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La herencia otomana y los territorios islámicos occidentales

El imperio otomano casi desapareció de Europa y África durante el siglo XIX. Las razones fundamentales fueron las mismas en los dos continentes: el efecto disgregador del nacionalismo y la codicia de las potencias europeas. La revuelta serbia de 1804 y la autoproclamación de Mehmet Alí como gobernador de Egipto en 1805 fueron el inicio del larguísimo final del declive turco. En Europa, el siguiente acontecimiento significativo fue el levantamiento griego; a partir de ese momento, la historia del imperio otomano en Europa está marcada por las fechas en que se fueron creando nuevas naciones, hasta que en 1914 la Turquía europea quedó limitada a la región oriental de Tracia. En el África islámica, el declive del poder otomano había llegado para entonces más lejos y de manera más rápida; la mayor parte del norte de África estaba ya prácticamente libre del gobierno del sultán desde principios del siglo XIX.

Como consecuencia de todo esto, cuando el fenómeno del nacionalismo empezó a surgir en el África islámica, tendió a estar más dirigido contra los europeos que contra los otomanos. También estaba vinculado a la innovación cultural. La figura de Mehmet Alí es clave en el desarrollo de los acontecimientos. Aunque nunca viajó hacia el oeste de su lugar de nacimiento, Kavalla, en Rumelia, era un admirador de la civilización europea y pensaba que Egipto podía aprender mucho de ella. Contrató a consejeros técnicos europeos y a asesores extranjeros en cuestiones sanitarias, editó traducciones de libros y trabajos europeos sobre temas técnicos, y envió jóvenes estudiantes a completar su educación en Francia e Inglaterra. No obstante, estaba trabajando a contracorriente. A pesar de que abrió Egipto a la influencia europea (especialmente a la francesa) como nunca antes se había hecho, no quedaba satisfecho de lo que lograba en la práctica. Gran parte de esa influencia provenía de las instituciones educativas y técnicas, y era un reflejo del viejo interés de Francia en el comercio y los asuntos del imperio otomano. El francés fue pronto el segundo idioma para los egipcios instruidos, y en Alejandría, una de las grandes ciudades cosmopolitas del Mediterráneo, se formó una gran comunidad francesa.

Pocos estadistas del mundo no europeo se han limitado, en su afán modernizador, a aprovechar el conocimiento técnico occidental. Los jóvenes egipcios pronto empezaron a adoptar también sus ideas; el pensamiento político expresado en idioma francés era de una gran riqueza. Se estaba abonando el terreno que finalmente contribuiría a transformar las relaciones entre Europa y Egipto. Los egipcios aprendieron la misma lección que los indios, los japoneses y los chinos: había que contraer la enfermedad europea para generar los anticuerpos necesarios para protegerse de ella. De esta manera, la modernización y el nacionalismo se entrelazaron de manera inextricable. Aquí radica la persistente debilidad del nacionalismo en Oriente Próximo, que sería acogido por unas élites modernas aisladas de una sociedad cuyas masas estaban inmersas en una cultura islámica libre de la influencia de las ideas occidentales. Paradójicamente, los nacionalistas, por lo menos hasta bien entrado el siglo XX, solían ser los miembros más europeizados de las sociedades egipcia, siria y libanesa, aunque sus ideas adquirirían más adelante una mayor resonancia. Parece que fue entre los árabes cristianos de Siria donde por primera vez surgió el panarabismo, o nacionalismo árabe (en contraposición al egipcio, sirio u otro), según el cual los árabes, dondequiera que se encontraran, constituían una nación. El panarabismo era una idea distinta de la de la hermandad del islam, que no solo unía a millones de personas que no eran árabes, sino que excluía a los árabes no musulmanes. Las posibles complicaciones derivadas de este hecho a la hora de intentar construir en la práctica una nación árabe, no se pusieron de manifiesto, al igual que otros puntos débiles de la idea del panarabismo, hasta bien avanzado el siglo XX.

Otro hito en la historia de los antiguos territorios otomanos fue la apertura del canal de Suez en el año 1869. Aunque indirectamente y a largo plazo, esto hizo más que cualquier otro factor concreto para que Egipto estuviera destinado a tener que sufrir la intervención extranjera. Pero el canal no fue la causa inmediata del inicio de la intromisión europea en el gobierno de Egipto en el siglo XIX, sino que esta más bien se produjo por la manera de actuar de Ismail (el primer dirigente egipcio que recibió del sultán el título de jedive, debido a la importante independencia de facto que había obtenido). Educado en Francia, a Ismail le gustaban los franceses y las ideas de vanguardia, y viajó mucho por Europa. Era un hombre muy extravagante. Cuando empezó a gobernar Egipto, en 1863, el precio del algodón, el producto que más exportaba el país, se había elevado a causa de la guerra civil estadounidense y, por consiguiente, las perspectivas económicas de Ismail parecían buenas. Por desgracia, su administración financiera estuvo muy lejos de ser ortodoxa. Como consecuencia de ello, la deuda nacional de Egipto subió de 7 millones de libras esterlinas cuando Ismail alcanzó el poder, hasta casi 100 millones apenas trece años después. Las cantidades que era preciso pagar en concepto de intereses llegaron a los 5 millones de libras al año, en una época en que dichas sumas resultaban cuantiosas. En 1876, el gobierno egipcio quebró y dejó de pagar sus deudas, por lo que se contrataron administradores extranjeros. Se nombraron dos directores financieros, uno inglés y otro francés, para garantizar que Egipto fuera gobernado por el hijo de Ismail con la prioridad de mantener el nivel de ingresos y amortizar la deuda. Los nacionalistas no tardaron en acusarles de aumentar en exceso la carga impositiva que tenían que soportar los egipcios poco adinerados para obtener ingresos y poder hacer frente a los intereses de la deuda, así como de recortar determinados gastos, por ejemplo reduciendo los emolumentos de los funcionarios. Los europeos que trabajaban para el jedive eran, a los ojos de los nacionalistas, simples agentes del imperialismo extranjero. Cada vez había una mayor antipatía por la privilegiada situación jurídica de muchos extranjeros en Egipto y por sus tribunales especiales.

Estas situaciones de agravio dieron lugar a conspiraciones nacionalistas y, finalmente, a una revolución. Además de los antioccidentales intolerantes, había partidarios de impulsar una reforma del islam, la unificación del mundo musulmán y un movimiento panislamista adaptado a la vida moderna. Algunos se sentían molestos por la situación de preponderancia de los turcos en el entorno del jedive. Con todo, estas divisiones perdieron importancia después de una intervención británica, en 1882, que impidió una revolución. Esta injerencia no tuvo lugar por razones económicas internas, sino porque la política de Gran Bretaña, aunque estaba dirigida por un primer ministro liberal que favorecía los movimientos nacionalistas en otros lugares del imperio otomano, no podía aceptar que la seguridad de la ruta a la India a través del canal pudiera estar en peligro por un gobierno hostil en El Cairo. Esto era impensable en aquellos momentos, y, de hecho, Gran Bretaña no retiró sus soldados de Egipto hasta el año 1956; su presencia fue hasta entonces algo así como un dogma estratégico.

Por consiguiente, a partir de 1882, los británicos pasaron a ser los principales destinatarios del odio de los nacionalistas en Egipto. Decían que estaban dispuestos a retirarse tan pronto como se pudiera contar con un gobierno digno de confianza, pero no lo hacían porque ninguno era aceptable para ellos. Por el contrario, los administradores británicos cada vez se involucraron más en el gobierno de Egipto, lo cual, por otro lado, no fue negativo, ya que redujeron la deuda y pusieron en práctica planes de irrigación que permitieron alimentar a una población en crecimiento (entre 1880 y 1914 se dobló el número de habitantes, hasta llegar a alrededor de los doce millones). A pesar de todo, los egipcios los rechazaban porque no contaban con ellos para ocupar cargos administrativos en el ámbito de la economía, porque imponían una dura fiscalidad y por el hecho de que eran extranjeros. A partir de 1900, empezó a producirse una situación de descontento y violencia. Los británicos y el gobierno títere egipcio actuaron con firmeza contra la agitación y procuraron salir de la situación mediante reformas, que al principio fueron de tipo administrativo y llevaron a la aprobación, en 1913, de una nueva constitución que preveía más elecciones de representantes para una cámara legislativa con mayores facultades. Por desgracia, la cámara solo pudo reunirse durante unos cuantos meses, ya que, cuando estalló la guerra, se decretó su suspensión. El gobierno egipcio se vio empujado a la guerra contra Turquía, se sustituyó a un jedive sospechoso de conspirar contra los británicos y, a finales de año, Gran Bretaña proclamó el protectorado. El jedive adoptó el título de sultán.

Para entonces, el gobierno otomano había perdido también la región de Tripolitania a manos de Italia, que la había invadido en 1911, en parte a causa de un movimiento nacionalista de carácter reformista, que esta vez tuvo lugar en la propia Turquía. En 1907 comenzó allí con éxito una rebelión protagonizada por los «Jóvenes Turcos», movimiento con una historia complicada pero un objetivo sencillo. Como dijo un miembro de este grupo: «Seguimos el camino trazado por Europa ... incluso en nuestra negativa a aceptar la intervención extranjera». La primera parte de esta frase significaba que querían poner fin al gobierno despótico de Abdul Hamid y restaurar una constitución liberal, aprobada en 1876 y más tarde derogada. No obstante, estaban menos motivados por el valor intrínseco que esto pudiera tener que por sus ansias de revitalizar y reformar el imperio, posibilitando su modernización y el fin del proceso de decadencia. Estos planes y los métodos conspirativos de los Jóvenes Turcos debían mucho a Europa; utilizaban, por ejemplo, logias masónicas como tapadera, y organizaban sociedades secretas como las que habían florecido entre los europeos liberales en los días de la Santa Alianza. Aun así, les contrariaba mucho la creciente interferencia de los europeos en los asuntos internos otomanos, especialmente en la gestión de la economía, ya que, al igual que había pasado en Egipto, Turquía había perdido independencia por la necesidad que tenía de obtener dinero para pagar los intereses de los préstamos destinados al desarrollo interno. Los abusos europeos habían tenido también como consecuencia, según creían, la larga y humillante retirada del valle del Danubio y de los Balcanes.

Después de una serie de motines y revueltas, el sultán cedió en 1908 en el asunto de la constitución. A los liberales en el extranjero les agradaba la Turquía constitucional; parecía que por fin iba a terminar la situación de desgobierno. Pero un intento contrarrevolucionario dio lugar a un golpe de Estado de los Jóvenes Turcos, que depusieron a Abdul Hamid e implantaron un régimen prácticamente dictatorial. Entre 1909 y 1914, los revolucionarios gobernaron de manera cada vez más despótica tras la fachada de una monarquía constitucional. Sin que ello indicara nada bueno, uno de ellos dijo que «ya no hay búlgaros, griegos, rumanos, judíos, musulmanes ... Nos enorgullecemos de ser otomanos». Era algo completamente novedoso: el anuncio del fin del viejo régimen plurinacional.

Visto con la perspectiva del tiempo, se comprende mejor ahora a los Jóvenes Turcos que en su momento. Se enfrentaron con los mismos problemas que muchos reformistas de países no europeos, y sus métodos violentos han sido utilizados por muchos otros dirigentes, por necesidad o por supuesta necesidad. Acometieron la reforma de todos los departamentos del gobierno y contrataron a muchos consejeros europeos. Intentaron mejorar la educación de la población femenina, lo cual fue un gesto muy significativo. Pese a todo, tomaron el poder en el imperio mostrando visibles señales de atraso y en medio de una tremenda sucesión de humillaciones diplomáticas, lo cual les hizo perder atractivo y les llevó a recurrir a la fuerza. Después de la anexión de Bosnia por el imperio de los Habsburgo, el gobernador de Bulgaria consiguió el reconocimiento de la independencia de su país y los cretenses anunciaron su unión con Grecia. Poco después, se produjo el ataque de Italia a Trípoli, y más tarde llegaron las guerras de los Balcanes y la subsiguiente derrota militar.

Bajo esta tensión, pronto estuvo claro que confiar en que, después de la reforma, se llegara a una situación de armonía entre la población, como tanto habían deseado los liberales, era una pura quimera. La religión, la lengua, las costumbres sociales y la nacionalidad seguían dividiendo lo poco que quedaba del imperio. Los Jóvenes Turcos se sintieron cada vez más impelidos a reafirmar la existencia de un solo nacionalismo entre muchos otros, el de los otomanos. Esto, por supuesto, fue motivo de resentimiento para muchas personas. Una vez más, las consecuencias fueron las matanzas, la tiranía y el asesinato, instrumentos de gobierno consagrados por el tiempo en Constantinopla; desde 1913, se situó al frente del país un triunvirato de Jóvenes Turcos que gobernaron como dictadura colegiada hasta el estallido de la Gran Guerra.

A pesar de que habían decepcionado a muchos de sus admiradores, a estos hombres les sonreía el futuro. Representaban las ideas que un día conformarían la herencia otomana: nacionalismo y modernización. Incluso habían avanzado en ese sentido, aun sin quererlo, perdiendo la mayor parte de lo poco que quedaba del imperio otomano en Europa, con lo que se desembarazaron de una gran carga. Pese a todo, en 1914 el patrimonio que habían heredado era aún demasiado gravoso. La mejor alternativa que tenían ante ellos como vehículo para la reforma era el nacionalismo. Los acontecimientos que tuvieron lugar después de 1914 en el conjunto de territorios otomanos más grande que quedaba, las provincias mayoritariamente musulmanas de Asia, pusieron en evidencia lo poco que iban a significar las ideas panislámicas.

En 1914, estas provincias abarcaban una extensa zona estratégicamente muy importante. Desde el Cáucaso, las fronteras con Persia se extendían hacia el sur hasta llegar al golfo Pérsico, cerca de Basora, en la desembocadura del Tigris. En la orilla sur del golfo, los dominios otomanos bordeaban Kuwait (con un jeque independiente y bajo protección británica) y se dirigían de nuevo a la costa, llegando por el sur hasta Qatar. A partir de este punto, las costas de Arabia hasta la entrada del mar Rojo estaban de una manera u otra bajo la influencia británica, pero toda la parte interior y la costa del mar Rojo eran otomanas. Bajo la presión de Gran Bretaña, el desierto del Sinaí había sido entregado a Egipto unos años antes, pero las antiguas tierras de Palestina, Siria y Mesopotamia eran aún todas ellas turcas. Constituían el corazón del islam histórico, y el sultán seguía siendo el califa, su líder espiritual.

Esta herencia terminó por desmoronarse, afectada por las circunstancias estratégicas y políticas de la guerra mundial. Incluso dentro del corazón del islam histórico, ya antes de 1914 había indicios de que estaban entrando en juego nuevas fuerzas políticas. Estas surgieron, en parte, de influencias culturales europeas antiguamente establecidas que actuaban en Siria y el Líbano con mucha más fuerza que en Egipto. En esos países, a la influencia francesa se habían sumado las actividades misioneras estadounidenses y la fundación de colegios y universidades a los que asistían chicos, tanto musulmanes como cristianos, procedentes de todo el mundo árabe. El Levante era cultural y literariamente avanzado. En vísperas de la guerra mundial, se publicaban en el imperio otomano, fuera de Egipto, más de cien periódicos árabes.

El triunfo de los Jóvenes Turcos y de sus tendencias prootomanas dio lugar a la formación de sociedades secretas y grupos de abierta disidencia entre los exiliados árabes, especialmente en París y en El Cairo. Como telón de fondo, había otro factor de incertidumbre: la poca firmeza de la lealtad al sultán por parte de los dirigentes políticos en la península Arábiga. El más importante de ellos era Hussein, jerife de La Meca, que en 1914 no gozaba de la confianza del gobierno turco. Un año antes se había celebrado en Persia una reunión de árabes para discutir sobre la posible independencia de Irak, lo cual no era un buen augurio. Ante estas circunstancias, a los turcos solo les cabía esperar que la división de los árabes, a causa de los diferentes intereses de unos y otros, mantuviera el statu quo.

Finalmente, aunque el hecho no representaba un peligro inmediato, los judíos adoptaron también un sentimiento de nacionalismo territorial. Su historia había dado un nuevo giro desde que, en 1897, se reunió por primera vez un Congreso Sionista cuya meta era la consecución de una patria para los judíos. De esta manera, en la larga historia del judaísmo, el ideal de la asimilación, situación que apenas se había logrado en muchos países europeos después de la época de la Revolución francesa, fue sustituido por el del nacionalismo. La localización idónea de la patria de los judíos no estuvo clara desde el principio; en distintos momentos se sugirieron lugares como Argentina y Uganda, pero, a finales de siglo, las preferencias sionistas se habían centrado en Palestina. Aunque todavía a pequeña escala, para entonces ya había comenzado la emigración de judíos hacia allí. Los acontecimientos de la guerra dieron otra dimensión a esta cuestión.

En 1914, se daban curiosos paralelismos entre los imperios otomano y austrohúngaro. Los dos querían la guerra, al considerar que era, en parte, una solución a sus problemas. Y, sin embargo, ambos padecerían mucho como consecuencia de ella, porque muchas personas, dentro y fuera de sus fronteras, verían en la guerra una oportunidad de sacar provecho a costa de ellos. Al final, los dos imperios serían destruidos. Ya desde el principio, pareció que Rusia, el enemigo histórico, tendría posibilidades de beneficiarse, ya que la entrada de Turquía en la guerra eliminaría los últimos recelos de la tradicional resistencia de Gran Bretaña y Francia al establecimiento del poder de los zares en Constantinopla. Por su parte, Francia podía pescar en río revuelto en el escenario de Oriente Próximo. Si bien su irritación por la presencia británica en Egipto había disminuido de alguna manera con la entente y las manos libres que esta dejaba a Francia en Marruecos, Francia siempre había desempeñado un papel especial en Oriente. El recuerdo de san Luis y las cruzadas, que algunos entusiastas despertaban, no podía tomarse en serio, pero era indudable que los gobiernos franceses habían querido durante cien años ejercer una protección especial del catolicismo en el imperio otomano, sobre todo en Siria, adonde Napoleón III envió un ejército en la década de 1860. También era importante la influencia cultural del extendido uso del idioma francés entre las personas instruidas de Oriente Próximo, donde, por otro lado, los franceses habían invertido mucho capital. No se podían pasar por alto estos factores.

No obstante, en 1914, los principales adversarios militares de Turquía fuera de Europa parecían ser Rusia en el Cáucaso y Gran Bretaña en Suez. La defensa del canal era la clave de la estrategia de los británicos en la zona, aunque pronto quedó claro que no estaban seriamente amenazados al respecto. En ese momento se produjeron unos acontecimientos que revelaron nuevos factores que, a la postre, revolucionarían la situación en Oriente Próximo. A finales de 1914, desembarcó en Basora un ejército indobritánico para proteger los suministros de petróleo procedentes de Persia. Este fue el principio de la relación entre el petróleo y la política en la historia de esta región, aunque no se manifestó en toda su amplitud hasta mucho después de que el imperio otomano dejara de existir. Por otro lado, en octubre de 1914, el gobernador británico de Egipto propició un acercamiento con Hussein que dio muy rápidamente frutos. Fue el primer intento de utilizar el arma del nacionalismo árabe.

La perspectiva de poder propinar un golpe al aliado de Alemania era tanto más atractiva cuanto que los sangrientos combates se sucedían en Europa sin que la balanza se inclinara en favor de ninguno de los contendientes. El intento, en 1915, de forzar el paso por los Dardanelos en una operación combinada naval y terrestre con la esperanza de tomar Constantinopla, fue finalmente abortado. Para entonces, la guerra civil europea había desencadenado una serie de fuerzas que en el futuro habrían de volverse contra Europa. Pero existía un límite en lo que podía ofrecerse a los aliados árabes. Hasta principios de 1916 no se llegó a un acuerdo con Hussein. Este había solicitado la independencia de todos los territorios árabes situados al sur de los 37 grados de latitud (paralelo que se encuentra a unos 130 kilómetros al norte de Alepo y Mosul), que incluían, de hecho, la totalidad del imperio otomano fuera de Turquía y el Kurdistán. Esto era mucho más de lo que Gran Bretaña podía aceptar en un principio. Tenía que consultar con Francia, ya que esta tenía intereses especiales en Siria. Cuando se alcanzó un acuerdo entre británicos y franceses sobre las esferas de influencia en un imperio otomano dividido, quedaron muchas cuestiones aún sin resolver, incluida la situación de Irak, pero ya parecía despuntar la realidad de un programa político nacionalista árabe.

El futuro de los acuerdos pronto estuvo en entredicho. En junio de 1916, se produjo una revuelta árabe con un ataque sobre la guarnición turca en Medina. El levantamiento nunca fue más que una maniobra de distracción en relación con los principales escenarios de la guerra, pero tuvo éxito y llegó a ser legendario. Gran Bretaña se dio cuenta enseguida de que debía tomarse más en serio a los árabes; Hussein fue reconocido como rey del Hiyaz. Las propias tropas británicas avanzaron hasta penetrar en Palestina y tomaron Jerusalén. En 1918 entraron en Damasco junto con los árabes. Pero, antes de esto, otros dos acontecimientos habían complicado aún más la situación. Uno de ellos fue la entrada en la guerra de Estados Unidos; en una declaración sobre los objetivos de la guerra, el presidente Wilson dijo que estaba a favor de que se diera una oportunidad, absolutamente libre de interferencias, al desarrollo de los habitantes no turcos del imperio otomano. El otro fue la publicación, por parte de los bolcheviques, de secretos diplomáticos de sus predecesores en el poder que sacaron a la luz propuestas anglofrancesas sobre esferas de influencia en Oriente Próximo. Una parte de estos acuerdos consistía en que Palestina fuera administrada internacionalmente. A lo anterior se añadió otro factor de irritación al anunciarse que la política británica propugnaba el establecimiento de una patria para los judíos en Palestina. Puede decirse que la «Declaración Balfour» constituyó el mayor éxito que había tenido el sionismo hasta ese momento. No era estrictamente incompatible con lo que se había dicho a los árabes, y el presidente Wilson realizó una gran aportación introduciendo reservas en el documento que protegían a los palestinos que no fueran judíos. En cualquier caso, resultaba prácticamente inconcebible que la propuesta pudiera prosperar sin que nadie la discutiera, especialmente si tenemos en cuenta que, en 1918, los británicos y los franceses expresaron su buena disposición ante las aspiraciones de los árabes. Recién consumada la derrota de Turquía, las perspectivas eran extraordinariamente confusas.

En ese momento, Gran Bretaña reconoció a Hussein como rey del pueblo árabe, lo que no constituyó una gran ayuda para él. No fueron los nacionalistas árabes, sino Gran Bretaña y Francia, con la ayuda de la Sociedad de Naciones, quienes trazaron el mapa del mundo árabe moderno. Durante un confuso decenio, los británicos y franceses se vieron involucrados en los problemas de los árabes, a quienes ellos mismos habían hecho aparecer en la escena política mundial, mientras sus líderes mantenían disputas entre sí. El espejismo de la unidad islámica se desvaneció una vez más, pero, afortunadamente, lo mismo ocurrió con la amenaza rusa (aunque por poco tiempo), y solo quedaron dos grandes potencias implicadas en los asuntos de Oriente Próximo. Desconfiaban la una de la otra, pero podían ponerse de acuerdo, más o menos, sobre la base de que, siempre que los británicos pudieran actuar libremente en Irak, los franceses podrían hacer lo mismo en Siria. La Sociedad de Naciones dio cobertura jurídica a los acuerdos, emitiendo disposiciones en virtud de las cuales Gran Bretaña y Francia recibieron mandatos sobre territorios árabes. Palestina, Transjordania e Irak quedaron en manos de los británicos y Siria, en las de los franceses, quienes gobernaron con prepotencia desde el primer momento y tuvieron que ocupar el país por la fuerza después de que un congreso nacional pidiera la independencia de Siria o, en su defecto, que se estableciera un mandato británico o estadounidense. Derrocaron al rey que los árabes habían elegido, un hijo de Hussein, y posteriormente tuvieron que enfrentarse a una insurrección en toda regla. Los franceses seguían manteniendo el poder por la fuerza en la década de 1930, aunque para aquel entonces ya había señales de que concederían parte del mismo a los nacionalistas. Por desgracia, la situación en Siria puso pronto de manifiesto la capacidad desintegradora de los nacionalismos cuando los kurdos del norte del país se rebelaron ante la posibilidad de quedar subsumidos dentro de un Estado árabe, con lo que plantearon a los diplomáticos occidentales otro problema en Oriente Próximo con mucha vida por delante.

La península Arábiga estaba mientras tanto sacudida por la lucha entre Hussein y otro rey con quien los británicos habían negociado un tratado (para hacer las cosas aún más difíciles, sus seguidores eran miembros de una secta islamista especialmente puritana que, a los conflictos dinástico y tribal, añadía el religioso). Hussein fue derrocado y, en 1932, surgió el nuevo reino de Arabia Saudí en sustitución del de Hiyaz. De esta situación surgieron otros problemas, ya que en aquel momento los reyes de Irak y Transjordania eran hijos de Hussein. Una vez comprobadas las dificultades que les esperaban debido a los encarnizados combates, los británicos quisieron dar por finalizado su mandato sobre Irak tan pronto como se lo aconsejó la prudencia, intentando, eso sí, proteger los intereses estratégicos británicos con el mantenimiento de un contingente militar en tierra y aire. En consecuencia, en 1932 Irak ingresó en la Sociedad de Naciones como un Estado independiente y plenamente soberano. Años antes, en 1928, Gran Bretaña había reconocido la independencia de Transjordania, si bien mantuvo un cierto contingente militar y algunos poderes económicos.

El caso de Palestina era mucho más difícil. Desde el año 1921, en el que los árabes, alarmados por la inmigración de judíos y por la compra por parte de estos de tierras en Palestina, protagonizaron diversos disturbios, este desdichado país nunca estaría en paz mucho tiempo seguido. Había algo más en juego que los sentimientos religiosos o nacionales. La inmigración judía suponía la irrupción de una nueva fuerza de tendencia occidental y modernizadora, cuya manera de actuar modificaba las relaciones económicas e imponía nuevas exigencias a una sociedad tradicional. Gran Bretaña se vio atrapada entre la indignación de los árabes, si no ponía freno a la inmigración de judíos, y la de estos si lo hacía. En aquel momento también había que tener en cuenta a los países árabes, que ocupaban territorios importantes para la seguridad británica, tanto desde el punto de vista estratégico como desde el económico. La opinión pública mundial estaba empezando a involucrarse también. La cuestión se calentó al máximo cuando, en 1933, subió al poder en Alemania un régimen que persiguió a los judíos y empezó a despojarles de todos los logros jurídicos y sociales conseguidos desde la Revolución francesa. En 1937, eran frecuentes en Palestina las batallas campales entre judíos y árabes. Pronto tuvo que intervenir un ejército británico para intentar sofocar una insurrección árabe.

En el pasado, al producirse un colapso del poder predominante en territorios árabes, había sobrevenido muchas veces un período de desórdenes. Lo que no estaba claro en esta ocasión era si a la situación planteada le seguiría —como había ocurrido en anteriores períodos de anarquía— el establecimiento de una nueva hegemonía imperial. Gran Bretaña no quería desempeñar ese papel; después de una breve temporada de éxtasis imperialista inmediatamente posterior a la victoria, lo único que deseaba era salvaguardar sus intereses fundamentales en la zona, proteger el canal de Suez y asegurar el creciente flujo de petróleo proveniente de Irak e Irán. Entre 1918 y 1934, se había construido un gran conducto, que salía del norte de Irak y atravesaba Transjordania y Palestina hasta llegar a Haifa, lo cual daba un nuevo impulso al futuro de estos territorios. El consumo de petróleo en Europa no era aún tan importante como para que hubiera una dependencia generalizada de él, ni se habían producido aún los grandes descubrimientos que modificarían de nuevo la situación política en la década de 1950. Pero se estaba haciendo notar un hecho nuevo: la Marina Real británica había pasado a utilizar petróleo para sus buques.

Los británicos consideraban que la seguridad de Suez estaba mejor garantizada si mantenían un contingente militar en Egipto, pero esto cada vez daba más problemas. La guerra había intensificado el sentimiento nacional en Egipto. Los ejércitos de ocupación nunca son populares; cuando la guerra hizo que subieran los precios, se culpó de ello a los extranjeros. En 1919, los líderes nacionalistas egipcios intentaron plantear sus reivindicaciones en la Conferencia de Paz de París, pero se les impidió hacerlo. Esto dio lugar a un levantamiento contra los británicos que fue rápidamente reprimido. Pero los británicos estaban en proceso de retirada. En 1922 se puso fin a la situación de protectorado con la esperanza de superar el sentimiento nacionalista. Sin embargo, el nuevo reino de Egipto tenía un sistema electoral que daba lugar a una mayoría nacionalista detrás de otra, haciendo imposible la formación de un gobierno egipcio que pudiera llegar a acuerdos que salvaguardaran los intereses británicos en unos términos aceptables para Gran Bretaña. Como consecuencia de ello, sobrevino una prolongada crisis constitucional, con desórdenes intermitentes, hasta que, en 1936, Gran Bretaña aceptó finalmente conformarse con el derecho a mantener una guarnición militar que protegiera la zona del canal durante un número limitado de años. Por otro lado, se anunció el final de los privilegios jurisdiccionales de los extranjeros.

Todo esto era un paso más en la progresiva renuncia de Gran Bretaña a su situación como imperio, algo que, a partir de 1918, se había manifestado ya en otros lugares; en parte, fue un reflejo de que había ido sobrepasando el poder y los recursos debido a que la política exterior británica empezaba a tener que hacerse cargo de otros problemas. De esta manera, los cambios en las relaciones internacionales en lugares que estaban lejos de Oriente Próximo ayudaron a conformar los acontecimientos posteriores a la era otomana en los territorios islámicos. Otro factor novedoso fue el comunismo marxista. Durante todo el período de entreguerras, las radiotransmisiones rusas a los países árabes apoyaron a los primeros comunistas árabes. Con todo, a pesar de la gran preocupación que suscitaba, el comunismo no fue capaz de superar la influencia revolucionaria más poderosa de la zona, el nacionalismo árabe, cuyo centro de atención, para el año 1938, había pasado a ser Palestina. Ese año se celebró un congreso en Siria para apoyar la causa árabe y palestina. Se estaba empezando a manifestar el resentimiento de los árabes por la brutalidad con que los franceses se habían desempeñado en Siria, al igual que la solidaridad árabe ante las protestas de los nacionalistas egipcios contra Gran Bretaña. Algunos pensaban que la fuerza del sentimiento panarabista sería capaz de superar por fin las divisiones de los reinos hachemitas.

Los acuerdos de los aliados durante la guerra también complicaron la historia de la propia Turquía (como pronto habría de volvérsela a llamar), patria de los otomanos. Gran Bretaña, Francia, Grecia e Italia se habían puesto de acuerdo sobre la parte del botín que correspondería a cada una de ellas; la única simplificación que trajo consigo la guerra fue la eliminación de la reivindicación rusa sobre Constantinopla, el Bósforo y los Dardanelos. Enfrentado a la invasión de franceses, griegos e italianos, el sultán firmó una paz humillante. Grecia obtuvo grandes concesiones, Armenia pasaría a ser un Estado independiente, y lo que quedaba de Turquía se dividió en zonas de influencia británica, francesa e italiana. La solución fue descaradamente imperialista y mucho más dura que el acuerdo de paz que se impuso a Alemania en Versalles. De esta manera, se restableció el control económico europeo.

Posteriormente, tuvo lugar la primera revisión con éxito de una parte del acuerdo de paz. En gran medida, se debió a la labor de un hombre, un antiguo Joven Turco y el único general otomano victorioso, Mustafá Kemal, que expulsó a los franceses y a los griegos después de haber amedrentado a los italianos hasta conseguir que abandonaran el país. Con la ayuda de los bolcheviques, aplastó a los armenios. Gran Bretaña decidió negociar y, en 1923, se firmó un segundo tratado con Turquía. Fue un triunfo del nacionalismo sobre las decisiones tomadas en París, y constituyó la única parte del acuerdo de paz que se negoció entre iguales en vez de imponerse a los derrotados. Asimismo, fue el único en el que participaron los negociadores rusos y fue más duradero que cualquiera de los demás tratados de paz. Desaparecieron las ventajas especiales para los europeos y los controles sobre las finanzas del país. Turquía renunció a sus reclamaciones sobre los territorios árabes y sobre las islas del mar Egeo: Chipre, Rodas y el Dodecaneso. Como consecuencia de todo ello, hubo grandes trasvases entre las poblaciones griega y turca (380.000 musulmanes abandonaron Grecia para ir a Turquía y 1.300.000 cristianos ortodoxos dejaron Turquía para vivir en Grecia), con lo que se acentuó el odio que estas gentes se profesaban. Con todo, a la luz de acontecimientos posteriores, podría considerarse que fue una de las operaciones de limpieza étnica más fructíferas en la región, ya que dejó tras de sí una situación menos peligrosa que la anterior. De esta manera, después de seis siglos quedó liquidado el imperio otomano situado fuera de Turquía. En 1923 nació una nueva república como Estado nacional. Puede decirse que en 1924 el califato sucedió en la historia al imperio. Este fue el fin de la era otomana y un nuevo principio de la historia de Turquía. Los turcos de la península de Anatolia pasaron a ser en ese momento, por primera vez en cinco o seis siglos, los ciudadanos mayoritarios de su Estado. Simbólicamente, la capital se trasladó de Estambul a Ankara.

Kemal, como le gustaba llamarse a sí mismo (el nombre significa «perfección»), era en parte un Pedro el Grande (aunque no estuvo interesado en la expansión territorial una vez que consiguió que se revisara el primer tratado de paz) y en parte un déspota ilustrado. También fue uno de los modernizadores más eficaces del siglo. Secularizó las leyes (siguiendo el modelo del código napoleónico), abandonó el calendario musulmán y, en 1928, reformó la constitución para retirar la declaración de que Turquía era un Estado islámico. A día de hoy, Turquía sigue siendo el único país de Oriente Próximo con población musulmana que ha adoptado el laicismo como principio. Desapareció la poligamia. En 1935, el día de descanso semanal, que antes era el viernes por ser el día santo del islam, pasó a ser el domingo, y se introdujo una palabra nueva en el vocabulario: vikend (período desde la una del mediodía del sábado hasta la medianoche del domingo). Se suprimió la enseñanza religiosa en las escuelas. Se prohibió el uso del fez, que, a pesar de haber llegado de Europa, se consideraba musulmán. Kemal era consciente de la naturaleza radical del proceso de modernización que deseaba llevar a cabo y daba importancia a este tipo de símbolos. Eran solo signos, pero signos de algo muy importante: la sustitución de una sociedad islámica tradicional por una europea. Un ideólogo islámico urgió a sus correligionarios turcos a «pertenecer a la nación turca, la religión musulmana y la civilización europea», y no pareció ver dificultades en lograrlo. Se adoptó el alfabeto latino, lo cual tuvo una gran importancia en la educación, que desde entonces fue obligatoria hasta la enseñanza secundaria. En los libros de texto de las escuelas se reescribió la historia nacional; se decía que Adán había sido turco.

Kemal —a quien la Asamblea Nacional otorgó el nombre de Ataturk, o «Padre de los turcos»— fue una figura de una importancia extraordinaria. Fue lo que tal vez Mehmet Alí había querido ser: el primer transformador de un Estado islámico mediante la modernización. Sigue siendo una figura muy interesante; hasta su muerte, en 1938, pareció decidido a no dejar que su revolución se detuviera. El resultado fue la creación de un Estado que en su día, en algunos aspectos, estuvo entre los más avanzados del mundo. En Turquía, mucho más que en Europa, otorgar un nuevo papel a la mujer suponía una ruptura radical con el pasado, y en 1934 se aprobó el voto femenino. También se promovía el acceso de la mujer a la vida profesional.

Antes de 1914, la nación islámica más importante que no estaba gobernada por los imperios europeos ni por el otomano era Persia. Tanto Gran Bretaña como Rusia habían interferido en sus asuntos después de los acuerdos de 1907 sobre las zonas de influencia, pero el poder ruso decayó a partir de la Revolución bolchevique. Las fuerzas británicas siguieron operando en territorio persa hasta el final de la guerra. El sentimiento de hostilidad hacia los británicos se exacerbó al no permitirse a la delegación persa plantear sus pretensiones en la conferencia de paz. Hubo un período de confusión en el que los británicos trataron de encontrar los medios para resistir a los bolcheviques después de la retirada de sus tropas. El poder militar británico estaba sometido a excesivas exigencias, por lo que conservar Persia por la fuerza era algo totalmente impensable. Casi accidentalmente, un general británico descubrió al hombre adecuado para ello, aunque no todo salió según lo previsto.

El hombre en cuestión fue Reza Khan, un oficial que dirigió un golpe de Estado en 1921 y que, de inmediato, utilizó el temor de los bolcheviques a Gran Bretaña para acordar un tratado en el que se cedían todos los derechos y propiedades de Rusia en Persia y en el que los rusos se comprometían a retirar sus tropas. A continuación, Reza Khan derrotó a los separatistas que tenían apoyo británico. En 1925, la Asamblea Nacional le concedió poderes absolutos y, pocos meses después, fue proclamado «sha de shas». Gobernó hasta el año 1941 (en que los rusos y los británicos se pusieron de acuerdo para derrocarlo), en cierto sentido como un Kemal iraní. Demostró su afán de secularización con la abolición del velo y de las escuelas religiosas, pero no fue tan lejos en este aspecto como se había hecho en Turquía. En 1928 se abolieron los privilegios sobre jurisdicciones especiales para europeos, lo cual fue un paso simbólico importante; mientras tanto, el país avanzó en su industrialización y se mejoraron las comunicaciones. Se promovió el establecimiento de una estrecha relación con Turquía. Finalmente, en 1933, el hombre fuerte de Persia obtuvo su primer éxito importante en el nuevo arte de la diplomacia del petróleo, con la cancelación de la concesión que explotaba la Compañía de Petróleo Anglopersa. Cuando el gobierno británico llevó el asunto a la Sociedad de Naciones, Reza Sha obtuvo una gran victoria al pactarse una concesión nueva más favorable para su país, lo que constituyó la mejor demostración de la independencia de Persia. Se había abierto una nueva era en el golfo Pérsico, adecuadamente simbolizada en 1935 por el cambio oficial del nombre de la nación; Persia pasó a llamarse Irán. Dos años más tarde, la esposa del sha se mostró por primera vez en público desprovista del velo islámico.