En 1900, Europa podía contemplar tras de sí un espectacular crecimiento que había durado dos o tal vez tres siglos. La mayoría de sus ciudadanos habrían dicho que este crecimiento había sido beneficioso, es decir, que les había llevado a un gran progreso. La historia de Europa desde la Edad Media supuso un avance constante hacia objetivos que sin duda habían valido la pena y que pocas personas ponían en cuestión. Atendiendo tanto a criterios de tipo intelectual o científico como a parámetros materiales y económicos (o incluso morales y estéticos según algunos, tal era la capacidad de seducción del progreso), el pasado de Europa confirmaba a sus ciudadanos que estaban siguiendo un curso progresivo, lo cual podía decirse del mundo en su conjunto, ya que la civilización europea se había extendido por doquier. Es más, parecía que el futuro depararía nuevos avances sin límite. Los europeos tenían en 1900 la misma confianza en la continuidad del éxito de su cultura que la que un siglo antes habían sentido en China las selectas minorías de este país. El pasado les daba la razón; de eso estaban convencidos.
Pero no todos tenían la misma confianza. Algunos creían que la interpretación de los hechos podía llevar también a conclusiones más pesimistas. Aunque los pesimistas eran mucho menos numerosos que los optimistas, entre los primeros se encontraban personas de reconocido prestigio e inteligencia. Algunos de ellos sostenían la idea de que la civilización en la que vivían estaba aún por demostrar todo su potencial autodestructivo y tenían la sensación de que el momento en que esto ocurriera podría no estar tan lejos. Había personas que consideraban que la civilización se estaba desviando de sus principios religiosos y morales de manera cada vez más evidente, y que sería llevada probablemente a un completo desastre por el materialismo y la barbarie.
Según pudo comprobarse más adelante, ni los optimistas ni los pesimistas estaban totalmente en lo cierto, tal vez porque basaban sus puntos de vista, con excesiva convicción, en una percepción personal de las características de la civilización europea. Al mirar hacia el futuro, se orientaban por el poder, las tendencias y los puntos débiles inherentes a la propia civilización. Solo unos cuantos de ellos prestaban suficiente atención a la manera en que Europa estaba cambiando el mundo en el que se había sustentado su dominio, y que habría de alterar una vez más el equilibrio entre los grandes centros de la civilización. Eran escasas las personas que miraban más allá de Europa y de la Europa ultramarina; solo esos excéntricos agoreros que se preocupaban sin motivo por el llamado «peligro amarillo», aunque ya un siglo antes Napoleón había advertido de que China era un gigante dormido al que era mejor dejar en paz.
Visto retrospectivamente, resulta tentador decir que los pesimistas evaluaron con mayor claridad la situación; incluso puede que sea verdad. Pero los análisis a posteriori a veces resultan un inconveniente para el historiador. En este caso, visto lo visto, resulta difícil de entender que los más optimistas pudieran haber estado en un momento dado tan seguros de sí mismos. Aunque deberíamos tratar de comprenderlo. Por un lado, entre los que veían con buenos ojos el futuro había personas de gran perspicacia intelectual; por otro, el optimismo constituyó durante tanto tiempo un obstáculo para la solución de determinados problemas en el siglo XX, que deberíamos verlo como una corriente histórica considerada en sí misma. También hay que decir que las tendencias pesimistas no vieron confirmadas muchas de sus previsiones. Si bien los desastres del siglo XX fueron ciertamente terribles, hay que decir que afectaron a sociedades con mayor capacidad de recuperación que otras que, en épocas anteriores, habían sido destruidas por problemas menos importantes. Por otro lado, no siempre se dieron las calamidades que se temían poco menos de un siglo antes. En 1900, tanto los optimistas como los pesimistas contaban con unos datos que podían ser interpretados de diferentes maneras. No es censurable, aunque sí verdaderamente trágico, que les fuera tan difícil valorar con exactitud lo que les deparaba el futuro. Hoy en día, a pesar de tener mejor información a nuestra disposición, no hemos estado tan acertados en nuestras predicciones a corto plazo como para atrevernos a criticarlos sin piedad.