Los problemas de Europa no podían quedar confinados en el Viejo Continente. Pronto iban a dificultar las posibilidades de que los europeos controlaran lo que sucedía en el resto del mundo; los primeros síntomas de ello se manifestaron en Asia. Desde una perspectiva histórica mundial, el poder colonial de Europa en Asia nunca dejó de estar amenazado, excepto en breves épocas concretas. En 1914, Gran Bretaña se había aliado con Japón para proteger sus intereses en el Lejano Oriente, al no poder confiar exclusivamente en sus propios recursos. Otra potencia europea, Rusia, había salido derrotada en una guerra contra Japón y había vuelto de nuevo la vista a Europa, después de veinte años de presión sobre el mar Amarillo. Todo un siglo de acoso a China, que durante la rebelión de los bóxers pareció que podría haber tenido consecuencias terribles, estaba llegando a su fin; a partir de entonces, China no perdió nuevos territorios ante el imperialismo europeo. A diferencia de la India o de África, China había conseguido de alguna manera mantener su independencia en una época en que el poder europeo en Asia estaba en retroceso. A medida que aumentaban las tensiones en Europa y estaba cada vez más claro que no podrían obstaculizarse indefinidamente las ambiciones de Japón, los estadistas europeos se dieron cuenta de que había pasado ya el momento de incorporar nuevos puertos de mar o de soñar con divisiones de los territorios de una debilitada China. Era mejor para todos volver a la que había sido siempre, de hecho, la política británica de «puertas abiertas», mediante la cual todos los países podrían tratar de conseguir sus propias ventajas comerciales. Estas ventajas, por otro lado, parecían ser mucho menos espectaculares de lo que se había pensado en la optimista década de 1890, lo cual era otra razón para actuar con cautela en el Lejano Oriente.
En 1914, no solo había pasado ya el momento álgido de la ofensiva europea sobre Asia, sino que la convulsión que para este continente habían supuesto el colonialismo, la interacción cultural y el poder económico europeos, había producido reacciones defensivas que había que tener en cuenta. En 1881, un rey hawaiano había propuesto al emperador Meiji la creación de una «Unión y Federación de Naciones y Soberanos Asiáticos»; esto solo fue un botón de muestra, pero las reacciones ya se estaban manifestando en Japón. Su actuación indirecta como catalizadoras de la modernización, canalizadas a través de esta potencia asiática, marcó el ritmo de la siguiente fase de la «guerra de los Cien Años» entre Oriente y Occidente. El dinamismo de Japón dominó la historia de Asia en los primeros cuarenta años del siglo XX; su influencia tuvo, hasta 1945, mayor impacto que el de la Revolución china. A partir de ese año, junto con otras nuevas fuerzas exteriores, China superó de nuevo en importancia a Japón a la hora de dar forma a los asuntos asiáticos y de cerrar la era de Occidente en Asia.
El dinamismo de Japón se manifestó tanto en su crecimiento económico como en su agresividad territorial. El primero de estos fenómenos fue el más evidente durante mucho tiempo. Formó parte de un proceso general de lo que se consideró una «occidentalización», que en la década de 1920 pudo contribuir a un clima de esperanza liberal respecto de Japón y que ayudó a enmascarar el imperialismo de ese país. En 1925 se introdujo el sufragio universal, lo cual, a pesar de que según la experiencia europea no estaba necesariamente relacionado con el liberalismo o la moderación, parecía confirmar un progreso constitucional constante que había comenzado en el siglo XIX.
Esta confianza, compartida tanto por los extranjeros como por los propios japoneses, se vio reforzada durante algún tiempo por el desarrollo industrial de Japón, dentro de la atmósfera de optimismo propiciada por la Gran Guerra, debido a las posibilidades que esta proporcionó al país; los mercados (sobre todo asiáticos) en los que había tenido que enfrentarse a la dura competencia occidental quedaron a su disposición, ya que los que habían venido explotándolos hasta entonces comprendieron que no podían hacer frente a las exigencias de la guerra en sus propios países. Los gobiernos aliados hicieron importantes pedidos de municiones a las fábricas japonesas, y la escasez mundial de barcos dio trabajo a sus nuevos astilleros. El producto nacional bruto de Japón aumentó un 40 por ciento durante los años de la guerra. Aunque quedó interrumpida en 1920, la expansión continuó en los años sucesivos de esa década, y en 1929 Japón tenía una base industrial que, aunque todavía solo daba empleo a menos de una de cada cinco personas, había multiplicado casi por diez su producción siderúrgica, había triplicado la textil y doblado la de carbón. El sector manufacturero estaba empezando a ayudar a otros países asiáticos; importaba mineral de hierro de China y Malasia, así como carbón de Manchuria. Aunque su industria manufacturera era todavía pequeña, en comparación con la de las potencias occidentales, y coexistía con un sector artesano y minorista de larga tradición, el poderío industrial de Japón estaba contribuyendo a configurar, en la década de 1920, tanto su política interior como sus relaciones internacionales, especialmente las que mantenía con el Asia continental.
En contraste con el preponderante y dinámico papel de Japón, China, la potencia con mayores posibilidades no solo de Asia sino de todo el mundo, estaba pasando por un largo proceso de declive. La revolución de 1911 tuvo una importancia enorme, pero no consiguió por sí misma poner fin a la decadencia. En principio, marcó una época de manera mucho más fundamental que las revoluciones francesa o rusa; representó el final de más de dos mil años de historia en los que el Estado confuciano había mantenido unida a China y sus ideales habían dominado la cultura y la sociedad del país. La revolución produjo la caída simultánea del confucianismo y del sistema jurídico, que habían estado inseparablemente ligados. La revolución de 1911 provocó el desmoronamiento de los principios que habían caracterizado a la China tradicional. Por otro lado, tuvo importantes defectos, especialmente dos. En primer lugar, su carácter fue más destructivo que constructivo. La monarquía había mantenido unido a un país de grandes dimensiones, prácticamente un continente, formado por regiones muy diferentes entre sí. Su colapso hizo que el regionalismo centrífugo, que tantas veces se había manifestado en la historia de China, recobrara su protagonismo. Muchos de los protagonistas de la revolución albergaban sentimientos de envidia y desconfianza hacia Pekín. Las sociedades secretas, la alta burguesía y los líderes militares aprovecharon la coyuntura, sin perder tiempo, para hacerse cargo de la situación en sus regiones. Las tendencias disgregadoras estuvieron hasta cierto punto en estado latente, hasta que estallaron cuando Yuan Shih-kai perdió el poder en 1916. Los revolucionarios se dividieron en dos grupos: los que apoyaban a Sun Yat-sen, que integraban el llamado Partido Nacionalista Chino, o Kuomintang (KMT), y los partidarios del gobierno central de Pekín, basado en la estructura parlamentaria. El apoyo a Sun Yat-sen provenía principalmente de los empresarios de Cantón y de algunos militares de la zona sur del país. En este contexto, empezaron a proliferar los caciques militares. Se trataba de combatientes que controlaban importantes contingentes humanos y arsenales en un momento en que el gobierno central estaba debilitado. Ente 1912 y 1928, llegó a haber hasta 1.300 de estos cabecillas, que a menudo controlaban zonas importantes. Algunos de ellos llevaron a cabo diversas reformas, y otros eran simples bandoleros. Entre ellos, hubo unos cuantos que llegaron a ser posibles candidatos a gobernar. La situación tenía similitudes con la que se creó con la caída del imperio romano, aunque no se alargó tanto en el tiempo. Allí donde nadie ocupó el lugar que habían dejado los antiguos estudiosos-burócratas, los militares se apresuraron a llenar el vacío. El propio Yuan Shih-kai puede considerarse un claro ejemplo de lo anterior.
Esto era un reflejo del segundo defecto de la revolución de 1911: no proporcionó una base de acuerdo para que el progreso pudiera continuar. Sun Yat-sen había dicho que la solución de la cuestión nacional tenía que ser anterior a la de la cuestión social. Pero también había un gran desacuerdo sobre la forma que debería adquirir el futuro nacionalista, que solo se manifestó a partir del derrocamiento del enemigo común, la monarquía. Aunque finalmente resultara positiva, la confusión intelectual que caracterizó al primer decenio de la revolución produjo grandes divisiones y fue todo un síntoma de la enorme tarea que les esperaba a los futuros modernizadores de China.
A partir del año 1916, empezó a formarse una corriente de renovación cultural, especialmente en la Universidad de Pekín. El año anterior, uno de los reformistas, Chen Tu-hsiu, había fundado un periódico, Nueva Juventud, que era el centro de los debates. Chen inculcaba en la juventud china, en cuyas manos consideraba que habría de estar el destino de la revolución, un rechazo total a la vieja tradición cultural. Como otros intelectuales que hablaban de Huxley y Dewey, y que introducían a sus desconcertados compatriotas en las obras de Ibsen, Chen pensaba que la clave estaba en Occidente, que parecía marcar al camino que había que seguir con su sentido darwiniano de la lucha, su individualismo y su utilitarismo. No obstante, por importante que fuera el liderazgo de Chen y por muy entusiastas que fueran sus seguidores, el énfasis en la occidentalización de China no era positivo. Muchos de los ciudadanos instruidos y patrióticos simpatizaban sinceramente con la cultura tradicional, por lo que las ideas occidentales solo tendrían buena acogida entre los elementos menos típicos de la sociedad china, tales como los comerciantes de las ciudades costeras y sus hijos, muchos de los cuales habían estudiado en el extranjero. Las ideas occidentales apenas podían afectar al grueso de la población; la defensa que hacían otros reformistas de una literatura vernácula apoyaba este hecho.
En la medida en que se sentían atraídos por un sentimiento nacionalista, los chinos tendían a oponerse a Occidente y al capitalismo, que para muchos de ellos representaba una forma más de explotación y que era la característica que mejor definía a la civilización que algunos modernizadores les animaban a abrazar. La gran mayoría de la población campesina china parecía, después de 1911, sumida en la apatía y poco interesada en los acontecimientos, e ignoraba por completo las actividades e inquietudes de unos jóvenes iracundos y occidentalizados. No es fácil generalizar sobre la situación económica del país; China es demasiado grande y sus regiones, demasiado diferentes entre sí. Pero parece claro que, en una situación en que la población crecía de manera constante, no se hacía nada para atender el deseo que tenían los campesinos de conseguir tierras. Por el contrario, cada vez había más campesinos endeudados y carentes de tierras propias; sus terribles condiciones de vida se hacían en muchos casos aún más intolerables por la guerra o por las consecuencias de esta, hambre y enfermedades. La revolución solo podía tener el éxito asegurado si lograba movilizar a estas gentes, y el énfasis que los reformistas ponían en la cultura no hacía sino enmascarar su falta de voluntad a la hora de dar los pasos políticos necesarios para ello.
La debilidad de China seguía siendo muy propicia para Japón. La guerra mundial constituyó la ocasión de dar rienda suelta a sus ambiciones decimonónicas, porque podía explotar las ventajas que le ofrecía el conflicto entre europeos. No era fácil que los países aliados de Japón pusieran objeciones a que se ocuparan los puertos alemanes en territorio chino; incluso aunque esto no les gustara, nada podrían hacer mientras necesitaran barcos y mercancías japoneses. Por otro lado, aunque nunca llegó a ocurrir, quedaba la esperanza de que Japón enviara su ejército a combatir en Europa. Por el contrario, los japoneses actuaron con astucia y despertaron el temor de que pudieran llegar a un acuerdo de paz con Alemania mientras seguían presionando a China.
A principios de 1915, el gobierno japonés presentó al gobierno chino una lista con veintiuna exigencias acompañadas de un ultimátum. En la práctica, equivalían a una propuesta de crear un protectorado japonés sobre China. Gran Bretaña y Estados Unidos hicieron todo lo posible en el plano diplomático para reducir las exigencias, pero, finalmente, los japoneses consiguieron mucho de lo que pretendían, así como la confirmación de sus especiales derechos comerciales y arrendaticios en Manchuria. Los patriotas chinos estaban enfurecidos, pero no pudieron hacer nada en un momento en que la situación de su política interior era muy confusa. Hasta tal punto lo era que, de hecho, el propio Sun Yat-sen estaba en ese momento intentando conseguir el apoyo de Japón. La siguiente injerencia tuvo lugar en 1916, cuando Japón presionó a Gran Bretaña para disuadirla de que diera el visto bueno al intento de Yuan Shih-kai de recuperar la estabilidad nacional coronándose emperador. Al año siguiente, se firmó un nuevo tratado en virtud del cual se ampliaba el reconocimiento de determinados intereses especiales de Japón que se extendían nada menos que hasta Mongolia Interior.
En agosto de 1917, el gobierno chino entró en guerra con Alemania, en parte con la esperanza de obtener un reconocimiento y un apoyo que le garantizaran tener voz en el tratado de paz. Aun así, eso no impidió que, solo unos meses después, Estados Unidos reconociera formalmente los intereses especiales de Japón en China a cambio del respaldo por parte del primero a la política de «puertas abiertas» y de su promesa de que respetaría la integridad e independencia de China. Todo lo que los chinos consiguieron de los aliados fue el fin de la extraterritorialidad de las posesiones alemanas y austríacas, y aplazar el pago a los aliados de las indemnizaciones por la rebelión de los bóxers. Además, Japón se aseguró más concesiones de China mediante acuerdos secretos en 1917 y 1918.
Cuando llegó la paz, tanto los chinos como los japoneses quedaron profundamente decepcionados. En ese momento, Japón era indiscutiblemente una potencia mundial; en 1918 contaba con la tercera armada más importante del mundo. También es cierto que obtuvo sólidos beneficios de la paz: adquirió los derechos alemanes sobre Shantung (prometidos por Gran Bretaña y Francia en 1917) y obtuvo mandatos de administración sobre muchas de las islas del Pacífico anteriormente bajo el control de Alemania, y así como un escaño permanente en el Consejo de la Sociedad de Naciones. Sin embargo, el éxito en cuanto a prestigio implícito en este reconocimiento quedó neutralizado a los ojos de Japón, dada su condición de país asiático, por la ausencia de una declaración en la Carta de la Sociedad de Naciones a favor de la igualdad racial. En relación con este asunto (el único en el que Japón y China trabajaron hombro con hombro en París), Woodrow Wilson rechazó la posibilidad de que se aprobara por mayoría e impuso que se hiciera por unanimidad. Al estar en contra el Reino Unido, Australia y Nueva Zelanda, el asunto no prosperó. También China tuvo razones para sentirse agraviada, ya que, a pesar del apoyo moral generalizado que recibió en el asunto de las veintiuna exigencias (especialmente por parte de Estados Unidos), no pudo conseguir que se revocara la decisión sobre Shantung. Decepcionada por la falta de apoyo diplomático de Estados Unidos y paralizada por las divisiones dentro de su propia delegación entre los representantes del gobierno de Pekín y los del Kuomintang de Cantón, China terminó por no firmar el tratado.
Como reacción casi inmediata, se produjo en China un levantamiento, al que algunos observadores han dado tanta importancia como a la propia revolución de 1911. Fue el «Movimiento del 4 de Mayo» de 1919. Estuvo precedido por una manifestación de estudiantes contra el acuerdo de paz, convocada para el 7 de mayo en Pekín, aniversario de la aceptación por parte de China de las exigencias de 1915, que se adelantó en previsión de la reacción de las autoridades. Aunque al principio se limitó a un disturbio de pequeñas proporciones que dio lugar a la dimisión de los rectores de la universidad, la cosa fue subiendo de tono hasta terminar convirtiéndose en un movimiento estudiantil que se extendió por toda la nación (lo que constituyó una de las primeras consecuencias políticas del amplio establecimiento en China de nuevas escuelas de estudios superiores y universidades a partir de 1911). El movimiento se propagó fuera del ámbito estudiantil, expresándose por medio de huelgas y de un boicot a los productos japoneses. Lo que había comenzado siendo una actuación protagonizada por intelectuales y estudiantes, involucró a otros ciudadanos, especialmente a trabajadores de la industria y a nuevos capitalistas chinos que se habían beneficiado de la guerra. Fue la demostración más importante que había tenido lugar hasta el momento del creciente sentimiento de rechazo de Asia hacia Europa.
Por vez primera, entró en escena una China industrial. Al igual que Japón, China había vivido durante la guerra un boom económico. A pesar de que el declive de la importación de productos europeos había sido compensado en parte por el aumento de la llegada de productos japoneses y estadounidenses, los empresarios de los puertos chinos descubrieron que podía serles beneficioso invertir en la fabricación destinada al mercado interno. Empezaron a aparecer las primeras zonas industriales importantes fuera de Manchuria. Pertenecían a capitalistas progresistas que simpatizaban con las ideas revolucionarias, tanto más cuanto que el regreso a la situación de paz había traído consigo una competencia occidental revitalizada, así como una inquietud ante la evidencia de que China no había conseguido liberarse de la tutela extranjera. También los trabajadores experimentaron el desasosiego de ver que sus puestos de trabajo estaban amenazados. Muchos de ellos acababan de llegar a las ciudades, provenientes del campo, con la esperanza de conseguir un empleo en la industria. El desarraigo, ligado a la inmemorial tradición campesina, era más importante en China de lo que lo fue en la Europa del Antiguo Régimen. El apego a la familia y al terruño era aún más fuerte en China. La emigración a la ciudad suponía dejar atrás la tradición de la autoridad patriarcal y las obligaciones entre los miembros de la unidad de producción independiente, el hogar familiar; esto representaba un gran debilitamiento de la vetusta estructura que había sobrevivido a la revolución y que aún unía a China con el pasado. Había, pues, materia para nuevos despliegues ideológicos.
El Movimiento del 4 de Mayo demostró por primera vez lo que podía hacerse aglutinando todas esas fuerzas para crear la primera coalición revolucionaria china de amplia base. El liberalismo progresista occidental no había sido suficiente; en el éxito del movimiento estaba implícita la frustración de las esperanzas de muchos de los reformistas culturales. La democracia occidental capitalista había quedado en evidencia por la indefensión en que había dejado al gobierno chino frente a Japón. En ese momento, el mismo gobierno se enfrentaba a otra humillación, infligida esta vez por sus propios ciudadanos: el boicot y la manifestación le obligaron a poner en libertad a los estudiantes que habían sido arrestados y a cesar a los ministros projaponeses. Pero esta no fue la única consecuencia importante del Movimiento del 4 de Mayo. A pesar de su limitada influencia política, los reformistas habían irrumpido, gracias a los estudiantes, en la esfera de la actuación social. Esto dio lugar a un enorme optimismo y a una concienciación política popular mayor que nunca, lo cual sustenta la opinión de que la historia contemporánea de China comenzó en realidad en 1919 y no en 1911.
Pese a todo, en último término el estallido lo había provocado un factor originado en la propia Asia: la ambición japonesa. Este factor, que no era nuevo en relación con los asuntos del país, estaba actuando en 1919 en una China cuya tradición cultural se desintegraba rápidamente. La supresión del milenario sistema de oposiciones de acceso a los cargos de la administración, el regreso de los residentes en Occidente y el gran debate intelectual y cultural de los años de la guerra, habían llevado las cosas demasiado lejos como para que se pudiera regresar a la estable situación anterior. Los cabecillas militares no podían aportar una autoridad nueva para definir lo que era o no ortodoxo y apoyarlo. Además, en ese momento el liberalismo occidental, que había sido el gran rival del pasado confuciano, estaba siendo atacado porque se asociaba a la explotación extranjera. El liberalismo occidental nunca había tenido atractivo para las masas; en ese momento, el encanto que podría tener para los intelectuales estaba siendo amenazado porque apareció en escena otra fuerza ideológica antagonista proveniente también del oeste. La Revolución bolchevique era una fuente a la que podían acudir los partidarios del marxismo en todo el mundo en busca de inspiración, orientación, liderazgo y, en ocasiones, apoyo material. Así se introdujo en China un nuevo factor muy importante en una época histórica ya en decadencia; ese factor estaba destinado a precipitar su final.
Tanto la revolución de 1917 como la victoria de los bolcheviques fueron calurosamente recibidas por uno de los colaboradores de Nueva Juventud, Li Tachao, que desde 1918 era bibliotecario en la Universidad de Pekín. Enseguida empezó a ver en el marxismo la fuerza motriz de una revolución mundial y un medio para revitalizar al campesinado chino. En aquel momento de desilusión con Occidente, Rusia gozaba de la simpatía de los estudiantes chinos. Parecía que los sucesores del zar habían expulsado al viejo Adán imperialista, ya que una de las primeras decisiones del gobierno soviético había sido renunciar formalmente a todos los derechos extraterritoriales y a las jurisdicciones de las que disfrutaba el Estado zarista. A los ojos de los nacionalistas, Rusia tenía las manos limpias. Además, su revolución —llevada a cabo en una gran sociedad campesina— quería asentarse en una doctrina cuya idoneidad para China parecía especialmente verosímil a la estela del proceso de industrialización que la guerra había provocado. En 1918, empezó a formarse en Pekín una sociedad de estudios, algunos de cuyos miembros habían desempeñado un papel importante en el Movimiento del 4 de Mayo. Uno de estos era un ayudante bibliotecario de la universidad, Mao Zedong. Para el año 1920, los textos marxistas estaban empezando a aparecer en las revistas estudiantiles, y ese mismo año vio la luz la primera traducción completa al chino de El manifiesto comunista. En aquellos momentos, tuvieron lugar los primeros intentos de aplicar los principios marxistas y leninistas convocando huelgas en apoyo del Movimiento del 4 de Mayo.
No obstante, el marxismo fue una fuente de división entre los reformistas. El propio Chen Tu-hsiu consideró en 1920 que podía ser una solución para los problemas de China, así que se empleó con energía en ayudar a organizar a la emergente izquierda china en torno al marxismo. Los liberales estaban empezando a ser superados. El Komintern se dio cuenta de la oportunidad, y en 1919 envió a China a su hombre más destacado para apoyar a Chen y a Li Ta-chao. El resultado no fue del todo satisfactorio y se produjeron disputas. No obstante, en 1921 se fundó en Shanghai un partido comunista chino en circunstancias aún no aclaradas —no se conocen con precisión ni nombres ni fechas—, a través de delegados de diferentes partes de China (entre ellos Mao Zedong).
Así comenzó la última etapa de la revolución china y el último giro de la extraña dialéctica que ha presidido las relaciones entre Europa y Asia. Una vez más, una idea extranjera y occidental, el marxismo, nacida y modelada en una sociedad totalmente distinta de las sociedades tradicionales orientales, con una serie de principios procedentes de la cultura judeocristiana, fue adoptada y llevada a la práctica por un pueblo asiático. Dicha idea iba a emplearse no solo contra las fuentes tradicionales del inmovilismo chino, en nombre de los objetivos occidentales de modernización, eficacia, dignidad e igualdad humana universal, sino también contra la propia fuente de la que procedía: el mundo europeo.
El comunismo se benefició enormemente en China del hecho de que podía presentar fácilmente al capitalismo como el principio unificador que estaba detrás de la explotación y la agresión extranjeras. En la década de 1920, parecía que las divisiones existentes en China impedirían que se la tuviera muy en cuenta en los asuntos internacionales, a pesar de que nueve potencias mundiales con intereses en Asia garantizaron su integridad territorial y de que Japón aceptó devolver los antiguos territorios alemanes en suelo chino adquiridos en la Gran Guerra. Esto fue consecuencia de un intrincado conjunto de acuerdos alcanzados en Washington, el más importante de los cuales era la limitación internacional de las fuerzas navales (existía una gran preocupación por el coste de los armamentos); los acuerdos dejaron al final a Japón en una situación relativamente más fuerte. Las cuatro grandes potencias se garantizaban entre sí sus posesiones, proporcionando de esta manera un entierro digno a la alianza anglojaponesa, cuya revocación había perseguido Estados Unidos desde hacía tiempo. Pero las garantías dadas a China, todos lo sabían, solo tenían valor en función de lo dispuestos que estuvieran los norteamericanos a luchar para defenderlas; Gran Bretaña había quedado obligada por los tratados a no construir una base naval en Hong Kong. Mientras tanto, las personas encargadas de administrar los aranceles e ingresos fiscales de los que dependía el gobierno en Pekín de la China «independiente» eran extranjeras, y los agentes y empresarios foráneos trataban directamente con los cabecillas militares cuando les convenía. Aunque la política de Estados Unidos había debilitado la situación de los europeos en Asia, esto no se manifestaba en China.
El dominio que los extranjeros habían ejercido constantemente sobre la vida china era una razón más para que el marxismo atrajera a muchos intelectuales que estaban fuera de la esfera de la estructura formal del Partido Comunista Chino. Sun Yat-sen insistía mucho en su desacuerdo doctrinal con la ideología de los comunistas, pero adoptaba unos puntos de vista que contribuían a distanciar al KMT del liberalismo convencional y a llevarlo en la dirección del marxismo. Según su manera de ver las cosas, Rusia, Alemania y Asia tenían el interés común de oponerse, como potencias explotadas, a sus opresores y enemigos, las cuatro potencias imperialistas (a Alemania se la veía con buenos ojos, ya que en 1921 se había comprometido a entablar sus relaciones con China en un plano de completa igualdad). Sun acuñó una nueva expresión, «casi-colonia», para describir la situación según la cual China era explotada sin que existiera una subordinación formal propiamente dicha. Su conclusión era colectivista. «De ninguna manera tenemos que dar más libertad a la persona —escribió—; asegurémonos antes nuestra libertad como nación.» Esto ponía de manifiesto una vez más la falta de libertad individual característica de la clásica perspectiva y tradición chinas. La afirmación de la importancia de la familia, del clan y del Estado había sido siempre algo primordial en el país, y Sun Yat-sen preveía un período de gobierno de un solo partido que hiciera posible el adoctrinamiento de las masas con el fin de respaldar una actitud que había corrido el peligro de ser pervertida por las ideas occidentales.
En aquel momento, no parecía haber ningún obstáculo importante que evitara la colaboración entre el Partido Comunista Chino (PCCh) y el KMT. El comportamiento de las potencias occidentales y de los cabecillas militares hacía que los dos partidos tuvieran enemigos comunes, y el gobierno ruso estaba propiciando un entendimiento entre ellos. La colaboración con una potencia antiimperialista con la que China tenía su frontera más larga parecía algo, como mínimo, prudente y potencialmente muy ventajoso. La política del Komintern, por su parte, favorecía la colaboración con el KMT para salvaguardar los intereses de Rusia en Mongolia y como una medida para mantener a raya a Japón. A pesar de que no había otro país con mayores intereses territoriales en Asia, la URSS había quedado fuera de las conferencias de Washington. Para los soviéticos, la colaboración con quien tuviera más probabilidades de resultar victorioso en China era el camino más claro que había que seguir, incluso aunque esa política no encajara con la doctrina marxista. Desde el año 1924, el PCCh estaba trabajando con el KMT bajo los auspicios de los soviéticos, a pesar de algunas dudas por parte de los comunistas chinos. Aunque no como comunistas, podían pertenecer al KMT a título individual. Chiang Kai-chek, un joven militar fiel a Sun Yat-sen, fue enviado a Moscú para completar su formación. Por otro lado, se creó en China una academia de instrucción ideológica y militar.
En 1925 falleció Sun Yat-sen; había facilitado la colaboración entre sus seguidores y los comunistas, y el frente unido se mantuvo. El mensaje póstumo de Sun Yat-sen (que los escolares chinos aprendían de memoria) decía que la revolución aún no había concluido, y, mientras los comunistas realizaban importantes avances a la hora de conseguir que los campesinos apoyaran la revolución en determinadas provincias, el nuevo ejército revolucionario, bajo el mando de jóvenes oficiales idealistas, dirigía sus esfuerzos contra los caciques militares. En 1927, bajo la dirección del KMT, se había recuperado una cierta unidad en el país. El sentimiento antiimperialista ayudó a que triunfara un boicot contra las importaciones británicas, lo que llevó al gobierno del Reino Unido, alarmado por la creciente influencia rusa en China, a renunciar a sus concesiones en Hankow y Kiukiang. Ya había prometido devolver Weihaiwei a China (1922), y Estados Unidos había renunciado a la parte que le correspondía de la indemnización por el asunto de los bóxers. Estos éxitos y algunos otros detalles indicaban que, por fin, China había entrado otra vez en juego.
Hay un aspecto importante de esta revolución que pasó desapercibido durante mucho tiempo. El marxismo teórico recalcaba la importancia del indispensable papel revolucionario del proletariado industrial. Los comunistas chinos estaban orgullosos de los progresos que habían conseguido en la politización de los nuevos trabajadores urbanos, pero el grueso de la población estaba constituido por campesinos. Aún atrapados en un proceso de aumento de la natalidad acompañado de escasez de tierras, el sufrimiento que habían padecido durante siglos se vio intensificado con el derrumbamiento de la autoridad central durante los años de la guerra contra los caciques militares. Algunos comunistas chinos veían en el campesinado un potencial revolucionario que, aunque no era fácil de reconciliar con la ortodoxia marxista del momento (tal y como la explicaban los teóricos moscovitas), representaba la realidad de China. Mao Zedong era de los que mantenían este punto de vista. A principios de la década de 1920, Mao y sus seguidores trasladaron su atención de las ciudades al campo y se volcaron con gran determinación en la tarea de atraer las masas rurales al comunismo. Paradójicamente, parece ser que Mao siguió colaborando con el Kuomintang durante más tiempo que otros comunistas chinos, porque esta formación veía con mejores ojos la organización de los campesinos que el propio Partido Comunista.
Sus esfuerzos tuvieron un gran éxito, especialmente llamativo en Hunan. En conjunto, unos diez millones de campesinos y sus familias seguían activamente a los comunistas hacia el año 1927. «En unos cuantos meses —escribió Mao—, los campesinos han logrado lo que Sun Yat-sen quería, pero que no consiguió en los cuarenta años que dedicó a la revolución nacional.» La organización de los campesinos hizo posible la eliminación de muchos de los males que les aquejaban. Los terratenientes no fueron desposeídos de sus propiedades, pero en muchos casos vieron disminuidas sus rentas. Los tipos de interés usurarios se redujeron hasta llegar a unos niveles razonables. La revolución rural no había participado en los anteriores movimientos progresistas que habían tenido lugar en China, lo que Mao consideraba el punto débil más importante de la revolución de 1911; el éxito de los comunistas se basó en que se dieron cuenta de que podía lograrse utilizando el potencial revolucionario de los propios campesinos. La trascendencia de este fenómeno de cara al futuro fue enorme, ya que ofrecía nuevas posibilidades de desarrollo histórico para toda Asia. Mao se dio cuenta de ello. «Si diéramos un total de diez puntos a la revolución democrática —escribió—, a los logros de los habitantes de las ciudades y a los de los militares les corresponderían solo tres puntos, y los restantes siete deberían asignarse a los campesinos y a su revolución rural.» En una metáfora planteada por dos veces en un informe sobre el movimiento de los campesinos en Hunan, comparó a estos con una fuerza de la naturaleza: «Su embestida es como una tempestad o un huracán; los que se rinden sobreviven, los que se resisten perecen». La imagen era muy significativa; se trataba de algo profundamente enraizado en la tradición china y en la larga lucha contra los terratenientes y los bandoleros. Aunque los comunistas intentaron prescindir de la tradición, erradicando la superstición y rompiendo la autoridad familiar, también recurrieron a ella en algunas ocasiones.
La conquista del medio rural por parte de los comunistas fue la clave de que pudieran sobrevivir a la crisis que afectó a sus relaciones con el KMT después de la muerte de Sun Yat-sen. La desaparición de Sun hizo que en el KMT se abriera una brecha entre la «izquierda» y la «derecha». El joven Chiang, a quien se había considerado un hombre progresista, surgió en ese momento como el representante militar de la «derecha», la cual defendía principalmente los intereses de los capitalistas e, indirectamente, los de los terratenientes. Las diferencias sobre la estrategia que seguir dentro del KMT llevaron a Chiang, que confiaba en el control de sus tropas, a lanzarlas a la destrucción de las facciones izquierdistas y de la organización del Partido Comunista en las ciudades, lo que tuvo lugar en 1927, con mucho derramamiento de sangre en Shanghai y Nankín; fueron testigos de ello los contingentes de soldados europeos y estadounidenses enviados a China para proteger las concesiones. El PCCh fue prohibido, lo que no supuso el final de su colaboración con el KMT, que continuó unos cuantos meses más en distintos campos, en gran medida porque Rusia no quería romper con Chiang. La postura soviética ya había contribuido a facilitar la derrota de los comunistas en las ciudades; al igual que en otros lugares, el Komintern perseguía en China la consecución de los objetivos rusos vistos a su manera, según el reflejo proyectado por el espejo del marxismo dogmático. Para Stalin, estos objetivos eran en primer lugar los de política interior; en materia de asuntos exteriores, quería en China a una persona que pudiera hacer frente a Gran Bretaña, la potencia imperialista más poderosa, y el KMT parecía la mejor opción en este sentido. La teoría encajaba con sus prioridades; según la ortodoxia marxista, la revolución burguesa tenía que preceder a la del proletariado. Una vez que el triunfo del KMT estuvo claro, los rusos retiraron a sus asesores del PCCh y este dejó de hacer política de manera abierta para convertirse en una organización subversiva clandestina.
Al nacionalismo chino le había ido bien, de hecho, con la ayuda rusa, pero no así al PCCh. No obstante, el KMT se vio enfrentado a graves problemas y a una guerra civil, en un momento en que la revolución tenía que satisfacer las exigencias de las masas si quería sobrevivir. La división que se produjo entre las fuerzas revolucionarias supuso un gran revés que hizo imposible acabar para siempre con el problema de los caciques militares y, aún peor, que debilitó el frente antiextranjero. Después de un período de distensión y de la devolución de Kiaochow, en la década de 1920 se reanudó la presión de los japoneses. Las circunstancias internas de Japón estaban cambiando de manera considerable. Cuando en 1920 terminó el boom económico de los años de la guerra, llegaron tiempos difíciles y aumentaron las tensiones sociales, incluso antes del comienzo de la depresión económica mundial. Para el año 1931, la mitad de las fábricas japonesas estaban inactivas; el colapso de los mercados coloniales europeos y la protección de lo que quedaba de ellos con nuevos aranceles aduaneros tuvieron un efecto devastador, y las exportaciones japonesas de mercancías disminuyeron en dos terceras partes. Los puntos de salida de las exportaciones japonesas, dentro del continente asiático, eran cruciales en ese momento. Cualquier cosa que pareciera que podría ponerlos en peligro era motivo de cólera. Por otro lado, la situación de los campesinos japoneses se deterioró enormemente; millones de ellos quedaron arruinados, recurriendo en algunos casos a la explotación de sus hijas como prostitutas para poder sobrevivir. Todo ello tuvo graves consecuencias políticas, aunque se manifestaron menos en la intensificación de los conflictos de clases que en el auge de un nacionalismo extremista. Las fuerzas que habría que emplear para solucionar estos problemas, habían sido absorbidas durante mucho tiempo por la lucha contra los «tratados desiguales». Ahora que estos últimos ya no existían, esas fuerzas tenían que encontrar su válvula de escape, de modo que la dureza del funcionamiento del capitalismo industrial en tiempos de recesión económica dio nuevos bríos al sentimiento antioccidental.
Las circunstancias parecían propicias para una nueva agresión japonesa en Asia. Las potencias coloniales occidentales estaban claramente a la defensiva, si no en plena retirada. En la década de 1920, los holandeses tuvieron que hacer frente a rebeliones en Java y Sumatra, y los franceses, a una revuelta vietnamita en 1930; en ambos lugares se produjo la amenazante novedad de que los comunistas apoyaban a los rebeldes nacionalistas. Los británicos no tenían tantas dificultades en la India. Aunque algunos ciudadanos británicos no se habían hecho aún a la idea de que la India tenía que atravesar un proceso que la llevara al autogobierno, ese era un objetivo que los políticos de Gran Bretaña ya admitían. En China, los británicos habían demostrado en la década de 1920 que ya solo aspiraban a un acuerdo pacífico con un movimiento nacionalista que no sabían cómo valorar, sin que esto implicara un grave desprestigio. Su política en el Lejano Oriente parecía aún más débil después del colapso económico, que también había hecho que disminuyera la oposición de Estados Unidos a Japón. Por último, el poder ruso parecía también estar en declive después de los esfuerzos que había hecho por influir en los acontecimientos de China. Por el contrario, el nacionalismo chino había obtenido notables éxitos, no mostraba signos de retroceso y parecía que estaba empezando a amenazar la larga presencia japonesa en Manchuria. Los estadistas japoneses tuvieron presentes en sus cálculos todos estos factores a medida que la depresión se iba agudizando.
El escenario clave era Manchuria. La presencia japonesa en esta región, en la que realizaron fuertes inversiones, databa de 1905. Al principio, los chinos consintieron la situación, pero en la década de 1920 empezaron a cuestionarla con la ayuda de Rusia, que presentía el peligro de que los japoneses trataran de extender su influencia hasta Mongolia Interior. En 1929, China entró de hecho en conflicto con Rusia por el control de la línea de ferrocarril que atravesaba Manchuria y que era la ruta más directa a Vladivostok, lo cual podía impresionar a los japoneses si tenían en cuenta el vigor recientemente adquirido por China; el partido nacionalista, KMT, estaba reafirmando su autoridad en los territorios del viejo imperio. En 1928 tuvo lugar un conflicto armado cuando los japoneses intentaron impedir que los soldados del KMT actuaran contra los caciques militares en el norte de China, ya que consideraban que les convenía protegerles. Al final, no podía decirse que el gobierno japonés tuviera en manera alguna el control absoluto de la situación sobre el terreno. El poder efectivo en Manchuria estaba en manos de los comandantes de las fuerzas japonesas allí destacadas, y cuando en 1931 estas provocaron un incidente cerca de Mukden, que utilizaron como excusa para hacerse con el control de toda la provincia, los miembros del gobierno japonés partidarios de impedirlo no pudieron hacerlo.
A continuación, se creó un nuevo Estado títere, Manchukuo (que sería gobernado por el último emperador manchú), se produjo una enérgica protesta en la Sociedad de Naciones por la agresión japonesa, hubo una serie de asesinatos en Tokio que condujeron al establecimiento de un gobierno con mucha más influencia de los militares, y se recrudecieron las disputas entre China y Japón. En 1932, los japoneses, en respuesta a un boicot de los chinos sobre sus productos, desembarcaron en Shanghai; al año siguiente se dirigieron hacia el sur a través de la Gran Muralla e impusieron una tregua cuyas condiciones adjudicaban a Japón el dominio sobre una parte de la propia China histórica. También intentaron, aunque sin éxito, organizar la secesión del norte de China. Así quedaron las cosas hasta 1937.
Después de todo, el gobierno del KMT había sido incapaz de evitar la agresión imperialista, aunque parecía que, desde la nueva capital, Nankín, controlaba con éxito todo el territorio, excepto algunas zonas fronterizas. Ayudado por el hecho de que las potencias occidentales empezaron a mostrarse más complacientes al ver que podía ser útil para oponerse al comunismo en Asia, el gobierno nacionalista logró suavizar las condiciones impuestas en los tratados internacionales que China había firmado en inferioridad de condiciones. Estos logros, aunque considerables, enmascararon por otro lado importantes debilidades que comprometían el éxito del KMT en el país. El quid de la cuestión estaba en que, si bien podía decirse que la revolución política había progresado, la revolución social se había detenido. Los intelectuales retiraron su apoyo moral a un régimen que no había realizado reformas, la más urgente de las cuales era la de la política agraria. A diferencia del apoyo que muchos de ellos habían prestado a los comunistas, los campesinos nunca habían ayudado al KMT. Por desgracia para su régimen, Chiang gobernaba de manera cada vez más personalista a través de sus funcionarios, y mostró su cara más conservadora en un momento en que la cultura tradicional decaía sin remedio. El régimen estaba contaminado por la corrupción de la economía pública, con frecuencia al más alto nivel. Sus cimientos eran por tanto inseguros y, una vez más, había un rival que esperaba su oportunidad.
Los responsables de la cúpula central del PCCh continuaron durante algún tiempo confiando en que se produjera una insurrección urbana; sin embargo, en las provincias, los dirigentes comunistas locales seguían trabajando en la línea marcada por Mao en Hunan. Desposeían de sus tierras a los terratenientes que se ausentaban de las mismas y organizaban sóviets locales, valorando astutamente la tradicional hostilidad de los campesinos hacia el gobierno central. En 1930, la situación de los comunistas había mejorado mucho; organizaron un ejército en Jiangxi, desde donde una República Soviética China gobernaba a cincuenta millones de personas, o al menos así lo afirmaba. En 1932, los líderes del PCCh abandonaron Shanghai para unirse a Mao en su santuario. Los esfuerzos del KMT se centraron en ese momento en destruir al ejército comunista, cosa que nunca lograron. Ello suponía la apertura de un segundo frente para el gobierno, en un momento de máxima presión por parte de los japoneses. Es cierto que, en un gran esfuerzo postrero, el KMT obligó a los comunistas a abandonar su enclave. Esto marcó el inicio, en 1934, de la «Larga Marcha» a Shanxi, efemérides de carácter épico de la Revolución china que, desde entonces, siempre ha constituido una fuente de inspiración para ella. Llegados a Shanxi, los 7.000 supervivientes encontraron el apoyo local comunista, pero no puede decirse que estuvieran ya a salvo; solo la necesidad de resistir a los japoneses impidió que el KMT siguiera hostigándolos.
La percepción del peligro exterior explica por qué, en los últimos años de la década de 1930, hubo algunos intentos coyunturales de colaboración entre el PCCh y el KMT. En parte, también se debieron a un cambio en la política del Komintern; era la época de los «frentes populares», formados en otros lugares mediante alianzas de los comunistas con otros partidos. El KMT se vio por otra parte obligado a variar su línea antioccidental, lo cual hizo que se le viera con cierta simpatía en Inglaterra y, sobre todo, en Estados Unidos. Pero ni la colaboración con los comunistas ni la simpatía de los liberales occidentales impidieron que el régimen nacionalista tuviera que adoptar una postura defensiva cuando los japoneses lanzaron su ataque en 1937.
El «incidente con China», como los japoneses lo llamaron, iba a suponer ocho años de combates e infligiría graves daños sociales y materiales a China. Ha sido considerado el preludio de la Segunda Guerra Mundial. A finales de 1937, el gobierno chino se trasladó por motivos de seguridad a Chongqing, en el extremo occidental del país, mientras los japoneses conquistaban todas las zonas importantes del norte y de la costa. Ni la condena a Japón por parte de la Sociedad de Naciones ni las aportaciones de aviones rusos pudieron contener la acometida. La unidad patriótica sin precedentes que se produjo en China fue lo único positivo de aquellos años negros; tanto los comunistas como los nacionalistas vieron que estaba en juego la revolución nacional. Lo mismo pensaron los japoneses; de manera significativa, en la zona que ocupaban, propugnaban el restablecimiento del confucianismo. Mientras tanto, muy a su pesar, las potencias occidentales se veían incapaces de intervenir. Sus protestas, incluso en defensa de sus propios ciudadanos cuando estos eran amenazados y maltratados, eran despreciadas por los japoneses, que en 1939 dejaron claro que estaban dispuestos a bloquear los asentamientos extranjeros en caso de que no se reconociera rápidamente el nuevo orden japonés en Asia. La explicación de la debilidad de los franceses y los británicos era obvia: tenían suficientes problemas en otros lugares. La ineficacia de Estados Unidos tenía raíces más profundas; se remontaba al hecho establecido hacía mucho tiempo de que, por mucho que hablaran de Asia continental, los norteamericanos no lucharían por ella, y tal vez tenían razón. Cuando los japoneses bombardearon y hundieron una lancha cañonera estadounidense cerca de Nankín, el Departamento de Estado hizo muchos aspavientos pero, finalmente, se tragó las «explicaciones» de los japoneses. Nada que ver con lo que había ocurrido con ocasión del hundimiento del Maine en el puerto de La Habana cuarenta años antes, aunque al menos Estados Unidos envió suministros a Chiang Kai-chek.
Para el año 1941, China estaba prácticamente aislada del mundo exterior, aunque en vísperas de ser rescatada. A finales de ese año, su lucha quedó al fin englobada dentro de una guerra mundial. Pero, para entonces, China había recibido daños muy importantes. En el largo duelo entre los dos grandes rivales asiáticos, Japón era por el momento el claro vencedor. En el debe de la cuenta japonesa habría que anotar el coste económico del conflicto y las crecientes dificultades en que se encontraban sus fuerzas de ocupación en China. Por otro lado, su situación internacional nunca había parecido tan fuerte; lo demostraba humillando a los occidentales residentes en China. En 1940, y llegando a forzar a los británicos a cerrar la llamada «ruta de Birmania», a través de la cual llegaban abastecimientos a China, y a los franceses a admitir un ejército de ocupación en Indochina. En este caso, tuvieron la tentación de ir más lejos en su aventura, y con grandes probabilidades de éxito mientras el prestigio de los militares y su poder en el gobierno se mantuvieron en el nivel más alto al que habían estado desde mediados de la década de 1930.
No obstante, todo esto tenía también su lado negativo. Sus ataques hacían cada vez más imperativo para Japón hacerse con los recursos económicos del sudeste asiático y de Indonesia. Y, por otro lado, Estados Unidos se iba concienciando poco a poco de que tendría que defender sus intereses con las armas. En 1941, estaba claro que los norteamericanos pronto iban a tener que decidir si pensaban intervenir en Asia como una potencia más, y en qué medida habrían de hacerlo. Mientras avanzaba sobre la cada vez más debilitada posición de los occidentales en el continente, Japón camuflaba sus constantes agresiones a China con el eslogan de «Asia para los asiáticos». La independencia y el poder demostrados por Japón entre 1938 y 1941, al igual que lo había hecho la victoria japonesa sobre Rusia en 1905, marcaron psicológicamente una época en las relaciones entre Europa y Asia. Seguidos, como se verá más adelante, del desmoronamiento de los imperios europeos, serían la señal que habría de marcar el comienzo de una era de descolonización, inaugurada precisamente por la única potencia asiática que en aquel momento había tenido éxito en su «occidentalización».