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La respuesta de Asia a la europeización del mundo

Un observador chino perspicaz podría haber descubierto algo revelador en la desgracia que finalmente se cernió sobre los jesuitas, que fueron al principio tan bien aceptados en la corte del emperador Kangxi. Durante más de un siglo, estos hábiles hombres, discreta y juiciosamente, habían procurado congraciarse con sus anfitriones. Para empezar, ni siquiera habían hablado de religión, sino que se habían conformado con estudiar el idioma del país. Incluso llevaban vestimentas chinas, las cuales, según contaban, producían muy buena impresión. Ello reportó grandes éxitos. Sin embargo, la eficacia de su misión quedó de pronto paralizada. Su aceptación de los ritos y las creencias chinas y su orientalización de las enseñanzas cristianas hicieron que se enviasen dos emisarios papales a China para poner freno a tal flexibilidad inaceptable. Para los historiadores, e incluso para los contemporáneos, este fue un indicio de que los europeos, a diferencia de otros intrusos, al final no sucumbirían a su atractivo cultural.

Esta muestra de la intransigencia de la cultura europea encerraba un mensaje para toda Asia. Iba a ser más importante para lo que estaba a punto de suceder en Asia —y para lo que ya estaba sucediendo allí— incluso que la tecnología de los recién llegados. Sin duda, era más decisivo que cualquier debilidad temporal o especial de los imperios orientales, como iba a mostrar la propia historia de China. Bajo el reinado de los sucesores inmediatos de Kangxi, el imperio manchú ya había cruzado su cenit. Su lento declive, que finalmente sería nefasto, en sí mismo no hubiese sido sorprendente, dada la pauta cíclica de la trayectoria de ascensos y caídas dinásticas. Lo que diferenciaba el destino de la dinastía Qing del de sus predecesoras era que sobrevivió lo bastante para gobernar el país mientras este se enfrentaba a una nueva amenaza por parte de una cultura más fuerte que la de la China tradicional. Por primera vez en casi doscientos años, la sociedad china tendría que cambiar, en lugar de tener que hacerlo la cultura importada de una nueva oleada de conquistadores bárbaros. Estaba a punto de empezar la revolución china.

En el siglo XVIII no se podía esperar que ningún funcionario chino pudiese discernirlo. Cuando lord Macartney llegó allí en 1793 para solicitar igualdad de representación diplomática y el libre comercio, la confianza de siglos estaba intacta. Los primeros avances y usurpaciones occidentales habían sido rechazados o contenidos con éxito. El representante de Jorge III solo recibió mensajes, amables pero inflexibles, de rechazo a lo que al emperador chino le gustaba denominar «la solitaria lejanía de su isla, separada del mundo por las inmensidades del mar». Seguramente, el mensaje no habría sido más aceptable si a Jorge III le hubiesen dado unas palmaditas en la espalda por su «sumisa lealtad al enviar esta misión de homenaje» y le hubieran animado a «mostrar una devoción y lealtad aún mayores en el futuro».

Esta idea sobre su superioridad cultural y moral era tan natural en los chinos con formación como lo sería en los misioneros y filántropos europeos y norteamericanos del siglo siguiente, los cuales, inconscientemente, trataban con condescendencia a los pueblos a los que debían servir. Personificaba la visión del mundo que tenía China, en la que todos los países prestaban tributo al emperador, poseedor del Mandato del Cielo, y daba por sentado que China ya disponía de todos los materiales y técnicas necesarios para la más alta civilización, y que no haría más que perder tiempo y energías si cultivase las relaciones con Europa más allá del comercio limitado que se toleraba en Cantón (donde en 1800 debía de haber alrededor de mil europeos). Pero ello tampoco era una absurdidad. Casi tres siglos de comercio con China no habían revelado unos artículos fabricados en Europa que los chinos deseasen, salvo juguetes y relojes mecánicos, que les parecían divertidos. El comercio europeo con China se basaba en las exportaciones europeas de plata o de otros productos asiáticos. Tal como un mercader británico lo expresó concisamente a mediados del siglo XVIII, el «comercio con las Indias Orientales ... exporta nuestro oro y plata, usa pocos productos o manufacturas nuestros y nos trae artículos perfectamente fabricados que perjudican el consumo de nuestros propios productos».

No obstante, pese a la confianza de la China oficial en su régimen interno y en su superioridad cultural, retrospectivamente pueden discernirse indicios de dificultades. Las sociedades y cultos secretos, que mantenían vivo un rencor nacional latente contra una dinastía extranjera y contra el poder central, aún sobrevivían e incluso prosperaron. Encontraron un nuevo apoyo cuando el crecimiento demográfico fue incontenible. Al parecer, en un solo siglo la población se duplicó, para alcanzar la cifra de unos 430 millones de habitantes en 1850. La presión sobre la tierra cultivada se agudizó notablemente, porque el territorio agrícola solo podía ampliarse en un escaso margen. La situación empeoró, y el grueso del campesinado fue cada vez más miserable. Se habían producido señales de aviso en las décadas de 1770 y 1780, cuando la paz interna a lo largo de un siglo fue rota por grandes revoluciones, como las que en el pasado habían anunciado muy a menudo el declive de una dinastía. A principios del siglo siguiente, esas señales ya eran más frecuentes y destructivas. Para empeorar las cosas, vinieron acompañadas de otro deterioro económico: una inflación del precio de la plata con que debían pagarse los impuestos. La mayoría de las transacciones diarias (incluido el pago de salarios) se realizaban con cobre, de modo que aumentó la carga ya aplastante que sufrían los pobres. Con todo, nada de todo esto parecía ser funesto salvo, seguramente, para la dinastía. Todo podía encajarse en la pauta tradicional del ciclo histórico. Lo único necesario era que las personas acomodadas y con cargos se mantuviesen leales, y aunque no lo hiciesen, pese a que el gobierno podía derrumbarse, no había motivo para creer que, a su debido tiempo, no surgiría otra dinastía que conseguiría de nuevo su lealtad y preservaría el marco imperial de una China inmutable. No obstante, esta vez las cosas no irían así, a causa del impulso y la fuerza del desafío bárbaro del siglo XIX.

La inflación era resultado de unas relaciones cambiantes con el mundo exterior, que al cabo de unas décadas hicieron que no tuviese sentido la recepción dada a Macartney. Antes de 1800, Occidente podía ofrecer a China pocas cosas que esta desease salvo plata, pero en las tres décadas siguientes del siglo XIX las cosas cambiaron, sobre todo porque los comerciantes británicos por fin encontraron un artículo que los chinos deseaban y que la India podía proporcionar: opio. Las expediciones navales obligaron a los chinos a abrir su país a la venta (si bien al principio lo hicieron con ciertas restricciones) de esta droga, pero la «guerra del Opio», iniciada en 1839, terminó en 1842 con un tratado que marcó un cambio fundamental en las relaciones de China con Occidente. El monopolio de Cantón y el estatus tributario de los extranjeros llegaron a su fin al mismo tiempo. Una vez que los británicos hubieron entreabierto la puerta al comercio occidental, otros iban a seguirles.

Sin saberlo, el gobierno de la reina Victoria había desencadenado la revolución china. La década de 1840 inició un período de levantamientos que no finalizaría hasta un siglo más tarde. Poco a poco, la revolución se revelaría como un doble rechazo, hacia los extranjeros y también hacia gran parte del pasado de China. El primero se expresaría cada vez más a la manera y con las expresiones del nacionalismo de un mundo progresivamente europeo. Como estas fuerzas ideológicas no podían contenerse dentro del marco tradicional, al final resultarían funestas para este marco, cuando los chinos intentasen eliminar los obstáculos para la modernización y el poder nacional. Más de un siglo después de la guerra del Opio, la revolución china finalmente hizo volar por los aires, para bien, un sistema social que había sido el fundamento de la vida china durante miles de años. No obstante, para entonces gran parte de los problemas de la vieja China ya se habían desvanecido. En aquel momento también se observaría que los problemas de China habían formado parte de un levantamiento más amplio, una guerra de los Cien Años entre Asia y Occidente, cuyo punto de inflexión se situó a principios del siglo XX.

Estas implicaciones maduraron poco a poco. Al principio, las usurpaciones occidentales en China normalmente solo ocasionaron una simple hostilidad xenófoba, que no era universal. Al fin y al cabo, durante mucho tiempo, pocos chinos se preocuparon directa u obviamente por la llegada de extranjeros. Unos pocos (en particular mercaderes de Cantón implicados en el comercio exterior) incluso intentaron llegar a acuerdos con ellos. La hostilidad era una cuestión de grupos antibritánicos de las ciudades y de la clase acomodada rural. Al principio, muchos funcionarios consideraron que el problema estaba limitado, que consistía en la adicción de algunos súbditos del imperio a una droga peligrosa. Se sentían humillados, en particular, por las debilidades que esto mostraba en su propio pueblo y su administración. No obstante, en el comercio del opio había una gran dosis de connivencia y corrupción. Parece que al principio no se dieron cuenta de la cuestión más profunda del futuro, el cuestionamiento de todo un orden, y tampoco percibieron una amenaza cultural. En el pasado China había sufrido derrotas, pero su cultura había salido ilesa de ellas.

El primer presagio de un peligro más profundo llegó cuando, en la década de 1840, el gobierno imperial tuvo que admitir que la actividad misionera era legal. Aunque aún era limitada, esta actividad obviamente corroía la tradición. Los representantes de la escuela confuciana que percibieron este peligro alentaron la ira popular contra los misioneros —cuyos esfuerzos les convertían en blancos fáciles—, y en las décadas de 1850 y 1860 se produjeron incontables disturbios. Estas manifestaciones a menudo solo empeoraban las cosas. A veces, los cónsules extranjeros se veían arrastrados y, excepcionalmente, se enviaba una cañonera. El prestigio de los gobiernos chinos quedaba mermado tras el intercambio consiguiente de disculpas y el castigo de los culpables. Mientras, la actividad de los misioneros estaba socavando paulatinamente la sociedad tradicional con unos medios más directos y didácticos, al predicar un individualismo y un igualitarismo ajenos a ella y actuar como un polo de conversos a los que ofrecía ventajas económicas y sociales. La incapacidad del gobierno imperial para acabar con el cristianismo era un indicio elocuente de los límites de su poder.

El proceso de socavar a China también avanzó directamente gracias a los medios militares y navales. Hubo más imposiciones por la fuerza de concesiones. Pero existía una creciente ambigüedad en la respuesta china. Las autoridades no siempre se resistían a la llegada de extranjeros. Primero la clase acomodada de las zonas inmediatamente afectadas, y más tarde el gobierno de Pekín, con el paso del tiempo empezaron a creer que los soldados extranjeros tal vez tendrían cierto valor para el régimen. La agitación social iba en aumento. No podía canalizarse solamente contra los extranjeros, y amenazaba al establishment. China había empezado a sufrir un ciclo de revueltas campesinas que serían las de mayor envergadura en toda la historia de la humanidad. En las décadas centrales del siglo, los indicadores conocidos se multiplicaron: bandolerismo y sociedades secretas. En la década de 1850, los Turbantes Rojos fueron aplastados, pero a un precio elevado. Estos problemas asustaban al establishment, y este se puso a la defensiva, teniendo poco margen de maniobra para resistir la agresión constante de Occidente. Estas grandes rebeliones estuvieron causadas fundamentalmente por el afán de tierras, y la más importante y distintiva de ellas fue la rebelión o, tal como se ha llamado de forma más apropiada, la revolución de Taiping, que duró desde 1850 hasta 1864.

El centro de esta gran convulsión, que costó la vida a más personas que las que murieron en todo el mundo en la Primera Guerra Mundial, fue una de las tradicionales rebeliones campesinas. Una época difícil y una serie de desastres naturales ayudaron a provocarla. La originaron una mezcla de afán de tierras, odio hacia los recaudadores de impuestos, envidia social y resentimiento nacional contra los manchúes (si bien es difícil saber exactamente qué es lo que ello significó en la práctica, ya que la mayoría de los funcionarios que administraban el imperio eran chinos, por supuesto). También fue un levantamiento regional, originado en el sur e incluso promovido allí por una minoría aislada de colonos del norte. El rasgo nuevo que se aprecia tras esta rebelión, y que le dio cierta ambigüedad a ojos de los chinos y también de los europeos, es que su líder, Hung Hsiu-chuan, mantuvo un contacto superficial pero decisivo con la religión cristiana, en concreto con el protestantismo estadounidense. Ello le impulsó no solo a reescribir el Decálogo, poniendo un nuevo énfasis en la piedad filial, sino, entre otras cosas, a denunciar el culto a otros dioses, a destruir ídolos y a hablar de traer el reino de Dios a la Tierra. Se sintió rechazado por su propia cultura, ya que había suspendido los exámenes que conferían estatus a los chinos de origen humilde. Dentro del marco familiar de una de las periódicas rebeliones campesinas de la vieja China, había entrado en acción una nueva ideología, de efectos subversivos respecto a la cultura y el Estado tradicionales. Algunos de sus opositores lo comprendieron enseguida, y consideraron el movimiento un desafío ideológico y social. Así pues, la rebelión de Taiping puede considerarse una etapa más de la influencia en China de las ideas occidentales.

El ejército de Taiping tuvo al principio una serie de éxitos espectaculares. Hacia 1853, había ocupado Nankín e implantado allí la corte de Hung Hsiuchuan, ahora proclamado «rey celestial». Pese a algunas alarmas más al norte, solo llegaron hasta allí. A partir de 1856, la revolución estuvo a la defensiva. No obstante, anunció importantes cambios sociales (que posteriormente serían elogiados por los comunistas chinos), y, si bien no está nada claro cuál fue su alcance, sí que tuvieron unos efectos ideológicos perjudiciales. La base de la doctrina social de Taiping no era la propiedad privada, sino la provisión comunal de las necesidades generales. En teoría, la tierra era distribuida para trabajar en parcelas calificadas por su calidad y proporcionar una renta justa. Aún más revolucionaria fue la ampliación proclamada de la igualdad social y educativa a las mujeres. El vendado tradicional de los pies fue prohibido, y una cierta austeridad sexual marcó las aspiraciones del gobierno (aunque no el comportamiento del propio «rey celestial»). Todo ello reflejaba una mezcla de elementos religiosos y sociales que se hallaba en la raíz del culto Taiping y que amenazaba el orden tradicional.

Al principio, el movimiento se benefició de la desmoralización provocada entre las fuerzas manchúes por sus derrotas ante los europeos y de la debilidad habitual que mostraba el gobierno de China en una región relativamente remota y peculiar. A medida que pasaba el tiempo y las fuerzas manchúes recibían comandantes más competentes (a veces europeos), los arcos y las flechas de los Taiping resultaban cada vez más insuficientes. También los extranjeros llegaron a considerar el movimiento como una amenaza, pero mantuvieron su presión sobre el gobierno imperial mientras este luchaba contra los Taiping. Los tratados con Francia y Estados Unidos que siguieron al tratado con Gran Bretaña garantizaban la tolerancia a los misioneros cristianos e iniciaron el proceso de reservar la jurisdicción sobre los extranjeros a los tribunales consulares y mixtos. El peligro de Taiping propició aún otras concesiones: la apertura de más puertos chinos al comercio exterior, la introducción en la administración de aduanas china de superiores extranjeros, la legalización de la venta de opio y la cesión a los rusos de la provincia donde se fundaría Vladivostok. No debe sorprender que, en 1861, China decidiese por primera vez crear un nuevo ministerio para que se ocupase de los asuntos exteriores. El viejo mito de que todo el mundo reconocía el «mandato del cielo» y debía tributo a la corte imperial había muerto.

Al final, los extranjeros se unieron contra los Taiping. Es difícil decir si su ayuda era necesaria para poner fin a la rebelión; lo cierto es que el movimiento ya se estaba debilitando. En 1864 Hung murió, y poco tiempo después Nankín cayó en manos de los manchúes. Fue una victoria para la China tradicional; el dominio de las clases acomodadas burocráticas había sobrevivido a otra amenaza desde abajo. Sin embargo, se había alcanzado un importante punto de inflexión. Una rebelión había proporcionado un programa revolucionario que anunciaba un nuevo peligro: que el viejo reto de la rebelión campesina pudiese reforzarse con una ideología exterior profundamente corrosiva para la China confuciana. El final de la rebelión de Taiping tampoco supuso la paz interior. Desde mediados de la década de 1850 hasta bien entrada la de 1870, hubo grandes alzamientos musulmanes en el noroeste y en el sudoeste, así como otras rebeliones.

Inmediatamente, China dio muestras de una debilidad aún mayor frente a los bárbaros occidentales. En la lucha, grandes extensiones habían quedado asoladas. En muchas de ellas, los militares tenían poder y amenazaban el control de la burocracia. Si la enorme pérdida de vidas ayudó en algo a reducir la presión sobre la tierra, probablemente ello estuvo compensado por un declive del prestigio y la autoridad de la dinastía. Ya se habían tenido que hacer concesiones a las potencias occidentales bajo y debido a estas condiciones adversas. Entre 1856 y 1860, las fuerzas británicas y francesas lucharon todos los años contra los chinos. Un tratado de 1861 elevó a diecinueve el número de «puertos del tratado» abiertos a los comerciantes occidentales y estipuló la presencia de un embajador británico permanente en Pekín. Mientras, los rusos explotaban los éxitos anglofranceses para asegurar la apertura de toda su frontera con China al comercio. A estas seguirían otras concesiones. Era evidente que los métodos que habían eliminado el acicate de los invasores nómadas no iban a funcionar con los confiados europeos, cuya seguridad ideológica y creciente superioridad técnica les protegían de la seducción de la civilización china. Cuando los misioneros católicos obtuvieron el derecho a comprar tierra y a levantar edificios, el cristianismo quedó asociado a la penetración económica. Pronto, el deseo de proteger a los conversos significó implicarse en asuntos internos de orden público. Era imposible refrenar la lenta pero continua erosión de la soberanía china. Aunque formalmente no llegó a ser una colonia, China empezaba a experimentar una cierta colonización.

Más tarde, a medida que avanzaba el siglo, se produjeron pérdidas de territorio. En la década de 1870, Rusia se apoderó del valle de Ili (si bien posteriormente devolvería gran parte del mismo), y en el decenio siguiente los franceses establecieron un protectorado en Annam. La antigua soberanía china, afirmada débilmente, estaba siendo eliminada. Los franceses empezaron a absorber Indochina, y los británicos se anexionaron Birmania en 1886. Pero el peor golpe provino de otro Estado asiático: en la guerra de 1894-1895, Japón ocupó las islas de Formosa y Pescadores, mientras que China tuvo que reconocer la independencia de Corea, de la cual había recibido tributo desde el siglo XVII. Tras el éxito japonés se produjeron otras usurpaciones por parte de otras potencias, provocadas por los rusos, que se establecieron en Port Arthur. A finales del siglo, Inglaterra, Francia y Alemania obtuvieron prolongados arrendamientos de los puertos. Antes de esto, los portugueses, que llevaban más tiempo en China que los demás europeos, convirtieron Macao en una colonia en toda regla. Incluso los italianos estaban en el mercado, aunque ellos no consiguieron prácticamente nada. Y, mucho antes de todo esto, las potencias occidentales habían logrado concesiones, préstamos y acuerdos para proteger y favorecer sus propios intereses económicos y financieros. No es de sorprender que, cuando un ministro británico habló a finales del siglo de dos clases de naciones, las «vivas y las moribundas», China fuese considerada un ejemplo destacado de las segundas. Los gobernantes empezaron a plantearse su partición.

Antes de finales del siglo XIX, para muchos intelectuales y funcionarios chinos ya era evidente que el orden tradicional no iba a generar la energía necesaria para resistir a los nuevos bárbaros. Los intentos realizados según los viejos planteamientos habían fracasado, y empezaron a aparecer nuevas tendencias. Se fundó una «sociedad para el estudio del autofortalecimiento» con el objeto de estudiar las ideas e invenciones occidentales que pudiesen ser de utilidad. Sus líderes mencionaban los logros de Pedro el Grande y, lo que es más significativo, los de los reformistas contemporáneos de Japón, un ejemplo aún más elocuente dada la superioridad mostrada por los japoneses respecto a China en la guerra de 1895. Sin embargo, los futuros reformistas aún tenían la esperanza de que serían capaces de implantar un cambio en la tradición confuciana, si bien en una versión purificada y vigorizada. Eran miembros de la clase acomodada y consiguieron que el emperador les prestase atención. Así pues, trabajaban dentro del marco y de la maquinaria tradicional del poder para lograr reformas administrativas y tecnológicas sin poner en peligro los fundamentos de la cultura y la ideología chinas.

Desafortunadamente, ello significó que, casi de inmediato, la Reforma de los Cien Días de 1898 (tal como pasó a ser conocido el breve predominio de los reformistas) empezó a enmarañarse, dentro de la política de la corte, con la rivalidad entre el emperador y la emperatriz viuda, por no mencionar el antagonismo entre chinos y manchúes. A pesar de que se publicaron una serie de edictos de reforma, estos pronto fueron anulados por un golpe de Estado de la emperatriz, que mandó encarcelar al emperador. La causa básica del fracaso de los reformistas fue la provocación que suponía su inepto comportamiento político. Con todo, aunque fracasaron, el simple hecho de que se hubiese producido su iniciativa ya era importante, puesto que sería un gran estímulo para unas reflexiones más amplias y profundas sobre el futuro de China.

De momento, sin embargo, cuando el país parecía haber vuelto a los viejos métodos para enfrentarse a la amenaza exterior, se produjo un episodio dramático, el «levantamiento de los bóxers». Este movimiento, explotado por la emperatriz, fue en esencia un levantamiento popular de carácter retrógrado y xenófobo, impulsado desde instancias oficiales. Misioneros y conversos fueron asesinados, un ministro alemán murió de forma violenta y las legaciones extranjeras en Pekín fueron asediadas. Una vez más, los bóxers mostraron un odio por los extranjeros que esperaba a ser explotado. No obstante, sus esfuerzos pusieron de relieve que no podía esperarse mucho de la vieja estructura, ya que las fuerzas más conservadoras habían dominado el movimiento, pero no a los pocos reformistas que se habían implicado en él. A su debido tiempo, los bóxers fueron reprimidos por una intervención militar que constituye el único ejemplo de la historia de las fuerzas armadas en que todas las grandes potencias actuaron bajo el mismo comandante (se dio el caso de que era alemán), y el resultado fue otra humillación diplomática para China. A partir de entonces se impuso una cuantiosa indemnización a costa de las aduanas, que pasaron a estar bajo dirección extranjera.

El fin del movimiento de los bóxers dejó a China en una situación de mayor inestabilidad. La reforma había fracasado en 1898, y ahora fracasaba la reacción. Tal vez la única salida era la revolución. Los oficiales de las secciones del ejército que habían sido reorganizadas y se habían instruido bajo los planteamientos occidentales, empezaban a pensar en ello. Los estudiantes exiliados ya habían comenzado a reunirse y a discutir sobre el futuro de su país, sobre todo en Tokio, y los japoneses se aprestaban a fomentar movimientos subversivos que pudiesen debilitar a su vecino. En 1898 habían fundado una «Unión Cultural del Este Asiático», de la cual surgió el eslogan «Asia para los asiáticos». Los japoneses gozaban de un alto prestigio entre los jóvenes radicales chinos por ser unos asiáticos que estaban escapando a la trampa del atraso tradicional, que había sido nefasto para la India y que ahora parecía estar hundiendo a China. Japón podía enfrentarse a Occidente en condiciones de igualdad. Otros estudiantes buscaban apoyo en otros países, algunos en las longevas sociedades secretas. Uno de ellos era un joven llamado Sun Yat-sen. Su éxito se ha exagerado a menudo, pero lo cierto es que intentó una revolución en diez ocasiones. En la década de 1890, él y otros reclamaban una monarquía constitucional, pero en aquellos tiempos esta era una reivindicación muy radical.

Los exiliados descontentos buscaron el apoyo de los empresarios chinos que se encontraban en el extranjero, cuyo número era considerable, ya que los chinos siempre habían sido grandes comerciantes. En 1905, estos ayudaron a Sun Yat-sen a formar una alianza revolucionaria en Japón con el objetivo de expulsar a los manchúes, dar inicio a un gobierno chino, crear una constitución republicana y llevar a cabo una reforma del territorio. Se proponían reconciliarse con los extranjeros, lo cual era un movimiento táctico sensato en aquella etapa. Su programa mostraba la influencia de los pensadores occidentales (sobre todo la del radical inglés John Stuart Mill y la del reformista económico estadounidense Henry George). Nuevamente, Occidente proporcionaba el estímulo y una parte del bagaje cultural a un movimiento de reforma chino, y ello fue el lanzamiento de la facción que, con el paso del tiempo, sería el partido dominante en la República China.

Con todo, su transformación puede considerarse menos significativa que otro suceso acaecido aquel mismo año, la abolición del sistema de exámenes tradicional. Este sistema, más que cualquier otra institución, había mantenido unida la civilización china al ofrecer homogeneidad y cohesión interna a la burocracia que reclutaba. El sistema no decayó rápidamente, pero la distinción entre la masa de súbditos chinos y la clase dirigente privilegiada había desaparecido. Mientras, los estudiantes que volvían del extranjero, insatisfechos con lo que encontraban, al no estar obligados ya a adaptarse a ello sometiéndose al sistema de exámenes si deseaban entrar al servicio del gobierno, ejercieron una influencia profundamente perturbadora. Aceleraron notablemente el ritmo al que la sociedad china empezaba a estar influenciada por las ideas occidentales. Junto con los soldados de un ejército modernizado, cada vez había más individuos que veían la revolución como una salida hacia delante.

Hubo un gran número de rebeliones (algunas dirigidas por Sun Yat-sen desde Indochina, con la connivencia de los franceses) antes de que la emperatriz y su emperador títere muriesen en días sucesivos en 1908. Este hecho suscitó nuevas esperanzas, pero el gobierno manchú siguió dando largas a la reforma. En cambio, hizo importantes concesiones de principio y fomentó la salida de estudiantes al extranjero. También mostró que no podía conseguir una ruptura decisiva con el pasado ni renunciar a cualquiera de los privilegios imperiales de los manchúes. Tal vez no podía pedirse más. Hacia 1911, la situación ya se había deteriorado gravemente. Las clases acomodadas mostraban signos de perder su cohesión; ya no iban a respaldar la dinastía frente a la subversión, como habían hecho en el pasado. Gubernamentalmente, el poder interno había llegado casi a un punto muerto, y la dinastía solo controlaba en la práctica una parte de China. En octubre se descubrió una sede revolucionaria en Hankow. Aquel mismo año ya se habían producido rebeliones, que habían sido más o menos sofocadas. Ello precipitó otro levantamiento que, por fin, se convirtió en una revolución exitosa. Sun Yat-sen, cuyo nombre usaron los primeros rebeldes, en aquel momento estaba en Estados Unidos, donde los sucesos le cogieron por sorpresa.

El curso de la revolución se decidió tras la deserción de los comandantes militares del régimen. El más destacado era Yuan Shih-kai. Cuando se volvió contra los manchúes, la dinastía estuvo perdida. El «mandato del cielo» les fue retirado, y el 12 de febrero de 1912 abdicó el último emperador manchú, de seis años. Se proclamó una república, de la que Sun Yat-sen fue presidente, y en torno a él pronto apareció un nuevo partido nacionalista. En marzo dimitió de la presidencia en favor de Yuan Shih-kai, reconociendo de este modo dónde residía realmente el poder de la nueva república e inaugurando una nueva fase en el gobierno chino, en la que un régimen constitucional ineficaz establecido en Pekín se enfrentó al gobierno práctico ejercido en China por los señores de la guerra. China tenía aún un largo camino que recorrer para convertirse en un Estado-nación moderno. No obstante, había iniciado la marcha de medio siglo de duración que le devolvería una independencia perdida en el siglo XIX a manos de los extranjeros.

A principios del siglo XIX, pocos detalles mostraban a un observador superficial que Japón pudiese adaptarse con más éxito que China a los desafíos de Occidente. Según las apariencias, era un país profundamente conservador. Sin embargo, ya había cambiado mucho desde el establecimiento del shogunato y había indicios de que los cambios surtirían más efecto y más rápidamente a medida que pasasen los años. Es una paradoja que ello fuese atribuible en parte al éxito de la era Tokugawa. Esta había traído la paz. Uno de los resultados evidentes fue que el sistema militar de Japón quedó obsoleto y era ineficaz. Los samuráis eran, a todas luces, una clase parásita. Los guerreros ya no tenían nada que hacer, salvo apiñarse en las ciudades fortificadas de sus señores, y se habían convertido en consumidores sin empleo, un problema social y económico. La paz prolongada también condujo a la aparición de un crecimiento que fue la consecuencia más profunda de la era Tokugawa. Japón ya estaba semidesarrollado; era una sociedad que se diversificaba, con una economía monetaria, con una incipiente estructura casi capitalista en el ámbito agrícola que erosionaba las viejas relaciones feudales y con una población urbana en expansión. Osaka, el mayor centro mercantil, tenía entre 300.000 y 400.000 habitantes en los últimos años del shogunato. Edo tal vez contaba con un millón. Estos grandes centros de consumo estaban sustentados por pactos financieros y mercantiles que habían crecido enormemente en escala y complejidad desde el siglo XVII. Dejaban en ridículo el viejo concepto de la inferioridad del orden mercantil. Incluso sus técnicas de venta eran modernas. La casa Mitsui, fundada en el siglo XVIII (dos siglos más tarde era aún un pilar del capitalismo japonés), regalaba paraguas decorados con su marca de fábrica a los clientes que se quedaban atrapados en sus tiendas debido a la lluvia.

Muchos de estos cambios dieron pie a la creación de una nueva riqueza de la cual el shogunato no se había beneficiado, en gran medida porque era incapaz de explotarla a un nivel que se mantuviese a la altura de sus crecientes necesidades. Los principales ingresos procedían de los impuestos sobre el arroz, que llegaban a través de los señores, y la proporción en que los impuestos eran recaudados se mantenía fija al nivel de la valoración del siglo XVII. Por lo tanto, los impuestos no se llevaban la nueva riqueza derivada de unos cultivos mejores y de la reclamación de la tierra, y, como esta permanecía en manos de los campesinos más acomodados y de los dirigentes de los pueblos, ello condujo a una acentuación de los contrastes en el campo. A menudo, el campesinado más pobre debía integrarse en el mercado de trabajo de las ciudades. Este fue otro signo de la desintegración de la sociedad feudal. En las ciudades, que sufrían una inflación empeorada por la devaluación de la moneda, solo los comerciantes parecían prosperar. En la década de 1840 fracasó un último esfuerzo económico. Los señores se empobrecieron y sus sirvientes perdieron la confianza. Antes del final de la era Tokugawa, algunos samuráis ya empezaban a introducirse en el comercio. Su parte de los rendimientos de los impuestos del señor aún era la de sus antepasados del siglo XVII. En todas partes había guerreros empobrecidos y políticamente descontentos, así como algunas familias agraviadas de grandes señores que recordaban los días en que su clase vivía en igualdad de condiciones con los Tokugawa.

El peligro evidente de esta inestabilidad potencial era aún mayor debido a que el aislamiento respecto a las ideas occidentales había dejado de ser completo desde hacía mucho tiempo. Algunos hombres doctos se habían interesado por libros que entraban en Japón a través de la estrecha apertura del comercio holandés. Japón era muy distinto a China en cuanto a su receptividad técnica. «Los japoneses son muy ingeniosos y enseguida aprenden cualquier cosa que ven», explicó un holandés del siglo XVI. Pronto comprendieron y explotaron, de un modo que los chinos nunca hicieron, las ventajas de las armas europeas, tan libres de sus tradiciones como los chinos parecían estar atrapados en las suyas. En los grandes feudos había notables escuelas o centros de investigación de «estudios holandeses». El propio shogunato había autorizado la traducción de libros extranjeros, un paso importante en una sociedad tan letrada, ya que la educación en el Japón de los Tokugawa había sido incluso demasiado exitosa, puesto que los jóvenes samuráis empezaban a adquirir ideas occidentales. Las islas eran relativamente pequeñas y las comunicaciones, buenas, de modo que las ideas nuevas circulaban fácilmente. Así pues, la situación de Japón cuando de pronto tuvo que enfrentarse a un nuevo reto sin precedentes de Occidente, era menos desventajosa.

El primer período de contacto occidental con Japón había finalizado en el siglo XVII con la exclusión de casi todos los holandeses, salvo los pocos a los que se permitió comerciar desde una isla de Nagasaki. Los europeos no fueron capaces de oponerse a esta exigencia. En la década de 1840 se puso de manifiesto que esta situación no iba a continuar debido a la evolución de China, que algunos observadores veían con creciente alarma. Europeos y norteamericanos parecían tener un renovado interés por irrumpir en el comercio asiático, así como una nueva fuerza irresistible para hacerlo. El rey holandés advirtió al shogún de que la exclusión había dejado de ser una política realista, pero entre los dirigentes japoneses no había consenso sobre si era mejor resistir o hacer concesiones. Finalmente, en 1851 el presidente de Estados Unidos envió un oficial de la marina, el comodoro Perry, para entablar relaciones con Japón. Con él, la primera escuadra extranjera que navegaría por aguas japonesas entró en la bahía de Edo en 1853. Al año siguiente volvió, y el shogunato firmó una serie de tratados con las fuerzas extranjeras.

En términos confucianos, la llegada de Perry se podía considerar un augurio de que el final del shogunato se acercaba. Sin duda, algunos japoneses lo vieron de este modo. Sin embargo, este fin no se produjo enseguida, y durante algunos años hubo una respuesta algo confusa ante la amenaza bárbara. Los dirigentes de Japón no adoptaron directamente una política incondicional de concesiones (hubo otro intento de expulsar a los extranjeros por la fuerza), y el curso futuro de Japón no quedó bien definido hasta la década de 1860. No obstante, al cabo de unos pocos años, el éxito de Occidente quedó plasmado y simbolizado en una serie de lo que se denominó «tratados desiguales». Los privilegios comerciales, la extraterritorialidad para los residentes occidentales, la presencia de representantes diplomáticos y las restricciones a las exportaciones de opio japonesas fueron las principales concesiones conseguidas por Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia, Rusia y Holanda. Poco tiempo después, el shogunato desapareció. Su incapacidad para resistir ante los extranjeros fue un factor que contribuyó a su fin, y otro fue la amenaza de dos grandes agregaciones de poder feudal que ya habían empezado a adoptar técnicas militares occidentales a fin de sustituir a los Tokugawa por un sistema más eficaz y centralizado que estaba bajo su control. Hubo luchas entre los Tokugawa y sus adversarios, pero estas no dieron lugar a un período de desorden y anarquía, sino a una continuación en el poder de la corte y de la administración imperiales en 1868, en la llamada «Restauración Meiji».

El resurgimiento del emperador tras siglos de aislamiento ceremonial y la aceptación generalizada de la renovación revolucionaria que le siguió son atribuibles por encima de todo al intenso deseo por parte de la mayoría de los japoneses con estudios de escapar a una «inferioridad humillante» respecto a Occidente que podría haberles conducido a compartir el destino de los chinos y los indios. En la década de 1860, tanto los bakufu como algunos clanes ya habían enviado varias misiones a Europa. La agitación antiextranjera fue abandonada a fin de aprender de Occidente los secretos de su fuerza. En ello había una paradoja. Al igual que había sucedido en algunos países de Europa, un nacionalismo enraizado en una visión conservadora de la sociedad japonesa iba a disolver gran parte de la tradición que supuestamente debía defender.

El traslado de la corte a Edo fue el inicio simbólico de la Restauración Meiji y de la regeneración de Japón. Su primera fase, indispensable, fue la abolición del feudalismo. Lo que podría haber sido una tarea difícil y sangrienta, en la práctica fue sencillo gracias a que los grandes clanes entregaron sus tierras de forma voluntaria al emperador; estos clanes le expusieron sus motivos en un memorial dirigido a su atención. Devolvían al emperador lo que originariamente había sido suyo, explicaban, «a fin de que en todo el imperio pueda prevalecer un gobierno uniforme. De este modo, el país podrá ocupar una posición de igualdad con otras naciones del mundo». Era una expresión concisa de una ética patriótica que iba a inspirar a los líderes japoneses durante el medio siglo siguiente, y que se difundiría ampliamente en un país con un alto nivel de alfabetización, donde los dirigentes locales podían hacer posible la aceptación de los objetivos nacionales en un grado imposible en cualquier otro país. Cabe señalar que estas expresiones no eran inhabituales en otros países. Lo que sí era peculiar de Japón era la urgencia que la observación del destino de China imprimió en el programa, el apoyo emocional prestado a la idea por la tradición social y moral de los japoneses, y el hecho de que en el trono imperial hubiese disponible, dentro de la estructura existente, una fuente de autoridad moral no comprometida solo con la conservación del pasado. Estas condiciones hicieron posible un 1688 japonés: una revolución conservadora que abrió las puertas a cambios radicales.

Rápidamente, Japón adoptó muchas de las instituciones del gobierno y de la sociedad occidentales. Un sistema de administración basado en prefecturas, cargos, un periódico diario, un ministerio de educación, conscripciones militares, el primer ferrocarril, tolerancia religiosa y el calendario gregoriano llegaron durante los cinco primeros años. Un sistema representativo de gobierno local fue inaugurado en 1879, y diez años más tarde una nueva constitución dio origen al Parlamento bicameral (ya se había creado una nobleza con vistas a la organización de la cámara alta). En realidad, todo esto fue menos revolucionario de lo que podría parecer dada la fuerte carga autoritaria del documento. Aproximadamente al mismo tiempo, la pasión innovadora empezaba a mostrar señales de flaqueza. Ya se había superado la época en que estaba de moda todo lo occidental. Aquel entusiasmo no volvería a verse hasta la segunda mitad del siglo XX. En 1890, un «Documento revisado sobre educación», que posteriormente sería leído a generaciones de escolares japoneses, unió la observancia de los deberes confucianos tradicionales de respeto y obediencia filial con el sacrificio de la persona por el Estado en caso de ser necesario.

Buena parte del antiguo Japón —quizá la mayor parte— iba a sobrevivir a la revolución Meiji, e iba a hacerlo de forma manifiesta. En parte, este es el secreto del Japón moderno. Pero también había desaparecido una porción importante. El feudalismo no podría restaurarse ya nunca más, generosamente compensado por el gobierno, pese a la ascendencia de los señores. Otra expresión sorprendente de la nueva dirección fue la abolición del viejo y rígido sistema de clases. Se prestó una atención particular a eliminar los privilegios de los samuráis. Algunos de ellos se veían compensados con las oportunidades que les ofrecían la nueva burocracia o los negocios —que habían dejado de ser una actividad degradante—, y también el ejército y la marina modernizados. Se les proporcionaba instrucción occidental, porque los japoneses aspiraban a una excelencia probada. Paulatinamente, fueron dejando de lado a los asesores militares franceses y, tras la guerra franco-prusiana, empezaron a reclutar a alemanes, mientras que los británicos les proporcionaban los instructores para la marina. Los jóvenes japoneses eran enviados a estudiar al extranjero para que aprendiesen de primera mano otros secretos del admirable y amenazador poder de Occidente. Todavía resulta difícil no emocionarse con la pasión de muchos de aquellos jóvenes y de sus mayores, del mismo modo que son impresionantes sus logros, que llegaron mucho más allá del propio Japón y de su época. Los shishi (como eran conocidos los activistas más apasionados y entregados de la reforma) inspiraron más tarde a líderes nacionales de toda Asia, desde la India hasta China. Su espíritu todavía estaba vivo entre los jóvenes oficiales de la década de 1930, que iban a lanzar la última oleada, y también la más destructiva, de imperialismo japonés.

Los indicios más directos del éxito de los reformistas son económicos, pero resultan muy sorprendentes. Surgieron a partir de los beneficios de la paz de la era Tokugawa. No fue solo la adquisición de tecnología y experiencia occidentales, que aseguró la entrada en Japón de una corriente de crecimiento que ningún otro país no occidental alcanzó. Japón tuvo la fortuna de contar ya con una serie de empresarios que daban por sentado el afán de beneficios, e, indudablemente, este era más fuerte que, por ejemplo, en China. Una parte de la explicación del gran salto adelante que dio Japón está también en la superación de la inflación y en la liquidación de las restricciones feudales, que habían dificultado la explotación de todo el potencial de Japón. El primer indicio de cambio fue otro incremento de la producción agrícola, pese a que los campesinos —que constituían cuatro quintas partes de la población en 1868— se vieron poco beneficiados. Japón consiguió alimentar a una población creciente en el siglo XIX, dedicando más tierras al cultivo —arroz— y cultivando los campos existentes de forma más intensiva. Aunque la dependencia de los impuestos sobre la tierra se redujo a medida que se pudo obtener una parte mayor de los ingresos de otros recursos, el coste del nuevo Japón todavía recaía principalmente en los campesinos. Hasta una fecha tan reciente como 1941, los agricultores japoneses disfrutaron de pocas de las ventajas de la modernización. En términos relativos, se habían quedado muy atrás. Solo un siglo antes, sus antepasados tenían una esperanza de vida y unos ingresos aproximadamente iguales a los de los campesinos británicos, pero hacia 1900 sus sucesores ya habían perdido esta situación. Había pocos recursos no agrícolas, y eran los impuestos sobre la tierra, cada vez más productivos, los que financiaban las inversiones. El consumo seguía siendo bajo, aunque no se alcanzó el nivel de sufrimiento de, por ejemplo, el proceso de industrialización posterior de la Rusia de Stalin. Un alto índice de ahorro (12 por ciento en 1900) evitó que Japón dependiese de préstamos extranjeros, pero nuevamente restringió el consumo. Esta era la otra cara del balance de la expansión, en que la columna correspondiente al crédito era muy clara: la infraestructura de un Estado moderno, una industria armamentista nacional, un índice de crédito normalmente alto a los ojos de los inversores extranjeros y una gran expansión de las hilaturas de algodón y otros textiles en 1914.

Al final tuvo que pagarse un alto precio espiritual para lograr estos éxitos. Pese a que pretendía aprender de Occidente, Japón se volvió hacia dentro. Las influencias religiosas «extranjeras» del confucianismo e incluso, al principio, del budismo fueron atacadas por los defensores del culto sintoísta estatal, el cual, bajo el shogunato, había empezado a reforzar y a realzar el papel del emperador como personificación de lo divino. Las reclamaciones de lealtad al emperador y la atención centrada en el país llegaron a prevalecer sobre los principios encarnados en la nueva constitución, que podrían haber evolucionado hacia direcciones liberales en un contexto cultural distinto. El carácter del régimen se expresó menos en sus instituciones liberales que con las acciones represivas de la policía imperial. No obstante, es difícil ver cómo podía haberse evitado este énfasis autoritario, dadas las dos grandes tareas a que se enfrentaban los estadistas de la Restauración Meiji. La modernización de la economía conllevaba no planificar en un sentido moderno, sino una iniciativa gubernamental fuerte y unas políticas fiscales duras. El segundo problema era el orden. Ya en otra ocasión, el poder imperial había quedado eclipsado debido a su incapacidad para afrontar la amenaza en este sentido, y ahora existían nuevos peligros, porque no todos los conservadores podían conciliarse con el nuevo modelo de Japón. Los ronin descontentos —samuráis sin raíces y sin señores— eran una fuente de problemas. Otra de ellas era la miseria de los campesinos. En la primera década de la era Meiji hubo incontables rebeliones agrarias. En la rebelión de Satsuma de 1877, las nuevas fuerzas reclutadas demostraron que podían manejar la resistencia conservadora. Fue la última de diversas rebeliones contra la restauración y el último gran desafío planteado por el conservadurismo.

Las energías de los samuráis descontentos fueron desviadas gradualmente hacia el servicio al nuevo Estado, pero ello no significó que todas las implicaciones para Japón fuesen beneficiosas. En ciertos sectores clave de la vida nacional, intensificaron un nacionalismo enérgico que con el paso del tiempo iba a conducir a una agresión exterior. A corto plazo, era posible que ello encontrase expresión no solo en el resentimiento hacia Occidente, sino también en las ambiciones imperiales dirigidas hacia el continente asiático. En Japón, tras la Restauración Meiji, a menudo hubo cierta tensión entre la modernización interior y la aventura exterior, pero a largo plazo ambas condujeron hacia la misma dirección. En particular, los movimientos populares y democráticos sintieron el impulso del imperialismo.

China fue la víctima escogida, e iba a ser tratada mucho más duramente por sus vecinos asiáticos que por cualquiera de los estados occidentales. Al principio, Japón solo la amenazó indirectamente. Al igual que los europeos desafiaban la supremacía china en las fronteras de sus dominios en el Tíbet, Birmania e Indonesia, los japoneses también la amenazaron en el antiguo imperio de Corea, que durante mucho tiempo había sido tributario de Pekín. En esta zona, los intereses japoneses se remontaban a mucho tiempo atrás. En parte eran estratégicos. El estrecho de Tsushima era el punto donde el continente era más próximo. Sin embargo, a los japoneses también les preocupaban las posibles ambiciones de Rusia en el Lejano Oriente, sobre todo en Manchuria, y la incapacidad de China para resistirse a ellas. En 1876, se realizó un movimiento explícito. Bajo la amenaza de una acción militar y naval (como las que desplegaron los europeos contra China y Perry, contra Japón), los coreanos accedieron a abrir tres de sus puertos a los japoneses y a intercambiar representantes diplomáticos, lo cual constituyó una afrenta para China. Japón estaba tratando a Corea como si fuese un Estado independiente y negociaba con ella a espaldas de la corte imperial de Pekín, la cual reclamaba su soberanía sobre Corea. Algunos japoneses querían llegar más allá. Recordaban invasiones anteriores de Corea por parte de Japón y una piratería activa en sus costas. También ansiaban las riquezas minerales y naturales del país. Los estadistas de la Restauración no dieron curso a esta presión de inmediato, pero en cierto sentido se apresuraban lentamente. En la década de 1890 se dio otro paso adelante, que llevó a Japón a librar su guerra más importante desde la Restauración, y fue contra China. Resultó un éxito rotundo, pero vino seguida de una humillación nacional cuando en 1895 un grupo de fuerzas occidentales obligaron a Japón a aceptar un tratado de paz mucho menos ventajoso que el que había impuesto a China (que incluía la declaración de independencia de Corea).

En este punto, el resentimiento hacia los occidentales se sumó al entusiasmo por la expansión en Asia. La hostilidad popular hacia los «tratados desiguales» había ido en aumento, y la decepción de 1895 la llevó a un punto álgido. El gobierno japonés tenía sus propios intereses para respaldar los movimientos revolucionarios chinos, y ahora contaba con un eslogan que ofrecerles: «Asia para los asiáticos». También para los poderes occidentales cada vez fue más evidente que negociar con Japón era algo muy distinto de intimidar a China. Progresivamente, Japón estaba siendo reconocido como un Estado «civilizado», que no podía ser tratado como otros países no europeos. Uno de los símbolos del cambio fue la eliminación en 1899 de uno de los factores más humillantes del predominio europeo, la extraterritorialidad. Poco después, en 1902, llegó el reconocimiento más claro de la aceptación de Japón como un país igual a los de Occidente: una alianza anglojaponesa. Se decía que Japón se había unido a Europa.

En aquel momento, Rusia era la potencia europea dominante en el Lejano Oriente. En 1895 su actuación había sido decisiva. Sus acciones siguientes dejaron claro a los japoneses que el ansiado premio de Corea podía escapárseles de las manos si se demoraban. La construcción de un ferrocarril en Manchuria, el desarrollo de Vladivostok y la actividad comercial rusa en Corea —donde la política era poco más que una lucha entre facciones prorrusas y projaponesas— eran alarmantes. Y, lo más grave de todo, los rusos habían arrendado la base naval de Port Arthur a una China debilitada. En 1904, los japoneses atacaron. Tras un año de guerra en Manchuria, el resultado fue una derrota humillante para los rusos. Fue el fin de las pretensiones zaristas en Corea y en la Manchuria meridional, donde ahora la influencia japonesa prevalecía, y otros territorios pasaron a ser posesión japonesa hasta 1945. Pero la victoria japonesa aún iba más allá. Por primera vez desde la Edad Media, una fuerza no europea había derrotado a una potencia del Viejo Continente en una guerra importante. Las consecuencias y las repercusiones fueron colosales.

La anexión formal de Corea por Japón en 1910, junto con la Revolución china al año siguiente y el final del dominio manchú, pueden considerarse un hito en el final de la primera fase de la respuesta asiática a Occidente, y también un punto de inflexión. Los asiáticos habían mostrado reacciones muy diversas ante los desafíos occidentales. Uno de los dos estados que iban a ser las grandes potencias asiáticas de la segunda mitad del siglo era Japón, y se había protegido contra la amenaza de Occidente aceptando el virus de la modernización. El otro, China, se esforzó durante mucho tiempo por no aceptarlo.

En cada caso, Occidente proporcionó un estímulo directo e indirecto a la agitación, aunque en un caso esta fue contenida con éxito y en el otro no. También en ambos casos, el destino de la potencia asiática estuvo marcado no solo por su propia respuesta, sino también por las relaciones entre las potencias europeas. Sus rivalidades habían generado las luchas en China que tanto alarmaron y tentaron a los japoneses. La alianza anglojaponesa les aseguró que podían atacar a su gran enemigo, Rusia, y que este no contara con apoyo. Unos años más, y Japón y China iban a participar como iguales formales a otras potencias en la Primera Guerra Mundial. Mientras, el ejemplo de Japón y, sobre todo, su victoria sobre Rusia, fueron una fuente de inspiración para otros asiáticos, siendo esta la máxima razón para ponderar si el dominio de Europa iba a ser necesariamente su destino. En 1905, un experto estadounidense ya podía hablar de los japoneses como «iguales a los pueblos occidentales». Lo que habían hecho, volviéndose contra Europa con sus propias ideas y capacidades, ¿no lo harían a su vez otros asiáticos?

En toda Asia, los agentes europeos introdujeron o ayudaron a introducir cambios que aceleraron la desintegración de la hegemonía política europea. Habían llevado con ellos ideas sobre el nacionalismo y el humanitarismo, la transformación de la sociedad y de las creencias locales por parte de los misioneros cristianos, y una nueva explotación no sancionada por la tradición. Todo ello ayudó a desencadenar el cambio político, económico y social. Las respuestas primitivas, casi ciegas, como el Gran Motín en la India o la rebelión bóxer, fueron el resultado inicial y más visible, pero hubo otras que tenían un futuro mucho más importante por delante. En particular, este fue el caso de la India, el mayor y más importante de todos los territorios coloniales.

En 1877, el Parlamento había concedido el título de «emperatriz de la India» a la reina Victoria. Algunos ingleses se rieron de ello y otros lo censuraron, pero, al parecer, para la mayoría era algo de escasa importancia. Muchas personas consideraban que la supremacía británica en la India sería permanente o casi, y para ellos los nombres tenían poca relevancia. Hubiesen coincidido con un compatriota suyo que dijo: «No estamos en la India para ser agradables», y hubieran sostenido que solo un gobierno severo y firme podía tener la certeza de evitar otro motín. Otros también hubiesen coincidido con el virrey británico que a principios del siglo XX declaró que «mientras gobernemos en la India, seremos la primera potencia del mundo. Si la perdemos, caeremos de inmediato al nivel de un país de tercera fila». Esta afirmación esconde dos verdades importantes. Una es que el contribuyente hindú sufragaba la defensa de buena parte del imperio británico. Se habían utilizado tropas hindúes para conservarlo, desde Malta hasta China, y en el subcontinente siempre había una reserva estratégica. La segunda era que la política tributaria de la India estaba subordinada a las realidades comerciales e industriales británicas.

Estos eran los datos crudos, cuyo peso cada vez era más difícil ignorar. Además, en el Raj intervenían muchos otros factores. En el gobierno de una quinta parte de la humanidad, había mucho más que miedo, avaricia, cinismo o amor por el poder. A los seres humanos no les resulta fácil perseguir objetivos colectivos sin algún tipo de mito que lo justifique. Esto también les sucedía a los británicos de la India. Algunos de ellos se consideraban los herederos de los romanos; la educación clásica les había enseñado a admirar y a soportar estoicamente la carga de una vida solitaria en una tierra extranjera, para llevar la paz a los pueblos en guerra y la ley a aquellos que no la tenían. Otros veían en el cristianismo un don valioso con el que debían destruir ídolos y erradicar las malas costumbres. También estaban los que no formulaban estas ideas claramente y, simplemente, estaban convencidos de que lo que ellos llevaban era mejor que lo que encontraban en la India y de que, por tanto, lo que hacían estaba bien. En la base de todas estas ideas había una convicción de su superioridad, y en ello no había nada sorprendente. Siempre había animado a algunos imperialistas. Pero a finales del siglo XIX estos planteamientos se vieron reforzados por ideas racistas que estaban en boga, y por una reflexión confusa sobre lo que se creía que enseñaba la ciencia biológica de aquella época sobre la supervivencia de los mejor adaptados. Tras la conmoción del motín, tales ideas proporcionaron un fundamento para una separación social mucho mayor de los británicos que estaban en la India respecto a los hindúes nativos. Aunque había una modesta presencia de terratenientes hindúes y de gobernantes nativos designados en la rama legislativa del gobierno, hasta finales del siglo esta presencia no se amplió con hindúes electos. Además, aunque ahora había más hindúes que podían competir para entrar en la función pública, también existían unos obstáculos prácticos más importantes en el camino para acceder a las filas de los que tomaban las decisiones. En el ejército, los hindúes eran igualmente marginados de los rangos de graduación superior.

El contingente más grande del ejército británico siempre estaba estacionado en la India, donde su fiabilidad y su monopolio de la artillería se sumaban a la dirección de los regimientos hindúes por europeos a fin de asegurar que no se repitiese el motín. En cualquier caso, la llegada del ferrocarril, el telégrafo y unas armas más avanzadas hablaban a favor del gobierno de la India tanto como del de cualquier país europeo. Pero la fuerza armada no era la explicación de la seguridad del dominio británico, y tampoco lo era la convicción de su superioridad racial. El censo de 1901 indicaba la existencia de poco menos de 300 millones de hindúes. Estos eran gobernados por unos 900 funcionarios blancos, y normalmente había un soldado británico por cada 4.000 hindúes. Tal como un inglés lo expresó de modo pintoresco, si todos los hindúes hubiesen decidido escupir al mismo tiempo, sus compatriotas se hubiesen ahogado.

El Raj se basaba asimismo en unas políticas administradas cuidadosamente. Tras el motín, uno de los supuestos aceptados era que había que interferir lo menos posible en la sociedad hindú. El infanticidio femenino, como era asesinato, fue prohibido, pero no se intentaron impedir la poligamia ni los matrimonios infantiles (si bien a partir de 1891 no fue legal que un matrimonio se consumase antes de que la esposa tuviese doce años). La línea de la ley discurriría por el exterior de lo que era sancionado por la religión hindú. Este conservadurismo se vio reflejado en una nueva actitud hacia los dirigentes hindúes nativos. El motín había mostrado que por lo general eran leales. Los que se habían vuelto contra el gobierno habían sido provocados por el resentimiento contra la anexión británica de sus tierras. Por ello, tras el motín sus derechos fueron respetados escrupulosamente. Los príncipes gobernaban sus propios estados de forma independiente y sin que se les exigiesen responsabilidades; solo los refrenaba su temor a los dirigentes políticos británicos residentes en sus cortes. En otros países, los británicos favorecían a la aristocracia y los terratenientes nativos. Ello formaba parte de una búsqueda de apoyo entre los grupos clave de hindúes, pero a menudo condujo a los británicos a apoyarse en aquellos cuyo poder de liderazgo ya estaba siendo socavado por el cambio social. Sin embargo, su despotismo ilustrado en favor del campesinado (que ya se había aplicado anteriormente en aquel mismo siglo) desapareció. Estas fueron algunas de las consecuencias lamentables del motín.

No obstante, como cualquier otro gobierno imperial, el Raj no era capaz de protegerse de forma permanente del cambio. Sus propios éxitos lo confirmaban. La supresión de la guerra favoreció el crecimiento de la población (y una consecuencia de ello fueron unas hambrunas más frecuentes). Pero la provisión de maneras de ganarse la vida distintas de la agricultura (que eran una posible salida al problema de un campo superpoblado) se vio dificultada por los obstáculos existentes para la industrialización de la India. Estos derivaban en gran medida de una política arancelaria que beneficiaba a las manufacturas británicas. Por ello, la clase de los industriales hindúes, que estaba surgiendo lentamente, no estaba contenta con el gobierno, sino que era cada vez más contraria a este. Entre los marginados también había un número creciente de hindúes que habían recibido una formación al estilo británico y que posteriormente se habían molestado al comparar sus preceptos con la práctica de la comunidad británica en la India. Otros, que se habían ido a Inglaterra para estudiar en Oxford, Cambridge o en el Colegio de Abogados de Londres, encontraban este contraste especialmente mortificante; en la Inglaterra de finales del siglo XIX había incluso parlamentarios hindúes, mientras que un licenciado hindú en la India podía ser menospreciado por un soldado raso británico, y en la década de 1880 hubo un fuerte alboroto entre los residentes británicos cuando un virrey se propuso eliminar la «distinción injusta» que evitaba que un europeo fuese llevado ante un magistrado hindú. Algunos también consideraron lo que habían leído a instancias de sus mentores; así, John Stuart Mill y Mazzini iban a tener una enorme influencia en la India y, a través de sus lectores, en el resto de Asia.

El resentimiento fue particularmente intenso entre los hindúes de Bengala, el centro histórico del poder británico (Calcuta era la capital de la India). En 1905, esta provincia fue dividida en dos. Por primera vez, la partición supuso para el Raj un grave conflicto con algo que no existía en 1857, un movimiento nacionalista hindú. El crecimiento de un sentimiento nacionalista fue lento, irregular y desigual. Formaba parte de un conjunto complejo de procesos que conformaban la política hindú moderna, aunque no era ni mucho menos de los más importantes en distintas localidades y en muchos niveles. Además, en cada etapa el sentimiento nacional era fuertemente influenciado a su vez por fuerzas no hindúes. A principios del siglo XIX, los orientalistas británicos habían empezado a redescubrir la cultura hindú clásica, que era esencial para el amor propio del nacionalismo hindú y para la superación de las grandes divisiones existentes dentro del subcontinente. Entonces, los eruditos, guiados por los europeos, empezaron a sacar a la luz la cultura y la religión incrustadas en las abandonadas escrituras en sánscrito. A través de ellas consiguieron formular la idea de un hinduismo muy alejado de los añadidos ricos y fantásticos, aunque también supersticiosos, de su forma popular. Hacia finales del siglo XIX, esta recuperación del pasado ario y védico —la India islámica prácticamente quedó relegada— había progresado lo bastante como para que los hindúes se enfrentasen con confianza a los reproches de los misioneros cristianos y lanzasen un contraataque cultural. Un emisario hindú enviado a un «Parlamento de las Religiones» celebrado en Chicago en 1893, no solo suscitó una gran estima personal y consiguió atraer una atención sincera con su afirmación de que el hinduismo era una gran religión, capaz de revivificar la vida espiritual de otras culturas, sino que incluso convirtió a algunos de los asistentes.

Durante mucho tiempo, la conciencia nacional, al igual que la actividad política que esta conciencia iba a reforzar, estuvo limitada a pocas personas. La propuesta de que el hindi fuera el idioma de la India no parecía en absoluto realista cuando cientos de lenguas y dialectos fragmentaban la sociedad hindú y el hindi solo atraía a una pequeña élite que pretendía reforzar sus vínculos en todo un subcontinente. La definición de su pertenencia era la educación, más que la riqueza; su columna vertebral la constituían aquellos hindúes, a menudo bengalíes, que se sentían especialmente decepcionados por el hecho de que el nivel de formación que habían conseguido no les reportase una cuota correspondiente en el gobierno de la India. En 1887, solo una decena de hindúes habían ingresado en el funcionariado del país mediante oposiciones o por concurso. El Raj parecía decidido a mantener el predominio racial de los europeos y a confiar solo en intereses tan conservadores como los de los príncipes y señores, con lo cual se excluía y —lo que es peor— se humillaba a los babu, la clase media urbana hindú.

Una nueva autoestima cultural y un sentimiento creciente de agravio por las recompensas y los desaires fueron el trasfondo para la formación del Congreso Nacional Indio. El preludio inmediato fue una gran agitación por el fracaso de las propuestas gubernamentales —debido a las protestas de los europeos residentes— en pro de la igualdad de trato entre hindúes y europeos ante los tribunales. La decepción provocó que un inglés, un antiguo funcionario, tomase medidas que desembocaron en la primera conferencia del Congreso Nacional Indio en Bombay, en diciembre de 1885. También las iniciativas virreinales habían incidido en ello, y durante mucho tiempo los europeos iban a ser preponderantes en la administración del Congreso. Además, iban a auspiciarlo durante aún más tiempo con protección y asesoramiento desde Londres. Fue un símbolo elocuente de la complejidad del impacto europeo en la India el que algunos delegados hindúes asistiesen vestidos al estilo europeo, con unos trajes de chaqué y sombrero de copa cómicamente inadecuados para el clima del país, en lugar del traje formal de sus gobernantes.

El Congreso pronto se comprometió, mediante su declaración de principios, con la unidad y la regeneración nacional; como en Japón y China, y en muchos otros países más tarde, esta fue la consecuencia habitual del impacto de las ideas europeas. Pero al principio el Congreso no aspiraba al autogobierno, sino que pretendía ofrecer un medio de comunicación de los planteamientos hindúes al virrey y proclamaba su «lealtad inquebrantable» a la corona británica. Hasta al cabo de veinte años, cuando gran parte de las ideas nacionalistas extremas habían ganado adeptos entre los hindúes, no se empezó a barajar la posibilidad de la independencia. Durante este tiempo, su actitud se fue agriando y endureciendo al ser vilipendiada por los residentes británicos, que lo declararon no representativo, y por la ausencia de una respuesta por parte de una administración que asumía este planteamiento y prefería trabajar a través de fuerzas sociales más tradicionales y conservadoras. Los extremistas se mostraron más insistentes. En 1904 llegaron las reveladoras victorias de Japón sobre Rusia. El motivo de disputa lo proporcionó la partición de Bengala en 1905.

Su propósito era doble: administrativamente, la división era oportuna, y socavaría el nacionalismo en Bengala al crear una Bengala Occidental donde había una mayoría hindú y una Bengala Oriental con una mayoría musulmana. Esto hizo detonar toda una serie de situaciones explosivas que se habían ido acumulando desde hacía tiempo. Inmediatamente, estalló una lucha por el poder en el Congreso. En un primer momento, se evitó una escisión con un acuerdo sobre el objetivo del sawaraj, que en la práctica podía significar un autogobierno independiente como el que disfrutaban los dominios blancos; su ejemplo era sugerente. Los extremistas fueron alentados por los disturbios contra la partición. Se desplegó una nueva arma contra los británicos, un boicot sobre los bienes, que, según se esperaba, podía extenderse a otras formas de resistencia pasiva, como el impago de impuestos y la negativa de los soldados a obedecer órdenes. En 1908, los extremistas fueron excluidos del Congreso. Para entonces, una segunda consecuencia era manifiesta: el extremismo generaba terrorismo. Nuevamente, los modelos extranjeros fueron importantes. El terrorismo revolucionario de Rusia se unía ahora a las obras de Mazzini y a la biografía de Garibaldi, el héroe y dirigente de la guerrilla por la independencia italiana, como influencia formativa en una India emergente. Los extremistas defendían que el asesinato político no era como uno corriente. El asesinato y los atentados con bomba fueron combatidos con medidas represivas especiales.

La tercera consecuencia de la partición tal vez fue la más trascendental. Sacó a la luz la división existente entre musulmanes e hindúes. Por razones que se remontaban a la infiltración en la India musulmana antes del motín de un movimiento de reforma islámica, la secta wahabita árabe, durante un siglo los musulmanes indios se habían sentido cada vez más distintos de los hindúes. Los británicos recelaban de ellos debido a sus intentos de revivificar el imperio mogol en 1857, y habían tenido poco éxito al intentar conseguir puestos en el gobierno o en la rama judicial. Los hindúes habían respondido con más ímpetu a las oportunidades educativas que el Raj ofrecía: tenían más peso comercial y una mayor influencia en el gobierno. Pero los musulmanes también habían encontrado apoyo de los británicos, que habían fundado un nuevo colegio islámico, donde se impartía la educación en inglés que necesitaban para competir con los hindúes, y habían ayudado a fundar organizaciones políticas musulmanas. Algunos funcionarios ingleses empezaron a comprender el potencial para equilibrar la presión hindú que esto podía proporcionar al Raj. No era probable que la intensificación de la práctica ritual hindú, por ejemplo un movimiento de protección de las vacas, consiguiese nada, salvo incrementar la separación entre las dos comunidades.

No obstante, no fue hasta 1905 cuando la ruptura pasó a ser y continuó siendo uno de los factores fundamentales de la política del subcontinente. Los antiparticionistas hacían campaña con un despliegue estridente de símbolos y eslóganes hindúes. El gobernador británico de Bengala Oriental incitó a los musulmanes contra los hindúes y procuró darles un interés personal en la nueva provincia. Fue destituido, pero su inoculación había cuajado; los musulmanes de Bengala deploraron su destitución. Parecía que se estaba formando una alianza anglomusulmana, lo cual airó aún más a los terroristas hindúes. Para empeorar las cosas, todo esto tuvo lugar durante cinco años (desde 1906 hasta 1910) en que los precios subieron más rápidamente que durante todo el motín.

Un importante conjunto de reformas concedidas en 1909 no hizo más que cambiar levemente las formas con que iban a actuar las fuerzas políticas que, en adelante, dominarían la historia de la India desde que el Raj dejó de existir unos cuarenta años más tarde. Por primera vez, los hindúes fueron nombrados para el consejo que asesoró al ministro británico responsable de la India y, lo que era más importante, se concedieron más plazas electas a hindúes en los consejos legislativos. Pero las elecciones se celebrarían para electorados que tenían una base comunal. Es decir, la división entre la India hindú y la musulmana quedó institucionalizada.

En 1911, por primera y única vez, un monarca británico reinante visitó la India. Se convocó una gran corte imperial (durbar) en Delhi, el antiguo centro del gobierno mogol, adonde la capital de la India británica fue trasladada desde Calcuta. Los príncipes de la India llegaron para rendirle homenaje. El Congreso no cuestionó su deber hacia la corona. El acceso al trono de Jorge V aquel mismo año había estado marcado por la concesión de beneficios reales y simbólicos, entre los cuales el más notable y significativo políticamente fue el hecho de volver a unir Bengala. Si hubo un momento en que el Raj estuvo en su apogeo, fue este.

Con todo, la India no estaba en absoluto pacificada. Continuaban el terrorismo y los crímenes sediciosos. La política de favorecer a los musulmanes había hecho que los hindúes estuviesen más resentidos, mientras que los musulmanes creían que el gobierno había dado marcha atrás en la comprensión mostrada hacia ellos al eliminar la partición de Bengala. Temían que se reanudase el predominio hindú en aquella provincia. Por otro lado, los hindúes tomaron esta concesión como una prueba de que la resistencia daba sus frutos, y empezaron a presionar por la abolición de los pactos electorales comunales que los musulmanes tanto habían valorado. Por lo tanto, los británicos habían hecho mucho para enajenarse el apoyo musulmán cuando surgió otra tensión. Las élites musulmanas hindúes, que habían propiciado la cooperación con los británicos, cada vez estaban sometidas a una mayor presión por parte de los musulmanes de clase media, susceptibles ante la violenta llamada de un movimiento panislámico. Los panislamistas solo podían aducir el hecho de que los británicos habían abandonado a los musulmanes en Bengala, pero también señalaron que en Trípoli, ciudad que los italianos atacaron en 1911, y en los Balcanes en 1912 y 1913, las fuerzas cristianas estaban atacando Turquía, la sede del califato, el símbolo institucional del liderazgo espiritual del islam, y Gran Bretaña era, indiscutiblemente, una fuerza cristiana.

Las intensas susceptibilidades de los musulmanes hindúes de clase baja fueron excitadas hasta el punto de que incluso el hecho de que una mezquita resultara afectada en la reorganización de una calle podía presentarse como parte de un plan deliberado de hostigar al islam. Cuando en 1914 Turquía decidió ir a la guerra contra Gran Bretaña, pese a que la Liga Musulmana se mantuvo leal, algunos musulmanes indios aceptaron la consecuencia lógica de la supremacía del califato y empezaron a preparar la revolución contra el Raj. Eran pocos. Lo que fue más importante para el futuro es que hacia ese año no dos, sino tres fuerzas realizaban la gestión de la política india: los británicos, los hindúes y los musulmanes. Aquí estuvo el origen de la futura partición de la única unidad política completa que el subcontinente nunca ha conocido, y, al igual que esa unidad, en gran parte fue consecuencia de la intervención de fuerzas tanto indias como no indias.

La India contenía la mayor masa de población no europea y de territorio bajo dominio europeo en Asia, pero al sudeste y en Indonesia —zonas que formaban parte de la esfera cultural india— había otras posesiones imperiales. Se pueden hacer pocas generalizaciones sobre un territorio tan inmenso, con tantos pueblos y religiones. Un hecho negativo era observable: en ningún otro dominio europeo de Asia hubo una transformación tan importante antes de 1914 como en la India, aunque en todos ellos la modernización había empezado a limar la tradición local. Las fuerzas que crearon este efecto eran aquellas que ya habían actuado en otros lugares: la agresión europea, el ejemplo de Japón y la difusión de la cultura europea. Pero la primera y la última de estas fuerzas actuaron en la zona durante menos tiempo antes de 1914 que en China y en la India. En 1880, la mayor parte del sudeste asiático todavía era dirigido por príncipes nativos que eran gobernantes independientes, aunque hubiesen tenido que hacer concesiones al poder europeo en unos «tratados desiguales». En la década siguiente, ello cambió rápidamente a raíz de la anexión británica de Birmania y la continua expansión francesa en Indochina. Los sultanes de Malasia admitieron a residentes británicos en sus cortes, los cuales dirigieron la política a través de la administración nativa, mientras que las «colonias de los estrechos» fueron gobernadas directamente como una colonia. Hacia 1900, solo Siam se mantenía como reino independiente en esta zona; los de Indochina habían sucumbido al imperialismo francés.

Camboya y Laos habían sido modelados por influencias religiosas y artísticas procedentes de la India, pero uno de los países de Indochina estaba mucho más asociado a China por su cultura. Era Vietnam. Constaba de tres partes: Tonkín al norte, Annam en la zona central y Cochinchina al sur. Vietnam contaba con una larga tradición de identidad nacional y con una historia llena de rebeliones contra el dominio imperial de China. Por ello no es sorprendente que fuese allí donde la resistencia a la europeización fue más intensa. Las conexiones de Europa con Indochina habían comenzado con los misioneros cristianos del siglo XVII procedentes de Francia (uno de ellos ideó la primera romanización de la lengua de Vietnam), y la persecución de los cristianos fue tomada como excusa para una expedición francesa (brevemente apoyada por fuerzas españolas), enviada allí en la década de 1850. Más adelante hubo conflictos diplomáticos con China, que reclamaba la soberanía sobre el país. En 1863, bajo presión, el emperador de Annam cedió parte de la Cochinchina a los franceses. También Camboya aceptó un protectorado francés. A ello siguieron otros avances franceses y el surgimiento de una resistencia indochina. En la década de 1870, los franceses ocuparon el delta del río Rojo, y otras disputas llevaron pronto a una guerra con China, la principal potencia, que confirmó la presencia francesa en Indochina. En 1887 crearon una Unión Indochina, que ocultaba un régimen centralizado tras un sistema de protectorados. Pese a que ello significaba la preservación de los dirigentes nativos (el emperador de Annam y los reyes de Camboya y Laos), el objetivo de la política colonial francesa siempre era la asimilación. La cultura francesa sería llevada a los nuevos súbditos franceses, cuyas élites serían afrancesadas, como el mejor modo de promover la modernización y la civilización.

Las tendencias centralizadoras de la administración francesa pronto pusieron de manifiesto que la estructura formal del gobierno nativo era una farsa. Inconscientemente, los franceses debilitaron las instituciones locales sin sustituirlas por otras que gozasen de la lealtad del pueblo, lo cual fue una deriva peligrosa. La presencia francesa tuvo también otras consecuencias, ya que introdujo, por ejemplo, la política arancelaria gala, que iba a ralentizar la industrialización. Ello hizo que los hombres de negocios indochinos se preguntasen, al igual que sus homólogos indios, en función de qué intereses era gobernado el país. Además, la idea de una Indochina como parte integrante de Francia, y cuyos habitantes debían pasar a ser franceses, también trajo problemas. La administración colonial tenía que enfrentarse a la paradoja de que el acceso a la educación francesa podía conducir a reflexionar sobre el lema inspirador que se leía en los edificios y en los documentos oficiales de la Tercera República, «Libertad, igualdad y fraternidad». Finalmente, el derecho francés y sus nociones de propiedad disgregaron la estructura de posesión de las tierras en los pueblos, y dieron más poder a los prestamistas y a los terratenientes. Con una población creciente en las zonas arroceras, ello iba a conformar un potencial revolucionario para el futuro.

Japón y China fueron los catalizadores de los agravios en Indochina encarnados en estos hechos, y el legado del nacionalismo vietnamita tradicional pronto se hizo sentir. La victoria japonesa sobre Rusia hizo que varios jóvenes vietnamitas viajasen a Tokio, donde se reunieron con Sun Yat-sen y con los instigadores japoneses del movimiento «Asia para los asiáticos». Tras la revolución china de 1911, uno de ellos organizó una sociedad a favor de una república vietnamita. Nada de esto inquietaba en gran medida a los franceses, que pudieron reprimir perfectamente esta oposición hasta 1914, pero, curiosamente, tuvo su paralelo en una oposición conservadora a ellos entre la clase vietnamita con educación confuciana. A pesar de que inauguraron una universidad en 1907, los franceses tuvieron que clausurarla casi enseguida, y permaneció cerrada hasta 1918, debido al temor al descontento entre los intelectuales. Este importante sector de la opinión vietnamita ya fue profundamente alienado por el gobierno francés al cabo de unas dos décadas de su creación.

También más al sur, la historia francesa había tenido un impacto directo en Indonesia. Hacia finales del siglo XIX, había unos sesenta millones de indonesios. La presión de la población aún no había generado las tensiones que surgirían, pero fue el mayor grupo de no europeos dirigido por un Estado europeo fuera de la India. Sus antepasados contaban con casi dos siglos de experiencia —a veces amarga— de dominio holandés, antes de que la Revolución francesa llevase a la invasión de las Provincias Unidas, a la formación de una nueva república revolucionaria allí en 1795, a la disolución de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales y, poco después, a la ocupación británica de Java. Los británicos agitaron las aguas introduciendo importantes cambios en el sistema de rentas públicas, pero también actuaban otras influencias que agitaban el país. Aunque originalmente era un afloramiento de la civilización hindú de la India, también formaba parte del mundo islámico, por el gran número de musulmanes —por lo menos de nombre— existente entre sus pueblos y por sus vínculos comerciales con Arabia. En los primeros años del siglo XIX, ello adquirió una nueva importancia. Los peregrinos de Indonesia, algunos de ellos de nacimiento y rango, viajaban a La Meca y, a veces, llegaban hasta Egipto y Turquía. Allí se encontraban directamente en contacto con las ideas reformistas de más al oeste.

La inestabilidad de la situación se puso de relieve cuando los holandeses volvieron y, en 1825, tuvieron que librar la guerra de Java contra un príncipe disidente, que duró cinco años. Esta perjudicó las finanzas de la isla, de modo que los holandeses se vieron obligados a introducir más cambios. El resultado fue un sistema agrícola que reforzaba el cultivo de productos para el gobierno. El funcionamiento de este sistema condujo a una grave explotación de los campesinos, que a finales del siglo XIX empezaron a despertar entre los holandeses una inquietud acerca del comportamiento de su gobierno colonial. Ello culminó en un gran cambio de actitud: en 1901 se anunció una nueva «política ética», que se expresó en la descentralización y en una campaña por lograr una mejora a través de la administración de los pueblos. Con todo, este programa a menudo resultó ser tan paternalista e intervencionista en su acción que a veces también suscitó hostilidad. Ello fue utilizado por los primeros nacionalistas indonesios, algunos de ellos inspirados por los hindúes. En 1908 formaron una organización para promover la educación nacional. Tres años más tarde surgió una asociación islámica, cuyas primeras actividades estuvieron dirigidas tanto contra los comerciantes chinos como contra los holandeses. Hacia 1916, había llegado incluso al punto de reclamar el autogobierno mientras se mantuviera la unión con los Países Bajos. No obstante, antes de esto, en 1912 se fundó un verdadero partido independentista. Se oponía a la autoridad holandesa en nombre de los indonesios nativos de cualquier raza. Entre sus tres fundadores había un holandés, y otros le siguieron. En 1916, los holandeses dieron el primer paso para satisfacer las reivindicaciones de estos grupos al autorizar un Parlamento con poderes limitados para Indonesia.

Aunque las ideas nacionalistas europeas ya circulaban por casi todos los países asiáticos en los primeros años del siglo XX, adquirieron distintas expresiones a partir de las diferentes posibilidades. No todos los regímenes coloniales se comportaban del mismo modo. Los británicos animaron a los nacionalistas de Birmania, mientras que los estadounidenses persiguieron tenazmente un paternalismo benévolo en las Filipinas después de sofocar una insurrección inicialmente dirigida contra sus predecesores españoles. Estos mismos españoles, al igual que los portugueses en toda Asia, habían promovido insistentemente la conversión al cristianismo, mientras que el Raj británico era muy cauto a la hora de intervenir en la religión nativa. La historia también ha modelado el futuro del Asia colonial debido a los distintos legados que los diversos regímenes europeos han dejado allí. Por encima de todo, las fuerzas de las posibilidades históricas y de la inercia histórica se dejaron notar en Japón y China, donde la influencia europea fue tan radical en sus efectos como en la India o en Vietnam, países gobernados directamente. En cada caso, el contexto en que aquella influencia actuó fue decisivo para configurar el futuro. Después de dos siglos de actividad europea en Asia, gran parte (quizá la mayor parte) de este contexto se mantenía intacto. Una porción enorme del pensamiento y la práctica de siempre se mantuvo inalterada. Había presentes demasiados acontecimientos históricos para que la expansión europea explicase por sí sola el Asia del siglo XX. Sin embargo, el poder catalizador y liberador de esta expansión es lo que condujo a Asia a la era moderna.