A pesar del hecho incontestable y positivo de que, desde el año 1870, las naciones europeas habían logrado evitar las grandes guerras, en 1900 parecía evidente que la situación política internacional se estaba volviendo cada vez más peligrosa e inestable. Algunas de las naciones más importantes tenían graves problemas internos con posibles repercusiones en el exterior. Aunque muy diferentes entre sí, la Alemania y la Italia unificadas eran dos estados nuevos que no existían cuarenta años antes, por lo que sus dirigentes estaban especialmente sensibilizados ante las divisiones internas y, en consecuencia, sintonizaban con los sentimientos chovinistas. Algunos líderes italianos se embarcaron en desastrosas aventuras coloniales, manteniendo por otro lado viva una actitud de suspicacia y hostilidad ante el imperio austrohúngaro (que, aunque formalmente era aliado de Italia, gobernaba en algunos territorios que esta seguía considerando «no liberados»); finalmente, en 1911 comprometieron al país en una guerra contra Turquía. Alemania disfrutaba de las grandes ventajas derivadas de sus grandes logros industriales y económicos, pero, habiendo prescindido de Bismarck, que era un hombre prudente, su política exterior se encaminaba a objetivos un tanto resbaladizos y poco tangibles, como el respeto y el prestigio internacionales o, como algunos lo llamaban, un «lugar bajo el sol». Alemania debía enfrentarse también a las consecuencias de la industrialización. Las nuevas fuerzas económicas y sociales generadas en su seno eran cada vez más difíciles de conciliar con el carácter conservador de la constitución alemana, que daba un gran peso en las instituciones de gobierno a una aristocracia agraria casi feudal.
Pero los nuevos estados no eran los únicos afectados por sus tensiones internas. También los dos grandes imperios dinásticos, Rusia y Austria-Hungría, se enfrentaban a graves problemas en su interior; con más razón que a cualesquiera otros estados, podría decirse que era aplicable a ellos la idea de la época de la Santa Alianza de que los gobiernos son antagonistas naturales de los ciudadanos. No obstante, a pesar de su aparente inmovilismo, ambos imperios habían experimentado grandes cambios. La monarquía de los Habsburgo, en esta su nueva forma bicéfala, surgió como consecuencia del triunfo del nacionalismo magiar. En los primeros años del siglo XX, parecía que iba a ser cada vez más difícil mantener unidas las dos partes de que constaba el imperio sin llegar a situaciones intolerables para las naciones que lo formaban. Además, al igual que en Alemania, la industrialización estaba empezando a añadir nuevas tensiones (en Bohemia y Austria). Rusia, donde de hecho estalló una revolución política en 1905, como ya dijimos antes, estaba cambiando profundamente. La autocracia y el terrorismo frustraron las promesas de liberalismo de las reformas emprendidas por Alejandro II, pero no impidieron la aceleración del proceso de crecimiento industrial de los últimos años del siglo, que marcaron el comienzo de una revolución económica cuyo preámbulo había sido la gran emancipación de los campesinos. La política de exigir a estos la entrega de una parte de la producción de cereales ponía a disposición del Estado una mercancía con la que podía pagar los préstamos obtenidos en el exterior. A comienzos del siglo XX, Rusia empezó por fin a arrojar unas tasas de crecimiento económico formidables, aunque la producción era aún modesta. Así, en 1910 produjo menos de un tercio de arrabio que el Reino Unido y solo alrededor de una cuarta parte de acero que Alemania, pero, en términos cuantitativos, el crecimiento fue muy importante. Y, lo que posiblemente sea más destacable, parecía que para el año 1914 la agricultura rusa empezaba por fin a levantarse; el crecimiento de la producción agrícola era superior al de la población. El gobierno ruso adoptó medidas que propiciaron el aumento de la productividad, ya que, gracias a ellas, surgió una nueva clase de agricultores independientes. De esta manera, quedó suprimida la última de las restricciones al individualismo que quedaba tras la abolición de la servidumbre agrícola. Aun así, Rusia tenía que superar todavía un gran retraso. En 1914, menos del 10 por ciento de los rusos vivían en ciudades y solo alrededor de 3 millones de personas, de los 150 millones de que constaba la población, trabajaban en la industria; el progreso ruso dejaba aún mucho que desear. Era un gigante en potencia, pero aún presentaba serios inconvenientes. El gobierno autocrático era muy deficiente, introducía de mala gana las reformas y se oponía a cualquier cambio (aunque en 1905 se vio forzado a hacer concesiones de carácter constitucional). El nivel cultural general era bajo y poco prometedor, ya que la industrialización exigiría en el futuro una educación de mayor calidad, lo que daría lugar a nuevas tensiones. La tradición liberal era muy endeble y, por el contrario, los hábitos terroristas y autocráticos estaban muy enraizados. Por otro lado, Rusia seguía dependiendo del exterior para cubrir sus necesidades de capital.
El principal proveedor de Rusia era Francia, su aliada. Entre las grandes potencias europeas, la Tercera República, junto con el Reino Unido e Italia, representaba los principios liberales y constitucionales. Socialmente conservadora, Francia era, a pesar de su vitalidad intelectual, un país preocupadamente consciente de su debilidad. Su aparente inestabilidad era fuente de enconadas discusiones entre los políticos. En parte, dicha inestabilidad se debía al empeño de algunas personas que luchaban por mantener vivas la tradición y la retórica de la revolución, a pesar de que el movimiento obrero tenía poca vitalidad. Francia avanzaba con lentitud hacia la industrialización, aunque, de hecho, la república era probablemente tan estable como cualquier otro régimen político europeo. Con todo, ese lento desarrollo industrial era indicativo de otro problema del que los franceses eran muy conscientes: su inferioridad militar. En el año 1870 quedó demostrado que Francia, por sí sola, no podía derrotar al ejército alemán. Desde entonces, la disparidad de fuerzas entre los dos países no había hecho sino aumentar. Francia había quedado aún más atrás en cuanto a recursos humanos y, en lo que respecta al desarrollo económico, su situación no admitía comparación con la de Alemania. Inmediatamente antes del año 1914, Francia extraía de sus minas alrededor de una sexta parte del carbón que obtenía Alemania de las suyas, y producía menos de un tercio de arrabio y una cuarta parte de acero. En caso de que Francia y Alemania se vieran abocadas a una nueva guerra, los franceses sabían que necesitarían contar con el apoyo de otros países.
En 1900, el posible aliado de Francia no era el país situado al otro lado del canal de la Mancha, debido principalmente a diversos problemas coloniales; Francia, al igual que Rusia, entró en conflicto con el Reino Unido, de manera exasperante, en muchos lugares del mundo donde los británicos tenían intereses que defender. Durante mucho tiempo, Gran Bretaña había podido mantenerse al margen de las complicaciones internacionales europeas, lo cual era una ventaja, pero no estaba libre de problemas internos. La primera nación industrializada era una de las más afectadas por la agitación de las clases trabajadoras y, cada vez en mayor medida, por la incertidumbre sobre su fortaleza industrial en términos comparativos. En 1900, algunos empresarios británicos eran plenamente conscientes de que Alemania era un rival muy importante; había muchas señales indicativas de que, en cuanto a método y tecnología, la industria alemana era muy superior a la británica. Las antiguas certidumbres empezaban a resquebrajarse; el propio libre comercio estaba siendo puesto en cuestión. Algunos hechos, como la violencia en el Ulster, el problema de las sufragistas y las enconadas disputas sobre la legislación social, con la Cámara de los Lores decidida a velar por los intereses del capital, indicaban que el propio parlamentarismo podía estar amenazado. Ya no existía el sentido de consenso característico de la política de mediados de la época victoriana. Sin embargo, las instituciones británicas y su estilo político eran de una solidez reconfortante. Desde 1832, la monarquía parlamentaria había demostrado que era capaz de afrontar grandes cambios, y no había razones para dudar seriamente de que pudiera seguir haciéndolo.
Solamente hay una cuestión, que a los ciudadanos ingleses de aquellos días se les hacía duro reconocer, que revela el cambio fundamental producido en el estatus internacional del Reino Unido durante el medio siglo anterior. Nos referimos a la situación de Japón y Estados Unidos, las dos grandes potencias no europeas. La de Japón era todo un presagio claramente apreciable, tal vez por su victoria militar sobre Rusia, pero también había indicios, para aquellos que supieran interpretarlos, de que Estados Unidos no tardaría en surgir como una potencia capaz de hacer palidecer a Europa y de que se erigiría en el país más poderoso del mundo. Su expansión en el siglo XIX había llegado a su punto culminante con la consolidación de una supremacía incuestionable en su hemisferio. La guerra con España y la construcción del canal de Panamá remataron el proceso. Las circunstancias internas, sociales y económicas de Estados Unidos permitían que su sistema político pudiera enfrentarse fácilmente a los problemas, toda vez que ya estaba superada la gran crisis de mediados de siglo. Entre estos problemas, algunos de los más graves eran consecuencia de la industrialización. Hacia finales del siglo XIX, empezó a cuestionarse por primera vez la idea de que las cosas irían bien si se permitiera que los más poderosos económicamente impusieran la ley del más fuerte. Pero antes ya había madurado una inmensa maquinaria industrial que iba a ser la base del futuro poder de Estados Unidos. En 1914, la producción estadounidense de arrabio y de acero doblaba con creces a la de Gran Bretaña y Alemania juntas; además, en Estados Unidos se extraía una cantidad de carbón que casi superaba a la suma de la de aquellos dos países, y se fabricaban más automóviles que en todo el resto del mundo. Al mismo tiempo, el nivel de vida de la población seguía siendo un imán para la emigración; las tres principales fuentes del poder económico de Estados Unidos eran sus recursos naturales, la llegada de una mano de obra barata muy motivada y la afluencia de capital extranjero. Estados Unidos era la mayor de las naciones deudoras.
A pesar de que, en 1914, su constitución era más antigua que la de cualquier país europeo importante, excepto Gran Bretaña y Rusia, la llegada de nuevos ciudadanos hizo que Estados Unidos adoptara las características y la psicología de una nación nueva, y la integración de aquellos llevó a menudo a la expresión de fuertes sentimientos nacionalistas. No obstante, debido a su situación geográfica, a su tradicional rechazo a Europa y al dominio constante en el gobierno y en los negocios de minorías formadas según la tradición anglosajona, dichos sentimientos no adquirieron tintes violentos. En 1914, Estados Unidos era todavía un joven gigante, a la espera de la llegada de su momento en la historia, cuya verdadera importancia solo se pondría de manifiesto cuando Europa se vio obligada a pedirle que se implicara en sus disputas.
Como consecuencia de las mismas, ese mismo año estalló una gran guerra. Aun así, no fue la más sangrienta ni la más prolongada de la historia, ni fue, en sentido estricto, la «Primera Guerra Mundial», como más adelante se la denominó. Se trató del conflicto bélico en el que se luchó con más intensidad, y el mayor por su extensión geográfica, de todos los habidos hasta entonces. Tomaron parte en la guerra naciones de todos los continentes. También tuvo un coste muy superior al de cualquier otra anterior y exigió una cantidad de recursos sin precedentes. Se movilizaron para la lucha las sociedades en su conjunto, en parte porque fue la primera guerra en que las máquinas desempeñaron un papel extraordinariamente importante; por vez primera, la ciencia transformó la guerra. El mejor nombre que puede dársele sigue siendo, sencillamente, el que usaron los que combatieron en ella: la Gran Guerra. Aunque solo fuera por sus efectos psicológicos sin precedentes, este nombre está suficientemente justificado.
También fue la primera de dos guerras cuya cuestión central fue el control del poder de Alemania. El daño que estas contiendas infligieron llevó al fin de la supremacía política, económica y militar de Europa. Ambas tuvieron su origen en problemas esencialmente europeos y su carácter fue siempre predominantemente europeo; como ocurrió con la siguiente conflagración provocada por Alemania, la Primera Guerra Mundial atrajo hacia sí otros conflictos en los que se dirimió un auténtico compendio de cuestiones. Pese a todo, Europa estaba en el centro de los acontecimientos y se hizo un daño a sí misma que, en último término, puso el punto final a su hegemonía mundial. Aunque aún no llegó en 1918, año en el que acabó la Gran Guerra (si bien para entonces ya se habían producido daños irreparables), el fin de esta hegemonía quedó patente de manera indiscutible en 1945, al terminar la «Segunda Guerra Mundial». Esta dejó tras de sí un continente cuya estructura anterior a 1914 ya no existía. Algunos historiadores se han referido a toda la época que abarca desde 1914 hasta 1945 como un período, considerado en su conjunto, en que tuvo lugar una «guerra civil» europea, lo cual no es una mala metáfora siempre que se tenga en cuenta que es solo eso. Europa nunca había estado libre de guerras durante mucho tiempo, y la razón de ser fundamental de un Estado es la contención de desórdenes internos. Dado que Europa nunca estuvo unida, es difícil hablar de una verdadera guerra civil europea. Pero su civilización sí constituía una unidad; los europeos sentían que entre ellos había más cosas en común que las que pudieran compartir con personas de otro color de piel. Además, tenía su propio sistema de poder y en 1914 formaba una unidad económica, que acababa de atravesar su período más largo de paz interna. Estas circunstancias, que para el año 1945 ya habían pasado a la historia, hacen que la metáfora de la guerra civil resulte descriptiva y aceptable; pone de manifiesto la locura autodestructiva de una civilización.
Durante más de cuarenta años, Europa se había mantenido en situación de equilibrio y paz entre las grandes naciones. Pero, en 1914, el equilibrio se había alterado de manera peligrosa. Había demasiadas personas que pensaban que podrían sacar más ventaja de la guerra que de la paz. Esto era especialmente cierto en los círculos dirigentes de Alemania, Austria-Hungría y Rusia. Además, en aquel momento los diferentes estados estaban vinculados entre sí por tantos lazos, obligaciones e intereses que era poco probable que un eventual conflicto afectara a solo dos, o incluso a unos cuantos, de ellos. Otro factor de inestabilidad era que había países pequeños que disfrutaban de unas relaciones especiales con otros más poderosos, de forma tal que, en ocasiones, podían llegar a tener un mayor poder de decisión que algunas naciones más grandes que, en caso de guerra, estarían abocadas a tener que entrar en la lucha.
Esta delicada situación se hacía tanto más peligrosa por la influencia psicológica que las circunstancias de la época ejercían en 1914 sobre los dirigentes políticos. En aquel momento, no era difícil excitar las emociones de las masas, especialmente estimulando el afloramiento de sentimientos nacionalistas y patrióticos. La mayoría de la gente no era consciente de la dimensión del peligro de una posible guerra, porque, a excepción de una pequeña minoría, nadie pensaba que podría ser muy diferente de la de 1870; se acordaban de lo que ocurrió ese año en Francia, pero olvidaban que, pocos años antes, la guerra moderna había mostrado sus fauces en Virginia y Tennessee, con grandes matanzas y un tremendo coste económico (en la guerra civil, murieron más ciudadanos de Estados Unidos que en todas las demás guerras en las que este país ha tomado parte, incluso hasta el día de hoy). Por supuesto, todo el mundo sabía que las guerras podían llegar a ser muy destructivas y violentas, pero también se creía que un conflicto bélico en el siglo XX no podría durar mucho tiempo. Solo el enorme coste de las armas hacía inconcebible que unos estados civilizados mantuvieran una lucha prolongada, como había ocurrido en los tiempos de la Francia napoleónica; la compleja economía mundial y los contribuyentes, se decía, no podrían sobrevivir a una larga contienda. Todo esto tal vez atemperaba los recelos propios de un momento en que se estaba rondando el abismo. Incluso se aprecian indicios de que, en 1914, muchos europeos estaban aburridos de la vida y veían en la guerra la posibilidad de una liberación emocional que eliminaría los sentimientos de decadencia e impotencia. Por supuesto, los revolucionarios veían con buenos ojos la eventualidad de un conflicto internacional, porque pensaban que podría abrir el campo de posibilidades. Por último, debe recordarse que el hecho de que los políticos hubieran tenido éxito en el pasado a la hora de preservar la paz en situaciones de grave crisis, constituía un peligro en sí mismo. La maquinaria de la diplomacia había funcionado con éxito tantas veces que, cuando en julio de 1914 se enfrentó a unos hechos más problemáticos de lo normal, las personas que tenían que solucionarlos se vieron desbordadas. A las mismas puertas del conflicto, los estadistas seguían sin entender por qué una nueva conferencia de embajadores, o incluso un congreso europeo, no resolvía los problemas.
Uno de los conflictos que pasaron a primer plano en 1914 tenía sus orígenes mucho tiempo atrás. Nos referimos a la vieja rivalidad entre Austria-Hungría y Rusia en el sudeste de Europa. El problema se había planteado en pleno siglo XVIII, pero la última fase del mismo estuvo presidida por el rápido colapso del imperio otomano en Europa a partir de la guerra de Crimea. De esta manera, desde cierto punto de vista, puede considerarse que la Primera Guerra Mundial fue una guerra más de sucesión del imperio otomano. Después de que Europa atravesara con éxito momentos peligrosos gracias al Congreso de Berlín de 1878, la política de los Habsburgo y los Romanov se estabilizó, produciéndose un cierto entendimiento en la década de 1890. Esta situación duró hasta que Rusia fijó otra vez su atención en los intereses que tenía en el valle del Danubio, una vez que su ambición imperialista en el Lejano Oriente fuera frustrada por Japón. Además, en aquel momento, determinados acontecimientos que se produjeron fuera de los imperios austrohúngaro y turco imprimieron una nueva agresividad a la política de los Habsburgo.
En el origen de todo esto había un sentimiento nacionalista revolucionario. Un movimiento reformista consideró por un momento la posibilidad de volver a la unidad del imperio otomano, lo que provocó que los países balcánicos intentaran romper el statu quo establecido por las grandes potencias y que Austria velara por sus propios intereses dentro de una situación de nuevo inestable. Los austríacos ofendieron y humillaron a Rusia en 1909 con una anexión mal llevada a cabo de la provincia otomana de Bosnia, sin que los rusos recibieran la compensación correspondiente. Como consecuencia de la anexión de Bosnia, Austria-Hungría pasó a tener un mayor número de súbditos eslavos. Ya había un sentimiento de descontento entre los súbditos de la monarquía, en especial entre los eslavos que vivían gobernados por personas de origen húngaro. El gobierno de Viena, cada vez más presionado por los intereses magiares, se había mostrado hostil hacia Serbia, país al que los súbditos eslavos del imperio austrohúngaro podían acudir en busca de apoyo. Algunos de ellos consideraban que Serbia podría ser el núcleo de un futuro Estado que acogiera a todos los eslavos del sur. El gobierno de Serbia parecía no poder (y tal vez no querer) parar los pies a los revolucionarios eslavos del sur, que utilizaban Belgrado como base para sus acciones terroristas y subversivas en Bosnia. Con frecuencia, las lecciones que nos enseña la historia no resultan acertadas; el gobierno de Viena se precipitó al llegar a la conclusión de que Serbia podría desempeñar en el valle del Danubio el mismo papel que correspondió a Cerdeña en la unificación de Italia. Muchos ciudadanos del imperio pensaban que, a no ser que el peligro fuera atacado de raíz, la situación desembocaría en una nueva pérdida territorial para los Habsburgo. Los gobernantes austrohúngaros consideraban que, después de que el imperio hubiera quedado relegado de Alemania por Prusia y de Italia por Cerdeña, un hipotético Estado eslavo del sur amenazaría con una nueva exclusión, esta vez del valle del Bajo Danubio. Esto significaría su fin como gran potencia, así como el de la supremacía magiar en Hungría, ya que el eslavismo del sur exigiría un trato más justo de los eslavos aún residentes en territorio húngaro. El progresivo derrumbamiento del imperio otomano solo podría por tanto beneficiar a Rusia, potencia que respaldaba a Serbia, decidida a que no hubiera otro 1909.
Las demás potencias se vieron arrastradas a esta complicada situación por diferentes factores, tales como intereses, posibilidades de elección, sentimientos y alianzas formales. De todos ellos, el último era tal vez menos importante de lo que se pensó en un momento dado. En las décadas de 1870 y 1880, el empeño de Bismarck en lograr el aislamiento de Francia y la supremacía de Alemania había generado un sistema de alianzas único en tiempos de paz. La característica común de todas era que definían las condiciones en las que los distintos países entrarían en guerra para defenderse unos a otros, lo cual parecía excluir la labor diplomática. Pero, a la hora de la verdad, no funcionaron como estaba previsto. Esto no significa que no tuvieran incidencia en los acontecimientos, sino que los acuerdos formales solo son efectivos cuando se quiere que lo sean; en 1914 fueron otros los factores decisivos.
El origen de las alianzas era la anexión por Alemania, en 1871, de las provincias francesas de Alsacia y Lorena, y el consiguiente deseo de revancha por parte de Francia. Bismarck se protegió de esta amenaza uniendo a Alemania, Rusia y Austria-Hungría sobre la base del interés común de que las tres dinastías resistieran el ímpetu revolucionario y subversivo que se suponía que Francia, la única nación republicana entre los estados más importantes, aún podía representar; después de todo, en 1871 aún vivían personas nacidas antes de 1789 y muchas otras que podían recordar lo que les habían contado los que presenciaron los años de la Revolución francesa; por otro lado, el más reciente levantamiento de la Comuna de París había hecho despertar los viejos temores a la subversión internacional. No obstante, esta alianza conservadora terminó en la década de 1880, básicamente porque Bismarck pensaba que, en último término, tendría que respaldar a Austria-Hungría en caso de que tuviera lugar un conflicto entre esta última y Rusia. A la alianza entre Alemania y la monarquía dual se sumó Italia en 1882, formándose así la llamada «Triple Alianza». Pero Bismarck mantuvo por su cuenta el llamado «Tratado de reaseguro» con Rusia, aunque la perspectiva de mantener la paz entre Rusia y Austria-Hungría por esa vía no le resultara cómoda.
Con todo, un conflicto entre estas dos potencias imperiales no pareció probable hasta después de 1909. Para entonces, los dirigentes que sucedieron a Bismarck habían dejado hacía tiempo que caducara el Tratado de reaseguro y, en 1892, Rusia había pasado a aliarse con Francia. Desde esa fecha, el escenario ya no fue la Europa de Bismarck, caracterizada por una situación de equilibrio en la que Alemania ocupaba la posición central, sino el de una Europa dividida en dos bandos. La política alemana empeoró aún más las cosas. En sucesivos momentos de crisis, Alemania demostró que quería atemorizar a las demás naciones mostrando su descontento y haciéndose respetar. En concreto, en 1905 y 1911, utilizando como excusa cuestiones comerciales y coloniales, manifestó mediante demostraciones de fuerza su descontento con Francia por haber ignorado los deseos de Alemania al aliarse con Rusia. La planificación militar alemana ya había previsto en 1900 la necesidad de afrontar, si fuera necesario, una guerra en dos frentes y se preparó para ello, proyectando una rápida derrota de Francia que no diera tiempo a que Rusia movilizara sus recursos.
En consecuencia, a comienzos del siglo XX era muy probable que, en caso de que estallara una guerra entre los imperios ruso y austrohúngaro, Alemania y Francia se vieran involucradas. Además, en los últimos años, el acercamiento de Alemania a Turquía acrecentó aún más las posibilidades de que ello sucediera. Esto era mucho más alarmante que nunca para Rusia, porque el creciente comercio de exportación de cereales procedentes de los puertos del mar Negro tenía que atravesar los estrechos del Bósforo y los Dardanelos. Los rusos empezaron a desarrollar su capacidad militar. En este sentido, un paso esencial fue la conclusión de la construcción de una red de ferrocarril que hacía posible la movilización de grandes ejércitos para su incorporación al campo de batalla en el este de Europa.
Gran Bretaña no tenía por qué tener verdaderos motivos de preocupación, si no fuera por que la política alemana le era claramente hostil. A finales del siglo XIX, casi todas las disputas de Gran Bretaña tuvieron como antagonistas a Francia o a Rusia y estuvieron ocasionadas por el choque de ambiciones imperialistas en África y en el sudeste y centro de Asia. Las relaciones angloalemanas, aunque problemáticas en ocasiones, habían venido siendo más tranquilas. A principios del nuevo siglo, Gran Bretaña estaba más preocupada por su imperio que por Europa. Con el fin de salvaguardar sus intereses en el Lejano Oriente, el Reino Unido selló con Japón la primera alianza que concertaba en tiempos de paz desde el siglo XVIII. Posteriormente, llegó a un gran acuerdo con Francia en 1904 sobre una serie de largas disputas. Básicamente fue un pacto sobre África, en virtud del cual Francia tendría las manos libres en Marruecos a cambio de que Gran Bretaña las tuviera en Egipto —con lo que se daba solución a una pieza más de la sucesión otomana—, y se completó dirimiendo otras disputas coloniales por todo el mundo, algunas de las cuales se remontaban al Tratado de Utrecht. Pocos años después, Gran Bretaña llegó a un entendimiento similar con Rusia —que tuvo menos éxito— sobre las respectivas zonas de influencia en Persia. No obstante, el convenio anglofrancés llegó a ser mucho más que un camino para allanar disputas. Fue lo que se llamó una «entente», o relación especial, que en realidad tenía su origen en la manera de proceder de Alemania.
Molesto por el acuerdo entre Gran Bretaña y Francia, el gobierno alemán decidió demostrar a esta última, en una conferencia internacional, que su país también tenía algo que decir en relación con los asuntos marroquíes. Lo consiguió, pero su manera prepotente de tratar a Francia dio más fuerza a la entente; los británicos empezaron a darse cuenta de que tenían que involucrarse, por primera vez desde hacía mucho tiempo, en el equilibrio de poderes en el continente. Si no lo hacían, Alemania terminaría por dominar Europa. En último término, esto suponía que aceptaban desempeñar el papel de una gran potencia militar en tierra, lo cual representaba un cambio en la estrategia que Gran Bretaña había seguido desde los tiempos de Luis XIV y Marlborough, última ocasión en que se había empleado a fondo en el continente durante un tiempo prolongado. Francia y el Reino Unido mantuvieron conversaciones secretas para estudiar qué podría hacerse para ayudar al ejército francés en caso de una invasión alemana a través de Bélgica. El diálogo no había avanzado gran cosa, pero los alemanes perdieron la oportunidad de tranquilizar a la opinión pública británica cuando decidieron seguir adelante con sus planes de construir una gran armada. Era inconcebible que dicho proyecto pudiera estar dirigido contra una nación que no fuera Gran Bretaña. En consecuencia, empezó una «carrera naval» que la mayoría de los ciudadanos británicos estaban decididos a ganar —si no conseguían detenerla—, y que dio lugar a la sensibilización del sentimiento popular. En 1911, cuando la diferencia entre la fuerza naval de los dos países era muy estrecha, lo cual preocupaba en Gran Bretaña, la diplomacia alemana provocó otra crisis respecto de Marruecos. En respuesta, un ministro británico hizo unas declaraciones públicas que parecieron insinuar que Gran Bretaña iría a la guerra para defender a Francia.
Pero donde al final estalló el conflicto fue en los territorios eslavos del sur. Serbia había salido bien parada de la guerra de los Balcanes de 1912-1913, en la que las jóvenes naciones balcánicas procedieron a despojar al imperio otomano de la mayor parte de los territorios que le quedaban en Europa y, después, se pelearon por el botín. Pero Serbia podría haber logrado más de lo que consiguió si no hubiera sido por la oposición de Austria. Rusia, entregada a sus planes de reconstruir y ampliar su potencial, lo cual podría llevarle tres o cuatro años, apoyaba a Serbia. Si Austria-Hungría quería demostrar a los eslavos del sur que era capaz de humillar a Serbia, para que abandonaran las esperanzas de que esta los ayudara, tenía que hacerlo cuanto antes. No parecía que a Alemania, que era aliada de la monarquía dual, pudiera importarle la confrontación con Rusia, ahora que estaba a tiempo de asegurarse la victoria.
La crisis se desencadenó en junio de 1914, cuando un archiduque austríaco fue asesinado en Sarajevo por un terrorista bosnio. Los austríacos creyeron que Serbia estaba detrás del atentado y decidieron que había llegado el momento de darle una lección y acabar de una vez por todas con el movimiento paneslavista. Los alemanes apoyaron a Austria y esta declaró la guerra a Serbia el 28 de julio. Una semana después, todas las grandes potencias habían entrado en guerra (si bien, curiosamente, el imperio austrohúngaro y Rusia permanecieron formalmente en paz hasta el 6 de agosto, fecha en la que la monarquía dual declaró la guerra a su viejo rival). Los planes militares de Alemania dictaron el calendario de los acontecimientos. La decisión clave de deshacerse de Francia antes que de Rusia ya se había tomado años atrás; la estrategia alemana consistía en atacar Francia a través de Bélgica, cuya neutralidad había sido garantizada, entre otros países, por Gran Bretaña. A partir de entonces, la secuencia de los acontecimientos se desencadenó de manera casi automática. Cuando Rusia se movilizó para presionar a Austria-Hungría y proteger a Serbia, Alemania declaró la guerra a Rusia. Hecho esto, tenía que atacar a Francia, y, cuando hubo encontrado un pretexto para ello, le declaró formalmente la guerra. De esta manera, la alianza entre Francia y Rusia nunca se llevó a la práctica. Ante la violación por parte de Alemania de la neutralidad de Bélgica, y preocupado ante la inminencia de un ataque contra Francia, el gobierno británico, aunque no tenía claro en virtud de qué podía justificarse la intervención de Gran Bretaña para evitarlo, encontró un claro motivo para convencer al país de que había que declarar la guerra a Alemania, lo cual hizo el 4 de agosto.
La duración e intensidad de la guerra, así como su ámbito geográfico, iban a superar todas las previsiones. Japón y el imperio otomano se implicaron en la misma poco después de que estallara, el primero en el bando de los «aliados» (como se denominó a Francia, Gran Bretaña y Rusia) y el segundo en el de las «potencias centrales» (Alemania y Austria-Hungría). En 1915, Italia se unió a los aliados, ante la promesa de que recibiría territorio austríaco. Hubo otras iniciativas para conseguir nuevos apoyos a base de ofrecer pagarés convertibles en dinero una vez conseguida la victoria; Bulgaria se unió a las potencias centrales en septiembre de 1915 y Rumanía, a los aliados al año siguiente. Grecia se puso del lado aliado en 1917. El gobierno de Portugal intentó entrar en la guerra en 1914 y, aunque no pudo hacerlo en ese momento a causa de sus problemas internos, recibió una declaración de guerra por parte de Alemania en 1916. De esta manera, las cuestiones originales, consistentes en la rivalidad entre Francia y Alemania y entre Austria y Rusia, se mezclaron por completo con otras disputas. Los estados balcánicos estaban dirimiendo una tercera guerra de los Balcanes (la guerra de la sucesión otomana en el teatro europeo), Gran Bretaña luchaba contra el poder comercial y naval de Alemania, e Italia libraba la última guerra del Risorgimento, mientras que, fuera de Europa, los británicos, los rusos y los árabes peleaban por el reparto del imperio otomano en Asia, y los japoneses querían confirmar su hegemonía en el Lejano Oriente con poco coste y mucha rentabilidad.
En 1915 y 1916, todo parecía indicar que la guerra iba a quedar estancada en un callejón sin salida que nadie había previsto; esto era una buena razón para buscarse aliados. El carácter que adquirió el conflicto sorprendió a casi todos. Comenzó con un rápido avance de los alemanes en el norte de Francia que no les dio la victoria relámpago que había sido su objetivo, pero que procuró a Alemania la conquista de la casi totalidad de Bélgica y de mucho territorio francés. En el frente oriental, Alemania y Austria neutralizaron las ofensivas rusas. A partir de entonces, aunque de manera más clara en el oeste que en el este, los campos de batalla fueron escenario de una guerra de asedio de dimensiones nunca vistas. Esto se debió a dos razones. Una de ellas fue la enorme capacidad letal de las armas modernas. Con fusiles de repetición, ametralladoras y alambradas, se podían detener todos los ataques de infantería que no estuvieran precedidos de un intenso bombardeo. Las listas de víctimas daban fe de ello. Para finales del año 1915, el ejército francés había sufrido 300.000 bajas mortales y, por si esto fuera poco, la batalla de Verdún añadió en 1916 otras 315.000 víctimas francesas en sus siete meses de duración. En esta misma batalla perdieron la vida 280.000 alemanes. Al mismo tiempo, la gran batalla del Somme, en el norte de Francia, dejó tras de sí 420.000 víctimas británicas y un número similar de alemanas. El primer día de la batalla, 1 de julio, sigue siendo el día más negro de la historia del ejército británico, que sufrió 60.000 bajas, de las cuales murieron más de una tercera parte.
Estas cifras dejaron en ridículo los pronósticos optimistas según los cuales el coste de una guerra moderna haría que la lucha durara poco tiempo, y fueron el reflejo de una segunda sorpresa: el enorme poder bélico de las sociedades industriales. A finales de 1916, muchas personas estaban ya agotadas, pero, para entonces, las naciones en guerra habían demostrado una capacidad insólita para organizar a sus ciudadanos, como nunca antes se había hecho, y fabricar ingentes cantidades de material bélico, así como para reclutar nuevos efectivos para el combate. Fueron sociedades enteras las que libraron la gran pelea; ni la solidaridad internacional de las clases trabajadoras ni los intereses de las clases dirigentes impidieron que se llegara a esos extremos.
La incapacidad de los contendientes para golpearse entre sí en el campo de batalla con la contundencia necesaria para lograr la rendición del enemigo, hizo que el conflicto se desarrollara de manera estratégica y técnica. Por esta razón, los diplomáticos buscaban nuevos aliados y los militares, nuevos frentes de batalla. En 1915, los aliados prepararon un ataque sobre Turquía en el estrecho de los Dardanelos con la esperanza, que no se cumplió, de dejarla fuera de combate y de abrir una vía de comunicación con Rusia a través del mar Negro. La misma pretensión de superar el punto muerto al que se había llegado en suelo francés dio lugar a un nuevo frente de batalla en los Balcanes, concretamente en Salónica, que sustituyó al que ya no existía después de la invasión de Serbia. Por otro lado, el hecho de que los contendientes tuvieran posesiones coloniales por todo el mundo determinó desde el principio el carácter global del conflicto. Las colonias alemanas eran relativamente fáciles de conquistar gracias al dominio británico en el mar, aunque las situadas en África provocaron algunas campañas militares prolongadas. Sin embargo, las operaciones de mayor importancia que tuvieron lugar fuera de Europa se desarrollaron en los territorios del este y del sur del imperio turco. Un ejército británico e indio entró en Mesopotamia. Otra fuerza avanzó desde el canal de Suez hacia Palestina. En el desierto arábigo, una revuelta de la población contra los turcos dio lugar a algunos de los pocos episodios románticos que podríamos tomar como contrapunto de la miseria y brutalidad de la guerra industrial.
Fue en sus efectos en la industria y en la degeneración de las normas de comportamiento donde más se hizo notar la dimensión técnica de la gran confrontación. La guerra civil estadounidense ya había puesto de manifiesto las exigencias económicas de una guerra a gran escala en la era de la democracia. Las acerías, fábricas, minas y altos hornos de Europa estaban trabajando como nunca. Lo mismo estaba ocurriendo en Estados Unidos y Japón, ambos países accesibles a los aliados pero no a las potencias centrales, debido a la supremacía naval británica. El mantenimiento de millones de hombres en el campo de batalla no solo requería grandes cantidades de armas y municiones, sino también de comida, ropa, equipos médicos y todo tipo de maquinaria. Aunque también se necesitaron millones de animales, esta fue la primera guerra del motor de combustión interna; los camiones y tractores devoraban gasolina con la misma avidez con que los caballos y las mulas consumían pienso. Se han elaborado muchas estadísticas que describen la nueva escala que adquirió la guerra, pero nos basta una como botón de muestra: en 1914, en la totalidad del imperio británico había 18.000 camas de hospital, y cuatro años más tarde el número se había elevado a 630.000.
Las consecuencias de este enorme aumento de las exigencias se extendieron a toda la sociedad y dieron lugar en todos los países, aunque en diferente medida, al control de la economía por parte del gobierno, al reclutamiento forzoso de mano de obra, a una auténtica revolución en lo que respecta al trabajo de las mujeres y a la introducción de nuevos servicios sanitarios y de asistencia social. El fenómeno llegó al otro lado del océano. Estados Unidos dejó de ser un país deudor; los aliados liquidaron sus inversiones transatlánticas para atender sus necesidades económicas y pasaron a ser países deudores. La industria de la India recibió el estímulo que tanto había necesitado. Los rancheros y campesinos de Argentina y los de los dominios británicos con habitantes de raza blanca vivieron días de gran abundancia. Estos últimos también compartieron la carga militar, enviando soldados a Europa y combatiendo contra los alemanes en sus colonias.
La dimensión técnica también volvió aún más aterradora la guerra, y no solo porque las ametralladoras y los explosivos de gran potencia provocaran terribles matanzas. Incluso tampoco por la aparición de nuevas armas como el gas venenoso, los lanzallamas o los tanques, que empezaron a utilizarse a medida que hubo que intentar encontrar una manera de escapar del callejón sin salida del campo de batalla. En el miedo generalizado influyó también el hecho de que sociedades enteras se vieran involucradas en la guerra, lo que hizo que se tomara conciencia de que toda la población podía ser objetivo de las acciones bélicas. Las actuaciones dirigidas a minar la moral y a menoscabar la salud y eficacia de los ciudadanos de los países enemigos, pasaron a ser una práctica habitual. Cuando se denunciaba que se estaban produciendo ataques en ese sentido, las propias denuncias se convertían en golpes dentro de un nuevo tipo de campaña: la de la propaganda. Las posibilidades abiertas por la alfabetización generalizada y por la industria del cine, de reciente invención, se complementaban entre sí, tomando la delantera a los antiguos sistemas de transmisión de ideas, como el púlpito y los colegios de enseñanza. Los británicos denunciaban que los alemanes, que recurrían a los bombardeos aéreos no selectivos sobre Londres, eran «asesinos de niños», a lo cual los alemanes contestaban que lo mismo podía decirse de los responsables del bloqueo marítimo británico. El aumento de los índices de mortalidad infantil en Alemania les daba la razón.
Debido al lento pero aparentemente imparable éxito del bloqueo británico y a que no quería arriesgar la flota cuya construcción tanto había contribuido a envenenar las relaciones anteriores a la guerra entre los dos países, el alto mando alemán decidió recurrir al submarino, arma cuyo poder había sido subestimado en 1914. Empezó a emplearse contra los barcos aliados y los de los países neutrales que abastecían a los aliados, mediante ataques que a menudo se realizaban sin previo aviso, así como contra buques indefensos. Estos ataques empezaron por primera vez a principios de 1915, aunque entonces había pocos submarinos disponibles y no causaron demasiados daños. Cuando ese año fue torpedeado un buque de pasajeros británico, con 1.200 víctimas mortales, muchas de ellas estadounidenses, se produjo un gran clamor popular y los alemanes abandonaron el hundimiento indiscriminado de barcos. Pero a principios de 1917 se reanudaron este tipo de ataques. Para entonces estaba claro que, en caso de que Alemania no consiguiera tomar la delantera impidiendo el abastecimiento de alimentos a Gran Bretaña, sería asfixiada por el bloqueo británico. Durante ese invierno, se extendió la hambruna por los países balcánicos y la gente moría de hambre en los barrios residenciales de las afueras de Viena. Los franceses habían sufrido ya 3.350.000 bajas y los británicos, más de un millón, mientras que los alemanes habían perdido cerca de dos millones y medio de personas, y seguían luchando en dos frentes. Debido a la escasez de alimentos, los disturbios y las huelgas eran cada vez más frecuentes; la mortalidad infantil estaba subiendo a razón de un 50 por ciento más que en 1915. No había ninguna razón para suponer que el ejército alemán, dividido entre el este y el oeste, tuviera más posibilidades de infligir una derrota a sus rivales que las que tenían los británicos y franceses de hacer lo propio con los suyos, y, en cualquier caso, estaba situado de manera más adecuada para librar una batalla a la defensiva. En estas circunstancias, los mandos alemanes decidieron volver a los ataques submarinos indiscriminados, lo que dio lugar en 1917 a la primera gran alteración en la guerra con efectos decisivos: la entrada en ella de Estados Unidos. Alemania sabía que podía pasar esto, pero apostó por intentar poner a Gran Bretaña de rodillas —y, de paso, a Francia— antes de que la fuerza estadounidense decidiera la contienda.
La opinión pública norteamericana, que en 1914 no se inclinaba por ninguno de los dos bandos, había evolucionado mucho desde entonces. A ello contribuyeron la propaganda de los aliados y las compras que estos hacían a Estados Unidos. La primera campaña submarina alemana también influyó. Cuando los gobiernos aliados empezaron a hablar de planes para después de la guerra, que incluían la reconstrucción de Europa respetando en todo momento los intereses de las diferentes nacionalidades, la idea gustó a los ciudadanos estadounidenses de origen extranjero. Pero el factor decisivo fue la reanudación de la guerra submarina indiscriminada, ya que esta suponía una amenaza directa a los intereses y la seguridad de los norteamericanos. Cuando el gobierno de Estados Unidos tuvo noticia de que Alemania deseaba negociar un acuerdo con México y Japón en contra de Estados Unidos, aumentó la hostilidad que los submarinos habían generado. Poco después, los alemanes hundieron sin previo aviso un barco norteamericano, y Estados Unidos les declaró la guerra casi inmediatamente.
La imposibilidad de salir del atolladero europeo por medios que no fueran la guerra total, había arrastrado al Nuevo Mundo al conflicto casi sin quererlo. Los aliados estaban entusiasmados; la victoria estaba asegurada. No obstante, tuvieron que enfrentarse de inmediato a un año desastroso. 1917 fue aún más negro para Gran Bretaña que 1916. Además de que tardó meses en poder controlar los ataques submarinos, Francia fue escenario de una horrible serie de batallas (a las que se suele dar en conjunto el nombre de Passchendaele) que quedaron marcadas de forma indeleble en la conciencia británica y en las que hubo más de 400.000 víctimas, solo para ganar ocho miserables kilómetros de lodo. Desgastada por los heroicos esfuerzos realizados en 1916, Francia tuvo que enfrentarse a una serie de amotinamientos. Y lo peor de todo para los aliados: el imperio ruso sufrió un colapso total y, antes de fin de año, Rusia dejó de ser una gran potencia por un tiempo indefinido.
El Estado ruso fue destruido por la guerra. Esto supuso el principio de la transformación revolucionaria de Europa central y oriental. En realidad, los artífices de lo que se llamó la «Revolución rusa de febrero de 1917» fueron los ejércitos alemanes. Terminaron por quebrar la moral de los soldados rusos más resistentes, que dejaban tras de sí ciudades hambrientas debido al derrumbamiento del sistema de transporte y a la torpeza de un gobierno incompetente y corrupto que tenía tanto miedo al constitucionalismo y al liberalismo como a la derrota en la guerra. A principios de 1917, en Rusia ya no se podía contar ni con las propias fuerzas de seguridad. Los disturbios ocasionados por la escasez de alimentos y los consiguientes amotinamientos pusieron de manifiesto la completa incapacidad de la administración autocrática. Se formó un gobierno provisional de liberales y socialistas, y el zar abdicó. El nuevo gobierno también fracasó, principalmente porque intentó algo imposible: la continuación de la guerra. Como comprendió Lenin, el líder de los bolcheviques, lo que los rusos querían era paz y alimentos. Su determinación a la hora de arrebatar el poder al moderado gobierno provisional fue la segunda de las razones del fracaso de este último. El gobierno provisional, que dirigía un país, una administración y un ejército desintegrados, y que se enfrentaba todavía al problema sin resolver de la escasez en las ciudades, fue a su vez desalojado del poder mediante un segundo golpe, al que se denominó la «Revolución de Octubre», el cual, junto con la entrada de Estados Unidos en la guerra, marcó el año 1917 como un verdadero hito en la historia de Europa. Hasta entonces, los europeos habían solucionado sus asuntos; a partir de ese momento, Estados Unidos iba a tener mucho que decir sobre su futuro. Además, había nacido un Estado comprometido, de acuerdo con los ideales de sus fundadores, con la destrucción completa del orden europeo anterior a la guerra; en definitiva, un Estado que representaba un auténtico centro deliberadamente revolucionario de la política mundial.
La consecuencia inmediata y previsible del nacimiento de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), como se llamó desde entonces a Rusia —en honor de las asambleas de trabajadores y militares (sóviets) que constituyeron las instituciones políticas básicas después de la revolución—, fue la alteración de la situación estratégica. Los bolcheviques consolidaron su golpe de Estado disolviendo (ya que no lo controlaban) el único organismo representativo libremente elegido por sufragio universal que Rusia había tenido, e intentando ganarse la lealtad de los campesinos con promesas de tierra y de paz, lo cual era esencial para su supervivencia. La columna vertebral del partido, que luchaba por afianzar su autoridad en Rusia, era la pequeña clase trabajadora industrial de unas cuantas ciudades. Solo la paz podía procurar unos cimientos seguros y poderosos. Al principio, las condiciones exigidas por Alemania para la paz les parecieron a los rusos tan poco razonables que abandonaron la negociación; finalmente, tuvieron que aceptar un acuerdo mucho peor para ellos, plasmado en el Tratado de Brest-Litovsk, de marzo de 1918. Este imponía a Rusia importantes pérdidas territoriales, pero proporcionó a los bolcheviques la paz y el tiempo que tan desesperadamente necesitaban para enfrentarse a los problemas internos del país.
Los aliados estaban furiosos. Consideraron una traición la actuación de los bolcheviques. La intransigente propaganda revolucionaria que los bolcheviques dirigieron a los ciudadanos de los países aliados no contribuyó precisamente a suavizar la actitud de estos ante el nuevo régimen soviético. Los líderes rusos esperaban que hubiera una revolución de la clase trabajadora en todos los países capitalistas avanzados. Esto dio un significado nuevo a una serie de intervenciones militares de los aliados que afectaron a los asuntos rusos. La finalidad originaria de las mismas era estratégica, en el sentido de que esperaban que Alemania no contara con la ventaja de poder cerrar el frente oriental, pero pronto fueron interpretadas, por muchas personas en los países capitalistas y por todos los bolcheviques, como una cruzada anticomunista. Y, aún peor, terminaron involucrándose en una guerra civil que parecía poder destruir el nuevo régimen. Al margen del prisma doctrinario de la teoría marxista, a través del cual Lenin y sus colaboradores veían el mundo, estos episodios habrían envenenado en cualquier caso las relaciones entre Rusia y los países capitalistas durante mucho tiempo; en términos marxistas, parecían ser la confirmación de una hostilidad esencial e irreversible. El recuerdo de estos acontecimientos, que contribuyeron a justificar el autoritarismo del gobierno revolucionario, marcó la actitud de los dirigentes soviéticos hacia Occidente durante los siguientes cincuenta años. El miedo a la restauración del régimen anterior por parte de un invasor que favoreciera a los terratenientes, se unió a los precedentes autocráticos y de terrorismo policial en Rusia como un factor decisivo para que los dirigentes se negaran a afrontar la más mínima liberalización del régimen.
El convencimiento de los comunistas rusos de que estaba a punto de estallar la revolución en Europa central y occidental tenía cierto sentido, pero, por otra parte, era completamente erróneo. En el último año de la guerra quedó de manifiesto el potencial revolucionario de esta, pero desde un punto de vista nacional, no de clases sociales. Los aliados se vieron impelidos (en parte por los bolcheviques) a adoptar una estrategia revolucionaria propia. A finales de 1917, la situación militar se presentaba sombría para ellos. Era evidente que iban a tener que enfrentarse a un ataque alemán en Francia durante la primavera, sin la ventaja de contar con la ayuda del ejército ruso, y que faltaba mucho para que llegaran las tropas estadounidenses para apoyarlos. Pero podían hacer uso del arma de la revolución, recurriendo a las nacionalidades del imperio austrohúngaro, al no estar ya vinculados por el tratado de alianza con la Rusia de los zares. Esto tenía la ventaja adicional de que les permitía demostrar a Estados Unidos la pureza ideológica de la causa aliada, ahora que ya no estaba ligada a los zares. En consecuencia, en 1918 dirigieron una campaña de propaganda subversiva a los ejércitos austrohúngaros, así como mensajes de ánimo a los checos y eslavos del sur en el exilio. Antes de que Alemania sucumbiera, la monarquía dual se estaba ya disolviendo ante el efecto conjunto del despertar de los sentimientos nacionales y de una campaña en los Balcanes que estaba empezando a dar resultados victoriosos. Este fue el segundo gran golpe a la vieja Europa. La estructura política de toda la zona rodeada por los Urales, el mar Báltico y el valle del Danubio estaba en cuestión en aquel momento, como no lo había estado durante siglos. Incluso existía otra vez un ejército polaco, auspiciado por Alemania como arma contra Rusia, mientras que el presidente de Estados Unidos anunció que una Polonia independiente era esencial para la construcción de la paz por los aliados. Todas las certidumbres del siglo anterior parecían estar en duda.
Fue en este contexto crecientemente revolucionario en que se libraron las batallas cruciales. Para el verano, los aliados habían conseguido detener la última gran ofensiva alemana, que había logrado grandes, aunque insuficientes, victorias. Cuando los aliados comenzaron a su vez a avanzar victoriosamente, los líderes alemanes buscaron una salida. También ellos veían indicios de colapso revolucionario en su interior. Con la abdicación del káiser cayó el tercero de los imperios dinásticos. Los Habsburgo ya se habían ido, y los Hohenzollern habían durado un poco más que sus viejos rivales. El nuevo gobierno alemán pidió el armisticio y la guerra llegó a su fin.
El coste de este gran conflicto nunca ha sido bien calculado. Una cifra aproximada nos da una idea de su dimensión: alrededor de diez millones de hombres murieron como consecuencia de acciones militares directas. Solamente en los Balcanes, el tifus mató a otro millón de personas. Estas cifras terribles no incluyen el número de mutilados y ciegos, ni lo que representa para una familia la pérdida de un padre o de un esposo, ni los estragos morales causados por la destrucción de los ideales, el sentido de la confianza y la buena voluntad. Los europeos contemplaban los grandes cementerios y quedaban horrorizados de lo que habían hecho. También el daño económico fue inmenso. En muchos lugares de Europa se padecieron grandes hambrunas. Un año después de la guerra, la producción industrial europea aún estaba casi una cuarta parte por debajo de los niveles de 1914; en Rusia, solo se producía el 20 por ciento de las cantidades anteriores a la guerra. En algunos países, el transporte era casi inexistente. Además, la frágil y complicada maquinaria del intercambio internacional quedó desarticulada, y parte de ella nunca pudo ser reemplazada. En el centro de esta situación de caos se encontraba una Alemania exhausta que anteriormente había sido el motor de la economía centroeuropea. «Estamos atravesando el momento más oscuro de nuestro devenir —escribió J. M. Keynes, un joven economista británico que asistió a la conferencia de paz—. Nuestra capacidad de sentir, o de dedicar nuestros esfuerzos a algo que no sea lo que afecta de manera más inmediata a nuestro bienestar material, está por el momento anulada ... Hemos sido llevados más allá de los límites de la resistencia y necesitamos descansar. En ningún momento de la historia de la humanidad ha brillado con tan poca fuerza aquello que nuestra alma tiene de universal.»
A finales de 1918, empezaron a reunirse los delegados de los distintos países para una conferencia de paz. Hubo un momento en el que, al juzgar lo decidido en esta, los que la comentaban tendían a recalcar los errores que se cometieron, pero la perspectiva del tiempo y el reconocimiento de la magnitud de la tarea hacen que debamos examinar con cierto respeto la labor realizada. Fue el mayor acuerdo alcanzado, en relación con un conflicto internacional, desde el año 1815, y sus artífices tuvieron que reconciliar unas grandes expectativas con unos hechos pertinaces. El poder necesario para tomar las decisiones fundamentales estuvo muy concentrado; los primeros ministros de Gran Bretaña y Francia y el presidente de Estados Unidos, Woodrow Wilson, llevaron la voz cantante en las negociaciones, a las que solo asistieron los vencedores. Por lo tanto, las decisiones tomadas como resultado de las conversaciones se presentaron sin más a los derrotados. El problema central era la seguridad europea, en relación con la cual Francia estaba preocupada ante la terrible posibilidad de tener que sufrir por tercera vez una agresión alemana, mientras que los países anglosajones sabían que no corrían ese peligro. Con todo, había muchas otras cuestiones que lo rodeaban e impedían verlo con claridad. El acuerdo de paz tenía que ser de alcance mundial. No solo abarcó territorios situados fuera de Europa —a diferencia de anteriores grandes tratados de paz—, sino que en su elaboración se tuvieron en cuenta las opiniones de muchos países no europeos. De las veintisiete naciones cuyos representantes firmaron el tratado principal, la mayoría de ellas, diecisiete, no eran europeas. La mayor era Estados Unidos, que junto con Japón, Gran Bretaña, Francia e Italia formaba el grupo de principales potencias vencedoras. Sin embargo, tratándose de un acuerdo a escala mundial, no presagiaba nada bueno la ausencia de representantes de Rusia, la única gran potencia con fronteras tanto en Europa como en Asia.
Técnicamente, el acuerdo de paz constó de una serie de tratados diferentes, no solo con Alemania, sino también con Bulgaria, Turquía y los «estados sucesores» que reclamaban territorios que habían formado parte del imperio austrohúngaro. Entre ellos, estuvieron presentes en la conferencia, como países aliados, una resucitada Polonia, una Serbia de mayor tamaño llamada «el Reino de los serbios, croatas y eslovenos» (y, más tarde, Yugoslavia), y una Checoslovaquia completamente nueva, mientras que una Hungría muy reducida y la parte germana de la antigua Austria fueron tratadas como enemigos derrotados con quienes había que acordar la paz. Todo esto planteó arduos problemas. Pero el asunto principal que se dilucidó en la conferencia de paz fue el acuerdo con Alemania, finalmente plasmado en el Tratado de Versalles, que se firmó en junio de 1919.
El tratado fue extraordinariamente duro. El texto declaraba expresamente que Alemania había sido responsable del estallido de la guerra. Aun así, la mayoría de las condiciones más severas no surgieron de esta condena moral, sino del deseo de los franceses de maniatar, a ser posible, a Alemania, de manera que no pudiera desencadenar una tercera guerra. Esta era la finalidad de las compensaciones económicas, que constituyeron la parte más insatisfactoria del tratado. Enfurecieron a los alemanes e hicieron aún más dura la aceptación de la derrota. Además, desde el punto de vista económico, no tenían sentido. Las penalizaciones impuestas a Alemania no estaban complementadas por acuerdos que garantizaran que los alemanes no fueran a intentar en el futuro cambiar la situación por la fuerza de las armas, lo cual molestó a Francia. Entre los territorios que Alemania tenía que entregar estaban incluidas, por supuesto, Alsacia y Lorena, pero, en realidad, sus pérdidas fueron superiores en el este, donde llegaban hasta Polonia. En el flanco occidental, Francia no consiguió mucho más que el compromiso de que la ribera alemana del Rin sería desmilitarizada.
La segunda de las finalidades que inspiraron los acuerdos de paz fue intentar en la medida de lo posible respetar los principios de autodeterminación y de nacionalidad. En muchos casos, esto solo suponía el reconocimiento de hechos anteriores; Polonia y Checoslovaquia ya existían como estados antes de reunirse la conferencia de paz y Yugoslavia se construyó alrededor del núcleo de la antigua Serbia. Por lo tanto, para finales de 1918, estos principios ya se habían llevado a la práctica en gran parte de los territorios que fueron del imperio austrohúngaro (y enseguida se haría lo mismo en las antiguas provincias bálticas de Rusia). Después de haber sobrevivido incluso al Sacro Imperio Romano Germánico, los Habsburgo desaparecieron por fin de la escena, y en su lugar se formaron estados que, aunque no de manera ininterrumpida, sobrevivirían durante la mayor parte del resto del siglo. También se aplicó el principio de autodeterminación al disponerse que determinadas zonas fronterizas decidieran su futuro mediante un plebiscito.
Por desgracia, el principio de nacionalidad no pudo aplicarse siempre, ya que diversas realidades geográficas, históricas, culturales y económicas lo impidieron. Cuando el principio prevaleció sobre ellas —como cuando se ignoró la unidad económica del Danubio—, los resultados pudieron ser malos, pero cuando no prevaleció las cosas no fueron mejor, debido a la frustración de los sentimientos de la población. En Europa oriental y central habitaban minorías nacionales que vivían a disgusto en países hacia los que no sentían lealtad. Una tercera parte de la población de Polonia no hablaba polaco; más de una tercera parte de Checoslovaquia contaba con minorías de polacos, rusos, alemanes, magiares y rutenos, y en una Rumanía que había aumentado de extensión, vivían en ese momento más de un millón de húngaros. En algunos lugares, la infracción del principio de nacionalidad se vivía de manera muy intensa como una injusticia. A los alemanes les irritaba que existiera un «corredor» que conectara Polonia con el mar a través de sus territorios. Italia estaba decepcionada porque consideraba insuficientes las concesiones territoriales recibidas de los aliados en el Adriático a cambio de su ayuda, y los irlandeses no habían conseguido aún que se les concediera la autonomía (la llamada «Home Rule»).
El problema no europeo más importante era el de las colonias alemanas. En relación con esta cuestión hubo novedades importantes. Estados Unidos no aceptaba la ambición colonialista indisimulada, sino que prefería una situación de tutela, mediante la institución jurídica del fideicomiso, para los pueblos no europeos que anteriormente habían estado gobernados por Alemania o Turquía. La nueva Sociedad de Naciones otorgó «mandatos» a las potencias victoriosas (aunque Estados Unidos declinó aceptarlos) para administrar esos territorios mientras se preparaban para gobernarse a sí mismos; fue la idea más imaginativa que surgió del gran acuerdo, aunque se utilizó para dar legitimidad a las últimas grandes conquistas del imperialismo europeo.
La Sociedad de Naciones debe mucho al entusiasmo del presidente de Estados Unidos, Woodrow Wilson, que reservó a su pacto constitutivo un lugar de honor como primera parte del tratado de paz. De esta manera, el tratado trascendió la idea de nacionalismo (incluso el imperio británico había estado representado por los países situados dentro de su órbita, entre ellos la India). También trascendió la propia idea de Europa; el hecho de que veintiséis de los cuarenta y dos miembros iniciales de la Sociedad fueran países no europeos, fue una señal que anunciaba una nueva era. Por desgracia, debido a algunos problemas internos con los que no contaba Wilson, Estados Unidos no se unió a la Sociedad. Este fue el más importante de los varios problemas que hicieron imposible que la Sociedad de Naciones cumpliera las expectativas que había suscitado. Es posible que, en principio, fuera imposible satisfacerlas todas, dada la situación real de las fuerzas políticas mundiales. Sin embargo, la Sociedad logró varios éxitos en la manera de llevar algunos asuntos que, sin su intervención, podrían haberse vuelto peligrosos. Aunque las esperanzas que había generado fueran exageradas, no puede decirse que la iniciativa careciera de eficacia e imaginación.
De la misma manera que no asistió a la conferencia de paz, Rusia no estuvo presente en la constitución de la Sociedad de Naciones. Probablemente, la primera ausencia fue la más importante de las dos. Los acuerdos políticos a partir de los cuales se iba a conformar la siguiente etapa de la historia europea se alcanzaron sin consultar con Rusia, a pesar de que en Europa del Este esos acuerdos implicaban el establecimiento de fronteras cuya configuración era vital para los intereses de Rusia. Es verdad que los líderes bolcheviques hicieron todo lo posible para que se les excluyera. Estaban convencidos de que los países capitalistas querían derrocarlos y se dedicaron a difundir propaganda revolucionaria, con lo que emponzoñaron sus relaciones con las potencias más importantes. En realidad, tanto Wilson como el primer ministro británico, Lloyd George, eran más flexibles —e incluso mostraban cierta simpatía— en su trato con Rusia que muchos de sus colegas y de sus compatriotas. Por otro lado, el primer ministro francés, Clemenceau, era un antibolchevique acérrimo y contaba con el apoyo de muchos ex combatientes e inversores de su país; el Tratado de Versalles fue el primer gran acuerdo de paz alcanzado por los líderes de unos países conscientes en todo momento del peligro de decepcionar a sus electores. Aun así, con independencia de a quién haya que achacarle la responsabilidad, la realidad es que Rusia, el país europeo que potencialmente tenía un mayor peso en los asuntos del continente, no fue consultada en la construcción de la nueva Europa. Aunque en aquel momento no tuviera prácticamente capacidad de decisión, iba a ser con seguridad una de las naciones que tendría interés en revisar los términos del acuerdo, o incluso en hacerlo fracasar. El hecho de que sus líderes detestaran el sistema social que el acuerdo trataba de defender, no hacía sino empeorar las cosas.
Se habían depositado grandes esperanzas en este convenio. En muchos casos, estas no eran realistas, pero debe decirse que, a pesar de sus manifiestas imperfecciones, la historia ha censurado excesivamente un tratado que, en muchos aspectos, fue un buen acuerdo. Su fracaso se debió a razones que, en su mayor parte, estaban fuera del control de las personas que lo firmaron. En primer lugar, la época de la hegemonía política mundial europea había pasado a mejor vida, y los tratados de paz de 1919 poco podían hacer para garantizar el futuro fuera de Europa. Las antiguas potencias imperiales estaban ahora demasiado debilitadas como para actuar con eficacia en el interior del continente, con lo que poco o nada podían hacer fuera del mismo; de hecho, algunas habían desaparecido por completo. La poderosa Alemania, para cuya derrota fue necesaria la intervención de Estados Unidos, había quedado en una situación de aislamiento forzoso, y Rusia no tenía interés en contribuir a la estabilidad de Europa. El aislamiento de una de estas potencias y la incapacidad de la otra a causa de su ideología dejaron a Europa a merced de sus mecanismos insuficientes. Al comprobar que no estallaba la revolución en Europa, Rusia se centró en sí misma; cuando el presidente Wilson ofreció a los ciudadanos de Estados Unidos la oportunidad de intervenir en el mantenimiento de la paz en Europa, estos la rechazaron. Las dos decisiones son comprensibles, pero como consecuencia de ellas se mantuvo la ilusión de que Europa era autónoma, lo cual no era verdad, y, por lo tanto, en lo sucesivo ya no podría afrontar aisladamente sus problemas. Por último, el punto débil más grave del acuerdo estaba en la fragilidad económica de la nueva estructura a la que daba forma. Era en este aspecto donde sus términos presentaban mayores dudas; desde el punto de vista económico, en muchos casos no tenía sentido la autodeterminación. Pero tampoco es fácil imaginar sobre qué base podría ignorarse el principio de autodeterminación. Ochenta años después del nacimiento en 1922 de un Estado Libre Irlandés, aún subsiste el problema irlandés.
La persistencia de muchos espejismos en relación con Europa y la aparición de otros nuevos contribuyeron a la inestabilidad de la situación. La victoria de los aliados y la retórica que acompañó a la construcción de la paz hicieron pensar a muchos que se había producido un gran triunfo del liberalismo y la democracia. Después de todo, cuatro imperios autocráticos y contrarios a las nacionalidades se habían derrumbado, y el acuerdo de paz lo habían elaborado un conjunto de países democráticos, lo que, por cierto, no puede decirse de ningún otro alcanzado hasta el momento presente. El optimismo liberal se nutría también de la claridad de la postura adoptada durante la guerra por el presidente Wilson, que había hecho todo lo posible por recalcar que veía la participación de Estados Unidos de una manera esencialmente diferente a la de otros aliados; la intervención norteamericana, reiteraba, estaba inspirada en elevados ideales y se llevaba a cabo con la convicción de que podría conseguirse un mundo seguro para la democracia si las naciones abandonaban las antiguas malas maneras de proceder. Algunos pensaron que los hechos le daban la razón; los nuevos estados, con Alemania a la cabeza, aprobaron constituciones liberales y parlamentarias, algunas de ellas republicanas. Por último, la Sociedad de Naciones había generado ilusión; el sueño de una nueva autoridad internacional, que esta vez no era un imperio, parecía por fin una realidad.
Pero todo esto estaba basado en una fantasía y en falsas premisas. Desde el momento en que los artífices de la paz se habían visto obligados a dedicarse a otras muchas cosas, que nada tenían que ver con los principios liberales —debían pagar deudas, proteger intereses y afrontar hechos imposibles de controlar—, podría decirse que, en la práctica, no se había hecho honor a esos principios. Sobre todo, al construir la paz, los dirigentes políticos no habían sido capaces de satisfacer muchas aspiraciones nacionales, lo que en Alemania propició el surgimiento de un nuevo y furibundo resentimiento nacionalista. Posiblemente, esto era algo inevitable, pero el terreno estaba abonado para el desarrollo de fenómenos que no eran precisamente liberales. Además, las instituciones democráticas de los nuevos estados —y, de paso, también de los antiguos— tenían ante sí un mundo cuya estructura económica estaba terriblemente dañada. La pobreza, las difíciles condiciones de vida y el desempleo exacerbaban la lucha política, y en muchos lugares las cosas empeoraban por los problemas que implicaba, para las personas desplazadas, respetar la soberanía nacional de los países donde vivían. Por otro lado, el desmoronamiento durante la guerra de los viejos modelos económicos de intercambio hizo también mucho más difíciles de tratar problemas tales como la pobreza agraria y el desempleo; Rusia, que en su día fue el granero de gran parte de Europa occidental, era inaccesible económicamente en ese momento. El escenario internacional era susceptible de ser explotado por los revolucionarios. Los comunistas se sentían a sus anchas ante la situación y estaban dispuestos a aprovecharla, ya que creían que la historia les tenía reservado un papel; pronto empezó a desarrollarse otro fenómeno radical, el fascismo, que también podría aprovecharse de las circunstancias.
El comunismo amenazaba a la nueva Europa de dos maneras. En el orden interno, todos los países tuvieron pronto sus propios partidos comunistas revolucionarios. Estos partidos hicieron pocas cosas positivas y fueron motivo de gran preocupación. Por otro lado, impidieron que surgieran partidos progresistas fuertes, ya que nacieron muy condicionados. En efecto, en marzo de 1919 los rusos crearon el Komintern, o Tercera Internacional, para que liderara el movimiento socialista internacional, porque temían que, de lo contrario, este podría girar en torno a los viejos líderes, a quienes achacaban que su falta de celo revolucionario les había hecho desaprovechar las oportunidades favorables de la guerra. Lenin, con arreglo a sus ideas sobre cómo tenía que ser un partido revolucionario eficaz, medía el grado de adhesión de los movimientos socialistas por su fidelidad al Komintern, cuyos principios eran deliberadamente inflexibles y exigían una rígida disciplina. En casi todos los países, esto dividía a los socialistas en dos bandos. Algunos se adherían al Komintern y adoptaban el nombre de «comunistas»; otros, aunque en ocasiones seguían declarándose marxistas, seguían a remolque de los partidos y movimientos nacionales. Ambos grupos competían por lograr el apoyo de la clase trabajadora y luchaban enconadamente entre sí.
La nueva amenaza revolucionaria representada por la izquierda política inquietaba a muchos ciudadanos europeos porque había muchas posibilidades de agitación que los comunistas podían explotar. El ejemplo más claro fue el establecimiento de un gobierno bolchevique en Hungría, aunque tal vez fueran aún más alarmantes los intentos de golpe de Estado comunista ocurridos en Alemania, que en alguna ocasión lograron éxitos pasajeros. La situación alemana era especialmente paradójica, ya que el gobierno de la nueva república surgida después de la derrota estaba dominado por los socialistas, que se vieron forzados a contar con las fuerzas conservadoras —especialmente con militares profesionales del antiguo ejército— con el fin de impedir la revolución. Esto ocurrió antes de la fundación del Komintern y dio lugar a que la división de la izquierda en Alemania fuera especialmente enconada. En todos los países, sin embargo, la política de los comunistas hacía más difícil una resistencia sin fisuras al conservadurismo, ya que su retórica revolucionaria y sus actividades conspiradoras alarmaban a los moderados.
En Europa oriental, la amenaza social a menudo se veía también como una amenaza rusa. Los líderes bolcheviques manipulaban el Komintern, utilizándolo como instrumento de la política exterior soviética; se justificaban pensando que el futuro de la revolución mundial dependía de que se protegiera al primer Estado socialista como baluarte de la clase trabajadora internacional. En los primeros años de la guerra civil y durante la paulatina consolidación del poder de los bolcheviques en Rusia, sus convicciones les llevaron a promover la rebelión en el extranjero, manteniendo así en jaque a los gobiernos capitalistas. Pero en Europa oriental y central la cuestión era más compleja, ya que los acuerdos territoriales en relación con esa región se siguieron poniendo en cuestión hasta mucho después del Tratado de Versalles. En el este de Europa, la Primera Guerra Mundial no acabó hasta la firma, en marzo de 1921, de un tratado de paz entre Rusia y la nueva república de Polonia, que estableció unas fronteras que se mantuvieron hasta 1939. Polonia era el país más antirruso por tradición, el más antibolchevique por el tema religioso y el más grande y ambicioso entre los nuevos estados. Aun así, todos ellos temían que Rusia recuperara su antiguo poder, especialmente ahora que, además, representaba una amenaza de revolución social. Esto contribuyó a que muchos de estos estados adoptaran, antes de 1939, gobiernos dictatoriales o militares que al menos pudieran garantizar una clara actitud anticomunista.
El miedo a una revolución comunista en los países del centro y del este de Europa era más manifiesto en los primeros años de la posguerra, porque el colapso económico y la incertidumbre sobre el resultado de la guerra entre Polonia y Rusia (que, en un momento dado, pareció amenazar a la mismísima Varsovia) podían producir las circunstancias necesarias. Una vez alcanzada la paz en 1921, y con el establecimiento de relaciones diplomáticas normales entre la URSS y Gran Bretaña, la situación se relajó sensiblemente. A esto se unió la percepción del propio gobierno ruso de haber salido del grave peligro del período de la guerra civil. A pesar de todo, aunque no mejoraron gran cosa las formas diplomáticas y no cesó la propaganda revolucionaria ni tampoco las denuncias de los países capitalistas, los bolcheviques pudieron centrarse en la reconstrucción de Rusia. En 1921, la producción rusa de arrabio se situó en más o menos una quinta parte de su nivel de 1913 y la de carbón, en apenas un 3 por ciento, mientras que el número de locomotoras en servicio había bajado a menos de la mitad de las que había al comienzo de la guerra. El ganado disminuyó en más de una cuarta parte y el abastecimiento de cereales ascendía solo a dos quintas partes del de 1916. Esta economía empobrecida tuvo además que soportar en 1921 una sequía que afectó al sur de Rusia. Perecieron dos millones de personas como consecuencia de la consiguiente hambruna, e incluso llegaron noticias de casos de canibalismo.
La liberalización de la economía produjo un vuelco en la situación. En 1927, tanto la producción industrial como la agrícola se habían situado casi en los niveles anteriores a la guerra. En aquellos años, había una gran incertidumbre en relación con el liderazgo del nuevo régimen político. Antes de la muerte de Lenin, en 1924, este problema ya se había manifestado, pero la desaparición de una figura cuyo ascendiente había mantenido en equilibrio las distintas fuerzas abrió un período de evolución y debate en el seno del bolchevismo. Las dudas no recaían en la naturaleza centralizada y autocrática del régimen surgido de la revolución de 1917 en un mundo de estados capitalistas hostiles, ya que nadie consideraba la posibilidad de una liberalización política ni se ponía en cuestión la utilización de una policía secreta ni la dictadura que ejercería el partido. Pero había desacuerdos sobre la política y la estrategia económica que era preciso seguir, a los que se sumaron rivalidades personales que acentuaban las desavenencias.
En términos generales, surgieron dos corrientes de opinión diferentes. Según una de ellas, la revolución dependía de la buena voluntad del grueso de la población rusa, los campesinos. Al principio se les había permitido tomar posesión de las tierras, después se intentó alimentar a las ciudades a su costa y, por último, se intentó conciliar la situación mediante la liberalización de la economía y la implantación de la llamada NEP, Nueva Política Económica, que Lenin había aprobado como recurso excepcional necesario. En virtud de la misma, los campesinos pudieron obtener beneficios y empezaron a aumentar sus cultivos y a venderlos a las ciudades. La segunda corriente de opinión consideraba los mismos hechos, pero desde una perspectiva a más largo plazo; contentar a los campesinos suponía ralentizar la industrialización que tan necesaria era para Rusia para sobrevivir en un mundo hostil. Quienes mantenían este punto de vista argumentaban que lo que le convenía al partido era confiar en los militantes revolucionarios de las ciudades a costa de los intereses de los campesinos aún no convertidos al bolchevismo, avanzar en el proceso de industrialización y promover la revolución en el extranjero. Esto era lo que opinaba el líder comunista Trotski. Lo que ocurrió, en resumidas cuentas, es que Trotski fue arrinconado a pesar de que fue su punto de vista el que prevaleció. Al final de unas complejas maniobras políticas en el seno del partido, surgió la figura de Iósif Stalin, un burócrata mucho menos atractivo desde el punto de vista intelectual que Lenin o Trotski pero, igualmente implacable, y que tuvo mucha más importancia histórica. Stalin fue haciéndose poco a poco con el poder y lo utilizó con determinación, tanto contra sus antiguos compañeros y veteranos bolcheviques como contra sus enemigos. Puede decirse que llevó a cabo la verdadera revolución rusa iniciada con la toma del poder por los bolcheviques, rodeándose de una minoría política en la que habría de basarse la nueva Rusia. Para él, lo más importante era la industrialización; el precio de esta lo pagaron los campesinos, que fueron forzados a suministrar cereales contra su voluntad. De 1928 en adelante, se desarrolló un programa de industrialización mediante dos «planes quinquenales» fundamentados en la colectivización de la agricultura. Por vez primera, el Partido Comunista conquistó el medio agrario. Estalló una nueva guerra civil, en el curso de la cual fueron asesinados o deportados millones de campesinos; descendieron las cosechas y el campo padeció una nueva hambruna. Con todo, las ciudades estaban bien alimentadas, aunque el aparato policial mantuvo en el mínimo posible los niveles de consumo. Los salarios reales disminuyeron, pero, para 1937, el 80 por ciento de la producción industrial rusa provenía de fábricas construidas a partir de 1928. Rusia era otra vez una gran potencia, hecho que por sí mismo habría garantizado a Stalin un lugar en la historia.
El sufrimiento a que dio lugar todo este proceso fue inmenso. La imposición de la colectivización solo fue posible mediante un despliegue de crueldad nunca visto en los tiempos de los zares, y convirtió a Rusia en un país totalitario mucho más eficaz de lo que lo había sido bajo la vieja autocracia. Aunque de origen georgiano, la figura de Stalin, un déspota que utilizó al poder de manera implacable, recuerda al arquetipo de dictador ruso representado por Iván el Terrible o Pedro el Grande. Defendió de una forma un tanto paradójica la ortodoxia marxista, según la cual la estructura económica de una sociedad determina su política. Lo que hizo Stalin fue precisamente lo contrario; demostró que, teniendo voluntad de usar el poder político, podía revolucionarse por la fuerza la estructura económica.
Algunas personas críticas con la sociedad capitalista liberal a menudo defendían lo que se hacía en la Rusia soviética, de la cual tenían una idea muy ingenua, como ejemplo de la manera en que una sociedad podía progresar y elevar su nivel cultural y ético. Pero este no fue el único modelo político que sedujo a muchas personas decepcionadas con la civilización occidental. En la década de 1920 surgió en Italia un movimiento al que se denominó «fascismo», que prestaría su nombre a otras doctrinas radicales que estuvieron en boga en otros países y que solo vagamente estaban relacionadas con él. Todas estas tendencias tenían en común el rechazo al liberalismo y al marxismo. La Gran Guerra dejó a la Italia constitucional en una situación de mucha tensión. Siendo un país más pobre que otros que en 1914 eran considerados grandes potencias, participó en la contienda en un grado desproporcionadamente importante, a menudo con fracasos rotundos, y, además, gran parte de las batallas en las que intervino tuvieron como escenario suelo italiano. A medida que avanzó la guerra, las desigualdades fueron ahondando la división social. Cuando llegó la paz, Italia padeció una gran inflación. Los propietarios industriales y agrícolas, así como las personas que estaban en condiciones de exigir salarios más elevados debido a la escasez de recursos humanos, estaban más desprotegidos frente a la inflación que las clases medias y los que vivían de sus inversiones o de unas rentas fijas. Sin embargo, estos habían sido en conjunto los más firmes defensores de la unificación que culminó en 1870 y habían propugnado un Estado liberal constitucional, mientras que los católicos conservadores y los socialistas revolucionarios se habían opuesto al mismo. Para ellos, la guerra en la que Italia entró en 1915 era como una continuación del Risorgimento, la contienda que culminó en el siglo XIX con la unificación de Italia como nación; algo así como una cruzada para expulsar a Austria de los últimos territorios que controlaba, que estaban habitados por personas de sangre o habla italiana. Sus ideales, como en todo nacionalismo, eran confusos y faltos de rigor, pero eran firmes.
Con la paz llegaron a Italia la decepción y el desencanto; muchos de los sueños nacionalistas habían quedado irrealizados. Además, a medida que la crisis económica de la posguerra se fue acentuando, los socialistas se hicieron más fuertes en el Parlamento, constituyendo un mayor motivo de alarma habida cuenta de que Rusia se había convertido en un Estado socialista revolucionario. Desengañados y atemorizados, cansados del antinacionalismo de los socialistas, muchos italianos empezaron a alejarse del parlamentarismo liberal y a pensar en alternativas que sacaran a Italia de la frustración. Muchos simpatizaban con un nacionalismo intransigente de cara al exterior (por ejemplo, con el aventurero D’Annunzio, que tomó el puerto adriático de Fiume, que en la conferencia de paz no había sido otorgado a Italia) y eran antimarxistas furibundos de puertas adentro. Aunque el sentimiento antimarxista resultaba atractivo en un país católico, el nuevo estandarte contra el marxismo no lo blandió únicamente la tradicionalmente conservadora Iglesia.
En 1919, Benito Mussolini, periodista y ex militar que antes de la guerra había sido un socialista convencido, fundó un movimiento denominado fascio di combattimento, que puede traducirse aproximadamente como «unión para la lucha». Persiguió el poder sin reparar en los medios, entre ellos la violencia ejercida por grupos de jóvenes matones, que al principio iba dirigida contra los socialistas y las organizaciones de trabajadores, y más tarde contra las autoridades elegidas democráticamente. El movimiento prosperó. Los políticos constitucionalistas italianos no pudieron controlarlo ni tampoco aplacarlo colaborando con él. Pronto, los fascistas (como terminó llamándoseles) empezaron a disfrutar del apoyo oficial, o semioficial, y de la protección de los funcionarios y de la policía. El gangsterismo era ya casi una institución. Los fascistas no solo consiguieron importantes éxitos electorales en 1922, sino que a base de aterrorizar a sus enemigos políticos, especialmente a los comunistas y socialistas, lograron que algunos lugares fueran prácticamente ingobernables. Ese mismo año, ante el fracaso de las autoridades políticas en su intento de controlar el desafío fascista, el rey invitó a Mussolini a formar gobierno. Este aceptó, se formó una coalición y cesó la violencia. Más adelante, dentro de la mitología fascista, esto recibió el nombre de «Marcha sobre Roma». Pero el final de la Italia constitucional no fue repentino, sino que Mussolini fue cambiando poco a poco su actitud hasta llevar el país a la dictadura. En 1926 empezó a gobernar por decreto; se suspendieron las elecciones. Hubo muy poca oposición.
Aunque en sus orígenes el nuevo régimen se había basado ampliamente en el terrorismo, y a pesar de que denunciaba explícitamente los ideales liberales, el gobierno de Mussolini distaba mucho del totalitarismo y era mucho menos violento que el ruso (del cual algunas veces hablaba con admiración). Sin duda aspiraba a producir un cambio revolucionario —que muchos de sus seguidores deseaban de forma aún mucho más clara—, pero en la práctica la revolución llegó a ser poco más que una reivindicación propagandística. Detrás de todo se encontraba, tanto o más que las ideas radicales del movimiento, el temperamento impaciente de Mussolini ante una sociedad establecida de la que se sentía excluido. El fascismo italiano, tanto en teoría como en la práctica, pocas veces fue coherente; en realidad, reflejó cada vez más a los poderes establecidos. La iniciativa más importante que tomó en política interior fue propiciar un acuerdo diplomático con el papado, que, a cambio de importantes concesiones a la autoridad de la Iglesia en Italia (que subsisten a día de hoy), reconoció oficialmente por primera vez al Estado italiano. A pesar de toda la retórica revolucionaria fascista, los Pactos de Letrán de 1929, que recogían el acuerdo, fueron una concesión a la fuerza conservadora más importante de Italia. «Hemos devuelto Dios a Italia e Italia a Dios», dijo el Papa. Igualmente, nada revolucionarias fueron las consecuencias de la desaprobación fascista de la libre empresa. La subordinación de los intereses individuales a los del Estado se redujo a privar a los sindicatos de su capacidad de defender las reivindicaciones de sus miembros. Apenas se establecieron controles sobre la libertad de los empresarios, y la planificación económica fascista era irrisoria. Solo la producción agrícola mejoró de manera notable.
En los movimientos que tuvieron lugar en otros países que han sido calificados de fascistas, hubo la misma divergencia entre la forma de actuar y los objetivos, por un lado, y los logros, por otro. Estos movimientos, aunque ciertamente reflejaron algo nuevo y posliberal —eran inconcebibles salvo como expresiones de una sociedad de masas—, a la hora de la verdad siempre llegaron a acuerdos que hacían concesiones a las tendencias conservadoras. Esto hace que sea difícil hablar del fenómeno «fascista» de una manera precisa; hubo muchos países donde surgieron regímenes autoritarios —incluso con aspiraciones totalitarias— acentuadamente nacionalistas y antimarxistas. Pero no solo el fascismo recogía esas ideas. Por ejemplo, los gobiernos que surgieron en España y Portugal recurrieron a las tendencias tradicionales y conservadoras más que a las surgidas del nuevo fenómeno de la política de masas. En estos países, a los auténticos fascistas radicales no les gustaban las concesiones que se hacían al orden social establecido. Solamente en Alemania, un movimiento que algunos denominaban «fascista» desencadenó con éxito una revolución que llegó a dominar al conservadurismo histórico. Por todas estas razones, el término «fascismo» lleva más a la confusión que a la claridad.
Quizá lo mejor es distinguir simplemente entre dos fenómenos distintos que se produjeron en los veinte años posteriores a 1918. Uno sería la aparición (incluso en democracias estables como Gran Bretaña y Francia) de ideólogos y activistas que empleaban el lenguaje de una política radical, eran marcadamente idealistas, tenían una gran fuerza de voluntad y capacidad de sacrificio, y estaban deseando reconstruir la sociedad y el Estado con unos nuevos principios que no se inclinaran ante los derechos otorgados arbitrariamente, y no hicieran concesiones al materialismo. Este fenómeno, aunque muy extendido, triunfó solamente en dos estados importantes, Italia y Alemania. Las causas del éxito en estos dos países, que en el caso de Alemania no llegó hasta 1933, fueron el derrumbe económico, el nacionalismo ultrajado y el antimarxismo. Para estos dos casos, podemos utilizar el término «fascismo» si así lo deseamos. Respecto de otros países, por lo general económicamente subdesarrollados, tal vez sería mejor hablar de regímenes autoritarios en lugar de fascistas, especialmente en Europa del Este, donde grandes poblaciones campesinas atravesaban por problemas que se agravaron con el acuerdo de paz. En ocasiones, las minorías étnicas de esas naciones amenazaban el Estado. En muchos de los nuevos países, las instituciones liberales solo se habían implantado de manera simbólica, y las fuerzas tradicionales conservadoras, sociales y religiosas, tenían mucho peso. Como ocurría en Latinoamérica, donde las condiciones económicas eran similares y su aparente constitucionalismo tendía, tarde o temprano, a dar paso al gobierno de hombres fuertes o de los militares. Esto es lo que ocurrió antes de 1939 en los nuevos estados balcánicos, en Polonia y en los estados que sucedieron al imperio austrohúngaro, excepto en Checoslovaquia, la única democracia auténtica en Centroeuropa y los Balcanes. El hecho de que estos países regresaran a ese tipo de regímenes demostró, por un lado, la ingenuidad de la esperanza de que hubieran alcanzado la madurez política y, por otro, el miedo al comunismo marxista, especialmente intenso en los países colindantes con Rusia. Aunque de manera menos acentuada, este miedo actuó también en España y Portugal, donde la influencia del conservadurismo tradicional era aún mayor y el pensamiento social católico tenía más importancia que el fascismo.
La caída de las democracias entre las dos guerras mundiales no se produjo al mismo ritmo en todos los casos. En la década de 1920, el mal comienzo económico fue seguido de una recuperación gradual que, si exceptuamos a Rusia, fue compartida por la mayor parte de Europa, y entre 1925 y 1929 se sucedieron en conjunto unos años buenos. Esto propició una actitud optimista sobre el futuro político de las nuevas naciones democráticas. Las monedas salieron de la terrible inflación de la primera mitad de la década y recuperaron la estabilidad; la vuelta a la adopción del patrón oro por parte de muchos países fue una señal de confianza en que se estaba volviendo a la situación anterior a 1914. En 1925, la producción de alimentos y materias primas en Europa superó por vez primera los niveles de 1913, y el sector manufacturero también se estaba recuperando. Con la ayuda del restablecimiento económico de ámbito mundial y de las grandes inversiones realizadas por Estados Unidos, que se había convertido en exportador de capital, Europa llegó en 1929 a un nivel comercial que no volvería a alcanzarse hasta el año 1954. Pero entonces sobrevino el colapso. La recuperación se había logrado sobre bases inseguras. Ante una crisis repentina, la situación de bonanza se trastocó rápidamente. La crisis no solo afectó a Europa, sino que se extendió por todo el mundo y constituyó el acontecimiento más importante de todo el período de entreguerras.
El sistema económico de 1914, complejo pero tremendamente eficaz, había resultado dañado de forma irreparable. El intercambio internacional de bienes se vio entorpecido por el aumento de las restricciones que se implantaron inmediatamente después de la guerra, debido a que las nuevas naciones pusieron gran empeño en proteger sus jóvenes economías mediante los aranceles y el control de cambios, mientras que los países más grandes y antiguos intentaban recomponer las suyas. El Tratado de Versalles empeoró aún más la situación al imponer a Alemania, el más importante de todos los estados industriales europeos, unas duras sanciones en concepto de reparación, tanto en especie como en metálico. Esto no solamente alteró su economía, retrasando varios años su recuperación, sino que hizo que desaparecieran los incentivos para hacerla funcionar. En el este, el mayor mercado potencial de Alemania, Rusia, era inaccesible casi por completo, refugiada como estaba tras una frontera económica casi impenetrable para el comercio; el valle del Danubio y los Balcanes, otras grandes zonas para el comercio alemán, estaban divididos y empobrecidos. Estas dificultades pudieron superarse provisionalmente gracias a la disponibilidad de capital norteamericano, que Estados Unidos estaba dispuesto a aportar (aunque no aceptaba comprar mercancías europeas y se protegía con aranceles aduaneros). Esta situación hizo que Europa dependiera peligrosamente de la continuidad de la situación de prosperidad de Estados Unidos.
En la década de 1920, Estados Unidos producía cerca del 40 por ciento del carbón y más de la mitad de las mercancías mundiales. Esta riqueza, que aumentó con las necesidades de la guerra, cambió la vida de muchos de sus ciudadanos. Las familias estadounidenses fueron las primeras que pudieron contar de manera generalizada con automóviles. Por desgracia, el mundo dependía de la bonanza económica de ese país. De ella dependía la confianza necesaria para la exportación de capital estadounidense. Por eso, cuando se produjo un cambio del ciclo económico, las consecuencias fueron desastrosas a nivel mundial. En 1928 empezaron las dificultades para conseguir préstamos a corto plazo en Estados Unidos y, al caer los precios de las mercancías, pareció que podría estar llegándose al fin del largo boom económico. Estos dos factores hicieron que desde Estados Unidos se reclamara la devolución de los préstamos otorgados en Europa, lo que pronto puso en dificultades a los prestatarios. Mientras tanto, la demanda empezó a decaer en Estados Unidos, ya que se empezó a pensar que podía estar acercándose una grave recesión. La Reserva Federal contribuyó al desastre subiendo los tipos de interés una y otra vez. De manera casi accidental, en octubre de 1929 se produjo un colapso bursátil especialmente repentino y espectacular. Nada importó que después del crac hubiera un ligero repunte, ni que los grandes bancos compraran acciones para restablecer la confianza. Era el final de la confianza de los estadounidenses en la economía y en sus inversiones en el extranjero. Después de una breve recuperación en 1930, el dinero norteamericano dejó de afluir al exterior y comenzó una gran recesión mundial.
El crecimiento económico llegó a su fin debido al derrumbamiento de las inversiones, pero hubo también otro factor que aceleró el desastre. Las naciones deudoras, al intentar cuadrar sus cuentas, redujeron las importaciones, lo que tuvo como consecuencia la caída de los precios en todo el mundo, y los países productores de bienes de primera necesidad no podían permitirse efectuar compras en el extranjero. Mientras tanto, en el centro de los acontecimientos, tanto Estados Unidos como Europa cayeron en una crisis financiera; los países luchaban sin éxito para mantener estable el valor de sus monedas en relación con el del oro (medio de intercambio reconocido internacionalmente; de ahí la expresión «patrón oro») y aplicaban políticas deflacionarias para equilibrar sus balances contables, lo que acentuaba la disminución de la demanda. De esta manera, la intervención de los gobiernos contribuyó a que la recesión llegara a ser desastrosa. En el año 1933, todas las divisas más importantes, excepto la francesa, abandonaron el patrón oro. Esta fue la expresión simbólica de la tragedia; el derrocamiento de un viejo ídolo de la economía liberal. En la economía real, se llegó a un nivel de desempleo que tal vez afectara a treinta millones de personas en el mundo de la industria. En 1932 (el peor año para los países industriales), el índice de producción, tanto en Estados Unidos como en Alemania, se situó justo por encima de la mitad del correspondiente al año 1929.
Los efectos de la depresión económica se extendieron por doquier con una lógica siniestra e irresistible. En casi todo el mundo, se perdió lo conseguido con los avances sociales de los años veinte. Ningún país tenía la solución a una situación de desempleo que, aunque alcanzó sus mayores cotas en Estados Unidos y Alemania, tuvo lugar de forma oculta, en todo el mundo, en los pueblos y tierras de labranza de los productores de bienes de primera necesidad. Entre 1929 y 1932, la renta nacional cayó un 38 por ciento en Estados Unidos; esta fue exactamente la proporción en que descendieron los precios de los bienes manufacturados, al tiempo que los precios de las materias primas descendían un 56 por ciento y los de los alimentos, un 48 por ciento. Por lo tanto, los países más pobres y los sectores más débiles de las economías más poderosas sufrieron de manera desproporcionada. No siempre pareció que esto fuera así, ya que los pobres tenían menor margen de pérdida; los campesinos argentinos o de Europa del Este no podían salir mucho peor parados, porque su situación siempre había sido muy mala, mientras que, en Alemania, los oficinistas o los obreros que se quedaban sin empleo pasaban a estar, desde luego, en una situación mucho peor, y lo sabían.
La recuperación de la economía mundial no habría de llegar hasta después de otra gran guerra. Los países se protegían cada vez más con aranceles (en 1930, en Estados Unidos se incrementaron por término medio hasta un 59 por ciento) y se esforzaban en algunos casos en lograr una situación de autarquía mediante el control del Estado sobre la vida económica. Algunos se las arreglaron mejor que otros, que lo hicieron muy mal en determinados casos. La situación presentaba un escenario muy prometedor para comunistas y fascistas, que habían esperado, e incluso propugnado, el colapso de la civilización liberal, y que ahora se mantenían a la expectativa ante el desmoronamiento que veían. El final del patrón oro y de la fe en la economía no intervencionista marcaron el colapso del orden mundial en su dimensión económica, de una manera tan llamativa como lo hizo, en su aspecto económico, el auge de los regímenes totalitarios y del nacionalismo hasta llegar a su clímax destructivo. De forma terrible, la civilización liberal había perdido la capacidad de controlar los acontecimientos. Sin embargo, a muchos europeos aún les costaba darse cuenta de ello, y siguieron soñando con la restauración de una era en que su civilización había alcanzado la supremacía indiscutible. Olvidaban que sus valores se habían basado en una hegemonía económica y política que, aunque funcionó muy bien durante algún tiempo, estaba visiblemente en decadencia en todo el mundo.