenes en la supremacía que habían tenido en Japón, en la década de 1930, las tendencias más reaccionarias y combativas. Cuando se produjeron los acontecimientos antes relatados, para los responsables de la planificación militar japonesa la cuestión se había convertido en una puramente estratégica y técnica; dado que tendrían que obtener por la fuerza en el sudeste de Asia los recursos que necesitaban, todo lo que había que decidir era el tipo de guerra que debían librar con Estados Unidos y el calendario de la misma. Esta decisión era totalmente irracional, ya que las posibilidades de éxito final eran muy escasas, pero, una vez que los argumentos relativos al honor nacional se impusieron sobre otras consideraciones, los japoneses prepararon cuidadosamente los últimos detalles sobre el lugar y el momento oportunos para el ataque. Optaron por propinar desde el principio un golpe lo más duro posible contra el poderío naval estadounidense con el fin de obtener la máxima libertad de movimientos en el Pacífico y en el mar de la China Meridional. Así pues, el 7 de diciembre Japón lanzó una ofensiva cuyo objetivo más importante fue el ataque aéreo sobre la flota estadounidense estacionada en Pearl Harbor. Esta constituyó una de las operaciones más brillantemente concebidas y ejecutadas de toda la historia de la guerra. Sin embargo, el éxito no fue completo, ya que no destruyó la fuerza aérea naval estadounidense, aunque sí dio durante meses a Japón la libertad estratégica que deseaba. Después de la victoria de Pearl Harbor, los japoneses se enfrentaron a una larga guerra que al final estaban destinados a perder. Habían conseguido unir a los estadounidenses. Después del 8 de diciembre, el aislacionismo quedó prácticamente en el olvido; Roosevelt tenía detrás a todo el país, como nunca lo tuvo Wilson.
Cuando los japoneses llegaron a arrojar unas cuantas bombas en suelo norteamericano, quedó claro que esta era mucho más abiertamente una guerra mundial de lo que lo había sido la primera. Las operaciones alemanas en los Balcanes habían dejado a la Europa continental, en los tiempos de Pearl Harbor, con solo cuatro países neutrales: España, Portugal, Suecia y Suiza. La guerra en el norte de África se libraba de un lado para otro entre Libia y Egipto. Se extendió hasta Siria, por la llegada a este país de una misión militar alemana, y hasta Irak, donde un gobierno nacionalista fue depuesto por las tropas británicas, a pesar del apoyo de la aviación alemana. Irán había sido ocupado por Gran Bretaña y Rusia en 1941. En África, Etiopía fue liberada y el imperio colonial italiano quedó destruido.
Con el inicio de la guerra en el Lejano Oriente, los japoneses llevaron también la destrucción a los imperios coloniales de la zona. En pocos meses tomaron Indonesia, Indochina, Malasia y las Filipinas. Avanzaron a través de Birmania hacia la frontera con la India y, poco después, bombardearon el puerto de Darwin, en el norte de Australia, desde Nueva Guinea. Mientras tanto, los alemanes extendían la guerra naval con submarinos, aviones y lanchas de asalto por todo el Atlántico, el Ártico, el Mediterráneo y el océano Índico. Muy pocos países habían quedado fuera de la contienda. Las exigencias de la misma eran gigantescas, y llevaron la movilización de sociedades enteras mucho más lejos de lo que lo había hecho la Primera Guerra Mundial. El papel de Estados Unidos fue decisivo. Su gran poder productivo hizo incontestable la superioridad en material de guerra de las «naciones unidas» (como se había dado en llamar desde principios de 1942 a la coalición de países que combatían contra Alemania, Italia y Japón).
No obstante, todavía quedaba un duro camino por recorrer. En el primer semestre de 1942, las «naciones unidas» vivieron momentos sombríos. Después, llegó el punto de inflexión, con cuatro batallas muy diferentes entre sí. En junio, una flota japonesa que atacó las islas Midway quedó destrozada en una batalla que se libró sobre todo con aviones de combate. Las pérdidas de los japoneses en portaaviones y pilotos fueron de tal calibre que Japón ya nunca recuperaría la iniciativa estratégica; a partir de entonces comenzó el largo contraataque de Estados Unidos en el Pacífico. Posteriormente, a principios de noviembre, el ejército británico derrotó de manera decisiva a los alemanes e italianos en Egipto, empezó a avanzar hacia el oeste y terminó por expulsar al enemigo de todo el norte de África. La batalla de El Alamein coincidió con desembarcos de fuerzas angloamericanas en la parte francesa del norte de África. Estas fuerzas avanzaron hacia el este, y en mayo de 1943 cesó la resistencia de Alemania e Italia en el continente africano. Seis meses antes, a finales de 1942, los rusos habían neutralizado en Stalingrado, en el río Volga, a un ejército alemán llevado imprudentemente hasta allí por el mando germano. Los restos de este ejército se rindieron en febrero, consumándose así la derrota más desmoralizadora sufrida hasta entonces en Rusia por los alemanes, que iba a ser solo el preludio de tres meses espléndidos de avance invernal que marcaron el punto de inflexión de la guerra en el frente oriental.
No se puede poner una fecha concreta a la otra gran victoria de los Aliados, pero fue tan importante como cualquiera de las anteriores: la de la batalla del Atlántico. Las pérdidas de la marina mercante aliada alcanzaron su cenit en 1942. Para finales de año, se habían perdido embarcaciones con un peso total de cerca de 8 millones de toneladas, hundiéndose a cambio 87 submarinos alemanes. En 1943, las cifras fueron 3.250.000 toneladas y 237 submarinos alemanes, y en los meses de primavera ya se había ganado la batalla. Solamente en el mes de mayo, se hundieron 47 submarinos. Esta fue la batalla más importante de todas para las naciones unidas, porque de su resultado dependía la posibilidad de contar con la producción estadounidense.
El dominio del mar también hizo posible la invasión del continente. Roosevelt había aceptado dar prioridad a la derrota de Alemania antes que a la de Japón, pero la organización de una invasión de Francia para aliviar la tensión sobre los ejércitos rusos no pudo finalmente llevarse a cabo hasta 1944, lo cual contrarió mucho a Stalin. Cuando al fin se realizó, el desembarco angloamericano en el norte de Francia, en junio de 1944, fue la operación anfibia más grandiosa de la historia. Para entonces, Mussolini había sido derrocado por sus compatriotas e Italia, invadida desde el sur; Alemania tenía por lo tanto tres frentes de batalla abiertos. Poco tiempo después del desembarco de Normandía, los rusos entraron en Polonia. Aun avanzando más rápidamente que sus aliados, no llegaron a Berlín hasta el siguiente mes de abril. En el flanco oeste, las fuerzas aliadas habían irrumpido en Centroeuropa desde Italia y, desde los Países Bajos, en el norte de Alemania. Mientras tanto, casi de forma accidental, una gran ofensiva aérea que hasta los últimos meses de la guerra no tuvo un efecto estratégico decisivo sembraba la destrucción en las ciudades alemanas. Cuando, el 30 de abril, el hombre que había desencadenado la conflagración se suicidó en su búnker en las ruinas de Berlín, la Europa histórica estaba también, en sentido tanto figurado como literal, en ruinas.
La guerra en el Lejano Oriente duró algo más. A principios de agosto de 1945, el gobierno japonés sabía que la derrota era segura. Muchos de los anteriores enclaves incorporados por Japón habían sido recuperados por los Aliados, las ciudades japonesas estaban siendo devastadas por los bombardeos estadounidenses y sus fuerzas navales, en las que se basaban las comunicaciones y la defensa ante una potencial invasión, estaban casi completamente destruidas. Entonces, los estadounidenses arrojaron sobre dos ciudades japonesas, con efectos terroríficos, dos bombas atómicas con un poder de destrucción que hasta entonces no se había conocido ni remotamente. Entre las dos explosiones, Rusia declaró la guerra a Japón. El 2 de septiembre, el gobierno japonés abandonó un plan de resistencia, desesperado y suicida, y se firmó un documento de rendición. La Segunda Guerra Mundial había terminado.
Nada más finalizada la contienda, era difícil evaluar las gigantescas proporciones de lo que había ocurrido. Solo se pudo ver de inmediato, claramente y sin ambigüedades, un resultado positivo: el derrocamiento del régimen nazi. A medida que los ejércitos aliados fueron penetrando en Europa, quedaron a la vista los mayores horrores del sistema nazi de terror y tortura cuando se descubrieron los grandes campos de concentración y se supo lo que había pasado en ellos. Rápidamente quedó claro que Churchill había dicho la pura verdad cuando afirmó ante sus ciudadanos que «si fracasamos, el mundo entero, incluidos Estados Unidos y todo lo que hemos conocido y cultivado, se hundirá en el abismo de una nueva Edad de las Tinieblas, aún más siniestra y tal vez más prolongada por el uso perverso de la ciencia». Los primeros lugares donde se pudo ver la realidad de esta amenaza fueron Bergen-Belsen y Buchenwald. No tendría sentido distinguir entre el grado de atrocidad empleado contra los prisioneros políticos, los trabajadores esclavizados de otros países o algunos prisioneros de guerra. Pero lo que más impactó a la opinión pública mundial fue haber conocido, cuando ya era tarde, el intento sistemático que se había producido de borrar del mapa a los judíos europeos, la llamada «solución final» perseguida por los alemanes, un intento que llevaron lo suficientemente lejos como para modificar el mapa demográfico; los judíos polacos fueron aniquilados casi por completo y, en proporción a su número, hubo bajas muy cuantiosas entre los judíos holandeses. En conjunto, aunque las cifras completas nunca lleguen a conocerse, es probable que murieran entre cinco y seis millones de judíos, sumando los exterminados en las cámaras de gas y hornos crematorios de los campos de concentración, los fusilados o asesinados sobre el terreno en Europa oriental y sudoriental, y los fallecidos por agotamiento o hambre.
Ni las personas a título individual ni los países habían entrado en la guerra porque la vieran como una lucha contra la perversidad. Pero no puede ponerse en duda que muchos se sintieron alentados durante el transcurso de la misma por la sensación de que el conflicto tenía una dimensión moral. A esto contribuyó la propaganda. Aunque Inglaterra fue el único país de Europa que se mantuvo en pie luchando por su integridad, la sociedad británica quiso ver en el conflicto objetivos positivos que iban más allá de la supervivencia y de la destrucción del nazismo. Las aspiraciones sobre un nuevo mundo de colaboración entre las grandes potencias y de reconstrucción social y económica quedaron plasmadas en la Carta Atlántica y en la creación de las Naciones Unidas. Estaban animadas por sentimientos de buena voluntad hacia los Aliados y por un consenso un tanto indefinido sobre unas diferencias de intereses e ideales sociales que iban a resurgir con demasiada rapidez. Con la llegada de la paz, gran parte de la retórica de los tiempos de guerra se volvió en contra de la sociedad; cuando callaron las armas, sobrevino la desilusión al comprobarse la situación del mundo. No obstante, a pesar de todo, la guerra que tuvo lugar entre 1939 y 1945 en Europa sigue viéndose en cierto sentido como una batalla moral, como tal vez nunca lo ha sido ninguna otra librada entre grandes potencias. Es importante recordar esto. Se han oído muchas cosas sobre las consecuencias lamentables de la victoria de los Aliados; se olvida con demasiada facilidad que, gracias a ella, fue doblegada la mayor amenaza jamás planteada a la civilización liberal.
Las personas de amplias miras pudieron ver la gran paradoja de todo esto. En muchos sentidos, Alemania había sido uno de los países más progresistas de Europa, la encarnación de buena parte de lo mejor de su civilización. Que Alemania hubiera sido presa de tamaña locura colectiva sugería que algo había fallado en la raíz de esa civilización. Los crímenes del nazismo no se habían cometido en un acceso de salvaje embriaguez ante la victoria, sino de una manera sistemática, científica, controlada, burocrática (aunque a menudo ineficaz), en la que poco había de irracional, excepto los terroríficos fines que perseguía. En este sentido, la guerra en Asia fue muy diferente. El imperialismo japonés sustituyó durante un tiempo al viejo imperialismo occidental, pero muchas de las personas que lo padecieron no lamentaron el cambio. La propaganda de guerra trataba de dar verosimilitud a la idea de un Japón «fascista», pero eso era una distorsión de la manera de ser de una sociedad tan tradicional. En caso de una victoria de Japón en la guerra, las consecuencias no habrían sido tan terribles como las que sufrieron los países europeos bajo el yugo alemán.
La segunda consecuencia evidente de la guerra fue la destrucción sin precedentes que produjo, que se manifestó de manera más visible en las ciudades asoladas de Alemania y Japón, donde los bombardeos aéreos a gran escala, una de las grandes novedades de la Segunda Guerra Mundial, demostraron ser mucho más devastadores para las personas y los edificios de lo que lo habían sido los de la Guerra Civil española. Con todo, es cierto que el precedente de España habría bastado para convencer a los observadores de que se podía poner de rodillas a un país solo por medio de bombardeos. De hecho, aunque normalmente sean de gran eficacia combinados con otras formas de lucha, los grandes bombardeos estratégicos ofensivos contra Alemania, que la fuerza aérea británica fue aumentando a partir de sus más bien modestos comienzos en 1940, y que se intensificaron de manera constante al entrar en acción los aviones de combate de Estados Unidos a partir de 1942 —hasta el punto de que la suma de las fuerzas aéreas de los dos países hizo que pudieran bombardear un objetivo día y noche de manera ininterrumpida—, consiguieron muy poco hasta los últimos meses de la guerra. Tampoco la feroz destrucción de las ciudades japonesas tuvo tanta importancia estratégica como la eliminación de su poderío naval.
No solo hubo una enorme devastación urbana. La vida económica y las comunicaciones en Europa central también fueron seriamente dañadas. En 1945, millones de refugiados vagaban por Europa intentando volver a sus casas. Hubo un grave peligro de hambruna y epidemias ante las dificultades de abastecimiento. Los enormes problemas de 1918 volvían de nuevo a Europa, y en esta ocasión afectaban a países desmoralizados por la derrota y la ocupación; solo las naciones neutrales y Gran Bretaña habían conseguido escapar a las calamidades. Había muchas armas sin control en manos de particulares, y algunos temían que se produjera una revolución. También Asia estaba en muy malas condiciones, pero en aquel continente la destrucción física había sido menor, por lo que las posibilidades de recuperación eran superiores.
El impacto político en Europa fue realmente drástico. La estructura de poder, que había estado vigente hasta 1914 y que se prolongó de manera ilusoria durante el período de entreguerras, estaba condenada al fracaso ya en 1941. Dos grandes potencias periféricas dominaban políticamente Europa y se establecieron militarmente en el corazón del continente. Este dominio ya quedó claro en la reunión mantenida por los líderes aliados en Yalta en febrero de 1945, en la que Roosevelt y Stalin acordaron en secreto las condiciones para que la URSS declarara la guerra a Japón. En Yalta se estableció también la base del acuerdo entre las tres grandes potencias que iba a ser lo más parecido a un tratado formal de paz para Europa entre todos los pactados desde hacía décadas. Según los términos del mismo, la vieja Europa central quedaría transformada por completo. Europa se dividiría en una mitad oriental y en otra occidental. Una vez más, se hizo realidad una línea Trieste-Báltico, pero a las diferencias anteriores iban a añadirse otra nuevas. A finales de 1945, en el este de Europa había un conjunto de estados que, con la excepción de Grecia, tenían gobiernos comunistas o gobiernos en los que los comunistas compartían el poder con otras tendencias políticas. El ejército ruso, que los había invadido, demostró ser un mejor instrumento que la revolución para extender el comunismo internacional. Por supuesto, las repúblicas bálticas que existían antes de la guerra quedaron dentro del Estado soviético, que también absorbió partes de la Polonia y la Rumanía prebélicas.
Alemania, el centro de la antigua estructura de poder en Europa, ya no existía de hecho. La fase de la historia europea dominada por ese país había finalizado, y la creación de Bismarck fue dividida en zonas ocupadas por los rusos, los estadounidenses, los británicos y los franceses. Las demás grandes unidades políticas del oeste de Europa se habían reconstituido después de la ocupación y la derrota, pero estaban debilitadas; Italia, que había cambiado de bando a partir del derrocamiento de Mussolini, tenía, al igual que Francia, un partido comunista muy fortalecido, más numeroso y que, no podía olvidarse, seguía comprometido con la eliminación revolucionaria del capitalismo. Solo Gran Bretaña mantenía la importancia que había tenido en 1939 a los ojos del mundo; incluso su prestigio se vio aumentado durante cierto tiempo por su resistencia en 1940 y 1941, y en un principio siguió siendo reconocida como un país a la altura de Rusia y Estados Unidos. (Formalmente, podía decirse lo mismo de Francia y de China, pero a estos dos países se les prestaba menos atención.) A pesar de todo, el momento de Gran Bretaña ya había pasado. Mediante un enorme esfuerzo de movilización de sus recursos y de su vida social, hasta unos extremos sin igual si exceptuamos la Rusia de Stalin, el país había logrado mantener su posición. Pero solo había conseguido salir del atolladero estratégico gracias al ataque alemán sobre Rusia, y no se habría mantenido a flote sin la Ley de Préstamo y Arriendo de Estados Unidos. Además, esta ayuda no había sido gratuita; antes de facilitarla, Estados Unidos había exigido la venta de los activos británicos en ultramar para hacer frente a la factura. Por añadidura, la zona de la libra esterlina estaba muy disgregada. El capital norteamericano iba a desplazarse a partir de entonces, en grandes cantidades, a los antiguos dominios británicos. Estos países habían aprendido nuevas lecciones, tanto de su fuerza en tiempos de guerra como, paradójicamente, de su debilidad en tanto en cuanto habían confiado en Gran Bretaña para su defensa. A partir de 1945 actuaron cada vez con mayor independencia, tanto real como formal.
Bastaron unos pocos años para que quedara claro este gran cambio en la situación de la mayor de las antiguas potencias imperiales. Resulta significativo, aunque solo sea simbólicamente, que cuando Gran Bretaña realizó su último gran esfuerzo militar en Europa, en 1944, el contingente estaba al mando de un general estadounidense. Si bien las tropas británicas en Europa tuvieron más o menos los mismos efectivos que las norteamericanas durante unos cuantos meses, al final de la guerra las últimas eran más numerosas que las primeras. También en el Lejano Oriente, aunque fueron los británicos quienes reconquistaron Birmania, la derrota de Japón fue consecuencia del poderío aéreo y naval de Estados Unidos. A pesar de todos los esfuerzos de Churchill, al final de la guerra Roosevelt negoció con Stalin sin contar con él, proponiendo, entre otras cosas, el desmantelamiento del imperio británico. Gran Bretaña, aun habiendo resistido con éxito en solitario en 1940 y pese al prestigio moral que esto le dio, no pudo escapar al impacto destructor que tuvo la guerra sobre la estructura política de Europa; de hecho, en cierto sentido, junto con Alemania, fue la potencia que mejor lo ilustró.
Así quedó confirmado en Europa el fin de la supremacía europea, que también pudo apreciarse fuera de ella. En el último intento de un gobierno de Gran Bretaña (que solo prosperó durante poco tiempo) de frustrar un principio político estadounidense, las fuerzas británicas pusieron a salvo territorios holandeses y franceses en Asia justo a tiempo para devolvérselos a sus anteriores poseedores, evitando que tomaran el poder unos regímenes anticolonialistas. Aun así, casi inmediatamente empezó la lucha contra los rebeldes y quedó de manifiesto que las potencias imperiales se enfrentaban a un futuro difícil. La guerra había revolucionado también los imperios. Sutil y súbitamente, el caleidoscopio de la autoridad había cambiado de posición y aún estaba girando cuando la guerra llegó a su fin. El año 1945 no es, por tanto, un buen momento para hacer una pausa; la realidad estaba aún enmascarada por la apariencia. Muchos europeos tenían que descubrir todavía que, muy a su pesar, la era imperial europea había llegado a su fin.