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Tensiones en el sistema

A comienzos del siglo XX, el continuo crecimiento de la población constituyó una tendencia histórica muy evidente en Europa. En el año 1900, Europa tenía alrededor de 400 millones de habitantes —una cuarta parte de los cuales eran ciudadanos rusos—, Estados Unidos contaba con 76 millones y en los dominios ultramarinos británicos vivían otros 15 millones de personas. Estas cifras revelan una cuantiosa proporción de habitantes en la que era la civilización dominante en relación con la población mundial. Por otro lado, en el primer decenio del siglo XX el crecimiento estaba empezando a decaer en algunos países. Este fenómeno era más evidente en los países desarrollados que constituían el corazón de Europa occidental, en los que el crecimiento dependía cada vez más de unos índices de mortalidad reducidos. En estos, estaba claro que la existencia de familias poco numerosas se estaba extendiendo en la sociedad hacia las capas de población con menos medios económicos. Hacía mucho tiempo que se utilizaban los métodos anticonceptivos tradicionales, pero en el siglo XIX las clases más favorecidas empezaron a disponer de otros más eficaces. Cuando estos nuevos métodos empezaron a utilizarse de manera más generalizada (y pronto hubo indicios de que estaba siendo así), su influencia sobre la estructura de la población llegaría a ser muy importante.

Por otro lado, en los países de la Europa oriental y mediterránea esta situación tardaría en llegar. En ellos, el rápido crecimiento de la población empezaba a producir importantes tensiones. En el siglo XIX, el creciente fenómeno de la emigración constituyó una válvula de escape que hizo posible superarlas; los problemas podrían empezar a surgir cuando dicha válvula de escape dejara de actuar con tanta facilidad. En otros lugares aún más lejanos, el pronóstico podría ser más pesimista, teniendo en cuenta lo que ocurriría cuando Asia y África dispusieran de los mismos medios que funcionaban en Europa para reducir los índices de mortalidad, lo cual sería inevitable en el marco de la civilización global a la que el siglo XIX había dado lugar. En ese caso, el éxito de Europa a la hora de imponer su supremacía daría lugar a la pérdida en último término de la ventaja demográfica que recientemente se había sumado a su superioridad técnica. Y, aún peor, la otrora tan temida crisis malthusiana (olvidada a medida que el milagro económico del siglo XIX había alejado el miedo al exceso de población) podría finalmente hacerse realidad.

Había sido posible ignorar las advertencias de Malthus porque el siglo XIX había disfrutado del mayor auge en la creación de riqueza hasta entonces conocido. Las causas del mismo fueron la industrialización de Europa, y en el año 1900 el avance tecnológico en que se había basado el crecimiento estaba lejos de agotarse o de estar en peligro. No solamente se había producido un amplio y acelerado flujo de mercancías que un siglo antes solo existían en cantidades (relativamente) muy pequeñas, sino que también habían aparecido nuevos tipos de productos. El petróleo y la electricidad se habían unido como fuentes de energía al carbón, la madera, el viento y el agua, y se había desarrollado una industria química inimaginable en 1800. El poder y la riqueza crecientes se habían utilizado para la explotación, no solo en Europa, de unos recursos naturales, tanto agrícolas como minerales, que parecían ser inagotables. La demanda europea de materias primas dio un giro a las economías de otros continentes. Las necesidades de la nueva industria eléctrica impulsaron en Brasil un auge de poca duración en el sector del caucho, pero cambiaron para siempre la historia de Malasia e Indochina.

También se transformó la vida de millones de personas. El ferrocarril, el tranvía, el barco de vapor, el automóvil y la motocicleta facilitaron a la población un nuevo control sobre su entorno. Los desplazamientos se volvieron más rápidos y el transporte por tierra adquirió una velocidad que no se conocía desde los tiempos, miles de años antes, en que se empezaron a utilizar animales para tirar de los carromatos. El resultado de la suma de estas innovaciones fue que, en muchos países, la población, cada vez más numerosa, pudo impulsar un crecimiento aún más rápido en la creación de riqueza. Por ejemplo, entre 1870 y 1900 la producción alemana de arrabio se multiplicó por seis, mientras que su población solamente creció en un tercio más o menos. Ateniéndonos al consumo, a los servicios a los que tenía acceso o al disfrute de una salud mejor, el grueso de la población de los países desarrollados se encontraba en mucho mejor situación que cien años antes. Este proceso no alcanzó, sin embargo, a colectivos como los campesinos rusos o andaluces (si bien no es nada fácil valorar su situación, al igual que no lo era preverla). Pero, en cualquier caso, el futuro se presentaba halagüeño incluso para estos últimos, en la medida en que se había encontrado una clave para la prosperidad que podía hacerse llegar a todos los países.

A pesar de este panorama alentador, podían surgir dudas. Con independencia de lo que deparara el futuro, el coste que la nueva bonanza económica comportaba y las dudas que se planteaban sobre la justicia social en su distribución resultaban preocupantes. La mayoría de las personas eran todavía extremadamente pobres, vivieran o no en países ricos. En estos últimos la incongruencia resultaba más llamativa que en otros tiempos. La pobreza era tanto más sangrante en un momento en el que la sociedad estaba demostrando una capacidad evidente para producir más riqueza. Este fue el principio de un cambio en las expectativas de futuro que tuvo una gran trascendencia. Muchos veían su situación personal de una manera que les hacía empezar a dudar de sus posibilidades de conseguir un medio de vida. No era una novedad que hubiera personas sin trabajo, pero sí que se produjeran de pronto situaciones en las que, debido a la conjunción de las ciegas fuerzas del auge y la depresión, millones de hombres sin trabajo se concentraran en las grandes ciudades. Nacía el «desempleo», un nuevo fenómeno para cuya aparición había sido necesaria la de un mundo nuevo. Algunos economistas pensaban que se trataba de algo inherente al capitalismo. Tampoco las ciudades se libraron de todos los males que tanto habían sorprendido a los primeros testigos del nacimiento de la sociedad industrial. En 1900, la mayoría de los europeos occidentales vivían en ciudades; en 1914 existían más de 140 ciudades que superaban los 100.000 habitantes. En algunas de ellas, millones de personas vivían hacinadas, en muy malas condiciones de vivienda, y había escasez de escuelas y de espacios abiertos, por no hablar de la falta de posibilidades de diversión que no fueran las de la propia calle, y todo ello siendo a menudo testigos de la riqueza que habían contribuido a crear. «Los barrios bajos» es otra de las expresiones que se acuñaron en el siglo XIX. Su existencia llevaba a menudo a dos sentimientos contrapuestos. Uno de ellos era el miedo; muchos estadistas honrados de finales del siglo XIX seguían desconfiando de las ciudades, que consideraban centros de activismo revolucionario, delincuencia y maldad. El otro, la esperanza; la situación de las ciudades dio motivos para pensar que la revolución contra la injusticia del sistema económico y social era algo inevitable. Pero estas dos percepciones pasaban por alto la evidencia, confirmada por la experiencia, de que la revolución en Europa occidental era, de hecho, cada vez menos probable.

El miedo a la revolución estaba también alimentado por el desorden, si bien la naturaleza de este no era bien interpretada y se tendía a exagerar. En Rusia, país que era sin duda parte de Europa, al menos en relación con el resto del mundo, pero que no había conocido un avance tan rápido en el camino del progreso económico y social, las reformas no fueron lo suficientemente importantes y el movimiento revolucionario estaba siempre presente. Este movimiento desembocó en actos terroristas —una de cuyas víctimas fue un zar— y estaba apoyado por disturbios agrarios continuos y espontáneos. Los ataques de los campesinos a los terratenientes y a sus administradores llegaron a su punto álgido en los primeros años del siglo XX. La derrota en la guerra contra Japón y el consiguiente debilitamiento del régimen desembocaron en la revolución de 1905. Podía pensarse que el caso de Rusia era especial, y sin duda lo era, pero en 1898, y más tarde en 1914, también Italia vivió acontecimientos que algunos observadores consideraron una revolución apenas bajo control, mientras que una de las grandes ciudades de España, Barcelona, fue escenario en 1909 de sangrientos disturbios callejeros. En la década de 1890, en otros países industrializados sin tradición revolucionaria, como Estados Unidos, se sucedieron huelgas y manifestaciones que adquirieron en ocasiones tintes violentos. Incluso en Gran Bretaña hubo víctimas mortales en sucesos de esta naturaleza. Este tipo de episodios, unidos a las esporádicas actuaciones de los movimientos anarquistas, mantenían en vilo a la policía y a los ciudadanos respetables. Los anarquistas en especial lograban dejar su impronta en el ánimo colectivo. Sus actos terroristas y asesinatos alcanzaron una gran notoriedad en los años noventa del siglo XIX. La importancia de los mismos iba más allá del hecho de que tuvieran éxito o no, porque el auge de la prensa escrita garantizaba un enorme impacto a la colocación de una bomba o a un apuñalamiento. No todos los anarquistas compartían los mismos objetivos cuando utilizaban estos métodos, pero todos ellos eran hijos de su época; protestaban no solo contra el Estado como entidad gobernante, sino también contra toda una sociedad que juzgaban injusta. Contribuían a mantener viva la llama del miedo a la revolución, si bien probablemente en menor grado que sus viejos rivales, los marxistas.

En el año 1900, en casi todos los países se identificaba al socialismo con el marxismo. Solo en Inglaterra había una tradición alternativa importante. El temprano desarrollo en este país de un amplio movimiento sindical y las posibilidades de actuar a través de partidos políticos ya establecidos favorecían el predominio de un radicalismo no revolucionario. En cambio, la supremacía del marxismo entre los socialistas de los demás países europeos se expresó formalmente en 1896, cuando la Segunda Internacional, un movimiento de clase obrera constituido siete años antes para coordinar la acción socialista en todos los países, expulsó de su seno a los anarquistas que, hasta entonces, habían formado parte de la organización. Cuatro años más tarde, la Internacional abrió una oficina permanente en Bruselas. Dentro de este movimiento, el Partido Socialdemócrata Alemán adquirió una gran preponderancia gracias a su aportación humana, económica e ideológica. Este partido había prosperado, a pesar de la persecución policial, gracias a la rápida industrialización de Alemania, y para el año 1900 se había establecido de facto en la política germana. Era la primera verdadera organización de masas. Solo su poderío económico y su aportación humana habrían bastado para que el marxismo, credo oficial del partido alemán, fuera adoptado por el movimiento socialista internacional. Pero el marxismo tenía también su propio atractivo intelectual y emocional, basado sobre todo en la certeza que transmitía de que el mundo ya estaba caminando en la dirección que esperaban los socialistas y en la satisfacción que a muchos les proporcionaba la participación en una lucha de clases que, tal y como insistían los marxistas, tenía que desembocar en una revolución violenta.

Si bien este mito confirmaba los temores del orden establecido, algunos marxistas inteligentes se habían dado cuenta de que, más o menos a partir del año 1880, los hechos no respaldaban de ninguna manera la teoría. Era evidente que existía un gran número de personas que habían conseguido elevar su nivel de vida dentro del sistema capitalista. El desarrollo del capitalismo, con toda su complejidad, no estaba facilitando y conformando el conflicto de clases tal y como los marxistas habían pronosticado. Además, las instituciones políticas capitalistas habían sido capaces de atender a las clases trabajadoras. Esto era muy importante. Sobre todo en Alemania, aunque también en Inglaterra, los socialistas obtuvieron importantes avances en sus reivindicaciones utilizando las posibilidades de actuación que les proporcionaba el Parlamento. El voto era toda un arma a su disposición y no estaban dispuestos a desaprovecharlo esperando la llegada de la «revolución». Esto llevó a algunos socialistas a intentar redefinir el marxismo oficial de manera que tuviera en cuenta las nuevas tendencias. Se les denominó «revisionistas» y, en términos generales, defendían un avance pacífico hacia la transformación de la sociedad mediante el socialismo. Si a la gente le gustaba llamar «revolución» a esa transformación, la diferencia solamente residía en un problema terminológico. Dentro de esta posición teórica y del conflicto que provocaba, había una cuestión de tipo práctico que fue objeto de controversia a finales de siglo: ¿debían los socialistas formar parte como ministros de los gobiernos capitalistas?

El debate a que dio lugar esta cuestión tardó años en resolverse. El resultado final del mismo fue la condena del revisionismo por la Segunda Internacional, mientras que los partidos nacionales, muy especialmente los alemanes, siguieron con sus actividades, llegando a acuerdos con los representantes del sistema según les conviniera, aunque no abandonaron la retórica revolucionaria. Muchos socialistas mantenían la esperanza de hacerla realidad, negándose al alistamiento en el ejército cuando los gobiernos llamaban a filas. Uno de los grupos socialistas, mayoritario en Rusia, continuaba denunciando con firmeza el revisionismo y propugnaba el uso de la violencia. Esto era un reflejo de la peculiaridad de la situación rusa, donde poco se podía esperar de la política parlamentaria y la tradición revolucionaria y terrorista era importante. Este grupo lo constituían los bolcheviques, nombre que proviene etimológicamente de una palabra que en ruso significa «mayoría», y desde luego iban a dar mucho que hablar.

Los socialistas consideraban que hablaban para el pueblo. Fuera esto cierto o no, en 1900 a muchos conservadores les preocupaba la posibilidad de que los avances obtenidos por el liberalismo y la democracia no fueran a desmoronarse más que por la fuerza. Los esquemas mentales de algunos de ellos parecían anteriores al siglo XIX más que al XX. En gran parte de Europa oriental, seguían existiendo relaciones cercanas al patriarcado, y la autoridad tradicional de los terratenientes permanecía intacta. Este tipo de sociedades podía seguir albergando a aristócratas conservadores que, en el fondo, se oponían no ya a que sus privilegios materiales fueran menoscabados, sino a todos los valores y conceptos de lo que dio en llamarse «sociedad de mercado». Pero esta manera de pensar fue quedando cada vez más desdibujada y, mayoritariamente, el pensamiento conservador tendió a centrarse en la defensa del capital, adoptando una postura que, desde luego en muchos lugares, medio siglo antes habría sido considerada radicalmente liberal por su carácter individualista. La Europa capitalista, industrial y conservadora se oponía cada vez más firmemente a la intervención del Estado en la creación de riqueza. Este intervencionismo había venido aumentando de manera constante, asumiendo el Estado un papel cada vez más importante en la regulación de la sociedad. En 1911 se produjo en Inglaterra una crisis sobre esta cuestión que dio lugar a un cambio radical de lo que seguía en vigor de la constitución de 1688. Se recortaron las competencias de la Cámara de los Lores que permitían que controlara a la Cámara de los Comunes, cuyos miembros eran elegidos por sufragio. Detrás de todo esto había muchas cuestiones, entre ellas un aumento de la presión fiscal sobre los más ricos para poder atender los servicios sociales. También en Francia, en 1914, se aceptó la idea del impuesto sobre la renta.

Estos cambios respondieron a la lógica de la democratización de la política en las sociedades avanzadas. En 1914, el sufragio universal masculino se había implantado ya en Francia, Alemania y en varios otros países europeos más pequeños. En Gran Bretaña e Italia muchas personas tenían derecho a voto, casi alcanzándose el criterio del sufragio universal para los hombres. Todo esto planteó una cuestión inquietante: si los hombres podían votar, participando así en la política nacional, ¿por qué no podían hacerlo también las mujeres? Este asunto ya estaba siendo objeto de fuertes controversias en la política inglesa. En 1914, de los países europeos, solo Finlandia y Noruega reconocían a las mujeres el derecho a votar para elegir a los miembros del Parlamento. En otros lugares más lejanos, como Nueva Zelanda, dos estados australianos y Estados Unidos, las mujeres ya habían conseguido para entonces el derecho de voto. La cuestión seguiría abierta en muchos países durante treinta años más.

Los derechos políticos eran solo un aspecto más dentro de la cuestión más amplia de los derechos de la mujer en una sociedad básicamente centrada, como había ocurrido en todas las demás civilizaciones precedentes, en los intereses y valores de los hombres. La discusión sobre el papel de la mujer en la sociedad europea había comenzado en el siglo XVIII, y no tuvo que pasar mucho tiempo para que aparecieran las primeras fisuras en el conjunto de ideas en las que hasta entonces se basaba esta cuestión. Los derechos de la mujer a la educación, al trabajo, al control sobre sus propiedades, a la independencia moral e incluso a poder vestir de manera más cómoda, habían sido objeto creciente de debate en el siglo XIX. La obra de teatro de Henrik Ibsen Casa de muñecas se interpretó como un aldabonazo para la liberación de la mujer en vez de como, según la intención del autor, un alegato en defensa del individuo. Poner sobre el tapete semejantes cuestiones suponía una verdadera revolución. Las pretensiones de las mujeres en Europa y Norteamérica ponían en peligro ideas y actitudes que estaban respaldadas no ya por siglos, sino por milenios de institucionalización. Despertaron complejas emociones porque estaban ligadas a nociones sobre la familia y la sexualidad profundamente arraigadas. Así, para algunas personas —no solo hombres sino también mujeres— representaban un problema a un nivel más profundo que la amenaza de la revolución social o de la democracia política. La gente acertaba al dar a la cuestión esta dimensión. En los comienzos del movimiento feminista en Europa estaba la semilla de un fenómeno cuyo explosivo contenido tendría aún más trascendencia al transmitirse (como pronto sucedió) a otras culturas y civilizaciones que se vieron invadidas por los valores occidentales.

La politización de las mujeres y los ataques de tipo político a las estructuras jurídicas e institucionales que ellas sentían como opresoras, probablemente hicieron menos por su bien que algunos otros cambios. El desarrollo de tres de ellos fue paulatino, pero al final adquirieron una importancia extraordinaria como elementos que contribuyeron a socavar los principios tradicionales. El primero fue el crecimiento de la economía capitalista avanzada. En 1914, esto dio lugar en muchos países a la aparición de un gran número de nuevos trabajos para las mujeres, por ejemplo, como mecanógrafas, secretarias, telefonistas, trabajadoras en las fábricas, dependientas de grandes almacenes y maestras. Un siglo antes no existía casi ninguno de estos trabajos. Esto supuso en la práctica un desplazamiento del poder económico hacia las mujeres. Si podían ganarse la vida, empezaban a recorrer un camino que a la postre transformaría la estructura de la familia. Por otro lado, pronto las demandas de la industria bélica en las sociedades avanzadas acelerarían este proceso, y la necesidad de mano de obra ampliaría el abanico de posibles ocupaciones para las mujeres. Mientras tanto, ya en 1900, a un número cada vez mayor de chicas, un trabajo en la industria o en el comercio les dio la oportunidad de liberarse tanto del control de sus padres como de la carga que el matrimonio podía suponerles. En 1914 la mayoría de las mujeres no se beneficiaban aún de estas oportunidades laborales, pero se estaba acelerando un proceso en marcha, ya que la situación estimulaba otras demandas, como, por ejemplo, las de educación y formación profesional.

La segunda gran transformación había llegado para 1914 aún más lejos en su capacidad de cambiar la vida de las mujeres. Se trataba de la puesta en práctica de métodos para el control de la natalidad. Esto ya había afectado de manera decisiva a la demografía. Era una revolución en cuanto al poder y el estatus de las mujeres, ya que un mayor número de ellas tomaron conciencia de que podían controlar las exigencias de la natalidad y de la crianza de sus hijos que, hasta ese momento, habían condicionado su vida durante toda la historia. En todo ello subyacía un cambio aún más profundo que se empezaba a vislumbrar en 1914, cuando las mujeres se dieron cuenta de que podían obtener satisfacción sexual sin tener necesariamente que asumir de por vida las obligaciones propias del matrimonio.

La tercera de las grandes fuerzas que llevaron de manera imperceptible, pero al mismo tiempo irresistible, a la liberación de las mujeres de sus antiguas costumbres e ideas, es mucho más difícil de identificar con un solo nombre, pero tenía un principio que la gobernaba: la tecnología. El proceso se caracterizó por un gran número de innovaciones, algunas de las cuales se fueron acumulando poco a poco durante decenios antes del año 1900. Todas ellas afectaban, al principio en muy pequeño grado, a los inflexibles horarios de la rutina y la esclavitud domésticas. La llegada del agua corriente y del gas para calefacción e iluminación constituye uno de los primeros ejemplos. La limpieza y versatilidad de la energía eléctrica habrían de tener más adelante consecuencias aún más evidentes. Los grandes cambios en la distribución al por menor llevaron a la apertura de comercios de mayor calidad, que no solo acercaban el lujo a personas con menos medios económicos, sino que también facilitaron la cobertura de las necesidades de los hogares. La importación de alimentos, mejor procesados y conservados, fue poco a poco cambiando los hábitos de abastecimiento de las familias, que antes hacían necesario —como todavía ocurre con frecuencia en la India o África— ir todos los días, hasta dos veces, al mercado. Los detergentes y los tejidos de fibra sintética, más fáciles de limpiar, todavía no existían en el año 1900, pero era mucho más fácil y barato que un siglo antes adquirir jabón y sosa cáustica. Por otro lado, a principios del siglo XX empezaron a aparecer en las casas de los más pudientes los primeros aparatos domésticos, como cocinas de gas, aspiradoras y lavadoras.

Resulta curioso que los historiadores que reconocieron de inmediato la importancia de la introducción del estribo o del torno en tiempos más remotos, no se hayan dado cuenta, sin embargo, del valor creciente de estos humildes productos e instrumentos. A pesar de todo, representaron una revolución para medio mundo. Es comprensible que, a principios del siglo XX, sus consecuencias a largo plazo interesaran a menos personas que las extravagancias de las «sufragistas», como se llamaba en Inglaterra a las mujeres que luchaban por que se reconociera su derecho a votar. Lo que impulsaba de manera más inmediata sus actividades era la liberalización y democratización de las instituciones políticas para los hombres. Sus campañas contaban con este antecedente. Lógicamente, había motivos para querer que la democracia atravesara las fronteras del sexo, aunque esto implicara que se multiplicara por dos el número de electores.

Pero la estructura formal y jurídica de la política no era lo único que explicaba su tendencia a mostrar más y más las características de un movimiento de «masas». Las masas tenían que organizarse. Atendiendo a esta necesidad, para el año 1900 ya habían aparecido los modernos partidos políticos, con toda la simplificación con que exponían los asuntos a fin de presentarse a sí mismos como opciones claras, con su aparato propagandístico para aumentar la concienciación política y con su defensa de determinados intereses. Estas organizaciones, partiendo de Europa y de Estados Unidos, se fueron extendiendo por todo el mundo. Los políticos de mentalidad más retrógrada se lamentaban del nuevo modelo de partido político, y no siempre lo hacían de manera injustificada, ya que ese modelo era un indicio más de la masificación de la sociedad, de la corrupción del debate público y de la necesidad que tenían las minorías tradicionales de adaptar su política al estilo del hombre de la calle.

La importancia de la opinión pública ya se había empezado a poner de manifiesto en Inglaterra a principios del siglo XIX. Se consideró decisiva en las luchas que se produjeron con ocasión de las llamadas Leyes de los Cereales. En 1870, el emperador de Francia no se pudo resistir al clamor popular a favor de una guerra que temía y que finalmente perdió. Bismarck, el estadista conservador por antonomasia, poco después de la guerra se dio cuenta de que tenía que hacer caso de la opinión pública y promover los intereses coloniales de Alemania. Por otro lado, parecía que la manipulación de la opinión pública empezaba a ser posible (o, al menos, muchos propietarios de periódicos y hombres de Estado así lo creyeron). En lo que respecta a este asunto, la creciente alfabetización tenía una doble cara. Se había creído, por una parte, que las inversiones en la educación de las masas eran necesarias con el fin de instruirlas para que pudieran utilizar adecuadamente su voto. Sin embargo, lo que pareció traer consigo el aumento de los índices de alfabetización fue la aparición de un mercado destinado a un nuevo tipo de prensa barata, que a menudo atendía una demanda de emotividad y sensacionalismo, así como vendedores y creadores de campañas publicitarias, otro invento del siglo XIX.

El principio político que sin duda tenía aún el máximo atractivo para el pueblo era el nacionalismo. Además, este fenómeno conservaba su potencial revolucionario. Esto se vio con claridad en diversos lugares. En la Turquía europea, a partir de la guerra de Crimea, apenas habían decaído los éxitos de los nacionalistas en su lucha contra el yugo otomano y en la creación de nuevas naciones. Para el año 1870, países como Serbia, Grecia y Rumanía estaban sólidamente establecidos. Bulgaria y Montenegro ya se les habían unido a finales de siglo. En 1913, de las últimas guerras de los estados balcánicos contra Turquía, antes de que el gran conflicto europeo acabara con la cuestión turca, surgió Albania, y, para entonces, una Creta autónoma contaba ya con un gobernador griego. En varias ocasiones, los movimientos nacionalistas habían logrado que los países más importantes se interesaran en ellos, ya que representaban siempre un peligro potencial para la paz. Esto no era del todo cierto en lo que respecta a los nacionalismos existentes dentro del imperio ruso, donde los polacos, los judíos, los ucranianos y los lituanos se sentían oprimidos. Más bien parecía que era en el imperio austrohúngaro donde había más probabilidades de guerra a causa de las tensiones existentes en su seno. El nacionalismo suponía un verdadero peligro revolucionario en los territorios que se encontraban en la parte húngara del imperio. En otros lugares del mismo —en Bohemia y Eslovaquia, por ejemplo—, el sentimiento nacionalista no era tan fuerte, pero no por ello el nacionalismo dejaba de ser la cuestión más candente. Aunque Gran Bretaña no estaba amenazada por un peligro semejante, en Irlanda también existía un problema nacionalista. En realidad, los problemas eran dos. Durante la mayor parte del siglo XIX, el de los católicos irlandeses fue el más evidente. Se habían emprendido importantes reformas y otorgado diversas concesiones, pero los irlandeses las consideraban insuficientes en comparación con la autonomía, con la que estaba comprometido el Partido Liberal británico, que prometía la llamada «Home Rule». No obstante, hacia el año 1900, la reforma agrícola y la mejora de las condiciones económicas habían contrarrestado gran parte del malestar que suscitaba la cuestión irlandesa, si bien esta adquirió una nueva dimensión con la aparición de un nacionalismo de signo opuesto: el de la mayoría protestante en la provincia histórica del Ulster, que podía sublevarse si el gobierno de Londres concedía la autonomía a los nacionalistas católicos irlandeses. Esto era mucho más que una situación simplemente incómoda. Cuando en 1914 las instituciones de la democracia inglesa promulgaron finalmente leyes de carácter autonomista para los católicos, algunos observadores extranjeros llegaron erróneamente a pensar que la política británica estaría condenada a tener que abstenerse de intervenir en los asuntos europeos al verse obligada a hacer frente a una situación revolucionaria en el interior del país.

Los que defendían estas expresiones de los sentimientos nacionalistas creían, más o menos justificadamente, que lo hacían en favor de los oprimidos. Pero también el nacionalismo de las grandes potencias constituía un elemento perturbador. Francia y Alemania se veían profundamente divididas por la anexión a Alemania, en 1871, de las regiones de Alsacia y Lorena. Los políticos franceses se explayaban a menudo hablando de «revancha». El nacionalismo francés era especialmente agresivo en las disputas políticas porque parecían poner de relieve cuestiones relacionadas con la lealtad a las grandes instituciones nacionales. Incluso los supuestamente moderados británicos se entusiasmaban en determinados momentos con sus símbolos nacionales. Inglaterra conoció un profundo, aunque breve, fervor imperialista, y la conservación de la supremacía naval británica se vivió siempre como un tema muy sensible. Dicha supremacía parecía estar cada vez más amenazada por Alemania, potencia cuyo evidente dinamismo económico era motivo de alarma por el peligro que representaba para el predominio británico en el comercio mundial. No importaba que ambos países tuvieran al otro como su mejor cliente; lo fundamental era que parecían tener intereses opuestos en muchas cuestiones concretas. Esto adquirió más relevancia a causa del carácter más agresivo mostrado por el nacionalismo alemán durante el reinado del tercer emperador, Guillermo II. Este monarca, consciente del poderío alemán, quiso expresarlo de una manera también simbólica. Así pues, puso gran entusiasmo en desarrollar una potente marina de guerra, lo cual molestó especialmente a los británicos, que no podían concebir que tal despliegue de fuerza pudiera usarse sino contra ellos. Existía una impresión creciente y generalizada en Europa, en absoluto injustificada, de que los alemanes propendían a usar su influencia en los asuntos internacionales de manera poco razonable. Los estereotipos nacionales no pueden resumirse en una sola frase, pero, dado que contribuyeron a simplificar terriblemente las reacciones de la gente, ya son parte de la historia del enorme poder perturbador que tuvo el sentimiento nacionalista a principios del siglo XX.

Los más confiados podían poner como ejemplo la disminución de los conflictos internacionales en el siglo XIX. Desde 1876 (año en el que Rusia y Turquía entraron en guerra) no había habido conflictos bélicos entre las grandes potencias europeas, y, desgraciadamente, los militares y estadistas europeos no acertaron a comprender el mal presagio que representaba la guerra de Secesión en Estados Unidos, en la que, por primera vez, un solo general podía controlar a más de un millón de soldados, gracias al ferrocarril y al telégrafo, y la primera en que se demostró la capacidad que tenían las armas modernas producidas a gran escala de provocar enormes cantidades de víctimas. Por otro lado, pudo verse con optimismo la convocatoria de congresos internacionales, en 1899 y 1907, para detener la carrera armamentista, aunque a la postre estos congresos fracasaran en el logro de sus objetivos. Es verdad que se aceptaban cada vez más los arbitrajes internacionales y que se habían impuesto ciertas restricciones que limitaban la brutalidad empleada en la guerra en tiempos anteriores. Cuando el emperador alemán envió un contingente militar para que se incorporara a las tropas internacionales reunidas para enfrentarse al levantamiento de los bóxers, en China, pronunció una frase muy significativa. Lleno de ira ante los informes que le llegaban de las atrocidades cometidas por los chinos contra ciudadanos europeos, Guillermo II pidió a sus soldados que se comportaran «como los hunos». La frase quedó grabada en la memoria de la gente. En aquel momento se consideró un exceso verbal, pero lo que resulta interesante es el hecho de que el emperador creyera necesario dar a sus soldados semejante consigna. Nadie tendría que decirle a un ejército del siglo XVII que se comportara como lo harían los hunos, porque entonces se daba por descontado en gran medida que lo iban a hacer. Pero en 1900 no se esperaba que unas tropas europeas actuaran de esa manera y, por lo tanto, era necesario decirles que lo hicieran. Hasta ese punto había llegado la humanización de la guerra. El concepto de «guerra civilizada» fue un producto del siglo XIX, y estaba lejos de ser una contradicción. En 1899 se había acordado prohibir, si bien durante un período limitado, el uso de gas venenoso, las balas dum-dum e incluso los bombardeos aéreos.

El autocontrol que ejercía sobre los líderes europeos la conciencia de que estaban unidos por algún vínculo, distinto al de la coincidencia de todos ellos en que tenían que oponerse a la revolución, se había venido abajo hacía mucho tiempo, al igual que la idea de la cristiandad. En las relaciones internacionales del siglo XIX, la religión era como máximo un paliativo que podía aliviar las disputas, una fuerza secundaria e indirecta que reforzaba el humanitarismo y el pacifismo que se alimentaban de otras fuentes. El cristianismo había demostrado una incapacidad como freno ante la violencia semejante a la de las esperanzas de los socialistas de que los trabajadores del mundo se negarían a luchar unos contra otros para defender los intereses de sus patronos. No está claro si esto fue consecuencia de una pérdida generalizada del poder de las distintas confesiones religiosas. Más bien se debió al continuo desarrollo de nuevas tendencias que empezaron a manifestarse en el siglo XVIII y que, a partir de la Revolución francesa, fueron mucho más claras. Casi todas las confesiones religiosas cristianas se sintieron cada vez más afectadas por los problemas planteados por uno u otro de los avances intelectuales y sociales característicos de la época, y no se mostraron capaces de aprovechar los nuevos instrumentos —por ejemplo, la irrupción a finales del siglo XIX de periódicos de gran circulación— que podrían haberlas ayudado. De hecho, algunas de ellas, sobre todo la Iglesia católica, desconfiaban abiertamente de dichos avances.

Si bien todas ellas tenían la sensación de que las nuevas tendencias les eran hostiles, la Iglesia católica fue la víctima más evidente de las mismas, y el papado vio especialmente menoscabado su prestigio y poder. En diversas declaraciones, que llegaron a formar parte de los dogmas de la Iglesia, esta proclamó abiertamente su hostilidad hacia el progreso, el racionalismo y el liberalismo. En la década de 1790, Roma empezó a ver mermado su poder temporal con la introducción, por parte de los ejércitos revolucionarios franceses, de unos principios radicalmente diferentes, acompañados de cambios territoriales en Italia que culminaron con la invasión de los territorios papales. Posteriores violaciones de los derechos del papado se justificaron a menudo a partir de las ideas centrales de la época: democracia, liberalismo y nacionalismo. Finalmente, en 1870 el nuevo reino de Italia conquistó el último de los territorios de los antiguos Estados Pontificios que estaba fuera del Vaticano, y el Papa pasó a ser casi por completo una autoridad exclusivamente espiritual y eclesiástica. Este fue el final de un período de poder temporal que se remontaba a la época merovingia, y para algunas personas supuso un desenlace deshonroso para una institución que, desde hacía mucho tiempo, había sido el centro de la civilización y la historia europeas.

En la práctica, la nueva situación de la Iglesia llegaría a ser positiva. Sin embargo, en su momento, la expoliación confirmó tanto la hostilidad que el papado demostró hacia las nuevas tendencias del siglo como el desdén con el que fue recibida dicha hostilidad por muchos pensadores progresistas. Cuando, en 1870, la infalibilidad del Papa al pronunciarse ex cátedra sobre cuestiones de fe y de moral fue proclamada como dogma, la animadversión entre la Iglesia y los progresistas alcanzó nuevas cotas. En los siguientes dos decenios, el anticlericalismo y el acoso a los sacerdotes fueron factores más importantes que nunca en la vida política de Alemania, Francia, Italia y España. En la mayoría de los países católicos —no así en Polonia—, el sentimiento nacional pudo ser movilizado contra la Iglesia. Los gobiernos se aprovecharon de los prejuicios sobre el papado para aumentar su poder jurídico sobre la Iglesia, además de para intervenir cada vez más en áreas en las que esta había tenido hasta entonces una influencia primordial, sobre todo en la educación elemental y secundaria.

La persecución alimentó la intransigencia. Pero, en cambio, también se puso de manifiesto que, fueran cuales fuesen las opiniones que se pudieran defender sobre la importancia teórica de las enseñanzas de la Iglesia, esta aún suscitaba una gran lealtad entre sus fieles. Además, gracias a las conversiones que se produjeron en las misiones destacadas en otros continentes aumentó el número de fieles cristianos, a los que se añadieron aún muchos más debido a las tendencias demográficas. Aunque las organizaciones religiosas no hicieran grandes progresos entre los nuevos habitantes de las ciudades de Europa, inmunes a una acción eclesiástica inadecuadamente organizada y separados de la religión por la lenta influencia de la cultura laica en la que estaban inmersos, estaban lejos de perder toda su influencia como fuerza política y social. De hecho, la eliminación de la función del papado como poder temporal propició la lealtad incondicional de los católicos hacia su Iglesia.

La Iglesia católica, una de las confesiones cristianas que más exigen a los creyentes, se puso al frente en la batalla librada entre la religión y las tendencias de la época; pese a todo, las afirmaciones basadas en la revelación y, en general, la autoridad de los sacerdotes y clérigos estaban siendo cuestionadas en todos los frentes. Esta fue una de las características más llamativas del siglo XIX, tanto más cuanto que muchos europeos y americanos mantenían su fe, sin dudas y al pie de la letra, en los dogmas de sus iglesias y en los relatos bíblicos. Se sentían enormemente descorazonados cuando veían amenazadas sus creencias, lo cual sucedía cada vez más en todos los países. Al principio, el credo tradicional solo era abiertamente atacado por una minoría intelectual que, a menudo conscientemente, mantenía ideas extraídas de la Ilustración; uno de los adjetivos preferidos en el siglo XIX para calificar un punto de vista antirreligioso y escéptico era volteriano. A medida que fue avanzando el siglo XIX, estas ideas se vieron reforzadas por otras dos corrientes intelectuales que al principio solo interesaron a las minorías, pero que estuvieron cada vez más en boga en una época de creciente alfabetización y de aumento de las publicaciones de precio reducido.

Los estudiosos de la Biblia, los más importantes de los cuales eran alemanes, protagonizaron un nuevo desafío intelectual. Desde el decenio de 1840 en adelante, no solo echaron por tierra muchas de las ideas asumidas sobre el valor de la Biblia como fuente de evidencias históricas sino que además, lo cual tal vez tuvo mayor importancia, indujeron un cambio psicológico en la actitud general ante los textos bíblicos. Básicamente, este cambio hizo posible que, a partir de entonces, se considerara que la Biblia era simplemente un texto histórico como cualquier otro, al que se podía acceder con espíritu crítico. Ernest Renan, académico francés, publicó en 1863 una Vida de Jesús que tuvo un enorme éxito y provocó gran escándalo. Este libro dio lugar a una actitud crítica en la sociedad mucho más generalizada que nunca. La Biblia, que había sido el texto fundamental de la civilización europea desde que esta surgió en los llamados «años oscuros» en la Alta Edad Media, nunca recuperó su prestigio.

Una segunda fuente de ideas que hicieron daño a la fe cristiana tradicional —y, por tanto, a la moral, la política y la economía durante tanto tiempo ligadas a las creencias cristianas— fueron las ciencias naturales. Los ataques de la Ilustración, que denunciaban la incongruencia interna y lógica de las enseñanzas de la Iglesia, se hicieron mucho más preocupantes cuando la ciencia empezó a exhibir pruebas empíricas de que estaba claro que muchas afirmaciones contenidas en la Biblia (y, por consiguiente, basadas en la misma autoridad que avalaba todo el contenido del texto) no se atenían a hechos comprobables. El punto de partida fue la geología. Algunas ideas que habían empezado a germinar a finales del siglo XVIII llegaron a un público mucho más amplio en la década de 1830, merced a la publicación de la obra Principios de geología, de Charles Lyell, un científico escocés. Este libro explicaba la estructura topográfica y geológica de la Tierra como algo dependiente de fuerzas que actúan permanentemente; es decir, que dicha estructura no es resultado de un único acto creativo, sino de fenómenos como el viento, la lluvia, etcétera. Además, Lyell señalaba que, siendo esto así, la presencia de fósiles de diferentes formas de vida en estratos geológicos distintos implicaba que en cada era geológica había tenido lugar la creación de nuevos animales. De esta manera, el relato bíblico de la creación se hacía muy difícil de explicar. Que la cronología bíblica en relación con el hombre era directamente falsa estaba quedando cada vez más de manifiesto al haberse realizado descubrimientos en cuevas británicas de utensilios de piedra junto a huesos fosilizados de animales extinguidos. La hipótesis de que la existencia del hombre comenzó mucho antes de lo que se desprende del relato de la Biblia puede tal vez considerarse que se aceptó oficialmente cuando, en 1859, algunas sociedades eruditas británicas publicaron estudios en los que se establecía «que en una época de la Antigüedad mucho más remota que cualquier otra de la que hayamos encontrado rastros hasta ahora» vivieron hombres en sociedades paleolíticas en el valle del Somme.

Aunque suponga una simplificación excesiva, no está muy lejos de la realidad afirmar que ese mismo año, aunque abordadas desde una perspectiva diferente —la de la biología—, muchas de esas cuestiones pasaron a un primer plano cuando, en 1859, el científico inglés Charles Darwin publicó El origen de las especies, uno de los libros fundamentales de la civilización moderna. Gran parte de su contenido era deudor de otras investigaciones, sin que esto se reconociera en el texto. Su publicación tuvo lugar en un momento y en un país en que había grandes probabilidades de que causara conmoción; en cierto sentido, el público estaba preparado para leerlo. Estaba en el aire la cuestión sobre la justicia del dominio que la religión había tenido tradicionalmente (por ejemplo, en la educación). La palabra evolución ya era familiar por aquel entonces, a pesar de lo cual Darwin intentó evitar utilizarla y no permitió que apareciera en El origen de las especies hasta la quinta edición de la obra, que se publicó diez años después. No obstante, su libro constituyó el alegato más contundente de la hipótesis evolucionista; a saber, que los seres vivos son lo que son porque su formación ha experimentado una larga evolución a partir de otros más simples. Esto, por supuesto, incluye al hombre, como Darwin expresó de manera categórica en otro libro, La ascendencia del hombre, publicado en 1871. Se mantuvieron diferentes opiniones sobre cómo se había desarrollado esta evolución. Darwin, impresionado por las ideas de Malthus sobre la competencia homicida de los hombres por los alimentos, adoptó la opinión de que las cualidades que hacían posible la supervivencia en un entorno hostil garantizaban la «selección natural» de las criaturas que las poseían. Esta opinión se simplificó hasta la vulgaridad (y se malinterpretó terriblemente) con el uso como consigna de la frase «supervivencia del más fuerte». Pero, aparte de la importancia de muchos aspectos de su trabajo como inspiradores de nuevas ideas, tal vez lo más importante es el hecho de que Darwin hizo saltar por los aires el relato bíblico de la creación (así como la idea de la posición singular que el hombre ocupa entre los seres vivos) con un grado de publicidad que hasta entonces no se había producido. El libro de Darwin, unido a la crítica de los textos bíblicos y a los descubrimientos geológicos, hizo imposible que una persona concienciada y reflexiva aceptara —como aún ocurría en 1800— que el contenido de la Biblia pueda ser verdadero en sentido literal.

El menoscabo de la autoridad de la Biblia sigue siendo el ejemplo más claro de cómo la ciencia influyó en las creencias de la época. Tanta importancia como lo anterior, si no más, tuvo el prestigio, difuso pero creciente, que empezó a tener la ciencia entre un número cada vez mayor de personas. Este prestigio estaba basado en que se convirtió en el instrumento supremo para dominar la naturaleza, que parecía cada vez menos capaz de resistir la pujanza de la ciencia. Este fue el principio de lo que llegó a convertirse en el mito de la ciencia. Este mito se asentaba en que, mientras que los grandes logros científicos del siglo XVII no habían tenido normalmente consecuencias en la vida de los hombres y mujeres de la calle, los del siglo XIX influían cada vez más en ella. Personas que no comprendían una palabra de lo que escribían Joseph Lister, que estableció la necesidad del uso de antisépticos en la cirugía e ideó la técnica requerida para ello, o Michael Faraday, que se esforzó más que ninguna otra persona por hacer posible la generación de electricidad, sabían a pesar de todo que la medicina de 1900 era diferente a la de sus abuelos y podían ver la utilidad de la electricidad en sus trabajos y en sus casas. En 1914 era posible enviar radiomensajes a través del Atlántico, existían aparatos voladores que no necesitaban bolsas de gas de menor densidad que la del aire para sostenerse, podían conseguirse fácilmente aspirinas, y una empresa estadounidense había empezado a fabricar a gran escala y a vender el primer automóvil de bajo precio. Estos hechos en modo alguno representaban adecuadamente el poder creciente y las cada vez mayores posibilidades de la ciencia, pero los importantes avances producidos impresionaban al hombre medio y trasladaban el objeto de su devoción a un nuevo santuario.

La gente de la calle empezó a conocer la ciencia a través de la tecnología, ya que, durante mucho tiempo, esta era casi el único medio mediante el cual aquella incidía verdaderamente en la vida cotidiana. En consecuencia, el respeto por la ciencia crecía por lo general en proporción a los espectaculares resultados obtenidos en la ingeniería o en la fabricación. Incluso hoy en día, aunque la ciencia influye de otras formas, sigue llamando especialmente la atención del público por su incidencia en los procesos industriales. No obstante, si bien estaba profundamente entrelazada de esta manera con la civilización dominante en el mundo y con la sociedad en general, el auge de la ciencia significó mucho más que simplemente un puro aumento de poder. En los años anteriores a 1914 fue cimentándose un fenómeno que se manifestó en toda su plenitud en la segunda mitad del siglo XX: el predominio de la ciencia sobre cualquier otro factor como motor de la cultura dominante en el mundo. El avance de la ciencia ha sido tan rápido que incide ya en todos los aspectos de la vida humana, aunque la gente aún no comprende del todo algunas de sus implicaciones filosóficas más elementales.

Las observaciones más sencillas que pueden hacerse sobre esta nueva situación de la ciencia (y las más fáciles de tomar como punto de partida) son las que ponen de manifiesto el lugar que ocupa la ciencia como un fenómeno social e influyente significativo en sí mismo. Desde el momento en que se produjeron los primeros grandes avances de la física, en el siglo XVII, la ciencia se convirtió en una realidad social. Se crearon instituciones en las que se reunían los investigadores para estudiar la naturaleza de una manera que la posteridad pudiera reconocer como científica. Incluso los gobernantes contrataban en ocasiones a investigadores para que aportaran su experiencia y sus conocimientos a la solución de problemas concretos. Era también perceptible que en las «ciencias útiles» —a las que normalmente se denominaba «artes» en lugar de «ciencias»—, tales como la navegación o la agricultura, los experimentos realizados por personas no especializadas en esas materias podían implicar valiosas aportaciones. Pero una simple cuestión terminológica nos ayuda a ver con perspectiva la ciencia del siglo XVII y a establecer la distancia que la separa de la de los siglos XIX y XX: en aquel momento, a los científicos aún se les llamaba «filósofos de la naturaleza». La palabra científico fue acuñada transcurrido más o menos un tercio del siglo XIX, cuando se sintió la necesidad de distinguir entre una investigación de la naturaleza, basada de forma rigurosa en la experimentación y en la observación, y la especulación racional, pero no contrastada, sobre ella. En cualquier caso, la mayoría de las personas seguían sin distinguir bien entre alguien dedicado a la investigación pura y un especialista en ciencias aplicadas, o tecnólogo, que centraba su atención en los aspectos más prácticos y que, dado el auge de la ingeniería, la minería y la fabricación a una escala hasta entonces nunca vista, representaba a la ciencia de manera mucho más llamativa.

El siglo XIX fue, por otro lado, el primero en el que las personas cultas consideraban que la ciencia era algo indiscutible como ámbito especializado de estudio en el que los investigadores gozaban de prestigio profesional. Este nuevo estatus de la ciencia quedó subrayado por el importante lugar que se le concedió en el campo de la educación, tanto mediante el establecimiento de nuevos departamentos en universidades ya existentes como a través de la creación en algunos países, especialmente en Francia y Alemania, de instituciones científicas y técnicas especializadas. También los estudios profesionales incorporaron elementos científicos de manera más generalizada. Estas iniciativas se fueron acelerando a medida que la incidencia de la ciencia en la vida social y económica empezaba a ser cada vez más evidente. Como consecuencia de ello, se acentuó una tendencia que ya existía mucho tiempo atrás. Más o menos desde el año 1700, se produjo un crecimiento constante y exponencial del número de científicos en el mundo; aproximadamente cada quince años se duplicaba la comunidad científica (lo cual explica el dato sorprendente de que, desde entonces, siempre ha habido más científicos vivos que muertos). Por lo que respecta al siglo XIX, los indicadores del crecimiento de la ciencia más significativos (por ejemplo, la construcción de observatorios astronómicos) también presentan curvas de incremento exponencial.

Este fenómeno social constituyó la base del aumento del control sobre el medio ambiente y de la mejora de las condiciones de vida, factores fáciles de percibir por el hombre de la calle. De esta manera, el siglo XIX fue el primero de la historia en el que la ciencia pasó a ser algo así como una religión, casi una idolatría. En el año 1914, los europeos y norteamericanos intelectualmente más cultivados daban por descontada la existencia de sustancias anestésicas, automóviles, turbinas de vapor, materiales siderúrgicos más consistentes y especializados, aeroplanos, teléfonos, radios y muchas otras maravillas no conocidas en el siglo anterior. El impacto de estos inventos fue enorme. Tal vez los que se hicieron notar de manera más generalizada fueron los derivados de la disponibilidad de energía eléctrica a bajo precio. Esto mejoró las condiciones de las ciudades, en las que los habitantes de los barrios periféricos podían disponer de trenes y tranvías, y generalizó la utilización de motores eléctricos en las fábricas y de luz eléctrica en los hogares. Sus efectos alcanzaron incluso a los animales: de los 36.000 caballos que tiraban de los carros en Gran Bretaña en el año 1900, se pasó a solo 900 en 1914. Por supuesto, las aplicaciones prácticas de la ciencia no eran en absoluto nuevas. En ningún momento desde el siglo XVII ha dejado de haber elementos tecnológicos como consecuencia de la actividad científica, aunque, al principio, en su gran mayoría estaban restringidos a los campos de la balística, de la navegación y la confección de mapas y de la agricultura, así como a algunos procesos industriales elementales. Sin embargo, en el siglo XIX la ciencia empezó a desempeñar de manera más clara un papel importante en el sostenimiento y el cambio de la sociedad en campos diferentes a los anteriores, en los que los logros habían sido evidentemente llamativos y espectaculares. La química usada en tintorería, por ejemplo, fue un punto de partida para la investigación del siglo XIX que llevó a innovaciones muy importantes en la fabricación de medicinas, explosivos y antisépticos, por solo mencionar unas cuantas cosas. Estos avances tuvieron amplia repercusión en el ámbito humano, social y económico. Los nuevos tintes rápidos afectaron a millones de personas; el desdichado cultivador de índigo en la India se encontró con que no podía dar salida a sus productos, y las clases trabajadoras occidentales vieron que el mercado empezaba poco a poco a ofrecerles ropas de fibra sintética fabricadas a gran escala que eliminaban casi por completo la diferencia visible entre unas y otras.

Todo esto nos hace cruzar la frontera entre el mantenimiento de la vida y la transformación de esta. Los campos fundamentales de la ciencia seguirían cambiando la sociedad, aunque es mejor que nos ocupemos más adelante de algunas de las cosas que se hicieron antes de 1914, por ejemplo en la física. En el ámbito de la medicina, los efectos son fáciles de medir. En 1914 se habían producido grandes adelantos. En un siglo, lo que antes era solo talento e intuición se había convertido en ciencia. Se había empezado a dominar la teoría de las infecciones y el control de las mismas. Los antisépticos, que fueron introducidos por Lister en la década de 1860, se usaban de forma generalizada un par de décadas más tarde, y el mismo Lister y su amigo Louis Pasteur, el más famoso e importante de los químicos franceses, pusieron los cimientos de la bacteriología. La reina Victoria contribuyó a la publicidad de nuevos métodos en la medicina; el uso de anestésicos en el nacimiento de un príncipe o una princesa ayudó mucho a que unas técnicas que solo estaban en sus inicios en la década de 1840 adquirieran rápida aceptación social. De otra manera, tal vez habría habido menos personas conscientes de la importancia de logros tales como el descubrimiento en 1909 del salvarsán, todo un hito en el desarrollo del tratamiento selectivo de las infecciones, la identificación del portador de la malaria o el descubrimiento de los rayos X. Todos estos avances, de gran importancia en su momento, fueron ampliamente superados en los siguientes cincuenta años (por cierto, con un importante aumento del coste de la medicina).

Incluso antes de 1914, la ciencia había tenido un impacto suficiente como para que lleguemos a la conclusión de que estaba generando su propia mitología. En este caso, la palabra mitología no tiene connotaciones de fantasía o de mentira. Es simplemente una manera de llamar la atención sobre el hecho de que la ciencia, la gran mayoría de cuyas conclusiones habían sido confirmadas taxativamente por la experimentación y eran por tanto «verdaderas», estaba conformando la manera de ver el mundo de la gente, al igual que lo hicieron en otros tiempos las grandes religiones. Es decir, la importancia de la ciencia no se debió solo a su capacidad de explorar y alterar el curso de la naturaleza. Se ha considerado que la medicina orienta al hombre sobre cuestiones metafísicas, sobre sus objetivos y sobre los principios según los cuales debe regular su conducta. Especialmente, ha tenido una profunda influencia modelando las actitudes de las personas. Por supuesto, todo esto no tiene una conexión intrínseca o necesaria con la ciencia como actividad. Pero la consecuencia a largo plazo fue una civilización cuyas minorías no tenían, salvo algunas excepciones, creencias religiosas dominantes ni ideales trascendentales. Era una civilización que se basaba, se aceptase o no de manera expresa, en la confianza en las posibilidades de lo que podía lograrse manipulando la naturaleza. Una civilización convencida de que, en principio, no existe ningún problema que tenga que considerarse insoluble si se utilizan los recursos intelectuales y económicos suficientes; lo dudoso podría tener cabida, pero lo abiertamente enigmático, no. Muchos científicos han rechazado esta conclusión. Se está aún lejos de comprender todas sus implicaciones. Pero se trata de una idea aceptada, sobre la que descansa en este momento la manera de pensar del mundo dominante, que ya había adquirido forma básicamente antes de 1914.

La confianza ciega en la ciencia ha sido denominada «cientificismo», aunque, probablemente, muy pocas personas la tenían de manera absoluta y sin reparos incluso a finales del siglo XIX, en su momento de máximo apogeo. Una buena prueba del prestigio del método científico es el deseo de los intelectuales de extenderlo fuera del campo de las ciencias naturales. Uno de los primeros ejemplos puede verse en el deseo de crear las «ciencias sociales» que tuvieron los seguidores utilitaristas del reformista e intelectual inglés Jeremy Bentham, los cuales confiaban en que la organización de la sociedad podría basarse en la utilización calculada de estos principios; los hombres responden al placer y al dolor, así que debe maximizarse el placer y minimizarse el dolor, teniéndose en cuenta los sentimientos del mayor número de personas y su intensidad. En el siglo XIX, el filósofo francés Auguste Comte puso nombre a la ciencia de la sociedad: «sociología». En el funeral de Marx, se dijo de este que era el Darwin de la sociología. Estos (y muchos otros) intentos de emular las ciencias naturales se basaban en el afán de encontrar leyes cuasimecánicas. El hecho de que las ciencias naturales estuvieran precisamente entonces abandonando la búsqueda de ese tipo de leyes, no tenía importancia; la propia búsqueda daba fe del prestigio del modelo científico.

Paradójicamente, también la ciencia estaba contribuyendo en 1914 a una sensación indefinida de tensión en la civilización europea. Sin duda, este fenómeno tenía su máximo exponente en los problemas que la ciencia presentaba a la religión tradicional, pero también actuaba de una manera más sutil; las tendencias deterministas, como las que la obra de Darwin suscitaba en muchas personas, o el relativismo que se desprendía de la antropología o del estudio de la mente humana, minaban la confianza en los valores de la objetividad y la racionalidad, que habían sido tan importantes para la ciencia desde el siglo XVIII. En 1914, había indicios de que la Europa liberal, racional e ilustrada estaba sujeta a tensiones en la misma medida que la Europa tradicional, religiosa y conservadora.

Sin embargo, no habrían de albergarse demasiadas dudas. El hecho más evidente en relación con la Europa de los primeros años del siglo XX es que, aunque algunos europeos podían mirar al futuro con escepticismo o con temor, casi nadie ponía en duda que el Viejo Continente iba a seguir siendo el centro de decisión, el lugar de máxima concentración de poder político y el verdadero protagonista del destino del mundo. Diplomática y políticamente, los estadistas europeos por lo general podían dejar de mirar al resto del mundo a excepción del hemisferio occidental, donde otro país de orígenes europeos, Estados Unidos, tenía una importancia primordial, y del Lejano Oriente, donde Japón estaba adquiriendo cada vez más importancia y donde los estadounidenses tenían intereses que podrían tener que hacer respetar a las demás naciones. Eran las relaciones entre los propios países europeos lo que fascinaba a la mayoría de sus estadistas a principios del siglo XX; para casi todos ellos, en ese momento no había ningún otro asunto tan importante del que preocuparse.