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Cambio político: el mundo anglosajón

Hacia finales del siglo XIX, el Reino Unido había creado una subunidad identificable dentro del ámbito de la civilización europea, con un destino histórico divergente del de la Europa continental. Los componentes de este mundo anglosajón incluían comunidades británicas crecientes en Canadá, Australia, Nueva Zelanda y Sudáfrica (el primero y el último encerraban también importantes elementos nacionales), y en su centro había dos grandes países atlánticos, uno de ellos la mayor potencia mundial del siglo XIX y el otro, la del siglo siguiente. Hubo tantas personas a las que les resultaba ventajoso señalar lo diferentes que eran, que es fácil pasar por alto cuánto tenían en común el Reino Unido y el joven Estados Unidos durante gran parte del siglo XIX. Pese a que uno de ellos era una monarquía y el otro, una república, ambos países escaparon primero a la corriente absolutista y más tarde a la revolucionaria de la Europa continental. Por supuesto, la política anglosajona cambió de forma tan radical como la de tantos otros países en el siglo XIX, pero no fue transformada por las mismas fuerzas políticas que en los estados continentales ni del mismo modo.

Su similitud surgió en parte porque, pese a todas las diferencias, los dos países compartían más de lo que normalmente admitían. Un aspecto de sus curiosas relaciones fue que los norteamericanos, sin percibir ninguna paradoja, podían llamar a Inglaterra la «madre patria». La herencia de la cultura y la lengua inglesas fue durante mucho tiempo de suma importancia en Estados Unidos. La inmigración de otros estados europeos no llegó a ser multitudinaria hasta la segunda mitad del siglo XIX. Pese a que, a mediados de siglo, muchos norteamericanos —tal vez la mayoría— ya tenían sangre de otros países europeos en sus venas, el tono de la sociedad era marcado desde hacía tiempo por la ascendencia británica. Hasta 1837 no hubo un presidente que no tuviese un apellido inglés, escocés o irlandés (el siguiente no llegaría hasta 1901, y solo ha habido cinco hasta la actualidad).

Al igual que en tiempos mucho más recientes, los problemas poscoloniales dieron lugar a unas relaciones emocionales a veces violentas y siempre complejas entre Estados Unidos y el Reino Unido. Pero también fueron mucho más que esto. Estaban estrechamente vinculadas con las relaciones económicas. Lejos de menguar (como se había temido) tras la independencia, el comercio entre los dos países había proseguido viento en popa. Para los capitalistas ingleses, Estados Unidos era un lugar atractivo para las inversiones incluso tras reiteradas y desafortunadas experiencias con los vínculos de unos estados morosos. Se invirtieron grandes cantidades de dinero británico en los ferrocarriles, en la banca y en seguros norteamericanos. Mientras, las élites dirigentes de ambos países se fascinaban y, a la vez, se repelían mutuamente. Algunos ingleses realizaban mordaces comentarios sobre la vulgaridad y la crudeza de la vida estadounidense; en cambio, a otros les entusiasmaba su energía, optimismo y oportunismo. A los norteamericanos les costaba aceptar la monarquía y los títulos hereditarios, pero algunos trataban de desvelar los fascinantes misterios de la cultura y la sociedad inglesas no por ello con menos afán.

Más sorprendente que las enormes diferencias entre ellos era lo que el Reino Unido y Estados Unidos tenían en común cuando eran estudiados desde el punto de vista de la Europa continental. Por encima de todo, ambos eran capaces de combinar unas políticas liberales y democráticas con un progreso espectacular en cuanto a riqueza y poder. Y lo hacían en unas circunstancias muy distintas, pero por lo menos una de ellas era común a los dos, el hecho del aislamiento: Gran Bretaña tenía el canal de la Mancha entre ella y Europa, y Estados Unidos tenía el océano Atlántico. Durante mucho tiempo, la lejanía física ocultó a los europeos la fuerza potencial de la joven república y las enormes oportunidades que se le presentaban en el Oeste, cuya explotación iba a ser el mayor logro del nacionalismo estadounidense. En la paz de 1783, los británicos habían defendido los intereses fronterizos de los americanos de un modo que, inevitablemente, inició un período de expansión para Estados Unidos. Lo que no estaba claro era hasta dónde podía llevar ni qué otros poderes podían intervenir en él. En parte, fue un problema de ignorancia geográfica. Nadie sabía a ciencia cierta qué podía contener la mitad occidental del continente. Durante décadas, los enormes espacios que se encontraban al otro lado de las cadenas montañosas del este ofrecieron un territorio suficiente para la expansión. En 1800, Estados Unidos aún era psicológica y físicamente un país limitado al litoral atlántico y el valle del Ohio.

Al principio, sus fronteras políticas estaban poco definidas e imponían relaciones con Francia, España y el Reino Unido. Sin embargo, si se conseguía hallar una solución a las disputas fronterizas, entonces se alcanzaría un aislamiento práctico, ya que los únicos intereses que podían mezclar a los estadounidenses en los asuntos de otros países eran, por un lado, el comercio y la protección de los súbditos que estaban en el extranjero, y, por otro, la intervención extranjera en los asuntos de Estados Unidos. Al poco tiempo, pareció que la Revolución francesa podía proporcionar una oportunidad a esta última y ello provocó un conflicto, pero básicamente eran las fronteras y el comercio lo que preocupaba a la diplomacia de la joven república. No obstante, también surgieron poderosas y frecuentes fuerzas potencialmente divisorias en la política interior.

La aspiración estadounidense a no intervenir en el mundo exterior ya era manifiesta en 1793, cuando la agitación de la guerra revolucionaria francesa desembocó en una declaración de neutralidad que hizo que los ciudadanos americanos pudiesen ser procesados en tribunales estadounidenses si tomaban parte en la guerra anglo-francesa. La predisposición de la política norteamericana ya expresada de este modo recibió su formulación clásica en 1796. Durante el discurso de despedida de Washington a sus «amigos y compatriotas» pronunciado al finalizar su segundo mandato como presidente, decidió comentar los objetivos y métodos que una política exterior republicana exitosa debía incorporar, con unas expresiones que tuvieron una profunda influencia en los hombres de Estado estadounidenses posteriores y en la psicología nacional. Visto en retrospectiva, lo que resulta especialmente sorprendente de las ideas de Washington es su tono predominantemente negativo y pasivo. «La regla de conducta que más hemos de procurar seguir respecto a las naciones extranjeras debe reducirse a extender nuestras relaciones comerciales, retrayéndonos todo lo posible de las combinaciones políticas.» «Europa tiene intereses particulares que no nos conciernen en manera alguna o que nos afectan muy poco ... Nuestra situación geográfica nos aconseja y nos permite seguir un rumbo diferente ... Nuestra política debe consistir en retraernos de alianzas permanentes con cualquier parte del mundo extranjero.» Washington también advirtió a sus compatriotas sobre supuestos de permanente o especial hostilidad o amistad con cualquier otro país. En todo ello no había ningún indicio del destino futuro de Estados Unidos como una potencia mundial. (Washington ni siquiera se planteó unas relaciones que no fuesen con Europa; el futuro papel de Estados Unidos en el Pacífico y en Asia era inconcebible en 1796.)

En general, un enfoque pragmático, caso por caso, de las relaciones exteriores de la joven república fue la política que siguieron los sucesores de Washington en la presidencia. Hubo solo una guerra con otra gran potencia, la guerra entre Estados Unidos y Gran Bretaña de 1812. Además de fomentar el sentimiento nacionalista en la joven república, el conflicto propició la aparición del «Tío Sam» como la caricatura que simbolizaba el país y la composición de «Barras y estrellas», que se convirtió en el himno nacional. Y, lo que es más importante, marcó un importante hito en el desarrollo de las relaciones entre los dos países. Oficialmente, la interferencia británica en el comercio durante la lucha contra el bloqueo de Napoleón había provocado la declaración de guerra de Estados Unidos, pero habían sido más importantes las esperanzas de algunos americanos de que a ella siguiera la conquista de Canadá. No fue así, y el fracaso de la expansión militar fue crucial para determinar que la negociación futura de los problemas fronterizos con los británicos debería resolverse mediante negociaciones pacíficas. Pese a que la guerra había provocado nuevamente cierta anglofobia en Estados Unidos, el conflicto (que fue humillante para ambos bandos) despejó el ambiente. En las futuras disputas se dio por sentado tácitamente que ni el gobierno estadounidense ni el británico deseaban plantearse la guerra salvo en el caso de una provocación extrema. En este acuerdo, la frontera septentrional de Estados Unidos en el oeste se fijó en las «Stony Mountains», como se llamaban entonces las montañas Rocosas; en 1845 la frontera fue trasladada más al oeste, hasta el mar, y la de Maine, también en litigio, quedó fijada por un acuerdo.

El mayor cambio en la definición territorial estadounidense fue introducido por la compra de Luisiana. Aproximadamente, «Luisiana» era la zona entre el Mississippi y las Rocosas. En 1803 pertenecía, aunque solo teóricamente, a los franceses, ya que los españoles se la habían cedido en 1800. Este cambio había provocado los intereses norteamericanos. Si la Francia napoleónica imaginaba un resurgimiento del imperio francés en América, Nueva Orleans, que controlaba la desembocadura del río por el cual circulaba un volumen considerable del comercio norteamericano, era de vital importancia. Para comprar la libertad de navegación por el Mississippi, Estados Unidos inició una negociación que terminó con la adquisición de una zona mayor que el territorio total de la república. En un mapa moderno, incluiría Luisiana, Arkansas, Iowa, Nebraska, las dos Dakotas, Minnesota al oeste del Mississippi, la mayor parte de Kansas, Oklahoma, Montana, Wyoming y una gran parte de Colorado. El precio fue de 11.250.000 dólares.

Fue la mayor venta de tierra de todos los tiempos, y sus consecuencias fueron por tanto enormes. La transacción cambió la historia interior norteamericana. La apertura de la ruta hacia el Oeste más allá del Mississippi iba a conducir a un cambio en el equilibrio demográfico y político de trascendencia revolucionaria para la política de la joven república. Este cambio ya se apreciaba en la segunda década del siglo, cuando la población que vivía al oeste de los montes Allegheny se había más que duplicado. Cuando la compra fue rematada con la adquisición de las Floridas a España en 1819, Estados Unidos tuvo plena soberanía sobre el territorio limitado por las costas del Atlántico y del Golfo desde Maine hasta el río Sabine, los ríos Red y Arkansas, la Divisoria Continental y la línea del paralelo 49 acordada con los británicos.

Estados Unidos ya era el país más importante de América. Aunque todavía quedaban algunas posesiones coloniales europeas allí, requeriría un gran esfuerzo rebatir este hecho, como los británicos descubrieron en la guerra. No obstante, la alarma por una posible intervención europea en América Latina, junto con la actividad rusa en el Pacífico noroccidental, condujo a la formulación explícita por parte de Estados Unidos de la determinación de la república de llevar la batuta en el hemisferio occidental. Fue la «doctrina Monroe», enunciada en 1823, la cual afirmaba que no podía plantearse ninguna futura colonización europea del hemisferio occidental, y que Estados Unidos consideraría hostil cualquier intervención de las potencias europeas en sus asuntos. Como la doctrina Monroe favorecía a los intereses británicos, fue mantenida fácilmente. Contaba con el respaldo de la Marina Real, y no era concebible que ninguna potencia europea pudiese lanzar una operación en América si el poder naval británico podía intervenir para rechazarla.

Hoy en día, la doctrina Monroe aún sigue siendo la base de la diplomacia en el continente americano. Una de sus consecuencias es que otros países americanos no podrían recurrir al apoyo de Europa para defender su propia independencia contra Estados Unidos. La principal víctima de ello antes de 1860 fue México. Los colonos norteamericanos que vivían dentro de sus fronteras se rebelaron y fundaron una república texana independiente, que posteriormente fue anexionada por Estados Unidos. En la guerra que siguió, México salió perjudicado. La paz de 1848 le privó, en consecuencia, de lo que más adelante se convertiría en Utah, Nevada, California y buena parte de Arizona, una incorporación de territorio que, junto con la compra de una pequeña parte del resto de México en 1853, redondeó el territorio continental del Estados Unidos moderno.

En los setenta años posteriores a la Paz de París, la república se expandió, pues, por conquista, compra y mediante acuerdos, hasta ocupar medio continente. Los menos de 4 millones de personas de 1790 se habían convertido en casi 24 millones en 1850. La mayoría de ellas todavía vivían al este del Mississippi, es cierto, y las únicas ciudades con más de 100.000 habitantes era los tres grandes puertos atlánticos de Boston, Nueva York y Filadelfia. Sin embargo, el centro de gravedad del país se estaba trasladando al Oeste. Durante mucho tiempo, las élites política, comercial y cultural de la Costa Este continuarían predominando en la sociedad norteamericana. Pero, a partir del momento en que el valle del Ohio fue colonizado, habían empezado a existir intereses en el Oeste. El discurso de despedida de Washington ya había reconocido su importancia. Cada vez más, durante los setenta años siguientes el Oeste fue un factor decisivo para la política, hasta que se produjo la mayor crisis de la historia de Estados Unidos, una crisis que marcó su destino como potencia mundial.

La expansión, tanto territorial como económica, había marcado la historia estadounidense tan profundamente como el carácter democrático de sus instituciones políticas. Su influencia en estas instituciones también fue muy grande y, a veces, manifiesta. En ocasiones se transformaron. El esclavismo es un ejemplo destacado. Cuando Washington inició su presidencia, había algo menos de 700.000 esclavos negros dentro del territorio de la Unión. Era una cifra elevada, pero los artífices de la constitución apenas les prestaron atención, excepto cuando en ello se mezclaban cuestiones de equilibrio político entre los diferentes estados. Al final, se decidió que un esclavo debía contar como tres quintas partes de un hombre libre a la hora de decidir cuántos representantes debía tener cada estado.

A lo largo del medio siglo siguiente, tres factores revolucionaron esta situación. El primero fue la enorme extensión del esclavismo. Fue propiciada por un rápido incremento del consumo de algodón en todo el mundo (sobre todo en las fábricas de Inglaterra). Ello hizo que se duplicasen las cosechas en Estados Unidos en la década de 1820 y que se volviesen a duplicar en la década siguiente. Hacia 1860, el algodón suponía dos tercios del valor de las exportaciones totales del país. Este enorme incremento se consiguió en gran medida cultivando nuevas tierras, y esas nuevas plantaciones requerían más mano de obra. Hacia 1820 ya había un millón y medio de esclavos, y hacia 1860 unos cuatro millones. En los estados del Sur, el esclavismo se había convertido en la base del sistema económico. Debido a ello, la sociedad del Sur pasó a ser más distintiva. Siempre había sido consciente de lo mucho que se diferenciaba de los estados del Norte, más mercantiles y urbanos, pero a partir de entonces su «peculiar institución», tal como se denominaba el esclavismo, pasó a ser considerada por los sureños como el núcleo esencial de una civilización particular. En 1860, muchos sureños se consideraban una nación, con una forma de vida que idealizaban y que creían amenazada por la interferencia tiránica del exterior. La expresión y símbolo de esta interferencia era, a su parecer, la creciente hostilidad del Congreso hacia el esclavismo.

Que el esclavismo se convirtiese en una cuestión política fue el segundo factor que cambió su función en la vida estadounidense. Formaba parte de una evolución general de la política norteamericana evidente en muchos otros sentidos. La política inicial de la república había reflejado lo que pasaron a llamarse intereses «sectoriales», y el propio «Discurso de despedida» de Washington centró la atención en ellos. A grandes rasgos, dieron lugar a unos partidos políticos que reflejaban, por un lado, intereses mercantiles y empresariales, que tendían a buscar un gobierno federal fuerte y una legislación proteccionista, y, por otro, los intereses agrarios y de los consumidores, que tendían a afirmar los derechos de los diferentes estados y a defender las políticas de dinero barato. En esta etapa, el esclavismo aún no era una cuestión política, si bien los políticos a veces hablaban de él como un mal que debía sucumbir (aunque nadie sabía cómo) con el paso del tiempo.

Esta quietud fue cambiando gradualmente, en parte debido a las tendencias inherentes de las instituciones estadounidenses, y en parte debido al cambio social. La interpretación judicial puso un fuerte énfasis nacional y federal en la constitución. Al tiempo que la legislación congresual había adquirido una nueva fuerza potencial, los legisladores eran cada vez más los representantes de la democracia norteamericana. Desde siempre, la presidencia de Andrew Jackson se ha considerado especialmente importante en este sentido. La creciente democratización de la política reflejaba otros cambios. Estados Unidos no se vería alterado por un proletariado urbano de personas expulsadas del campo, porque en el Oeste, desde hacía tiempo, existía la posibilidad de hacer realidad el sueño de la independencia. El ideal social del pequeño propietario independiente podía continuar siendo central dentro de la tradición estadounidense. La apertura de las tierras del Oeste con la compra de Luisiana fue tan importante para revolucionar la distribución de riqueza y de población que modeló la política norteamericana tanto como el crecimiento comercial e industrial del Norte.

Por encima de todo, la apertura del Oeste transformó la cuestión del esclavismo. Gran parte de la sociedad estadounidense entró en disputa en cuanto a las condiciones en las que los nuevos territorios debían incorporarse a la Unión. Como había que determinar primero la organización de la compra de Luisiana y después el territorio tomado a México, estaba a punto de plantearse la pregunta incendiaria: ¿se iba a permitir el esclavismo en los nuevos territorios? En el Norte había surgido un fuerte movimiento antiesclavista, que situó el tema del esclavismo en el centro de la política estadounidense y lo mantuvo allí hasta que eclipsó a todas las demás cuestiones. Su campaña para poner fin al comercio de esclavos y por su eventual emancipación era resultado más o menos de las mismas fuerzas que habían generado demandas similares en otros países hacia finales del siglo XVIII. Pero el movimiento estadounidense era sumamente distinto. En primer lugar, estaba confrontado con un crecimiento del esclavismo en un momento en que este estaba desapareciendo en todas las zonas del mundo europeizado, de modo que en Estados Unidos la tendencia universal parecía estar por lo menos paralizada, si no invertida. En segundo lugar, en él intervenían toda una serie de cuestiones constitucionales, debido a las discusiones sobre hasta qué punto se podía interferir en la propiedad privada en estados concretos, donde las leyes locales la defendían, o incluso en territorios que aún no eran estados. Además, los políticos antiesclavistas formularon una pregunta que radicaba en el centro de la constitución y, de hecho, de la vida política de todos los países europeos, también: ¿quién tendría la última palabra? El pueblo era soberano, esto era evidente. Pero ¿el «pueblo» era la mayoría de sus representantes en el Congreso o las poblaciones de los estados que actuaban a través de sus legislaturas estatales y afirmaban la indefectibilidad de sus derechos contra el Congreso? De este modo, a mediados de siglo el esclavismo se mezcló con casi todas las cuestiones abordadas por la política estadounidense.

Los grandes temas fueron contenidos mientras el equilibrio de poder entre los estados del Sur y del Norte se mantuvo igual. Aunque el Norte tenía cierta preponderancia en número de población, la igualdad crucial en el Senado se mantuvo (en esta cámara cada estado tenía dos senadores, independientemente de su población o su tamaño). Hasta 1819, se admitieron nuevos estados en la Unión según un sistema de alternancia: en uno había esclavos, en otro no. La serie constó de once de cada. A continuación llegó la primera crisis, por la admisión del estado de Missouri. En los días anteriores a la compra de Luisiana, las leyes francesa y española permitían el esclavismo en aquel territorio, y sus colonos esperaban continuar así. Se indignaron, al igual que los representantes de los estados del Sur, cuando un congresista del Norte propuso restricciones al esclavismo en la constitución del nuevo estado. Hubo una fuerte conmoción y debates sobre las ventajas sectoriales. Incluso se habló de una secesión de la Unión, debido a la intensidad de los sentimientos de los sureños. Sin embargo, la cuestión moral seguía sin ser planteada. Aún era posible alcanzar una respuesta política a una cuestión política mediante el «Compromiso de Missouri», que admitía Missouri como estado esclavista, pero equilibrándolo admitiendo Maine al mismo tiempo, y prohibiendo nuevas extensiones del esclavismo en el territorio de Estados Unidos al norte del paralelo 36º 30’. Ello confirmó la doctrina de que el Congreso tenía derecho a excluir el esclavismo de los nuevos territorios si decidía hacerlo, pero no había ninguna razón para creer que la cuestión volviese a plantearse durante mucho tiempo. De hecho, fue así hasta que hubo transcurrido una generación. Sin embargo, algunos ya habían previsto el futuro; Thomas Jefferson, ex presidente y la persona que había redactado el borrador de la Declaración de Independencia, escribió que él «lo consideró inmediatamente el toque de difuntos de la Unión», y otro (futuro) presidente escribió en su diario que la cuestión de Missouri era «un simple preámbulo —la portada— de un gran volumen trágico».

Sin embargo, la tragedia no alcanzó su punto álgido hasta al cabo de cuarenta años. En parte, ello se debió a que los norteamericanos tenían muchas otras cosas en que pensar —sobre todo, en la expansión territorial—, y en parte porque no se dio el caso de que se incorporasen territorios adecuados para el cultivo del algodón y de que, por tanto, requiriesen mano de obra esclava, hasta la década de 1840. No obstante, pronto empezaron a intervenir fuerzas que agitaron la opinión pública y que surtirían efecto cuando el público estuviese listo para escuchar. En 1831 se fundó un periódico en Boston para defender la emancipación incondicional de los esclavos negros. Fue el inicio de la campaña «abolicionista», con una propaganda cada vez más envenenada, presión electoral sobre los políticos del Norte, asistencia a esclavos huidos y oposición a la devolución a sus propietarios cuando eran capturados, ni siquiera cuando los tribunales de justicia dictaminaban que debían ser devueltos. Sobre el trasfondo que constituían los abolicionistas, en la década de 1840 estalló una lucha por las condiciones en que el territorio ganado a México debía asimilarse. Terminó en 1850 con un nuevo acuerdo, si bien no fue duradero. A partir de ese momento, la política estuvo sometida a tensiones por unos sentimientos cada vez más fuertes de persecución y victimización entre los líderes sureños y por una arrogancia creciente por su parte en la defensa de la forma de vida propia de sus estados. Las lealtades a los partidos nacionales ya se veían afectadas por la cuestión de la esclavitud. Los demócratas se declararon a favor del carácter irreversible del pacto de 1850.

En la década siguiente empezó el camino hacia el desastre. La necesidad de organizar Kansas rompió la tregua iniciada con el acuerdo de 1850 y ocasionó el primer derramamiento de sangre cuando los abolicionistas intentaron intimidar al estado de Kansas, proesclavista, para que aceptase sus planteamientos. Surgió un partido republicano en protesta por la propuesta de que la gente que vivía en el territorio debía decidir si en Kansas debía haber esclavos o no; Kansas estaba al norte del paralelo 36º 30’. Pero los abolicionistas también montaban en cólera cuando la ley daba apoyo a los propietarios de esclavos, tal como hizo en una conocida decisión del Tribunal Supremo en 1857 (en el «caso Dred Scott»), que ordenaba la devolución de un esclavo a su amo. Por otra parte, en el Sur estas protestas eran consideradas incitaciones al descontento entre los negros y como una voluntad de usar el sistema electoral contra las libertades del Sur (postura que, por supuesto, estaba justificada, porque los abolicionistas, por lo menos, no eran personas que deseasen llegar a un acuerdo, aunque no conseguían el respaldo del Partido Republicano). El candidato presidencial republicano en las elecciones de 1860 hizo campaña a partir de un programa que, en lo que respectaba al esclavismo, preveía solo su exclusión en todos los territorios que fuesen incorporados a la Unión en el futuro.

Esto fue excesivo para algunos sureños. Pese a que los demócratas estaban divididos, el país votó en términos estrictamente sectoriales en 1860. El candidato republicano, Abraham Lincoln, que sería el más eminente de los presidentes estadounidenses, fue elegido por los estados del Norte y por dos estados de la costa del Pacífico. Fue el final de la línea para muchos sureños. Carolina del Sur se escindió formalmente de la Unión en protesta contra la elección. En febrero de 1861 se le unieron otros seis estados, y los Estados Confederados de América, creados por ellos, tuvieron un gobierno provisional y un presidente electo un mes antes de que Lincoln fuese investido en Washington.

Cada bando acusaba al otro de tener propósitos y comportamientos revolucionarios. Es muy difícil no coincidir con los dos bandos. El centro de la postura norteña, tal como Lincoln lo veía, era que la democracia debía prevalecer, una declaración sin duda con unas implicaciones revolucionarias ilimitadas. Al final, lo que el Norte consiguió realmente fue una revolución social en el Sur. Por otro lado, lo que el Sur afirmaba en 1861 (y tres estados importantes se unieron a la Confederación después de que se oyesen los primeros disparos) era que tenía el mismo derecho a organizar su vida, tal como lo tenían, por ejemplo, los polacos o los italianos en Europa. Es desafortunado, aunque generalmente cierto, que la coincidencia de las reivindicaciones nacionalistas con las instituciones liberales raramente es exacta —ni siquiera aproximada— y nunca completa, pero la defensa del esclavismo también era la defensa de la autodeterminación. Al mismo tiempo, a pesar de que estaban en juego estas grandes cuestiones de principio, se presentaban en términos concretos, personales y locales, lo cual hacía muy difícil establecer claramente las líneas reales en que la república se dividía en la gran crisis de su historia e identidad. Estas líneas atravesaban familias, ciudades y pueblos, religiones y, a veces, grupos de distintos colores. Esta es la mayor tragedia de las guerras civiles.

Una vez comenzada, la guerra posee un potencial revolucionario por sí misma. Gran parte del impacto particular de lo que un bando llamaba «la rebelión» y el otro bando «la guerra entre los estados» se debió a las necesidades de la lucha. Las fuerzas de la Unión tardaron cuatro años en derrotar a las de la Confederación, y durante este tiempo se había producido un importante cambio en los objetivos de Lincoln. Al principio de la guerra, había hablado solo de restablecer el orden debido de los asuntos; dijo a la población que en los estados del Sur estaban sucediendo cosas «demasiado poderosas para ser reprimidas por el curso ordinario del procedimiento judicial» y que requerirían operaciones militares. Esta postura se fue ampliando hasta la reiteración constante de la idea de que el propósito fundamental de la guerra era preservar la Unión. El objetivo de Lincoln en la lucha era volver a unir los estados que la integraban. Durante mucho tiempo, ello significó no satisfacer a aquellos que pretendían abolir el esclavismo mediante la guerra. Pero al final lo convencieron. En 1862, en una carta pública aún pudo decir: «Si pudiese salvar a la Unión sin liberar a ningún esclavo, lo haría; y si pudiese salvarla liberando a algunos y dejando a otros, también lo haría»; pero lo hizo en un momento en que ya había decidido que debía proclamar la emancipación de los esclavos en los estados rebeldes. La decisión se hizo efectiva el día de Año Nuevo de 1863. Así, finalmente se hizo realidad la pesadilla de los políticos del Sur, aunque solo fue debido a la guerra que estos habían incitado. Ello transformó el carácter de la lucha, si bien no fue patente de inmediato. En 1865 se dio el paso final, con una enmienda a la constitución que prohibía el esclavismo en todo el territorio de Estados Unidos. Para entonces la Confederación ya estaba derrotada; Lincoln había sido asesinado, y la causa que él había sintetizado imperecederamente como «el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo» estaba segura.

Tras la victoria militar, esta causa difícilmente podía sonar inequívocamente como una frase noble o cierta para todos los norteamericanos, pero su triunfo tuvo una gran importancia no solo para Norteamérica, sino también para la humanidad. Fue el único suceso político del siglo cuyas implicaciones tuvieron un alcance similar, por ejemplo, a las de la revolución industrial. La guerra decidió el futuro del continente. Una gran potencia podía continuar dominando las Américas y explotando los recursos del territorio conocido más rico y sin explotar que estaba a disposición del hombre. En el futuro, este hecho determinaría el resultado de dos guerras mundiales y, por ende, la historia del mundo. Los ejércitos de la Unión también decidieron que el sistema que iba a prevalecer en la política norteamericana sería el democrático. Tal vez ello no fuera siempre cierto en el sentido de las palabras de Lincoln, pero las instituciones políticas que en principio proveyeron el gobierno de la mayoría, en lo sucesivo estuvieron libres de unos desafíos directos. Ello tendría el efecto adicional de unir estrechamente democracia y bienestar material en las mentes de los estadounidenses. En Estados Unidos, el capitalismo industrial tendría una gran reserva de compromiso ideológico a la que recurrir cuando se enfrentase a críticas posteriores.

Hubo asimismo otras consecuencias interiores. La más obvia fue el surgimiento de un nuevo problema racial. En cierto sentido, mientras existió el esclavismo no surgieron problemas de ese tipo. El estatus servil era la barrera que separaba a la inmensa mayoría de los negros (siempre había habido algunos negros libres) de los blancos, y ello estaba garantizado por unas sanciones jurídicas. La emancipación destruyó el marco de inferioridad legal y lo sustituyó por el marco, o el mito, de la igualdad democrática en un momento en que muy pocos estadounidenses estaban preparados para enfrentarse a esta realidad social. De pronto, millones de negros del Sur eran libres. La gran mayoría de ellos no tenían ninguna formación, ni tampoco preparación para el trabajo salvo en el campo, y prácticamente carecían de líderes de su raza. Durante un breve tiempo, en los estados del Sur los negros buscaron el apoyo de los ejércitos ocupantes de la Unión. Pero, cuando les fue retirado este apoyo, los negros desaparecieron de las legislaturas y de los cargos públicos de los estados del Sur, a los que por poco tiempo habían aspirado. En algunos lugares también desaparecieron de las cabinas electorales. La incapacidad jurídica fue sustituida por la coerción social y física, que en ocasiones era más dura de lo que lo había sido el antiguo régimen esclavista. El esclavo por lo menos tenía valor para su amo, por ser una inversión de capital. Se le protegía como otra propiedad, y normalmente se le ofrecía un mínimo de seguridad y una cierta manutención. En cambio, la competencia en un mercado de trabajo libre, en un momento en que la economía de extensas zonas del Sur estaba en ruinas y en que los blancos debían luchar para sobrevivir, fue desastrosa para los negros. Hacia finales del siglo, la población blanca, muy resentida por su derrota y por la emancipación, alentó una subordinación social de los negros y les sometió a graves privaciones económicas. Ello iba a provocar una emigración hacia el Norte y nuevos problemas sociales en el siglo XX.

Otra consecuencia de la guerra fue que Estados Unidos conservó un sistema bipartidista. Los republicanos y los demócratas han continuado repartiéndose la presidencia hasta la actualidad, viéndose pocas veces amenazados por un tercer partido. Antes de 1861, nada indicaba que esto sería ni siquiera probable. Habían surgido y desaparecido muchos partidos, lo cual era un reflejo de distintos movimientos de la sociedad norteamericana. Pero la guerra iba a llevar al Partido Demócrata a sellar un compromiso con la causa sureña, lo cual al principio fue una gran desventaja, porque les impuso el estigma de la deslealtad (no hubo ningún presidente demócrata hasta 1885). Al mismo tiempo, ofreció a los republicanos la lealtad de los estados del Norte y las esperanzas de los radicales, que les consideraban los salvadores de la Unión y de la democracia, y los liberadores de los esclavos. Antes de que se pusiese de manifiesto lo inadecuado de estos estereotipos, los partidos estaban tan profundamente arraigados en algunos estados que su predominio en ellos, y por supuesto su supervivencia, eran incuestionables. La política estadounidense del siglo XX avanzaría mediante la transformación interna de los dos grandes partidos, que durante mucho tiempo reflejaron sus orígenes primitivos.

De momento, en 1865 los republicanos pudieron hacer las cosas a su manera. Tal vez habrían podido encontrar un modo de reconciliar el Sur si Lincoln hubiese vivido, pero lo cierto es que el impacto de sus políticas sobre un Sur vencido y devastado hizo que los años de la «Reconstrucción» fuesen amargos. Muchos republicanos se esforzaron honestamente por usar el poder que tenían para asegurar los derechos democráticos a los negros. De este modo garantizaban la hegemonía futura de los demócratas en el Sur. Con todo, no actuaron tan mal. Pronto la tendencia económica les ayudó, ya que se reanudó la gran expansión económica interrumpida brevemente por la guerra.

Dicha expansión se había mantenido durante setenta años y ya era prodigiosa. Su manifestación más sorprendente había sido territorial, y pronto pasaría a ser económica. La fase del progreso de Estados Unidos hasta el punto de que sus ciudadanos tendrían los ingresos per cápita más altos del mundo estaba comenzando en la década de 1870. En medio de la euforia por este enorme florecimiento de la confianza y de las expectativas, todos los problemas políticos parecían estar resueltos. Bajo las administraciones republicanas, Estados Unidos se volvió, no por última vez, hacia el factor de seguridad de que la tarea del país no era el debate político, sino los negocios. En gran parte, el Sur no se vio beneficiado por la nueva prosperidad y se rezagó aún más respecto al Norte. No tuvo influencia política hasta que apareció una cuestión capaz de darles el apoyo de los demócratas en otros ámbitos.

Mientras, el Norte y el Oeste podían mirar hacia atrás con la confianza de que los asombrosos cambios de los últimos setenta años les prometían unos tiempos futuros aún mejores. Los extranjeros también lo observaban. Esta era la razón por la que aumentaba el número de emigrantes (dos millones y medio solo en la década de 1850). Engrosaron una población que había pasado de algo más de cinco millones y cuarto en 1800 a casi cuarenta millones en 1870. Cerca de la mitad de ellos ya vivían al oeste de los Allegheny y la gran mayoría, en zonas rurales. La construcción de ferrocarriles estaba abriendo las Grandes Llanuras a una colonización y a una explotación que en realidad todavía no habían empezado. En 1869 se colocó el «remache de oro», que marcaba la finalización del primer enlace transcontinental por ferrocarril. En el nuevo Oeste, Estados Unidos conocería su mayor expansión agrícola. Gracias a la escasez de mano de obra experimentada en los años de la guerra, las máquinas ya se usaban de forma generalizada, apuntando una nueva escala en la producción agrícola, el camino a una nueva fase de la revolución agrícola mundial que convertiría a América de Norte en el granero de Europa (y, en el futuro, también de Asia). Al final de la guerra, había un cuarto de millón de segadoras mecánicas en funcionamiento. También en el terreno industrial estaban por llegar unos años muy favorables. Estados Unidos aún no era una potencia industrial comparable a Gran Bretaña (en 1870 aún había menos de dos millones de empleados en la industria), pero ya se había realizado el trabajo de base. Con un mercado interior grande y cada vez más acomodado, las perspectivas para la industria norteamericana eran brillantes.

Situados en la cima de su era de mayor confianza y éxito, los norteamericanos no fueron hipócritas al olvidar a los perdedores. Comprensiblemente, les resultó fácil hacerlo, en el sentido de que el sistema estadounidense funcionaba bien. Los negros y los blancos pobres del Sur se unieron a los indios, que habían sido los perdedores durante dos siglos y medio, como fracasados olvidados. Probablemente, en comparación con ellos, los nuevos pobres de las ciudades en expansión del Norte no deberían ser considerados perdedores. Por lo menos estaban bien alimentados, seguramente mejor que los pobres de Andalucía o de Nápoles. Su voluntad de irse a Estados Unidos mostraba que este país ya era un imán de gran potencia. Y este poder no era solo material. Además de la «basura miserable», estaban las «masas hacinadas que anhelaban respirar tranquilas». En 1870, Estados Unidos aún era una inspiración política para los radicales políticos de todo el mundo, aunque su práctica y sus formas políticas tenían quizá más impacto en Gran Bretaña —donde la gente asociaba (aprobándolo o censurándolo) la democracia con la «americanización» de la política británica— que en la Europa continental.

Estas influencias y conexiones transatlánticas eran aspectos de las curiosas e irregulares pero tenaces relaciones entre los dos países anglosajones. Ambos experimentaron un cambio revolucionario, aunque de maneras completamente distintas. Los logros de Gran Bretaña a inicios del siglo XIX tal vez fueron aún más notables que la transformación de Estados Unidos. En un momento de una turbulencia social sin precedentes y potencialmente perturbadora, que en un breve período convirtió al país en la primera sociedad industrial y urbanizada de los tiempos modernos, Gran Bretaña consiguió mantener una sorprendente continuidad constitucional y política. Al mismo tiempo, actuó como potencia mundial y europea de un modo que Estados Unidos nunca lo había hecho, y dirigió un gran imperio. En este marco, inició la democratización de sus instituciones mientras conservaba la mayoría de sus puntales de libertad individual.

Socialmente, el Reino Unido era mucho menos democrático que Estados Unidos en 1870 (si dejamos de lado a los negros como un caso especial). La jerarquía social (conferida por nacimiento y por las tierras cuando era posible; y, cuando no, el dinero a menudo servía) estratificaba el Reino Unido. Los observadores quedaban sorprendidos por la seguridad que mostraban las clases dirigentes inglesas en que ellas debían gobernar. No había un Oeste norteamericano para compensar la profunda oleada de deferencias con la brisa de la democracia fronteriza. Canadá y Australia atraían a emigrantes agitados, pero, al hacerlo, eliminaban la posibilidad de que estos cambiasen el tono de la sociedad inglesa. Por otro lado, la democracia política se desarrolló más rápido que la social, aunque el sufragio universal masculino, que existía desde hacía mucho tiempo en Estados Unidos, no sería introducido hasta 1918. La democratización de la política inglesa ya había rebasado el punto de no retorno en 1870.

Este gran cambio se había producido en unas pocas décadas. Pese a que contaba con instituciones profundamente libertarias —igualdad ante la ley, libertad personal y un sistema representativo—, la constitución inglesa de 1800 no descansaba sobre unos principios democráticos. Su base era la representación de ciertos derechos individuales e históricos y la soberanía de la corona en el Parlamento. Los accidentes del pasado generaron a partir de estos elementos un electorado amplio según los estándares europeos de aquella época, pero en 1832 la palabra democrático aún era peyorativa, y con su uso pocas veces se indicaba un objetivo deseable. Para la mayoría de los ingleses, democracia denotaba la Revolución francesa y despotismo militar. Sin embargo, los principales pasos hacia la democracia en la historia política inglesa del siglo se dieron ese año 1832, con la aprobación de una Ley de Reforma que en sí no era democrática, pero que era deseada por muchas de las personas que pretendían que actuase como barrera a la democracia. Supuso una gran revisión del sistema representativo y eliminó ciertas anomalías (como las pequeñas circunscripciones electorales, que en la práctica eran controladas por los patronos) para crear unas circunscripciones parlamentarias que reflejasen mejor (aunque no a la perfección) las necesidades de un país de ciudades industriales en expansión y, por encima de todo, para cambiar y hacer más ordenado el sufragio. Antes se basaba en una mezcla de distintos principios en distintos lugares; en adelante, las principales categorías de personas a las que se daba el voto serían titulares (freeholders) de zonas rurales y propietarios (householders) que tenían en propiedad o pagaban una renta por una casa de clase media en las ciudades. El elector modelo era el hombre con una propiedad en el campo, aunque las condiciones concretas del voto aún mantenían algunas rarezas. El resultado inmediato fue un electorado de unas 650.000 personas y una Cámara de los Comunes que no parecía muy distinta de su predecesora. No obstante, como seguía estando dominada por la aristocracia, marcó el inicio de casi un siglo durante el cual la política británica iba a democratizarse por completo, porque, una vez que la constitución fue modificada en este sentido, entonces podría volverse a modificar, y la Cámara de los Comunes reivindicó cada vez más el derecho a decir qué había que hacer. En el año 1867, otra ley dio lugar a un electorado de unos 2 millones de personas, y en 1872 surgió la decisión de que el voto debía ser secreto; un gran paso.

Este proceso no pudo finalizarse antes del siglo XX, pero pronto introdujo otros cambios en la naturaleza de la política inglesa. Lentamente y de forma un poco reticente, la clase política tradicional empezó a tener en cuenta la necesidad de organizar unos partidos que fuesen algo más que organizaciones familiares o camarillas personales de miembros del Parlamento. Ello fue mucho más evidente tras el surgimiento de un electorado realmente grande en 1867. Sin embargo, mucho antes ya se comprendió la implicación: había una opinión pública que cortejar, la cual era mayor que la vieja clase terrateniente. Todos los grandes líderes parlamentarios ingleses del siglo XIX eran hombres cuyo éxito procedía de su habilidad para atraer no solo la atención de la Cámara de los Comunes, sino la de importantes sectores de la sociedad exteriores a la misma. El primer ejemplo, y seguramente el más significativo, fue sir Robert Peel, el creador del conservadurismo inglés. Al aceptar el juicio de la opinión pública, dio al conservadurismo una flexibilidad que siempre le salvó de la intransigencia a la que tendía la derecha en muchos países de Europa.

La gran lucha política por la revocación de la Ley de los Cereales lo demostró. No se trataba solo de política económica, sino también de quién debía gobernar el país, y en cierto modo fue una lucha complementaria a la que se centró en la reforma del Parlamento antes de 1832. A mediados de la década de 1830, los conservadores habían sido impulsados por Peel a aceptar las consecuencias de 1832, y en 1846 consiguió que estos hicieran lo mismo en relación con la Ley de los Cereales, de carácter protector, cuya desaparición demostró que la sociedad terrateniente ya no tenía la última palabra. Su partido, el baluarte de los gentlemen agrarios que consideraban los intereses agrícolas como el símbolo de Inglaterra y a sí mismos como los paladines de los intereses agrícolas, se volvieron contra Peel con ánimo vengativo y, al poco tiempo, le marginaron. Tenían razón al percibir que la tendencia global de su política se había dirigido hacia el triunfo de los principios del mercado libre, que ellos asociaban con los fabricantes de la clase media. Su decisión dividió al partido y lo condenó a la parálisis durante veinte años, pero en realidad Peel les había librado de un íncubo. Salvó al partido cuando lo volvió a unir para competir por una voluntad del electorado no limitada por el compromiso con la defensa de solo uno entre diversos intereses económicos.

La reorientación de las políticas arancelarias y fiscales británicas hacia el libre comercio era una faceta, aunque en cierto modo la más espectacular, de una alineación general de la política británica hacia la reforma y la liberalización en el tercio central del siglo. Mientras, se inició la reforma del gobierno local (significativamente en las ciudades, no en el campo, donde los intereses de los terratenientes aún dominaban), se introdujo una nueva Ley de Pobres, se aprobaron leyes relativas a las fábricas y las minas, y empezaron a ser controladas de forma efectiva con inspecciones; se reconstruyó el sistema judicial, se eliminaron las discapacitaciones de los protestantes inconformistas, los católicos y los judíos; se puso fin al monopolio eclesiástico del derecho matrimonial, que se remontaba a tiempos anglosajones; se creó un sistema postal que se convirtió en el modelo que otros países imitarían, y se comenzó a abordar la escandalosa negligencia respecto a la educación pública. Todo ello vino acompañado de un crecimiento sin precedentes de la riqueza, cuyo símbolo fue la organización en 1851 de una Gran Exposición Universal en Londres, bajo los auspicios de la propia reina y la dirección de su consorte. Si los británicos tendían a ser presuntuosos, como parece que lo fueron en las décadas centrales del reinado de la reina Victoria, puede decirse que tenían motivos para serlo. Sus instituciones y su economía nunca habían parecido más sanas.

Pero no todo el mundo estaba contento. Había quien protestaba por haber perdido privilegios económicos; de hecho, el Reino Unido seguía mostrando disparidades de riqueza y de pobreza tan grandes como cualquier otro país. Había más motivos para temer una centralización progresiva. La soberanía legislativa parlamentaria hizo que la burocracia invadiese progresivamente ámbitos que antes habían sido inmunes en la práctica a la intervención del gobierno. En el siglo XIX, Inglaterra estaba muy lejos de concentrar el poder en su aparato estatal hasta el grado que ahora es habitual en todos los países. No obstante, a algunas personas les preocupaba que su país pudiese seguir el camino de Francia, un Estado cuya administración altamente centralizada se tomaba como explicación suficiente del fracaso a la hora de lograr la libertad que había acompañado el éxito de Francia al establecer la igualdad. Al compensar esta tendencia, las reformas victorianas del gobierno local fueron cruciales, porque, si bien algunas de ellas no llegaron hasta las dos últimas décadas del siglo, lo empujaron más hacia la democracia.

Algunos extranjeros estaban admirados. La mayoría se preguntaban cómo, pese a las horribles condiciones de sus ciudades industriales, el Reino Unido había podido navegar entre los rápidos de un malestar popular que habría resultado funesto para un gobierno de orden en otros estados. Gran Bretaña había emprendido deliberadamente una reconstrucción ingente de sus instituciones en un momento en que los peligros de la revolución eran muy evidentes en todas partes, y había salido ilesa, con un poder y una riqueza incrementados y los principios del liberalismo arraigados de forma aún más patente en su política. Los estadistas e historiadores británicos se enorgullecían al reiterar que la esencia de la vida del país era la libertad, y usaban una expresión famosa: «Ampliar de precedente a precedente». Parecía que los ingleses lo creían fervientemente, pero ello no dio pie a licencias. El campo no disfrutaba de las ventajas de la lejanía geográfica y de la tierra casi ilimitada de que se gozaba en Estados Unidos, e incluso este país había librado una de las guerras más sangrientas de la historia humana para reprimir la revolución. ¿Cómo lo había conseguido, pues, Gran Bretaña?

Esta era una gran pregunta, aunque a veces algún historiador todavía comenta, sin pensar en sus implicaciones, que existen ciertas condiciones que hacen probable la revolución, y que la sociedad británica al parecer las cumplía. Más bien se trata de que no es necesario admitir estas proposiciones. Tal vez nunca hubo una amenaza potencialmente revolucionaria en esta sociedad que evolucionaba rápidamente. Muchos de los cambios básicos que la Revolución francesa introdujo en Europa ya existían en Gran Bretaña desde hacía siglos. Las instituciones fundamentales, por muy oxidadas y trufadas de concreciones históricas que estuviesen, ofrecían grandes posibilidades. Incluso en tiempos anteriores a la reforma, la Cámara de los Comunes y la Cámara de los Lores no eran instituciones corporativas cerradas como las que existían en muchos estados europeos. Ya antes de 1832, habían mostrado su capacidad de satisfacer las nuevas necesidades, aunque de forma lenta y tardía. La primera Ley de Fábricas (hay que admitir que no fue muy efectiva) ya se aprobó en 1801. A partir de 1832, hubo buenas razones para pensar que, si se presionaba lo bastante al Parlamento desde fuera, llevaría a cabo cualquier reforma que fuese necesaria. No había ninguna restricción jurídica a su poder para hacerlo. Incluso los oprimidos y los airados lo comprendían. Hubo numerosos brotes de violencia desesperada y muchos revolucionarios en activo en las décadas de 1830 y 1840 (una época especialmente dura para los pobres), pero es sorprendente que el movimiento popular más importante de la época, el amplio abanico de movimientos de protesta reunidos en lo que se llamó «cartismo», reclamase en la Carta del Pueblo —que era su programa— medidas que hiciesen al Parlamento más sensible a las necesidades populares, no su abolición.

Con todo, no es probable que se hubiera recurrido al Parlamento para introducir reformas a menos que hubiesen intervenido otros factores. En esto tal vez sea significativo que todas las grandes reformas de la Inglaterra victoriana interesaban tanto a las clases medias como a las masas, con la posible excepción de la legislación industrial. La clase media inglesa consiguió en un momento temprano una porción de poder político que sus homólogas continentales no tenían y que, por lo tanto, utilizaron para conseguir un cambio; no estuvo tentada de aliarse con la revolución, el recurso de los hombres desesperados a los que se les cierran los demás caminos. En cualquier caso, no parece que las masas inglesas fuesen muy revolucionarias. Sea como sea, el hecho de que no actuasen de un modo revolucionario ha causado una gran aflicción entre los historiadores de izquierda posteriores. Se ha debatido ampliamente si ello fue porque su sufrimiento era demasiado intenso, porque no fue suficiente o, simplemente, porque había demasiadas diferencias entre distintos grupos de la clase obrera. Pero sí merece la pena señalar, como lo hacían los visitantes de la época, que las pautas de comportamiento tradicionales inglesas eran muy persistentes. Durante mucho tiempo, sería un país con unos hábitos de deferencia hacia las clases sociales superiores que necesariamente sorprendían a los extranjeros, en particular a los estadounidenses. Además, había organizaciones de la clase obrera que ofrecían alternativas a la revolución. A menudo eran «victorianas», por el admirable énfasis que ponían en la autosuficiencia, la cautela, la prudencia y la sobriedad. De todos los elementos que conformaban el gran movimiento laborista inglés, solo el partido político que lleva este nombre no existía aún antes de 1840; los demás ya estaban maduros en la década de 1860. Las «mutualidades» de seguros contra las desgracias, las asociaciones cooperativas y, por encima de todo, los sindicatos, ofrecían canales eficaces para la participación personal en el movimiento de la clase obrera, si bien al principio solo lentamente y para unos pocos. Esta temprana madurez iba a acentuar la paradoja del socialismo inglés, su posterior dependencia de un movimiento sindical muy conservador y antirrevolucionario, y que durante un largo período fue el mayor del mundo.

Una vez superada la década de 1840, las tendencias económicas tal vez ayudaron a aquietar el descontento. De cualquier modo, los dirigentes de la clase obrera a menudo lo decían, casi lamentándolo. Por lo menos pensaban que la mejora obraba en contra de un peligro revolucionario en Inglaterra. Cuando en la década de 1850 la economía internacional se recuperó, llegaron buenos tiempos para las ciudades industriales de un país que era la fábrica del mundo y también su comerciante, su banquero y asegurador. Cuando el número de empleos y los salarios subieron, el apoyo que los cartistas habían reunido se desmoronó y pronto no fueron más que una reminiscencia.

Los símbolos de la forma invariada que contenía tantos cambios eran las instituciones centrales del reino: el Parlamento y la corona. Cuando el palacio de Westminster fue incendiado y se construyó uno nuevo, se eligió un diseño que imitaba el estilo medieval para recalcar la antigüedad del que pasaría a llamarse «la madre de los parlamentos». Los cambios violentos de gran parte de la era revolucionaria de la historia británica continuaron siendo ocultados por los hábitos de la costumbre y la tradición. Por encima de todo, la monarquía siguió. Ya en 1837, cuando la reina Victoria ascendió al trono, solo estaba por detrás del papado en cuanto a antigüedad entre las instituciones políticas de Europa. Sin embargo, en realidad había cambiado mucho. Había caído a un nivel muy bajo en cuanto a la estima del público a causa del sucesor de Jorge III, el peor de los reyes ingleses, aunque no fue mucho peor que su heredero. Victoria y su marido convirtieron la monarquía en algo incuestionable, excepto para unos pocos republicanos. En parte, se hizo pese a las reticencias de la propia reina, que no fingía que le gustaba la neutralidad política adecuada a un monarca constitucional cuando la corona se hubo retirado de la batalla política. Con todo, se considera que fue durante su reinado cuando tuvo lugar esta retirada. La reina también adaptó la monarquía; por primera vez desde la época del joven Jorge III, la expresión «la Familia Real» fue una realidad y pudo considerarse como tal. Esta es una de las muchas maneras en que su marido alemán, el príncipe Alberto, la ayudó, aunque no obtuvo el reconocimiento de un público inglés desagradecido.

Solo en Irlanda parece que siempre le faltó al pueblo inglés su capacidad para el cambio imaginativo. Se habían enfrentado a un peligro revolucionario real y habían sofocado una rebelión en 1798. En las décadas de 1850 y 1860 la situación se calmó. El motivo fue en gran medida un desastre horrible que se abatió sobre Irlanda a mediados de la década de 1840, cuando al perderse toda la cosecha de patatas se extendieron el hambre, las enfermedades y, con ellas, una brutal solución maltusiana a la sobrepoblación del país. Por el momento, la reivindicación de que se revocase el Acta de Unión, la ley que la había unido a Gran Bretaña en 1801, fue acallada; la hostilidad de su población predominantemente católica hacia una Iglesia protestante forastera e impuesta se desvaneció y no hubo disturbios graves entre una población campesina que no sentía ninguna lealtad hacia los terratenientes ingleses, que estaban ausentes (ni hacia los propietarios irlandeses residentes, igualmente avariciosos y más numerosos) y que explotaban tanto a los arrendatarios como a los trabajadores. Con todo, persistieron ciertos problemas, y el gobierno liberal que accedió al poder se enfrentó a algunos de ellos; la única consecuencia significativa pareció ser el surgimiento de un nuevo movimiento nacionalista irlandés, basado en el campesinado católico y partidario de un «gobierno nacional». Las discusiones sobre lo que esto podría —o debía— significar iban a obsesionar a la política británica, derribarían sus combinaciones y desbaratarían intentos de resolver la cuestión irlandesa durante otro siglo. A corto plazo, ello instigó dos movimientos revolucionarios irlandeses, al norte y al sur, y contribuyó a hundir el liberalismo inglés. Así, después de mil años, Irlanda empezaba de nuevo a dejar una huella visible en la historia mundial, aunque, por supuesto, ya había dejado otra menos visible aquel mismo siglo, con la emigración de tantos de sus habitantes a Estados Unidos.